Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —302→  

ArribaAbajo Abarloarse

Recuerdo que hallándome en Cádiz -era yo teniente de navío, y antiguo- me disgusté con una moza, con quien gastaba mis ahorros y algo más. Inútil es decir que me disgusté porque aquella individua me hizo una charranada muy natural en ella. No pensé en suicidarme, pero pasé tres días decidido a tomar venganza. Al cabo de los tres días salimos a cruzar por el Mediterráneo, y durante el tiempo que duró el crucero me convencí de que ya no era un chiquillo y de que debía tomar estado. Confieso que esta idea me seducía, porque suponía un cambio radical en mi vida, pero al propio tiempo me asustaba, porque entrañaba un contrato hecho para siempre, y no me sentía con fuerzas para conservarme casado. Además, el escepticismo que produce la atención constante hacia lo perverso me llevaba a creer que las mejores mujeres eran las menos malas.

Y así andaba haciendo y deshaciendo proyectos, hasta que una noche, que navegábamos a máquina en demanda del puerto de Cartagena, me decidí a casarme después de haber andado dos leguas sin salir del puente.

Pasé revista a mis antiguas amadas por si entre ellas encontraba mi futura, y recordé a Juanita, aquella hija de aquel capitán que se dejaba abrazar -la niña- en el portal de su casa, y me escribía cartas llamándome «Cerido mío», y Lolita, la romántica, que me escribió una carta en verso que terminaba así:


   Y no te hagas la mamola,
porque ya sabes que está
siempre recordándote Lola.

Decididamente no estaba entre ellas la futura madre de mis hijos, y resolví buscarla entre familias más cultas. Tenía en Cartagena una chiquilla   —303→   que valía un Perú, la hija del general Santisteban, pero aquella muchacha era imposible porque estaba decidido a amputarme la mano derecha antes que pedirle la suya a la tal María Nieves, y no porque la muchacha fuese mala, sino porque tenía la costumbre de no tomar en serio nada de lo que yo decía.

Era hija de Cádiz, y allí la había conocido siendo yo guardia marina. Aún se acuerdan los gaditanos viejos de aquella chiquilla de Santisteban que paseaba con su madre y su hermano, llevando sobre sus espaldas una mata de pelo castaño que causaba la envidia de las mozas.

Conforme yo fui ascendiendo fue haciéndose mujer, y cada vez más guapa y con la cara más alegre. Me había declarado a ella cuantas veces la había visto, pero Nieves se reía, me hablaba de mis amoríos, que conocía perfectamente por las habladurías de las cámaras y de las camaretas, se volvía a reír y me dejaba imposibilitado para seguir adelante en mi declaración. Había pensado si Nieves tendría algún amor oculto o mal correspondido, porque lo cierto es que despedía a todos sus pretendientes como a mí. Había tratado de averiguar algo cierto por su hermano Gregorio, ingeniero agrónomo, pero me contestaba siempre:

-Se quedará sin casarse porque a todos les encuentra defectos.

Y como yo me reconocía muchos y no quería un matrimonio hecho por el interés, o por la resignación, estaba resuelto a no pretender más a la señorita Santisteban y desear para ella un hombre llovido del cielo.

Conocía en Cartagena a otra muchacha muy simpática, Carmen Suñol, huérfana del que fue jefe de las obras del puerto. Carmencita no era hermosa, pero tenía una característica elegancia; siempre se había mostrado muy afable conmigo, y aunque la creía capaz de casarse con un viejo que fuese brigadier, me pareció que aceptaría también a un Lanza con buena renta, aunque sólo fuese teniente de navío. Pero yo no quería matrimonio hecho de esta manera, y me decidí a que la casualidad me trajese a mi esposa si era fatal que yo me casase.

Por de pronto empecé a llevar buena vida, porque el trato de las personas decentes me ocupaba el tiempo que podía dedicar a otros tratos que ya me resultaban enojosos. Y como esto que hacía lo habían hecho antes otros muchos tenientes de navío, se convino en que yo estaba decidido a casarme.   —304→   No me hizo gracia que me viesen las cartas y publicasen mi juego, pero seguí adelante con mis propósitos y mis costumbres, sin hacer más protesta que no hablar de amores a ninguna señorita.

Precisamente estábamos en Carnaval, y los bailes del Casino, que son famosos por su cultura, me facilitaban la ocasión de parecer frío con las muchachas casaderas, y como aquella buena sociedad no pierde ocasión de divertirse honestamente y de aquilatar la finura de las personas con quienes trata, resolvieron darme un bromazo, y me lo dieron así:

Anunciose un rigodón que serviría de concurso para adjudicar un premio a la joven más bonita, y un artístico cartucho de paciencias al hombre menos afortunado. Empecé a buscar pareja, y después de varias peticiones sospeché el complot y comprendí que ninguna muchacha querría bailar conmigo. Teníamos preciosas contraseñas, como en un cotillón, para distinguir las parejas, y yo no encontraba a nadie a quien entregar mis palomitas bordadas en un plegado trozo de muselina, y por fin me decidí, si no hallaba otra solución, a enviárselas al capitán general y suplicarle me tuviese a sus órdenes en la mesa del tresillo mientras se bailase el rigodón.

Pero Santisteban hijo cayó en la red y me salvó del peligro, porque se sentó a mi lado en un diván de la sala de descanso, y me dijo:

-¿Qué haces tan solo?

-Contratando un armisticio con el sueño.

-Podías hacerme un favor.

-Desde luego.

-Te cojo la palabra.

-Quédate con ella, y di.

-Que me explique el mecanismo de las tablas de Mendoza.

-Pues si quieres, empiezo ahora mismo, y así no me dormiré.

-Ahora es preciso bailar.

-Dichoso baile.

-Aquí deben tramar algo, porque Nieves ha resultado mi pareja y todos andan con cuchicheos.

-Pues yo aún no la he buscado.

-Tienes la ventaja de poder elegir.

  —305→  

-Te la cedo con gusto; dame tu contraseña y bailaré con tu hermana, llévate estas cándidas palomas, que deben ser de buen agüero.

-¿Lo dices de veras?

-Trato hecho.

-Te lo agradezco, porque quisiera bailar con Margarita Campos.

-Oye, ¿es en esos campos donde piensas desarrollar tus conocimientos agronómicos?

-Quizá sí.

-Mira que una margarita amarra bien.

-¿De veras?

-Como que sirve para amarrar el virador al cabestrante.

-¿Me explicarás eso?

-Ahora no.

-Ahora voy por mi pareja.

-Pues date prisa, porque ya tocan las palmas.

-Hasta luego.

-¿Y las tablas de Mendoza?

-En concluyendo el baile.

-Bueno estarás para logaritmos.

-De todos modos, mañana.

-¿En tu casa o a bordo?

-En casa.

-Supongo que las tendrá tu padre.

-Sí.

-Pues entonces no las envío.

Crucé el salón cuando ya se estaban colocando las parejas; me acerqué a Nieves, la enseñé la dorada flecha que me servía de contraseña, y Nieves se levantó sin decir una palabra, aceptó mi brazo y fuimos a ocupar un sitio en la cabecera. Observaron todos la flecha que yo llevaba en la solapa de la levita, y empezaron los cabildeos, que terminaron hablando con Gregorio Santisteban, que me dijo al cruzarnos en una de las figuras:

-Me has engañado.

-¿Margarita o yo?

  —306→  

-Tienes razón; bien hecho está.

Nieves volvió a su habitual alegría, y me dijo sonriendo maliciosamente:

-¿Ha encontrado usted esa flecha sobre la alfombra?

-No, por cierto, porque esto no ha sido hecho para caer, y si hubiese caído hubiéramos sido muchos a levantarla del suelo.

-Pero como usted es tan listo.

-Muchas gracias; pero siempre llego tarde.

-Ahora no.

-Porque he podido hacer una obra de caridad.

-¿Cuál?

-He proporcionado un nido a dos palomas que andaban errantes.

-¿Su contraseña de usted?

-La que era mía.

-¿De modo que ha cambiado usted?

-He proporcionado a Gregorio la satisfacción de bailar con Margarita.

-Ya puede agradecérselo a usted.

-Yo soy desinteresado, y me basta con la satisfacción de mi conciencia.

-Va usted haciéndose un santo.

-Siempre lo fue don García.

-Y no lo niego; pero está usted ahora menos alegre; lleva usted quince días en Cartagena y no ha encontrado usted a quién dar una de las palomas.

-Eso probará únicamente que no soy afortunado.

-Pues se llevará usted el premio.

Miré a Nieves con tanta seriedad y tanto orgullo, que no supo contestarme cuando la dije:

-Si después de llevar esta flecha y haber bailado con usted, se creyese algún hombre más dichoso que yo, le llamarían loco.

Y después añadí:

-Quien ha salido perdiendo en mi trato con Gregorio ha sido usted.

-Yo, no.

  —307→  

-Pero tampoco ha tenido usted ventaja.

Me miró Nieves como si pidiese compasión, y quedamos callados. El jurado acordó que no era posible determinar qué señorita era más hermosa, ni era posible hallar en la reunión un sujeto con poca suerte. En consecuencia se destinaba el importe de los premios al hospital de la Caridad como recuerdo de tan agradable fiesta.

Todos fueron, con esplendidez cartagenera, amontonando en una bandeja obsequios que hiciesen más eficaz el donativo. Yo cogí mi contraseña, la envolví en un billete de quinientas pesetas, la dejé sobre la bandeja, y dije al señor Prefumo sin gravedad, pero con tono solemne:

-Hágame usted el favor, amigo mío, de decir a las hermanas que esa flecha es un voto, porque me ha servido de sondaleza.

La Virgen de la Caridad fue tan buena que me acordó todo cuanto la pedí.



  —308→  

ArribaAbajo Un naufragio

Y aseguro a ustedes que fue el más espantoso de los que he presenciado. Porque esos horribles conjuntos de olas altísimas, vientos huracanados, arboladuras que caen y cascos que crujen, llenándose de agua, son pavorosos, pero son fatales. Obedecen a leyes conocidas, y, por tanto, el barco que lucha con un tiempo se bate usando sus armas, y es lógico que el final de aquel duelo a muerte ha de ser el viento burlado o el barco sumergido.

Hay en esas tragedias silbidos del huracán entre las jarcias, ayes de las cuadernas que se separan unas de otras, se rectifican y cierran sus curvas, quejidos de los bragueros que sujetan la artillería, ese sordo ruido con que se mueve todo cuando el barco oscila, y entre estos ritmos, la voz humana, emitida en diferentes tonos y con diversos timbres pero siempre con la extraña armonía del grito, y siempre articulando los mismos vocablos, esas interjecciones con que el lenguaje logra derecho para llamarse humano porque expresa las desgracias del hombre con la rapidez precisa para imaginar la rapidez con que las desgracias llegan y hieren.

