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Notas al libro del Arcipreste de Hita

Ramón Menéndez Pidal



  • La primera nota, sobre el título de la obra de Juan Ruiz, se publicó en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, II, Madrid, 1898, págs. 106-109.
    • El título propuesto fue aceptado por J. Ducamin, Juan Ruiz Arcipreste de Hita, Libro de Buen Amor, texte du XIV siècle, Toulouse, 1901, pág. XLI, nota.
  • La segunda nota, acerca de la existencia de dos redacciones del Libro de Buen Amor, forma parte de una reseña de la edición de Ducamin, publicada en la Romania XXX, París, 1901, págs. 434-440. Hago aquí una adición sobre el copista del códice de Salamanca, Alfonso de Paradinas.
    • Para la doble redacción del Buen Amor véase, además, mi Poesía juglaresca, 1924, página 271 sigs.
  • La tercera nota se publicó en el Hommage a Ernest Martinenche. París, 1939, páginas 183-186.





Título que el Arcipreste de Hita dio al libro de sus poesías

Fernando Wolf y Menéndez Pelayo apuntaron indecisos varios nombres con que el Arcipreste de Hita llama a su obra; pero ésta viene innominada desde la Edad Media hasta nuestros días. Ninguno de los códices conservados lleva epígrafe1, y sólo el de la Biblioteca Real trae a modo de explicit: este es el libro del Arcipreste de Hita. Igual denominación emplea el Marqués de Santillana en su Proemio, y el Arcipreste de Talavera se sirve de otra tan general, aunque más solemne y grave: Tratado del Arcipreste de Hita. Los editores de la obra tampoco acertaron con el nombre verdadero; Sánchez, en 1790, le puso solamente el de Poesías, y Janer, en 1864, aspirando a reconstruir el primitivo título, forjó este: Libro de cantares de Joan Boiz, Arcipreste de Fita, fundado sin duda en la invocación del poeta: «que pueda de cantares un librete rimar» (copla 2). En vista de tan vagas denominaciones, el citado Sr. Menéndez Pelayo dice en el más genial estudio que acerca de este poeta se ha escrito: «¿Qué nombre daremos al extraño centón en que han llegado a nosotros aquellos versos del Arcipreste?... El libro queda realmente innominado: cuando Juan Ruiz se refiere a él lo hace siempre en los términos más genéricos... y, en realidad, ¿qué nombre poner a ese enmarañado bosque de poesías»2.

Uno le puso el poeta, y no será curiosidad inútil el saber que libro de tan abigarrada materia, en el cual no descubría Puibusque sino un cúmulo de versos sin orden ni concierto, era denominado por su autor, desde que redactó la primera copla hasta que escribió la última, con un mismo nombre muy intencionado y significativo, que nos revela la unidad que el poeta veía en su obra o la que quería que los demás viesen.

En la oración que hace Juan Ruiz pidiendo luces para componer un libro se indica ya el título del mismo.


   «Tu, señor e Dios mio, que al ombre formeste,
Enforma e ayuda a mi tu arcipreste
Que pueda facer libro de buen amor aqueste
Que los cuerpos alegre e a las almas preste».


(Copla 3)                


Nadie que lea esta piadosa invocación debe extrañarse al verla seguida de tantos versos desvergonzados, irreverentes, maliciosos y nada edificantes, busque su intención oculta, que siempre es buena:


   «So la espina yase la rosa, noble flor3,
En fea letra yase saber de grand doctor;
Como so mala capa yase buen bebedor,
Ansi so mal tabardo yase el buen amor».


(Copla 8)                



   «La burla que oyeres non la tengas en vil,
La manera del libro entiendela sotil.
A trovar con locura non creas que me muevo,
lo que buen amor dice con razón te lo pruebo».


(Copla 57)                



   «Las del buen amor son rasones encubiertas
Trabaja do fallares las sus señales çiertas
Si la rason entiendes o el seso açiertas,
Non dirás mal del libro que agora refiertas».


