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Noli me tangere

(El país de los frailes)


José Rizal





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A mi patria

Registrase en la historia de los padecimientos humanos un cáncer de un carácter tan maligno, que el menor contacto le irrita y despierta en él agudísimos dolores. Pues bien, cuantas veces enmedio de las civilizaciones modernas he querido evocarte, ya para acompañarme de tus recuerdos, ya para compararte con otros países, tantas se me presentó tu querida imagen con un cáncer social parecido.

Deseando tu salud, que es la nuestra, y buscando el mejor tratamiento, haré contigo lo que con sus enfermos los antiguos: exponíanlos en las gradas del templo, para que cada persona que fuese a invocar a la Divinidad les propusiese un remedio.

Y a este fin, trataré de reproducir fielmente tu estado sin contemplaciones; levantaré parte del velo que oculta el mal, sacrificándolo todo a la verdad, hasta el mismo amor propio, pues, como hijo tuyo, adolezco también de tus defectos y flaquezas.

El autor

Europa 1888.





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- I -

Una reunión


A fines de octubre, don Santiago de los Santos, conocido vulgarmente con el nombre de Capitán Tiago, daba una cena, que era el tema de todas las conversaciones en Binondo, en los demás arrabales y hasta dentro de la ciudad. Capitán Tiago pasaba entonces por el hombre más rumboso, y sabía todo el mundo que su casa, como su país, no cerraba las puertas a nadie, como no fuese a las innovaciones provechosas y a las ideas nuevas y atrevidas.

Con la rapidez del relámpago corrió la noticia en el mundo de los parásitos que Dios crió en su infinita bondad y tan cariñosamente multiplica en Manila.

Dábase esta cena en una casa de la calle de Anloague. Era un edificio bastante grande, construido al estilo del país y situado a orillas del río Pasig, llamado por algunos ría de Binondo, y que desempeña, como todos los ríos de Manila, el múltiple   -8-   papel de baño, alcantarilla, lavadero, pesquería, medio de transporte y comunicación y hasta proporciona agua potable si lo tiene por conveniente el chino aguador. Es de notar que esta poderosa arteria del arrabal, en donde abunda más el tráfico, apenas cuenta con un viejo puente de madera, en una distancia de más de un kilómetro.

La casa a que aludimos era algo baja y de líneas no muy correctas: no sabemos si esto es debido a los huracanes y terremotos o a la poca ciencia del arquitecto. Una ancha escalera de verdes balaustres conduce desde el zaguán o portal, enlosado de azulejos, al piso principal, entre macetas de flores, colocadas sobre pedestales de loza china de abigarrados colores y fantásticos dibujos.

Puesto que no hay porteros ni criados que pidan el billete de invitación subiremos, lector amigo, si es que te atraen los acordes de la orquesta, la luz y el halagüeño ruido de la vajilla y los cubiertos y quieres ver cómo son las reuniones allá en la Perla de Oriente. Con gusto te ahorraría la descripción de la casa, pero no lo hago porque es esta una cuestión demasiado importante, pues los mortales en general somos como las tortugas: valemos y nos clasifican según nuestras conchas.

Al subir, nos encontramos de golpe en una espaciosa estancia, llamada allí caída no sé por qué, que esta noche sirve de comedor al mismo tiempo que de salón de orquesta. Hay enmedio una larga mesa, adornada lujosamente, que brinda dulces promesas a los invitados y amenaza a las tímidas jóvenes, a las sencillas dalagas con dos horas mortales en compañía de gentes extrañas, cuyas conversaciones suelen tener un carácter muy particular.

Contrastan con los preparativos del pantagruélico festín, los abigarrados cuadros de las paredes,   -9-   que representan asuntos religiosos como El Purgatorio, El Infierno, El Juicio final y la muerte del Justo. Vése también en el fondo, aprisionado en un espléndido y elegante marco estilo del Renacimiento, tallado por Arévalo, un curioso lienzo de grandes dimensiones, en el cual hay representadas dos viejas y que lleva al pie la siguiente inscripción: Nuestra Señora de la Paz y Buen viaje, que se venera en Antipolo, y que bajo el aspecto de una mendiga visita en su enfermedad a la piadosa y célebre capitana Inés. La composición, si no revela mucho gusto ni arte, tiene en cambio sobrado realismo: la enferma parece un cadáver por los tintes amarillos y violáceos de su rostro; y los vasos y demás objetos que suelen encontrarse en las habitaciones de los enfermos están reproducidos tan minuciosamente, que se ven hasta sus contenidos.

Cuelgan del techo preciosas lámparas de China, jaulas, esferas de cristal azogado rojas, verdes y azules y plantas aéreas. Por el lado que mira al río unos caprichosos arcos de madera, medio chinescos, dan paso a una azotea cubierta con enredaderas y alumbrada por farolitos de papel de todos colores.

Sobre una tarima de pino está el magnífico piano de cola, de un precio exorbitante. Y finalmente, completa el adorno del salón un gran retrato al óleo de un hombre vestido de frac, tieso y recto como el bastón de borlas que lleva entre sus rígidos dedos cubiertos de anillos.

La sala está casi llena de gente: los hombres separados de las mujeres como en las iglesias y las sinagogas. El sexo bello está representado por unas cuantas jóvenes españolas y filipinas. Abren la boca con un bostezo, pero la tapan al instante con sus abanicos; apenas murmuran algunas palabras; todas   -10-   las conversaciones que comienzan mueren entre monosílabos, con un ruido sibilante, como el que se escucha en los templos silenciosos. ¿Acaso las imágenes de las Vírgenes que cuelgan de las paredes las obligan a guardar la compostura y el silencio religiosos o es que aquí las mujeres son diferentes a las demás?

La única que recibía a las señoras era una vieja, prima del Capitán Tiago, de facciones bondadosas y que hablaba bastante mal el castellano. Toda su política y urbanidad consistían en ofrecer a los españoles una bandeja de cigarros y buyos1, y en dar a besar la mano a las filipinas, exactamente como los frailes. La pobre anciana concluyó por aburrirse, y oyendo el ruido de un plato que se había roto en la cocina, salió precipitadamente, murmurando:

-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Tengan la bondad de dispensar! ¡Voy a ver qué hacen aquellos indignos!

Y no volvió a aparecer.

En cuanto a los hombres, mostrábanse más parlanchines. Algunos cadetes hablaban con animación, pero en voz baja, señalando con el dedo a varias personas de la sala y riéndose con disimulo; en cambio dos extranjeros, vestidos de blanco, cruzadas las manos detrás y sin decir palabra, paseábanse de un extremo a otro de la sala, como hacen los viajeros aburridos sobre la cubierta de un buque. Todo el interés y la animación partían de un grupo formado por dos religiosos, dos paisanos y un militar, alrededor de una mesita en que se veían botellas de vino y bizcochos ingleses.

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El militar era un viejo teniente, alto, de fisonomía adusta; parecía un duque de Alba rezagado en el escalafón de la Guardia Civil; hablaba poco y con dureza.

Uno de los frailes, un joven dominico, pulcro y brillante como sus gafas de montura de oro, afectaba una temprana gravedad: era el cura de Binondo, y en otros tiempos había desempeñado una cátedra en San Juan de Letrán. Tenía fama de consumado dialéctico. Hablaba poco y parecía pesar sus palabras.

Por el contrario, el otro, que era un franciscano, hablaba mucho y gesticulaba más. A pesar de que sus cabellos empezaban a encanecer conservábase todavía joven y robusto. Sus duras facciones, su mirada poco tranquilizadora y hercúleas formas le daban el aspecto de un patricio romano disfrazado, y al verlo se acordaba uno de aquellos tres frailes de que habla Heine en sus «Dioses en el destierro», que por el mes de septiembre, allá en el Tirol, pasaban a media noche en una barca por un lago, y al depositar en la mano del pobre barquero una moneda de plata fría como el hielo, lo dejaban lleno de espanto.

Uno de los paisanos, un hombre pequeñito, de barba negra, sólo tenía de notable la nariz, de extraordinarias dimensiones; el otro, un joven rubio, parecía recién llegado al país. Con éste sostenía el franciscano una viva discusión.

-Ya lo verá -decía el fraile-; cuando esté en el país algunos meses se convencerá de lo que le digo; una cosa es gobernar en Madrid y otra es estar en Filipinas.

-Pero...

-Yo, por ejemplo -continuó fray Dámaso cortando la palabra a su interlocutor-, yo que cuento   -12-   ya veintitrés años de plátano y morisqueta2 puedo hablar con autoridad sobre ello. No me salga usted con teorías ni retóricas; yo conozco al indio mejor que nadie. Desde que llegué al país fui destinado a un pueblo pequeño y allí tuve ocasión de estudiar a estas gentes con completa calma.

-¡No comprendo que tenga eso nada que ver con el desestanco del tabaco! -pudo contestar al fin el joven rubio, mientras que el franciscano tomaba una copita de jerez.

Fray Dámaso, lleno de sorpresa, estuvo a punto de dejar caer la copa. Quedose un momento mirando de hito en hito al joven y,

-¿Cómo? ¿Cómo? -exclamó después con la mayor extrañeza-. Pero, ¿es posible que no vea usted lo que está más claro que la luz del día? ¿No ve usted, hijo de Dios, que todo esto prueba palpablemente que las reformas de los ministros son irracionales?

Esta vez fue el rubio el que se quedó perplejo; el teniente arrugó las cejas; el hombre pequeñito movía la cabeza como para dar la razón a fray Dámaso. El dominico permanecía indiferente y casi de espaldas.

-¿Cree usted?... -pudo al fin preguntar muy serio el joven, mirando lleno de curiosidad al fraile.

-¿Que si creo? ¡Como en el Evangelio! ¡El indio es tan indolente!

-¡Ah! Perdone usted -dijo el joven acercando un poco su silla-. ¿Existe verdaderamente esa indolencia en los naturales o sucede lo que afirma un viajero extranjero, que es sólo una invención para disculpar nuestra propia indolencia, nuestro atraso y nuestro absurdo sistema colonial?

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-¡Ca! ¡Envidias! Pregúnteselo al señor Laruja, que también conoce al país; pregúntele si la ignorancia y la indolencia del indio tienen igual.

-En efecto -contestó el hombre pequeñito, que era el aludido-; en ninguna parte del mundo existe ser más indolente que el indio: ¡en ninguna parte!

-¡Ni otro más vicioso ni más ingrato!

-¡Ni más mal educado!

El joven rubio se puso a mirar con inquietud a todas partes.

-Señores -dijo en voz baja- creo que estamos en casa de un indio, esas señoritas...

-¡Bah! ¡No sea usted tan aprensivo! Santiago no se considera como indio, y además no está presente y... ¡aunque estuviera! Esas son tonterías de los recién llegados. Deje que pasen algunos meses; cambiará de opinión cuando haya frecuentado muchas fiestas y bailújans, dormido en los catres y comido mucha tinola.

-¿Eso que usted llama tinola es una fruta de la especie del loto, que vuelve a los hombres así como olvidadizos?

-¡Qué loto ni qué lotería! -contestó riendo el padre Dámaso. Tinola es un guisado de gallina y calabaza. ¿Cuánto tiempo hace que ha llegado usted?

-Cuatro días -contestó el joven algo picado.

-¿Viene como empleado?

-No, señor; vengo por cuenta propia, para conocer el país.

-¡Hombre, qué pájaro más raro! -exclamó fray Dámaso mirándole con curiosidad.

-Decía vuestra reverencia, padre Dámaso -interrumpió bruscamente el dominico cortando la conversación-, que ha estado veinte años en el pueblo de San Diego y lo ha dejado. ¿No estaba vuestra reverencia contento en el pueblo?

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Fray Dámaso, a esta pregunta hecha con un tono tan natural y casi negligente, perdió la alegría y dejó de reír.

-¡No! -gruñó secamente, y se dejó caer con violencia contra el respaldo del sillón.

El dominico prosiguió en tono más indiferente aún:

-Debe de ser muy doloroso dejar a un pueblo que se conoce como el hábito que se lleva. Yo, al menos, sentí dejar Camiling, y eso que estuve pocos meses... pero los superiores lo hacían para bien de la Comunidad...

Fray Dámaso, por primera vez en aquella noche, parecía muy preocupado. De repente dio un puñetazo sobre el brazo de su sillón, y respirando con fuerza, exclamó:

-¡Hay religión o no la hay! ¡Los curas son libres o no lo son! ¡El país se pierde, está perdido! Y volvió a dar otro puñetazo.

Toda la gente de la sala, sorprendida se volvió hacia el grupo. Los dos extranjeros, que se paseaban, paráronse un momento, hicieron una mueca y continuaron acto seguido su paseo.

-¿Qué quiere usted decir? -preguntó el teniente frunciendo las cejas.

-¿Qué quiero decir?... -repitió fray Dámaso alzando más la voz y encarándose con su interlocutor-. ¡Digo lo que me da la gana! Quiero decir que cuando el cura, arroja del cementerio el cadáver de un hereje, nadie, ni el mismo rey tiene derecho a mezclarse, y menos a imponer castigos. Y sin embargo, el general, esa calamidad con entorchados, se mete en todo.

-¡Padre, su excelencia es Vice Real Patronato! -gritó el militar levantándose.

-¡Qué Vice Real Patronato ni qué niño muerto!   -15-   -contestó el franciscano levantándose también. En otro tiempo se le hubiera arrastrado, como ya hicieron una vez las Corporaciones con el impío gobernador Bustamante. ¡Aquellos sí que eran tiempos de fe!...

-Le advierto que yo no permito... ¡Su excelencia representa a Su Majestad el rey.

-¡Qué rey ni que Roque! Para nosotros no hay más rey que el legítimo...

-¡Alto! -gritó el teniente amenazador y como si se dirigiese a sus soldados. O usted retira cuanto ha dicho o mañana mismo doy parte a su excelencia.

-¡Vaya usted ahora mismo, vaya usted! -contestó con sarcasmo fray Dámaso, acercándose con los puños cerrados-. ¿Cree usted que porque llevo hábitos me faltan?... ¡Vaya usted! ¡Si quiere le prestaré mi coche!

La cuestión se agriaba cada vez más. Afortunadamente intervino el dominico.

