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- XXIV -

El derecho y la fuerza


Serían las diez de la noche. Los últimos cohetes subían perezosamente por el cielo obscuro, donde brillaban cual nuevos astros algunos globos de papel, elevados hacía poco tiempo. Algunos, adornados de fuegos artificiales, se habían incendiado, amenazando las casas todas; por esto veíanse algunos hombres sobre los caballetes de los tejados, armados de una larga caña con un trapo a la punta y provistos de un cubo de agua. Sus negras siluetas destacábanse en la vaga claridad del aire y parecían fantasmas descendidos de los espacios para presenciar los regocijos de los hombres.

Habíanse quemado también multitud de ruedas, castillos, toros o carabaos de fuego, y un gran volcán, que había superado en hermosura y grandiosidad a cuanto hasta entonces habían visto los habitantes de San Diego.

Ahora se dirige la gente hacia la plaza del pueblo para asistir por última vez al teatro. Acá y allá se ven luces de bengala, alumbrando fantásticamente los alegres grupos. El gran tablado está espléndidamente iluminado: miles de luces rodean los puntales y penden del techo.

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Delante del escenario templa la orquesta los instrumentos. La principalía del pueblo, los españoles y los ricos forasteros ocupan poco a poco las alineadas sillas. La multitud se extiende por el resto de la plaza. Se oyen gritos, exclamaciones y carcajadas provocadas por un reventador que acaba de estallar enmedio de un grupo de parlanchinas babays.

Aquí se le rompe el pie a un banco y caen suelo al suelo los que le ocupan, entre carcajadas y silbidos allí riñen y se vapulean porque se estorban uno a otros. Las jóvenes dalagas lanzan chillidos ratoniles al sentir que indiscretas y ocultas manos pellizcan...

El teniente mayor don Filipo preside el espectáculo, pues el gobernadorcillo ha preferido quedarse jugando al monte.

Comenzó la función con Crispino y la Comanre en la cual Chananay y Marianito hacían las delicias del público. Todos tenían los ojos fijos en el escenario menos el padre Salvi, que parecía haber ido allí solamente para vigilar a María Clara, cuya tristeza hacía más interesante su figura. La mirada del franciscano expresaba también más que nunca profunda melancolía.

Se concluía el acto cuando entró Ibarra; su presencia ocasionó un murmullo: todos se fijaron en él y en el cura. Pero el joven no pareció notarlo, pues saludó con naturalidad a María Clara y a sus amigas, sentándose a su lado. La única que habló fue Sinang.

-¿Has estado a ver los fuegos? -preguntó.

-No, he tenido que acompañar al general.

-¡Pues es lástima! Te hubieran gustado; eran muy bonitos.

El cura se levantó y acercose a don Filipo con   -151-   quien pareció entablar una viva discusión. El cura hablaba con viveza, don Filipo con mesura y en voz baja.

-Siento no poder complacer a vuestra reverencia -decía éste-; el señor Ibarra es uno de los mayores contribuyentes y tiene derecho a sentarse aquí mientras no perturbe el orden.

-Pero ¿no es perturbar el orden escandalizar a los buenos cristianos? ¡Es dejar que un lobo entre en el rebaño! ¡Responderás de esto ante Dios y ante las autoridades!

-Siempre respondo de los actos que emanan de mi propia voluntad, padre -contestó don Filipo inclinándose ligeramente-; pero mi pequeña autoridad no me faculta para mezclarme en asuntos religiosos. Los que quieran evitar su contacto que no hablen con él.

-¡Pero es dar ocasión al peligro, y quien ama el peligro, en él perece!

-No veo peligro alguno, padre: el señor alcalde y el Capitán General, mis superiores, han estado hablando con él toda la tarde, y no les he de dar una lección.

-Si no le hechas de aquí, salimos nosotros.

-Lo sentiría muchísimo, pero no puedo echar de aquí a nadie.

El cura se arrepintió de lo que acababa de decir pero ya no había remedio. Hizo una seña a su compañero, que se levantó con pesar, y ambos salieron. Imitáronlos las personas adictas no sin lanzar ante una mirada de odio a Ibarra.

Los murmullos y cuchicheos subieron de punto.

Acercáronse y saludaron entonces varias personas al joven diciendo:

-¡Nosotros estamos con usted; no haga usted caso de esos!

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-¿Quiénes son esos? -preguntó con extrañeza.

-Esos que han salido para evitar su contacto.

-¿Para evitar mi contacto?

-¡Sí! Dicen que está usted excomulgado.

Ibarra no supo qué contestar y miró a su alrededor. Vio entonces a María Clara que ocultaba el rostro detrás del abanico. La joven sentía en el fondo del alma la nueva ofensa que acababan de inferir a su amado. Estaba a punto de estallar en sollozos. En vano quería disimular. Sinang le decía en voz baja palabras cariñosas. Aquello pasaría pronto. Lo que debían hacer era marcharse cuanto antes a Manila.

-¿Pero es posible -exclamó al fin el joven- que el fanatismo o la hipocresía impere sobre la razón? ¿Qué se propone esa gente? ¿Qué mal les he hecho?...

Y acercándose a las jóvenes y cambiando de tono:

-Dispensadme -dijo-; voy a salir un momento; volveré para acompañaros.

-¡Quédate! -le dijo Sinang-; Yeyeng va a bailar en La Calandria; baila divinamente.

-Me están esperando, ya volveré.

Redoblaron los murmullos de la multitud que apenas hacía caso de la representación, atenta sólo a lo que pasaba en el grupo formado por María Clara y sus amigas.

Mientras Yeyeng salía vestida de chula, acercáronse dos soldados de la Guardia Civil a don Filipo, pidiendo que se suspendiese la representación.

-¿Y por qué? -preguntó éste sorprendido.

-Porque así lo ordena el alférez, que acaba de recibir quejas del señor cura, diciendo que lo que aquí se hace no es nada edificante y que sólo se puede tolerar en un pueblo de herejes.

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-¡Ave María Purísima! ¡qué atrocidad! Diga usted al alférez que tenemos permiso del alcalde mayor, y que contra este permiso nadie en el pueblo tiene facultades, ni el mismo gobernadorcillo, que es mi ú-ni-co su-pe-rior. ¿Lo oye usted?

-¡Pues hay que suspender la función! -repitieron los soldados.

Don Filipo les volvió la espalda. Los guardias se marcharon profiriendo amenazas.

Por no turbar la tranquilidad, don Filipo no dijo a nadie una palabra acerca del incidente. Después del trozo de zarzuela, se presentó el príncipe Villardo retando a combate a todos los moros que tenían preso a su padre; el héroe les amenazaba con cortarles a todos la cabeza. El público se había olvidado ya de Ibarra y aplaudía con delirio su espectáculo favorito. Iban a empezar los interminables combates y las encarnizadas batallas entre moros y cristianos. Era tal el gozo que experimentaban la mayoría de los espectadores, que les caía la baba, teñida de color chocolate por el buyo, que masticaban con fruición, para que la dicha fuese completa. Afortunadamente para los moros, que se disponían al combate al son de una marcha guerrera que hacía correr escalofríos de entusiasmo por las espaldas de los indios, sobrevino un tumulto. Los individuos de la orquesta pararon de repente y arrojando los instrumentos saltaron al escenario, pues por el lado opuesto ocupado por la multitud, no podían salir. El valiente Villardo tomándolos sin duda por aliados de los moros, arrojó también espada y escudo y emprendió la carrera; los moros al ver que tan terrible cristiano huía, no tuvieron inconveniente en imitarle... Oyéronse gritos, imprecaciones y blasfemias; se apagaron las luces y la gente, poseída de terrible pánico, se estrujaba   -154-   despiadadamente, sin saber lo que pasaba ni adónde dirigirse.

-¡Fuego! ¡Fuego! -gritó una voz, y creció el espanto.

Las causa verdadera del escándalo era que los guardias habían hecho callar vara en mano a los individuos de la orquesta, a fin de que terminase la representación.

El teniente mayor, con los cuadrilleros armados de sus viejos sables, logró detener a los feroces esbirros a pesar de su resistencia. Debían estar ebrios y sin duda se habían extralimitado en el cumplimiento de las órdenes que habían recibido del alférez, que también aquellos días estaba muy contento, porque con motivo de las fiestas no se cesaba de tirar de la oreja a Jorge.

-¡Conducidlos al tribunal! -gritaba don Filipo-. ¡Cuidado con soltarlos!

Ibarra había vuelto y buscaba a María Clara. Las atemorizadas jóvenes se agarraron a él temblorosas y pálidas; tía Isabel mascullaba oraciones como tenía por costumbre en los casos apurados.

Repuesta algún tanto la gente del susto y habiéndose dardo cuenta de lo que había pasado, la indignación estalló en todos los pechos. Llovieron piedras sobre el grupo de los cuadrilleros que conducían a los dos guardias civiles; hubo quien propuso incendiar el cuartel y asar a doña Consolación juntamente con el alférez!

-¡Para eso sirven -gritaba una mujer extendiendo los brazos-, para perturbar el pueblo! ¡No persiguen más que a los hombres honrados! ¡No harán daño, en cambio, a los tulisanes y jugadores que les dan dinero! ¡A incendiar el cuartel! ¡A incendiar el cuartel!

El escenario estaba lleno de artistas y gente   -155-   del pueblo, que hablaban todos a la vez. Chananay, el príncipe Villardo y los moros se esforzaban en consolar a los apaleados músicos. Algunos españoles iban de un lado a otro, procurando aquietar los ánimos y restablecer la tranquilidad.

Pero ya se había formado un grupo numeroso que profería gritos amenazadores y enarbolaba gruesos garrotes. Don Filipo supo lo que intentaban y corrió a contenerlos.

-¡No alteréis el orden! -gritaba-. Mañana pediremos satisfacción y se nos hará justicia.

-¡No! -contestaban algunos-. Lo mismo hicieron en Calamba; se prometió también justicia y el alcalde no hizo nada. ¡Hay que exterminar a esos bandidos, para que no vuelvan a apalear a las gentes honradas! ¡Hay que exterminarlos!

-¡Señor Ibarra, por favor, deténgalos usted mientras yo busco cuadrilleros! A usted le estiman y le harán caso.

-¿Qué puedo hacer yo? -preguntó el joven perplejo.

Pero el teniente mayor ya estaba lejos.

Ibarra miró a su alrededor, buscando sin saber a quién. Por fortuna creyó distinguir a Elías, que presenciaba impasible el tumulto. Ibarra corrió hacia él, le cogió del brazo y le dijo en español:

-¡Por Dios, haz algo, si puedes, por apaciguar a esa gente!

El piloto respondió:

-¡Merecen un escarmiento! ¡El indio está ya cansado de sufrir, que se le trata de un modo tan arbitrario y despótico! ¡Pero haré lo que usted me manda!

Y se confundió en el grupo de los alborotadores.

Oyéronse vivas discusiones, interjecciones y amenazas; después, poco a poco, el grupo empezó   -156-   a disolverse, no sin que a la mayor parte de los que lo formaban le brillasen los ojos de ira y apretasen los puños.

¡Ya llegaría el día, ya llegaría el día en que tomasen justa venganza de los opresores y de los que los defienden con sus armas!...

Ya era tiempo, pues los soldados salían armados con la bayoneta calada.

Entretanto ¿qué hacia el cura, causa de aquel tumulto que hubiera podido terminar derramando sangre inocente?... El padre Salvi, después de haber impulsado al alférez a que cometiese una arbitrariedad suspendiendo la representación, no se había acostado. De pie, apoyada la frente contra las persianas del convento, miraba hacia la plaza, inmóvil, dejando escapar de tiempo en tiempo un suspiro. Si no hubiese estado en la obscuridad acaso se habría podido ver que se llenaban de lágrimas sus ojos. Así pasó casi una hora. La persecución constante de que hacía objeto a María Clara y aquellas lágrimas de despecho demostraban que el sombrío fraile sentía una pasión oculta por la joven.

De este estado le sacó el tumulto de la plaza. Siguió con ojos sorprendidos el confuso ir y venir de la gente cuyas voces y gritería llegaban vagamente hasta él. Acostumbrado a la obediencia de los indios creía que se habría suspendido la representación sin la menor protesta. Un criado entró casi sin aliento y le enteró de lo que pasaba.

Un pensamiento cruzó por su imaginación. Se le figuró ver a Crisóstomo llevar en sus brazos a María Clara desmayada. Tuvo celos. Sintió que se apoderaba de su alma la ira, una cólera espantosa que le nubló la vista y le hizo perder la noción de la realidad. Se olvidó de todo. No pensó siquiera en   -157-   el peligro a que se exponía al presentarse entre la multitud irritada. Bajó saltando las escaleras, sin sombrero, sin bastón y como un loco se dirigió a la plaza.

Allí encontró a los españoles que trataban de aquietar los ánimos, miró hacia los asientos que ocupaban María Clara y sus amigas y los vio vacíos.

-¡Padre cura! ¡padre cura! -le gritaban los españoles, pero él sin hacer caso corrió en dirección de la casa de Capitán Tiago.

Allí respiró: vio a través del transparente caído, una silueta, la adorable silueta de María Clara y la de la tía que llevaba tazas y copas.

¡Estaban solas! Sintió el corazón aliviado de un terrible peso al no ver al odiado Ibarra.

Tía Isabel no tardó en cerrar las conchas de la ventana y se borró la encantadora imagen de la joven.

El cura se alejó de aquel sitio sin ver a la multitud. Tenía delante de los ojos un hermoso busto de doncella durmiendo y respirando dulcemente; sus párpados estaban sombreados por largas pestañas; la pequeña boca sonreía, y todo el bello semblante respiraba bondad e inocencia.

El corresponsal del periódico de Manila relataba los sucesos que acabamos de referir con su imparcialidad acostumbrada.

«No hemos tenido que lamentar el derramamiento de sangre, gracias a la oportuna intervención del muy reverendo padre Salvi, quien desafiando todo peligro, entre aquel pueblo enfurecido, enmedio de la turba desenfrenada, sin sombrero, sin bastón, apaciguó las iras de la multitud usando   -158-   sólo de su persuasiva palabra, de la majestad y autoridad que nunca faltan al sacerdote de una Religión de Paz. ¡Los vecinos de San Diego no olvidarán, sin duda, este sublime acto de su heroico Pastor y sabrán serle por toda la eternidad agradecidos!»




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- XXV -

La gallera


Para santificar la tarde del domingo se va generalmente a la gallera en Filipinas, como a los toros en España. La riña de gallos, pasión introducida en el país y explotada hace un siglo, es uno de los vicios del pueblo, peor que el opio entre los chinos; allí va el pobre a arriesgar lo que tiene, deseoso de ganar dinero sin trabajar; allí va el rico para distraerse empleando el dinero que le sobra de sus festines y misas de gracia. El gallo es el favorito del indio, come y se acuesta con él y lo rodea de más cuidados y atenciones que al propio hijo.

Puesto que el Gobierno lo permite y hasta casi lo recomienda, mandando que el espectáculo sólo se dé en las plazas públicas, en días da fiesta (para que todos puedan verlo y el ejemplo cunda) después de la misa mayor hasta el obscurecer, vamos nosotros   -159-   a asistir a este juego donde seguramente encontraremos a algunos conocidos.