(Copla 58)                


Es de saber que la lengua antigua usaba como contrapuestas las dos expresiones de buen amor y loco amor. El primero es el amor puro, ordenado y verdadero4, capaz de inspirar nobles acciones, como la de la infanta de Navarra, que se arriesga a sacar al conde Fernán González del castillo en que yacía preso por amor de ella:


   «Buen conde, dixo ella, esto face buen amor
Que tuelle á las dueñas vergüenca e pauor,
E olvidan los paryentes por el entendedor,
De lo que ellos se pagan tienenlo por mejor».


(Poema de Fernán González, copla 628)                


El amor loco es el amor desordenado, vano y deshonesto, del cual se siguen, según las animadas páginas del Arcipreste de Talavera, tantas discordias, omezillos y guerras, escándalos y deshonras, menguas y perdición de bienes; y, aún peor, perdición de las personas; y, mucho más peor, perdición de las tristes de las almas5.

Sirviéndose de estas dos expresiones, el Arcipreste de Hita declara bien la intención moral de su obra: compuso ese libro «en que son escritas algunas maneras e maestrías e sotilezas engañosas del loco amor del mundo, que usan algunos para pecar», a fin de que, conociéndolas todos, las aborrezcan más y escojan «el buen amor, que es el de Dios»; por eso repite las palabras del Profeta: Da mihi intellectum, pues cuando está informada e instruida el alma que se ha de salvar en el cuerpo limpio, «piensa e ama e desea el buen amor de Dios e sus mandamientos». Es decir, el Arcipreste, por lo que hasta aquí lleva dicho, pudo haber buscado como segundo título para el libro de buen amor, el de «Desengaños del amor lascivo», que empleó Céspedes y Meneses.

Pero todo esto es para el que necesite sanos consejos y crea en la recta intención del Arcipreste al darlos; que el que no los quiera, hallará también en el libro muy abundante doctrina: «empero porque es humanal cosa el pecar, si alguno (lo que non les consejo) quisiere usar del loco amor, aquí fallará algunas manera para ello», y ésta es la verdadera ciencia que se ha de buscar en el libro del buen amor.


«Entiende bien mi dicho e habrás dueña garrida».


(Copla 54)                


De este modo el nombre del libro es, precisamente, todo lo contrario de lo que debiera ser, y el mismo Arcipreste, con su humorismo acostumbrado, nos cuenta las buenas razones que tuvo para escoger tan hermoso título; se lo aconsejó Trotaconventos, en ocasión en que se había vengado con saña de él por una palabra ofensiva dicha sin discreción:


   «Nunca digas nombre malo nin de fealdad,
Llamatme buen amor, e faré yo lealtad,
Ca de buena palabra páguese la vesindat;
El buen desir non cuesta mas que la necedat».


(Copla 906)                


Entonces aprendió el Arcipreste que no podía llamar a la vieja trotera, aunque la veía cada día correr en su servicio, y que no era conveniente dar el nombre apropiado a su libro, que podía muy bien hacer los mismos oficios de «señuelo, garabato, aguijón, aldaba, jáquima, anzuelo», y qué sé yo cuántos otros más que hacía la vieja Urraca, sin que por eso sufriera que se lo dijesen.


   «Por amor de la vieja e por decir rason
Buen amor dixe al libro e a ella toda sazon».


(Copla 907)                


Este es el verdadero título y esta es su historia.

Léanse, por conclusión, las últimas coplas, donde Juan Ruiz recomienda al lector que deje correr el libro de mano en mano entre todos los que lo pidan para leerlo:


   «Pues es de buen amor, emprestadlo de grado,
Non desmintades su nombre, nin dedes refertado;
Non le dedes por dineros, vendido nin alquilado,
Ca non ha grado nin gracias nin buen amor complado».