Este concertante de raros sonidos que describe los esfuerzos hechos para salvar primero el barco y después las vidas, corresponde a una decoración casi siempre constante, una masa negra coronada por jarcias, vergas y palos, perceptible cuando el relámpago la ilumina; con tres ojos, cuyas pupilas son en el uno blanca, en el otro roja y en el restante verde, ojos que guiñan y parecen revelaciones de endriagos que bailan fatídica danza para celebrar el inminente naufragio.

Repito que todo esto es horrible, pero es fatal y conocido, algo como la muerte de nuestra madre o nuestra propia muerte, la cruel desgracia presentida. Pero yo vi un naufragio sin olas y sin viento, y aseguro que aún lo recuerdo con espanto.

  —309→  

Me hallaba en la toldilla de la fragata Numancia, que estaba fondeada en la hermosa bahía de El Ferrol. Era verano, acabábamos de almorzar, y contemplaba aquella mar tranquila, cuya tersa superficie deja ver en el seno de las aguas los rápidos giros de los plateados panchos. Insiste la mirada en llegar hasta el fondo, donde se clava la uña del ancla, y cuando, ya convencida de que le es imposible contemplar aquellos valles sumergidos, cuyas bellezas anuncia el coral y centuplica la imaginación para hacer más dolorosa la ignorancia, se vuelven los ojos hacia la risueña tierra, se adora a la bella Galicia que tuvo pudor para defender de las miradas extrañas los encantos de sus aldeas y sus bosques; aquella virgen que es hoy una mujer violada y será mañana una mujer prostituida, porque en esos ayuntamientos de las naciones con el progreso que no solicita con amor, sino que se impone bárbaramente, sólo hay beneficio para el violador, venido de tierras extrañas con hábitos, lenguaje, y aficiones extranjeras, un bárbaro que penetra en todas partes haciéndose preceder por el hierro de los raíles y por el hierro de las bayonetas.

Así meditaba, cuando vino a distraerme un trincado con proporciones de navío que transportaba piedra desde la boca del puerto hasta las obras del arsenal. Y tan grande era la calma, que la vela permanecía tendida, inmóvil y rozando el palo. Los cuatro hombres que tripulaban el trincado bogaban haciéndole avanzar muy lentamente. Como este espectáculo no era interesante, volví la mirada hacia la Graña, y como ya estaba perdido el hilo de mis anteriores pensamientos busqué inconscientemente el objeto que los había interrumpido; giré la vista y... el trincado había desaparecido. Sólo pude ver cómo se hundía en el agua el tope del palo.

Con igual rapidez se tripularon a bordo un par de botes, y cuando abrimos del costado y se movían sobre el agua los cuerpos de tres hombres que recogimos. El cuarto apareció el día siguiente arrimado a una rampa del muelle, con los ojos comidos por los cangrejos.

Dios le haya perdonado.

Hoy mismo, cuando me ocurre súbitamente una desgracia que no podría evitar la más astuta previsión, me digo:

-Guarda abajo, Silverio, no te vayas a pique como el trincado de la piedra.



  —310→  

ArribaAbajoHala hasta besar

Tengo el gusto de presentar a ustedes a la señora doña María de las Nieves Santisteban de Lanza, mi esposa recientita, porque acaba de desposarnos el P. Atanasio que se ha quedado en el comedor engullendo una porción de cosas de las que el buen señor no puede disfrutar a diario.

Yo vi que Nieves se levantaba para traer los cigarros de patente que mi suegro guarda en su despacho, y los ojos se me iban detrás de mi Nieves.

-Anda tonto -me dijo el general- escúrrete, pero envía los habanos.

Y me escurrí; encontré a Nieves en la antesala, cogí la caja de cigarros, se la di al criado, y mi chacha y yo vinimos a la azotea. No nos subimos a mayor altura porque no encontramos apoyo para nuestros pies, pero si tuviésemos alas ya estaríamos en lo alto de ese firmamento donde las estrellas empiezan a ser visibles.

Sentimos el ruido que producen las olas en el muelle y podemos contemplar este hermoso Cádiz, donde nace la libertad bonita y bien vestida, para que muera en el Norte astrosa, prostituida y llena de cicatrices.

Nieves quiere hablar de Cádiz y yo quiero que hablemos de nosotros. Ha señalado con un dedo hacia la catedral y por poco me como el dedito; ahora señala con los ojos y también me los voy a comer.

Se ha hecho rogar como patrona del pueblo acosado por la sequía, y me ha convencido de que no puedo vivir sin ella; conque ahora viviré perfectamente.

Después de tantas guiñadas y tanto andar de bolina y tanto abatir ha llegado a puerto.

  —311→  

El general me ha dicho:

-Si gobierna como su madre, hazte cuenta que siempre irás a un largo.

Y la verdad es que mi suegra es un pedazo de gloria bendita. Y dale con que hablemos de Puerta de Tierra.

-Ya serán las ocho.

-No lo sé, porque estoy parado.

Y la muy bobalicona se echa a reír enseñando unos dientes que compararía, si hubiera algo tan bonito como los dientes de mi gaditana. Y se ríe echándose atrás. Verá usted qué pronto la pongo derecha.

-¿Te has asustado?

-¿Estando contigo?

-Dices bien.

-Y vámonos abajo, si tú quieres, porque nos estarán aguardando.

-Es temprano todavía.

-¿Temprano? No lo creas; es preciso cerrar las maletas y el baúl. ¡Veinticuatro horas de viaje para llegar a Madrid! ¿Y tu ropa? Hay que guardarla, y la mía. El padre Atanasio se retirará en cuanto tome café, y...

-Te veo -pensé yo-; quieres defenderte charlando. Vámonos -dije.

Nieves se acercó al tambucho de salida, y yo me acerqué al pretil de la azotea; corrió hacia mí llena de espanto, rodeé con mi brazo su talle, azoqué, y logré de Nieves que uniese sus labios a los míos. Entonces... picaron las ocho, y esto prueba que el reloj no estaba parado.

Bajaron a la estación a despedirnos muchos amigos y muchos curiosos, porque se trataba de la boda de la hija del Capitán General con un sujeto que fácilmente podría ser diputado, senador y ministro.

Lloraba la mamá silenciosamente, y el General se hacía el firme, y decía:

-Basta de lloro; parece que habéis perdido los espiches y estáis achicando.

Gregorio me dijo aparte:

-Yo tengo un porvenir en Argelia y me voy. Hablaremos de esto en Madrid, en familia, pero a mamá no le digáis nada, porque tantas separaciones la van a matar.

  —312→  

El implacable factor, acostumbrado a las diarias despedidas en los andenes, cerró la portezuela, sonó el pito del conductor, respondió la locomotora con un sonoro silbido, como si se burlase de la pitada que debía obedecer, giraron las ruedas, agitamos Nieves y yo nuestros pañuelos, y cuando sentimos el aire del escampado nos acurrucamos en un rincón y allí estuvimos juntitos y llorando un poco, riendo mucho y besándonos más.

Ésta es la señora de Lanza, la mujercita de mi corazón, que besa a ustedes sus manos... pero solamente por fórmula.



  —313→  

ArribaAbajoVarado

Declaro que nuestros primeros días de residencia en Madrid nos fueron muy agradables, y quizá influyese en este encanto la natural alegría de dos recién casados jóvenes y amantes como nosotros; pero después que transcurrieron dos meses nos dimos cuenta de que la vida en la corte nos era insoportable.

Esto parecerá extraño a los provincianos que nunca gozaron del hermoso panorama que presenta la calle de la Paz vista desde la calle de la Bolsa, y hallarán injustificado nuestro aburrimiento los madrileños ahítos de imaginación y de pereza que hablan de todo y viven sin perdonar su diaria visita a la media plaza que se llama Puerta del Sol.

Es lógico que todas las fealdades de la capital no se prestarían al ridículo habiendo convenido en que no es Madrid la mejor población de España. Pero es tan impertinente la porfía con que defienden algunos la opinión opuesta, que yo, madrileño, que he visitado las ciudades españolas y las principales poblaciones de tres continentes, me creo en el deber de mortificar un poco el exagerado amor propio de mis paisanos, y lograr de esta manera que se apliquen a convertir la villa en un conjunto de bellezas que hagan olvidar fácilmente las de Barcelona, Málaga y la Coruña.

Desde luego Madrid obedece al exagerado sistema centralizador que determina todas nuestras organizaciones.

Madrid es la Puerta del Sol amplificada, y resulta como un organismo con una sola víscera, de tal modo que todo ha de pasar por la Puerta del Sol. Y anoto la idea de que el primitivo Madrid es hoy uno de los puntos menos concurridos; quizá mañana sea otro lugar el nuevo centro de la población, pero siempre tendrá uno, porque sus habitantes no gustan de otra idea acerca de la extensión que la muy limitada que produce el punto.

  —314→  

El río está abandonado, a pesar de que sus orillas son muy hermosas y no producen paludismo. El Retiro es un cementerio lindísimo atravesado por una carretera donde los carruajes van al paso para aburrir a los caballos y para que no se despierte los señoritos.

La Casa de Campo parece llorar la ausencia de aquel rey español que se llamó don Alfonso XII; ya no se mueven las aguas de sus rías, y la maleza conseguirá llenar montes y bosques donde la caza vive tranquilamente, amenazando convertir a Madrid en una Colombia infestada por los conejos. Y finalmente, el hermoso paseo que lleva desde el Hipódromo hasta la basílica de Atocha sólo es visitado durante el día por aristócratas enfermos, modistas, cursis, instantáneas, niñeras y chiquillos, y durante la noche... no se ve.

Cuando yo empecé a ejercer mi cargo en el Ministerio de Marina empleábamos mis ratos de ocio en visitar los jardines, los museos y los edificios más notables, y Nieves gustaba de estas excursiones que nos permitían admirar juntos las maravillas del arte y de la ciencia. Pero más tarde tuvimos que rendir el consiguiente tributo de cortesía a la sociedad que nos rodeaba, y entonces no pudimos madrugar porque nos acostábamos tarde, según costumbre de los madrileños que padecen la enfermedad opuesta a la hemeralopia, o sea que sólo ven cuando no hay sol; oímos misa en las Calatravas, nos habituamos a pasear por la calle de Alcalá y por la Carrera de San Jerónimo, concurría los casinos, y sólo fuimos a lo s teatros los días de moda. Total: que nos hicimos vecinos del Madrid chiquito, o sea del verdadero Madrid. Y como es natural, nos aburrimos enseguida de ver las mismas caras y las mismas tiendas, con esa monotonía que producen las calles de Madrid, excepción hecha de algunas de las diez que desembocan en la Puerta del Sol.

Yo, que conozco desde niño la historia de mi pueblo, indicaba a Nieves los defectos de mis paisanos, y Nieves se reía, observando la guardia de honor que dan los reyes godos a Felipe IV, y la rutina que ha colocado las de más estatuas de la capital mirando a Levante, a excepción de las que adornan el paseo de la Castellana, aguardando a que Malboroug vuelva de la guerra por la estación del Mediodía, y de Espartero, símbolo de la libertad y   —315→   de la democracia, que sale de la corrida y contempla tristemente el ocaso del sol que le alumbrara en sus victorias.