La gallera de San Diego no se diferencia de las de otros pueblos más que en algunos detalles. Consta de tres departamentos: el primero, o sea la entrada, es un gran rectángulo de unos veinte metros de largo por catorce de ancho; a uno de sus lados se abre una puerta, que, generalmente, suele guardar una mujer, encargada de cobrar el sa pintú; o sea el derecho de entrada. De esta contribución que cada uno pone allí, percibe el Gobierno una parte, algunos miles de pesos al año. Dicen que con este dinero, con que el vicio paga su libertad, se levantan escuelas, se construyen puentes y calzadas, se instituyen premios para fomentar la agricultura y el comercio... ¡Bendito sea el vicio que tan buenos resultados produce! En este primer recinto están las vendedoras de buyo, cigarros, golosinas y comestibles. Y allí pululan los muchachos que acompañan a sus padres o parientes que les inician en los secretos de la vida.

Este recinto comunica con otro de proporciones un poco mayores, una especie de foyer donde el público se reúne antes de las soltadas. Allí están la mayor parte de los gallos, sujetos por una cuerda al suelo, mediante un clavo de hueso o de palma brava; allí están los tahúres, los aficionados y el perito atador de la navaja; allí se contrata, se medita, se pide prestado, se maldice y se ríe a carcajadas... Aquel acaricia su gallo pasándole la mano por encima del brillante plumaje; éste examina y cuenta las escamas de las patas; unos refieren las hazañas de los combatientes; otros, con el semblante mohíno, llevan de las patas un cadáver desplumado... El animal que fue el favorito durante meses, mimado, cuidado día y noche, ahora   -160-   no es más que un cadáver y va a ser vendido por una peseta, para ser guisado con jengibre y comido aquella misma noche.

El perdidoso vuelve al hogar donde le esperan su inquieta mujer y sus hijos, sin su dinero y sin el gallo.

En este foyer discuten los inteligentes, contemplan, extienden las alas y palpan los músculos de los animales destinados a la pelea. Unos van muy bien vestidos, seguidos y rodeados de los partidarios de sus gallos; otros, sucios, con el sello del vicio marcado en el escuálido semblante, siguen ansiosos los movimientos de los ricos y atienden a las apuestas, porque la bolsa puede vaciarse, pero no saciarse la pasión. Allí no hay rostro que no esté animado; allí desaparece el filipino indolente, apático y callado, y se convierte en un hombre vociferador, inquieto y vehemente.

De este lugar se pasa a la arena que llaman Rueda. El piso, cercado de cofias, es más elevado que el de los dos anteriores. En los lados hay graderías para los jugadores. Durante el combate se llenan estas graderías de hombres y muchachos que gritan, sudan, riñen y blasfeman. En la Rueda están los prohombres, los ricos, los tahúres famosos, el contratista y el sentenciador. Sobre el suelo apisonado perfectamente, luchan los animales, y desde allí distribuye el destino a las familias alegrías o tristezas.

A la hora que entramos vemos ya al gobernadorcillo, a Capitán Pablo, Capitán Basilio y a un tal Lucas, hermano del hombre amarillo muerto por la cabria.

Capitán Basilio se acerca a uno del pueblo y le pregunta:

-¿Sabes qué gallo trae Capitán Tiago?

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-No lo sé, señor; esta mañana lo han llegado dos; uno de ellos es el lasak que ganó al talisain.

-¿Crees que mi bulik puede luchar con él?

-¡Ya lo creo! ¡Pongo mi casa y mi camisa!

En aquel momento llegaba Capitán Tiago. Vestía, como los grandes jugadores, camisa de lienzo Cantón, pantalón de lana y sombrero de jipijapa. Detrás iban dos criados llevando el lasak y gallo blanco de colosales dimensiones.

-Sinang me ha dicho que María estaba enferma -dijo Capitán Basilio.

-Sí; a causa de los disgustos de estos días; pero ya está mejor.

-¿Perdió usted anoche?

-Un poco; ya sé que usted ha ganado; voy a ver si me desquito.

-¡Quiere usted jugar el lasak! -preguntó Capitán Basilio mirando el gallo y pidiéndoselo al criado.

-Según, si hay apuesta.

-¿Cuánto pone usted?

-Menos de dos no lo juego.

-¿Ha visto usted mi bulik? -preguntó Capitán Basilio, y llamó a un hombre que cuidaba un pequeño gallo.

Capitán Tiago lo examinó, y después de pesarlo y de analizar las escamas lo devolvió al criado.

-¿Cuánto pone usted?

-Lo que usted.

-¿Dos y quinientos?

-¿Tres?

-¡Tres!

-¡Para la siguiente!

El corro de curiosos y jugadores esparce la noticia de que van a jugar dos célebres gallos; ambos tienen su historia y su fama conquistada. Todos   -162-   quieren ver a las dos celebridades, emiten opiniones y hacen profecías.

Entretanto, las voces crecen, aumenta la confusión y el público invade la Rueda y asalta las graderías. Los soltadores llevan a la arena dos gallos, uno blanco y otro rojo, armados ya, pero con las navajas envainadas todavía.

Se oyen gritos ¡al blanco! ¡al blanco! a los cuales contesta alguna que otra voz ¡al rojo! El blanco era el llamado y el rojo el dejado.

Entre la multitud circulan algunos guardias civiles; no llevan el uniforme del benemérito cuerpo, pero tampoco van de paisano. Visten pantalón de guingón con franja roja, camisa manchada azul de la blusa desteñida y gorra de cuartel. Apuestan a la vez que vigilan, riñen y entran con el pretexto de mantener el orden.

Mientras se grita se tienden las manos, agitando monedas y haciéndolas sonar; mientras se busca en los bolsillos el último ochavo o se empeña la palabra prometiendo vender el carabao o la próxima cosecha, dos jóvenes, hermanos al parecer, siguen con ojos envidiosos a los jugadores, se acercan, murmuran tímidas palabras que nadie escucha, se ponen cada vez más sombríos y se miran entre sí con disgusto y despecho.

Lucas los observa con disimulo, sonríe malignamente, hace sonar monedas de plata, pasa cerca de los dos hermanos y mira hacia la Rueda gritando:

-¡Pago cincuenta, cincuenta contra veinte por el blanco!

-Ya te decía yo -murmuraba el mayor- que no apostases todo el dinero. ¡Si me hubieses obedecido tendríamos ahora para el rojo!

El menor se acercó tímidamente a Lucas y le tocó en el brazo.

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-¿Eres tú? -exclamó éste volviéndose y fingiendo sorpresa-. ¿Acepta tu hermano mi proposición o vienes a apostar?

-¡Cómo quieres que apostemos si lo hemos perdido todo!

-¿Entonces aceptáis?

-¡Él no quiere! ¡Si pudieses prestarnos algo, ya que dices que nos conoces!...

-Sí que os conozco; sois Társilo y Bruno, jóvenes y fuertes. Sé que vuestro valiente padre murió de resultas de los cien azotes diarios que le daban esos soldados; sé que no pensáis vengarle...

-No te entrometas en nuestra vida - interrumpió Társilo el mayor-. ¡Si no tuviéramos una hermana ya haría tiempo que estaríamos ahorcados!

-¿Ahorcados? Sólo ahorcan al que no tiene dinero ni protección. Además el monte está cerca para los que poseen unas piernas ligeras como vosotros.

-¡Ciento contra veinte, voy al blanco! -gritó uno al pasar.

-Préstanos cuatro pesos... tres... dos -suplicó el más joven-; luego te devolveremos el doble; la soltada va a empezar.

Lucas rascose de nuevo la cabeza.

-¡Tst! Este dinero no es mío, me lo ha dado don Crisóstomo para los que le quieran servir. Pero veo que no sois como vuestro padre; aquel si que era valiente; el que no lo es que no busque diversiones.

Y se alejó de ellos unos pasos.

-Aceptamos: ¿qué más da? Lo mismo tiene morir ahorcado que de un tiro. Los indios pobres no servimos para otra cosa.

Entretanto se había despejado el redondel e   -164-   iba a empezar la pelea. Se despejó la Rueda, callaron las voces y los dos soltadores y el perito atador de navajas, se quedaron enmedio. A una señal del presidente el perito desnudó los aceros brillaron amenazadoras las finas hojas.

Los dos hermanos se acercaron tristes y silenciosos al cerco, apoyando la frente contra la caña. Los soltadores sujetan a los dos gallos cuidando de no herirse. Reina un silencio solemne. Acercan un gallo sujetándole la cabeza para que el otro picotee y se irrite. Después, les hacen verse cara a cara, con lo que los pobres animalitos saben con quién deben luchar. Erízase el plumaje del cuello, se miran con fijeza y rayos de ira se escapan de sus redondos ojos. Entonces ha llegado el momento los depositan en tierra a cierta distancia y les dejan el campo libre.

Avanzan lentamente. Óyense sus pisadas sobre el duro suelo; nadie habla, nadie se mueve. Bajando y subiendo la cabeza, como midiéndose con la mirada, los dos gallos lanzan sonidos tal vez de amenaza o de desprecio. Han divisado la brillante hoja que lanza fríos y azulados reflejos; el peligro los anima y dirígense uno al otro decididos, pero a un paso de distancia se detienen y con la mirada fija bajan la cabeza y vuelven a erizar sus plumas. Hay un momento de expectación, de horrible incertidumbre. Mil miradas convergen hacia el lugar donde los gallos permanecen amenazadores e inmóviles, como recogiendo alientos para la inevitable y encarnizada lucha. Reina en la gallera un silencio solemne, enmedio del cual se podría oír el zumbar de una mosca.

Al fin los combatientes se lanzan impetuosamente uno contra otro; chocan pico contra pico, pecho contra pecho, acero contra acero y ala contra   -165-   ala: los golpes se han parado con maestría y sólo han caído algunas plumas. Vuelven a medirse de muevo; de repente, el blanco vuela, se eleva agitando la mortífera navaja, pero el rojo ha dolado las patas, ha bajado la cabeza y el blanco sólo ha azotado el aire; mas al tocar el suelo, evitando ser herido de espaldas, vuélvese con rapidez y hace frente. Atácale entonces el rojo con furia pero él se defiende con serenidad; no en vano el público lo ha declarado su favorito y ha apostado por él. Todos siguen trémulos y ansiosos las pericias del combate, soltando algún que otro involuntario grito. El suelo se va cubriendo de plumas rojas y blancas, teñidas de sangre. Los golpes menudean, pero la victoria sigue indecisa. Por fin, tentando un supremo esfuerzo, el blanco se lanza para dar el último golpe y clava su navaja en el ala del rojo; pero a su vez ha sido herido en el pecho y ambos desangrados, extenuados, jadeantes, permanecen inmóviles hasta que el blanco cae, arroja sangre por el pico y agoniza, agitando las patas de un modo lúgubre; el rojo se mantiene su lado y cierra lentamente los ojos...

Entonces el sentenciador, de acuerdo con lo que prescribe el reglamento, declara vencedor al rojo. Una salvaje gritería saluda la sentencia. El que oye el estrépito de lejos comprende que el que ha ganado es el dejado, de lo contrario el júbilo no sería tan ruidoso y duraría menos.

-¿Ves? -dijo Bruno con despecho a su hermano-, si me hubieses creído ahora tendríamos cien pesos. ¡Por ti estamos sin un cuarto!

Társilo no contestó, pero miró a su alrededor como buscando a alguien.

-Allí está hablando con Pedro -añadió Bruno-, y le da dinero.

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En efecto, Lucas contaba sobre la mano del marido de la loca Sisa, monedas de plata. Cambiaron algunas palabras en secreto y se separaron al parecer satisfechos.

-¡Lo habrá contratado! ¡Ése sí que es decidido! -suspiró Bruno.

Társilo permanecía mudo y pensativo.

-Hermano -exclamó Bruno-, yo voy si tú no te decides.

-¡Espera! -contestó Társilo-, voy contigo; tienes razón; vengaremos al padre, que murió apaleado.

Acercáronse a Lucas y éste les vio venir y se sonrió.

-¿Qué hay?

-¿Cuánto das? -preguntaron los dos.

-Ya lo he dicho: si os encargáis de buscar otros para sorprender el cuartel, os doy treinta pesos a cada uno de vosotros y diez a cada compañero. Si todo sale bien, recibirá ciento cada uno y vosotros el doble. Ya sabéis que don Crisóstomo es rico.

-¡Aceptado! -exclamó Bruno-; venga el dinero.

-¡Ya sabía yo que erais valientes como vuestro padre! Venid, que no nos oigan esos que le mataron -dijo Lucas señalando a los guardias civiles.

Y llevándolos a un rincón les dijo mientras les daba el dinero:

-Mañana llega don Crisóstomo y trae armas; pasado mañana a la noche, cerca de las ocho, id al cementerio y os comunicaré sus últimas disposiciones. Tenéis tiempo de buscar compañeros.



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- XXVI -

Planes siniestros


Ibarra había pasado en Manila algunos días. Gracias al afecto del General, no le fue difícil ser recibido por el Arzobispo que se dignó escuchar sus explicaciones, y después de darle buenos consejos, le levantó la excomunión que sobre él había lanzado el padre Dámaso.

El joven creía conjurado para siempre todo peligro, y se apresuró a volver cuanto antes al pueblo de San Diego, con objeto de adelantar su boda con la hija de Capitán Tiago.

Una vez realizada la ilusión de toda su vida, emprendería un largo viaje en compañía de su esposa. De este modo conseguiría que se amortiguasen antiguos resentimientos y no volvería a ver más a su irreconciliable enemigo el padre Dámaso.

Cuando llegó al pueblo, el pobre joven experimentó una decepción horrible. María Clara había cambiado por completo. Mostrábase triste y reservada y se negaba a tener una explicación con él. Durante su ausencia había estado muy enferma, y tanto el padre Salvi como el padre Dámaso no habían cesado de aconsejarla. Sobre todo, este último pareció haberla convencido, después de una   -168-   larga entrevista, de que no debía casarse con Ibarra. El padre Dámaso que, como sabemos, era el padrino de María Clara y ejercía sobre ésta gran influencia, había triunfado.

Sin embargo, no estaba todavía contento hasta conseguir la completa ruina del joven. Para esto había fraguado un siniestro plan en colaboración con el padre Salvi.

Durante la ausencia de éste, había llegado al pueblo de San Diego un joven español llamado Linares, emparentado con el padre Dámaso, el cual se apresuró a presentarlo en casa de Capitán Tiago. Linares era el esposo que ahora destinaban a María Clara. Sólo el padre Salvi no se mostraba conforme con este proyecto.

Ibarra, entre tanto, sufría horriblemente. Permanecía días enteros sin salir de casa abismado en tristes cavilaciones, y todo se le volvía escribir cartas a María Clara sin obtener respuesta. Comprendía que el padre Dámaso era el causante de su desdicha y más de una vez había cruzado por su imaginación la idea de matarlo. Pero el temor de un nuevo escándalo que sólo haría empeorar su difícil situación, le hacía refrenar su cólera.

Para distraer su pena entregábase a difíciles estudios en su laboratorio.

Un hombre entró de improviso una noche en el cuarto de estudio.

-¡Ah! ¿Eres tú, Elías?

El piloto continuaba mostrando al joven una lealtad y un agradecimiento sin límites.

-Vengo a comunicaros graves noticias. ¡No hay tiempo que perder! Es preciso que recojáis vuestros papeles y huyáis de aquí.