(Copla 1604)                


La humorada del Arcipreste de Hita corresponde a un momento crítico de la Edad Media, cuando, frente al espíritu ascético de antes, surge, en vigorosa rebeldía, el espíritu mundano («porque es humanal cosa el pecar»). Expira entonces la época del arte docente, que tuvo su auge en el siglo XIII; todavía en el XIV produce una obra maestra con el Lucanor de don Juan Manuel; pero, contemporáneo de éste, Juan Ruiz abre ya una época nueva. El Arcipreste, conservando la forma cuentística de antes, pone en el fondo un signo negativo y escarnece el antiguo propósito doctrinal. Así el Libro de buen amor es la despedida burlona de la época didáctica. Pretende dar «castigos de salvación» a nombre de «la fe cathólica»; cosas del tiempo. Muy pocos años después hará lo mismo Boccacio: el cuento más deshonesto e impío, el del «Padrenuestro de San Julián», por ejemplo, lo califica como «novella di cose cattoliche», y al fin del Decamerón bendice a Dios por la ayuda que la divina gracia le prestó para acabar libro de tan excelentes enseñanzas.




Un copista ilustre del Libro de buen amor y dos redacciones de esta obra

Sobre los manuscritos que nos conservaron la obra de Juan Ruiz hay que hacer alguna observación de importancia para completar la amplia descripción de los mismos que nos da J. Ducamin en su preciosa edición del poeta.

El códice más importante es, en todos conceptos, el llamado de Salamanca, que perteneció al Colegio Mayor de San Bartolomé en dicha ciudad, y que en tiempo de Carlos IV pasó a la Biblioteca Real de Madrid. Lleva al fin una firma que merece detenernos un momento. Don Tomás Antonio Sánchez, el primer editor de Juan Ruiz, la leyó «Alfonsus Peratínez» o «A Paratínez, que sin duda fue el copiante», dice; y añade: «como el apellido Peratínez me es desconocido, sospecho si debe decir Martínez, y que éste es el Arcipreste de Talavera, Alfonso Martínez de Toledo (su patria), que copió las poesías del de Hita para su uso». La suposición no puede ser más traída por los cabellos. El Sr. Ducamin advirtió que Sánchez había leído mal el nombre, y estampa, sin resolver la abreviatura final, Alffonsus Peratinen. Yo debo advertir que la sílaba er está abreviada, pudiendo leerse ar, como hizo Sánchez; y respecto de la abreviatura final no cabe sino leer Alffonsus Paratinensis; el copista Alfonso era, pues, natural de Paradinas, pueblo situado en el partido de Peñaranda de Bracamonte, provincia de Salamanca, cerca de Zorita de la Frontera y de la raya de Ávila. Resulta así que el copista no anduvo mucha tierra desde su patria hasta la ciudad de Salamanca, donde el códice estuvo durante tantos siglos, y esta averiguación de la patria salmantina del amanuense es muy importante para la crítica del texto, pues nos explica la multitud de leonesismos que tanto chocan en la obra del Arcipreste y que todos pertenecen a este su códice principal; tales son la l de ciertos grupos de consonantes (selmana, 997, 1491; bilda, 743, etc.); la preferencia por el hiato de la sílaba final (menbrios, 607; labrios, 810); la frecuente m en fin de palabra (arpóm, 56; guardam, 78; sometem, 95; tam, 103, etcétera); quizá algunas vacilaciones de la vocal protónica (liçion, 88; loxuria, 219, 257; canistillo, 1174), y sobre todo el continuo trueque de l y r agrupadas (copras, 958; fabrar, 156; ensiempro, página 72; frema, 293; prazie, 1440; priegos, 234; poble, 159, 247, 251; coblar, 289; nonble, 326; tenplano, 484; 6tosa, 965). Recuérdese que Sánchez creía estas formas plado, complar, sigro, propias del mismo Juan Ruiz, y explicaba por ellas las consonancias falsas matar, carnal; pero no cabe duda que todas estas son formas debidas al copista Alfonso de Paradinas.

Ahora bien. Este Alfonso de Paradinas es un personaje leonés bien distinguido. Natural de Paradinas, o Paladinas, en la diócesis de Salamanca, fue colegial del Colegio de San Bartolomé, en aquella ciudad episcopal, por los años 14176. Por entonces, sin duda, copió para la biblioteca del colegio el códice que se guardó allá hasta el año 1807, en que los libros de los Colegios Mayores salmantinos pasaron a formar parte de la Biblioteca Real de Madrid7.

