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No hubo justicia para el Silenciero

Abel Posse

Nunca podré olvidar el encuentro con Antonio Di Benedetto cuando salió del país, después de torturas y horrores que no tenían explicación ninguna. Yo era cónsul en Venecia desde 1973 y vivía en un palacio dieciochesco, con frescos pompeyanos que Antonio miró alborozado con su copa en la mano.

Llegó acompañado de su hermana. Me sorprendieron sus cabellos completamente blancos. Se dio cuenta y me dijo: «Este es el cambio...». Su voz no buscó ningún efecto de ironía. Pasamos a la sala que daba sobre el Canal Grande y bebimos una copa. No acertamos a decir nada convencional. Bebimos en silencio.

Di Benedetto era una de las personalidades más enigmáticas, imprevisibles, que yo conociera en el llamado mundo literario. Parte de esta particularidad era el hecho de que, casi no bien llegado en el avión que lo traía al exilio, su primer paso, su primer gesto de voluntad, era ir a Venecia. A Venecia, la ciudad del placer, de los palacios, de las góndolas que se deslizan por la sede de los canales. Había gente que lo esperaba en otras partes, que trataría de apoyarlo para conseguir algún trabajo. Pero Di Benedetto quería venir a Venecia. No comentó el hecho, pero pensé que era como querer escapar del tiempo hacia la ciudad que parece definitivamente demorada en el douceur de vivre del siglo XVIII.

Seguramente después de los horrores que había vivido, en las terribles e interminables horas de su celda, habría pensado en Venecia como símbolo de toda la belleza del mundo, como bastión de una armonía perdida. Estaba frente al ventanal y no hacía comentarios. Era como si confirmase la posibilidad de la belleza. Como si Venecia fuera la callada y eterna burla hacia todos los esbirros que lo habían maltratado.

Esa paz, esa civilizada placidez de Venecia, le parecerían un episodio más de ese juego en que el demonio y un dios indolente parecen perder el tiempo. Comimos abundantemente, tomamos vino del Friuli y, esa noche, Di Benedetto durmió profundamente. Supe que a la mañana había salido temprano para visitar el museo de la Academia y los magníficos Tintorettos de I Frari.

Lo más desconcertante de lo que entonces me contó fue que nunca se supo nada, nunca le aclararon nada. Después de los golpes, el traslado a La Plata, las infames parodias de fusilamiento, después de aquellos meses en los que hasta intentó -parece- el suicidio (creo que Di Benedetto me lo dio a entender con su lenguaje siempre elusivo y púdico), cuando le comunican que deberá tomar sus cosas y que sería puesto en libertad (después de, creo, un par de años), me contó que le preguntó al teniente coronel a cargo del penal cuál había sido el motivo de su detención. «Se lo pregunto humildemente, no vaya a ser que yo vuelva a cometer el error...». Dijo Antonio que el teniente coronel lo miró muy molesto y se limitó a decir: «Mejor no hablemos ni una palabra más de esa cuestión...». El absurdo. El absurdo que se cerraba en un círculo perfecto. Le había arruinado la vida porque sí, sin saber, porque alguien lo había mandado allí diciendo que era peligroso o algo así. El absurdo con todo su terrible poder.

Otra explicación seria que he escuchado fue la de que el coronel a cargo de la guarnición Mendoza, donde Di Benedetto era subdirector del diario Los Andes y donde vivía «no lo podía ver, se la tenía jurada» (sic). De paso sea dicho que Di Benedetto no tenía ninguna actuación en política ni en sus libros había tomado posición alguna. Era independiente, liberal, empecinado, habitante de un mundo poético que un día cualquiera los cerdos se decidieron a pisotear. La sensibilidad extrema de Antonio, su fuerte sentido de irrealidad, tal vez despertaron rencores y recelos entre los esbirros. Además, escribía libros... Otros muchos murieron por sus ideas, por sus acciones, por algún tipo de compromiso y militancia que el fascismo decidió no tolerar más. Pero Di Benedetto fue arrollado por las ruedas viscosas del absurdo (la sinrazón, el desmotivo).

Había vivido la situación límite del hombre que un grupo de delincuentes uniformados sacan de su celda a la madrugada, lo hacen arrodillar, en el patio, con los ojos vendados y las manos atadas y le hacen oír los cerrojos de las armas al cargar. Esos segundos son meses, siglos. Es el límite. Después se escuchaban las risotadas, le daban un empujón y lo llevaban de nuevo a la celda. Y él, seguramente, desde el fondo de su corazón de hombre bueno e ingenuo, agradecía a Dios seguir con vida...