-¡Señores! -dijo en tono de autoridad- no hay que confundir las cosas ni buscar ofensas donde no las hay. Debemos distinguir en las palabras de fray Dámaso las del hombre de las del sacerdote. Las de éste, como tal, jamás pueden ofender, pues provienen de la verdad absoluta. En las del hombre hay que hacer una distinción: las que dice ab irato, las que dice ex ore, pero no in corde y las que dice in corde. Estas últimas son las que únicamente pueden ofender, y eso según: si ya in mente preexistían por un motivo o solamente vienen per accidens en el calor de la conversación.

-¡Pues yo por accidens y por mí sé los motivos, padre Sibyla! -interrumpió el militar, que comenzaba a embrollarse con tantas distinciones. Sé los motivos y los va a oír vuestra reverencia. Durante   -16-   la ausencia del padre Dámaso, enterró el coadjutor el cadáver de una persona dignísima, sí señor, dignísima, yo tuve el gusto de tratarla y me hospedé en su casa varias veces. ¿Que no se confesaba nunca? ¿Y qué? ¡Tampoco yo me confieso! Pero decir que se ha suicidado es una calumnia. Un hombre como él, que tiene un hijo en quien cifra su cariño y esperanzas, un hombre que tiene fe en Dios, que conoce sus deberes para con la sociedad, un hombre honrado y justo no se suicida.

Y volviendo la espalda al franciscano continuó:

-Pues bien, este fraile, a su vuelta al pueblo, después de maltratar al pobre coadjutor, ha hecho desenterrar y sacar fuera del cementerio el cadáver de mi infortunado amigo, para enterrarlo no sé dónde. El pueblo de San Diego ha tenido la cobardía de no protestar; verdad es que muy pocos lo supieron. El muerto no tenía ningún pariente y su hijo único está en Europa. Sin embargo, se enteró su excelencia, y, como es hombre de recto corazón, no consintió que quedase semejante atropello sin castigo. El padre Dámaso fue trasladado inmediatamente a otro pueblo. Esta es la historia. Ahora haga vuestra reverencia todas las distinciones que quiera.

Y dicho esto se alejó del grupo.

-Siento mucho haber tocado, sin saberlo, una cuestión tan delicada -dijo el padre Sibyla con pesar. Pero al fin, si se ha ganado en el cambio de pueblo...

-¡Qué se ha de ganar! -interrumpió balbuciente, sin poderse contener de ira fray Dámaso.

Poco a poco volvió la tranquilidad a la reunión.

Habían llegado otras personas, entre ellas un   -17-   viejo español, cojo, de fisonomía bondadosa y dulce, apoyado en el brazo de una vieja filipina, llena de rizos y pinturas, vestida a la europea.

El grupo les saludó amistosamente; el doctor Espadaña, que era el recién llegado, y su señora la doctora doña Victorina, se sentaron entre nuestros conocidos.

-¿Pero me puede usted decir, señor Laruja, dónde está el dueño de la casa? Yo todavía no le he sido presentado -dijo el joven rubio.

-Dicen que ha salido; yo tampoco lo he visto.

-¡Aquí no hay necesidad de presentaciones! -intervino fray Dámaso. Santiago es un hombre de buena pasta.

-Un hombre que no ha inventado la pólvora -añadió Laruja.

-¡También usted, señor de Laruja! -exclamó con meloso reproche doña Victorina, abanicándose.

-¿Cómo iba el pobre a inventar la pólvora si muchos siglos antes de que él naciera, ya los chinos la habían inventado?

-¿Los chinos? ¿Está usted loca? -exclamó fray Dámaso-. ¡Quite usted! La ha inventado un franciscano, uno de mi orden, fray no sé cuantos Savalls, en el siglo... siete.

-¡Un franciscano! Bueno, quizás estuviese en China de misionero ese padre Savalls-, replicó la señora, que no se dejaba convencer tan fácilmente.

-Schwartz querrá usted decir, señora -repuso fray Sibyla sin mirarla.

-No lo sé; fray Dámaso ha dicho Savalls; ¡yo no hago más que repetir!

-¡Bien! Savalls o Chevás ¿qué más da? -replicó malhumorado el franciscano.

-Y en el siglo catorce, no en el siete -añadió   -18-   el dominico en tono de corrección, como para mortificar el orgullo del otro.

-¿Antes o después de Cristo? -preguntó con gran interés doña Victorina.

Felizmente para el interrogado dos nuevos personajes entraron en la sala, distrayendo la atención todos.




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- II -

Crisóstomo Ibarra


Eran los recién llegados el original del retrato de frac y un joven vestido de riguroso luto.

-¡Buenas noches, señores! -dijo Capitán Tiago, besando la mano a los frailes. El dominico se colocó bien las gafas de oro para mirar al joven recién llegado, y fray Dámaso se puso pálido y abrió los ojos desmesuradamente.

-Tengo el gusto de presentar a ustedes a don Crisóstomo Ibarra, hijo de mi difunto amigo -continuó Capitán Tiago-; el señor acaba de llegar de Europa y he ido a recibirle.

En el salón se escucharon entonces algunas exclamaciones. El teniente, sin hacer caso del dueño de la casa, se acercó al joven y se puso a examinarlo de pies a cabeza, lleno de sorpresa y regocijo. Este, cambiaba en aquel instante las frases de costumbre con las personas a quienes acababa de ser   -19-   presentado. Su aventajada estatura, sus facciones, la desenvoltura de sus modales respiraban sana juventud y le hacían en extremo simpático. Descubríanse en su rostro franco o inteligente algunas huellas de la sangre española al través de un hermoso color moreno, algo rosado en las mejillas, efecto tal vez de su permanencia en los países fríos.

-¡Calla! -exclamó con alegre sorpresa-: ¡el cura de mi pueblo, el padre Dámaso, el íntimo amigo de mi padre!

Todas las miradas se dirigieron al franciscano: éste no se movió.

-¡Usted dispense, me había equivocado! -añadió Ibarra, confuso, al observar la actitud fría y desdeñosa del fraile.

-¡No te has equivocado! -contestó aquél al fin con voz alterada-. Pero tu padre jamás fue íntimo amigo mío.

Ibarra retiró lentamente la mano que había tendido al franciscano, sintiendo en lo más profundo del alma la ofensa que acababa de recibir. Volviose para ocultar su turbación y su ira y se encontró con la adusta figura del teniente que le seguía observando.

-¿Es usted el hijo de don Rafael Ibarra? El joven se inclinó lleno de tristeza.

Fray Dámaso se incorporó en su butaca y lanzó una mirada rencorosa al teniente.

-¡Bien venido sea usted a su país y ojalá que en él sea más feliz que su padre! -exclamó el militar con voz temblorosa-. Yo tuve la dicha de conocerlo y de tratarlo y puedo decir que era uno de los hombres más dignos y honrados de Filipinas.

-¡Señor! -contestó Ibarra conmovido-; el elogio que usted hace de mi padre me llena de consuelo.

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Los ojos del anciano se cubrieron de lágrimas, dio media vuelta y se alejó rápidamente.

-¡La mesa está servida! -anunció un criado indio, luciendo una inmaculada camisa blanca con los faldones por fuera.

Y los invitados se apresuraron alegremente a colocarse en sus sitios.




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- III -

La cena


Instintivamente los dos religiosos se dirigieron a la cabecera de la mesa, y como era de esperar, sucedió lo que a los opositores a una cátedra: ponderan con palabras los méritos y la superioridad de los adversarios, pero luego dan a entender todo lo contrario, y gruñen y murmuran cuando no la obtienen.

-El sitio de honor es para usted, fray Dámaso.

-¡Para, usted, fray Sibyla!

-Si usted lo manda obedeceré -dijo el padre Sibyla disponiéndose a sentarse.

-¡Yo no lo mando -protestó el franciscano-, yo no lo mando!

Iba ya a sentarse fray Sibyla sin hacer caso de las protestas, cuando sus miradas se encontraron con las del teniente. El más alto oficial es, según   -21-   la opinión religiosa en Filipinas, muy inferior al lego más ignorante. Cedant arma togae, decía Cicerón en el Senado; cedant arma cotae, dicen los frailes en Filipinas. Pero fray Sibyla era persona fina y repuso:

-Señor teniente, aquí estamos en el mundo y no en la iglesia; el sitio le corresponde.

Pero a juzgar por el tono de su voz, aun en el mundo le correspondía a él. El teniente, bien por no molestarse o por no sentarse al lado de su adversario el padre franciscano, rehusó brevemente.

Ninguno de los candidatos al sitio de preferencia se había acordado del dueño de la casa. Ibarra le vio, contemplando la escena con la sonrisa en los labios y lleno de satisfacción.

-¡Cómo, don Santiago! ¿no se sienta usted entre nosotros?

Todos los asientos estaban ya ocupados. Nadie se movió, sin embargo. El generoso Creso sin duda alguna, tendría que ir a cenar a la cocina, mientras que sus invitados se atiborraban de ricos manjares en la espléndida mesa.

Sólo Ibarra hizo ademán de levantarse.

-¡Quieto! ¡no se levante usted! -dijo el Capitán Tiago poniendo la mano sobre el hombro del joven. Precisamente esta fiesta es para celebrar la llegada de usted. ¡Que traigan la tinola! Mandé hacer tinola porque supuse que usted después de tanto tiempo, tendría ya ganas de probarla.

Trajeron una gran fuente coronada de humo. El dominico, después de murmurar el Benedicite, principió a repartir el contenido. Sea por descuido o mala intención, al padre Dámaso le tocó un plato donde, entre mucho caldo y calabaza, nadaban un cuello desnudo y un ala dura de gallina, mientras los otros comían magníficos trozos y tiernas pechugas.   -22-   El franciscano machacó colérico los calabacines, tomó un poco de caldo, dejó caer la cuchara y empujó bruscamente el plato hacia delante, ensuciando el mantel. El dominico, que lo estaba observando con el rabillo del ojo, fingía hablar muy distraído con el joven rubio: pero no pudo evitar que asomase a sus labios una burlona sonrisa.

-¿Cuánto tiempo hace que falta usted del país? -preguntaba Laruja a Ibarra.

-Cerca de siete años.

-Entonces, ya se habrá usted olvidado de él por completo.

-¡Al contrario! Mi país y mis paisanos son los que se han olvidado de mí. ¡Ni aun se molestaron en decirme cómo murió mi padre!

-¡Ah! -exclamó el teniente.

-Y, ¿dónde estaba usted que no pidió noticias aunque fuese por telégrafo? -preguntó doña Victorina, que no abría la boca más que para decir disparates. Nosotros cuando nos casamos telegrafiamos a la Península comunicando la fausta nueva a la familia de mi marido.

-Señora, durante estos dos últimos años estuve en el Norte de Europa: en Alemania y en la Polonia rusa.

El doctor Espadaña, que hasta entonces no se había atrevido a hablar, creyó conveniente decir algo, y como en decir disparates ganaba a su mujer, soltó la siguiente vaciedad, ruborizándose hasta las niñas de los ojos:

-Co... conocí en España un polaco de Va... Varsovia llamado Stadtnitzki, si mal no recuerdo; ¿le ha visto usted por ventura?

-Es muy posible -contestó con amabilidad Ibarra, pero en este momento no lo recuerdo.

-¡Pues no se le podía co... confundir con otro!   -23-   -añadió el doctor cobrando ánimo-: era rubio como el oro y hablaba muy mal el español.

-Buenas señas son, pero durante mi estancia en aquellas tierras no he hablado una palabra de español más que en algunos consulados.

-¿Y cómo se arreglaba usted? -preguntó admirada doña Victorina.

-Me servía del idioma del país, señora.

-¿Habla usted también el inglés? -preguntó el dominico, que había estado en Hong-Kong y conocía el Pidgin-English, esa adulteración del idioma de Shakespeare por los hijos del Celeste Imperio. He estado un año en Inglaterra entre gentes que sólo hablaban el inglés.

-Y ¿cuál es el país que más le gusta a usted de Europa? -preguntó el joven rubio.

-Después de España, mi segunda patria, no tengo preferencia por ninguno. Sin embargo, escogería el más libre.

-¡Habrá usted visto muchas cosas notables! -dijo Laruja.

-¡Notables! Lo más notable es el lamentable atraso de los europeos y su orgullo inconmensurable. Sienten un soberano desprecio por los otros pueblos, y no obstante, excepto una insignificante minoría, son tan ignorantes como ellos y aun más desgraciados. La naturaleza y los hombres los oprimen al mismo tiempo. Ya quisieran gozar de la libertad y la abundancia de los países semisalvajes. ¡Por eso los miran con rencor y tratan de exterminarlos!

-Y ¿no has visto más que eso? -preguntó con risa burlona el franciscano, que desde el principio de la cena estaba, enfurruñado, buscando la manera de vengarse de la burla que le había hecho el dominico con el plato de tinola. ¡Vaya unas lindezas!   -24-   La culpa no la tenéis vosotros, sino quien os consiente que vayáis a Europa a pervertiros y a aprender disparates. No son vuestros cerebros los más a propósito para comprender la cultura europea. Empieza por cegaros y concluye por trastornar vuestros débiles cacúmenes. Afortunadamente estamos nosotros aquí para volveros a la razón, o en caso contrario, sujetaros con una camisa de fuerza.

Ibarra quedose sin saber qué decir: los demás, sorprendidos, guardaron también silencio y se miraron unos a otros, temiendo un escándalo.

-Como ya estamos concluyendo de cenar, no me extraño que su reverencia se encuentre un poco ebrio. -Iba a contestar el joven, pero se contuvo y sólo dijo lo siguiente:

-Señores, no se extrañen de la familiaridad con que me trata mi antiguo cura: ¡así me trataba cuando niño! Para su reverencia en vano pasan los años, yo se lo agradezco, porque sus palabras autoritarias me recuerdan al vivo aquellos días felices de mi infancia, en que fray Dámaso frecuentaba la casa de mi padre y corría los mejores manjares de su mesa.

El dominico miró furtivamente al franciscano, que se había puesto tembloroso y tenía los ojos inyectados. Ibarra, impasible, le lanzó una mirada de desprecio, y continuó levantándose:

-Con el permiso de ustedes voy a retirarme. Mañana mismo debo partir para mi pueblo y tengo que evacuar antes algunos asuntos. Antes señores he de levantar mi copa porque Dios ilumine a España y haga dichosas a las islas Filipinas.