Alfonso de Paradinas fue después catedrático de Vísperas de Cánones en Salamanca y «desde el Colegio pasó a Roma a defender a su fundador, calumniado de cismático»8. Fue en la corte romana abogado consistorial, y, vuelto de Italia, Enrique IV le presentó en el obispado de Ciudad Rodrigo, que ocupó desde 1463. Volvió segunda vez a Roma, donde edificó el hospital e iglesia de Santiago, en la cual está enterrado, y por su epitafio sabemos que murió a 19 de octubre de 1485, habiendo vivido 90 años («vixit annos XC»). Nació, pues, en 1395, y cuando copió el Libro de buen amor tendría unos veinte o veinticinco años; notemos cómo un colegial universitario, una persona cultivada, conservaba en su lenguaje mucho leonesismo, no disimulable ni aun al copiar un texto castellano.

El códice de Alfonso de Paradinas tiene una importancia singular, frente a los otros dos, llamados de Gayoso y de Toledo.

Para justificar la elección del códice de Salamanca como base de la edición, el Sr. Ducamin dice (pág. XLIV) que además de ser el más completo «representa por sí solo una familia enfrente de Gayoso y Toledo, que pertenecen a otra». Creo que no es enteramente propio hablar de dos «familias» de manuscritos, pues se trata de dos «redacciones» diferentes en que el Arcipreste dio al público su Libro de buen amor, de modo que el editor moderno no podía escoger como texto fundamental otro que el que recibió del poeta la última mano, y que, por lo demás, es el mismo que ha escogido Ducamin. Los códices de Toledo y Gayoso contienen la redacción primera y más breve, fechada en 1330; el códice de Salamanca contiene la redacción definitiva, fechada en 1343, hecha por Juan Ruiz cuando estaba preso por mandado del arzobispo don Gil, y se distingue de la anterior, a primera vista, en varias adiciones, como son la de la oración inicial en que el autor ruega por verse libre de la prisión; el prólogo, en prosa, disculpando la intención de la obra; la cántica de loores de Santa María, quejándose del agravio que sufre, sin duda, en la prisión (copla 1671); y los dos episodios, 910-949 y 1318-1331, donde figura la trotaconventos Urraca. Todo esto falta en Gayoso y Toledo, que sólo nombran a Urraca al tener que darle nombre en el epitafio (copla 1576). Sánchez, no dándose cuenta de esta doble redacción, creía errada la fecha 1330 del códice de Toledo, y sólo verdadera la de 1343, del de Salamanca, pues si el Arcipreste se queja de la prisión al principio y al fin de su obra, parece que toda ella la compuso en la cárcel donde le encerró don Gil, el cual en 1330 aun no era arzobispo de Toledo9. Amador de los Ríos, por el contrario, cree verdadera la fecha de 1330, y tiene por extrañas al libro del Arcipreste las poesías sueltas en que se alude a la prisión10. Menéndez Pelayo y Baist dejan indeciso este pleito. Pero no hay lugar a duda sobre la doble redacción, hoy que podemos comparar por completo los tres códices en la excelente edición de Ducamin.




Nota sobre una fábula de don Juan Manuel y de Juan Ruiz

El conocimiento que hoy se tiene de los autores medievales, mucho mayor que antes, ha hecho desechar la tan repetida afirmación de la falta en ellos de un estilo personal; a los ojos poco ejercitados, el arcaísmo común de esos autores cubría las grandes diferencias individuales. Hoy, por ejemplo, percibimos perfectamente que no puede haber cosa más distinta que el estilo de dos escritores como don Juan Manuel y el Arcipreste de Hita, aunque los dos son del mismo país, los dos escriben en el mismo tiempo y los dos tratan a veces los mismos asuntos. A este propósito voy a hacer alguna observación sobre la fábula de la «Zorra y el cuervo», que el primero desarrolla en su Conde Lucanor, cap. V, el segundo en su Libro de buen amor, verso 1437 sigs., ambas obras escritas hacia el año de 1330.