Y todos estos desatinos, propios de un pueblo niño, que nació cuando Barcelona y Sevilla llevaban muchos años de gloria y de grandeza, son perfectamente disculpables y remediables: lo que no es posible disculpar y remediar es la asfixiante atmósfera de lo cursi que respiran en la villa quienes no son braceros o grandes de España.

Pontejos y Alcañices, a quienes el ingrato Madrid ha olvidado, quizá porque no tiene medios para pagarles los beneficios que le hicieron, no se preocuparon con establecer un alcantarillado especial para los cursis que forman la tercera parte de la población madrileña. Sabemos todos que los capitalistas españoles y los aristócratas ricos viven en el extranjero; los que forman la corte Su Majestad sólo se hacen visibles en alguna función de iglesia o en algún palco del Teatro Real, y son, como los melancólicos que pasean en el alto de la Castellana, gentes serias vestidas sin descoco, bien educadas y con aficiones democráticas, según ha sido siempre costumbre en nuestros monarcas y sus cortesanos. Los cursis toman por modelo a las cocottes desechadas de París y conducidas a España por algún boulevardier flaneur dispuesto a ostentar títulos que no posee, y que no puede justificar su carencia absoluta de verdadera educación. De esta manera todos los envidiosos y soberbios que no tienen hotel cerca de Monceaux, ni entrada en palacio, ni hábitos de jornalero, se hacen cursis, y, como viven entre cursis, llegan con el tiempo a figurarse que son personas decentes.

Y Nieves me decía.

-Exageras; las de González son muy finas y siempre me preguntan por ti y por los papás con mucho interés.

-Ya verás cómo al final meten la patita.

-¿Y las de Álvarez?

-Ídem de lienzo.

-Pero, hombre, si Álvarez ha sido intendente en Filipinas.

-Aun siendo cierto, resultaría que hubo en Filipinas un intendente que era cursi.

-Según eso todo el mundo es cursi.

  —316→  

-Todo el mundo no, porque hay muchas personas que tienen buena educación y en todos sus actos procuran de una manera decorosa hacerse agradables a su prójimo.

Nieves callaba y me obedecía, pero dudaba; ¡vaya si dudaba! Hasta que un día se convenció de la manera siguiente:

Visitaba mi cuñado Gregorio a una familia extranjera, cuyo jefe se proponía explotar la canalización de nuestros principales ríos. Durante una temporada que mi cuñado estuvo en Madrid hizo amistad con el señor Hardieux y asistió a las reuniones que dicho señor daba y a las cuales concurrían muchos cursis deseosos de comer, bailar y producir envidia a los cursis de la capa siguiente. Un día de reunión hicieron centro de murmuraciones unas cuantas familias que no conocían a mi cuñado, y entre las cuales estaba la de Álvarez. Se hablaba de las gentes groseras que no dan bailes ni matinés, y la señora de Álvarez, echándose hacia atrás, con aspecto majestuoso, dijo:

-Ahí tienen ustedes a Lanza, que sin duda teme arruinarse o que le roben la lugareña que ha traído.

-¿Lanza es el marino? -preguntó uno de los concurrentes.

-Sí, señor.

-Yo le he conocido cuando era alférez de navío; entonces vivía su madre y no estaba casado.

-Ni ahora tampoco -añadió la señora.

-De modo que eso es un lío.

-Así parece.

Mi cuñado, rojo de ira, se encaró con la calumniadora y la dijo:

-Eso no es cierto.

Asustose la cursi, y buscando una disculpa aseguró que había recibido la noticia de un droguero, quien a su vez la conocía por un sujeto de quien no tenía referencias.

Mi cuñado reunió a dos de sus amigos y con ellos se acercó al señor Álvarez, que estaba jugando; le dio una palmada en el hombro, levantó su cabeza el ex-intendente y se halló con que mi cuñado le decía con la mayor desfachatez:

  —317→  

-Su mujer de usted no tiene vergüenza.

-Estoy convencido de ello -respondió el esposo.

Y siguió jugando tranquilamente.

Cuando Nieves se enteró de esta escena lloraba con amargura.

-No volverán, pero si vuelven les tiro por la ventana.

-Tampoco harás bien en eso, porque tendrían un gran placer sabiendo que sus injurias habían hecho blanco. Esas gentes pertenecen al coro y su desgracia disculpa sus envidias: no se las debe despreciar ni considerarlas como primeras partes; sus atenciones no se agradecen, y sus insultos no se escuchan porque todo cuanto hagan y digan no sale del coro.

Y al fin conseguimos rodearnos de algunas amistades agradabilísimas y dejamos que el tiempo desmintiese todas las murmuraciones y que los cursis tuvieran nueva ocasión de lamentar los errores que los conducen a ser totalmente objeto de escarnio para los ricos ilustrados y para los jornaleros sencillos y virtuosos.

Y desde entonces fuimos forasteros en el pueblo donde yo he nacido y adonde no hubiera vuelto si el matrimonio no me hubiera hecho varar en la calle de Bailén.



  —318→  

ArribaAbajo Navegar en conserva

Ya verás como nuestro hijo te trae los galones de comandante.

-¿Le has hecho el encargo?

-Sí, señor; y lo cumplirá.

-De modo que ascenderé a padre y a teniente de navío de primera.

-¿Y tendrás que embarcarte?

-Probablemente.

-¿Pues no decíais tú y papá que tenías no sé cuánto tiempo de embarque?

-Sí, hijita, pero ése sirve para este ascenso.

-¿Y después?

-Después veremos. Ahora no conviene tomarnos la desazón por anticipado.

-Pues ya no me la quita nadie.

-¡Ah, tonta!, si sale lo mismo la chiquilla...

-Y dale con que ha de ser muchacha.

-¿Y por qué ha de ser chico?

-Porque lo quiero yo y tú también.

-Te declaro que me es indiferente, con tal que sea tan bueno y tan guapo como su madre.

-Como tú.

-Los hombres hemos nacido para ser feos y tiranos.

-Pues tú no eres ni lo uno ni lo otro.

-No abuses, y piensa en tu hijo.

-Pues si no pensase...

-¡Nieves!

  —319→  

-A la orden de usted, mi comandante.

-Todavía no.

-Estás el primero.

-Como el muchacho.

-¡Qué cosas tienes!

-Tú has dicho que ascenderíamos a un tiempo.

-Ya lo verás.

-¿Para cuándo?

-Para junio.

-Nacerá como yo el día de San Silverio.

-Y le llamaremos así.

-Eso no. Mi nombre no recuerda nada.

-¿Te parece poco?

-Además es muy feo.

-Pues yo lo encuentro muy bonito.

-Hija, todo lo mío te parece bien.

-¡Lo dices en un tono!

-¿Has creído que me molestaba, cielo mío? Sí creo en lo que dices y te lo agradezco con toda mi alma; pero no lo entiendo, porque tú eres la hermosura, y confiesa que no nos parecemos en nada.

-En que somos buenos.

-Tú.

-Y tú.

-Regular.

-No transijo. Nadie habla mal de ti.

-Y aunque hablasen no lo sabrías.

-En fin... ¡Vaya un empeño!

-No se incomode usted, que no volveré a quitarle el mérito a esa persona.

-Guasón.

-Y aún no hemos bautizado al chico.

-No le llames así.

-Al hijo de mis entrañas.

  —320→  

-Qué poca formalidad tienes esta noche.

-La dejo para cuando sea jefe.

-Estrenaremos algo.

-Un infante, y...

-Calla, porque te adivino.

-Entonces verás que te quiero con toda mi alma.

-Más te quiero yo.

-Porque soy muy listo.

-Eso, sí.

-Un pozo de ciencia.

-Y es verdad.

-Qué lastima que no fueses el ministro.

-Debía serlo.

-Y harías a nuestro hijo capitán de fragata.

-Ya lo será con el tiempo.

-No lo quiera Dios.

-¿Piensas dedicarle a vago?

-Pero, ¿es que se queda al garete quien no sigue la carrera de la Armada?

-¡Es tan bonita!

-En los días de recepción.

-Siempre.

-Calcula lo que he trabajado y después piensa en que con mi sueldo no tendríamos para empezar.

-Es cierto.

-Papá sin la dote de tu madre no hubiera podido educaros a ti y a Gregorio como os ha educado.

-También es verdad.

-Ahí tienes un ejemplo en tu hermano. No trato de ofenderle, pero no ha estudiado tanto como yo entre la Escuela, la época de guardia marina y la de estudios superiores. Pues bien; ahí le tienes con veintidós años, ingeniero, en la Argelia, que es un país extranjero, y ganando quince mil francos anuales.

  —321→  

-¿Y mañana si enferma?

-Se morirá como yo.

-O no se morirá.

-¿Y qué?

-Que no tendrá ninguna pensión.

-No sabemos. Y de todos modos, ahorrando diez mil francos todos los años pronto se consigue un retiro que no disfruta ningún pasivo de ningún ejército.

-En fin, que no me convences.

-Pues pregúntale al muchacho, y lo que él diga eso se hace.

-Aguardaremos a junio.

-¡Cuánto tiempo!

-¿Te parece mucho?

-Figúrate.

-Que te adivino.

Y no se equivocaba.

En lo que no acertó fue en la fecha del nacimiento, porque tuvimos un chiquitín hermosísimo el día 16 de julio, el día de la Virgen del Carmen. Y como es natural, la Santa Virgen nos llenó de felicidades.

Para saber lo que es un hijo es precioso tenerlo, porque no siendo en este caso todas las explicaciones de sentimiento paternal se reducen a un conjunto de frases hechas.

Un hijo es lo que más se quiere; de tal modo, que no hay placer mayor que ver alegre al hijo, ni pena más grande que verle enfermo o contranado.

La muerte de un hijo debe producir dolor incomparable, como son incomparables las alegrías que un hijo proporciona, y yo declaro que desde que fui padre sólo me he preocupado seriamente con mis chiquitines.

Llamamos Pepe al muchacho porque mi padre y el de Nieves se llamaban José, y el tal Pepito me entonteció.

Buscaba yo pretextos para no asistir al Ministerio y pasarme el día jugando con aquel cuerpecillo diminuto, pintándole bigotes y patillas y adorando a Nieves, que estaba cada día más hermosa.

  —322→  

Llegaba la noche; colocábamos el muñeco en su cuna, y allí nos estábamos velando aquel sueño tan reparador y tan tranquilo.

-No fumes tanto.

-¿Por qué?

-Después el niño tiene tos.

-¡Mira tú que tos!

-¡Si creerás que ya es un hombre!

-Poco menos.

-¡Pero cómo se ha quedado con los bracitos extendidos!

-Y ese dedillo.

-Es verdad.

-Parece el dedo del Jorge-Juan que hay en Ferrol.

-¡Vaya una comparación!

-Desengáñate, que este mozo tiene condiciones de mando. Ahora está diciendo: «Fondo: arría en banda; un hombre que cuente los grilletes».