Ellos se reían. Después se cambiarían en sus vestuarios con armarios metálicos con llave y se irían a comer a alguna parrilla suburbana. («¿Viste la cara que puso? Estaba blanco cuando le saqué la venda...»). ¿Se darían cuenta esos sujetos de lo que hacían? ¿Qué pensaron al ver las fotos necrológicas de Antonio en los diarios de Buenos Aires?

El mal es, simplemente, no poder imaginar al otro, el dolor del otro, el ser del otro.

Estuvo en Venecia no más de tres días y partió hacia el sur de Francia donde un grupo de amigos, benefactores, lo esperaba. Permaneció allí un tiempo hasta que desapareció sin dejar la dirección. Esos amigos de Francia me llamaron por teléfono para decirme que habían perdido la pista de Antonio, que se había establecido en España. Se esfumaba de los grupos que iba conociendo.

Trabajaba en una revista para médicos y volvió a escribir. Lo reencontré en Canarias en un congreso de escritores. Por supuesto, era el más perdido del congreso. Me pareció que estaba mejor. Un día se fue a Lanzarote y al volver me habló maravillado del paisaje volcánico y del mar azul. Se lo veía reír con una escritora costarricense.

Una tarde nos reunimos a tomar un café y grabé una entrevista. Al preguntarle sobre el tema de un libro que estaba preparando, me dijo que se titularía Por dentro. El asunto era el de un ser que está dentro de otro ser que vive. «Están diferenciados. Son dos cuerpos pero conviven...». También preparaba otro relato: El mejor amigo del hombre. Entonces me dijo esta frase terrible: «Este libro me crea cierto complejo porque, aunque se refiere a los perros, me pregunto lo mismo que me pregunté en relación a Zama, ¿se trata de un libro autobiográfico o no? Lo que significa que esta misma pregunta me la hago cuando me siento perro. Un perro, por supuesto, no es aquel que se siente culpable de haber cometido perradas. Simplemente se trata de un hombre que se siente maltratado, apaleado».

Di Benedetto escribió la novela El silenciero. Es una de las más curiosas obras de la literatura latinoamericana. Por su intensidad ingresa por propio derecho en ese restringidísimo club de cumbres como Los ríos profundos, de José María Arguedas, o Pedro Páramo, de Juan Rulfo. En ese relato, que alcanzó justa fama internacional, Di Benedetto se sintió amenazado por la sombra del absurdo: un sufrimiento sin fin, irresistible, que sobreviene al personaje sin causa alguna. El temido absurdo en algún momento irrumpe y el protagonista no se siente capaz de defenderse: se entrega como a una fatalidad. Su destino queda absorbido por el absurdo. Cuando el Silenciero es detenido por la policía, dice: «No me defiendo. Se ha posesionado de mí el recuerdo de una lectura y la repito en mi mente como puedo. A este respecto creo que tengo algo en común con Sócrates. Porque cuando fue acusado y estaba a punto de ser juzgado, su demonio (su daimón) impidió que se defendiera». Doce años después de haber escrito estas frases, la ficción del relato cobraba realidad en la propia carne del autor.

Nunca iba a retomar el paso. Nunca más andaría seguro entré sus congéneres. Vivía fantasmas de amenaza, por eso no daba la dirección sino a unos pocos amigos. Nunca más volvió a pisar fuerte sobre la tierra. Lo había desilusionado. El absurdo, el mal, lo habían rebasado.

Cuando volvió a la Argentina estaba desconectado de la indispensable frivolidad que se requiere para poder olvidar vivencias terribles. Para colmo, pese a la buena voluntad de los amigos, no pudieron darle más que un puesto de asesor que no le alcanzaba ni para pagar el más modesto alojamiento. Algunos todavía viven del relato de sus penurias. El pudor y la discreción de Antonio se lo impedían. Seguramente sabía o intuía que sus torturadores andaban por las calles, gozando de sueldos mejores que el suyo. Se encontró con nuestra desdichada Argentina donde a las penurias políticas seguían los desastres económicos.

Dicen que estaba tramitando su retorno a España cuando se enfermó de muerte. No había quedado indemne de los fusilamientos «en broma».

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