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Novelas cortas

Julia de Asensi





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ArribaAbajoLa casa donde murió


- I -

Camino del pueblo de B..., situado cerca de la capital de una provincia cuyo nombre no hace al caso, íbamos en un carruaje, tirado por dos mulas, Cristina, su madre, Fernando el prometido de la joven, y yo.

Eran las cinco de la tarde, el calor nos sofocaba porque empezaba el mes de Agosto, y los cuatro guardábamos silencio. La señora de López rezaba mentalmente para que Dios nos llevase con bien al término de nuestro viaje; Cristina fijaba sus hermosos ojos en Fernando que no reparaba en ello, y yo contemplaba la deliciosa campiña por la que rodaba nuestro coche.

Serían las seis cuando el carruaje se   —4→   detuvo a la entrada del pueblo; bajamos y nos dirigimos a una capilla donde se veneraba a Nuestra Señora de las Mercedes, a la que la madre de Cristina tenía particular devoción. Mientras esta señora y su hija recitaban algunas oraciones, Fernando me rogó que le siguiera al cementerio, situado muy cerca de allí, donde estaba su padre enterrado. Le complací y penetramos en un patio cuadrado, con las tapias blanqueadas, y en el que se observaban algunas cruces de piedra o de madera, leyéndose sobre lápidas mortuorias varias inscripciones un tanto confusas. En un rincón vi a una mujer arrodillada, en la que mi compañero no pareció fijarse al pronto.

Me enseñó la tumba de su padre, que era sencilla, de mármol blanco, y comprendí que no era únicamente por verla por lo que el joven había llegado hasta allí. Observé que buscaba alguna cosa que no encontraba, hasta que vio a la mujer, que era una vieja mal vestida y desgreñada, que le estaba mirando atentamente. Fernando bajó los ojos, y ya iba a alejarse, cuando la anciana se levantó y le llamó por su nombre, obligándole a detenerse.

-¿Qué desea V., madre María? -la preguntó en un tono que quería parecer sereno.

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-Lo de siempre -contestó la vieja, en cuya mirada noté cierto extravío-, preguntarte en dónde has ocultado a mi niña. Diez años hace que te la has llevado, bien lo sé, y hoy me han dicho en el pueblo que vienes aquí para celebrar tu boda con otra.

-No ignora V., madre María, que su hija murió hace diez años y que yo pagué su entierro para que su hermoso cuerpo descansase en este campo-santo. A mi vez le pregunto: ¿dónde se encuentra la tumba de la pobre Teresa?

-¿Acaso lo sé yo? Un día vine aquí, busqué la cruz que me indicaba el lugar donde me decían que estaba ella, y ¿sabes lo que vi? Un hoyo vacío, y un poco más lejos la tierra recientemente removida. Había cumplido el plazo, y como nadie cuidó de renovarlo y pagar, aquel rincón no pertenecía ya a mi hija y la habían echado a la fosa donde arrojan a los pobres, a los que entierran de limosna.

-¡Pero eso es una infamia! Yo envié dinero para esa renovación -exclamó Fernando.

-No digo que no, pero la persona a quien tú escribiste estaba gravemente enferma, en dos meses no abrió tu carta y entonces ya era tarde.

El joven bajó la cabeza y no replicó.

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-¿Con quién te casas? -le preguntó la vieja.

-Con la señorita Cristina López.

-¿Y cuándo te casas?

-Dentro de tres días.

-Eso será si Teresa lo consiente; ella es tu desposada y no tardará en venir a buscarte.

-Madre María -dijo con tristeza el joven-, Teresa no puede venir; los muertos no salen de los sepulcros.

-Ya me lo dirás mañana temprano; por hoy vete en paz.

-Adiós -murmuró Fernando, dirigiéndose hacia la salida del cementerio, donde yo le seguí.

-Sin duda te habrá extrañado lo que acabas de ver y oír -me dijo apenas estuvimos fuera-; pero no será así cuando te cuente esa historia de los primeros años de mi juventud, que deseo conozcas en todos sus detalles. Vamos ahora con Cristina y su madre, que sin duda nos esperan ya; y luego, mientras ellas visitan la casa que hemos de habitar y en la que está mi tía, la futura madrina de mi boda y por la que hacemos hoy este viaje, lo sabrás todo.

Cristina y su madre nos esperaban, en efecto, y juntos nos dirigimos a casa de la tía de Fernando, que estaba situada en la plaza del pueblo, haciendo esquina   —7→   a una calle estrecha y sombría, en la que, sin saber por qué, entré con una profunda tristeza.