-No grites tanto.

-Si no se despierta.

-Eso quisieras tú para enredar otro poco.

-Aún no soy jefe, aunque sea padre, y tengo derecho a no tener formalidad.

-Ni la tendrás nunca.

-Ni quiero. Gracias a Dios, este hogar está hecho para reír y no para el drama.

-Porque eres bueno.

-Calla, criatura, si tú eres lo bueno de la casa. Gracias a ti...

-Y a ti...

-Desde luego; pero este chiquitín es el ala de estribor, y supuesto que vamos en popa hay que largar la otra ala.

-Ahora es preciso tener juicio.

-¿Quedarnos en facha con tan buen cariz y no teniendo que aguardar a nadie? Eso es bueno para capear los malos tiempos.

-No entiendo, pero presumo.

  —323→  

-Parece mentira que no entiendas, siendo nieta de marino, hija de marino, esposa de marino...

-Y madre de marino.

-Hablaremos.

-Con tal que sea feliz...

-Tú lo eres, y no entiendes el tecnicismo.

-Porque usáis nombres muy raros. Cangrejos, cangrejas, culebras, escandalosas.

-Y tenemos damas para remar y apóstoles en el bauprés.

-Vaya una mescolanza.

-Muy natural.

-¿Y los puños?

-Hay muchos puños en un barco.

-Lo creo.

-Dejando aparte los que sirven para dar puñetazos.

-Ya sé que tienen puños las velas.

-Y tú los tienes más bonitos.

-Pero no recogen el viento.

-Nosotros vamos con el viento galeno.

-De modo que yo hago andar la nave.

-Y yo llevo el timón.

-Pero, aunque sea vela, no seré la cangreja.

-Ni la arrastradera.

-Me contento con ser la mayor.

-Tú eres al tercio porque eres única.

-Zalamero. ¿Y Pepito?

-Un foque.

-¡Qué nombre tan feo!

-Pues ahora será la monterilla y mañana el velacho.

-Muy señor mío, el señor velacho.

-De todos modos será la grímpola colocada en lo alto del tope.

-Eso me gusta.

-Y a mí tú.

  —324→  

-Oye, también en los barcos hay amantes.

-Y amantillos. Allí todos aman.

-Y engañan a las chicas.

-Menos yo.

-Tú me engañaste.

-Júralo.

-No quiero jurar en falso.

-¡Ah, pícara!

-Estate quieto, que le vas a despertar.

-Ahí está la madre defendiendo a su hijo.

-Con estos puños.

-Para esos puños tengo yo en mis brazos dos chafaldetes.

-¿Para qué?

-Para cargar la vela. Listos a tomar un rizo a la gavia. También hay amantes de rizos.

-Pero, no grites.

-Pues acércate y lo diré callando.

-¿Ves? También nuestra cama parece un buque; en cada esquina hay un palo y de aparejo sirve el pabellón.

-Y yo, comandante de este barco, juro emplear todas mis energías en defender la tripulación y hacer, con ayuda de Dios, una navegación feliz por el mar de la vida.

-¡Viva el comandante!

-¡Bendita seas!





  —325→  

ArribaAbajoDe Jefe

El sueldo es un tormento tan cruel que aumenta con las necesidades sin llegar nunca a satisfacerlas. No mata, pero hace penosa la vida.


(Ayes de un capitán de navío)                


  —326→  

ArribaAbajoHombre grave

Cuanto más se sube más se ve el conjunto y menos se aprecian los detalles.



Ya se ha dicho de muchas maneras que cualquier tiempo pasado fue mejor, y lo cierto es que todos los jefes cobrarán a gusto su sueldo, pero echarán de menos aquella época de oficial en que se goza de una libertad no consentida a la juventud del cadete ni a la severidad del comandante.

Yo, al menos, he suspirado muchas veces viendo perdidos aquellos días pasados en la cámara de batería o del sollado, donde si bien estábamos siempre bajo el comandante, teníamos compañeros con quienes jugar, pasear por tierra y llevar a su término alguna juerguecilla donde solían quedar afurrieladas las cursis que hallábamos a mano.

Después, cuando me vi mandando barcos o siendo tercer comandante en las blindadas, comprendí que mi antigüedad me había hecho saltar un abismo que me separaba para siempre de los oficiales. Ya me fue obligatorio vivir en continua relación con el primero y con el segundo, irme solo a tierra sin la bulliciosa compañía de los alféreces de navío, el contador, los médicos y el padre; ya tuve que limitar mis diversiones a la metódica partida de tresillo, formada a bordo con la plana mayor y el teniente más antiguo, y en tierra con el general, el mayor o el comandante de arsenales. Nada de chicoleos con las mozas; nada de botellitas de coñac despachadas en dos tragos; nada de jugar dentro en el entrés ni de a batir con un ocho; gravedad, seriedad, formalidad y aburrimiento en toda la línea. Y declaro, y quizá les ocurra lo mismo a muchos jefes, que yo, siendo padre y comandante, tenía las mismas ganas de divertirme que cuando era alférez de navío.

Pero aunque no es verdad que el hombre se acostumbre a todo, es positivo que tiene resignación para sufrirlo todo pacientemente, y no es menos   —327→   cierto que no hay mal que por bien no venga; conque, llegué a ser persona grave y a consolarme de mi seriedad, pensando que el Estado me la pagaba, y que mi chico parecía dispuesto a renovar las locas alegrías de mis tiempos pasados.

Llevaba dos años de Jefe cuando tuve una niña, a quien llamamos Tula, que era el nombre de mi abuela materna, y la verdad es que entonces me puse serio, porque deduje que si cada año tenía un hijo no alcanzaría mi capital ni para darles carrera, ni menos aún para que viviesen con la holgura de que yo jamás había carecido. Y esta idea me aficionó a ganar dinero, y solicité los pocos cargos en Ultramar que permiten a un marino ahorrar gran parte de su buena paga, porque los chanchullos de otra especie ni los harían marinos de guerra ni ciertas gentes permiten que se les prive de esas canonjías.

Mi adorada Nieves, mi santa esposa y la santa madre de mis hijos, tomaba mis deseos como proyectos propios y órdenes ineludibles, y la pobrecita, cuando yo volvía de Ultramar, me enseñaba sus ahorros, empleados cuerdamente en cédulas hipotecarias que compraba una a una. Yo la enseñaba mis regalos, y ella me reprendía por aquellos dispendios, hasta que la sentada sobre mi rodillas y cogía los regordetes dedos de sus manos sonrosadas y con ellos iba ajustando cuentas de la manera siguiente:

-Hasta hoy sólo tenemos dos. Quédate con esos deditos estirados: eso es el cargo. Vamos ahora con la data, y trae la manita derecha. Tanto que vale la casa de la calle del Barquillo; tanto que vale el solar de la Castellana; tanto de las dos casas de la calle del Ave María; en Perpetua tanto; en Cubas... en esto ya no estamos tan fuertes, pero es un piquillo que con el pico que produce tu hijuela...

-¡Pobre madre mía!

-Valía más que nunca la hubiésemos heredado.

-Tan chocha como estaba con Pepito...

-¡Si ahora viese a Tula!...

-Se la comía a besos.

-¿Y papá?

-Pues estará en el Retiro. Esta mañana se levantó a las ocho, mandó que vistiesen a Pepito y se lo ha llevado de paseo.

  —328→  

-Total, que el chico no estudia nada.

-Pero, ¿qué quieres que aprenda a los cinco años?

-A esa edad sabía yo...

-Menos que él.

-¿De modo que antes yo era el sabio y ahora lo es el chiquillo?

-Porque ha salido a ti

-Y las especies mejoran, ¿no es verdad?

-¡Ya lo creo!

-Pues estás equivocada: Tula no será nunca tan hermosa como su madre.

-Vaya usted a paseo.

-A paseo no, pero volveré a Ultramar.

-No lo digas ni en broma.

-Aún podemos ahorrar mucho dinero.

-Pero si de la cuenta resulta que somos potentados.

-¡Y te quejabas de mis obsequios!

-Porque te habrán costado mucho.

-Eso cuesta barato en aquellas tierras.

-La caja de concha es muy bonita. Conste que tú la encargaste.

-Yo sólo te hablaba de una caja.

-¿Y se puede saber para qué la quieres?

-Para guardar documentos.

-¿Importantes?

-Mucho.

-No serán cédulas, porque ahí caben pocas.

-Son tus cartas

-Pero, chica, ¿guardarás todas las que te escribo?

-¿Me crees capaz de tirarlas?

-Pues yo rompo las tuyas en cuanto las leo.

-Está usted faltando a la verdad, y a sabiendas.

-¡Caspitina!

-Las he encontrado todas.

  —329→  

-¿Dónde?

-En un secreto del pupitre.

-Pues no me acordaba.

-Merecías...

-Pues si lo merezco, dámelo.

Y al año siguiente se dejaba convencer la madraza y me marchaba a Filipinas o a la Isla de Cuba.

Así pasa su existencia el Jefe de marina en esta época de paz para el Ejército, y en que todas las luchas se reducen a cabildear por los pasillos del Ministerio o de las Cámaras, y mover el personal a gusto de cuatro caciques. Yo no he de referir estas miserias, porque no deben conocerlas los profanos, ni es posible remediarlas hasta que nuestras costumbres políticas nos habitúen a conservarnos en el lugar que nos corresponde.

Tampoco he de aludir a los jefes que me siguen y preceden en el escalafón, y cuya respetabilidad no quiero mermar inocentemente; ni trataré de las cuestiones técnicas, que preocupan muy poco, ni de las competencias entre constructores, ni de sucesos recientes que exacerbaron las pasiones de todos los interesados. De Jefe sólo se piensa en la síntesis, y con mayor empeño conforme se va acercando la muerte, que es la síntesis de la vida, y, por consiguiente, sólo expondré mis ideas de viejo, que serían para ustedes muy respetables si viesen la calva cabeza y las patillas blancas del que esto escribe, suspirando al recordar aquellos hermosos tiempos en que era un muchacho, aunque figurase en el escalafón como el más antiguo de los coroneles, porque es indudable que la seriedad ficticia no es tan molesta como la fatal seriedad que imponen los años. ¡Bienaventurado el que llega felizmente a general, como yo he llegado, pero infeliz al mismo tiempo, porque los entorchados van diciendo a quien los lleva: ¡Abuelillo, abuelillo!



  —330→  

ArribaAbajoLa oración


    Y siempre en lontananza
distingo, entre fantásticos vapores
que el sol de Iberia con su lumbre baña,
las costas hermosísimas de España
donde esperando viven mis amores.


(Negrín)                


Es, seguramente, el acto más conmovedor que se verifica a bordo.

Cae la tarde; ya se tomó el rancho, e hicieron los juaneteros la recorrida; los cabos yacen en adujas o colgados de los cabilleros; han cesado las canciones a proa y suena el toque de llamada. Se forman las brigadas, se cogen los cois de la batayola, toca el corneta la oración, y poco después bajan los marineros a batería o al sollado llevando al hombro los aferrados cois que cuelgan en los cáncamos de los baos.