Ibarra miró sorprendido a Elías y al ver la expresión   -169-   alterada de su semblante se le cayó la pluma que tenía en la mano. Le dio un vuelco el corazón. Comprendió que le amagaba una nueva desgracia y esperó anhelante que se explicase su fiel amigo.

-¡Quemad cuanto os pueda comprometer y poneos a salvo!

-¿Y por qué?

-Quemad todo papel escrito por vos o para vos: el más inocente puede comprometeros.

-Pero ¿por qué? ¡Explícate, Elías!

-¡Porque acabo de descubrir una conspiración que se os atribuye para perderos!...

-¿Una conspiración? ¿y quién la trama?

-Me ha sido imposible averiguar el autor de ella, aunque no es difícil adivinarlo. ¡Quizás el padre Dámaso! Los frailes nunca perdonan y menos ese, que es el más soberbio y cruel de todos. Hace un momento que acabo de hablar con uno de los desgraciados pagados para ello y a quien no he podido disuadir.

-¿Y no te ha dicho quién le paga?

-¡Cree que sois vos!

-¡Dios mío, cuánta maldad! -exclamó Ibarra, y se quedó aterrado.

-¡Señor, no dudéis, no perdamos tiempo, que la conjuración acaso estalle esta noche mismo!...

Ibarra, con los ojos desmesuradamente abiertos y las manos en la cabeza, parecía no oírle.

-El golpe no se puede impedir -continuó Elías-; es demasiado tarde, desconozco a sus jefes... ¡Salvaos, señor! ¡Os va en ello el honor y la vida!

-¿Y a dónde he de huir?

-¡A otro pueblo cualquiera, a Manila, a casa de alguna autoridad, a cualquier parte, para que no se diga que dirigíais el movimiento!

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-¿Y si yo mismo denuncio la conspiración?

-¡Imposible! -exclamó Elías, mirándole y retrocediendo; pasaríais por traidor y cobarde a los ojos de los conspiradores y por pusilánime a los ojos de los otros; se diría que les tendisteis un lazo para hacer méritos...

-¿Qué debo hacer entonces?

-Ya os lo dije: destruir cuantos papeles tengáis que se relacionen con vuestra persona, huir y esperar los acontecimientos... Yo procuraré indagar vuestro paradero y continuar siéndoos útil.

Elías desapareció.

Y el joven, aturdido, atontado por la terrible noticia abría y cerraba cajones, recogía papeles y rasgaba cartas. Obedecía maquinalmente la orden de Elías, sin saber todavía lo que iba a hacer, ni qué partido tomar. ¡Querían perderle! ¡Querían separarle para siempre de María Clara! El padre Dámaso se proponía hacer con el hijo lo que ya había hecho con el padre. Lo encerrarían en un calabozo, lo matarían de tristeza y luego arrojarían su cadáver por una sima. Ahora sentía no haberse vengado ya de aquel hombre, no haberle dado muerte como a una bestia dañina. Al fin su suerte iba a ser bien desgraciada, y los culpables quedarían sin castigo. Sintió que en aquellos momentos se hundía para siempre, en el fondo de su alma, la escasa fe que aún tenía. Y sus dolores, las persecuciones de que le hacían objeto sin motivo justificado, le hicieron pensar en la triste condición de sus paisanos, tiranizados por aquellos hombres crueles y lascivos que se titulaban representantes de una amorosa religión de paz. Y aunque le indignaba la burda comedia inventada para perderlo, comprendía que algún día concluiría por conspirar de veras para vengarme de lo que le estaban haciendo sufrir,   -171-   para conseguir la rehabilitación de su raza y la libertad de su país.

Rompía cartas y papeles que humedecía con las lágrimas que caían de sus ojos. No había en ellas nada que pudiese comprometerle, pero obedecía a Elías porque se acordaba de lo que el teniente Guevara le había contado de su padre.

Tan pronto sentía inmensa cólera al acordarse del padre Dámaso, como se apoderaba de su alma profundo desconsuelo al pensar que su felicidad iba a ser truncada para siempre y que ya no podría casarse con María Clara. El plan no podía estar mejor combinado para perderle. Por lo menos conseguirían que las gentes dudasen y que las autoridades le retirasen su protección y aprecio. Y el rubor subía a su rostro al pensar que el General, que tan bondadoso se había mostrado con él, tal vez le creyese capaz de corresponder a su conducta noble y justa con una villanía.

La campana, del convento anunciaba la oración de la tarde. Al oír el religioso tañido deteníanse los transeúntes y los hombres se quitaban el sombrero. Los labradores que regresaban del campo montados en sus carabaos deteníanse un momento y murmuraban un rezo; las mujeres se persignaban enmedio de la calle y movían con afectación los labios para que nadie dudase de su devoción...

Sólo el padre Salvi caminaba, deprisa y con el sombrero puesto, sin acordarse de representar su papel. ¡Importante asunto debía preocuparle para olvidarse así de sus propios deberes y de los de la Iglesia!

Subió precipitadamente las escaleras y llamó con impaciencia a la puerta del alférez, que apareció cejijunto, seguido de su cara mitad.

  -172-  

-¡Ah, padre cura! Ahora mismo iba a verle a usted, para decirle que sus cabritas no dejan planta sana en mi jardín.

-Vengo para un asunto importantísimo.

-No puedo permitir que me rompan el cerco, y les pego un tiro si vuelven.

-¡Eso si vive usted mañana! -dijo el cura jadeante, dirigiéndose a la sala.

El fraile señaló la puerta, que el alférez cerró de un puntapié.

-¡Ahora, desembuche usted! -dijo al cura tranquilamente.

El fraile se le acercó y preguntó con misterio:

-¿No sabe usted nada nuevo?

El alférez se encogió de hombros.

-¿De modo, que confiesa usted que no sabe nada absolutamente? ¡Vaya! -dijo el fraile lentamente y con cierto desdén-. Ahora se convencerá una vez más de la importancia que tenemos los religiosos.

Y bajando la voz con mucho misterio:

-¡He descubierto una conspiración!

El alférez dio un salto y miró al fraile lleno de estupor.

-Una terrible y bien urdida conspiración que ha de estallar esta misma noche.

-¡Esta misma noche! -exclamó el alférez corriendo a coger su revólver y su sable colgados de la pared.

-¿A quién prendo? ¿A quien prendo? -gritó.

-¡Cálmese usted, aún hay tiempo, gracias a la prisa que me he dado; hasta las ocho...!

-¡Los fusilaré a todos!

-¡Escuche usted! Esta tarde, una mujer cuyo nombre no debo decir (es un secreto de confesión), se ha acercado a mí y me lo ha descubierto todo.   -173-   Pretenden apoderarse del cuartel por sorpresa, saquear el convento, apresar la falúa y asesinarnos a todos los españoles.

El alférez estaba aturdido.

-La mujer no me ha dicho más que esto -añadió el cura.

-¿No ha dicho más? ¡Pues la prendo!

-No lo puedo consentir; el tribunal de la penitencia es el trono del Dios de las misericordias.

-¡No hay Dios ni misericordias que valgan! ¡La prendo!

-Está usted divagando. Lo que usted debe hacer es prepararse; arme usted silenciosamente a los soldados y póngalos en emboscada; mándeme cuatro guardias para el convento y advierta a los de la falúa.

-¡La falúa no está! ¡Lo que haré es pedir auxilio a las otras secciones!

-No, porque entonces lo notarán y no se atreverán a dar el golpe. Lo que importa es cogerlos vivos y hacerlos cantar; digo, usted les hará cantar; yo, en calidad de sacerdote, no debo mezclarme en estos asuntos. ¡Atención! Aquí puede usted ganarse cruces y estrellas; sólo pido que haga constar que soy yo quien le ha prevenido.

-¡Constará, padre, constará, y acaso le caiga una mitra! -contestó el alférez radiante, mirándose las mangas de su uniforme.

-Conque, mándeme usted cuatro guardias disfrazados, ¿eh? ¡Mucha discreción! ¡Esta noche a las ocho llueven estrellas y cruces!...



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- XXVII -

La catástrofe


A las ocho de la noche el pueblo de San Diego se sintió sobrecogido de espanto. Se oyeron gritos, detonaciones y carreras. Las tímidas babays encendieron cabos de cera bendita delante de las santas imágenes colgadas de las paredes y se postraron de rodillas implorando misericordia. Los chiquillos quedáronse al principio mudos de terror, prorrumpiendo después en gritos y lloros. Algunos curiosos asomaron las narices por las rendijas de puertas y ventanas, pero el olor de la pólvora y el ruido de los disparos, hiciéronles retirarse apresuradamente. Unos pocos valientes pretendieron salir a enterarse de lo que pasaba, pero sus mujeres echáronles los brazos al cuello y con súplicas y lágrimas lograron disuadirles de semejante temeridad.

Nadie sabía lo que pasaba ni a qué obedecía aquel tumulto. Creían los tranquilos vecinos, que una formidable partida de tulisanes había invadido el pueblo. La campana del convento tocaba a rebato. Ladraban los perros de una manera furiosa y las tranquilas aves de corral, sorprendidas en su primer sueño, armaban una algarabía de mil diablos.

  -175-  

Debía librarse una verdadera batalla a juzgar por las repetidas detonaciones.

Ibarra, al oirías, salió del aletargamiento en que se encontraba. Hacía dos o tres horas que estaba sin saber qué resolución tomar. Había roto cartas y papeles maquinalmente, y cansado al fin de aquella tarea, quedose aniquilado y sin voluntad. Pensó en la fatalidad y en el destino irremediable. Un hado cruel le perseguía desde que había venido al mundo. ¡Hasta la riqueza era para él causa de desdichas y quebrantos! Si en vez de criarse en la opulencia hubiese nacido pobre, quizás fuese más feliz. No codiciarían entonces su oro y nadie le tendría envidia. Sería un ignorante como la mayoría de sus paisanos y sufriría como ellos, resignado, sin que en su alma se despertasen anhelos de libertad y de justicia.

Poco a poco le acudían a la mente todos los recuerdos de su vida. Recordaba, sobre todo, los días felices de su infancia pasados en compañía de María Clara, a la que había amado siempre. Y volvía a ver a la muchacha morena de ardientes ojos negros y abundante cabellera de ébano, para la cual tejía coronas de azahar y olorosas sampagas, cuando se bailaban en el lago y paseaban los días enteros carreteando por el bosque. ¡Luego sobrevino la dolorosa separación! Su padre quería hacer de él un hombre instruido y lo envió a Europa. Su alma de adolescente sintió entonces emociones indecibles. Cruzó mares de esmeraldas y contempló desde la toldilla del vapor países de ensueño. Experimentó en aquel tiempo la sensación dulcísima del pajarillo que por primera vez extiende las alas y se pierde en el cielo azul. El espectáculo del mundo aumentó su ingénita bondad. Ante su vista desplegáronse nuevos y dilatados horizontes. Al principio   -176-   se sintió deslumbrado... Durante la larga travesía del vapor que lo conducía a Europa, pasaba las noches enteras sentado en la cubierta contemplando los astros y la estela fosforescente que dejaba en pos de sí el gallardo navío. Pensaba entonces como todos los jóvenes enamorados, y aunque su espíritu rebosaba alegría infinita, complacíase en las ideas tiernas y melancólicas. Y veía en los rayos de la luna pliegues de flotantes vestiduras que le recordaban los vaporosos encajes con que se adornaba la hija de Capitán Tiago. ¡Y de sus ojos brotaban lágrimas dulcísimas semejantes a un rocío primaveral!...

La civilización europea le había fascinado al principio. Los grandes bulevares, los magníficos squares y soberbios edificios le hicieron pensar con tristeza en la humilde y primitiva aldehuela de cañas y nipa donde se había criado y en las vetustas y agrietadas murallas de Manila. Pero lo que más le sorprendió fue la consideración y el respeto con que le trataban en todas partes y que ofrecían singular contraste con las humillaciones que hacían sufrir a cada paso a los mestizos de bronceado rostro los españoles de Filipinas. No tardó, sin embargo, en descubrir el secreto. En Europa ya no había preocupaciones, ni creencias ni pureza de sangre, ni distinción de linajes. Sólo se adoraba a un dios y era éste el becerro de oro. Las consideraciones y respetos que le tenían no eran para él, sino para su dinero. De todos modos se sentía halagado y se consideraba feliz, muchas veces al ver que por un puñado de monedas le servían humildemente los hombres blancos tan orgullosos y despóticos en los países conquistados. Mas conforme transcurría el tiempo cambiaba de pensar y experimentaba una piedad infinita por los   -177-   pobres pueblos europeos donde, a pesar de los progresos realizados, todavía existía la esclavitud. Y al ver las multitudes famélicas, y sucias que vivían amontonadas en los suburbios de las ciudades y se agolpaban a las puertas de los asilos y de los cuarteles en busca de un plato de bazofia repugnante; y los labriegos de fisonomía bestial, con el cerebro duro como los terrones que arañaban desde tiempos seculares, y las manadas de obreros que a cambio de un salario irrisorio trepaban a los andamios, se achicharraban en las fraguas y se consumían en las minas, pensaba que los indios filipinos eran más felices, porque nunca les faltaba un plato de arroz y frutas de los árboles para alimentarse...

Se sucedían los recuerdos de una manera vertiginosa.

De nuevo se encontraba en su país. La alegría de pisar otra vez el suelo natal veíase amargada por la noticia de la muerte de su padre. La felicidad de ser todavía correspondido por María Clara, había sido casi eclipsada por el conocimiento de una historia horrible. Las palabras del teniente Guevara resonaban nuevamente de una manera lúgubre en sus oídos. Imaginábase a su desgraciado padre encarcelado, abandonado de todos, moribundo; y surgía ante sus ojos, iluminados por la ira, la vengativa figura del padre Dámaso. Crueles remordimientos hacían presa de su alma. ¡Era un mal hijo que no había sabido vengarse de los verdugos de su padre! ¡Lo había cegado el amor! El deseo de ser feliz al lado de la mujer amada le habían hecho olvidar los agravios. De poco le había servido su egoísta conducta. Sus implacables enemigos, los que habían asesinado al autor de sus días y ni siquiera habían respetado sus cenizas, le   -178-   asestaban ahora en pago de su generoso proceder, un terrible golpe para labrar definitivamente su ruina. No era difícil pronosticar su suerte. Le esperaban la cárcel, la deshonra y el desprecio de todos. El siniestro plan que acababa de revelarle Elías, estaba hábilmente urdido y produciría los efectos que sus autores deseaban.

Ante esta villanía, ante este nuevo atentado contra su dicha, experimentaba una desesperación sin límites. Todas sus energías parecían haberse agotado de repente. ¡Era su destino! ¡Era la fatalidad que les perseguía desde la cuna! ¡Era la triste suerte de sus antepasados! ¡La suerte del abuelo ahorcado en la rama del baliti, enmedio del bosque!... ¡La suerte del padre, lanzando el último suspiro en un obscuro calabozo!... ¡No quería luchar más! ¡Que los implacables enemigos de su familia terminasen su obra!...

Ibarra sollozaba como un niño, con los codos apoyados en la mesa y la cabeza entre las manos. El ruido de los disparos le volvió a la realidad. ¡Estaba perdido! Y sin pérdida de tiempo, se dispuso a poner en práctica el consejo de Elías. Se levantó como un loco, entró en el gabinete y quiso preparar una maleta. Abrió una caja de hierro, sacó todo el dinero que allí había y lo metió en un saco. Recogió sus alhajas, descolgó un retrato de María Clara y se puso al cinto un puñal y un revólver.