Los dos fabulistas no emplean en común más que los términos esenciales del apólogo (raposo, cuervo, árbol, pedazo de queso, lisonja, el verbo cantar); en el desarrollo del tema cada uno va por camino no ya diverso, sino opuesto.

El raposo de Juan Manuel plantea la lisonja intelectualmente; quiere entrar en el ánimo del adulado de manera segura, por la vía firme del convencimiento. Para ello adopta un lenguaje razonador, de amplio desarrollo analítico y lógico: «porque veades que vos lo non digo por lesonja, tan bien como vos diré las aposturas que en vos entiendo, tan bien vos diré las cosas en que las gentes tienen que non sodes tan apuesto...»; y así desarrolla un delicado trabajo de persuasión, en que el cuervo llega a comprender que las desposturas y fealdades, que las gentes censuran en él, son cualidades excelentes; don Juan, a propósito, expone la doctrina de «la verdad engañosa», que es la más temible de todas las mentiras.

Lejos de esta adulación cautelosamente disimulada, el raposo del arcipreste hace su lisonja a banderas desplegadas; no se dirige a la inteligencia del cuervo, sino que emotivamente excita su vanidad; no trata de convencerle, sino de aturdirle, ofuscarle, con elogios exageradamente mentirosos: «con su lisonja tan bien lo falagava».

El raposo manuelino no quiere dejar nada a cargo de su oyente; él lo pone todo de su parte para llevar al cuervo hacia las ideas vanidosas que desea imponerle. El raposo arciprestal cuenta confiado con la colaboración del que le escucha; remueve y alborota con su palabrería los sentimientos de fatuidad que sabe duermen en el ánimo del que quiere seducir. No de otro modo Juan Manuel asedia en sus escritos al lector con razonamientos lógicos, para imbuirle una doctrina, mientras el Arcipreste sugiere más que expone, suscita emociones y pensamientos, encomendando a la reacción del que lee el completar el sentido de lo que él escribe. Don Juan Manuel no quiere que en aquello que publica ponga el lector nada propio, que no mude ni una palabra ni una coma, y para ello deposita un ejemplar de sus obras, cuidadosamente corregido, en el monasterio de Peñafiel, que sirva de dechado invariable a todo copista. Juan Ruiz, al contrario, desea la colaboración del público, invita expresamente a cada lector para que ponga de suyo lo que se le antoje, añadiendo o enmendando el texto como quiera.

Así, las dos maneras contrarias de tratar el apólogo del raposo y el cuervo manan del fondo mismo de la personalidad de uno y de otro autor. Pero es el caso, a la vez, que una y otra manera está determinada con precisión por la fuente que uno y otro autor utilizan; en la fuente del uno está la alabanza razonable y analítica, como en la fuente del otro está la lisonja increíblemente mentirosa.

La fuente del apólogo de Juan Ruiz es conocida: la sospechó Amador de los Ríos y la estudian O. Tacke11 y F. Lecoy12; se halla en la colección de fábulas redactadas en versos elegiacos por Walter el Inglés, hacia 1175. La adulación disparatadamente falsa que hace el raposo de Juan Ruiz:


«O cuervo tan apuesto, del cisne eres pariente
en blancura e en dono, fermoso, reluciente»,



es invención de Walter:


«Corve decore decens, cignum candore parentas»13.