Este momento ha sido para mí el de mayores emociones.

Lo aguardaba, siendo jefe, para sentarme en la toldilla sobre el montaje del cañón de popa, o sobre el borde de una canasta, y mirar sin verla hacia la tierra que habíamos dejado detrás de nosotros y enviar besos a mi mujer y a mis hijos, olvidarme de la diferencia de longitud y consolarme pensando que en aquellos instantes mi hermosa Nieves pondría de rodillas a Pepe y a Tula, mirarían hacia la mar donde yo estaba, y pedirían a Dios que me volviese con vida a los amantes brazos de los míos.

Algunas veces, discurriendo con la soberbia que produce la ciencia mal digerida, me he reído de que el hombre pueda enternecerse por tales futesas, y después, cuando me he enternecido, he mirado con cristiana compasión a los seres que no se enternecen.

Es muy triste ver llegar la noche entre la arboladura de un barco, entre las tiendas de un campamento, junto a la boca de una mina o bajo el techo de un hospital, y acordarse de los seres que queremos y están ausentes,   —331→   y acaso no volvamos a ver; pero es mucho más triste, mucho más, gozar de salud y de fortuna, vivir rodeado de los suyos, lograr el público aplauso y ensoberbecerse con tanta dicha y negar el corazón a todo sentimiento humano y caritativo, reírse de las melancolías que la noche inspira y dejar sumidos a los humanos en noche eterna, la noche que producen la cárcel, el proceso, la emigración y el hambre.

Dúdese de la existencia de la santísima Virgen, ríanse de tales obsesiones; yo sólo sé que el hombre necesita de amor y de consuelo en esta tierra, y para consolar el quebrantado espíritu no ha dictado ningún código, nada con que poder sustituir esa hermosa salutación con que rogamos a la Virgen diciéndola: Ave, Maria; Dominus tecum. Benedicta tui in mulicribus.



  —332→  

ArribaAbajo Los vicios del marino

Si quieren ustedes saber algo acerca de la mar pregúntenle ustedes a un terrestre, y lo contrario de lo que diga es verdad innegable, porque ya he recordado en muchas ocasiones, y lo repetiré en otras muchas, que en esta nación, que debía ser un pueblo esencialmente marinero, los naturales del interior ignoran más o menos lo que se refiere a la mar, y los de las costas van a Madrid a ejercer la medicina o la abogacía. Todo esto depende, en suma, de que las ambiciones españolas son modestísimas o fantásticas, y en ambos casos no requieren para ser logradas el rudo trabajo y el constante peligro que produce la vida en la mar.

Pregunten ustedes a un labriego de Burgos o de Valladolid acerca de la limpieza de los barcos, y les dirá a ustedes que son una tacita de oro. Ése no ha visto las ratas de la sentina y de los pañoles. Ha contemplado con asombro los relucientes cañones, pero no ha escudriñado sus ánimas, donde pudieran hallarse los algodones para dar aceite y algún par de calcetines sucios. Esto no es decir que no haya limpieza en los buques; es sólo rectificar un juicio exagerado y venir al justo medio, que deja los barcos con el aseo de un taller limpio, pero no como los bibelotes que adornan el gabinete de una señorita.

Pregunten ustedes a un alguacil de la provincia de Cuenca si son viciosos los marinos, y contestará afirmativamente con tal acopio de datos que será preciso dudar si son sátiros, mosquitos o guardadores del Calvario, ésos, ¡ay!, tristes que llevan botón de ancla.

Y como la verdad es amable diosa a quien hago sacrificios, haré yo el de escribir estas cuartillas, y ustedes el de leerlas, y la diosa nos dará en   —333→   cambio noción exacta de los espantosos vicios que acompañan a los barcos, a la manera que lo hacen los golfines y los tiburones.

El primer vicio, y seguramente el más vergonzoso, es la avaricia manifestada por su forma menos grave, que es el egoísmo, y que el egoísmo es condición de marinos lo prueba la conocida frase que dice: Lancha adentro, amigos fuera. Lo prueban igualmente las ansias con que, según los novelistas en seco, se lanzan los hombres a las barquillas cuando los navíos pierden en la borrasca su eslora, como dijo un poeta anhidro cuyo nombre no interesa a ustedes. Y lo probarán otras muchas cosas, pero no la experiencia, porque ésta demuestra que la generosidad es cualidad inherente al marino en tierra con la camisa limpia, y a bordo con la camisa llena de sudor y de polvo de carbón, que así navegan los oficiales de marina, aunque no lo sospechen ni lo crean las madrileñas que admiran en San Sebastián la limpieza de las brazolas, de los pasamanos de las escalas y del metal de las gavetas, mientras algún imprudente marinero les atisba las piernas contraviniendo las severas órdenes del comandante y el respeto que merecen las ligas deshilachadas, las piernas flacas y las medias con los zancajos rotos y mal zurcidos.

La célebre máxima es una advertencia a los gorrones, y no porque los gorrones abunden en el mar, sino porque en tierra es fácil adquirir por el ejemplo la mala costumbre de vivir a costa del prójimo. En los viajes largos llegan a escasear todas las provisiones, incluso las particulares que cada individuo lleva para sí, y en previsión de que esto ocurra, advierte la sentencia que, al preparar los abanicos para entrar las lanchas, no se debe confiar en las amistades, o bien que los amigos, sin dejar de serlo, se hallan fuera cuando la lancha se mete dentro.

Esos egoísmos salvajes de que hablan las novelas son fantasías creadas por la ignorancia o recursos necesarios para que un perro salve a un niño llevándolo a nado desde las Azores hasta Portugalete, o para que un inglés y una andaluza den fondo sin testigos en alguna isla desierta de las que sólo existen para entretenimiento de los que estudian historia y geografía en novelas vírgenes de geografía y de historia. Cuando ocurre un naufragio, y singularmente en los barcos de guerra, hay orden y método para salvarse y para morir.

  —334→  

Todo lo dicho probará a mis lectores que el egoísmo no se embarca ni para lastre, y que, por el contrario, son condiciones marineras la esplendidez y la abnegación.

Y en prueba de este último aserto citaré dos casos.

Estábamos fondeados en Santander, cuando llegó a España, de vuelta de su emigración, Su Majestad la Reina doña Isabel. Teníamos visitas de curiosos desde las diez de la mañana, hora en que se permitía atracar a los botes, hasta las cuatro de la tarde, y entre los sujetos que visitaron el barco hubo dos tan cariñosos y amables que ganaron enseguida la amistad de unos guardia marinas que les acompañaron en su visita. Los muchachos, arrastrados por su carácter expansivo, invitaron a comer a los visitantes, y éstos aceptaron la invitación para el día siguiente. Y con efecto, al siguiente día parecía la camareta un restaurante de primer orden preparado para comida de boda o banquete político. Pregunté a Loriga que era cabo de rancho de los guardia marinas, y sujeto decidor y simpático, cómo habían hecho aquella maravilla, porque me constaba que los guardia marinas vivían con mucha escasez.

-¿Qué quiere usted? -me contestó Loriga-; hemos pedido anticipados los ocho duros de rancho del mes que viene, y hemos preparado la comida de hoy, donde habrá champagne y cigarros habanos.

-Y hasta el otro mes, ¿qué comerán ustedes?

-Ya veremos.

Y lo que vieron fue que picaron las cuatro, las cinco, las seis, las siete y las ocho, y los convidados no parecieron.

Si acaso llegan estos apuntes a conocimiento de aquellos sujetos, sirva de castigo a los descorteses saber que no he visto ningún banquete igual en esplendidez y buen gusto al que dispusieron aquellos guardia marinas tan generosos y tan llenos de necesidades.

Y hablemos de la abnegación.

Mi amigo el señor conde de Villar de Fuentes recordará por qué no dimos en Vigo el baile que ya teníamos costeado. Y dirá que no se celebró por la razón sencilla de que se puso enferma una niña de diez años, hija de una distinguida familia que reside en Santiago. La pequeñuela rodeaba   —335→   nuestro cuello con sus bracitos, adelgazados por la fiebre, suplicándonos que no diésemos el baile hasta que ella pudiese bailar. Esto suponía para nosotros un enorme sacrificio, y yo dudaba, pero Quiroga, con su bondad característica, accedió sonriendo dulcemente, y palabra de marino y juramento de gallego se cumplen luego.

No se dio el baile y murió la niña, que es en el cielo prueba irrecusable de que el egoísmo no vive en los barcos bajo ninguno de sus miserables aspectos.

Dícese que somos jugadores, y esto es exacto, porque nos jugamos la vida, y casi siempre en tales condiciones que aventuramos todo para ganar muy poco, si no sale la contraria.

Es cierto que durante largas travesías se buscan remedios contra el hastío, y se juega generalmente al tresillo, y siempre pagando con fichas, porque fichas son aquellas monedas que no sirven para comprar donde no se vende nada.

Juegan al ajedrez los que tienen la sangre más blanca, y no se usa de otros juegos admitidos en sociedad (como el asalto) por la sencilla razón de que son tontos, y proto se descubre de qué lado están las ventajas, conque desaparece la distracción.

Juegan los marineros a la lotería, y el que vocea lo hace con honradez y claridad, y cobra, como el Estado, su culebra correspondiente.

Todos juegan para distraerse y nunca para perder su hacienda y su decoro, porque en los barcos se desconocen los suicidios y la miseria originados por el juego en tierra firme.

Ocurre en algunas ocasiones que un teniente de navío que marchó a Filipinas prometiendo a su novia hacer dinero y volver pronto para casarse con ella, vuelve, en efecto, sin un cuarto y asegura tranquilamente que lo perdió jugando al monte mientras recorrían el Canal. Esto no es exacto, y lo que ocurre es que muchos oficiales se van a Filipinas huyendo de sus novias y otros no ahorran porque no les gusta.

Y respecto al vino y a las mozas, metan ustedes en un barco a los viciosos de tierra, y cuando lleven veinte días de navegación y sólo quede vino tinto bien aguado, algún licor asqueroso hecho por el maestre de víveres   —336→   en los antros de la bodega, y no se vean más faldas que las de los montes si está próxima la costa, ya oirán ustedes cómo aseguran esos narradores de una mar fantástica que la primera condición que se necesita para navegar es una virtud como blindaje de acero.

De los barcos han salido algunos frailes, pero no ha salido ningún turco.



  —337→  

ArribaAbajo La fatal ingratitud

Conste que yo no era partidario de que Pepe fuera marino, y aunque el abuelo opinaba de distinto modo creyendo que su influencia y la mía serían suficientes para que el muchacho hiciera su carrera en el Ministerio, Pepe lo dispuso de otro modo, y a todos nos dejó disgustados: al abuelo porque no llevó el chico botón de ancla, y a mí porque le tuve más lejos de mi lado y más constantemente que si hubiese sido guardia marina.