En aquel instante tres fuertes golpes resonaron en la puerta.

-¿Quién va? -preguntó Ibarra con voz alterada.

-¡Abra en nombre del Rey, abra enseguida o echamos la puerta abajo! -contestó una voz imperiosa en español.

Ibarra miró hacia la ventana; brillaron sus ojos   -179-   y amartilló su revólver; pero, cambiando de idea, dejó el arma y fue a abrir él mismo en el momento que acudían los criados.

Tres guardias le cogieron al instante.

-¡Dése usted preso en nombre del Rey! -dijo el sargento.

-¿Por qué?

-Ya se lo dirán a usted.

El joven reflexionó un momento, y no queriendo tal vez que los soldados descubriesen sus preparativos de huida, cogió el sombrero y dijo:

-¡Estoy a su disposición!

-Si usted promete no escaparse, no le maniataremos; el alférez le hace esta gracia; pero si hace la menor intención de huir le levantaremos la tapa de los sesos.

Elías, que había estado rondando por el pueblo a fin de adquirir noticias y por los alrededores de la casa de Ibarra, al ver salir a éste, conducido por los guardias, saltó la tapia, trepó por la ventana y penetró en el gabinete.

Elías vio los papeles, los libros, las armas y los saquitos que contenían el dinero y las alhajas. Reconstituyó en su imaginación lo que allí había pasado y viendo tantos papeles que podían comprometer pensó recogerlos y enterrarlos.

Lanzó una mirada al jardín y a la luz de la luna vio relucir las bayonetas y capacetes de dos guardias civiles que venían hacia la casa.

Entonces tomó una resolución: amontonó ropas y papeles enmedio del gabinete, vació encima una lámpara de petróleo y prendió fuego. Ciñose precipitadamente las armas, cogió los dos sacos de dinero y saltó por la ventana.

Ya era tiempo; los guardias civiles penetraban en la casa.

  -180-  

Repartieron unos cuantos culatazos entre los criados y subieron las escaleras. Mas no pudieron entrar en las habitaciones, de las cuales salía una espesa humareda y grandes lenguas de fuego que lamían puertas y ventanas.

-¡Fuego! ¡fuego! -gritaron todos, y su primera intención fue apagar el incendio.

Pero bien pronto se convencieron de que esto era imposible y sólo pensaron en ponerse a salvo. Ibarra era aficionado a los estudios químicos y tenía un pequeño laboratorio. Cuando llegaron a él las llamas, estalló una detonación formidable que concluyó de aterrorizar a los pobres habitantes de San Diego.

El viejo edificio, tanto tiempo respetado por los elementos, estaba convertido en una espantosa hoguera. Crepitaban las maderas y se desplomaban los techos. En el sitio donde estaba el laboratorio surgían llamaradas verdes y azules. Sobre la inmensa fogata veíase una bandada de blancas palomas que huían asustadas.

Los criados indios, sentados en cuclillas, contemplaban tranquilamente la obra destructora del incendio mascando buyo. Los guardias imitaron su ejemplo y se sentaron también.

Aquellos amarillos semblantes no expresaban alegría ni pena. Parecían los misteriosos sacerdotes del elemento sagrado y purificador.

En el cielo brillaba la luna, cuyos pálidos rayos parecían más blancos al lado de los rojizos resplandores del incendio.

Reinaba un silencio solemne. La bandada de cándidas palomas habíase posado en lo alto de un cocotero, quizás para contemplar también la destrucción del viejo edificio que solían engalanar con una fimbria de rizadas plumas y patitas de color   -181-   de rosa. El pueblo de San Diego habíase sumido de nuevo en el reposo. Las campanas del convento habían cesado de tocar a rebato y la alta torre semejaba un mudo fantasma, acariciado por la luz de la luna. Sólo se escuchaba de cuando en cuando el lúgubre ladrido de un can. De la parte del bosque llegaban mil ruidos confusos que parecían aumentar el majestuoso silencio de la noche. Eran zumbar de insectos, silbidos de serpientes y desperezos de alas.

Los indios continuaban contemplando impasibles el devastador incendio. Del pueblo no llegaba tampoco ningún auxilio y las llamas, coronadas de inquietas chispas y penachos de humo, apenas tenían ya cosa que consumir en el vasto edificio.

Cantó un gallo y pronto le contestó una algarabía infernal. De las casas, de los árboles y del bosque, se elevó en el aire un cacareo infinito. Comenzaron a palidecer las estrellas y el cielo a hacerse transparente.

En el sitio que había ocupado la casa sólo había un montón de pavesas.

Los criados continuaban como petrificados en contemplativo éxtasis.

-¡Abá! ¡Se acabó! -murmuró uno de ellos levantándose.

Los otros lo imitaron y se dirigieron al pueblo, quizás a inquirir noticias de su amo.

Otro incendio empezaba entonces a inflamar el cielo y abrasar la tierra.

¡Había salido el sol!...



  -182-  
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- XXVIII -

¡Vae victis!


Acababa de amanecer.

La calle donde estaban el cuartel y el tribunal, continuaba desierta y silencioso.

Sin embargo, poco a poco se fueron abriendo con cautela algunas ventanas y asomándose a ellas semblantes curiosos.

Al cuarto de hora, la calle estaba animadísima. Primero salieron de las casas, los perros, las gallinas y los cerdos; a estos animales siguieron unos cuantos chicuelos cogidos del brazo que fueron acercándose recelosamente al cuartel; después algunas viejas con el pañuelo atado debajo de la barba y un rosario en la mano, aparentando rezar para que los soldados les dejasen el paso libre. Cuando se vio que se podía andar sin recibir un tiro, empezaron a salir los hombres afectando indiferencia. Al principio se limitaron a dar pequeños paseos delante de sus casas, acariciando el gallo. Después se fueron alejando hasta llegar al tribunal.

Circulaban diferentes versiones sobre los sucesos de la noche: Una de ellas era que Ibarra, con sus criados, había querido robar a María Clara, a   -183-   quien había defendido Capitán Tiago ayudado por la Guardia Civil. Habían resultado treinta muertos, y Capitán Tiago, que estaba también herido, se marchaba precipitadamente a Manila con su familia.

A las siete y media la versión era ya clara y detallada.

-Acabo de estar en el tribual, donde he visto preso a don Crisóstomo -decía un hombre enmedio de un corro de gente-. He hablado con uno de los cuadrilleros que están de guardia y me ha enterado de todo. Como, según parece, Capitán Tiago trata ahora de casar a su hija con un joven español, don Crisóstomo, ofendido, quiso vengarse matando a todos los españoles, incluso al cura, y anoche, al frente de unos cuantos bandoleros, atacó el cuartel y el convento. Ellos fueron los que hicieron los disparos que nos llenaron de espanto. Gracias a la misericordia de Dios, el cura no estaba en el convento y a esto debe su salvación. Los guardias civiles quemaron la casa de don Crisóstomo, y por poco le queman a él también.

-¿Le quemaron la casa? ¡Qué lástima! ¡Tan grande! ¡Tan hermosa!...

-¡Ved como todavía se ve desde aquí el humo! -dijo el narrador.

Todos se volvieron hacia el sitio que ocupaba la casa de Ibarra. Una ligera columna de humo subía aún lentamente al cielo. Todos hacían comentarios más o menos piadosos, más o menos acusadores.

-¡Pobre joven! -exclamó un viejo marido de la Puté.

-¡No digas eso! Todavía no ha mandado decir una misa por su padre, que sin duda la necesitará más que los otros.

-Pero, mujer, ¿no tienes compasión?

-¿Compasión de los excomulgados? Es un pecado   -184-   tenerla con los enemigos de Dios, dicen los curas. ¿Os acordáis? ¡En el Campo Santo andaba como en un corral, pisándolo todo, sin respeto a nada!

-¿Y qué es el Campo Santo de San Diego, más que un corral donde pastan las cabras del cura y se guarecen los cerdos?

-¡Vamos! -gritó hermana Puté fuera de sí-. ¡No defiendas de ese modo a quien Dios tan claramente castiga! ¡Verás como te prenden a ti también! ¡Es una estupidez querer sostener una casa que se cae!

El marido se calló ante el argumento.

-¡Después de pegar al padre Dámaso sólo lo faltaba matar al padre Salvi! -prosiguió la vieja.

-No me puedes negar que era bueno cuando chico -contestó el hombre para disculparse.

-Sí, era bueno -replicó la vieja-, pero se fue a España, y todos los que se van a España se vuelven herejes, según dicen los curas.

-¿Y el cura -replicó el marido- y todos los curas, y el arzobispo, y el Papa y la Virgen no son de España? ¡Abá! ¿Son también herejes?

Los guardias civiles paseábanse con aire siniestro delante de la puerta del tribunal, amenazando con la culata de su fusil a los atrevidos chicuelos que se encaramaban a las rejas para ver lo que pasaba dentro.

Sobre una mesa de la sala emborronaban papeles el directorcillo y dos escribientes. El alférez paseábase de un lado a otro, mirando de cuando en cuando con aire feroz hacia la puerta. Más orgulloso no habría parecido Temístocles en los Juegos Olímpicos, después de la batalla de Salamina. Doña Consolación bostezaba en un rincón, enseñando dos hileras negras de dientes. Había conseguido de su marido, a quien la victoria había hecho   -185-   amable, le dejase presenciar el interrogatorio y acaso las torturas consiguientes. La hiena olía el cadáver, se relamía y le aburría el retardo del suplicio.

El gobernadorcillo estaba muy compungido. Su sillón, aquel sillón colocado debajo del retrato de Su Majestad estaba vacío y parecía destinado a otra persona.

Cerca de las nueve el cura llegó, pálido y cejijunto.

-¡Caramba! ¡Cuánto se ha hecho usted esperar! -le dijo el alférez.

-¡Preferiría no asistir! -contestó el padre Salvi hipócritamente.

-¿Ya sabe usted que salen esta tarde?

-¿Todos?

-Ibarra; el Teniente Mayor y los ocho detenidos. Bruno murió a media noche, pero ya consta su declaración.

El Teniente Mayor había sido detenido también como sospechoso. Los frailes no podían perdonarle el desprecio que les había hecho no expulsando a Ibarra del local donde se celebraba la representación el último día de la fiesta.

El cura saludó a doña Consolación, que respondió con un bostezo, y ocupó el sillón debajo del retrato de Su Majestad.

-¡Podemos empezar! -dijo.

-¡Sacad a los dos que están en el cepo! -ordenó el alférez con voz que procuró hacer lo más terrible posible.

Y volviéndose al cura, añadió cambiando de tono:

-¡Están metidos saltando dos agujeros!

Para los que no conocen los instrumentos de tortura empleados en Filipinas, les diremos que   -186-   el cepo es uno de los más inocentes. Los agujeros en que se introducen las piernas de los detenidos distan poco más o menos un palmo; saltando dos agujeros, la abertura entre las extremidades inferiores es de más de una vara, y el preso, en posición tan molesta, sufre horribles dolores. Esta tortura no produce la muerte, sino después de bastante tiempo.

El carcelero, seguido de cuatro soldados, retiró el cerrojo y abrió la puerta. Un olor nauseabundo y un aire espeso y húmedo se escaparon de la densa obscuridad a la vez que se oyeron algunos lamentos y sollozos. Un soldado encendió un fósforo, pero la llama se apagó en aquella atmósfera violada y corrompida y tuvieron que esperar a que el aire se renovase.

A la vaga claridad que entró por la puerta se columbraron algunas formas humanas: hombres abrazados a sus rodillas y ocultando la cabeza entre ellas, tendidos boca abajo, en actitudes desesperadas... Oyéronse terribles golpes y rechinar de cadena, acompañados de juramentos: se abría el cepo.

Doña Consolación estaba inclinada hacia adelante, tendidos los músculos del cuello, los ojos salientes clavados en la entreabierta puerta.

El padre Salvi, sentado en el sillón, con el rostro macilento y los ojos hundidos, evocaba el recuerdo de los grandes inquisidores de su raza. Como ellos, era un histérico, un cerebro perturbado por las ideas místicas, un temperamento lascivo devorado por ardientes deseos. Su aire compungido y su palidez cadavérica no podían disimular el gozo que experimentaba en aquellos instantes. El ruido de las cadenas, de los golpes y de los lamentos le producían una sensación voluptuosa. No era un bárbaro cruel, como el padre Dámaso, capaz de toda clase de desplantes   -187-   y violencias, inclinábase más bien a los clásicos refinamientos inquisitoriales, a torturar con suavidad, con arte, usando instrumentos raros, inventados por hombres perversos. Aquel hombre había nacido para fraile o para esbirro. Lo primero era menos expuesto y por eso había abrazado el estado eclesiástico. Pertenecía a la infame ralea de seres cobardes que apalean a hombres maniatados e indefensos. Era de los que saben arrastrarse y fingir humildad para luego poner el pie sobre el cuello de sus enemigos. ¡No había más que negruras en su alma! Su mayor placer hubiera sido desempeñar el papel de verdugo ejecutando un reo de muerte. Sin duda alguna habría sentido entonces deliciosos espasmos. Padecía esa clase de erotismo que siente el mayor goce en los actos genésicos acompañados de las torturas de la carne. ¡Pobre María Clara, si algún día llegaba a caer en sus manos!...

El alférez, por su parte, también representaba a las mil maravillas su papel de soldadote brutal. Se afilaba los enormes bigotes, lanzaba terribles miradas con sus vidriosos ojos de borracho, y carraspeaba a menudo en son de amenaza.

Entre dos soldados salió una figura sombría, Társilo, el hermano de Bruno. Llevaba las manos sujetas con esposas, y sus ropas estaban desgarradas. Sus ojos se fijaron insolentemente en la mujer del alférez.

-Este es el que se defendió con más bravura y mandó huir a sus compañeros -dijo el alférez, al padre Salvi.

Detrás salió otro preso lamentándose y llorando como un niño: cojeaba al andar y tenía el pantalón manchado de sangre.

-¡Misericordia, señor, misericordia! -gritaba el infeliz.

  -188-  

-Es un tunante -observó el alférez hablando con el cura-; quiso huir, pero ha sido herido en el muslo.

-¿Cómo te llamas? -preguntó a Társilo.

-Társilo Alasigán.

-¿Qué os prometió don Crisóstomo para que atacaseis el cuartel?

Don Crisóstomo jamás ha hablado con nosotros.

-¡No lo niegues!

-¡Es la verdad! Matasteis a mi padre a palos y mi hermano Bruno y yo, quisimos vengarlo.

Silencio y sorpresa general.

¡Nos vas a decir quiénes son tus otros cómplices! -amenazó el alférez blandiendo un bejuco.

Una sonrisa de desprecio asomó a los labios del reo.

-¡No sabréis nada más! ¡Matadme si queréis!

El alférez conferenció algunos instantes, en voz baja, con el cura; y volviéndose a los soldados:

-¡Conducidlo adonde están los cadáveres! -ordenó.

En un rincón del patio, sobre un carretón viejo, estaban amontonados cinco cadáveres, medio cubiertos por un pedazo de estera rota. Un soldado se paseaba de un extremo a otro.

