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Notas en torno al talante «civil» en Feijoo

Álvaro Ruiz de la Peña


Universidad de Oviedo



Quiero iniciar este pequeño artículo con la transcripción de unos versos de eco saliniano, sobre los que he de volver más adelante:


Y no sé cómo respiras
o cómo tu aliento sale
por tu boca; no sabía
que era tan sutil el aire...



No es el caso citar aquí algunos de los excelentes estudios que tienen como objetivo el desentrañamiento de una serie de términos que como civil, civilidad, etc., han venido publicándose en los últimos años1. A algunos de ellos haremos alusión a lo largo de esta parte de la exposición. En las primeras décadas del siglo XVIII, es posible percibir elementos sueltos o dispersos de un discurso reflexivo acerca de la felicidad, tejido en torno a conceptos tales como la sociabilidad, la urbanidad, la afabilidad, la cortesía, a través de los cuales «lo individual» afianza su estatuto autónomo con respecto al garante natural de la misma: el Estado. Estamos, para decirlo con otras palabras, ante el origen de un término que irá deslizándose, en su competencia semántica, hacia un campo de significaciones que se impondrá en las últimas décadas del siglo XVIII y que resultará emblemático a lo largo de todo el siglo XIX: la civilidad, lo cívico, lo civil, aquello que emana de las potestades laicas, en oposición a las que proceden, primero de la Iglesia y más tarde de la milicia.

La civilidad, nutrida en un primer momento de aquellas prendas que distinguen al buen ciudadano (ese «ciudadano libre de la República de las Letras» de que habla el propio Feijoo), al ciudadano consciente de sus obligaciones con la patria, (no al ciudadano que hiperboliza su relación con ella, en esa «pasión nacional» que rechaza Feijoo), la civilidad, repito, se conforma conceptualmente como elemento constructivo de una «ética moral» que aparece emancipada de la virtud religiosa. El mismo Feijoo afirmará la pertinencia de esta distinción cuando escribe en el prólogo al tomo IV de las Cartas «llego al término de mi carrera literaria habiendo observado constantemente en cuanto he escrito la buena fe que debía como cristiano y como hombre de bien»2. Ese hombre de bien, desvinculado, insisto, de las virtudes ejemplarizantes propias del estado religioso, que Feijoo sitúa en sus justos límites y que no tiene por qué ahogar las del hombre civil. Parece, por otra parte, evidente que los rasgos que definen la civilidad no pueden proceder únicamente de la experiencia racional particular, sino que tienden a integrarse con otros que segrega el mundo emocional de cada persona, que se presentan disueltos y en convivencia con los anteriores. No se trata, por tanto, de que Feijoo sancione como inválidos los valores que emanan de la vida y práctica religiosas, pero en el desarrollo de la construcción de esa individualidad civil ésta emerge como consecuencia de una serie de valores éticos que aparecen muy débilmente vinculados a los anteriores. Recuérdese, en este sentido, la dedicatoria a Fernando VI del tercer tomo de las Cartas:

«En las historias de las monarquías, que dieron tantos gloriosos ascendientes a V. M. veo un monarca que se apellida Invicto, otro Animoso, otro Conquistador, otro Prudente, otro Noble, otro Augusto, otro Sabio, otro Valiente, otro Católico, otro Grande. Pero todos estos atributos son muy inferiores al de Justo, porque cada uno de ellos, a excepción del de Grande, no significa más de una virtud; el de Justo tiene significación ilimitada, o por lo menos amplísima, en la línea de bondad moral»3.



Me parece reconocer en este texto una de las muestras más diáfanas de lo que podríamos llamar «elogio civil» frente al panegírico de la vida y virtudes religiosas, tan frecuente, por otra parte, en las dedicatorias feijonianas del Teatro y las Cartas. En el texto citado Feijoo privilegia el carácter positivo de una virtud -la de la justicia- respecto de otras tradicionalmente naturales de los monarcas (su carácter «invicto», «conquistador», «augusto», «valiente», categorías todas ellas vinculables a los méritos adquiridos por hechos de guerra, virtudes «inciviles» que proceden del sistema de valores militar; asimismo «lo justo» prevalece sobre «lo noble» como caracterización de clase estamental y no de grupo civil, e incluso -lo que resulta todavía más admirable- sobre «lo católico»), explicando el Padre Maestro que todos esos valores son indudablemente positivos («cada uno de ellos no significa más de una virtud») y, sin embargo, «el de justo tiene significación ilimitada, o por lo menos amplísima, en la línea de bondad moral».

