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Neruda y la poesía francesa

Luis Sáinz de Medrano Arce





Como bien ha señalado Juan Loveluck, «las relaciones de Neruda con la poesía francesa, iniciadas en los años de Temuco, esperan un estudio que supere la simple pesquisa de influencias»1. A nuestro modo de ver, esta afirmación puede suscribirse incluso eliminando la matización en ella contenida. Nuestro trabajo no aspira, obviamente, a cumplir esa función. Nos conformaríamos si sirviera para perfilar un poco más ese gran tema pendiente, teniendo en cuenta que, después del intento de acercamiento organizado al mismo, queda por hacer un laborioso cotejo de ideas operativas en los textos que permita articular el alcance de esas relaciones.

Chileno universal, Neruda fue, como Darío, poeta de muchas patrias, con la diferencia de que su fidelidad explícita -y queremos subrayar bien este adjetivo- a la de origen fue muy superior a la de aquél por su Nicaragua natal, apenas entrevista en su obra poética. Chile y lo chileno ocupan en la obra de Neruda un papel sin parangón. En el escalón inmediato y decreciente está sin duda alguna España. A continuación viene Francia.

Está claro que para Neruda Chile es ante todo el Paraíso perdido de la infancia y la adolescencia, en el que permanecerá siempre anclado, justificando la condición de «viajero inmóvil» que le atribuyó Emir Rodríguez Monegal2. España, la revelación de «una parte original de mi existencia, de una base roquera donde está temblando aún la cuna de la sangre»3 y también su Camino de Damasco.

En cuanto a Francia, hay que dar por supuesto que hubo de ser para el poeta chileno ese natural punto de referencia y lugar de peregrinación sentimental obligada, esa Meca cultural en que este país se convirtió para los intelectuales hispanoamericanos después de la Independencia, si bien en su caso esta valoración no fue, como en otros, alienante en ningún momento. «Yo desconfié -dice Neruda- de una generación anterior y aristocratizante que olvidaba fácilmente en Europa nuestra cuna de barro»4, aunque no negó su admiración por los versos franceses de su compatriota Huidobro y del ecuatoriano Gangotena5.

Sus primeras lecturas de los autores galos que irrumpían inevitablemente hasta no hace mucho tiempo en el mundo de los adolescentes -Julio Verne, el Víctor Hugo de Los Miserables, Bernardin de Saint Pierre (no nos atrevemos a conceder la misma inevitabilidad a Diderot, también citado por el poeta6 ni a Albert Samain7, Ponson de Terrail con su Rocambole8, el Lagardère de Paul Feval9 -fueron el germen de una inclinación que se formalizaría al iniciar los estudios superiores de francés en el Instituto de Pedagogía de Santiago. Para entonces Neruda ya se ocupaba de traducir a Baudelaire, según nos informa en «La casa de las tres viudas», uno de los capítulos más sugestivos de sus memorias10. Aquella cena inesperada en el comedor refinado, con lámparas art nouveau, de una mansión perdida en las selvas australes, atendido por sus propietarias, unas señoras francesas, madereras, que se maravillaron al conocer ese particular interés del poeta por el autor de Las flores del mal, ocurrió en el comienzo de su adolescencia, y hoy se nos presenta como un instante decisivo y mágico en el proceso de captación de Neruda por las letras de Francia. El citado Loveluck ha recordado la avidez con que Neruda devoraba la antología La poesía francesa moderna, preparada por Díez Canedo y Fortún y publicada en 1913, que «ha de haber significado para el naciente poeta una mina riquísima»11.

De su devoción por otro insigne poeta francés hay testimonio evidente en Crepusculario (1923). Nos referimos naturalmente a Ronsard, cuyo soneto «A Hélène» aparece muy libremente glosado en «El nuevo soneto a Helena». El título francés de otro poema del mismo libro, «Ivresse», es otro dato a considerar.