Y apuró una copita, que hasta entonces no había tocado. El viejo teniente le imitó, asintiendo con la cabeza a sus palabras.

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-¡No se vaya usted! -decíale Capitán Tiago en voz baja-. De un momento a otro debe llegar María Clara: ha ido a buscarla Isabel. También ha de venir el nuevo cura de su pueblo que es un santo.

-Volveré mañana. Hoy tengo que hacer.

Y partió. Entre tanto el franciscano daba rienda suelta a su cólera, mal reprimida hasta entonces.

-¿Ha visto usted? -decía al joven rubio, blandiendo un cuchillo de postres-. ¡Se marcha por orgullo! ¡No pueden tolerar que el cura los reprenda! ¡Ya se creen personas decentes e ilustradas! Todo esto es consecuencia de enviar los jóvenes a Europa. El gobierno debía prohibirlo.

Aquella noche escribía el joven rubio, entre otras cosas, el capítulo siguiente de sus Estudios Coloniales: «De cómo un cuello y un ala de pollo en el plato de tinola de un fraile pueden turbar la alegría de un festín». Y entre sus observaciones había estas: «En Filipinas la persona más inútil o insignificante en una cena o fiesta es la que la da y se gasta los cuartos: al dueño de la casa pueden empezar por echarlo a la calle y todo seguirá tranquilamente». «En el estado actual de cosas casi es hacer un bien a los filipinos el no dejarlos salir de su país, ni enseñarlos a leer».



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- IV -

Hereje y filibustero


Al salir Ibarra a la calle, el viento de la noche, que por el mes de octubre suele ser ya bastante fresco en Manila, pareció despejar su frente, atormentada por mil ideas tristes.

Pasaban por su lado coches como relámpagos, calesas de alquiler a paso de carreta, arrastradas por caballos enanos y famélicos, transeúntes de diferentes nacionalidades que daban a la vía pública un aspecto abigarrado y original. Ibarra se detuvo un instante emocionado para contemplar aquella multitud multicolora, que gesticulaba y reía. Le parecía nuevo el espectáculo después de siete años de ausencia. Y enmedio de su tristeza y de su honda preocupación experimentó una sensación de infinita dulzura al encontrarse de nuevo en el país natal. ¡Qué diferencia entre las multitudes grises, uniformes y sombrías de las ciudades europeas, preocupadas siempre por la incertidumbre del mañana, ataviadas con telas obscuras, corriendo siempre detrás del miserable mendrugo, por miedo de llegar tarde, y aquel vistoso desfile de mujeres morenas y ardientes ojos negros, con la espléndida   -27-   cabellera tendida sobre la espalda como un manto sedeño y de gentes de color, en cuyas almas sencillas existía siempre, a pesar del fraile egoísta y el soldado cruel, la sana alegría de los pueblos primitivos, a quienes la naturaleza ha dotado de una riqueza inagotable que les ahorra innumerables congojas y cuidados.

Pasaban por su lado las mujeres indias con paso cadencioso arrastrando las chinelas de seda y terciopelo bordadas de oro y luciendo vistosas faldas de colores de largas colas, con las cuales barrían el suelo, o sujetas a la cintura para caminar más libremente. ¡También ellas tenían su belleza! Y al pasar le envolvían en una ráfaga voluptuosa y ardiente. A través de las camisas de piña transparentes veía las carnes morenas y aterciopeladas y los fecundos pechos. No había nada postizo, ni engaño ni compostura.

Pasaban también los hombres con la camisa blanca y brillante como un espejo y los faldones por fuera. Y los chinos, de ojos oblicuos y aspecto femenil, temerosos y astutos, ofrecían singular contraste con los españoles, ataviados con blancos trajes a la inglesa, altaneros o insolentes, como señores de un país conquistado.

Entre tanto rostro moreno aparecían de cuando en cuando un rojo semblante y unos mostachos rubios. Eran los verdaderos amos, los alemanes e ingleses, que lo escudriñaban y lo acaparaban todo, y mientras los españoles pasaban el tiempo en procesiones y fiestas, ellos se hacían dueños de inmensos tesoros.

De pronto notó Ibarra que la multitud se detenía, como si todos los transeúntes obedeciesen a un resorte. Las elegantes victorias de charol reluciente, donde iban muellemente reclinadas, llenas de   -28-   plumas y cintajos las mujeres de los castilas3, y las desvencijadas calesas llenas de indios, se detuvieron también. Se escuchó un rumor reverente. Las mujeres se pusieron de rodillas y los hombres se quitaron el sombrero, inclinándose con respeto. Ibarra no comprendió al pronto a qué obedecía aquello. Jamás había visto en Europa cosa semejante. Sólo la aparición de un Dios podía dar motivo a tales pruebas de respeto...

Un lujoso carruaje tirado por cuatro caballos blancos asomó entonces por el extremo de la calle. Mujeres y hombres inclinaron la cabeza y murmuraron una especie de plegaria. Hasta las damas y caballeros adoptaron una actitud humilde y reverente.

El carruaje de los cuatro caballos blancos cruzó por delante de Ibarra, que permanecía con el sombrero puesto, sin darse cuenta todavía de lo que pasaba. Entonces vio reclinado en el fondo un fraile apoplético, de blancos hábitos.

¡Era el señor obispo! Se descubrió apresuradamente e hincó en el suelo una rodilla. ¡No había más remedio que seguir la costumbre, so pena de despertar la cólera de la multitud fanatizada o hipócrita!...

La tristeza hizo presa de nuevo en su alma. A pesar de que habían transcurrido siete años, encontraba a su pueblo lo mismo que al partir. Y se sumió en hondas reflexiones.

Con ese andar desigual que da a conocer al distraído o al desocupado, dirigiose el joven hacia la plaza de Binondo. ¡Todo estaba igual! Las mismas calles con las mismas casas de paredes blanqueadas o pintadas al fresco, imitando mal el granito;   -29-   la misma torre de la iglesia ostentando su reloj con la traslúcida carátula; las mismas tiendas de chinos con sus cortinas sucias y su olor nauseabundo; los mismos puestos alumbrados por huepes4 donde viejas indias vendían comestibles y frutas...

Reinaba en aquellos lugares extraordinaria algarabía. Los vendedores de refrescos gritaban con voz gutural: ¡Sorbeteee!, y bandadas de chicuelos, semejantes a figurillas de terra cotta, lanzaban insultos y denuestos con sus vocecillas chillonas, y hasta se atrevían a pegar con cimbreantes bejucos y largas cañas a los chinos cargadores, de cuerpo atlético y sudoroso, que a veces perdían la paciencia y comenzaban a gesticular desaforadamente, causando la hilaridad de todos.

Mientras admiraba este espectáculo, una mano se posó suavemente sobre el hombro del joven; volvió la cabeza y se encontró con el viejo teniente que lo contemplaba sonriendo.

-¡Joven, tenga usted cuidado! ¡Aprenda usted de su padre! ¡En este país es un delito decir lo que uno piensa!

-¡Me parece que usted ha estimado mucho a mi padre -dijo Ibarra mirándolo con cariño-. ¿Me podría usted decir cuál ha sido su suerte?

-¿Acaso no lo sabe usted? -preguntó el militar sorprendido.

-Le he interrogado a don Santiago y no ha querido contarme nada hasta mañana. Entéreme usted de lo que sepa; yo se lo ruego. Deseo salir cuanto antes de esta cruel incertidumbre.

-Más o menos tarde lo ha de saber usted todo; por lo tanto no tengo por qué guardar reserva. Dispóngase usted, pues, a oír una historia muy   -30-   triste. En las circunstancias dolorosas de la vida es cuando se dan a conocer los grandes corazones y las almas bien templadas. Me parece que usted posee las dos cosas y que sabrá hacer frente a la desdicha. ¡Su padre de usted murió en la cárcel!

El joven retrocedió un paso. Sintió que se le nublaba la vista y se le oprimía el corazón. Las casas pintadas de blanco, los puestos de frutas, la abigarrada multitud, todo se borró y desvaneció por un instante. Se quedó ciego y sordo y comenzó a temblar y a castañetear los dientes, como si de repente lo envolviese una ráfaga de hielo.

El viejo teniente le echó un brazo al cuello y le dijo con cariñoso acento:

-¡Tranquilícese usted! ¡Tranquilícese usted! No debía de habérselo dicho así, de pronto, sin preparación...

El joven se pasó una mano por la frente, cubierta de frío sudor. Comenzó de nuevo a ver claro y a ser dueño de sí mismo. Entonces exclamó:

-¿En la cárcel? ¿Quién murió en la cárcel? ¿Mi padre? ¿Sabe usted quién era mi padre? ¡Cuéntemelo usted todo!¡Por Dios, cuéntemelo usted todo!...

-¡Cálmese usted! No puede usted figurarse cuánto siento haberle dado este disgusto. ¡Ya le contaré! ¡Ya le contaré!

Anduvieron algún tiempo en silencio. Ibarra llevaba con frecuencia el pañuelo a los ojos para limpiarse las lágrimas. El anciano parecía reflexionar y pedir inspiración a la blanca perilla que acariciaba con su manaza de soldado.

-Como usted sabe muy bien -comenzó diciendo-, su padre era el más rico de la provincia, y aunque era amado y respetado por muchos, otras, en cambio, le odiaban o envidiaban. Los españoles   -31-   que venimos a Filipinas no somos desgraciadamente lo que debíamos. Los cambios continuos, la desmoralización de las altas esferas, el favoritismo, lo barato y lo corto del viaje tienen la culpa de todo; aquí viene lo más perdido de la Península, y si llega uno bueno pronto lo corrompe el país. Pues bien; su padre de usted tenía entre los curas y los españoles muchísimos enemigos. ¡Pocas veces se perdona al hijo del país ser honrado e inteligente!

Aquí hizo una breve pausa.

-Meses después de su salida de usted comenzaron los disgustos con el padre Dámaso, sin que yo pueda explicarme el verdadero motivo. Fray Dámaso le acusaba de no confesarse; antes tampoco se confesaba, y sin embargo eran muy amigos, como usted recordará aún. Además, don Rafael era un hombre muy honrado y más justo que muchos que se confiesan y comulgan. Tenía para sí una moral muy rígida, y solía decirme cuando me hablaba de estos disgustos: Señor Guevara, ¿cree usted que Dios perdona un crimen, un asesinato, con sólo contárselo a un sacerdote y dar muestras de arrepentimiento?... Yo tengo otra idea del Ser Supremo -decía- para mí ni se corrige un mal con otro mal, ni se obtiene el perdón con vanos lloriqueos, ni con limosnas a la Iglesia. Y me ponía este ejemplo: «Si yo he asesinado a un padre de familia, si he hecho de una mujer una viuda infeliz y de unos alegres niños huérfanos desvalidos, ¿habré satisfecho a la eterna justicia dejándome ahorcar y dando limosnas a los curas, que son los que menos las necesitan? ¡No! Mi conciencia me dice que si estoy verdaderamente arrepentido debo sustituir en lo posible a la persona a quien he asesinado, consagrándome por toda la vida al bien de la familia   -32-   cuya desgracia causé en un momento de arrebato, y aún así, ¿quién sustituye el amor del esposo y del padre?...». Así razonaba su padre de usted, y con esa moral severa obraba siempre, y se puede decir que jamás ha ofendido a nadie. Pero volvamos a sus disgustos con el cura. Estos cada vez tomaban peor carácter. El padre Dámaso le aludía desde el púlpito, y si no le nombraba claramente era por milagro, pues de su carácter todo se podía esperar. Yo preveía que tarde o temprano la cosa iba a terminar mal.

El viejo teniente volvió a hacer otra breve pausa.

-Recorría entonces la provincia un ex artillero arrojado de las filas por demasiado bruto e ignorante. Como el hombre tenía que vivir y no le era permitido dedicarse a trabajos corporales, que podrían dañar el prestigio de los españoles, obtuvo de no sé de quién el empleo de recaudador de impuestos sobre vehículos. El infeliz no había recibido educación ninguna, y los indios lo conocieron bien pronto: para ellos es un fenómeno un español que no sabe leer ni escribir. Todo era burlarse del desgraciado, que pagaba con sonrojos el impuesto que cobraba y conocía que era objeto de burla, lo cual agriaba su carácter, ya de por sí rudo y malo.

Sucedió que un día, mientras daba vueltas a un papel que en una tienda le habían dado, deseando ponerlo al derecho, un chico de la escuela empezó a hacer señas a sus compañeros, a reírse y a señalarle con el dedo. El recaudador veía la burla retozar en los serios semblantes de los presentes, y oía las risas de los chiquillos. Perdió la paciencia, volviose rápidamente, y empezó a perseguir a los muchachos, que corrían gritando: ba, be, bi, bo, bu. Ciego de ira y no pudiendo darles alcance, les arrojó su bastón,   -33-   hiriendo a uno en la cabeza y derribándolo; corrió entonces a él y lo pateó furiosamente, sin que ninguno de los presentes tuviese el valor de intervenir. Por desgracia pasaba por allí en aquel instante el padre de usted; indignado corrió hacia el cobrador, lo cogió del brazo y le increpó duramente. Este, que estaba loco de ira, quiso pegarle como al muchacho; pero su padre de usted no le dio tiempo y lo empujó con tal fuerza que fue a parar al suelo, dando con la cabeza en una piedra puntiaguda. Don Rafael levantó entonces tranquilamente al niño y lo llevó al tribunal. El artillero moría algunos minutos después. La punta del guijarro le había penetrado fatalmente por la sien derecha. A consecuencia de este triste suceso, su padre fue preso, y todas sus ocultos enemigos surgieron de repente. Llovieron las calumnias sobre él y se le acusó de filibustero y hereje. Todos le abandonaron; sus papeles y libros fueron recogidos. Se le acusó por estar suscrito a El Correo de ultramar y a periódicos de Madrid, por haber enviado a usted a la Suiza alemana, y qué sé yo por cuántas cosas más. De todo se deducían acusaciones, hasta del uso de la camisa al estilo del país, siendo descendiente de peninsulares. A haber sido otro su padre de usted, acaso hubiera salido pronto libre, pues hubo un médico que atribuyó la muerte del desgraciado cobrador a una congestión; pero su fortuna, su confianza en la justicia y su odio a todo lo que no fuera leal ni justo, le perdieron. Yo mismo, a pesar de mi repugnancia a implorar la merced de nadie, me presenté al Capitán general, antecesor del que tenemos: le hice presente que no podía ser filibustero quien acoge a todo español, rico o pobre, dándole techo y mesa. ¡Todas mis gestiones fueron inútiles!