Se perfilan, por tanto, los elementos caracterizadores de lo que, andando el tiempo, conformará el concepto plenamente moderno de «ética civil» que en estos años -hablamos de períodos todavía lejanos de lo que va a ser la verdadera mentalidad ilustrada- aparecen sólo insinuados («bondad moral», el «hombre de bien» citado más arriba...), pero que suponen pasos importantes con respecto a las acepciones de «civil» y «civilidad» presentes en la semántica de la época, es decir, -conviene repetirlo-, palabras como «sociabilidad», «urbanidad», «policía», la posterior «afabilidad», presente en Terreros, etc., portadoras todas ellas de estructuras de relación fuertemente individuales, pero que todavía no apuntan al núcleo de valores suprapersonales representados por la solidaridad, la fraternidad, o la igualdad de uso generalizado posterior.

Feijoo, el sentimiento de civilidad feijoniana, participaría, en consecuencia, plenamente de los valores primarios y constituyentes de una ética civil de época (la sociabilidad, la urbanidad, ...) haciendo avanzar estos valores en la dirección de otra dimensión referencial superior (el hombre de bien, la bondad moral) más omnicomprensivos, dentro de una visión del mundo participada por el conjunto de hombres libres, responsables e iguales. Creo que Pedro Álvarez de Miranda sitúa perspicazmente la contribución de Feijoo a ese avance, en su magnífico estudio sobre El léxico de la ilustración temprana cuando afirma: «Puede percibirse no sólo la decisiva contribución de Feijoo a hacer de la urbanidad un valor en alza dentro del pensamiento ilustrado sino también la profundidad que el concepto encierra: el modelo del hombre urbano y sociable, reflejo de la acción, de la cultura y la civilización sobre un pueblo, llegará a ser el patrón de la época»4.

Que Feijoo era consciente de la potencia conceptual del término «urbanidad» viene a demostrarse en el discurso X del tomo VII del Teatro, titulado precisamente Verdadera y falsa urbanidad. En él, Feijoo dejará claramente explícito que su interpretación sobre lo que pueda ser la naturaleza del término «urbanidad» no descansa sobre el conjunto de preceptos adquiridos en el estudio de una serie de reglas. La urbanidad para Feijoo procede de la naturalidad en la conducta y poco tiene que ver con la suma de «modos, modas, ceremonias y formalidades que se estudian en las cortes y que el capricho de los hombres altera a cada paso». Feijoo asociará a lo largo de este discurso la voz «urbanidad» a la «sociabilidad», de manera implícita, definiéndola como «la virtud o hábito virtuoso que dirige al hombre en palabras y acciones en orden a hacer suave y grato su comercio o trato con los demás hombres». En este sentido, no resulta extraño que al final del discurso Feijoo añada un apéndice sobre una «Explicación de lo que es ser hombre de bien» y que en ese apéndice fundamente la hombría de bien en la «fineza de la amistad y en la práctica de las virtudes cristianas y morales».

La urbanidad, por consiguiente, se erige en concepto básico de la civilidad en Feijoo, convirtiéndose en un canon de conducta compartido por otros autores del entorno feijoniano, que contribuyen a su prestigio como virtud civil, como valor moral autónomo, por más que en ocasiones pueda presentarse todavía vinculado a las virtudes cristianas. Veamos, por ejemplo, tres breves textos pertenecientes a la Aprobación del tomo VII del Teatro debida al jesuita Felipe Aguirre: «Como efecto natural de su genio muy urbano, hace comunicable a todos su librería». En el segundo texto, afirma el mismo Aguirre: «Sólo diré que en el discurso de la urbanidad verdadera se delineó a sí mismo, pues los que vivimos con la fortuna de tener al autor a la vista y tratarle con religiosa confianza, observamos copiadas en su escrito todas las perfecciones que admiramos en su urbanísimo genio». El tercero y último de los textos tiene un gran interés: «Y es cosa digna de asombro ver a un hombre cuyo nombre glorioso resuena como de oráculo en todas las universidades de Europa [...], todo urbano, todo agradable, todo dignación, no sólo en el retiro de su claustro y de su celda, donde tiene su centro, sino entre el bullicio de esta hermosa población cuando le sacan a ella». Es decir, en el texto se afirma el doble registro de la «urbanidad» feijoniana, que no solo, según Aguirre, resplandece en «el retiro de su claustro y de su celda», sino también -y esto es lo que me interesa destacar- «entre el bullicio de esta hermosa población, cuando le sacan a ella». Urbanidad y sociabilidad, en consecuencia, virtud privada y virtud pública, ungidas por la materia única de la civilidad, ese sentimiento de civilidad que Feijoo advierte, proclamándolo como ejemplo que los buenos ciudadanos deberían seguir, en la dedicatoria dirigida al rey Fernando VI en el tomo III de las Cartas:

«Vemos promover más y más cada día las fábricas, de que España padecía una extrema indigencia, vemos fortificar los puertos y fábricas en El Ferrol, Cartagena y Cádiz, unos amplísimos arsenales. Vemos romper las montañas para hacer más tratables y compendiosos los caminos. Vemos abrir acequias en beneficio de las tierras y manufacturas. Vemos engrosar el comercio con la formación de varias compañías. Vemos establecer escuelas para la náutica, para la artillería y todo lo demás que deben saber los oficiales de Marina. Vemos formar una escuela insigne de cirugía. Vemos pagar exactamente los sueldos a los ministros de tantos tribunales [...] Vemos atraer con el cebo de gruesos estipendios varios insignes artífices extranjeros, ya de pintora, ya de estatuaria, ya de las tres arquitecturas civil, militar y náutica. Vemos trabajar en la grande y utilísima obra de reglar la contribución de los vasallos a proporción de sus respectivas haciendas [...]. Conviene decirlo porque a los mismos que por inclinación y obligación con tanto celo promueven la común utilidad, añade nuevo estímulo para continuar tan laudable empeño»5.



Esta extensa enumeración de virtudes civiles que se orientan a la «común utilidad», al bien de la patria, en definitiva, aparecen presididas, como ya hemos visto, por el supremo valor de la justicia que distingue y caracteriza el reinado del monarca. En otras dedicatorias, al empresario navarro D. Juan de Goyeneche primero y a su hijo después, vemos afirmadas igualmente las mismas virtudes, en este caso aplicadas a sus iniciativas empresariales, con referencias a la «urbanidad del genio» y a lo «atento de la compostura», que hace a los personajes aún más admirables a los ojos de Feijoo, religioso y ciudadano a un tiempo. El propio Padre Maestro revelará el origen de esas virtudes al hablar de la doctrina moral sobre las que se sustentan, en la dedicatoria a Fray Bernardo Martín, general de la Orden Benedictina, en el tomo VI del Teatro: «La doctrina moral sólo se insinúa ganando primero el afecto para el que la propone. La llave del alma está en el corazón y éste la entrega a la blandura, nunca a la fiereza».

En su estudio sobre la secularización y la amistad en el siglo XVIII6 habla Francisco Sánchez-Blanco de una «ética intramundana», independiente de la estructura sacramental de la ética cristiana, para expresar las nuevas relaciones que se van abriendo camino en el ámbito de una nueva sociedad marcada por las ideas de solidaridad e igualdad. Es en ese contexto en el que se revela con fuerza la nueva categoría de «amistad», tan opuesta a las de honra, honor y discreción segregadas desde la sociedad aristocrática del barroco, e incluso a la misma de soledad como propia de la vida en religión. Anteriormente me he referido, al hablar del discurso Verdadera y falsa urbanidad, a las referencias que sobre el sentimiento de la amistad encontramos en Feijoo («la fineza de la amistad», dirá el Padre Maestro, como ejemplo del valor de la sociabilidad en el ámbito de las relaciones humanas). Pues bien, la obra del benedictino se nos ofrece frecuentemente salpicada de invocaciones que remiten a la expresión del sentimiento amistoso; desde el uso habitual de la fórmula de tratamiento con que encabeza sus prólogos repartida en el Teatro y en las Cartas «Lector amigo», que combina con la de «Lector mío» (tan frecuentes que alguna vez se permitirá la ironía de dirigirse al «Lector enemigo»: en el prólogo del tomo IV del Teatro, por ejemplo), desde este tipo de fórmulas de tratamiento, repito, hasta la manifestación expresa del vínculo amistoso con personas de su entorno religioso (como la de Fray Martín Sarmiento, Fray Felipe Úbeda o el ya citado Fray Bernardo Martín) o personas civiles (como los médicos Pedro Peón y Gaspar Casal o el grupo de amigos corresponsales, suministradores de noticias y curiosidades con que Feijoo cuenta dentro y fuera del Principado) es frecuente oírle mencionar a «un caballero amigo de esta localidad», o expresiones similares. No se olvide, en este sentido, que la causa inmediata que pone en movimiento el pensamiento ensayístico feijoniano es la defensa de su buen amigo Martín Martínez un año antes de la aparición del primer volumen del Teatro crítico. Ese sentido de la amistad lo traslada Feijoo a su tertulia conventual en la celda del monasterio ovetense. Es más que sabido que durante muchos años compartió en ella con otros religiosos, compañeros de claustro universitario, y muchos seglares de relieve en la vida ovetense, conversaciones, discusiones, hipótesis y reflexiones sobre los más variados temas y asuntos (el conde Marcel de Peñalba, el regente de la Audiencia Antonio Varela Bermúdez y otros caballeros de distinto rango).