La primera vanguardia francesa, que absorbió a Huidobro, no pudo menos que interesar al Neruda juvenil, después de su acercamiento a Sabat Ercasty -correa de transmisión de Whitman- en El hondero entusiasta12, que le sirvió para experimentar con rotundidad la técnica de las magníficas desmesuras. «En ese momento -escribe, refiriéndose a los años iniciales de Santiago- todos los poetas y pintores latinoamericanos tenían los ojos atornillados en París»13, y él mismo acariciaba la idea de venir a esa Europa/Francia para lo cual aceptó los buenos aunque fallidos oficios de su amigo Pilo Yáñez. Al hablar de su estrecha relación con el poeta Alberto Rojas Jiménez, nos informa de que éste «escribía sus versos a la última moda, siguiendo las enseñanzas de Apollinaire y del grupo ultraísta de España»14. La influencia del autor de los Caligramas es ya un factor operante en Tentativa del hombre infinito (1926), ese libro en el que Rodríguez Monegal ha visto un anticipo de Residencia en la tierra15. Neruda lo ha manifestado claramente al poner dicho libro como muestra de aquellos tiempos en que, «influenciados por Apollinaire, y aun por el anterior ejemplo del poeta de salón Stéphane Mallarmé, publicábamos nuestros libros sin mayúsculas ni puntuación»16. Hasta en uno de sus libros póstumos, Elegía (1974), reconocerá tal filiación al escribir: «Yo, hijo de Apollinaire o de Petrarca»17.

En 1927, con motivo de su viaje a Rangún, Neruda llega a Francia por primera vez, desde España. París fue entonces para el joven y todavía desconocido poeta a este lado del Atlántico nada más que un permanente contacto con la nutrida colonia hispanoamericana de la gran urbe, de la que formaban parte Huidobro y Vallejo. Por lo demás, «la verdad es que en esos primeros días de París, cuyas horas volaban -recordará Neruda- no conocí un solo francés, un solo europeo»18. Tras recorrer incansablemente «doscientos metros y dos esquinas: Montparnasse, La Rotonde, Le Dome, La Coupole y tres o cuatro cafés más»19, se traslada a Marsella donde toma el barco para Oriente. Del dominio que para entonces poseía Neruda de la lengua francesa nos habla el hecho de haber recogido de viva voz y transcrito las cartas que algunos marineros dirigían a sus novias.

Neruda, que no tuvo inconveniente en declarar su actitud receptiva como poeta, y llegó a afirmar, a propósito de Darío y Gabriela Mistral, «debo a ellos, como a todos los que escribieron antes que yo, en todas las lenguas»20, no aclaró sino de pasada hasta qué punto se sintió o no solidario de las teorías del surrealismo francés, bien entendido que el aspecto práctico de la cuestión tiene su propia evidencia. De cualquier forma no faltan en sus escritos algunos pronunciamientos significativos, como cuando asegura: «Yo encontré mi época trastornada por las revoluciones de la cultura francesa. Siempre me atrajeron, pero de alguna manera no le iban a mi cuerpo como traje»21, palabras que definen su especial y relativa adhesión a aquel movimiento; o cuando en el elogio a Paul Eluard, tras el fallecimiento de éste, escribe: «No se perdió en el irracionalismo surrealista porque no fue un imitador, sino un creador, y como tal descargó sobre el cadáver del surrealismo disparos de claridad e inteligencia»22. Con esto está dilucidando su propia postura en cuanto, como señaló Amado Alonso, a la poesía de Neruda «nunca le falta un mínimo esqueleto intelectual. Es un mensaje que quiere ser captado y comprendido»23.

Con todo, echamos en falta en este surrealista razonante una más analítica valoración de lo que para él representó la escuela poética que tuvo en Aragón y en Bretón a sus más conspicuos representantes, en la época de elaboración de sus Residencias. Mientras alude a sus lecturas de Rimbaud, Proust -quien le acercó a la música de César Franck, cuya proyección sobre la primera Residencia (1933) reconoce abiertamente24- y Quevedo, en los días de Colombo (recuérdese que Rodríguez Monegal ha percibido la huella proustiana en el poema «Regresó el caminante» de Plenos poderes, 1962)25, mientras esto ocurre, repetimos, no hay mención alguna de los dos poetas arriba citados.