La tía del joven no me agradó; era una señora de unos cincuenta años, alta, delgada, con ojos grises muy pequeños, nariz larga que se inclinaba hacia su barba puntiaguda, y cabellos casi blancos recogidos en una gorra de color oscuro. Estaba muy enferma, y como había servido de madre a Fernando, este había suplicado a la señora de López que la boda se celebrase en el pueblo, para evitar a su tía las molestias de un viaje que, aunque corto; hubiera sido sumamente penoso para ella.

Mientras Cristina y las dos señoras visitaban la casa y recibían a los numerosos amigos que acudieron al saber su llegada, Fernando, que se había obstinado en no subir al piso superior, me llamó, me hizo sentar a su lado, y empezó la prometida historia en estos términos:

-Hace once años, cuando solo tenía yo veinte y había acabado la carrera de abogado en Madrid, mi padre me envió una temporada a este pueblo para que hiciese una visita a su única hermana, que es esa señora a quien acabas de ver. Era yo huérfano de madre, me había educado sin sus consejos, lejos también de mi padre, al que retenían fuera de su casa   —8→   constantes ocupaciones; así es, que puedo asegurar que desconocía casi totalmente lo que eran los goces de familia. Aunque heredero de una mediana fortuna, no debía entrar en posesión de ella hasta mi mayor edad; tenía muchos compañeros de estudios, pero ningún amigo; por lo tanto, excusado es decir que, hallándome casi solo en el mundo, me apresuré a aceptar con júbilo lo que mi padre me proponía, poniéndome en camino para este pueblo con el alma inundada de dulces emociones. ¿Correspondió esto a lo que yo esperaba? Seguramente no. Mi tía, a la que no veía desde niño, me fue al pronto repulsiva, por más que se mostrara desde luego cariñosa y tolerante conmigo; el pueblo me pareció triste, a pesar de sus jardines y de las pintorescas casitas que hay en él; sus habitantes poco simpáticos, aunque todos me saludaban con afecto. Me dediqué a la caza, estudié un tanto la botánica, y así se pasó un mes, durante el cual llegué a reconciliarme con mi tía, con el pueblo y con sus moradores.

Una mañana, al volver a casa, encontré, al pasar por una de las habitaciones, a una muchacha de quince a diez y seis años, a la que nunca recordaba haber visto, cosiendo con el mayor afán. Al oír mis pasos alzó la cabeza, y aunque la   —9→   bajó de nuevo casi en seguida, no fue tan pronto para que no hubiera observado que tenía una frente blanca y pura que adornaban hermosos cabellos castaños, ojos pardos que lanzaban miradas francas o inocentes, una boca pequeña, una nariz más graciosa que perfecta y unas mejillas coloreadas por un suave carmín. No le dirigí la palabra; pero pregunté a un criado quién era, sabiendo por él que venía a coser casi todos los días a casa de mi tía Catalina, que era huérfana de padre, que mantenía a su madre enferma, de la que era el único sostén, pues había perdido a sus tres hijos mayores, no quedándole más amparo y consuelo que aquella niña. La historia me interesó; yo era joven, la muchacha hermosa, no habíamos amado nunca; empezamos a hablar, sin que mi tía lo advirtiese, y acabamos por adorarnos. Teresa no había recibido una educación vulgar; hasta los doce o trece años había estudiado en el convento de religiosas del pueblo, saliendo de él a la muerte de su padre, acaecida hacía cuatro años.

No sé quién refirió a mi tía nuestros amores; ello es que los supo, que me amonestó con dureza, amenazándome con hacerme marchar a Madrid, después de escribírselo todo a mi padre; y desde entonces la joven no volvió a mi casa, y   —10→   tuve diariamente que saltar las tapias de su jardín para verla y hablarla sin que su madre lo advirtiera, pues también se oponía a nuestras amorosas relaciones.

Así estaban las cosas, cuando hace poco más de diez años caí gravemente enfermo, atacado de unas calenturas contagiosas. Mi tía se alejó de mí, los criados se negaron a asistirme, y entonces María y Teresa se ofrecieron a ser mis enfermeras, no pudiendo oponerse mi tía a ello porque mi estado era cada vez más alarmante y exigía continuos cuidados.

Desde el momento en que Teresa estuvo a mi lado sentí un dulce bienestar, la fiebre desaparecía por instantes; pero se me figuraba ver que las mejillas de mi amada tomaban tintes rojizos, que sus labios estaban comprimidos y ardientes, que sus ojos brillaban con un fuego extraño. La enfermedad que huía de mí, se iba apoderando de ella, y era mi mismo mal el que la devoraba.