Y termino ya, refiriéndome a los versos con los que he iniciado esta exposición. Naturalmente no son de Pedro Salinas sino del propio Benito Jerónimo Feijoo, que los escribió no para darlos a las prensas, como podría haber sido la intención de otros poetas de la centuria, sino para canalizar sentimientos estéticos y afectivos que no tenían cabida en su obra, a pesar de que la vena poética le lleve a introducir, como por sorpresa, versos de su cosecha alusivos a los asuntos que trata. Los poemas de Feijoo, publicados en parte por López Peláez y Areal en 1899 y 19017 respectivamente, revelan a un Feijoo íntimamente volcado sobre su propia civilidad, y por eso los traigo aquí a colación. Transcribo algunos pertenecientes a un largo poema que titula La belleza de Amarilis, fechados en 1742:


«A la boca, que no es boca
sino resquicio, ni saben
por su pequeñez los ojos
cuando se cierra o se abre.
Pues parece que la diestra
naturaleza al formarle
no hizo más que señalar
dónde había de rasgarse
[...]
Y no sé como respira
o como tu aliento sale
por tu boca; no sabía
que era tan sutil el aire
[...]
He llegado a sospechar
que cuando al sueño me rindo
dentro allá de las potencias
despiertan otros sentidos.
Y si entre estas glorias despierto
por volver al sueño lidio
mas tanto menos lo alcanzo
cuanto más lo solicito.
Entonces contra la luz
furiosamente me irrito,
porque se apagan mis gozos
cuando se encienden sus brillos».



El poema, un largo poema arromanzado de unos doscientos versos, es evidentemente desigual y adolece de muchos de los defectos que cualquier lector avisado podría percibir en la poesía de la época. En él Feijoo va describiendo rasgos físicos de esa mujer enigmática (de la que, por cierto, Dionisio Gamallo ha aventurado una identificación de época)8, el cabello, la frente, los ojos, la nariz, la boca, los pies, y en la parte final de la que transcribo un pequeño fragmento, revela el desasosiego que le produce, como hemos visto, la finalización brusca de los sueños mediante los que ha podido asistir a la contemplación cercana de la bella Amarilis. Y, sin embargo, en el poema late una sensorialidad -no exenta de sensualidad- y una capacidad de percepción en el detalle que nos hace recordar los mejores poemas del minimalismo rococó posterior. Pero lo que realmente me interesa destacar aquí es, de nuevo, esa visión civil del mundo de los sentimientos, en este caso reflectada sobre la idealidad levemente erótica de la belleza femenina. Porque a diferencia de los poetas eclesiásticos del grupo salmantino, que dedicaban a la poesía muchos de sus afanes intelectuales (la poesía como tema es tratada en sus tertulias, academias y epistolarios, con lo cual se convierte en elemento significativo de las propias convenciones poéticas, o en actividad literaria semi-profesional), Feijoo se nos muestra como un verdadero poeta privado y, por lo tanto, alejado de las convenciones y artificios que una actividad poética plenamente asumida podría implicar. En este sentido resulta mucho más sincera y, en consecuencia, más inevitablemente civil su actitud que la de otros religiosos (sigo pensando en los de Salamanca) poetas por educación, ambiente, influencias y relaciones personales. Valgan, pues, estos ocios poéticos como muestra del mismo talante «civil» de Feijoo.





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