El viejo militar se detuvo para tomar aliento.   -34-   Por las morenas mejillas del joven Ibarra se deslizaban tristes lágrimas. Enmedio de su terrible pena sentía un consuelo inmenso al escuchar los elogios que hacía de su padre aquel amigo bueno y leal. Guevara continuó:

-Hice las diligencias del pleito por encargo de su padre. Acudí al célebre abogado filipino, el joven A, que rehusó encargarse de la causa. -«Yo la perdería -me dijo-. Mi defensa sería un motivo de nueva acusación para él y quizás para mí. Acuda usted al señor M, que es un orador vehemente, de fácil palabra, peninsular y que goza de muchísimo prestigio.» Así lo hice, y el célebre abogado se encargó de la causa, que defendió con brillantez. Pero los enemigos eran muchos y algunos desconocidos y ocultos. Los falsos testigos abundaban y sus calumnias tomaban cada vez más consistencia. Le acusaron de haberse apoderado ilegalmente de muchos terrenos, le pidieron indemnización de daños y perjuicios, y llegaron a asegurar que sostenía relaciones con los tulisanes5, para que sus sembrados y animales fuesen respetados. Se embrolló el asunto de tal modo, que al cabo de un año nadie se entendía.

Los sufrimientos, los disgustos, las incomodidades de la prisión o el dolor de ver a tantos ingratos, alteraron su salud y enfermó gravemente. Y cuando todo iba a terminarse, cuando iba a salir absuelto de la acusación de enemigo de la patria y de la muerte del cobrador, murió en la cárcel, sin tener a su lado a nadie. El teniente se calló y el joven le estrechó la mano en silencio.

-¡Gracias! ¡gracias! ¡Es usted un hombre honrado, un corazón generoso! -exclamó Ibarra después.

  -35-  

El largo paseo por las calles les había fatigado. Tomaron un coche y se dirigieron a la fonda de Lala, donde Ibarra se había hospedado.




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- V -

Capitán Tiago


Era considerado el Capitán Tiago como uno de los más ricos propietarios de Binondo y uno de los más importantes hacenderos por sus terrenos en la Pampanga, en la laguna de Bay y en el pueblo de San Diego. Este era su pueblo favorito por sus agradables baños, famosa gallera y por los recuerdos que de él conservaba; todos los años iba a pasar allí dos meses.

Además tenía Capitán Tiago muchas fincas en Santo Cristo, en la calle de Anloague y en la del Rosario. La contrata del opio la explotaban él y un chino, y ocioso es decir que sacaban grandísimos beneficios. Daba de comer a los presos de Bilibid y suministraba Zacate6 a muchas casas principales de Manila, mediante la correspondiente contrata, como es natural.

En buenas relaciones con las autoridades, hábil, flexible y hasta audaz cuando se trataba de especular   -36-   con las necesidades de los demás, ejercía un verdadero monopolio en toda clase de arriendos y subastas. Capitán Tiago era en suma un hombre feliz: poseía grandes riquezas y estaba en paz con Dios, con el Gobierno y con los hombres.

Afectaba ser hombre muy devoto y concurría todos los años con una orquesta a la animada romería que se celebraba en Antipolo en honor de la Virgen. Entonces costeaba dos misas solemnes y luego se bañaba en el milagroso balis o fuente, donde la misma sagrada Imagen se había bañado.

Pero Antipolo no era el único teatro de su ruidosa devoción. En Binondo, en la Pampanga y en el pueblo de San Diego, cuando tenía que jugar un gallo con grandes apuestas, enviaba al cura monedas de oro para misas, y como los romanos que consultaban sus augures antes de una batalla dando de comer a los pollos sagrados, Capitán Tiago consultaba también los suyos con las modificaciones propias de los tiempos y de las nuevas verdades. Observaba la llama de las velas, el humo del incienso, la voz del sacerdote, y de todo procuraba deducir su futura suerte. Era una creencia admitida que sólo perdía sus apuestas cuando el oficiante estaba ronco, había pocas luces, los cirios tenían mucho sebo o se había deslizado entre las monedas una falsa. El celador de una cofradía le aseguraba que aquellos desengaños eran pruebas a que le sometía el cielo para asegurarse más de su fe y devoción. Querido de los curas, respetado de los sacristanes, mimado por los chinos cereros y los pirotécnicos o castilleros, gozaba de gran prestigio entre los beatos, y personas de carácter y gran piedad le atribuían también gran influencia en la corte celestial.

Con los gobernantes estaba igualmente a partir   -37-   un piñón. Incapaz de imaginarse una idea nueva, y contento con su modus vivendi, siempre estaba dispuesto a obedecer al último oficial quinto de todas las oficinas y a regalar jamones, pavos y frutas de China en cualquier estación del año. Si oía hablar mal de los naturales, él, que no se consideraba como tal, hacía coro y hablaba peor; si se criticaba a los mestizos sangleyes o españoles, criticaba él también. Era el primero en aplaudir todo impuesto o contribución, máxime cuando veía detrás una contrata o un arriendo. Siempre tenía orquestas a mano para felicitar y dar enfrentadas a los gobernadores, alcaldes y fiscales, en sus días y cumpleaños.

Había sido gobernadorcillo del rico gremio de mestizos, a pesar de la protesta de muchos que no le tenían por tal. En los dos años de su mando estropeó diez fracs, otros tantos sombreros de copa y media docena de bastones. Según aseguraban algunos hasta dormía con aquellas prendas simbólicas de su alto cargo.

Los impíos le tomaban por tonto, los pobres por despiadado explotador de la miseria y sus inferiores por déspota y tirano.

Pero estas cosas no le quitaban el sueño. Una vieja era la que le hacía sufrir, una vieja que le hacía la competencia en devoción y que había recibido de muchos curas más entusiastas alabanzas que él. Entre Capitán Tiago y esta viuda poseedora de cuantiosos caudales, existía una santa emulación que redundaba en bien de la Iglesia. ¿Regalaba Capitán Tiago un bastón de plata con esmeraldas a una virgen cualquiera? Pues ya estaba doña Patrocinio encargando otro de oro y con brillantes al platero Gaudínez. ¿Levantaba el Capitán Tiago en la procesión de la Naval un arco con dos fachadas   -38-   de tela abullonada, con espejos, globos de cristal, lámparas y arañas?... Pues doña Patrocinio levantaba otro con cuatro fachadas, dos varas más alto y con más colgajos y perendengues. Entonces el ex gobernadorcillo, lleno de despecho, acudía a su especialidad, a las misas con bombas y fuegos artificiales, y doña Patrocinio sufría lo indecible, pues, excesivamente nerviosa, no podía soportar el repiqueteo de las campanas y menos las detonaciones.

Mientras Capitán Tiago sonreía, ella pensaba en su revancha y pagaba a los mejores oradores de las cinco Corporaciones de Manila, a los más famosos canónigos de la Catedral, y hasta a los Paulistas para que predicasen en los días solemnes sobre temas teológicos y profundísimos a los fieles, que se quedaban sin entender una palabra. Los partidarios de Capitán Tiago habían observado que también la rica viuda dormía deliciosamente durante el sermón.

Los frailes, por su parte, fomentaban estas rivalidades y rencillas entre el ex gobernadorcillo y la vieja beata, engordaban a su costa y se paseaban en coche.

Era Capitán Tiago el hijo único de un azucarero de Malabón, bastante acaudalado, pero tan avaro que no quiso gastar un cuarto en educar a su hijo, por cuyo motivo fue Santiaguillo criado de un buen dominico, hombre muy virtuoso, que procuraba enseñarle todo lo bueno que podía y sabía. Cuando el muchacho estaba ya bastante adelantado, la muerte de su protector, seguida de la de su padre, dio fin a sus estudios, y entonces tuvo que dedicarse a los negocios. Casose con una hermosa joven de Santa Cruz, que le ayudó a hacer su fortuna. Doña Pía Alba, que tenía un carácter emprendedor, no se   -39-   contentó con comprar azúcar, café y añil; quiso sembrar y cosechar e hizo que su marido comprase extensos terrenos en San Diego. Entonces fue cuando conocieron al padre Dámaso y a don Rafael Ibarra, el más rico propietario de aquel pueblo.

Pasaron seis años sin que el matrimonio tuviese ningún hijo. En vano hizo doña Pía novenarios; visitó por consejo de las devotas de San Diego a la Virgen de Caysasay en Taal; dio limosnas: bailó en la procesión, bajo el ardiente sol de mayo, delante de la Virgen de Turumba, en Pakil: todo fue en vano, hasta que fray Dámaso le aconsejó fuera a Obando, y allí bailó también en la fiesta de San Pascual y pidió un hijo. Sabido es que en Obando hay una Trinidad que concede hijos e hijas a elección: Nuestra Señora de Salambán, Santa Clara y San Pascual. Gracias a este sabio consejo, doña Pía se sintió madre. Más ¡ay! como el pescador aquel de que habla Shakespeare en Macbeth, el cual cesó de cantar cuando encontró un tesoro, ella perdió la alegría, desde los primeros momentos de su embarazo. -¡Cosas de antojadizas! -decían todos, incluso Capitán Tiago-. Una fiebre puerperal concluyó con sus tristezas, dejando huérfana una hermosa niña que llevó a la pila el mismo fray Dámaso; y como San Pascual no dio el niño que se le pedía, le pusieron los nombres de María Clara, en honor de la Virgen de Salambán y de Santa Clara, castigando con el silencio a San Pascual Bailón.

La niña creció al cuidado de la tía Isabel, aquella buena anciana de urbanidad frailuna que vimos al principio.

María Clara tenía grandes ojos negros, sombreados por largas pestañas. De niña, su rizada cabellera tenía un color casi rubio; su nariz era correcta; la boca pequeña y graciosa, y al sonreírse se   -40-   le formaban dos divinos hoyuelos en las mejillas.

Tía Isabel atribuía aquellas facciones semieuropeas a antojos de doña Pía.

La niña, ídolo de todos, creció entre sonrisas y halagos. Los mismos frailes la festejaban cuando acudía a las procesiones vestida de blanco, con la abundantes cabellera adornada de sampagas7 y azucena; dos alitas de plata y oro pegadas a la espalda, y dos palomas blancas en la mano, atadas con cintas azules. Era tan alegre, tenía una charla tan cándidamente infantil, que Capitán Tiago, loco de cariño, no hacía más que bendecir a los santos de Obando.

En los países meridionales, la niña a los trece o catorce años se hace mujer, como el capullo de la noche se convierte en espléndida flor a la mañana siguiente. En ese período de transición lleno de misterios y peligros, entró la joven por consejo del cura de Binondo en el Beaterio de Santa Catalina, para recibir de las monjas una educación adecuada a su posición social. Allí, en aquel convento, vivió siete años.

Cada uno, con sus miras particulares, y comprendiendo la mutua inclinación de los jóvenes, don Rafael y Capitán Tiago concertaron la unión de sus hijos. Este acontecimiento, que tuvo lugar algunos años después de la partida del joven Ibarra, fue celebrado con igual júbilo por dos corazones, cada uno en un extremo del mundo y en muy diferentes circunstancias.



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- VI -

Idilio en una azotea


-Yo creo, María, que el médico tiene razón -dijo Capitán Tiago-. Debes ir al campo, estás muy pálida, necesitas buenos aires. ¿Quieres ir a Malabón o a San Diego?

A este último nombre María Clara se puso roja como una amapola y no pudo contestar.

-Ahora iréis Isabel y tú al beaterio para sacar tus ropas y despedirte de tus amigas -continuó Capitán Tiago-; ya no volverás a entrar en él.

María Clara sintió esa vaga melancolía que se apodera del alma cuando se deja para siempre un lugar en donde fuimos felices; pero otro pensamiento más dulce amortiguó este dolor.

-Y dentro de cuatro o cinco días nos iremos a Malabón. Tu padre ya no está en San Diego; le ha sustituido aquel cura joven que viste aquí anoche.

-¡Le prueba San Diego mejor, primo! -observó la tía Isabel-. Además, la casa que tenemos allí es más grande y se acerca la fiesta.

La joven quiso dar un abrazo a su tía, pero oyó pararse un coche a la puerta y se puso pálida.

-¡Es verdad! -contestó el ex gobernadorcillo; y asomándose a la ventana exclamó: -¡Don Crisóstomo!

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María Clara dejó caer la labor que tenía entre las manos y su corazón comenzó a palpitar aceleradamente. Se oyeron pasos en la escalera y después una voz fresca y varonil. La joven se levantó entonces precipitadamente y se encerró en el oratorio para ocultar su emoción. Los dos primos se hicieron un guiño significativo y se echaron a reír.

Pálida, con los ojos brillantes y turbada el alma por la alegría, María Clara se puso a escuchar. Entonces oyó la voz de Ibarra, aquella voz tan querida que hacía siete años sólo oía en sueños. ¡Preguntaba por ella, pronunciaba su nombre!...

Loca de alegría besó la imagen de una virgen y murmuró con voz temblorosa: «¡Gracias virgencita mía! ¡Gracias porque al fin lo has traído con salud y no se ha olvidado de mí!». Después se acercó al agujero de la cerradura para verle y examinarle. Quería salir y al mismo tiempo sentía una emoción intensa que le impedía dar un solo paso. Cuando entró a buscarles su tía Isabel, se colgó de su cuello y le cubrió el rostro de besos.

-Pero tonta, ¿qué te pasa? -pudo al fin decir la anciana enjugándose las lágrimas.

María Clara, un poco avergonzada, se cubrió los ojos con el redondo brazo.

-¡Vamos, no te hagas esperar! Ibarra ha preguntado por ti y desea verte. No hagas sufrir más tiempo al pobre muchacho.

Capitán Tiago e Ibarra hablaban animadamente cuando apareció la tía Isabel medio arrastrando a su sobrina.

El joven se precipitó a su encuentro, y cogiendo la mano diminuta de su prometida apenas tuvo alientos para exclamar: «¡María Clara! ¡qué hermosa estás!».

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Ella guardó silencio, pero sus hermosos ojos expresaron bien claramente lo que sentía su alma.