Y, sin embargo, cuando Neruda se traslada a Francia, al hacerse insostenible su situación antineutral como cónsul de Chile en el Madrid sitiado, mantendrá una estrecha amistad con Eluard y Aragón, según él mismo declara: «Yo tuve por suerte en Francia, y por muchos años, como mis mejores amigos a los dos mejores hombres de su literatura, Paul Eluard y Louis Aragón»26. A esta amistad, y a la del ruso Ehrenburg, se referirá orgullosamente en «El fugitivo» del Canto general (1950), mostrando la solidaridad que con él tuvieron ambos escritores cuando se encontraba desterrado de Chile. Particularmente significativo es el poema dedicado a Eluard, «Memorial de estos años», en Las uvas y el viento (1954): «Héroe o pan, no recuerdo / si su loca dulzura / fue la del coronado vencedor / o fue sólo la miel que se reparte»27. El nombre de Eluard figura también en Una casa en la arena (1966) junto a otros grabados por Neruda -Lorca, Rojas Giménez, Miguel Hernández...- en las vigas de su morada. De él habló en Amistades y enemistades literarias (1940) donde lo compara con Alberti en razón de su común apasionamiento por la poesía. También en Comiendo en Hungría28 lo evocó incidentalmente.

A Louis Aragón dedica Neruda un largo poema en Navegaciones y regresos (1959) lleno de especial emotividad. En él valora su poderío verbal («señor / de todas las palabras»)29 y evoca su mutuo encuentro «en la hora distante de España»30, porque, en efecto, fue en la Península donde se afianzó esta relación con motivo de la participación de ambos en el Congreso de Escritores Antifascistas realizado en 1937. «Fue allí en Madrid donde comencé a conocer a Aragón. Lo que me sorprendió inicialmente de él fue su capacidad increíble de trabajo y organización... Y luego, como es sabido, escribe extensos libros en prosa y su poesía es la más bella del idioma de Francia»31.

Un testimonio de esa amistad lo ha dado el también chileno Jorge Edwards cuando con motivo de la muerte del poeta francés manifestó: «Vi a Louis Aragón en París con bastante frecuencia, casi siempre en compañía de Pablo Neruda»32.

En cuanto a Bretón, sorprende el absoluto silencio de Neruda sobre él. Algo difícil de entender y que acaso pueda interpretarse como una prueba extremada de su solidaridad con Aragón tras la ruptura producida entre Bretón y Aragón, debida, como señala Guillermo de Torre, a haber plegado éste su poesía «enteramente a las consignas soviéticas»33 después de su viaje a Rusia a finales de 1930. Los lazos de Neruda con el clan Aragón fueron tan intensos como para justificar esta radical postura. Edwards ha recordado que su amistad se extendió también a Elsa Triolet, esposa de dicho poeta, y a la hermana de ésta Lily Brik, ídolo amoroso de Vladimir Maiakovsky, a quien Neruda admiraba hasta el punto de tener una fotografía suya en su mesa de trabajo.

Retrocediendo en el tiempo encontramos otra figura de la poesía francesa por quien Neruda se sintió vivamente atraído. Nos referimos al franco-uruguayo conde de Lautréamont. «Luego viene el surrealismo desde Francia -decía en 1962-. Es verdad que éste no nos entrega ningún poeta completo (sic), pero nos revela el aullido de Lautréamont»34. Es cierto que en Cantos ceremoniales (1961) lo había recordado, asociado a Quevedo (una nueva contradicción nerudiana, dado su fervor por el español) en un sentido negativo («Lautréamont cayó de su tela de araña»)35; pero más adelante, en el mismo libro, le dedica nada menos que seis poemas bajo el título de «Lautréamont reconquistado», en los que tratará de redescubrir al poeta que fue capaz en su última época de dirigir su vista más humanamente hacia el mundo («antes de morir, volvió su rostro duro / y tocó el pan y acarició la rosa»)36.

Sobre esta transformación, frustrada apenas apuntada, de la poesía de Isidoro Ducasse, insiste Neruda en su libro de memorias, dentro del apartado «Los críticos deben sufrir». Ahí, tras referirse una vez más al satanismo de Los cantos de Maldoror, afirma que «Lautréamont proyectó una nueva etapa, renegó de su rostro sombrío y escribió el prólogo de una nueva poesía optimista que no alcanzó a crear»37. Luego alude a las censuras de que fue objeto por parte de la crítica este intento de cambio, y denuncia como una forma de opresión burguesa la actitud de quienes consideran que «el poeta debe torturarse y sufrir, debe vivir desesperado, debe seguir escribiendo la canción desesperada»38. Frente a ellos, los poetas -afirma- «de pronto, encabezamos la rebelión de la alegría»39.