Pero el chico obedeció a las impresiones que le producíamos su tío y yo, y dedujo que había mayor porvenir siendo ingeniero en Argelia que siendo brigadier en la Armada, y se empeñó en ser ingeniero industrial, y lo fue rápidamente, y con aprovechamiento.

Quizá su carácter influyese mucho en esta determinación, porque Pepe era un joven a la moderna, con las rarezas características de los jóvenes de nuestros días. Antiguamente todos éramos calaveras y buenos estudiantes al mismo tiempo; hoy los jóvenes o son graves como magistrado del Supremo, o se lanzan por el camino de los placeres de una manera irreflexiva. Pepe fue un viejo desde niño, amante del estudio por el deseo de saber, aficionado a todo lo docto y a todo lo culto y enemigo de lo efímero y lo banal. Durante los primeros años de su juventud temí que aquel espíritu estuviese perturbado por alguna íntima amargura, pero después llegué a convencerme de que las gravedades y las locuras de nuestros jóvenes son manifestaciones del escepticismo en que nos ha sumido la lucha entre la filosofía que muere y la filosofía que nace: la que no quiere morir sin matar y la que pretende alcanzar más rápidamente la victoria, negando todo lo existente, aun lo que es cierto y respetable.

Y cuando Pepe concluyó sus estudios se fue a la Argelia con su tío, dejándonos tristes, y a mí singularmente, porque ya el abuelo había muerto   —338→   por aquella fecha, y Pepe era mi camarada, a quien yo llamaba mi tirano, porque le obedecía gustosísimo, supuesto que el muchacho tenía seguramente más formalidad que su padre.

En la Argelia montaron él y Gregorio una fábrica de harinas que les producía muy buenas ganancias, y dos años después vino Gregorio a Madrid para celebrar mi ascenso a contraalmirante. Seguía mi cuñado con su habitual buen humor, y como llevase seis meses en casa sin hablar de su vuelta a la Argelia y sin ocuparse de otra cosa que de acompañarnos al teatro y de pasear todas las tardes con Nieves y con Tula, llegué a sospechar si entre él y Pepe existiría algún disgusto. Le hice con este motivo algunas insinuaciones, y una noche, a la hora de comer, y como viese anchoas en una concha, dije:

-Si estuviese Pepe se las comía todas.

-Allí las comerá -respondió Gregorio.

-Allí, allí... bien podía haber venido.

-Ahora me ha tocado pasar una temporada y cuando haya terminado el asunto que me preocupa vendrá él.

-¿Pero tienes un asunto? No lo sabía.

Gregorio miró a Nieves y a Tula, y dijo sonriéndose:

-Te lo voy a decir.

Tula se marchó corriendo, y Nieves empezó a buscar su servilleta, que se le había caído en el suelo.

-Pues sabrás que me caso.

-¿Contra quién?

-No me calumnies, porque te pesará.

-Es una broma; ya sé que eres bueno.

-Me alegro de que tengas esa opinión, porque convencerás a mi futuro suegro.

-Chico, sería muy tonto si pusiese reparos.

-Está dicho.

-¿Y qué?

-Que si no es preciso vestirse de etiqueta te pido desde ahora la mano de Tula.

  —339→  

Se me cayó el tenedor, y lo primero que pude hablar fue para decirle a Gregorio:

-¿También quieres llevártela a la Argelia?

Y se la llevó. La muy pícara hacía algún tiempo que estaba enamorada de su tío, y aguardaron para concertar la boda a que Pepe pudiese sustituir a Gregorio en sus trabajos de ingeniería.

Cuando llegó la noche en que Nieves y yo nos vimos solos, por primera vez después de muchos años, lloramos los dos como lloraba mi madre cuando yo salía a navegar y como lloraba la abuelilla en Cádiz cuando traje conmigo a mi hermosa gaditana.

-¿Tú ves? Ésa es la ingratitud de los hijos: ellos se van por ahí a navegar con todos los vientos y con todos los rumbos y nos quedamos como puerto de refugio por si necesitan alguna carena; menos aún: somos dos balizas que les recuerdan algo que acaso no vengan a buscar.

-En fin, que Dios les haga felices.

-Toma, eso lo primero de todo.



  —340→  

ArribaAbajo Los ladrones a bordo

En los barcos, donde las costumbres reflejan las de la patria, rara vez se roban alhajas o dinero; pero muy a menudo se hurta vino y comida. Yo, esclavo de la verdad, declaro ingenuamente que, siendo guardia marina, quité a don Manuel Delgado Parejo una gallina, un bonito y unos kilos de carne, y a don Luis Bula medio jamón y una botella de Oporto. Pésanme las faltas cometidas, y estoy dispuesto a restituir lo hurtado, siempre que se me devuelvan los cigarros que me atraparon mis compañeros oficiales y las gallinas que se me comieron los guardia marinas cuando yo mandaba la Sagunto.

Conste, desde luego, que nadie debe apoderarse de lo que no es suyo, pero conste también que todos los privilegios odiosos están amenazados de muerte, y es privilegio odiosísimo que alguien tenga gallinas y champagne cuando otros padecen escasez de bacalao y de agua.

Repito que muy rara vez ocurre en puerto, donde el dinero se cambia inmediatamente por placeres, que alguien se apodere de dinero que no sea suyo, pero en puerto, como en la mar, se cogen las buenas tajadas y.. todos en él pusimos nuestras manos.

Los temores aumentan el apetito y despiertan el ingenio. Yo me apoderé de un buen trozo de carne que don Manuel había mandado colocar bajo un farol en la cruz de los estáis mayores, y me fue preciso descender a brazo por el estay de babor llevando colgada de los dientes la media arroba del rico solomillo. En cambio, un guardia marina, que es hoy teniente de navío, hijo de una familia distinguidísima, compañero de mis hijos y sujeto de mi mayor predilección, tuvo el atrevimiento de ponerse una levita mía, y perfectamente disfrazado ordenó una noche al guarda banderas que matase mis   —341→   gallinas y las pusiese en la puerta de la cámara, advirtiéndole agriamente que no las dejase cacarear.

Y aunque es cierto que resultará anómalo el aire jocoso con que hablo de estos asuntos sin conservar la gravedad que el caso requiere, no es menos exacto que de buena gana me dejaría quitar cigarros y botellas con tal de que mis años fuesen menos y pudiera verme en el puente de una fragata con mi uniforme de capitán de navío de segunda clase. Y además, quiera Dios que siempre haya entre ladrones y robados el respeto y el sincero cariño que me profesa aquel guardia marina de la Sagunto y el que yo profeso a don Manuel Delgado y Parejo.

Además de lo dicho, hay a bordo otra clase de rateros, que nada respetan, y lo mismo se comen el chocolate que las tablas de Mendoza. Esos animalitos eluden el castigo con su ligereza y abusan hasta de la inocencia humana. Estaba de segundo conmigo en la Zaragoza un capitán de fragata que había navegando en Filipinas muchos años, conque sería redundancia añadir que no tenía completos sus cinco sentidos. Los ratones le comían la ropa y los papeles, y un día se dispuso a envenenarlos dándoles queso con cabezas de fósforos; pocas noches después empezó a arder el armario y vimos que el queso había desaparecido.

-Se me olvidó hacer la mezcla, y cuando han acabado con el queso se han entretenido con la caja de fósforos y los han incendiado.

Por esto es preciso ser cauto con los rateros y los ratones, porque se llevan lo que les conviene y hacen disparar las armas por la culata.

En síntesis, que los ladrones que hay en los barcos son los ladrones más honrados de todo el mundo.

Presente.



  —342→  

ArribaAbajo El sentimiento religioso

Es un tema digno de profundo estudio lo que pudiéramos llamar la actividad religiosa en los barcos de guerra.

Desde luego, el hombre de mar siempre es creyente: cuando es ignorante, por supersticioso, y cuando es ilustrado, por esto mismo, porque su ilustración le impulsa a todas las agradables manifestaciones de sus puros sentimientos.

Los marinos españoles tienen extraordinaria devoción a la Virgen del Carmen, y no he visto marinero herido o enfermo que no llevase un escapulario recordando la popular advocación de la santísima Virgen. Es natural que en los barcos, donde hay hombres de mucha ciencia, existan algunos que rechacen ciertas afirmaciones eclesiásticas, que son más oscuras en su forma que erróneas en su fondo; pero esos cismáticos incipientes llevan también su escapulario, porque han tenido el sano criterio de entender que la religión es filosofía encarnada en el sentimiento, y que, por tanto, ha de amoldarse a la condición humana y ser constantemente origen y fin de nuestros consuelos y nuestras alegrías. Para el libre pensador que habita la cámara de una fragata no es el escapulario símbolo de una estrecha disciplina, ni de una disquisición llena de lucubraciones, donde lo abstracto se hace sutil hasta convertirse en incomprensible: para aquel hombre, el escapulario es el recuerdo de la madre que llora y de la amada que espera; la afirmación de las queridas esperanzas hechas por la santísima madre esposa, cuya vida conmovedora y ejemplar no hallará nunca descripción más interesante que la sencilla historia que refieren esos Evangelios, que nadie se encarga de hacer necesarios y populares.

Hay en aquel escapulario promesas de amparo como las del Pontífice que se ocupa con la tristísima situación de los obreros y las del cardenal   —343→   que lucha para llevar a las costas de África la bienhechora caridad cristiana. Hay todo lo sublime de la metafísica comprensible y todo lo sublime de lo material que es inexplicable; hay recuerdos de Nazaret y Getsemaní, lágrimas derramadas en el Calvario y que piden perdón para los enemigos; hay todo lo que atrae con esfuerzo irresistible el amor del hombre, y por eso el escapulario no recuerda al cura mujeriego y calumniador, hipócrita y cobarde, que es el mayor enemigo de la santa religión a que debe los respetos que se le otorgan.

Ocurre además que los capellanes de la Armada son necesariamente sujetos de extraordinaria ilustración, y viven en un medio que hace imposibles los vicios que caracterizan al mal sacerdote, y de esta manera se explica que en esa sociedad que navega todos sean fervientes devotos de la religión que aprendieron de sus madres. Y por eso también se explica que el marino español trate con el más humillante de los desprecios al tonsurado indigno que olvida su sagrada misión.

Se trata de negar estas aficiones piadosas que yo afirmo recordando la frecuencia con que se blasfema en los barcos de guerra.

Pues bien; la réplica afirma la tesis, porque los marinos no tienen hábito de blasfemar, y sólo recurren a la blasfemia para convertirla en interjección, tan característica que denuncia una decisión irrevocable y que, por consiguiente, es forzoso acatar.

Yo recuerdo, ahora que estoy caduco, aquellas misas que oí, formado con la marinería o al frente de ella, y me parece que oigo vibrar en batería el agudo son de la corneta, y recuerdo la piadosa unción con que tomaba parte de aquel culto, y cuando añado a estas memorias la de aquéllos que han sido herejes por obra de un sacerdote desalmado, creo firmemente que cualquiera perdona las inocentes blasfemias de los marinos, y que sólo Dios en su infinita misericordia puede perdonar las necedades de algunos presbíteros.