A los pocos instantes la enamorada pareja se dirigió a la azotea con el pretexto de ver unas flores, para departir con más libertad entre los pequeños emparrados.

Capitán Tiago sonreía satisfecho, haciéndose el distraído. La tía Isabel aparentaba estar muy atareada limpiando los muebles con un plumero, y también sonreía alegremente.

-¿Has pensado siempre en mí? ¿No me has olvidado en tus viajes, en esas grandes ciudades donde, según dicen, hay mujeres tan hermosas? -preguntó la joven con acento insinuante.

-¿Podría yo olvidarte? -contestó Ibarra contemplándose embelesado en las negras pupilas de su amada-. ¿Podría yo faltar al juramento que te hice? Tu recuerdo me ha acompañado siempre, me ha salvado de los peligros, ha sido mi consuelo en los países extranjeros; tu recuerdo ha neutralizado el efecto del loto de Europa que borra de la memoria de muchos paisanos nuestros las esperanzas y las desgracias de la patria ausente. En sueños te veía en la playa de Manila, mirando el lejano horizonte, envuelta en la tibia luz de la naciente aurora; oía un lánguido y melancólico canto que despertaba en mi corazón adormecidos sentimientos y evocaba los primeros años de mi niñez, nuestras alegrías, nuestros juegos, todo el pasado feliz que animaste mientras estuviste en el pueblo. Me parecía que eras el hada, el espíritu, la encarnación poética de mi patria. ¿Podía olvidarte? Muchas veces creía escuchar los acentos de tu voz, y siempre que en Alemania, a la caída de la tarde, vagaba por los bosques, poblados por las fantásticas creaciones de sus poetas y las misteriosas leyendas   -44-   de sus pasadas generaciones, creía verte en la bruma que se levanta del fondo del valle. A veces me perdía por los senderos de las montañas, y la noche, que allí desciende poco a poco, me sorprendía aún, buscando mi camino entre pinos, hayas y encinas; entonces, si algunos rayos de luna se deslizaban entre el espeso ramaje, me parecían que era la vestidura vaporosa de una mujer que se parecía a ti; y si acaso el ruiseñor dejaba oír sus variados trinos creía que era porque te veía y tú le inspirabas. ¡Locuras de enamorados que sólo pueden comprender los que adoran a una mujer como yo te adoro!...

-También yo -contestó ella sonriendo, llena de felicidad al escuchar las románticas y apasionadas frases de su novio-, desde que te dije adiós y entré en el beaterio, me he acordado siempre de ti por más que me mandase lo contrario el confesor, imponiéndome muchas penitencias. Me acordaba de nuestros juegos y de nuestras riñas cuando éramos niños. ¿Te acuerdas de aquella vez cuando te enfadaste de veras? Entonces me hiciste sufrir, pero después, cuando me acordaba de ello en el beaterio, sonreía, te echaba de menos para reñir otra vez y hacer las paces enseguida. Éramos aún niños: fuimos con tu madre a bañarnos en un arroyo a la sombra de los cañaverales. En las orillas crecían muchas flores y plantas, cuyos extraños nombres me decías en castellano. Yo no te hacía caso; me entretenía en ir detrás de las mariposas y libélulas, que se persiguen unas a otras entre las flores; a veces quería coger los pececillos, que se deslizan rápidos entro el musgo y las piedrecitas de la orilla del arroyo. De pronto desapareciste y cuando volviste, traías una corona de hojas y flores de naranjo que colocaste sobre mi cabeza llamándome   -45-   Cloe; para ti hiciste otra de enredaderas. Pero tu madre cogió mi corona y la machacó con una piedra mezclándola con el agua con que nos iba a lavar la cabeza; se te saltaron las lágrimas y dijiste que ella no entendía de mitología: «¡Tonto! -contestó tu madre- verás qué bien olerán después vuestros cabellos». Yo me reí, te ofendiste, no me quisiste hablar y el resto del día te mostraste tan serio que a mi vez tuve ganas de llorar. De vuelta al pueblo, cogí hojas de salvia que crecía a orillas del camino y te las di. Tampoco entonces quisiste hacer las paces.

Ibarra se sonrió de felicidad, abrió su cartera y sacó un papel, dentro del cual había envueltas unas hojas negruzcas, secas y aromáticas.

-¡Aquí tienes tus hojas de salvia!

Ella a su vez sacó rápidamente de su seno una bolsita de raso blanco.

-¡Aquí tienes tu primera carta! ¡Ya ves que yo también sé conservar las cosas!

Los jóvenes continuaron charlando largo rato. Luego se despidieron. Dentro de algunos días se volverían a ver. Él tenía ahora un sagrado deber que cumplir. Debía ir a visitar la sepultura de su desgraciado padre y a enterarse del estado de su hacienda.

Algunos minutos después el joven bajaba las escaleras acompañado de Capitán Tiago y de la tía Isabel, mientras Clara le veía partir con los ojos llenos de lágrimas.

-Haga usted el favor de decir a Andeng que prepare nuestra casa, pues dentro de unos días irán María e Isabel. ¡Buen viaje!

El coche de Ibarra partió a escape hacia la plaza de San Gabriel.

-Anda, enciende dos velas -dijo Capitán Tiago   -46-   a su hija-, una a San Roque y otra a San Rafael patrón de los caminantes. Enciende también la lámpara de Nuestra Señora de la Paz y Buenviaje, que hay muchos tulisanes. Más vale gastarse cuatro reales en cera y seis cuartos en aceite que no tener después que pagar un rescate gordo.




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- VII -

Recuerdos


El coche de Ibarra recorría parte del más animado arrabal de Manila; lo que la noche anterior le había puesto triste, a la luz del día le hacía sonreír a pesar suyo. ¡Cuánta suciedad y cuánto abandono! A los castilas preocupados exclusivamente en explotar al indio y en enriquecerse lo más pronto posible para volver a la Península, les tenía completamente sin cuidado el adelanto del país. ¿Para qué? Cuanto más despiertas estuviesen aquellas pobres gentes menos fácil sería engañarlas.

Aquellas calles no tenían aún adoquinado. Brillaba el sol dos días seguidos y se convertían en polvo, que cegaba a los transeúntes; llovía cuatro gotas y se convertían en pantanos. ¡Era una delicia! ¡Cuántas mujeres habían dejado en aquellas olas de lodo sus chinelas bordadas!

Entonces veíanse apisonando las calles algunos   -47-   presidiarios con la cabeza rapada, vestidos con una camisa de mangas cortas y un calzón hasta las rodillas; en las piernas llevaban cadenas medio envueltas en trapos sucios para moderar el roce; unidos de dos en dos, tostados por el sol, rendidos por el calor y el cansancio, eran hostigados y azotados con una vara por otro presidiario que sin duda se consideraba dichoso al ejercer aquella autoridad despótica sobre sus compañeros.

Eran hombres altos, de sombríos semblantes; sólo brillaban sus pupilas apagadas cuando caía la vara silbando sobre sus espaldas, o cuando un transeúnte les arrojaba la punta de un cigarro medio mojado y deshecho. La cogía el que estaba más cerca y la escondía en su salakot8: los demás se quedaban mirando a los otros transeúntes como rogándoles les obsequiasen también.

Ibarra sintió inmensa piedad al ver a aquellos infelices, y metiendo la mano en el bolsillo de su americana de alpaca, sacó todos los cigarros que llevaba y los arrojó a los pobres presos. Ya estaba el carruaje lejos de aquel lugar y todavía llegaban a los oídos del joven las exclamaciones de júbilo y las palabras de agradecimiento.

Todo lo que veía le traía a la mente recuerdos de la niñez, y lo que entonces le parecía hermoso, ahora lo encontraba mezquino.

Cruzábanse con su carruaje muchos coches tirados por magníficos troncos de caballos enanos: iban dentro empleados, que medio dormidos aún, se dirigían a sus oficinas, militares y frailes rechonchos. Todos ellos llevaban pintado en el rostro un orgullo desdeñoso. ¡Eran los amos!... ¡Los descendientes de los Almagros y Pirarros, los hijos   -48-   de Legazpi!... ¡A pesar de los años transcurridos en nada habían cambiado las cualidades de su raza!

En una elegante victoria creyó reconocer a fray Dámaso, como siempre, serio y cejijunto.

A la bajada del puente de España los caballos emprendieron el trote dirigiéndose hacia el paseo de la Sabana. A la izquierda veíase la Fábrica de Tabacos, de la cual salía un zumbido de colmena y un olor penetrante. Pasó luego por delante del Jardín Botánico y comparó su pequeñez y mezquindad, a pesar de la exuberancia del suelo, con los jardines botánicos de Europa, donde se necesita mucha voluntad y mucho oro para que brote una hoja y abra su cáliz una flor. Ibarra apartó la vista y vio a su derecha a la antigua Manila, rodeada aún de sus murallas y fosos, como una joven anémica envuelta en un vestido de los buenos tiempos de su abuela.

Luego descubrió el mar.

-¡Al otro lado está Europa! -pensaba el joven- ¡Europa con sus naciones agitándose continuamente en busca de la felicidad, despertándose todas las mañanas con nuevas esperanzas, sufriendo siempre tristes desengaños!

Pero estas ideas huyeron bien pronto de su imaginación. Ahora pensaba en el hombre que le había hecho comprender lo bueno y lo justo y había cultivado su inteligencia infantil. Aquel hombre era un anciano sacerdote y las palabras que le había dicho al despedirse de él, resonaban aún en sus oídos: «No olvides que si el saber es patrimonio de la humanidad, sólo lo heredan los que estudian y los que trabajan. He procurado transmitirte lo poco que sabía. En los países que vas a visitar puedes aumentar considerablemente el caudal de tus conocimientos   -49-   y adquirir la ilustración conveniente para ser útil a tu país. Los europeos vienen aquí en busca de oro, id vosotros a Europa, a buscar el oro de la ciencia... ¡Aprovecha el tiempo!...».

¡Tampoco existía ya aquel anciano bondadoso! El coche seguía rodando. Ya estaba lejos de Manila. Ahora sólo encontraba a su paso carromatos tirados por uno o dos caballos enflaquecidos, cuyos arneses de abaká denotaban su origen provinciano. A veces un carretón, tirado por un carabao9 de paso lento y perezoso, cruzaba las anchas y polvorosas calzadas, bañadas por el abrasador sol de los trópicos. Al melancólico y monótono canto del guía, montado sobre el búfalo, acompañaba el estridente rechinar de las secas ruedas del pesado vehículo. En los campos apacentaba el ganado mezclado con las blancas garzas, tranquilamente posadas sobre el lomo del buey que rumiaba con los ojazos entornados, la hierba de la pradera. A lo lejos saltaban y corrían las jóvenes yeguas, perseguidas por un fogoso potro de larga cola y abundantes crines. Y se oían por todas partes relinchos de ardiente deseo, mugidos melancólicos, gritos extraños de hermosos pájaros de pintado plumaje, y zumbar de insectos luminosos.

Dejemos al joven viajar sumido en las profundas meditaciones que le sugiere la contemplación del lujurioso y espléndido paisaje de su país y volvamos a Manila, mientras el coche rueda tambaleándose por el accidentado terreno, cruza un puente de caña, sube elevada cuesta y baja rápida pendiente.



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- VIII -

Política frailuna


Fray Sibyla, después de decir misa muy temprano, se fue al convento de su orden, situado a la entrada de la puerta de Isabel II. Después de atravesar algunos corredores llamó a una celda con los nudillos de los dedos.

-¡Adelante! -suspiró una voz.

-¡Dios devuelva la salud a vuestra reverencia! -dijo el dominico al entrar.

Sentado en un gran sillón se veía un fraile de demacrado y amarillento, como los santos pintados por Ribera.

El padre Sibyla lo contempló conmovido breves instantes.

-¡Ah! -suspiró el enfermo- ¡Me aconsejan la operación, hermano, la operación a mi edad! ¡Este país es terrible! ¡Aquí venimos a perderlo todo; la salud del cuerpo y lo que es peor todavía, también la del alma! ¡Este sol nos aniquila y enloquece! ¡Ah! ¡Quién pudiera volver a España, al país natal, a la humilde   -51-   choza donde vivimos los años felices de la infancia, al lado del rebaño de ovejas y de los mansos bueyes!, ¡quién pudiera trocar el hábito que produce miedo y respeto por la humilde zamarra del pastor, que vestí en mis primeros años.

Los ojos del fraile enfermo brillaron de extraño modo. Sin duda veían en aquel momento los verdes maizales, ondulantes como un mar inmenso, las casuchas construidas con adobes y la negruzca y cuadrada torre donde anidaban las cigüeñas del pobre pueblo de Castilla donde había visto la primera luz...

-¿Y qué ha decidido vuestra reverencia? -preguntó fray Sibyla profundamente conmovido.

-¡Morir! ¿Acaso me queda otro remedio? ¡No puedes figurarte lo que sufro! Y tú, ¿cómo estás? ¿Qué te trae por aquí tan de mañana?

-Venía a hablarle del encargo que me hizo.

-¿Y qué sabes de nuevo?

-¡Psh! -contestó con disgusto el joven dominico.

-Nos han contado una fábula. Ibarra es un chico prudente y muy instruido.

-¿De veras?

-Al menos en el poco tiempo que le he oído no ha demostrado otra cosa. Cierto que habla de progreso y libertad, pero lo mismo les sucede a todos los jóvenes que vienen de Europa. Dentro de unos cuantos meses volverá a mascar buyo y a comer morisqueta. Anoche comenzaron las hostilidades.

-¿Ya?, ¿y como fue?

Fray Sibyla refirió brevemente lo que pasó entre el padre Dámaso y Crisóstomo Ibarra.

-Además -concluyó diciendo-, el joven se casa con la hija de Capitán Tiago, educada en el convento de nuestras hermanas; es rico, y no querrá hacerse enemigos para perder felicidad y fortuna.

El enfermo movió la cabeza en señal de asentimiento.

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-Pienso como tú. Con una mujer como María Clara y un suegro como Capitán Tiago, el muchacho será nuestro en cuerpo y alma. Y si se declara enemigo, tanto mejor.

Fray Sibyla miró sorprendido al anciano.

-Mejor para nuestra corporación. Prefiero los ataques a las tontas alabanzas y adulaciones de amigos... pagados.

-¿Piensa vuestra reverencia?...

El anciano le miró con tristeza.