Se deduce de esta reflexión sobre Lautréamont un claro paralelismo con el propio caso del comentarista, que éste resaltó sólo a medias, pero que no resulta difícil perfilar mejor si se tienen en cuenta otras coincidencias.

En primer lugar podemos recordar las manifestaciones de Ducasse sobre Los cantos de Maldoror en su carta de 12 de mayo de 1870 dirigida al banquero Darasse: «Chanter l'ennui, les douleurs, les tristesses, les mélancolies, la mort, l'ombre, le sombre, etc., c'est ne vouloir à toute force regarder que les puérils revers des choses»40. Esto nos hace pensar inmediatamente en los abundantes textos nerudianos en los que se formula un repudio similar de la poesía nihilista, a partir del momento en que decide olvidarse de «la metafísica cubierta de amapolas»41. Por ejemplo: «La sombra que indagué ya no me pertenece»42; «yo destroné la negra monarquía, / la cabellera inútil de los sueños»43; «debo sustituir tantos olvidos, / llenar de pan las tinieblas»44... Cabe comparar también el explícito propósito de Lautréamont respecto al viraje que proyecta dar a su obra con análogas posiciones nerudianas. Así el francés, para empezar, rechaza a los poetas anteriores que han ejercido un magisterio lacrimoso que, se entiende, le ha afectado a él: «Lamartine, Hugo, Musset se sont métamorphosés volontairement en femmelettes. Ce sont les Grandes-Têtes-Molles de notre époque. Toujours pleurnicher»45. ¿Cómo no pensar enseguida en los «viejos poetas»46 evocados por Neruda como individuos concentrados en un sentimentalismo ególatra, o en esos otros -los mismos, en definitiva- «gidistas, / intelectualistas, rilkistas, / misterizantes, falsos brujos, / existencialistas amapolas / surrealistas...»47 impávidos ante «el reinado de la angustia»48.

Pero hay más. Lautréamont proclamó en el mismo texto su deseo de volver su poesía hacia más constructivos horizontes: «Voilà pourquoi j'ai completement changé de méthode pour ne chanter exclusivement que l'espoir, l'esperance, LE CALME, le bonheur, LE DEVOIR»49. Confróntense estas palabras con las muy profusas de Neruda en el mismo sentido: «No puedo conservar mi cátedra de silencioso examen de la vida y del mundo... Somos solidarios y responsables de la paz de América»50, «A todos tengo que dar algo / cada semana y cada día / [...] / yo estoy limpiando mi campana, / mi corazón, mis herramientas. / Tengo rocío para todos»51; «De la verdad fui solidario: / de instaurar luz en la tierra»52...

La correlación que venimos observando tiene más concreciones. Lautréamont proclama su voluntad de proseguir en la línea de los grandes escritores clásicos franceses, maestros de la serenidad que él quiere reconquistar. «Et c'est ainsi que je renoue avec les Corneille et les Racine la chaîne du bon sense et du sang-froid, brusquement interrompue depuis les poseurs Voltaire et Jean-Jacques Rousseau»53. Lo que en este caso podemos destacar como correspondencia nerudiana resulta bastante singular. El chileno al referirse en el Canto General al legado de libros «a los nuevos poetas de América»54 que haría efectivo en 1954, establece una adhesión y un desdén análogos: «Que amen, como yo amé mi Manrique, mi Góngora, / mi Garcilaso, mi Quevedo: / fueron / titánicos guardianes, armaduras / de platino y nevada transparencia, / que me enseñaron el rigor»55. Lo curioso es que el papel equivalente a los denostados enciclopedistas lo va a jugar aquí el propio Lautréamont: «Y busquen / en mi Lautréamont viejos lamentos / entre pestilenciales agonías»56. El francés, como Balboa en «Los conquistadores», puede ser objeto de dos valoraciones opuestas.