-¿Qué tienes? -le pregunté.

-He pedido tanto a Dios que salvase tu vida a costa de la mía -murmuró la joven-, que me parece que por fin se ha dignado escucharme y me voy a morir antes que tú.

Aquello era cierto; por la noche Teresa se agravó tanto, que no pudo volver a su casa, y mi tía le ofreció su cuarto   —11→   y su cama para que descansase; entonces estaba profundamente agradecida a los tiernos cuidados de la joven.

Excusado es decir que doña Catalina pensaba renunciar para siempre a su habitación y a su lecho, temiendo el contagio de la enfermedad.

Me restablecí pronto, a medida que el estado de la joven iba siendo peor. Estaba desesperado, loco. Su madre también empezaba a perder la razón. Un día me dijo el médico: «Ya no hay remedio para este mal». Y ella también murmuró a mi oído: «Me muero, pero soy feliz, porque tú me amas y me amarás siempre».

-¡Oh, te lo juro! -exclamé-; mi corazón y mi mano no serán de otra mujer jamás.

-Eso lo sé mejor que tú -dijo sonriendo dulcemente-; también sentiré celos desde otro mundo de la mujer a quien ames, y no consentiré que seas perjuro. No quieras a otra, no te cases nunca; no hay un ser en la tierra que pueda adorarte lo que yo, y yo te aguardaré en el cielo.

Dos días después espiraba aquella angelical criatura, que ofreció a Dios su vida a cambio de la mía.

Su madre se volvió loca.

Pagué el entierro de Teresa; compré una   —12→   sepultura por diez años... ya sabes que hoy ignoro dónde descansa su hermoso cuerpo; envié una carta a mi tía, que no la leyó hasta dos meses después de cumplirse el plazo, porque ella también estaba enferma.

Decirte que durante estos diez años el recuerdo de Teresa me ha perseguido constantemente, sería faltar a la verdad; he amado a otras mujeres, y hace cuatro años estuve a punto de casarme con una hermosa joven; pero la desgracia hizo que un mes antes de verificarse nuestro enlace, los padres encontrasen un pretendiente a la mano de mi amada mejor que yo, y este me fue preferido por ellos, y la novia tuvo que someterse a la voluntad de sus tiranos.

Hoy adoro a Cristina y quiero unir su suerte a la mía, como ya se han unido nuestras almas. ¿Lo conseguiré? Temo que no. La fatalidad me ha traído al pueblo donde vivió Teresa; habito... esta morada llena con su recuerdo; vengo a pasar los primeros días de mi matrimonio en la casa donde ella murió, y un secreto presentimiento me dice que Cristina no llegará a ser esposa mía. Ahí tienes la historia de mis amores: ¿crees que mi temor sea fundado, o que la exaltación en que me hallo es hija de mis pasadas desdichas?

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Procuré tranquilizar a Fernando, y después; mientras el joven se reunía a su bella prometida, tuve deseos de ver aquella habitación donde Teresa había muerto, y me hice conducir a ella por un antiguo servidor de doña Catalina.




- II -

Entré en una sala lujosamente amueblada; pasé por allí sin detenerme apenas, y abrí la puerta de un gabinetito en el que estaba la alcoba donde murió la desgraciada niña. Un lecho de madera tallada, algunas sillas de tapicería floreada, una cómoda, un lavabo y algunos cuadros se veían en la pieza, todo cubierto de polvo, señal evidente de que aquella parte de la casa estaba abandonada por completo. El gabinete tenía una sola ventana con vistas a la calle estrecha y sombría, a la que hacía esquina la casa de Fernando; enfrente de la ventana había un armario de espejo; a un lado de este estaba la puerta de la alcoba, al otro una mesita de escribir; algunas sillas iguales a las del dormitorio completaban el mueblaje del gabinete que diez años antes perteneció a la tía de Fernando.

Permanecí allí breves instantes, y luego,   —14→   llegada ya la hora de la cena, fui en busca de la familia y de sus convidados, sentándonos todos a una mesa suntuosamente servida. La cena duró bastante tiempo, y antes de terminarla, un suceso imprevisto vino a turbar la alegría de algunos y a causar profunda impresión en el ánimo de Fernando. Las campanas de la parroquia tocaban de una manera lúgubre; su voz, siempre triste, parecía una queja que hería nuestros oídos a la vez que nuestro corazón.