-¡Tenlo bien presente! -continuó respirando con fatiga-. Nuestro poder durará mientras crean en él. Necesitamos que nos ataquen, que nos despierten. Es preciso que estemos siempre arma al brazo. Lo que nos ha sucedido en Europa nos puede suceder aquí también el mejor día. Y entonces el dinero no entrará en las iglesias, y al armarnos dejaremos de ser fuertes y de influir en las conciencias.

-Siempre tendremos nuestras haciendas, nuestras fincas...

-Todas se perderán como las perdimos en España. Estamos labrando nuestra propia ruina. Somos insaciables, ni siquiera sabemos cubrir las apariencias. Todos los años subimos caprichosamente el canon de nuestros terrenos. Esa desmedida avaricia nos pierde. ¡El indio comienza a cansarse de que le exploten!

-¿De manera, que vuestra reverencia cree que el canon o tributo?...

-¡No hablemos más de esas cosas! -interrumpió con cierto disgusto el enfermo-. ¿Decías que el teniente había amenazado a fray Dámaso con delatarlo al general?

-Sí -contestó fray Sibyla sonriendo-; pero esta mañana le vi y me dijo que sentía cuanto había   -53-   pasado anoche; que el jerez se le había subido la cabeza y que consideraba que el padre Dámaso estaba en igual situación. ¿Y la promesa? Le pregunté en broma. «Padre cura, me contestó; yo sé cumplir mi palabra cuando no sufre menoscabo mi dignidad; no soy ni he sido nunca delator».

Después de hablar de otras cosas, fray Sibyla se despidió del enfermo.

El teniente no había ido a Malacañán10 pero el general se había enterado de todo.

-¡Mujer y frailes no hacen agravio! -dijo el general sonriendo-. Pienso vivir tranquilo el tiempo que permanezca en el país y no quiero cuestiones con hombres que usan faldas.

Pero cuando su excelencia se encontró solo murmuró:

-¡Ah! ¡Si este pueblo no fuera tan estúpido ya metería yo en cintura a esos pillos!




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- IX -

El pueblo


Casi a orillas de un lago está el pueblo de San Diego, enmedio de campiñas y arrozales. Exporta azúcar, arroz, café y frutas o las vende a cualquier   -54-   precio al chino, que explota la candidez o los vicios de los labradores.

Cuando en un día sereno los muchachos suben al último cuerpo de la torre de la iglesia, cubierto de musgo y de plantas trepadoras, prorrumpen en alegres exclamaciones, provocadas por la hermosura del panorama que se ofrece a su vista. Enmedio de aquel cúmulo de techos de nipa, tejas de zinc y cabonegro, separados por huertas y jardines, cada uno sabe descubrir su casita, su pequeño nido. Todo les sirve de señal: un árbol, un tamarindo de ligero follaje, un cocotero cargado de frutos, una flexible caña, una bonga o una cruz. El río se desliza a poca distancia, como una inmensa serpiente de cristal; de trecho en trecho, riza su corriente pedazos de roca esparcidos en el arenoso lecho; allá el cauce se estrecha entre dos elevadas orillas, a que se agarran haciendo contorsiones árboles de raíces desnudas; aquí se forma una suave pendiente y el río se ensancha. Troncos de palmeras o árboles con corteza aún, movedizas y vacilantes, unen ambas orillas.

Pero lo que más llama la atención, es un pequeño bosque enmedio de las tierras labradas. Hay allí árboles seculares de ahuecado tronco, que mueren solamente cuando algún rayo hiere su altiva copa y los incendia. La vegetación tropical se desenvuelve en aquellos lugares con entera libertad. Crecen profusamente matorrales y malezas y cortinas de enredaderas se cuelgan de las ramas y forman una red inextricable. Loros y guacamayos de largas colas y pintados plumajes forman su nido en la verde espesura. Los hay todos rojos, con las alas verdes y los ojos negros y brillantes como el azabache. Durante la mañana y al caer de la tarde llenan el bosque de gritos extraños. Las palomas   -55-   de la puñalada, blancas como la nieve y con la pechuga encarnada como si estuviese teñida de sangre, se arrullan dulcemente en las horas meridianas, cuando el sol abrasa, los pájaros buscan la sombra y la frescura de sus nidos, y las plantas y los árboles mustios, sofocados de calor, parecen caer en profundo letargo. Entonces reina un solemne silencio, sólo turbado por el roce de las enormes serpientes al arrastrarse entre las hojas secas, el zumbido de los insectos de alas luminosas y el fresco murmullo de algún manantial.

Cuando pasan las horas de sofocante bochorno el bosque se despierta; los árboles se desperezan; las hojas de esmeralda recobran su brillantez y tersura; bandadas de aves hermosísimas cruzan el aire; y de todas partes se levanta un himno glorioso a la vida.

Pero ni aun en aquel rincón paradisíaco, en aquella selva virgen, en aquel templo grandioso de la naturaleza, cuyas robustas columnas son los troncos esbeltos de las palmeras y de los árboles centenarios, reina la felicidad. ¡El hombre blanco se complace en llevar la muerte y la desolación a todas partes!

La cacatúa de lindo copete, los pájaros amarillos y alas negras, los diminutos pájaros moscas, se estremecen al verlo. ¡Los persigue con saña cruel! Cuando menos se descuidan, suena un disparo y se deshace la nube temblorosa que tiene la suavidad de la seda y el brillo de los rubíes y topacios, y centenares de pajarillos caen en el suelo, cubriéndolo de sangre. Luego los embalsaman, los encierran en grades cajones y los envían a Europa. ¡Las mujeres blancas adornan más tarde sus divinas cabezas y rubias cabelleras con las víctimas del bosque!...

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Acerca de este existen estradas leyendas; pero la más verosímil es la siguiente.

Cuando el pueblo era todavía un montón de miserables chozas de calza y nipa, rodeadas de cocoteros, plátanos y palmeras, y los jabalíes y venados llegaban hasta las puertas de sus rústicas viviendas, presentose un día un viejo español, de ojos profundos, que hablaba bastante bien el tagalo, Después de visitar y recorrer los terrenos en varios sentidos, preguntó por los propietarios del bosque, donde había aguas termales. Presentáronse algunos que pretendían serlo, y el viejo lo adquirió en cambio de ropas, alhajas y algún dinero. Después, sin saberse cómo, desapareció. La gente le creía ya encantado, cuando un olor fétido, que partía del vecino bosque, llamó la atención de unos pastores; rastreáronlo y encontraron al viejo en estado de putrefacción, colgado de la rama de un balili. En vida ya daba miedo por su voz cavernosa, sus ojos hundidos y melancólica sonrisa; ahora, muerto, producía verdadero espanto. Algunos tiraron las alhajas al río y quemaron la ropa, y desde que apareció el cadáver y fue enterrado al pie mismo del balili, ya no hubo persona que por allí se quisiese aventurar. Un pastor, que buscaba a sus animales, contó haber visto luces; otros aseguraban haber oído lamentos.

Pasaron meses y vino un joven mestizo español, que dijo ser hijo del difunto, y se estableció en aquel rincón, dedicándose a la agricultura, sobre todo a la siembra del añil. Don Saturnino era un joven taciturno y de un carácter violento y cruel: la única buena cualidad que poseía era el amor al trabajo. Rodeó de un muro la tumba de su padre e iba a visitarla de tiempo en tiempo. Pasados algunos años casose con una joven de Manila, de   -57-   quien tuvo a don Rafael, el padre de Crisóstomo. Don Rafael desde muy joven se hizo amar de los indios. La agricultura, traída y fomentada por su padre, se desarrolló rápidamente. Afluyeron nuevos habitantes, vinieron muchos chinos y el villorrio se hizo aldea y tuvo un cura indio. Después la aldea se convirtió en pueblo, murió el cura y vino fray Dámaso.

El sepulcro y el terreno anejo fueron respetados. Los muchachos se atreven a veces, armados de palos y piedras, a vagar por los alrededores para coger guayabas, papayas y lomboi, y ocurre que en lo mejor de la ocupación caen dos o tres piedras sin saberse de dónde; entonces al grito de ¡el viejo! ¡el viejo! arrojan frutas y palos, saltan de los árboles, corren entre rocas y matorrales y no paran hasta salir del bosque, pálidos, jadeantes y llorosos.




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- X -

Los caciques


¿Quiénes eran los caciques del pueblo?

No lo fue nunca don Rafael cuando vivía, aunque era el más rico y todos le debían favores. Excesivamente modesto, jamás había pensado en formar   -58-   partido, ni ejercer influencia de ninguna clase.

¿Sería acaso, Capitán Tiago?... Cuando llegaba al pueblo era recibido con músicas por sus deudos y amigos, ofrecíanle banquetes y le colmaban de regalos. Las mejores frutas cubrían su mesa; si se cazaba un venado o jabalí, para él era una de las mejores partes; si encontraba hermoso el caballo de un deudor, media hora después lo tenía en su cuadra. Todo esto es verdad, pero al mismo tiempo, se reían de él y le llamaban en secreto Sacristán Tiago.

Tampoco mandaba el gobernadorcillo; obedecía. Su empleo le había costado cinco mil pesos, como le producía muy buena renta, sufría contento toda clase de humillaciones.

¿Sería entonces Dios? ¡Ah! Del buen Señor se ocupaban poco; bastante daban que hacer los santos y las santas. Dios para aquellas gentes había pasado a ser como esos pobres reyes que se rodean de favoritos y favoritas; el pueblo sólo hacía la corte a estos últimos.

San Diego era una especie de Roma contemporánea, con la diferencia de que en vez de monumentos de mármol y palacios suntuosos, tenía monumentos de sauli y gallera de nipa. El cura representaba el poder del Vaticano y el alférez de la Guardia Civil, el rey de Italia. Ambos querían ser los amos, y aquí como allá, se suscitaban continuos disgustos. Expliquémonos y describamos las cualidades de ambos personajes.

Fray Bernardo Salvi era un joven franciscano de carácter sombrío. Por sus costumbres y maneras, distinguíase mucho de sus hermanos, y más aún de su predecesor, el violento padre Dámaso. Era delgado, enfermizo, fiel observador de sus deberes   -59-   religiosos y cuidadoso de su buen nombre.

Un mes después de su llegada casi todos los habitantes de San Diego se hicieron hermanos de la V. O. T. con gran tristeza de su rival, la Cofradía del Santísimo Rosario. Era un contento ver en cada cuello cuatro o cinco escapularios y en cada cintura un cordón con nudos, y las frecuentes procesiones de fantasmas con hábitos de guingón11. El sacristán mayor, aprovechando este furor religioso, se hizo un capitalito vendiendo a los cándidos feligreses objetos milagrosos para salvar el alma y combatir al diablo. ¡El espíritu diabólico que antes se atrevía a contradecir a Dios en su misma cara y a poner en duda sus palabras, habíase vuelto tan pacato que no podía resistir la vista de un relicario o los nudos de un cordón! Los frailes habían descubierto la manera de combatir al diablo y explotaban a maravilla su prodigioso invento. ¡No había bastantes tesoros en la tierra para pagar aquellos pedazos de trapo y aquellos cordones benditos, que devolvían la salud y aseguraban la salvación eterna!...

Como decíamos, el padre Salvi era muy asiduo en el cumplimiento de sus deberes. Mientras predicaba -su fuerte era la oratoria- mandaba cerrar las puertas de la iglesia, y en esto se parecía a Nerón, que no dejaba salir a nadie mientras cantaba en el teatro. Castigaba con multas las faltas de sus subordinados, pues no era aficionado a pegar. También en esto se diferenciaba del padre Dámaso, que todo lo arreglaba a puñetazos y bastonazos que propinaba riendo y con extraordinaria complacencia. Estaba convencido este último que sólo a palos se podía tratar a los indios; así lo había dicho un   -60-   fraile que sabía escribir libros, y él lo creía a pies juntillas, pues no discutía nunca los impresos revisados por la autoridad eclesiástica.

Como ya hemos dicho, fray Salvi pegaba rarísimas veces, pero cuando lo hacía mostrábase verdaderamente terrible. Así como al padre Dámaso se le subía frecuentemente el coñac a la cabeza, y entonces cometía toda clase de atrocidades, al joven franciscano eran los ayunos y abstinencias, los que exaltaban sus nervios y lo ponían como loco. De esto venía a resultar que las espaldas de los sacristanes no distinguían bien cuando un cura ayunaba o comía mucho.

El único enemigo de este poder espiritual y temporal, era, como ya dijimos, el alférez. Estaba casado éste con una vieja filipina, llamada doña Consolación, mujer ridícula, que en su afán de imitar a las europeas, parecía un payaso, con las mejillas embadurnadas de colorete y albayalde. Esta buena señora tenía además muy mal genio. El alférez vengaba sus desgracias matrimoniales en su propia persona, emborrachándose como una cuba, mandando a sus soldados a hacer ejercicios al sol, y sacudiendo el polvo a la empecatada filipina. Zurrábanse los felices esposos de lo lindo y daban espectáculos gratis a los vecinos, que admiraban en silencio las delicadas maneras y escogido lenguaje del castila.

Cada vez que estos escándalos llegaban a oídos del padre Salvi, el buen franciscano se sonreía, y después de persignarse rezaba un padrenuestro. Cuando le llamaban carlistón, hipócrita y avaro, se sonreía también y volvía a rezar. ¡Era un manso cordero el buen frailecito!

El alférez siempre contaba a los pocos españoles que lo visitaban la anécdota siguiente:

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-¿Va usted al convento a visitar al curita Moscamuerta? Si le ofrece chocolate, ¡lo cual dudo! tenga usted cuidado. Si llama al criado y dice: Fulanito, haz una jícara de chocolate ¿eh? entonces no tenga miedo, pero si dice: Fulanito, haz una jícara de chocolate ¡ah! entonces coja usted el sombrero y márchese corriendo.

-¿Por qué? -preguntaba espantado su interlocutor-. ¿Acaso el fraile pega jicarazos?

-¡Hombre, tanto como eso no!

-¿Entonces?

-Chocolate ¿eh? significa espeso, y chocolate ¿ah? aguado.

