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ArribaAbajo La ermita

Leopoldo Longhi


La noche se desliza muy densa entre el cielo nubloso y la tierra húmeda, sin el lazo blondo de la luna, o el ojo de una estrella o las consuetas sombras vagantes y fantásticas. Algún relámpago de cuando en cuando, como serpiente de fuego, se dibuja en el vacío, recordando a Pantemio que sus pupilas pueden reflejar todavía la luz. De rodillas sobre un bloque granujiento y oblongo, plantado en la margen de un torrente, eleva con el pensamiento al dios implacable de su alma, la invocación postrera. Y las aguas vertiginosas en su fragor ensordeciente parecen interpretar aquella plegaria, acompañándola con arrebatos de llanto, con suspiros de congoja, con susurros y aullidos procelosos.

Pantemio se había dicho: «Sofocaré en mí toda idea».

A la hora en que sobre la ciudad remota destilábanse las primeras lágrimas del crepúsculo, (humeando el poniente rojizo como por un incendio que se apagara a lo lejos), mientras por las calles surgía el bullicio sórdido de los burgueses que interrumpieron la estéril obra del día, Pantemio había emprendido camino hacia la soledad. Su cerebro parecía vahear por los ojos, por las narices, por los labios, semejante a una caldera en ebullición, e imprimía a su musculatura la fuerza elástica y la ligereza de las cosas incorpóreas.

Caminó, caminó durante muchas horas, atravesando vallas y florestas, saltando obstáculos y malezas.

«Sofocaré en mí toda idea».

Pero allá, de rodillas sobre el bloque granujiento y oblongo, volvió a sentir todo el peso de su propia vida.

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Ya vacío el pequeño odre de los placeres y del dolor, de las esperanzas y del desengaño, había ido arrastrando los últimos meses de su vigésimo año, como un inútil fardel.

«¿En qué precipicio despedazaré esta osamenta macerada? ¿Sobre qué peñascos punzantes despedazaré mi vértebra animal? ¿Qué buitres, qué cuervos podrán cebarse en mi lodo sanguinolento?»

Éste era el canto de Pantemio, cuando despuntaba el sol y cuando caía, ésta la voz que el latido concitado de su corazón repetía inexorablemente. Entre orgías exquisitas e idilios más inverecundos que Saturnales, en medio de la efusión sonora y patética del oro, la sonrisa pirífica de los parásitos de grueso vientre, y de los aduladores de labios belfos, transportado vertiginosamente de una metrópoli a otra en los férreos y lujosos compartimentos de los trenes expresos, había gozado y sufrido todas las sensaciones de la vida artificial. Pero, jamás sus ojos se detuvieron para contemplar un horizonte abierto y puro, una llanura extensa, una colina verde, jamás hirió sus oídos el gorjeo de la alondra salvaje, (cuando suelta el vuelo de entre el heno cortado) o el crujido al viento de las ramas frondosas: jamás su pecho habíase nutrido con un soplo del aire no contaminado por el aliento de tantos bípedos desnaturalizados por la civilización, y conglomerados entre murallas urbanas como viles rebaños en jaulas asfixiantes. Por eso su rostro estaba diuturnamente pálido, y sobre sus ojos amortiguados, los párpados pesaban como sudarios violados. «¿Por qué seguir avanzando por el opaco sendero en un viaje sin meta? ¿Qué cosa en el mundo podría ya ofrecerme el placer de la vida?»

De este pensamiento la voluntad fatal había surgido en su espíritu, como en los días felices de la adolescencia el deseo luminoso de los primeros espasmos brutales.

Pero ya el torrente, boca inmensa de la eterna vorágine, está abierto para engullir a Pantemio, y revolcarle en la voluptuosidad apocalíptica de la muerte.

El Deseo, (lascivo motor de la voluntad), inspirará al mártir devoto tanta fuerza cuanta necesite para que de un salto se sumerja en el centro de las aguas, donde más profunda está la tierra, y más impetuosa y cana la espuma de la corriente.

De pie, sobre el bloque oblongo de su plegaria, siente la proximidad   —181→   del sagrado instante de su liberación, en la hora misma en que, al despuntar el alba sobre el extremo horizonte, todas las cosas de pronto se iluminan y vibran en la cristalina sonrisa matinal.

De pronto le pareció oír una voz flébil y aguda que se acercaba sin hacerse menos flébil ni más aguda.

Alzando la vista ya náufraga, miró en torno suyo.

Una niña con un haz de hierba en los brazos, bajaba por el verde sendero clivoso de la colina que flanquea la orilla izquierda del torrente. Su vez semejaba el hilo divino con que está tejida la trama de los deseos que más fatalmente suelen envolver. Su rostro, su semblanza, su edad, eran los signos veraces del símbolo y de la esencia de amor.

Pantemio la seguía con la mirada ávidamente, agitado y perplejo, como delante de una revelación resplandeciente.

¿Era superior aquella mujer a cuantas él conociera en los elegantes salones, durante las dulces vigilias dedicadas al placer?

¿Qué extraño y novísimo encanto emana de esas formas casi salvajes, que al contemplarlas siente poco a poco arder nuevamente dentro de sus venas la sangre de los deseos vitales? Mas, por cierto, ella no sabe avivar los sentidos en libidinosos abrazos infecundos, ni está iniciada en el artificio de combinar, mediante afeites y bálsamos aromáticos el perfume natural de los moluscos marinos y el del mirto palustre. Pero, ¿qué importa? Y con una armonía que pareció terminar de lo más profundo de su espíritu, estas palabras brotaron de los labios de Pantemio: «¡La mujer verdadera, la mujer verdadera!»

Ahora, al pie del torrente, surge el castillo de Pantemio, al que los aldeanos de los alrededores pusieron el nombre de «Ermita», y que la posteridad venerará como la morada solitaria de un gran poeta que restableció en las letras el culto de la «Natura».