-¿Los conoces? -preguntó el alférez levantando la estera.

Társilo no respondió; vio el cadáver del marido de la loca, el de su hermano acribillado de bayonetazos y el de Lucas, al cual también habían dado muerte para que no dijese la verdad y descubriese la espantosa trama inventada por los frailes.

Su mirada se volvió sombría y se escapó de su pecho un profundo suspiro.

-¿Los conoces? -le volvieron a preguntar.

  -189-  

Társilo permaneció mudo.

Un silbido rasgó el aire y el bejuco azotó sus espaldas. Hizo un supremo esfuerzo para no lanzar un quejido. Cerró los ojos, apretó los dientes, y sus músculos se contrajeron. Los bejucazos se repitieron, pero Társilo siguió impasible.

-¡Que le den de palos hasta que reviente o declare! -gritó el alférez exasperado.

-¡Habla! -le dijo el directorcillo-, si no vas a perder la piel.

Társilo hizo como que no oía, y continuó guardando silencio.

Volvieron a conducirlo a la sala donde el otro preso invocaba a los santos, temblando como un azogado.

-¿Conoces a ese? -preguntó el padre Salvi.

-¡Es la primera vez que le veo! -contestó Társilo mirando al otro con cierta compasión.

El alférez le dio un puñetazo en las mejillas que le hizo brotar sangre de la boca.

Un rayo de cólera cruzó por los tristes ojos del prisionero. El alma del pobre indio protestaba contra aquel nuevo ultraje inferido a la dignidad humana. Pudo dominarse no obstante. Perdería la vida, si era preciso, pero no sabrían nada por él. Creía de buena fe que su jefe era Ibarra, y prometía no comprometerle, más de lo que estaba con sus palabras. ¡Algún día los vengarían a todos!... Y al pensar esto sintió un consuelo infinito, un valor sin límites. ¡Los vengarían a todos y someterían a aquellos verdugos a los mismos tormentos!...

-¡Atadle al banco!

Sin quitarle las esposas manchadas de sangre fue sujetado a un banco de madera. El infeliz miró en derredor suyo como buscando algo, vio a doña Consolación y riose sardónicamente.

  -190-  

-¡No he visto mujer más fea que esa en los días de mi vida! -exclamó Társilo enmedio del silencio general-. Sólo un hombre tan estúpido como el alférez podía enamorarse de semejante estantigua.

La ofendida señora se levantó, como si la hubiese picado una víbora, y corrió hacia el preso con ánimo de abofetearle.

-¡Amordazadle! -gritó el alférez temblando de ira.

Era lo único que deseaba Társilo, y sus ojos brillaron de satisfacción.

A una señal del alférez, un guardia, armado de un bejuco, empezó su triste tarea. Todo el cuerpo de Társilo se contrajo; se oyó un rugido prolongado a pesar del lienzo que le tapaba la boca; bajó la cabeza; sus ropas se mancharon de sangre.

El padre Salvi, pálido y con la mirada extraviada, no perdía un detalle del horrible suplicio. Al fin, el soldado dejó caer el brazo jadeante. El alférez, pálido de ira y asombro al ver que tampoco daba resultado esta nueva prueba a que había sido sometido el prisionero, mandó que lo desatasen.

Doña Consolación se levantó entonces y murmuró al oído del marido algunas palabras. Este movió la cabeza en señal de inteligencia.

-¡Al pozo con él! -dijo.

Los filipinos saben lo que esto quiere decir; en tagalo lo traducen por timbain.

No sabemos quién habrá sido el que ha inventado este procedimiento, pero juzgamos que debe de ser bastante antiguo. Por lo menos debe remontarse a la llegada de los españoles.

Enmedio del patio del tribunal se levantaba el brocal de un pozo, hecho groseramente con piedras vivas. Un rústico aparato de caña, en forma   -191-   de palanca, servía para sacar agua, viscosa, sucia y mal oliente. Todos los cacharros rotos iban a parar a su fondo. Sin embargo, no se cegaba jamás. Algunas veces se condenaba a los presos a limpiarlo, no porque aquel castigo fuera útil, sino por las dificultades que el trabajo ofrecía; preso que descendía allí una vez, cogía una fiebre de la que moría regularmente.

Társilo contemplaba los preparativos de los soldados con la mirada fija. Estaba muy pálido, y sus labios temblaban o murmuraban una oración. Parecía haber desaparecido, o por lo menos, haberse debilitado su altivez.

Lleváronle al lado del brocal, seguido de doña Consolación que sonreía. El desventurado lanzó una mirada de envidia hacia el montón de cadáveres y se escapó de su pecho un suspiro.

-¡Habla! -volvió a decirle el directorcillo-. ¡Te ahorcarán de todos modos, pero al menos, morirás sin haber sufrido tanto!

Le quitaron la mordaza y le colgaron de los pies. Debía descender de cabeza y permanecer algún tiempo debajo del agua.

El alférez sacó un reloj para contar los minutos.

Entretanto, Társilo pendía con la larga cabellera ondeante y los ojos cerrados.

-Si sois cristianos, si tenéis corazón -suplicó en voz baja- bajadme con rapidez o haced que mi cabeza choque contra la pared y me muera. Dios os premiará esta buena obra... ¡Quizás algún día os veáis como yo!

El alférez ordenó el descenso reloj en mano.

-¡Despacio! ¡despacio! -gritaba doña Consolación siguiendo al infeliz con la vista.

La palanca bajaba lentamente; Társilo rozaba   -192-   contra las piedras salientes y las plantas inmundas que crecían entre las grietas. Después la palanca cesó de moverse; el alférez contó los segundos.

-¡Arriba! -mandó secamente al cabo de medio minuto.

El ruido de las gotas al caer sobre el agua anunció la vuelta del reo a la luz. Esta vez como el peso del balancín era mayor, subió con rapidez. Los pedruscos arrancados de las paredes caían con estrépito.

Cubiertas de asqueroso cieno la frente y la cabellera, llena la cara de heridas y rozaduras, y el cuerpo mojado, apareció el pobre Társilo a los ojos de la multitud silenciosa.

-¿Quieres declarar? -le preguntaron.

El reo con una tenacidad heroica movió la cabeza negativamente.

La palanca rechinó nuevamente y el condenado volvió a desaparecer en el negro agujero. El alférez contó un minuto.

Cuando Társilo volvió a subir, sus facciones estaban contraídas y amoratadas.

-¿Declaras o no? -volvió a preguntar el alférez.

Társilo movió la cabeza negativamente una vez más y volvieron a descenderle.

Cuando lo sacaron las facciones de Társilo ya no estaban contraídas; los entreabiertos párpados dejaban ver el fondo blanco del ojo; de la boca salía agua cenagosa con estrías sanguinolentas... ¡Estaba muerto!...

Todos se miraron en silencio, consternados. El alférez hizo una seña para que lo descolgasen y se alejó pensativo. El padre Salvi, más pálido que nunca y con los ojos más hundidos, imitó su   -193-   ejemplo. Doña Consolación aplicó varias veces la punta de su cigarro a las piernas desnudas del reo, pero el desgraciado no se estremeció, porque ya hacía rato que había dejado de sufrir para siempre.

El otro preso contemplaba la escena temblando y mirando como un loco a todas partes.

El alférez encargó al diretorcillo que le interrogase.

-¡Señor! ¡señor! ¡diré todo lo que vos queráis!...




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- XXIX -

El maldito


Pronto se extendió por el pueblo la noticia de que los reos iban a partir.

Las familias de los desgraciados corrían como locas.

Iban del convento al cuartel, del cuartel al tribunal, y no encontrando en ninguna parte consuelo, llenaban el aire de gritos y gemidos. El cura se había encerrado fingiéndose enfermo; el alférez había aumentado sus guardias, que recibían a culatazos a las mujeres suplicantes; el gobernadorcillo, ser completamente inútil, parecía más tonto y más inútil que nunca. Frente a la cárcel se agitaban   -194-   gesticulando las mujeres que aún tenían fuerzas; las que no dejábanse caer en el suelo llamando a voces a las personas queridas.

El sol abrasaba y ninguna de aquellas infelices pensaba retirarse. Doray, la alegré y feliz esposa de don Filipo el Teniente Mayor, vagaba desolada, llevando en brazos a su tierno hijo.

-Retiraos -le decían- vuestro hijo va a coger una calentura.

-¿A qué vivir si no ha de tener un padre que lo eduque y mire por él? -contestaba la desconsolada mujer.

-¡Vuestro marido es inocente! ¡No tardará en volver!

Capitán Tinay lloraba y llamaba a su hijo Antonio, y la valerosa capitana María miraba hacia la pequeña reja, detrás de la cual estaban sus dos únicos hijos gemelos.

-De todo esto tiene la culpa don Crisóstomo -suspiraba una vieja.

A las dos de la tarde un carro descubierto, tirado por dos bueyes, se paró delante del tribunal. El carro fue rodeado de la multitud, que quería desengancharlo y destrozarlo.

-¡No hagáis eso! -gritó Capitana María-. ¿Queréis que vayan a pie?...

Esto detuvo a las familias. Veinte soldados saltaron y rodearon el vehículo. Después salieron los presos.

El primero fue don Filipo, atado codo con codo. Saludó sonriendo melancólicamente a su esposa, que rompió a llorar, y quiso atravesar por el medio de los guardias para darle el último abrazo. Antonio, el hijo de Capitana Tinay, apareció llorando como un niño, con lo cual se aumentó grandemente el dolor de su familia. Albino, el ex seminarista,   -195-   estaba también maniatado, lo mismo que los dos gemelos de Capitana María. Estos tres jóvenes aparecían tranquilos. El último que salió fue Ibarra, conducido por dos guardias civiles.

-¡Ese es el que tiene la culpa! -gritaron muchas voces-. ¡Tiene la culpa y va suelto!

Ibarra se volvió a sus guardias:

-¡Atadme!

-¡No tenemos orden!

-¡Atadme!

Los soldados obedecieron.

El alférez apareció a caballo, armado hasta los dientes y seguido de quince soldados más.

Todos los presos tenían familias, esposas o hermanas que llorasen por ellos. ¡Ibarra no tenía a nadie!

El dolor de las familias se trocó en ira contra el joven, acusado de haber promovido el motín. El alférez dio la orden de partir. La multitud se arremolinó amenazadora. Resonaron con más fuerza los gritos y lamentos. Los soldados tenían que a hacer grandes esfuerzos para no ser arrollados.

-¡Cobarde! -gritaba una vieja amenazando con los puños a Ibarra-. Mientras los otros se peleaban por ti, tú te escondías, ¡cobarde!

-¡Maldito seas! -le decía un anciano siguiéndole-; ¡maldito el oro amasado por tu familia para turbar nuestra paz! ¡Maldito! ¡Maldito!

-¡Ojalá te ahorquen, hereje! -le gritaba una pariente de Albino, y sin poderse contener, cogió una piedra y se la arrojó.

El ejemplo fue pronto imitado, y sobre el desgraciado joven cayó una lluvia de piedras.

Ibarra sufrió impasible, sin ira, sin quejarse. Más de una vez estuvo a punto de gritar que era inocente y de pronunciar los nombres de los verdaderos   -196-   culpables. Pero no despegó los labios. Nadie le hubiera hecho caso o más bien sólo habría conseguido aumentar la cólera de los que le creían el jefe de la descabellada conspiración.

El alférez trató de contener a la multitud, pero las pedradas y los insultos no cesaron.

El cortejo se alejó, sin que Ibarra viese a uno solo de los que se titulaban sus amigos.

Vio el joven las humeantes ruinas de su casa, de la casa donde había nacido y se habían deslizado los días felices de su niñez... Las lágrimas, largo tiempo reprimidas, brotaron al fin de sus ojos... Dobló la cabeza y se entregó a su profundo dolor. ¡Ya no tenía hogar, ni nada de lo que hace grata la existencia!... ¡Sus terribles enemigos se lo habían arrebatado todo en un momento!...




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- XXX -

Patria e intereses


El telégrafo comunicó sigilosamente el suceso a Manila, y algunas horas después hablaban de él con mucho misterio los periódicos, convenientemente revisados por el fiscal. Las noticias particulares, emanadas de los conventos, fueron las que primero corrieron de boca en boca. El hecho, desfigurado   -197-   de mil maneras, era creído con más o menos facilidad, según adulaba o contrariaba las pasiones y el modo de pensar de cada uno.

Sin que la pública tranquilidad apareciese turbada, al menos aparentemente, se alteraba la paz de muchos hogares. Comenzaron las persecuciones, las delaciones y las venganzas. Los naturales del país, de carácter un poco independiente, fueron objeto de un vil espionaje. Los frailes aprovecharon la ocasión para apretar los tornillos de la máquina, que hasta entonces había obedecido solamente a su omnímoda voluntad y que parecía aflojarse. El Capitán general tuvo que someterse a ellos incondicionalmente y comenzó a creer en la perfidia de los mestizos. El golpe dado por el padre Dámaso en colaboración con el padre Salvi, producía los efectos apetecidos. El general sintió verdadera indignación al enterarse de la intentona cuya dirección atribuían a Ibarra, y se propuso ser inexorable. El buen señor había caído en el lazo como los demás habitantes del Archipiélago. Inmediatamente inventó una leyenda que convirtió en héroes al cura de San Diego y al alférez de la Guardia Civil. El mismo general, que enmedio de su bonhomie era un sujeto aprovechado, trató de sacar partido el malhadado suceso. Telegrafió a la península diciendo que en el pueblo de San Diego, vecino a la capital, se había levantado una numerosa partida, felizmente disuelta gracias a la buena organización del ejército y a confidencias que personalmente había recibido en su reciente viaje; al mismo tiempo enviaba una extensa lista, proponiendo recompensas para sus amigos y paniaguados.

Mientras una parte de la población vislumbraba cruces, condecoraciones, empleos y dignidades, la otra veta levantarse en el horizonte obscura nube,   -198-   en cuyo fondo se dibujaban negras siluetas, rejas y cadenas y aun el fatídico palo de la horca.

En los conventos reinaba la mayor agitación. No cesaban de entrar y salir carruajes llevando a los provinciales que celebraban entre sí conferencias secretas. En el palacio de Malacañán no se interrumpían por un solo momento las visitas a conspicuos personajes y frailes de todas castas que iban a ofrecer su apoyo al Gobierno que corría gravísimo peligro.

-¡Un Tedeum! -decía un fraile franciscano-; ¡esta vez que nadie falte en el coro! No es poca bondad de Dios hace ver, precisamente en estos momentos de impiedad, cuánto valemos nosotros.

-Con esta leccioncita se estará mordiendo los labios el generalillo Mal-Agüero -contestaba otro.

-¡Qué habría sido de él sin las Corporaciones!

-Y para mejor celebrar el triunfo, que adviertan al hermano cocinero y al procurador... ¡Gaudeamus por tres días!

-¡Amen! ¡Amen! ¡Viva Salvi!

-¡Vivaa!

En otro convento se hablaba de distinta manera.

-¿Veis? Ese es un alumno de los jesuitas; del Ateneo salen los filibusteros -decía un fraile.

-Y los antirreligiosos.

-Yo ya lo dije: los jesuitas pierden al país, corrompen a la juventud; pero se les tolera porque tienen fama de sabios y anuncian los terremotos...

-Cualquier indio los pronostica.