  —344→  

ArribaAbajo Yo, secretario

Jamás había pensado en ser ministro; esto constituirá la aspiración de algunos oficiales, pero nunca fue la mía. Es cierto que mis amigos me habían anunciado repetidas veces el alto porvenir que me aguardaba, pero nada más.

Cuando se hizo la crisis de octubre estaba ocupado en buscar un aparato que desplazase los fondos a larga distancia sin necesidad de suspenderlos; algo que sustituyese ventajosamente a la draga. Y me preocupada con esto porque estaba indicado para capitán general del departamento de Cádiz. Vino la crisis; lo cierto es que ni supe sus causas ni cómo se verificó. Estábamos almorzando cuando llegó el secretario del señor Pérez y me dijo que este señor me suplicaba pasase a visitarle; conque lo hice inmediatamente.

Había notado que el secretario de Pérez usaba conmigo mayor respeto del que suelen usar los secretarios de los jefes de partido, y en la casa de Pérez noté iguales atenciones exageradas; pero era yo novicio en este trato de bajezas domésticas y aún no tenía formada ninguna sospecha, cuando el señor Pérez me ofreció la cartera de Marina.

Debió ponérseme alegre el semblante, y Pérez me miró compasivamente. Él tenía muy mal humor; dolíale haber aceptado el encargo de formar Gabinete; aseguraba que sería difícil gobernar el país, que exigía reformas imposibles; le asustaba la inmoralidad, que era preciso desarraigar, y terminaba cada lamentación de éstas asegurando que se sacrificaba por la monarquía y por la patria.

Yo estaba dispuesto a decirle que aceptaba, pero no me dio tiempo para contestarle.

  —345→  

-A las cuatro en el Congreso; allí me dará usted una respuesta definitiva.

Volví a mi casa y conté a mi mujercita la buena nueva. Se alegraba, se reía, me abrazaba con fuerza y no cesaba de repetirme:

-Lo tienes bien merecido, pero es poco. Anda, que ya llegarás a presidente. Pobre Cádiz de mi alma, sabe Dios cuándo te volveré a ver; pero no importa. Señor ministro, deme usted otro abrazo. Hay que poner un telegrama para los chicos.

-Pero, loca, si aún no está decidido.

-Como si lo estuviera. ¿Crees que encuentran un ministro como tú?

-A espuertas.

-Bueno, bueno. Ahora no te andes con modestias, porque los políticos no aprecian esa virtud.

Y en esta charla estábamos cuando entró la doncella diciendo:

-Señor, que sea enhorabuena.

-¿También tú lo sabes?

-Porque el portero ha comprado el extraordinario.

-Venga ese papel.

Y efectivamente; allí estaban los nombres de los nuevos ministros, y entre ellos figuraba el mío.

Confieso que no me pareció bien que El Imparcial supiese mis propósitos antes de que yo los tuviese formados.

El papelito decía, a continuación, quiénes eran los nuevos consejeros, y del relato se deducía que yo estaba de prestado en el ministerio Pérez. Copio textualmente: «El señor Lanza no es conocido en las lides políticas; ha desempeñado cargos importantes, y, según sus amigos, tiene proyectos en estudio. Veremos si esta Lanza tiene punta».

Me dieron intenciones de renunciar la cartera, pero comprendí que no era motivo suficiente aquella agudeza de un periodista que, dicho sea en justicia, no salía de los límites de la cortesía y del buen gusto. Pero comprendí desde luego que iba a luchar contra el ingenio y la ignorancia, singularmente contra ésta última, porque, aunque parezca mentira, las cuatro quintas partes de los españoles no saben absolutamente nada de las cosas de la mar.

  —346→  

A las tres ya estaba mi casa llena de visitantes, y aunque esto sea escena de sainete, es, sin embargo, exactísimo. Tuvieron la desfachatez de venir a saludarnos personas cuyos nombres ignorábamos, y que se hacían acompañar por sujeto s que apenas nos eran conocidos.

A las cuatro recibí contraorden. Pérez me aguardaba a las cuatro y media en el Ministerio de Estado.

El sainete continuaba con amenazas de convertirme en arlequín, y, en vista de esto, dimos orden de que no se recibía. Nieves y Tula se fueron a casa de don Juan Spotorno, y yo me marché al Ministerio de Estado.

Por el camino fui decidiéndome a renunciar mi nuevo cargo, porque no me sentía con fuerzas para mantenerme digno entre las asechanzas que empezaban tan pronto y concluirían Dios sabe dónde. Presentía el peligro sin conocerlo exactamente, y al llegar a la calle del Arenal estaba decidido a no ser ministro; pero entonces pasó por delante de mí el coche de un ministerio, quizá el de mi antecesor: dentro iban dos señoras perfectamente arrellanadas, fijando sus miradas en los establecimientos lujosos y en los carruajes de particulares y sin atender a los respetuosos saludos de los guardias.

Entonces hice irrevocable decisión de aceptar la cartera. Quería que mi esposa y mis hijos paseasen en coche del Estado, que recibiesen los saludos de los guardias, de los pretendientes y de los majaderos; que tuviesen la honra y la satisfacción de ser recibidos en Palacio, y lograr para mi esposa uno de esos distintivos que alegran la vida de las mujeres porque las colocan en rango superior.

Acepté la cartera para que mi esposa fuese ministra, y éstas eran entonces mis convicciones políticas.

A pesar de esto, decía La Época aquella noche: «El señor Lanza llega a tiempo. Ha sido siempre un reformador incansable, y ha demostrado sus aptitudes en los barcos de su mando y en cuantos destinos ha desempeñado, siempre con el mayor acierto. El señor Lanza es relativamente joven, y aún puede hacer mucho en pro de los intereses de la patria y de la Armada. El señor Lanza tiene el proyecto de crear dos nuevos departamentos marítimos: uno en Bilbao y el otro en un punto inmediato a Barcelona.   —347→   El señor Lanza está condecorado con muchas grandes cruces nacionales y extranjeras. Sea bienvenido el señor Lanza, y tenga la seguridad de que en el nuevo gobierno de Su Majestad, encontrará dignísimos compañeros más experimentados que le ayuden a llevar a cabo sus grandes reformas».

Total: que me llamaban viejo e inexperto.

Pasamos aquella noche como conspiradores, entre citas con éste, y con el otro, y con el de más allá, reuniones en casa de Fulano, de Zutano y de Mengano. Los nuevos ministros detrás del presidente; detrás de cada ministro, los altos empleados, y detrás de éstos, otros, y otros, hasta ponerse en marcha los cuerpos de diminuta magnitud y apenas perceptibles, porque aquello parecía el movimiento de una nebulosa política.

Juramos al día siguiente, y desde entonces juré no volver a ser ministro.

Era imposible resistir aquel suplicio que parecía fabuloso. Era la lucha de la honradez contra la infamia, la de uno contra mil. Se me acusaba de no proteger la industria nacional, porque traía del extranjero grandes piezas forjadas que no se podían fabricar en España. Se me acusaba de no defender el presupuesto, porque pagaba a los constructores españoles más caro que a los constructores ingleses.

Unos decían que estaba equivocado mandando hacer barcos pequeños, y otros me llamaban ignorante porque construía cruceros de primera clase, y quien me pedía ametralladoras para colocarlas en las crucetas, y quien aseguraba que las fragatas no debían llevar más artillería que una colisa.

El ingenio hizo de las suyas, y apareció una caricatura que representaba la escuadra española atravesada por una lanza.

En el Senado tuve que sufrir las caritativas advertencias de cuatro ancianos que, guiados de la mejor buena fe, y apegados a los usos de sus tiempos, temían que mis innovaciones produjesen la ruina de la Armada española que, según ellos, no volvería a tener glorias como la del Callao, derrotas como la de la Urca, barcos lujosos como la Esperanza y barcos bonitos como la Villa de Madrid.

  —348→  

En el Congreso pasé mayores fatigas, porque a excepción de los diputados militares, algunos títulos de Castilla y algunos abogados ilustres, nadie me concedió la menor deferencia. Eso sí; los cuneros invadían mi despacho pidiéndome imposibles extravagantes o futesas que parecían limosnas. Sus deseos de exhibirse les mantenían en constante pregunta durante las primeras horas de la sesión, y recuerdo que un sujeto de tal especie me preguntó un día desde su escaño si existía una irregularidad en la fábrica de jarcias de Cartagena, conque amostazado le contesté:

-Existe efectivamente, pero es en la fachada; los tontos creen que aquello se cae, pero aseguro a Su Señoría que en esta ocasión se equivocan los tontos.

A todo esto, mi esposa no se paseaba en mi coche, y mis hijos se complacían enviándome desde Argelia todos los periódicos en que se me censuraba.

Tuve un momento de serenidad y comprendí que la patria, la monarquía y yo no ganábamos nada con que yo fuese ministro. Admiré a cuantos han ocupado aquella poltrona en los modernos tiempos y han tenido abnegación para mejorar nuestra marina, que ha conquistado para los españoles gloria y tierras y va ahora envuelta en niebla espesísima, servida por máquinas rotas y por velas que parecen harapos, silenciosa, con el silencio del mártir, a estrellarse en la calle del Turco, entre el Congreso y el Banco de España. El héroe de Homero pasó con más suerte entre Scyla y Caribdis.

Dije a Pérez que estaba resuelto a presentar mi dimisión, y entonces empecé a recorrer la verdadera calle de la Amargura.

No era posible mi salida del Gabinete, sino mediante una crisis laboriosísima. Yo creía que bastaba decir ahí queda eso y marcharse, pero me fue necesario esperar tres meses. Y todo esto era sencillamente porque a Pérez le estorbaban dos de mis compañeros de Gabinete y quería que ellos y yo saliésemos a un tiempo.

Los periódicos serios hablaron de lanzas echadas en la mar, y los satíricos me llamaron lanza embotada.

Por fin, salí; salí sin haber hecho nada útil, y desde entonces creo que los ministerios deben estar desempeñados por hombres de carácter y   —349→   de audacia, aptos para correr y capear todos los tiempos; los estudiosos y reflexivos deben estarse estudiando y ayudando con sus consejos a los buenos ministros.

Conste que fui ministro por mi mujer, y que por ella dejé de serlo, y esto demuestra una vez más la influencia que sobre mí ejerció siempre aquella gaditana.



  —350→  

ArribaAbajo Filarmonía a bordo

Una manifestación de la mancomunidad que caracteriza la vida en los barcos en la especialísima manera con que se canta a bordo.

En los cuarteles y en los presidios, como en las iglesias y en los teatros, hay partes, pero a bordo sólo hay orfeones. Rara vez se oye a un marinero cantando solo, y aun entonces canta bajito, sin pretender lucirse, como si ensayase o estuviese murmurando.

