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ArribaAbajo Concurso Labardén

Alfredo A. Bianchi


El día 16 del pasado mes de marzo, dieron comienzo las representaciones de las obras seleccionadas por el jurado del concurso dramático iniciado por el Conservatorio Labardén. Ya era tiempo. Bastante se escribió y habló sobre él, durante el largo año de expectativa transcurrido. Hasta un pleito hubo en trámite. Decididamente, entre nosotros no tienen suerte los concursos teatrales. Basta si no recordar las divertidas escenas a que diera lugar el anterior.

Las bases del concurso fijaban en quince el número de las obras a seleccionarse de las presentadas. Ahora bien, el jurado en su fallo ha considerado a veinte obras dignas de tal distinción, lo que, a primera vista, indica que el éxito del concurso ha sobrepujado todas las esperanzas.

En la realidad, ¿resultarán todas ellas merecedoras de la elección? A anotar esto debe limitarse la crítica seria, aplaudiendo al jurado sin titubeos si así sucediera y dejando caer sobre él todo el peso de su severidad si aconteciese lo contrario.

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El fruto sano, la primera de las obras representadas, es una comedia de positivo mérito, que coloca a su autor al lado de nuestros mejores dramaturgos.

He aquí brevemente relatado su argumento:

El doctor Alberto Mendía, abogado de renombre, acaba de obtener un gran triunfo en la defensa de un acusado. Esto hace que en los momentos de iniciarse la acción, sea el hombre del día en los periódicos y salones.

En casa de Leonor, de quien se halla enamorado el doctor Mendía, no se habla de otra cosa. Sus padres, y Ricardo y Luisa, antiguos amigos de la familia, discuten a porfía sus méritos. Únicamente Leonor, mujer voluntariosa y coqueta, pues se siente poseída de su superioridad, presume no preocuparse de la fama que circunda a su festejante. Se le reprocha su conducta cruel y peligrosa, pues corre de este modo el riesgo de perder un candidato tan envidiable. Pero ella, segura de sí misma, desoye todos los consejos, y se ríe de los que   —227→   por carta le envía Elvira, su prima, chicuela que a pesar de su corta edad -dice- asume aires de hermana mayor.

En esta pendiente llega hasta rechazar directamente la mano que el doctor Mendía le ofrece, en una escena que juzgamos la mejor de la obra y digna en un todo de un gran dramaturgo.

Inmediatamente se ve que Leonor ha jugado con fuego. Alberto debía quedarse a cenar en la casa, festejando su triunfo. Pero rechazadas sus pretensiones y para no pasar un mal momento, prefiere retirarse, echando mano de un pretexto cualquiera. Ella, al enterarse de su partida, que no esperaba, sufre un violento choque en su amor propio y, aunque lo niega, demuestra su impaciencia, en la misma agitación con que cuenta que ha rechazado su mano, sin importarle gran cosa la celebridad del postulante.

Con esta escena termina el acto. Es éste un primer acto casi perfecto. La exposición es clara y rápida. Los caracteres bien perfilados se destacan nítidamente desde la primer palabra, especialmente el de la protagonista. El diálogo brillante y lleno de colorido está manejado con gran precisión. Un poco falso, sin embargo, el que tiene lugar, entre el doctor Mendía y los padres de Leonor.

Segundo acto: Elvira, la primita, ha regresado de Europa con la mamá, señora que a pesar de ser una criolla de buena ley, apegada a la estancia y a la sencillez campesina, ha ido al viejo mundo en busca de unos títulos nobiliarios que, revisando papeles antiguos, se dio cuenta le correspondían.

Al alzarse el telón se halla reunida toda la familia; también están Ricardo y Luisa. Todos acosan a la buena señora por su manía nobiliaria, recibiendo de ella algunas contestaciones algo francas, y que ponen de manifiesto lo no poco de envidia que se oculta tras las críticas de los parientes. Esta escena, que mantiene el interés de los espectadores a pesar de su extensión, nos parece exagerada en el tono de acrimonia que tienen todas las frases que se pronuncian en ella, y por lo tanto poco real.

Tampoco nos resulta real la escena siguiente entre Leonor y Elvira, en la que, como al autor no le conviene descubrir el secreto hasta el final de acto, ésta oculta, a riesgo de pasar por hipócrita, el compromiso contraído en Europa con el doctor Mendía.

Naturalmente Leonor está ahora más enamorada que nunca de Alberto. Demuestra un interés por saber noticias suyas, que la descubren ante el menos avisado. Por fin su alegría estalla cuando su hermano Félix entra anunciando el regreso de Mendía y su próxima visita a la casa.

Éste es recibido en las palmas de todos. Pero desde su aparición en la sala se ve que su interés ya no se dirige a la rara y caprichosa Leonor del primer acto, sino a su primita. Y como la tensión de esta escena no puede mantenerse más tiempo, termina el acto con el consabido tableau: el anuncio   —228→   hecho por la madre de Elvira, del próximo matrimonio de su hija con el doctor Alberto Mendía.