-Ya verán ustedes como a río revuelto ganancia de pescadores. Ya están los periódicos pidiendo poco memos que una mitra para el padre Salvi.

  -199-  

-¡Y se la darán! ¡Vaya si se la darán!

-¿Lo cree usted así, hermano?

-¡Pues, no! Hoy por cualquier cosa la dan. Estas y otras cosas más se decían en los conventos. Conduzcamos ahora al lector a casa de un particular, para que forme cabal idea de la impresión que produjo en Manila el famoso alzamiento de San Diego.

En el rico y espacioso salón de su casa de Tondo, está Capitán Tinong, sentado en una butaca, pasándose las manos por la frente con ademán de desconsuelo, mientras que su señora, la Capitana Tinchang, llora y le sermonea delante de las dos hijas, que oyen desde un rincón conmovidas y en silencio.

-¡Ay! ¡Virgen de Antipolo! ¡Ay! ¡Virgen del Rosario y de la Correa! ¡Estamos perdidos! -gritaba la mujer.

Nanay!... -exclamó la más joven de las hijas.

-¡Ya te lo decía yo! -continuó la mujer en tono de recriminación-. ¡Ya te lo decía yo! ¡La virgen del Carmen nos socorra!

-¡Pero si tú no me has dicho nada! -se atrevió a contestar Capitán Tinong-. Al contrario, me aconsejabas que frecuentase la casa y conservase la amistad de Capitán Tiago porque era rico, y además me dijiste...

-¿Qué? ¿Qué te dije? ¡Yo no te he dicho eso, no te he dicho nada! ¡Ay, si me hubieses escuchado!...

-¡Ahora me echas la culpa a mí! -replicó en tono amargo el marido, dando una palmada sobre el brazo del sillón-. ¿No me decías que debía invitarle a que comiese con nosotros? ¡Abá!

-Es verdad que yo te dije eso, porque tú no hacías más que alabarle; don Ibarra aquí, don Ibarra   -200-   allá, don Ibarra en todas partes. Pero yo no te aconsejé que fueras a casa de todo bicho viviente, dándote tono con su amistad.

Capitán Tinong no supo qué contestar.

Capitana Tinchang, no contenta con esta victoria, quiso anonadarle, y acercándose con los puños cerrados:

-¿Para eso he estado trabajando años y años, para que tú con tus torpezas eches a perder el fruto de mis fatigas? -le increpó-. Ahora vendrán a llevarte desterrado y nos despojarán de nuestros bienes. ¡Ah, si yo fuese hombre, si yo fuese hombre!

Y viendo que su marido bajaba la cabeza, empezó a sollozar, pero siempre repitiendo:

-¡Ah, si yo fuese hombre, si yo fuese hombre!

-Y si fueses tú hombre -preguntó al fin picado el marido-, ¿qué harías?

-¿Qué? ¡Pues... pues hoy mismo me presentaría al Capitán general, para ofrecerme a pelear contra los insurrectos!

-Pero ¿no has leído lo que dice El Diario? ¡Lee! «La traición infame y bastarda ha sido reprimida con energía y pronto los enemigos de la patria y sus cómplices sentirán todo el peso y la severidad de las leyes...» ¿Ves? ¡Ya no hay alzamiento!

-No importa, debes presentarte, como lo hicieron el 72.

-¡Sí! También lo hizo el padre Burg...

Pero no pudo concluir la palabra; la mujer, corriendo, le tapó la boca.

¡Pronuncia ese nombre para que mañana mismo te ahorquen en Bagumbayan! ¿No sabes que hasta pronunciarlo para ser sentenciado sin formación de causa?

  -201-  

Cuatro o cinco horas más tarde, en una tertulia de pretensiones en intramuros, se comentaban los sucesos del día. Formaban la reunión viejas y solteras casadas, mujeres o hijas de empleados, vestidas de bata, abanicándose y bostezando. Entre los hombres había un señor de edad, pequeñito y manco, a quien trataban con mucha consideración y que guardaba, con respecto a los demás, un desdeñoso silencio.

-A la verdad, antes no podía sufrir a los frailes y a los guardias civiles, por lo mal educados que son -decía una señora gruesa-; pero ahora que veo su utilidad y servicios me casaría gustosa con cualquiera de ellos. ¡Yo soy patriota!

-¡Lo mismo digo! -añadió una flaca-. ¡Qué lástima que no tengamos al anterior gobernador!¡Aquel dejaría el país limpio como una patena!

-¡Y se acabaría la ralea de filibusterillos!

-¿No dicen que quedan muchas islas por poblar? ¿Por qué no deportan allá a tantos indios chiflados? ¡Si yo fuera el Capitán general!...

-Señoras -dijo el manco-; el Capitán general sabe su deber; según he oído está muy irritado, pues había colmado de favores a ese Ibarra.

-¡Colmado de favores! -repetía la flaca, abanicándose furiosa-. ¡Miren ustedes lo ingratos que son estos indios! ¿Se les puede tratar acaso como a personas? ¡Jesús!

-¿Y saben ustedes lo que he oído? -preguntaba un militar.

-¿A ver?

-¿Qué es?

-¿Qué dicen?

-Personas fidedignas -dijo el militar enmedio del mayor silencio-, aseguran que todo aquel ruido de levantar una escuela era puro cuento.

  -202-  

-¡Jesús! ¿Ustedes han visto? -exclamaron ellas a coro.

-La escuela era un pretexto; lo que querían era levantar un fuerte, para poderse defender bien cuando fuésemos a atacarlos...

-¡Jesús! ¡qué infamia! Sólo un indio es capaz de tener tan cobardes pensamientos -exclamaba la gorda-. Si fuera yo la que mandase, verían... ya verían...

-¡Lo mismo digo! -exclamaba la flaca dirigiéndose al manco. Prendía a todos los abogadillos y cleriguillos indios, y sin formación de causa los mandaba desterrados a las Carolinas. ¡El mal arrancado de raíz!

-¡Pues se dice que el filibusterillo ese es descendiente de españoles! -observó el manco sin mirar a nadie.

¡Ya! -exclamó impertérrita la gorda-. ¡Tenían que ser los criollos! ¡ningún indio entiende de revolución! ¡Cría cuervos... cría cuervos...!

-¿Saben ustedes, lo que he oído decir? -preguntó una criolla para llevar la conversación a otro terreno-. La mujer de Capitán Tinong... ¿se acuerdan ustedes? Aquel en cuya casa bailamos y cenamos en la fiesta de Tondo...

-¿Aquel que tiene dos hijas?... ¿y qué?

-¡Pues la mujer acaba de regalar esta tarde al Capitán general un anillo de mil pesos de valor!

El manco se volvió rápidamente.

-¿De veras? ¿y por qué? -preguntó con ojos brillantes de codicia.

-¡La mujer lo presentó como regalo de Pascua!...

-Pero si todavía falta un mes para la Pascua...

-Temerá que le caiga el chaparrón encima, observó la gorda.

-Y se pone a cubierto -añadió la flaca.

  -203-  

-Satisfacción no reclamada, culpa confesada.

-En eso pensaba yo; usted ha puesto el dedo en la llaga.

-Es menester bien eso -observó pensativo el manco-; me temo que hay gato encerrado.

-Gato encerrado, eso, eso iba yo a decir -repitió la flaca.

-Y yo -añadió otra, arrebatándole la palabra-; la mujer de Capitán Tinong es muy avara... aún no nos ha enviado ningún regalo, a pesar de haber estado en su casa. Conque cuando una agarrada y codiciosa suelta un regalito de mil pesos...

-Pero ¿es cierto eso?

-¡Y tan cierto! Se lo ha dicho a mi prima su novio, el ayudante de Su Excelencia. Y estoy por creer que es el mismo anillo que llevaba la hija mayor el día de la fiesta. ¡Va siempre llena de brillantes!

-¡Parece un escaparate andando!

-¡Una manera de hacer reclamo como otra cualquiera!

El manco abandonó la tertulia dando un pretexto.

Y dos horas después, cuando ya todos dormían, recibieron la visita de la Guardia Civil... La autoridad no podía consentir que ciertas personas de posición y de dinero durmiesen en casas tan mal guardadas. En la fortaleza de Santiago y otros edificios del gobierno el sueño sería más tranquilo y reparador. Entre estas personas favorecidas estaba, incluido el infeliz Capitán Tinong.

¡Se había olvidado de enviar otro anillo de mil pesos al manquito de la tertulia, que por lo visto era algún importante miembro de la justicia!...



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- XXXI -

El casorio de María Clara


Capitán Tiago estaba muy contento. En toda aquella terrible temporada nadie se había ocupado de él. No le habían encarcelado, no le habían sometido a incomunicaciones, interrogatorios, máquinas eléctricas, pediluvios continuos en habitaciones subterráneas y otros procedimientos profusamente empleados en aquella ocasión por personas que se tenían por civilizadas. Sus amigos, es decir, los que lo habían sido (pues nuestro hombre había renegado de sus amigos filipinos desde el instante en que fueron sospechosos para el gobierno), habían vuelto también a sus casas después de pasar algunos días en los edificios del Estado. El Capitán general había ordenado que se les pusiera en libertad, con gran disgusto del manco y de otras personas de orden que querían celebrar las próximas Pascuas a costa de los prisioneros, que para hacer menos triste su situación desprendíanse de sus alhajas y los colmaban de regalos.

Capitán Tinong volvió a su casa enfermo, y tan cambiado que permanecía largas horas silencioso, sin que pudiesen devolverle la alegría y la tranquilidad los mimos y halagos de su familia. El pobre hombre ni siquiera se atrevía a salir de casa por no correr el peligro de saludar a un filibustero.

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Historias parecidas a las de Capitán Tinong eran perfectamente conocidas de Capitán Tiago. El hombre rebosaba gratitud, sin saber a punto fijo a quién debía tan señalados favores. Tía Isabel atribuía el milagro a la Virgen de Antipolo. Capitán Tiago no negaba el milagro, pero añadía:

-Lo creo, Isabel, pero no lo habrá hecho únicamente la Virgen de Antipolo; mis amigos habrán ayudado también, y principalmente mi futuro yerno el señor Linares, que tiene mucha influencia.

Y el bueno ex gobernadorcillo no podía menos de bendecir su suerte y de considerarse el hombre más feliz del mundo, cada vez que oía hablar acerca del proceso a que estaban sometidos los revolucionarios y sospechosos. Se cuchicheaba por lo bajo que Ibarra sería ahorcado; que si bien faltaban muchas pruebas para condenarle, últimamente había aparecido una que confirmaba la acusación; los peritos habían declarado que, en efecto, las obras de la escuela podían pasar por una fortificación, si bien algo defectuosa, como no se podía menos de esperar de los indios ignorantes.

De igual manera que Capitán Tiago y su prima divergían en sus opiniones, los amigos de la familia se dividían también en dos partidos: uno milagrero y otro gubernamental. Los milagreros estaban subdivididos: el sacristán mayor de Binondo, la vendedora de velas y el jefe de una cofradía veían la mano de Dios, movida por la Virgen del Rosario; el chino cerero, su proveedor, cuando iba a Antipolo, decía, por el contrario, abanicándose:

-No siya osti gongong; Miligen li Antipulo esí. Esi pueli más con tolo; no síya osti gongong13.

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Capitán Tiago, hombre prudente y temeroso, no sabía por quién decidirse.

En estas dudas se hallaba cuando llegó el partido gubernamental, compuesto de doña Victorina, don Tiburcio y Linares.

Doña Victorina, aquella mestiza que conocimos en uno de los primeros capítulos, y que por seguir la moda europea se pintaba como un payaso, mencionó las visitas de Linares al Capitán General, o insinuó repetidas veces la conveniencia de emparentar con una persona de categoría.

La esposa del Doctor Espadaña estaba perfectamente ensayada por el padre Dámaso.

-Venimos precisamente a hablar con usted de este asunto, y guiñó el ojo maliciosamente, señalando a María Clara; ¡tenemos que hablar de negocios, Capitán Tiago!

La joven comprendió que debía retirarse y se despidió lo más afectuosamente que pudo de la entrometida vieja y de sus acompañantes. ¡Ya que no había podido ser la esposa del desgraciado Ibarra, por cuya triste suerte había derramado lágrimas muy amargas, jamás entregaría su mano a ningún otro hombre! ¡Podían hablar y hacer todos los proyectos que quisiesen! ¡No estaba dispuesta a dejar que jugasen con sus sentimientos y su corazón!...

Lo que en aquella conferencia se dijo es tan bajo y mezquino que preferimos no referirlo. Basta decir que cuando se despidieron estaban todos alegres.

Cuando se quedó solo Capitán Tiago dijo a tía Isabel:

-Tienes que avisar a la fonda, pues mañana damos una fiesta. Ve preparando a María Clara, pues la casamos dentro de poco.

Tía Isabel le miró espantada.

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-¡Ya lo verás! Cuando el señor Linares sea nuestro yerno se morirán todos de envidia.

Y así fue como a las ocho de la noche del siguiente día estaba llena otra vez la casa de Capitán Tiago, sólo que ahora sus invitados eran únicamente españoles y chinos.

Allí estaban la mayor parte de nuestros conocidos: el padre Sibyla y el padre Salvi entre varios franciscanos y dominicos; el viejo teniente de la Guardia Civil Guevara, más serio y triste que cuando lo conocimos; el alférez que ha ascendido a teniente con grado de comandante y cuenta por milésima vez su famosa hazaña de San Diego; el doctor Espadaña y su cara mitad doña Victorina. Linares no había llegado aún, pues como personaje importante, debía presentarse un poco más tarde que los otros convidados.

En el grupo de las mujeres era María Clara el objeto de la murmuración: la joven las había saludado y recibido ceremoniosamente sin perder su aire de tristeza.

-¡Psh! no es feílla -decía una-; pero el joven Linares podía haber escogido otra que no tuviese el color tan subido y con menos cara de tonta.

-¡El dinero, chica, el dinero; estos buenos mozos no van más que a caza de dotes! ¡En el pecado llevan la penitencia! ¡Mira que presentar como esposa a esa chonga en sociedad! Por supuesto, que después que se casan las dejan en un rincón y ellos se van a correrla con otras y a gastar los cuartos.

En otra parte se decía:

-¡Mire usted que casarse cuando el primer novio está para ser ahorcado!

-¡Estas indias no tienen corazón!...

La joven comprendía que se trataba de ella y   -208-   continuaba observando una actitud triste y a la vez desdeñosa. Demasiado conocía ella lo que eran las mujeres de los empleados españoles. Llegaban muertas de hambre, casi sin camisa, y al poco tiempo se las veía cubiertas de alhajas que decían haber heredado de sus antepasados. Lo que no les compraban sus maridos se lo proporcionaban ellas asaltando las tiendas de los chinos y vendiéndoles protección. Cuando acudían a las reuniones y fiestas de los filipinos tenían estos que abrir cien ojos, pues desaparecían como por encanto los cubiertos de plata. Otras, más francotas, cuando veían algo de su agrado se lo apropiaban tranquilamente delante del amo, que se veía forzado a sonreír y a mostrarse generoso. Había esposa de gobernador civil o militar que se prendaba de todos los caballos que veía y luego los vendía a buen precio... María Clara sabía estas cosas porque la había visto en su propia casa, y por eso sentía menosprecio y desdén por aquellas orgullosas mujeres, que iban por todas partes luciendo sus carnes blancas y fingían escandalizarse al ver los desnudos y limpios pies de las indias... Estuvo tentada a retirarse, poniendo por disculpa un dolor de cabeza, pero al fin decidió permanecer en la reunión, para enterarse de lo que proyectaban respecto a su boda y para saber noticias de Ibarra.