Pero al llegar las últimas horas de la tarde, cuando se aproxima el momento de coger los cois, se reúne la gente en grupos en el castillo de proa o en el convés, y allí se canta de una manera tan admirable que constituye el mayor encanto de la vida en la mar, y el más desconocido para la gente de tierra. Sepáranse los cantores, quedando aislados los de cada región porque en todas las manifestaciones de las intimidades del alma aparecen el hogar, la región y la patria, y aparecerán siempre, con vida tan exuberante de energías que el filósofo menos discreto entiende desde luego que acaso la futura felicidad de la especie humana, esté en el reconocimiento expreso de un orden jerárquico que empiece en el individuo, como grado de mayor preferencia, y acabe en la humanidad.

En esa lucha de los cantos regionales se hacen maravillas, y siempre se decide la victoria a favor de los hijos del Norte, de aquellos hermosos países cuyos naturales nunca olvidan el hogar donde nacieron; las encantadoras comarcas cuyo recuerdo produce nostalgias a sus hijos ausentes; donde éstos guardan los tesoros adquiridos con sus trabajos en lejanas tierras, y donde los enemigos hipócritas no han hecho germinar ideas cosmopolitas destinadas a producir la adoración a un Dios ficticio y la prosperidad de los sacerdotes de ese culto lleno de supercherías.

  —351→  

Llevan la palma los gallegos, los vascongados y los catalanes, y es inútil que luche contra ellos el andaluz, que canta sin más acompañamiento que el palmoteo, los gritos inarticulados y las interjecciones groseras con que sus paisanos parecen azuzarle. Y no es porque los andaluces canten mal, que algunos cantan tan bien que hacen amable el enojoso canto flamenco, como la esposa honrada convierte en devoto de la mujer al hombre más aburrido del grosero trato de las prostitutas. Pero el andaluz, aunque canta bien, canta solo, y si llega a parecer un ángel recordará el cielo, la vida perdurable, una idea más o menos abstracta, acaso el lindísimo hogar, que tan lindo puede ser en Jerez como en la Palestina o en California, pero nunca recuerda la región perfectamente caracterizada. Y de este modo la copla del andaluz habla con extraordinaria poesía de los afectos del espíritu que son comunes a todos los hombres, y en cambio los hijos del Norte cantan las bellezas de su región, las glorias de su historia y sus aspiraciones predilectas.

Lo que digo es tan exacto, que hay muchas personas que pasan en Cádiz por andaluces habiendo nacido en las montañas de Santander, y no hay un andaluz que se acerque cantando a imitar las tonadas austeras, guerreras y melancólicas de catalanes, vascongados y gallegos.

Y supuesto que ya me he enfrascado en esta disquisición, y que mis opiniones no parecerán sospechosas, por ser yo madrileño y carecer, por consiguiente, de música propia, voy a decir a ustedes quiénes, a mi juicio, cantan mejor en los barcos.

Y son los gallegos, los marusos, los que han nacido en un país menos conocido para el resto de España que la isla de Cuba y las islas Filipinas. Conste que al hacer este elogio no me refiero a las gallegas, porque todas las mujeres parecen hermosas cantando, por la sencilla razón de que se nos figura que siempre cantan para el hombre que las escucha. Me refiero exclusivamente a los gallegos, y respecto a éstos aseguro que nadie les gana a cantar bien.

Desde luego sus canciones tienen una onomatopeya tan extraordinaria, que aquellos cantos son de un realismo inimitable. Ensalza el gallego las hermosuras de la aldea y refiere los amores, que producen lágrimas y besos, con estilo bucólico que siempre es agradable, porque la bucólica nos recuerda el nacimiento de todos los grandes ideales de la raza humana que van haciéndose   —352→   efectivos mediante el progreso social. Y así el canto gallego resulta como canto de gesta del zortcico vascongado, que es la épica cantada por juglares y trovadores, y del himno catalán, que recuerda la augusta severidad de los pueblos victoriosos aprovechándose de sus triunfos para crear nuevas leyes y filosofías nuevas, y por esto me parece ver en Galicia la madre del guerrero vascongado y del laborioso catalán, la cariñosa y respetable abuela de la seguidilla gitana, que parece el grito de un alma torturada por los más encontrados sentimientos; quizá la hermana mayor de la jota aragonesa, tía carnal de las manchegas y de las murcianas, amiga íntima de los cantos de los teutones y de los himnos a la libertad y a la patria de italianos y franceses; augusta señora a quien envío mi respetuoso saludo, asegurándola que aún quedan pulcros seres que se lavan con agua caliente cuando oyen algún aire de can-cán.

Yo deploro que aquellos cantos que a la caída de la tarde hacen temblar los baos y las bitas no sean escuchados por esos excepcionales seres a quienes inspira la contemplación del arte produciendo en sus cerebros imágenes bellísimas que el armonioso ritmo de su elocuencia convierte en monumentos maravillosos del pensamiento y de la palabra. Y en aquellos días sin fin, en que la ausencia de los seres queridos llena el alma de amargura, es un eficaz consuelo, o por lo menos un necesario anodino contemplar las puestas del sol, que nunca son iguales, y oír a los marineros sacados de sus aldeas y reunidos en aquel artefacto que flota sintetizando la altísima idea de la patria, la santa idea que vive arrinconada en los corazones avergonzada de que hoy se vea negada impunemente por los miserables que todo lo niegan para evitarse la molestia de conocer lo que otros afirman.

Ojalá que antes de mi muerte sea gala española el ser español, y no se oiga en gargantas españolas esas canciones extranjeras que, desgraciadamente, significan para los humanos la prosperidad, la libertad de pensamiento y el amor patrio, que son dones preciosos que nos están vedados a los españoles por quienes no debieran llamarse hijos de España.

¡Oh, la gallegada!... ¡la infeliz Pita!... ¡Méndez Núñez!... ¡Feijo!... Y no hablo más de estas cosas porque los gallegos tienen fama de brutos, y, desgraciadamente, hay en España muchos gallegos que no han nacido en Galicia.

Pero ésos no saben cantar la gallegada.



  —353→  

ArribaAbajo Viaje por circulo máximo

Hacía tres meses que había muerto mi querida Nieves, y yo comprendía que Gregorio y mis hijos procuraban distraerme por todos los medios que les eran posibles. Al mismo tiempo observaba que Pepe y mi yerno aludían con extraordinaria insistencia a sus trabajos en África, y una noche, cuando concluimos de cenar, les propuse que tomásemos el té en mi despacho. Aceptaron ellos, sospechando que se preparaba algún acto solemne, y cuando ya estuvo el té servido aguardaron en silencio a que yo les hablase.

Le di a Gregorio las llaves del arca de hierro y le supliqué sacase un legajo, en cuya cubierta había yo escrito: «Para el día de mañana». Colocado el misterioso paquete sobre el pupitre, di un buen sorbo para dominar de este modo mi emoción, y con la cara más alegre que logré poner, les dije de esta manera:

-Mira, Gregorio, a pesar de lo listos que anduvimos tú y nosotros, murió tu padre sin verte, y yo recuerdo que el bondadoso abuelo se acordaba de ti más que de la medicina; porque, creedme, cuando se llega el momento de morirse, no hay suplicio más espantoso que la soledad. Está dicho, y ya veo que presumís el final de mis argumentos. Pues bien; eso es lo que quiero, que no me dejéis solo. No, no... si ya sé que me queréis, pero ahora vamos a hablar como hombres de negocios... ¿Que no? Pues no hay más remedio... Yo estoy sereno, me encuentro bien, os prometo no afectarme, y haz el favor, Pepe, de abrir ese legajo... Ahora vamos a hacer entre nosotros una testamentaría... Nada; no vale llorar; yo pasé por ello cuando murió mi madre, y ahora os toca a vosotros soportar este trago, que yo os endulzaré con mi experiencia... Conque, manos a la obra. El abuelo no hizo testamento, y obró cuerdamente. El abuelo tenía sus ahorros y yo era su cajero. Cuando   —354→   murió, Dios le tenga en su santa gloria, ya dije a Gregorio que le correspondían 57.000 reales de los 114.000 y pico que constituían el capital íntegro que yo conservaba. Convinimos en no tocar a este dinero y emplearlo en papel del Est ado, y así lo hice, separando los dos caudales, el tuyo y el... otro... Ya he dicho que vamos a hablar de negocios; conque...

Y me sorbí el resto del té porque se me cerraba la garganta.

De modo que los 57.000 reales con los 13.000 duros que nos correspondieron a la muerte de la abuelita, más los intereses de estos 13.000 mil duros durante veintiún años, y los réditos de los 57.000 reales durante once años casi justos... menos dos meses... ¿Qué iba diciendo? ¡Ah, sí! Pues bien; todo esto constituye la herencia de vosotros dos. Dejemos aparte los derechos que me concede el nuevo Código, y que no conocería si no me los hubieran referido algunos amigos oficiosos que se meten en lo que no les importa, y sigamos el inventario. Yo tengo un capitalito muy decente que me ayudó a mejorar... De aquí se deduce otra partida que aumenta vuestros ingresos. Pues bien; lo que me queda suma unos milloncejos, y os propongo que me traspaséis en cualquier precio vuestra fábrica de la Argelia... ¡Alto, y silencio!... vuestra fábrica de la Argelia, que es el único inmueble que allí poseéis, porque vuestras acciones de ferrocarriles podéis conservarlas, dejando a otro ingeniero que...

-O hablo o reviento -dijo Gregorio.

-Pues habla, hombre, habla.

-Allá voy. Ni tú tienes por qué darnos cuentas ni vamos a estar oyéndote con tranquilidad todas tus relaciones. Si a cuentas fuésemos resultaría que yo empecé mis negocios con dinero tuyo, que no me has querido cobrar; que los bienes de mi madre estaban muy embrollados, y tú los saneaste con tu trabajo y con tu dinero; conque, si después de todos estos favores aún nos vienes con tus historias, considera que haces menosprecio de nuestra dignidad.

-Pero es que...

-Deja que yo también pronuncie discursos... ¿Qué creías?... La fábrica está vendida, sí, señor. Tú quieres que no te dejemos solo y nosotros estamos resueltos a quedarnos contigo.

  —355→  

Me puse en pie, y caí llorando en sus brazos. Entonces Gregorio me preguntó:

-¿Estás contento?

-Figúrate; pero me falta ella. quizá pronto tendremos una fatal compensación.

Miré a Tula, y se abrazó a Gregorio como la santa Nieves se abrazó a mí en otro tiempo.

-Y tú, ¿no te casas? -dije a Pepe.

Y me contestó con seriedad impropia de sus pocos años:

-Crea usted que estamos abusando de la suerte, y no quiero que me salga la contraria.

Y aquella noche les dije con la irreflexiva alegría de los niños y de los viejos:

-Me habéis quitado de encima un peso muy grande, y ya tengo suficiente con el de mi cruz de San Hermenegildo. Ahora viviremos lo que podamos, y cuando llegue el momento de terminar este rápido viaje por círculo máximo me enterráis con mi gaditana y me ponéis encima una losa muy blanca con esta inscripción:

Ancla

AQUÍ DIO FONDO