Para hacer daño al fraile, prohibió el militar, aconsejado por su señora, que nadie se pasease por el pueblo después de las nueve de la noche. Doña Consolación pretendía haber visto al cura disfrazado con camisa de piña y salakot de nito, pasearse a altas horas de la noche. Fray Salvi se vengaba a su modo. Al ver entrar al alférez en la iglesia, mandaba disimuladamente al sacristán cerrar todas las puertas, se subía al púlpito y empezaba a predicar hasta que los santos cerraban los ojos y le pedían por favor que se callase.

El alférez, como todos los impenitentes, no por eso se corregía: salía jurando, y tan pronto como podía pillar a un sacristán o a un criado del cura, le zurraba y le hacía fregar el suelo del cuartel y el de su propia casa. El sacristán, al ir a pagar la multa que el cura le imponía por su ausencia, exponía los motivos. Fray Salvi le oía silencioso, guardaba el dinero y soltaba a sus cabras y carneros para que fuesen a pacer en el jardín del alférez, mientras buscaba un tema nuevo para otro sermón mucho más largo y edificante que los que había pronunciado anteriormente. Pero estas cosas   -62-   no eran obstáculo para que, si después se veían, se diesen la mano y se hablasen cortésmente.

Cuando el marido dormía el vino o roncaba la siesta y doña Consolación no podía reñir con él, asomábase a la ventana con su puro en la boca y su camisa de franela azul.

Estos eran los soberanos del pueblo de San Diego.




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- XI -

La ciudad de los muertos


Hacia el oeste, enmedio de los arrozales, está el cementerio; conduce a él una vereda llena de polvo en los días de calor y navegable en los días de lluvia.

Una puerta de madera y una cerca, mitad de piedra y mitad de cañas y estacas, le separa de los hombres, pero no de las cabras del cura y algunos cerdos de la vecindad, que entran y salen para hacer exploraciones en las tumbas y alegrar con su presencia aquella soledad.

Enmedio de aquel vasto corral se levanta una gran cruz de madera sobre un pedestal de piedra. La tempestad ha doblado su Inri de hoja de lata y la lluvia ha borrado las letras. Al pie de la cruz,   -63-   como en el verdadero Gólgota, se ven en confuso montón calaveras y huesos, que el indiferente sepulturero arroja de las fosas que va vaciando. Allí esperan, no la resurrección de los muertos, sino la llegada de los animales que acaben de mondarlos.

En el suelo se notan recientes excavaciones; aquí el terreno está hundido, allí forma pequeña colina. En el santo lugar crecen en toda su lozanía el tarambulo y el pandakaki. La hierba y las trepadoras cubren los rincones y se encaraman por las paredes y nichos, formando espléndidos cortinajes de verdura; a veces penetran por las hendiduras que hicieron temblores y terremotos y ocultan piadosas a las miradas profanas el interior de las tumbas.

Dos hombres cavan una fosa cerca del muro que amenaza desplomarse; uno, que es el sepulturero, arroja con indiferencia vértebras y huesos, como arrojaría un jardinero piedras y ramas secas; el otro está preocupado, fuma y escupe.

-¡Oye! -dice en tagalo el que fuma-. ¿No sería mejor que cavásemos en otro sitio? Esto está muy reciente.

-Tan recientes son unas fosas como otras.

-¡No puedo más! Ese hueso que has partido aún sangra. ¡Hum! ¿Y esos cabellos?

-¡Qué delicado eres! -exclama el otro-. ¡Si hubieses desenterrado como yo un cadáver de veinte días, por la noche, lloviendo y con la linterna apagada!...

El compañero se estremeció.

-Se desclavó el ataúd y salió el muerto echando una peste de mil demonios... Luego lo tuve que cargar a la espalda...

-¡Kjr! ¿Y por qué lo desenterraste?

-¿Por qué? ¿Lo sé yo acaso? ¡Me lo mandaron!

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-¿Quién te lo mandó?

-Me lo mandó el cura grande.

-¡Ah! ¿Y qué hiciste después del cadáver?

-Pues... el cura grande me mandó que lo enterrase en el cementerio de los chinos, pero como el ataúd era pesado y el cementerio de los chinos está lejos...

-¡No! ¡No! ¡Yo no cavo más! -interrumpió el otro lleno de horror, soltando la pala y saltando de la fosa; he partido un cráneo y temo que no me deje dormir esta noche.

El sepulturero soltó una carcajada al ver cómo se alejaba su amigo haciendo la señal de la cruz.

El cementerio se iba llenando de hombres y mujeres vestidos de luto.

Un viejecito de ojos vivos entró descubierto. Al verle, muchos se rieron. El viejo, sin hacer caso de tales demostraciones, se dirigió al montón de cráneos, se arrodilló y buscó con la mirada algo entre los huesos. Después, con cuidado, fue apartando los cráneos uno tras otro, y como no encontrase lo que buscaba, frunció las cejas, movió la cabeza con gesto desesperado, miró a todas partes y finalmente se levantó y se dirigió al sepulturero.

-¿Sabes dónde está una hermosa calavera blanca como la carne del coco, con la dentadura completa, que yo puse al pie de la cruz, debajo de aquellas hojas?

El sepulturero se encogió de hombros.

-¡Mira! -añadió el viejo enseñándole una moneda de plata-; no tengo más que ésta, pero te la daré si me la encuentras.

El brillo de la moneda le hizo reflexionar; miró hacia el osario y dijo:

-¿No está allí?... ¡Pues, no sé!... Si queréis os puedo dar otra.

  -65-  

-¡Eres como la tumba que cavas! -le apostrofó el viejo nerviosamente-. ¡Como la tumba! ¡Como la tumba!

Y se volvió, dirigiéndose a la puerta.

El sepulturero, entretanto, había concluido con su tarea. Dos montículos de tierra fresca y rojiza se levantaban a los bordes de la fosa. Sacó de su salakot buyo y se puso a mascarlo, mirando con aire estúpido cuanto pasaba en su derredor.




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- XII -

Presagios de tempestad


En el momento en que el viejo salía, parábase a la entrada del sendero un coche que parecía haber hecho un largo viaje: estaba cubierto de polvo y los caballos sudaban.

Ibarra descendió seguido de un viejo criado. Despachó el coche con un gesto y se dirigió al cementerio.

-¡Mi enfermedad y mis ocupaciones no me han permitido volver! -decía el anciano tímidamente-.

-Capitán Tiago dijo que se cuidaría de levantar un nicho. Yo planté flores y una cruz labrada por mí.

Ibarra caminaba grave y silencioso.

  -66-  

-¡Allí, detrás de esa cruz grande, señor! -continuó el criado señalando hacia un rincón cuando hubieron franqueado la puerta.

El joven iba tan preocupado, que no notó el movimiento de asombro de algunas personas al reconocerle, las cuales suspendieron el rezo y le siguieron con la vista llena de curiosidad.

Detúvose al llegar al otro lado de la cruz grande y miró a todas partes. Su acompañante se quedó confuso y cortado. En ninguna parte se veía la cruz que él había colocado.

Dirigiéronse al sepulturero que les observaba con curiosidad. Éste les saludó quitándose el salakot.

-¿Puedes decirnos cuál es la fosa que tenía una cruz? -preguntó el criado.

El interpelado miró hacia el sitio que le señalaban y reflexionó.

-¿Una cruz grande?

-Sí, grande -afirmó con alegría el viejo cuya fisonomía se animó.

-¿Una cruz con labores y atada con bejucos? -volvió a preguntar el sepulturero.

-¡Eso es, eso es, así! -y el criado trazó en la tierra un dibujo en forma de cruz bizantina.

-¿Y en la tumba había flores sembradas?

-¡Adelfa, sampagas y pensamientos! -añadió el criado lleno de alegría.

-Dinos cual es la fosa y dónde está la cruz. El sepulturero se rascó la oreja y contestó bostezando.

-Pues la cruz... ¡la he quemado!

-¡Quemado! y ¿por qué la has quemado?

-Porque así lo mandó el cura grande.

-¿Quién es el cura grande? -preguntó Ibarra.

-¿Quién? El que pega, el padre Garrote.

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Ibarra se pasó la mano por la frente.

-Dinos al menos dónde está la fosa, debes recordarlo.

El sepulturero se sonrió.

-¡El muerto ya no está allí! -repuso tranquilamente.

-¿Qué dices?

-En su lugar enterré hace una semana a una mujer.

-¿Estás loco? -preguntó el criado.

-Hace ya muchos meses que los desenterré. El cura grande me lo mandó, para llevarlo al cementerio de los chinos. Pero como era pesado y aquella noche llovía...

El hombre no pudo seguir; retrocedió espantado al ver la actitud de Crisóstomo, que se abalanzó sobre él cogiéndole del brazo y sacudiéndole.

-¿Y lo hiciste? -preguntó el joven con acento indescriptible.

-No se enfade usted, señor -contestó temblando-; no le enterré entre los chinos. ¡Más vale ahogarse que estar entre chinos, dije para mí, y arrojé el muerto al agua!

Ibarra le puso los puños sobre los hombros y le miró largo tiempo con una expresión indefinible.

-¡Tú no tienes la culpa! -dijo, y salió precipitadamente pisando fosas, huesos y cruces como un loco.

El sepulturero se palpaba el brazo murmurando:

-¡Lo que dan que hacer los muertos!

El padre Grande me dio de bastonazos por haber dejado enterrar aquel cadáver; ahora éste por poco me rompe el brazo por haberle desenterrado...

El sol estaba ya para ocultarse; espesas nubes entoldaban el cielo hacia el Oriente; un viento   -68-   seco agitaba los árboles y hacía gemir a los cañaverales.

Ibarra iba descubierto; de sus ojos no brota una lágrima, de su pecho no se escapaba un suspiro. Caminaba apresuradamente como si huyese de alguien. Atravesó el pueblo dirigiéndose a las afueras, hacia la antigua casa que desde hacía muchos años no había vuelto a pisar. Rodeada de un huerto donde crecían algunos cactus, parecía que le hacía señas; el ilang-ilang se balanceaba agitando alegremente sus ramas cargadas de flores; las palomas revoloteaban alrededor del cónico techo que lo había cobijado durante los años felices de la infancia.

Pero el joven no experimentaba alegría alguna al acercarse al antiguo hogar: tenía sus ojos clavados en la figura de un fraile que avanzaba en dirección contraria. Era el cura de San Diego, el melancólico franciscano enemigo del alférez. El aire plegaba las anchas alas de su sombrero; el hábito de guingón se pegaba y amoldaba a sus piernas, marcando unos muslos delgados. En la mano derecha llevaba un bastón de palasán con puño de marfil. Era la primera vez que Ibarra y él se veían.

Al encontrarse, detúvose el joven un momento y le miró de hito en hito; fray Salvi esquivó la mirada y se hizo el distraído.

Sólo un segundo duró la vacilación: Ibarra se dirigió a él rápidamente, le detuvo dejando caer con fuerza la mano sobre su hombro y en voz apenas inteligible:

-¿Qué has hecho de mi padre? -exclamó.

Fray Salvi, pálido y tembloroso al leer los sentimientos que se pintaban en el rostro del joven, tuvo miedo y no pudo contestar.

  -69-  

-¿Qué has hecho de mi padre? -le volvió a preguntar Ibarra.

-¡Está usted equivocado; yo no he hecho nada su padre!

-¿No? -continuó el joven oprimiéndole hasta hacerle caer de rodillas.

-¡No, se lo aseguro! Quizás mi predecesor el padre Dámaso...

-¡Ah! -exclamó el joven soltándole y dándose una palmada en la frente. Y abandonando al pobre fray Salvi volvió a emprender su marcha precipitadamente hacia la alegre casita rodeada de cactus, y sobre cuyo techo revoloteaban bandadas de palomas blancas...




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- XIII -

La pesca


Han transcurrido tres días desde los acontecimientos que hemos narrado.

María Clara, acompañada de su tía Isabel, acababa de llegar al pueblo.

Juan Crisóstomo Ibarra había telegrafiado desde la cabecera de la provincia saludando a tía Isabel y su sobrina, pero sin explicar la causa de su usencia. Muchos lo creían preso por su conducta con el padre Salvi en la tarde del día de Todos los   -70-   Santos. Pero los comentarios subieron de punto y fue grande el asombro, cuando le vieron bajar de un coche delante de la casita de su futura y saludar cortésmente al religioso que también se dirigía a ella.

Los vecinos ignoraban que Ibarra después de serenarse y de reflexionar sobre lo que había hecho, habíase apresurado a presentar sus excusas al fraile.

Esté lo recibió benévolamente, se hizo cargo del estado de ánimo del joven al encontrarse con él, y quedaron muy amigos.

María Clara y su prometido conversaban asomados a una ventana. Se dijeron mil ternezas y cambiaron mil protestas de amor. Ibarra olvidaba todos sus pesares al lado de su amada.

-Mañana antes que raye el alba se cumplirá tu deseo. Esta noche lo dispondré todo para que nada falte.

-Entonces escribiré a mis amigas para que vengan. ¡Oye! ¡No quiero que venga el cura!

-Y ¿por qué?

-Porque parece que me vigila. Me hacen daño sus ojos hundidos y sombríos; cuando los fija en mí, me dan miedo. Cuando me dirige la palabra, tiene una voz... me habla de cosas tan raras, tan incomprensibles... Mi amiga Sinang y Andeng, mi hermana de leche, dicen que está algo tocado porque no come, ni se baña y vive a obscuras. ¡Procura que no venga!

-No podemos menos de invitarle. Las costumbres del país lo exigen. Además se ha portado conmigo con nobleza. Lo único que podré evitar es que nos acompañe en la banca12.

  -71-  

Oyéronse ligeros pasos: era el cura que se acercaba con una forzada sonrisa en los labios. Empezaron a hablar de cosas indiferentes, del tiempo, del pueblo y de las fiestas que iban a celebrarse. María Clara buscó un pretexto y se alejó.

-Y pues que hablamos de fiestas, permítame usted que le invite a la que celebraremos mañana. Es una gira campestre. Iremos unos cuantos amigos.

-¿Y en dónde se hará?

Las jóvenes quieren que sea en el arroyo que corre en el vecino bosque cerca del baliti: nos levantaremos temprano para que no nos alcance el sol.

El religioso reflexionó un momento; después contestó:

-La invitación es muy tentadora y la acepto para probarle que ya no le guardo rencor. Pero iré más tarde; después que haya cumplido con mis obligaciones. ¡Feliz usted que está libre, enteramente libre!