Este acto nos parece el más flojo de los tres y el más torturado. Por el efecto final, sacrifica la veracidad de las escenas y hace casi antipática a Elvira, a quien el autor quiere presentar como prototipo de bondad y buena educación, frente a Leonor que no tiene corazón, según sus propias palabras, y ha sido mal educada, si nos atenemos a lo que la madre de Elvira dice a la madre de Leonor, en una exposición didáctica sobre cuál debe ser la educación de los hijos. A decir verdad, no notamos en el desarrollo de la obra semejante carencia de educación en Leonor; su manera de ser, depende de su temperamento y no de la educación recibida. Al contrario, nos parece una señorita muy educada y con quien de buena gana se sostendría un buen rato de conversación.

El tercer acto es muy rápido. No tiene en realidad más que una escena: la última, siendo sólo destinadas a prepararla las que le anteceden.

Leonor y sus padres, anonadados por la revelación con que termina el segundo acto, no pueden, sin embargo, considerar perdida la partida. Se ilusionan pensando que la actitud de Alberto se deba quizás al despecho de verse rechazado por Leonor y así lo insinúan a Elvira y a la madre de ésta. Ambas se indignan ante la sola sospecha y quieren y exigen que el mismo Alberto sea quien despeje toda duda. Llamado con este objeto, se presenta y entonces tiene lugar la escena culminante de la obra: aquélla en que Elvira y Leonor frente a frente del hombre que las dos aman, se lo disputan en un diálogo cálido de pasión, en el que Elvira hace con vehemencia el análisis del cariño de ambas y abre ante la vista de Alberto asombrado, un horizonte de sana felicidad futura. Su verba elocuente triunfa y cae el telón dejándola en brazos de aquél por cuya posesión tuviera que luchar tan denodadamente durante unos minutos. A pesar de la nobleza de alma que pone de manifiesto esta escena, las simpatías del público se quedan con Leonor. Posiblemente, depende en gran parte este resultado de la interpretación.

El fruto sano, lo repetimos, es una hermosa comedia, con la cual ha inaugurado dignamente el concurso la serie de sus representaciones.

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La soberbia, segunda de las obras seleccionadas por el jurado, ha merecido un juicio unánime. Crítica y público han estado contestes en afirmar, y con sobrada razón a nuestro juicio, que es una mala comedia, sin caracteres, de asunto pobre y de factura mediocre. Lo único que en ella ha resaltado a los ojos de todos, son unos lamentables chistes que salpican las escenas de vez en cuando. La elección de esta obra por parte del jurado, verdaderamente no se explica.

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Divina, tercera de las obras del Concurso, obtuvo la noche de su estreno un éxito franco y merecido.

Lamentamos que la absoluta falta de espacio nos impida dedicar toda la extensión que desearíamos al análisis de esta obra, reveladora de un talento joven y promesa de futuros triunfos.

Con un argumento simple, que se desarrolla lentamente, sin choques violentos ni trucs de ningún género, ha sabido el autor mantener durante tres actos pendiente al auditorio de la música arrulladora de las frases que brotaban espontáneas de labios de los personajes.

Y es éste un verdadero triunfo si se tiene en cuenta lo convencional de los diálogos. Bien es cierto que si el señor Sarcey viviera me diría que no hay teatro sin convenciones; que es imposible alzar el telón sobre un rincón de realidad, y que el autor dramático no sirve a su público sino realidades arregladas. Pero, hoy en día, después de haber pasado el movimiento naturalista por la novela y por la escena, no es ya posible hacer la misma afirmación. Los naturalistas pensaban, y con razón, que cuanto más se daba la sensación de la vida, más se hacía obra de artista.

Esta incorrección de Divina seguramente no la encontraremos en las obras posteriores del autor quien no es todavía un «hombre de teatro» y por lo tanto hay que pasar por alto defectos que sería difícil no contuviera una primera obra.

Los caracteres bien estudiados, especialmente los de Lorenzo y Damiana. No así el de Divina, resultando inexplicable de todo punto su decisión final, dada la escena que tiene lugar momentos antes entre ella y Lorenzo. Para solucionar el conflicto que se le plantea, cualquier expediente, el del suicidio mismo era concebible, menos aquél a que apela.

Con todo, Divina es una comedia que puede figurar con justicia entre las obras elegidas por el Jurado.

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En este mismo teatro, Julio Castellanos, autor ya ventajosamente conocido por sus producciones anteriores, ha estrenado una breve comedia de salón, titulada Los novios, que ha obtenido el éxito que le correspondía. En efecto la pieza, graciosa y bien tramada, llena de rasgos felices, mantiene despierta la atención de los espectadores durante todo su desarrollo. Y no es del caso pasar por alto sobre estas obras teatrales de escasa importancia, pues, si pretendemos crear un teatro nacional, no sólo hemos de atender a las obras de aliento sino también a las de menor cuantía, sólo sean simples entremeses, para desterrar una vez de la escena esos burdos sainetes, ofensivos del buen gusto y de las buenas costumbres.