En el círculo de los hombres la conversación era en voz alta, y naturalmente, versaba sobre los últimos acontecimientos. Todos hablaban menos el padre Sibyla, que guardaba un desdeñoso silencio.

-¿He oído decir que deja vuestra reverencia el pueblo, padre Salvi? -preguntó el nuevo teniente a quien había hecho más amable su inesperada suerte.

  -209-  

-Nada tengo que hacer ya en él; voy a fijarme para siempre en Manila... ¿y usted?

-Dejo también el pueblo -contestó estirándose-; el Gobierno me necesita para que con una columna volante desinfecte las provincias de filibusteros y tulisanes.

Fray Sibyla le miró rápidamente de pies a cabeza y le volvió las espaldas despreciativamente.

-¿Se sabe ya de cierto qué va a ser del cabecilla Ibarra? -preguntó un empleado.

-Lo más probable y más justo es que sea ahorcado como los del 72.

-¡Va desterrado! -dijo secamente el viejo Guevara.

-¡Desterrado! ¿Nada más que desterrado? ¡Pero será un destierro perpetuo! -exclamaron varios a la vez.

-Si ese joven -prosiguió el teniente Guevara en voz alta y severa- hubiese sido más precavido, si hubiera confiado menos en ciertas personas, otra habría sido su suerte...

Esta declaración del viejo teniente y el tono de su voz produjeron una gran sorpresa en el auditorio, que no supo qué decir. El padre Salvi volvió la cabeza, quizás para no ver la mirada sombría que le dirigía el anciano.

Durante la comida, en la cual Capitán Tiago se mostró tan espléndido como siempre, el joven Linares, que actuaba ya de futuro yerno, no cesó de abrumar a obsequios a la pobre María Clara.

Las españolas se atiborraban como energúmenos, y entablaban íntimos coloquios con los rollizos frailes.

Los cachazudos maridos hacían entretanto la vista gorda y procuraban consolarse de las pequeñas   -210-   infidelidades de sus costillas, vaciando botellas de Champaña y canecos de ginebra.

Capitán Tiago estaba radiante de felicidad, y todo le parecía poco para obsequiar a sus convidados.




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- XXXII -

El cabecilla


La ciudad dormía; sólo se oía de tiempo en tiempo el ruido de un coche pasando el puente de madera sobre el río, cuyas tranquilas aguas reflejaban la luz de la luna.

María Clara levantó los ojos al cielo, de una limpidez de zafir. Habíase asomado a la azotea que daba al río, porque no podía conciliar el sueño. Llevaba la negra y hermosísima cabellera tendida sobre la espalda como espléndido manto de seda que le llegaba hasta los pies. Tenía puesto aún el lujoso traje que había lucido en la fiesta. Vista a la luz de la luna parecía una reina morena y dulce, de un país exótico, de ríos azules y bosques de cocoteros y palmeras. Crujía al andar su rica falda de tisú de brillantes colores y larga cola, y a la pálida luz de la luna despedían mil fulgores las piedras preciosas de su peineta. Las anchísimas mangas de encaje de la valiosa camisa, al mover   -211-   la joven los brazos, producían el efecto de transparentes alas, y las cadenillas de oro que adornaban su delicado busto resonaban de un modo armonioso y suave. Sus chinelas de raso azul, bordadas de oro, escamas y perlas, más que para pisar el suelo, parecían estar hechas para servir de estuche a costosas alhajas. María Clara estaba verdaderamente encantadora. Su misma tristeza hacía su figura más interesante. Su tez fina y aterciopelada, sus ojos grandes y ardientes respiraban voluptuosidad y amor. Se comprendía al verla la preferencia que muchos españoles, como el padre Salvi, concedían a las mujeres filipinas. Las caricias que prodigase al hombre amado María Clara, debían ser más apasionadas que las de las demás mujeres. Debía de haber más calor en sus besos y más dulzura en sus palabras. Debían de ser sus brazos como cadenas amorosas de las cuales difícilmente podría uno desprenderse. Debía de ser su carne virgen, como pila eléctrica que hiciese sentir profundas sacudidas e intensísimas sensaciones de placer...

María Clara estaba triste, profundamente triste y desolada. No podía olvidarse de su primer amor. No podía olvidarse de Ibarra. A pesar de lo que había oído decir de él a las gentes continuaba creyéndolo un hombre digno de ser amado. No se le ocultaba a su fina perspicacia femenil, que en la mayor parte de los hechos que se atribuían al cariñoso compañero de su niñez había mucho de invención y de calumnia. ¡Cuánto daría por verle, por explicarle su conducta para con él, para decirle que nunca había dejado de quererle, que antes y después de su prisión no había cesado de verter amargas lágrimas! ¡Se lo diría todo, hasta la tremenda revelación que cuando estaba enferma   -212-   le había hecho el padre Dámaso! Entonces comprendería él por qué se había negado a recibirle y por qué no había contestado a sus cartas... No se casaría con él, pero jamás sería de otro hombre... Entraría en un convento y allí lloraría hasta el día de la muerte su desgracia...

Una banca cargada de zacate se detuvo al pie del embarcadero que tenía la casa, como todas las situadas a orillas del río. Uno de los hombres que la tripulaban subió la escalera de piedra, saltó el muro, y segundos después se oían sus pasos subiendo la escalera de la azotea.

María Clara le vio detenerse al descubrirla, pero sólo fue un momento, porque el hombre avanzó lentamente y, a tres pasos de la joven, volvió a detenerse. María Clara retrocedió.

-¡Crisóstomo! -murmuró llena de terror.

-¡Sí, soy Crisóstomo! -repuso Ibarra con voz grave-. Un amigo fiel, el piloto Elías, acaba de sacarme con exposición de su vida de la prisión donde me habían arrojado mis enemigos.

A estas palabras siguió un triste silencio. María Clara inclinó la cabeza y dejó caer los brazos en actitud desolada.

Ibarra continuó:

-¡Cuando todavía era niño juré hacerte feliz! ¡No ha permitido que cumpliese mi palabra! ¡No ha sido mía la culpa! A pesar de tu inconstancia y del olvido de los juramentos que también me hiciste he querido verte por última vez y decirte que te perdono. Por eso al huir de la cárcel lo primero que he hecho es venir a buscarte... Ahora sé feliz con ese español que seguramente no te querrá tanto como yo te he querido y todavía te quiero. ¡Adiós!...

Ibarra trató de alejarse, pero la joven lo detuvo.

  -213-  

-¡Crisóstomo! -dijo- Dios te ha enviado para salvarme de la desesperación... ¡Óyeme y júzgame!

Ibarra quiso deshacerse dulcemente de ella.

-No he venido a pedirte cuentas... ¡Quería verte, quería decirte adiós por última vez y nada más!... ¡Me queda quizás tan poco tiempo de vida!... ¡Tendré que marcharme tan lejos si vivo!...

-¡Crisóstomo, por piedad, escúchame; no me desprecies injustamente; no me guardes rencor!

Ibarra sonrió con amargura.

-Has dudado de mí, has dudado de la amiga de tu infancia, que jamás te ha ocultado un solo pensamiento -exclamó con dolor la joven-. ¡Tenías razón! ¡Me acusaban las apariencias! Sin embargo, cuando sepas mi historia, la triste historia que me revelaron durante mi enfermedad te compadecerás de mí, y no te sonreirás irónicamente de mi dolor.

María Clara se calló un momento; luego continuó:

-En una de las dolorosas noches de mi enfermedad, un sacerdote me reveló el nombre de mi verdadero padre y me prohibió tu amor... a no ser que mi padre mismo te perdonara el agravio que le habías inferido.

Ibarra retrocedió y miró espantado a la joven.

-¿Qué estás diciendo?... ¿Te has vuelto loca?... ¿Tu padre?... ¿Él tu padre?... ¿El infame, el asesino, el sacrílego?... ¿El padre Dámaso tu padre?... Si, tenías razón; hiciste bien en olvidarme; yo no podía casarme con la hija de un hombre que persiguió a mi padre hasta después de muerto... ¡Yo no podía casarme con la hija del padre Dámaso, que me arrebató con saña cruel la honra y la felicidad!... ¡Ahora comprendo por qué ese hombre me   -214-   perseguía y me maltrataba sin descanso... ¡Ahora lo comprendo todo!... ¡Le parecía poco un mestizo, casi un indio, ¡un pobre indio! para su hija!... Quería un español, aunque fuese un presumido sin fortuna como Linares... Pero ¡las pruebas!... ¿Dónde están las pruebas de que eres la hija de ese fraile cruel, de ese engendro de Satanás? ¿Dónde están las pruebas?... -exclamó Crisóstomo convulso, con los ojos saliéndole de las órbitas y el cabello erizado.

La joven estaba horrorizada al ver el terrible aspecto de Ibarra.

-¡Cálmate por Dios! ¡Si no me hubiesen enseñado las pruebas tampoco yo lo hubiera creído!... ¡Es espantoso!... ¡Figúrate lo que habrá sufrido mi corazón!... Demasiado sé que mi padrino ha sido contigo muy cruel, pero a pesar de todo, no he podido dejar de quererle y de obedecer sus mandatos... Antes de saber que fuese mi verdadero padre, ya lo quería más que al otro... Cuando niña me colmaba de caricias y de regalos, y los afectos de la infancia no se borran fácilmente... No trato de disculpar su conducta para contigo... Te digo la verdad, toda la verdad, para que veas que he obrado lealmente... ¡Quizás en su empeño de hacerme feliz, labró tu desgracia y la mía!... ¡No lo dudes, Crisóstomo!... ¡A pesar de sus consejos y de sus ruegos yo no he cesado de amarte!... ¡Si no te hubiesen prendido, hubiera entrado en un convento, guardando allí mi secreto!... ¡Hoy las circunstancias han cambiado, y antes de separarnos para siempre he querido decírtelo todo para que no me guardes rencor!... ¡Figúrate lo que habré sufrido al tener que perder los dos grandes cariños de mi vida!...

-Pero ¿las pruebas? ¿Dónde están las pruebas? -exclamó Ibarra otra vez, lleno de impaciencia.

  -215-  

-¡Dos cartas de mi madre, dos cartas escritas enmedio de sus remordimientos cuando me llevaba en sus entrañas!

Ibarra sentía una horrible pena. Aunque él no lo creía pocos momentos antes, todavía abrigaba en su pecho una remota esperanza de ser feliz, que iluminaba débilmente su alma. Ahora aquella luz se había apagado definitivamente, y su espíritu se había hundido en las más espantosas tinieblas.

María Clara prosiguió:

-Ahora que sabes la triste historia de tu pobre María Clara, ¿te acordarás de ella con rencor?

-¿Con rencor?... ¡Tú no sabes lo que dices!... Aunque me hubieses escupido y cruzado el rostro con un látigo como al más vil de los esclavos, te hubiera amado siempre!... ¡Y ahora te amo más que nunca!... ¡Desgraciado, errante, perseguido de la justicia y de los hombres tu recuerdo no se apartará de mí!... Y si te llegas a casar con otro hombre, si te llegas a casar María Clara... ¡ojalá seas muy feliz!... ¡Únicamente te ruego que te acuerdes alguna vez del pobre Ibarra, de aquel que cuando jovencito colocaba sobre tus negros cabellos coronas de sampagas llamándote su adorada Cloé!...

Crisóstomo prorrumpió en sollozos. Por las morenas mejillas de María Clara hacía tiempo que se deslizaban abundantes lágrimas.

-¡Jamás me casaré con otro hombre! ¡Te lo juro!

-¡No sabes cuán feliz me haces en este momento, hermana mía, Clara de mi corazón! -exclamó Ibarra tendiendo los brazos a la joven, que permaneció en ellos medio desmayada, algunos instantes.

-¡Dame un beso!

María Clara lo besó en la frente.

  -216-  

-¡Otro! ¡El último! ¡En la boca!

Fue un beso largo, silencioso, de amarga voluptuosidad.

Ibarra hubiera querido morir en aquel instante.

María Clara se desprendió de sus brazos, acometida de súbito terror.

-¡Huye! ¡Huye! ¡Que pueden venir a prenderte!...

En aquel instante Elías, que se había quedado en la banca, lanzaba un silbido.

El joven se tambaleó como un borracho. Hizo un supremo esfuerzo, y con un gesto desesperado exclamó:

-¡Adiós! ¡Adiós para siempre!...

Saltó otra vez el muro y entró en la banca. María Clara permaneció apoyada sobre el antepecho de la azotea hasta que la ligera embarcación se perdió de vista.

Cuando ya no vio nada, lanzó un grito y cayó desmayada, envuelta en su espléndida cabellera, que ahora semejaba el negro manto de la viudez...




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- XXXIII -

La caza en el lago


-Oíd, señor, el plan que he meditado -dijo Elías pensativo, mientras se dirigían a San Gabriel-. Os ocultaré ahora en casa de un amigo mío   -217-   en Mandaluyong; os traeré todo vuestro dinero, que he salvado y guardado al pie del balilí, y en cuanto os sea posible abandonaréis el país...

-¿Para ir al extranjero? -interrumpió Ibarra.

-Para vivir en paz los días que os quedan de vida. De todos modos el país extranjero para nosotros es una patria mejor que la propia.

Crisóstomo no contestó.

Llegaban en aquel momento al Pasig y la banca empezó a subir la corriente. Sobre el puente de España pasaba un jinete a galope y se oía un prolongado y agudo silbido.

-Elías -dijo al fin Ibarra-; me aconsejas que viva en el extranjero, pues ven conmigo y vivamos como hermanos. Aquí también tú eres desgraciado.

Elías movió tristemente la cabeza y contestó:

-¡Imposible! Es verdad que yo no puedo ser feliz en mi país, pero puedo sufrir y morir por él; siempre es algo.

-Entonces, ¿por qué me aconsejas que parta?

-Porque en otra parte podéis ser feliz y yo no, porque no estáis hecho para sufrir...

-¡Eres injusto conmigo! -exclamó Ibarra con amargo reproche.

-No os ofendáis, señor, no os hago ningún reproche. Sólo deseo vuestro bien. Ojalá todos supiesen imitaros.

-¡No me marcharé, Elías! ¡No me marcharé! Ahora la desgracia me ha arrancado la venda; la soledad y la miseria de mi prisión me han enseñado; ahora veo el horrible cáncer que roe a esta sociedad, que se agarra a sus carnes y que pide una violenta extirpación. ¡Ellos me han abierto los ojos, me han hecho ver la llaga y me impelen a la rebelión! Y pues que lo han querido, seré filibustero;   -218-   llamaré a todos los desgraciados, a todos los que tienen que vengar agravios, a todos los que sienten anhelos de justicia. ¡No seré por esto criminal: nunca lo es el que lucha por su patria! ¡Si muero en la demanda, llevaré al menos el consuelo de haber hecho algo en provecho de mi país! ¿No me han condenado por filibustero? ¿No han condenado a otros muchos inocentes? ¡Pues que al menos cuando me vuelvan a condenar que sea por algo! ¡Ay, de los frailes! ¡No saben que con su conducta egoísta y tiránica están echando leña a la hoguera en que han de perecer! ¡No saben que cuando llega el día de las terribles represalias los bajarán al pozo como al pobre Társilo, los sujetarán al cepo y los matarán a golpes de bejuco, como ahora hacen ellos con los pobres indios! ¡Ah! ¡No habrá piedad entonces! ¡No habrá compasión!...