Todavía brillaban las estrellas y las aves dormitaban aún en las ruinas, cuando una alegre comitiva recorría ya las calles del pueblo dirigiéndose al lago, a la luz de unas cuantas antorchas de brea llamadas comúnmente huepes.

Iban delante cinco jovencitas cogidas de las manos y de la cintura, seguidas de algunas ancianas y de varias criadas, que llevaban graciosamente sobre sus cabezas cestos llenos de provisiones. Eran María Clara y sus cuatro amigas, la alegre Sinang, la severa Victoria, la hermosa Iday y la pensativa Neneng.

Conversaban animadamente, se pellizcaban, se hablaban al oído y después prorrumpían en carcajadas.

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-¡Vais a despertar a la gente que aún está durmiendo! -les decía la tía Isabel- Cuando nosotras éramos jóvenes no alborotábamos tanto.

-¿Está el lago tranquilo? ¿Creen ustedes que vamos a tener buen tiempo? -preguntaban las mamás llenas de temor.

-No se inquieten ustedes señoras; ¡yo sé nadar perfectamente! -contestó un joven alto y delgado.

-¡Debíamos antes haber oído misa! -suspiraba tía Isabel juntando las manos.

-Aún hay tiempo, señora; Albino, que fue seminarista, la puede decir en la banca -contestó otro señalando al joven flaco y alto.

Éste, que tenía una fisonomía de socarrón, al oír que le aludían adoptó un ademán compungido, caricaturizando al padre Salvi.

Ibarra, sin perder su seriedad, tomaba también parte en la alegría de sus compañeros.

Al llegar a la playa escapáronse de los labios de las mujeres exclamaciones de asombro y alegría. Veían dos grandes bancas, pintorescamente adornadas con guirnaldas de flores, telas de varios colores y farolitos de papel. En la banca mejor adornada había un arpa, guitarras, acordeones y un cuerno de carabao; en la otra ardía el fuego en kalanes de barro y preparábase té, café y salabat para el desayuno.

-¡Aquí las mujeres y allí los hombres! ¡Estaos quietos! ¡No moverse mucho que vamos a naufragar! -decían las mujeres formales al embarcarse.

-¡Haced antes la señal de la cruz! -decía tía Isabel persignándose.

-¿Y vamos a ir solas? -preguntaba Sinang haciendo un mohín-. ¡Ay!

Esta exclamación la había producido un pellizco propinado a tiempo por su madre.

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Las bancas se iban alejando lentamente de la playa reflejando la luz de los faroles en el espejo del lago completamente tranquilo. En el Oriente aparecían las primeras tintas de la aurora.

Deslizábanse silenciosamente las embarcaciones por la tranquila superficie. Los jóvenes, con la separación establecida por las madres, parecían haberse puesto tristes.

-¡Ten cuidado! -dijo en voz alta Albino el seminarista, a otro joven-; pisa bien la estopa que hay debajo de tu pie.

-¿Para qué?

-Puede entrar el agua: esta banca tiene muchos agujeros.

-¡Ay, que nos hundimos! -gritaron las mujeres asustadas.

-¡No tengan cuidado, señoras! -dijo el seminarista- En esa banca no hay peligro. ¡No tiene más que cinco agujeros!

-¡Cinco agujeros! ¡Jesús! ¿Quieren ustedes ahogarnos? -exclamaron las mujeres horrorizadas. Hubo un pequeño tumulto; unas chillaban, otras pensaban saltar al agua.

-¡Pisad bien las estopas! -continuaba gritando Albino señalando hacia el sitio donde estaban las jóvenes.

-¿Dónde? ¿Dónde? ¡Por piedad, vengan ustedes! -imploraron las temerosas mujeres.

Fue menester que cinco jóvenes pasasen a la otra banca para tranquilizar a las aterradas mujeres. ¡Oh! ¡casualidad! Parecía que al lado de cada una de las dalagas había un peligro. Ibarra sentose al lado de María Clara y Albino al de Victoria. La tranquilidad volvió a reinar en el círculo de las cuidadosas madres, pero no en el de las jóvenes.

Como era todavía muy temprano y estaban ya   -74-   cerca del sitio de la pesca, decidieron desayunarse. La aurora iluminaba ya el espacio, y apagaron los farolillos de papel.

-¡No hay cosa que pueda compararse con el salabat tomado por la mañana antes de ir a misal! -decía Capitana Ticá, la madre de la alegre Sinang-; tomad salabat con poto, Albino.

La mañana estaba deliciosa. Las aguas comenzaban a brillar con los primeros rayos del sol. Soplaba una fresca brisa impregnada de perfumes que jugueteaba con los negros cabellos de las muchachas.

Todos estaban alegres; hasta las madres llenas de recelos bromeaban entre sí.

Sólo un hombre, el que hacía el oficio de piloto, permanecía silencioso y ajeno a toda aquella alegría. Era un joven de formas atléticas y de fisonomía interesante. Sus grandes ojos expresaban inmensa tristeza. Los cabellos negros, largos y descuidados, caían sobre su robusto cuello; con sus desnudos y nervudos brazos, manejaba como una pluma un ancho remo, que le servía de timón para guiar las dos bancas. María Clara le había sorprendido más de una vez contemplándola; él entonces volvía rápidamente la vista a otra parte. Compadeciose la joven de su soledad y cogiendo unas galletas se las ofreció. El piloto la miró con cierta sorpresa; tomó una galleta y dio las gracias brevemente y en voz apenas perceptible.

Y nadie volvió a acordarse de él.

Concluido el desayuno continuaron la excursión hacia los viveros donde abundaba la pesca. Estos eran dos, a cierta distancia uno del otro; ambos pertenecían a Capitán Tiago. Desde lejos veíanse algunas garzas posadas sobre las puntas de las cañas del cercado, en actitud contemplativa, mientras   -75-   algunas aves blancas que los tagalos llaman kalanay volaban en distintas direcciones, rozando con sus alas la superficie del lago y llenando el aire de estridentes graznidos.

María Clara siguió con la vista a las garzas que, al aproximarse las bancas, emprendieron el vuelo hasta el vecino monte.

-¿Anidan esas aves en el monte? -preguntó al piloto, más que por saberlo por hacerle hablar.

-Probablemente, señora -contestó-; pero nadie hasta ahora ha visto sus nidos.

-¿No tienen nidos?

-Supongo que deben tenerlos, pues si no serían muy desgraciadas.

María Clara no notó el acento de tristeza con que pronunció el piloto estas palabras.

Entretanto habían llegado al baklad y los barqueros ataron las embarcaciones a una caña.

Andeng, la hermana de leche de María Clara, que tenía fama de buena cocinera, se puso a preparar agua de arroz, tomates y camias para la comida. Las otras jóvenes limpiaban los cogollos de calabaza, los guisantes y cortaban los paayap en cortos pedazos, largos como cigarrillos.

Para distraer la impaciencia de los que deseaban ver los peces salir de su cárcel vivitos y coleando, la hermosa Iday cogió el arpa y comenzó a arrancar de sus cuerdas alegres sonidos.

-¡Canta, Victoria, la Canción del Matrimonio! -pidieron las madres.

Los hombres protestaron y Victoria, que tenía muy buena voz, se quejó de ronquera. La Canción del Matrimonio es una hermosa elegía tagala en que se pintan todas las miserias y tristezas de este estado, sin mentar ninguna de sus alegrías. Entonces pidieron que cantase María Clara.

  -76-  

-Todas mis canciones son tristes.

-¡No importa! ¡No importa! -exclamaron todos.

No se hizo de rogar más, cogió el arpa, tocó un preludio y cantó con voz armoniosa y llena de sentimiento:


Dulce es la muerte por la propia patria,
donde en amigo cuanto alumbra el sol.
¡Muerte es la brisa para quien no tiene
una patria, una madre y un amor!



De repente se oyó un atronador estruendo; las mujeres lanzaron un grito y se taparon las orejas. Era el ex seminarista Albino, que soplaba con toda la fuerza de sus pulmones en el cuerno de carabao, llamado tambulí. Volvieron la risa y la animación.

-¿Pero es que nos quieres dejar sordas, hereje? -le gritó tía Isabel.

-¡Señora! -contestó el ex seminarista solemnemente-. He oído hablar de un pobre trompetero que allá en las orillas del Rhin, por tocar una trompeta se casó con una noble y rica doncella.

-¡Es verdad, el trompetero de Sackingen! -añadió Ibarra.

-¿Lo oís? -continuó Albino-. Pues yo quiero ver si tengo la misma suerte.

Y volvió a soplar aún con más bríos en el resonante cuerno, acercándolo a los oídos de las jóvenes. Las madres le hicieron callar al fin, a fuerza de chinelazos y pellizcos.

A pesar de que ya habían tendido la red en el encerradero o bolsa, no salía ningún pez. Era el encerradero un espacio casi circular, de un metro de diámetro, dispuesto de manera que un hombre podía   -77-   tenerse de pie en la parte superior, para desde allí retirar los peces con la redecilla.

-¡Un caimán! -gritó un joven que tendía la red.

-¡Un caimán! -repitieron todos.

La palabra corrió de boca en boca enmedio del espanto y la estupefacción general.

-¿Qué decís? -le preguntaron.

-Digo que hay un caimán -afirmó León.

E introduciendo una caña en el agua continuó:

-¿Oís ese sonido? Eso no es la arena, es la dura piel, la espalda del caimán. ¿Veis cómo se mueven las cañas? Es él que forcejea.

-¿Qué hacer? -se preguntaron todos.

-¡Cogerlo! -dijo una voz.

-¡Jesús! Y ¿quién lo coge?

Nadie se ofrecía a descender al abismo. El agua era profunda.

El piloto se levantó, cogió una larga cuerda y subió ágilmente a la especie de plataforma. Excepto María Clara, nadie hasta entonces se había fijado en él; ahora admiraban su esbelta estatura.

Con gran sorpresa y a pesar de los gritos de todos, el piloto saltó dentro del encerradero.

-¡Tomad este cuchillo! -gritó Crisóstomo sacando una ancha hoja toledana.

Pero ya el agua subía en forma de surtidor y el abismo se cerró misterioso.

-¡Jesús, María y José! -exclamaban las mujeres-. ¡Vamos a tener una desgracia! ¡Jesús, María y José!

-No tengan ustedes cuidado -decía el viejo barquero-; no ha hecho en toda su vida más que cazar caimanes.

El agua se agitaba; parecía que en el fondo se   -78-   trababa una lucha; vacilaba el cerco. Todos permanecían silenciosos y llenos de angustia. Ibarra apretaba con mano convulsiva el puño del agudo cuchillo.

La lucha pareció terminarse. Asomose a la superficie del agua la cabeza del joven, que fue saludado con gritos de alegría. Los ojos de las mujeres estaban llenos de lágrimas.

El piloto trepó llevando en la mano el extremo de la cuerda, y una vez en la plataforma, tiró de ella.

El monstruo apareció: tenía la soga atada en forma de doble banda por el cuello y debajo de las extremidades anteriores. Era de extraordinario tamaño, y sobre sus espaldas crecía verde musgo, que es a los caimanes lo que las canas a los hombres. Mugía como un buey, azotaba con la cola las paredes de caña, se agarraba a ellas y abría las negras y tremendas fauces, descubriendo sus largos colmillos.

El piloto lo izaba solo: nadie se cuidaba de ayudarle.

Fuera ya del agua y colocado sobre la plataforma, púsole el pie encima, con robusta mano cerró sus descomunales mandíbulas y trató de atarle el hocico con fuertes nudos. El reptil hizo un último esfuerzo, arqueó el cuerpo, batió el suelo con la potente cola y se lanzó de un salto al lago, fuera del cerco, arrastrando al piloto. Este era hombre muerto; un grito de horror se escapó de todos los pechos.

Rápido como el rayo, cayó otro cuerpo al agua; apenas tuvieron tiempo de ver que era Ibarra. María Clara no se desmayó, porque las filipinas no saben desmayarse.

Vieron colorearse las olas, teñirse de sangre. Crisóstomo y el piloto reaparecieron agarrados al   -79-   cadáver del reptil. Este tenía todo el blanco vientre rasgado y en la garganta clavado el cuchillo. Imposible es describir la alegría de todos. Las viejas reían y rezaban. Andeny olvidó que su sinigang había hervido tres veces: todo el caldo se había derramado y apagado el fuego. La única que no podía hablar era María Clara.

Ibarra estaba ileso; el piloto sólo tenía un ligero rasguño en el brazo.

-¡Le debo a usted la vida! -dijo a Ibarra que se envolvía en una manta de lana.

-Es usted demasiado atrevido -contestole Ibarra-; otra vez no tiente a Dios.

Las viejas ya no se atrevían a ir al otro baklad; querían retirarse alegando que el día había comenzado mal y podría sobrevenir alguna desgracia.

-¡Todo es porque no hemos oído misa! -suspiraba una.

-Pero ¿qué desgracia es esa, señoras? -preguntaba Ibarra-. ¡El único desgraciado ha sido el caimán!

-Lo cual prueba -concluyó el ex seminarista-, que en toda su pecadora vida, jamás ha oído misa este desgraciado reptil. ¡Nunca le he visto entre los numerosos caimanes que frecuentan la iglesia!

Las bancas se dirigieron hacia el otro baklad y fue menester que Andeng preparase otro sinigang.

La música volvió a resonar. Iday tocaba el arpa, los hombres los acordeones y guitarras con mayor o menor afinación, pero el que mejor lo hacía, era Albino, que perdía el compás a cada instante o se pasaba a otra pieza enteramente distinta.

El otro vivero fue visitado con desconfianza; muchos esperaban encontrar la hembra del caimán. Sin embargo, no hubo novedad alguna y la red salía siempre llena.

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Tía Isabel decía:

-El ayungín es bueno para el sinigang: dejad el bia para el escabeche. ¡Las langostas a la sartén! El banak es para asado envuelto en hojas de plátano y relleno de tomates. Dejad los demás para que sirvan de reclamo: no es bueno vaciar el baklad completamente.

Entonces trataron de desembarcar en la orilla, en aquel bosque de árboles corpulentos perteneciente a Ibarra. Allí almorzarían a la sombra.

La música resonaba en el espacio; el humo de los kalanes subía por el aire formando nubecillas azules y el cadáver del caimán mostraba el blanco y destrozado vientre.



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