La fuente de la fábula de don Juan Manuel no ha sido indicada aún. H. Knust, en su edición de El conde Lucanor, publicada en 1900, habla mucho de la fábula del «Raposo y el cuervo», pero nada dice de la fuente inmediata utilizada por don Juan; escribe Knust en un tiempo en que los estudios de las fuentes no sabían bien lo que querían ser. Para mi objeto, sin examinar al pormenor la cuestión, me basta señalar como fuente del Lucanor la colección llamada Rómulo Ánglico completo, compuesta de 136 fábulas. Así como es peculiar de Walter la comparación del cuervo con el cisne, así es peculiar de esta redacción del Rómulo la comparación del brillo de las plumas del cuervo con el brillo de las del pavo real, y el añadir observaciones sobre los ojos y el pico del cuervo; Walter y este Rómulo se singularizan por camino opuesto entre más de una docena de otros derivados de Fedro publicados por Hervieux, que todos limitan la adulación a las frases «pennarum tuarum magnus nitor» y «decor tuus», o ponen sólo la primera, olvidando el «decor». En el Rómulo Ánglico completo dice la zorra: «quia penne tue plus nitent quam cauda pavonis, et oculi tui radiant ut stelle, et rostri tui gratiam quis posset describere?»14, desarrollo de la adulación tradicional que inspira a don Juan Manuel el desarrollo mayor que él hace: «las péñolas vuestras son prietas; [...] e tan lucia es aquella pretura que torna en india como péñolas de pavón; [...] vuestros ojos son prietos... los prietos son los mejores; [...] vuestro pico..., etc.». Pudo don Juan utilizar otra fuente análoga, pero el Rómulo completo es suficiente para explicar la redacción que nos da el Lucanor. Observaciones parecidas pudieran hacerse comparando la fábula de la golondrina y las demás aves en Juan Ruiz, verso 746, y en el Lucanor, capítulo VI, Juan Ruiz sigue igualmente a Walter15, como Juan Manuel sigue al Rómulo Ánglico completo16, y puede observarse, desde luego, que entre 13 versiones de la fábula publicadas por Hervieux, sólo ese Rómulo y el llamado Rómulo de Nilant mencionan el pacto expreso de la golondrina con el hombre, pormenor que tan bien encaja en el estilo explicativo de don Juan. Fuera de las fábulas esópicas en el cuento oriental de la zorra que se finge muerta se observa la misma tendencia lógica de Juan Manuel, pero el original da que se sirvieron tanto Juan Manuel como Juan Ruiz nos es desconocido17.

Sentada esta diferencia de fuentes, es bien notable que los dos escritores, colocados en circunstancias literarias y bibliográficas semejantes, como coterráneos y contemporáneos que son, conozca cada uno la fábula del cuervo en la redacción que mejor cuadra con el propio temperamento, a pesar de que tanto la redacción de Walter como la del Rómulo completo tienen un carácter excepcional entre las muchas uniformes del tipo más vulgarizado. Esto no puede ser efecto simple del azar. No sería quizá muy extraño que el Arcipreste de Hita tropezase con la fuente que más la convenía, ya que la colección de Walter el Inglés tuvo el éxito enorme que tienen muchas obras mediocres, y sus manuscritos abundaron por todas partes (Hervieux reseña hasta 110 conservados hoy en muchas bibliotecas); pero no sucede lo mismo con el Rómulo completo, cuya difusión fue bastante menor que la de otras colecciones, por ejemplo, la llamada Rómulo de Vicente de Beauvais. Si don Juan Manuel hubiese conocido la fábula del cuervo sólo a través de la tan divulgada redacción de Walter, no se hubiera animado a tratarla, pues no sabría qué hacer con ella, como no se le ocurriese alterarla por completo.

Todo esto nos lleva a pensar que, si bien hoy no se conocen fabularios en las bibliotecas españolas anteriores a 135018, debieron abundar mucho, lo suficiente para dar lugar a una elección tan satisfactoria como la que hicieron nuestros dos escritores. Es, a mi juicio, principio fundamental en el estudio de las fuentes literarias que el conocimiento y elección de la fuente por parte del autor no se ha de interpretar como efecto del acaso, sino como la primera manifestación del propio carácter que luego el autor habrá de desarrollar en el modo de aprovechar el caudal que de la tradición toma.

Aun el más original autor debe un 80 por 100 a la tradición cultural en que se educó; pero ya es parta de su originalidad la mera selección que practica sobre el caudal de recuerdos que la tradición entrega a todos en común. Digo esto acabado de leer en pruebas de imprenta un luminoso artículo del profesor E. R. Curtius, en el que no se da valor caracterizante al hecho que Prudencio, en su himno a San Lorenzo, acoja un pormenor de extrema truculencia que le ofrece la tradición.





 
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