Ibarra estaba nervioso; todo su cuerpo temblaba.

Pasaron por delante del palacio del General y creyeron notar movimiento y agitación en los guardias.

-¿Se habrá descubierto la fuga? -murmuró Elías.

-Acostaos, señor, para que os cubra con el zacate, por si nos ve el centinela.

La banca era una de esas finas y estrechas canoas que no bogan, sino que resbalan por encima del agua.

Como Elías había previsto, el centinela le paró y le preguntó de dónde venía.

-De Manila, de repartir zacate -contestó imitando el acento de los de Pandakan.

Un sargento salió y enterose de lo que pasaba.

-¡Sulung! -díjole éste- te advierto que no recibas en la banca a nadie; un preso acaba de escaparse.   -219-   Si le capturas y me lo entregas te daré una buena propina.

-Está bien, señor.

La banca se alejó. Elías volvió la cara y vio la silueta del centinela de pie junto a la orilla.

-Perderemos algunos minutos -dijo en voz baja-; debemos entrar en el río Beata para simular que soy de Peña Francia.

El pueblo dormía a la luz de la luna. Crisóstomo se levantó pues ya el centinela no lo podía ver, para admirar la paz de la Naturaleza. El río era estrecho y sus orillas estaban sembradas de zacate.

Elías arrojó su carga en tierra, cogió una larga caña y sacó del fondo de la embarcación algunos vacíos bayones o sacos hechos de hoja de palmera. Siguieron navegando.

-¿De modo que estáis decidido a quedaros en el país? -interrogó Elías reanudando la interrumpida conversación.

-¡Completamente decidido! ¡Quiero vengarme!

Luego permanecieron silenciosos hasta llegar a Malapadna bató.

El carabinero de este lugar tenía sueño, y, viendo que la banca estaba vacía y no ofrecía botín alguno que coger, dejoles pasar fácilmente.

El guardia civil de Pasig tampoco les puso ningún obstáculo.

Comenzaba a amanecer cuando llegaron al lago, terso y tranquilo como un gigantesco espejo. La luna palidecía y el oriente se tenía con rosadas tintas. A cierta distancia columbraron una masa gris que avanzaba poco a poco.

-¡Viene la falúa! -murmuré Elías lleno de sobresalto-; acostaos y os cubriré con estos sacos.

  -220-  

Las formas de la embarcación se hacían más claras y perceptibles.

-¡Se pone entre la orilla y nosotros! -observó Elías inquieto.

Y varió poco a poco la dirección de su banca, remando hacia Binangonan. Con gran estupor notó que la falúa cambiaba también de dirección, mientras una voz le llamaba.

Elías detúvose y reflexionó. La orilla estaba aún lejos y pronto se encontrarían al alcance de los fusiles de la falúa. Pensó volver al Pasig. Pero otra banca venía en aquella dirección, ocupada por algunos guardias civiles, cuyos capacetes y bayonetas brillaban a los primeros rayos del sol.

La banca se deslizaba rápidamente; Elías vio sobre la falúa que viraba algunos hombres de pie haciéndole señas.

-¿Sabéis guiar? -preguntó a Ibarra.

-Sí; ¿por qué?

-Porque estamos perdidos si no salto al agua y les hago perder la pista. Ellos me perseguirán; yo nado y buceo bien... les alejaré de vos y de este modo podréis salvaros.

-¡No, quédate y vendamos cara nuestra vida!

-¿Cómo, señor, si no tenemos armas? Con sus fusiles nos matarán como a unos pajaritos. ¡Salvaos, señor!

Elías se quitó precipitadamente la camisa. En aquel momento sonaron dos detonaciones. Sin turbarse estrechó la mano de Ibarra, que continuaba tendido en el fondo de la banca y luego saltó al agua, empujando con el pie la pequeña embarcación.

A alguna distancia apareció la cabeza del piloto, como para respirar, ocultándose al instante debajo del agua.

  -221-  

-¡Ahí va! ¡Ahí va! -gritaron varias voces, y silbaron de nuevo las balas.

La falúa y la banca pusiéronse en su persecución. Una pequeña estela señalaba su paso, alejándose cada vez más de la banca de Ibarra, que bogaba como si estuviese abandonada. Cada vez que el nadador sacaba la cabeza para respirar, disparaban sobre él guardias civiles y falueros.

La banca de Ibarra se alejaba lentamente. El nadador se aproximaba a la orilla. Los remeros estaban ya cansados y Elías también, pues sacaba la cabeza a menudo y cada vez en distinta dirección, como para desconcertar a sus perseguidores. Ya no señalaba la traidora estela el paso del buzo. Por última vez le vieron cerca de la orilla. Hirieron fuego. Pasaron minutos y minutos... ¡Y nada volvió a aparecer sobre la superficie tranquila y desierta del lago!...

Media hora después, un remero pretendía haber descubierto, cerca de la orilla, señales de sangre.

De Ibarra nada se volvió a saber.

¡Quizás algún día su nombre se escuchase con terror por los cómplices infames del padre Dámaso!...



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- XIXIV -

María Clara


En vano se amontonan sobre una mesa los preciosos regalos de boda. Ni los brillantes en sus estuches de terciopelo azul, ni los bordados de piña, ni las piezas de seda atraen las miradas de María Clara.

De repente siente que dos manos se posan sobre sus ojos, la sujetan y una voz alegre, la del padre Dámaso dice:

-¿Quién soy? ¿quién soy?

María Clara salta de su asiento y le mira con terror.

-¡Tonta! ¿Has tenido miedo? ¿No me esperabas, eh? Pues he venido para asistir a tu casamiento.

Y acercándose con una sonrisa de satisfacción, le tendió la mano para que se la besara. María Clara se acercó temblorosa y la llevó con respeto a los labios.

-¿Qué tienes María? -preguntó el franciscano perdiendo su alegre sonrisa y llenándose de inquietud-. ¿Estás enferma, hija mía?

Y el padre Dámaso la atrajo a sí con una ternura de la que no se le hubiera creído capaz; cogió ambas manos de la joven y la interrogó con la mirada.

-¿No tienes ya confianza en tu padrino? -preguntó   -223-   en tono de reproche-: vamos, siéntate aquí y cuéntame tus disgustillos, como lo hacías cuando eras niña y me pedías velas para hacer muñecas de cera. Ya sabes que te he querido siempre... ¡Nunca te he reñido!...

La voz del padre Dámaso dejaba de ser brusca y llegaba a tener modulaciones cariñosas. María Clara empezó a llorar.

-¿Lloras, hija mía? ¿Por qué lloras? ¿Has reñido con Linares?

María Clara se tapó los oídos.

-¡No me habléis de ese hombre! Padre Dámaso la miró lleno de asombro.

-¿No quieres confiarme tus secretos? ¿No he procurado siempre satisfacer tus más pequeños caprichos?

La joven levantó hacia él sus ojos llenos de lágrimas, le contempló un momento y volvió a llorar amargamente.

-¡No llores así, hija mía, que tus lágrimas me hacen mucho daño! ¡Cuéntame tus penas; ya sabes que tu padrino te ama!

María Clara cayó de rodillas a sus pies, y levantando su semblante bañado en lágrimas, le dijo en voz apenas perceptible:

-¿Me quiere usted de veras?

-¡Niña!

-¡Entonces rompa mi casamiento!

-Pero tonta, ¿no es Linares mejor que...?

-¡No, y mil veces no! ¡Quiero meterme monja! ¡Si no consentís me quitaré la vida!

Y pronunció estas últimas palabras con tal firmeza, que el padre Dámaso sintió un estremecimiento de terror.

-¿Le amabas tanto? -preguntó balbuceando.

-¡Con toda mi alma!

  -224-  

Fray Dámaso inclinó la cabeza sobre el pecho y se quedó silencioso.

Al fin exclamó:

-¡Hija mía, perdóname que te haya hecho infeliz! ¡Yo pensaba en tu porvenir, quería que fueses dichosa! ¿Cómo podía permitir que te casases con un mestizo para verte esposa infeliz y madre desgraciada? Al ver que no podía conseguir que dejases de amarle, abusé de todo, ¡por ti, sólo por ti! Si hubieses sido su esposa llorarías después, por la condición de tu marido, expuesto a todas las vejaciones, sin medios de defensa; madre llorarías por la suerte de tus hijos. Si los educabas les preparabas un triste porvenir; se harían enemigos de la religión y los verías ahorcados, expatriados; si los dejabas en la ignorancia, los verías tiranizados y degradados. ¡No lo podía consentir! Por esto buscaba para ti un marido que te pudiese hacer madre feliz de hijos que mandasen y no obedeciesen, que castigasen y no sufriesen... Sabía que tu amigo de la infancia era bueno; le quería a él como a su padre, pero los odié desde que vi que iban a causar tu desgracia. Y esto no lo podía consentir yo que te quiero tanto, que no tengo más cariño que el tuyo, que te he visto nacer y eres mi única alegría...

-Pues bien, si me ama usted no me haga eternamente desgraciada casándome con un hombre a quien aborrezco. ¡Quiero ser monja!

-¡Ser monja, ser monja! Tú no sabes, hija mía el misterio que se oculta detrás de los muros de un convento... ¡Tú no lo sabes! Prefiero mil veces verte desgraciada en el mundo que el claustro. Aquí tus quejas pueden oírse; allí no. Tú eres hermosa y no has nacido para él. Créeme, hija mía, el tiempo todo lo borra. Linares será un buen esposo para ti y no me cabe duda que llegarás a amarle.

  -225-  

-¡O me dejáis entrar en un convento o me quito la vida! -replicó María.

-¡Jamás lo consentiré, porque estoy seguro de que cuando estés dentro te arrepentirás!... María, yo ya soy viejo y no podré velar más tiempo por ti y por tu tranquilidad. Escoge otro joven, sea quien quiera, pero no entres en el convento.

-Ya os lo he dicho, padrino: ¡el convento o la muerte! -contestó María Clara con terquedad abrumadora.

-¡Dios mío, Dios mío! -gritó el sacerdote cubriéndose el rostro con las manos. ¡Qué horrible prueba me reservabas para la vejez! ¡Cómo castigas mis pecados!

Y volviéndose a la joven:

-¿Quieres ser monja? ¡Lo serás! Algún día te arrepentirás de esta locura; pero consiento en todo antes de perderte. Mientras yo viva velaré por ti... Luego, quién sabe lo que pasará luego; ¡eres tan hermosa!...

María Clara le cogió las manos y las besó arrodillándose.

-¡Padrino, padrino de mi alma! -repetía.

Fray Dámaso salta pocos momentos después triste y cabizbajo.

-¡Dios mío, véngate en mí, pero no hieras al inocente, salva a mi hija!...





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Epílogo

Viviendo aún muchos de nuestros personajes, y habiendo perdido de vista a los otros, es imposible un verdadero epílogo. Para bien de la gente y del país, los mataríamos con gusto a todos ellos, empezando por el padre Salvi y acabando por doña Victorina. En algunos concejos organizan los vecinos partidas para matar lobos. Creemos que no tardará mucho tiempo en establecerse también esta costumbre en Filipinas. Sería una medida convenientísima para el bienestar y la tranquilidad de los ciudadanos.

Desde que María Clara entró en el convento, el padre Dámaso dejó el pueblo para vivir en Manila, al igual del padre Salvi, que, mientras espera una mitra vacante, predica algunas veces en la Iglesia de Santa Clara, en cuyo convento desempeña un cargo importante. No pasaron muchos meses, y el padre Dámaso recibió orden del muy reverendo padre Provincial para desempeñar el curato de una provincia muy lejana. Cuéntase que tomó tanto pesar por ello que al día siguiente le hallaron muerto en su alcoba.

Ninguno de nuestros lectores reconocería ahora   -227-   a Capitán Tiago si le viese. Ya semanas antes de profesar María Clara cayó en un estado de abatimiento tal, que empezó a enflaquecer y a ponerse triste como su ex amigo, el infeliz Capitán Tinong. Tan pronto como las puertas del convento se cerraron, ordenó a su desconsolada prima la tía Isabel recogiese cuanto a su hija y difunta esposa había pertenecido y se fuese a Malabón o San Diego, pues quería vivir solo en adelante. Dedicose al liampó y a la gallera y empezó a fumar opio. Si alguna vez al caer de la tarde os paseáis por la primera calle de Santo Cristo, veréis sentado en la tienda de un chino un hombre pequeño, amarillo, flaco, encorvado, con los ojos hundidos y soñolientos, labios y uñas de un color sucio, contemplando a la gente con mirada estúpida. Al llegar la tarde le veréis levantarse con trabajo y apoyado en un bastón dirigirse a una sucia casucha, encima de cuya puerta se lee en grandes letras rojas: Fumadero público de Anfión. Este es aquel Capitán Tiago tan célebre, hoy completamente olvidado.

El victorioso alférez se fue a España de teniente con grado de comandante, dejando abandonada a su mujer. La pobre Ariadna, al verse sola, se consagró también, como la hija de Minos, al culto de Baco, y fuma y bebe como un carretero.

Vivirán probablemente aún nuestros conocidos del pueblo de San Diego, si es que no se han muerto en la explosión del vapor Lipa, que hacía el viaje a la provincia. Como nadie se cuidó de saber quiénes fueron los infelices que en aquella catástrofe murieron y a quién pertenecían las piernas y brazos desparramados en la isla de la Convalecencia y en las orillas del río, ignoramos por completo si entre ellos iba algún conocido de nuestros lectores. Estamos satisfechos, sin embargo, como el Gobierno   -228-   y la prensa de entonces, con saber que el único fraile que iba en el vapor se ha salvado. Lo principal para todos es la vida de los virtuosos sacerdotes, cuyo reinado en Filipinas conserve Dios para bien de nuestras almas.

De María Clara no se ha vuelto a saber. ¡Las paredes de los conventos son tan espesas! Hemos preguntado a varias personas de mucha influencia en el convento de Santa Clara, pero nadie nos ha querido decir una sola palabra, ni aún las charlatanas devotas, que reciben la famosa fritada de hígados de gallina, y la salsa más famosa aún, llamada «de las monjas», preparadas por la inteligente cocinera de las Vírgenes del Señor.

Hemos oído referir, sin embargo, vagamente un suceso extraño, en el cual la protagonista quizás fuese María Clara.

Una noche se oyeron gritos y lamentos en la santa morada y hubo quien aseguró haber visto un fantasma.

A la mañana siguiente se detenía un coche a la puerta del convento de Santa Clara y descendía de él un hombre, que se dio a conocer como representante de la autoridad y pidió hablar inmediatamente con la abadesa y ver a todas las monjas. Cuéntase que apareció una con el hábito todo mojado y hecho jirones y pidió llorando el amparo de la justicia. La monja que, según parece, era muy hermosa delató horrores, y pronunció diferentes veces el nombre del padre Salvi.

El representante de la autoridad parlamentó con la abadesa, y ambos convinieron en que aquella infeliz ¡estaba loca!...


 
 
FIN
 
 


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