Un dato final en este mismo plano. En el poema IV del ya citado conjunto «Lautréamont reconquistado», Neruda sienta la tesis de que, ya fallecido, el espíritu del autor de Los cantos fue un impulso auspiciador de los episodios de la Comuna de París, lo que permite deducir que esa conexión post mortem con la lucha popular no fue sino un encuentro tardío con una realidad revolucionaria que, en cuanto fue presentida por el poeta mientras vivía, habría sido la causa determinante del nuevo rumbo de su poesía: «Entonces escogió la Commune y en las calles / sangrientas, Lautréamont, delgada torre roja, / amparó con su llama la cólera del pueblo / [...] / Maldoror reconocía a sus hermanos»57. Así pues, los venteados aires comuneros habrían significado para aquel un revulsivo similar al que representó para Neruda la guerra española. No obstante hay en la carta antes mencionada y en otras firmadas por el mismo algo que hace sospechar la existencia de razones más materiales como el quebranto económico (y sin duda también moral) que le produjo el hecho de que no fuera distribuida la edición de sus Cantos de 186858.

Así pues, Neruda proyecta sobre un modelo cultural sus propias experiencias o mitemas vividos: el descenso a los infiernos y el regreso o reincorporación constructiva a la sociedad, forzando, si es preciso, los fundamentos en que se basa o, por mejor decir, encajando a toda costa, junto a las piezas válidas, otras improvisadas. Y del modelo así recompuesto dimana un prestigio con el que el recomponedor, subconscientemente, se siente, a nuestro entender, respaldado.

Otro de los precursores del surrealismo, Rimbaud, es evocado por Neruda en Las uvas y el viento, como una antigua presencia viva en su poesía59. Aparecerá un instante en Odas elementales (1954), y será tema de un poema completo en Nuevas odas elementales (1956) -«Oda a Jean Arthur Rimbaud»- donde lo presenta como un gran solitario acosado por una sociedad hostil, que hubo de dejar como legado poético «un fantasma / desgarrado / que maldice / y escupe»60. No estamos lejos del tratamiento dado a Lautréamont. La admiración nerudiana por Rimbaud está presente en otros textos como el Discurso con motivo de la Fundación Neruda (1954), el Viaje al corazón de Quevedo (1955) y en Latorre, Prado y mi propia sombra (1962), donde leemos: «No hay Apollinaire sin Rimbaud, [...] ni Pablo Neruda sin todos ellos»61.

Loveluck, para quien no ha pasado desapercibido que sea Rimbaud el único poeta citado por Neruda en su discurso de recepción del premio Nobel, ha advertido que el «velero de las rosas» del poema 9 de Neruda «metaforiza un elemento que la tradición simbolista configuró con insistencia de Baudelaire a Rimbaud»62 y señala la mezcla de vivencias literarias y de experiencias personales cuando aparece «le beau navire» en la poesía de Neruda. Una nueva pista a tener en cuenta en la conexión de Neruda con Rimbaud, con Baudelaire y, por supuesto, con Mallarmé, el autor de «Brise marine».

Ya hemos visto en una cita anterior el nombre de Mallarmé unido al de Apollinaire como maestros de una normativa apreciada por el primer Neruda. También el nombre de Mallarmé llega hasta uno de los libros póstumos de Neruda, El mar y las campanas (1973), donde insiste en tal reconocimiento. «Yo me encerraba con la poesía / transportado al jardín de Albert Samain, / al suntuoso Henri Regnier, / al abanico azul de Mallarmé»63. Unos años antes, en su discurso Inaugurando el año de Shakespeare, al valorar la lírica del autor inglés, aventura la tesis de que ésta, «como la de Góngora y Mallarmé, juego con la luz de la razón, impone un código estricto, aunque secreto»64. La generalización aplicada a estos tres poetas es seguramente, como sucede en otras ocasiones en que Neruda ejerce como crítico, algo arriesgada. Queden sin embargo, las palabras citadas como muestra de la altura en que Neruda sitúa al gran poeta simbolista, a pesar de la reticencia antes reproducida (nos referimos a lo de «poeta de salón»).

Restan por considerar otros datos, otros nombres. No hemos hecho sino abrir una página del inventario de relaciones de Neruda con la poesía francesa, una historia que habría que explorar hasta los tiempos en que el chileno vivió en Francia como embajador y escribió parte de uno de sus últimos libros, Geografía infructuosa (1972), por los caminos de Normandía, con los ojos «amarrados»65 a ese último y antiépico Machu Picchu que fue para él el campanario de Authenay.





 
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