-¿A qué tocan? -preguntó Cristina a un criado que estaba cerca de ella.

-A agonía -contestó el hombre con tono indiferente-. Aquí en los pueblos, señorita, se toca por todo: cuando uno va a morir, cuando muere, cuando es el funeral y...

-¿Quién está muriendo? -interrumpió Cristina.

-Una joven de diez y siete años.

-¿Cómo se llama? -preguntó Fernando, cuyo rostro estaba lívido.

-Teresa -dijo el criado.

Doña Catalina le lanzó una mirada furiosa; Fernando bajó los ojos, y observé que sus manos temblaban; en Cristina y su madre sólo se advertía una profunda compasión hacia la infeliz criatura que en lo más hermoso de su vida, en lo más florido de su juventud, iba a abandonar   —15→   esta tierra por un mundo desconocido. Era Cristina tan dichosa, que pensaba que la humanidad entera debía participar de su ventura y no querer cambiarla por todos los goces celestiales.

Fernando, pretextando que el calor que en el comedor hacía era sofocante, pidió permiso para retirarse un momento a la habitación inmediata, y yo le seguí.

-¿Qué te pasa? -le pregunté.

-Se llama Teresa y tiene diez y siete años -murmuró.

-Es una casualidad.

-Una casualidad así, ¿no te parece un mal presagio tres días antes de mi boda?

Procuré distraerle, pero en vano; la campana lanzaba un tañido más fúnebre todavía y Fernando, que conocía aquel toque, me dijo que la enferma había dejado de existir.

Le hice entrar de nuevo en el comedor, y las dulces palabras de Cristina vencieron los temores de Fernando, que permaneció tranquilo hasta las doce de la noche, hora en que todos nos despedimos hasta el día siguiente, retirándonos cada cual a nuestras respectivas habitaciones. La mía tenía una ventana con vistas a la plaza y se hallaba situada debajo de la de mi amigo. Sin saber por qué, no me era posible conciliar el sueño; me puse a leer un rato, escribí otro, y,   —16→   por último, me levanté y empecé a pasear con alguna agitación por la alcoba.

Un instante después noté cierto movimiento en la de Fernando, oí abrir varias puertas con sigilo, las pisadas que empezaron a sonar sobre el techo de mi cuarto se perdieron a lo lejos, y un secreto instinto me advirtió que mi presencia era necesaria al joven. Sin darme cuenta de mis acciones, salí precipitadamente en dirección al sitio donde murió Teresa.

Mi amigo se hallaba a dos pasos de la puerta del gabinete sin atreverse a abrirla. Al verme, no pareció extrañar que me hubiera levantado, como si fuera la cosa más natural del mundo, y extendiendo su mano hacia la habitación cerrada, me dijo:

-Hace diez años no entro ahí.

-Ni hoy entrarás tampoco -exclamé con decisión-. Tú estás loco y has empezado a contagiarme. No debiste nunca volver a esta casa, ni aun a este pueblo.

-Hace once años que mi tía es una madre para mí; once años que sé lo que es el amor filial; ¿querías que me casase lejos de ella?

-En buen hora; ya has cumplido con ese deber; ¿pero es preciso que entres ahí?

-Una vez sola -dijo en tono suplicante-;   —17→   una sola para saber si Teresa permite que me case con Cristina. Mira -añadió-, si al entrar en su cuarto lo hallo todo como hace diez años, la cómoda, la cama, las sillas, me marcho tranquilo y soy feliz; si, por el contrario, encuentro alguna alteración...

-Eres un niño -le interrumpí-; pero si no deseas más que eso, entra, y la paz y la felicidad sean contigo.

Sabía, por haberlo visto por la tarde, que todo estaba igual en el cuarto donde murió Teresa, y no vacilé más, dejando pasar al joven al gabinete.

Fernando abrió la puerta, y murmuró:

-Hay luz dentro.

Me estremecí a pesar mío; un frío glacial se apoderó de mí, porque al entrar mi amigo y yo vimos clara y distintamente en la alcoba de Teresa un lecho mortuorio, cubierto de negros paños, algunos hachones encendidos rodeando un ataúd, en el que descansaban los yertos despojos de una hermosa joven vestida de blanco y coronada de flores. Al lado de ella velaba una mujer en la que reconocí a la madre María, la loca que hallé por la tarde en el cementerio.

Fernando lanzó un grito extraño y se dejó caer de rodillas ocultando el rostro con las manos; yo cerré los ojos, di algunos pasos y tropecé con la puerta de la   —18→   alcoba. Miré entonces y vi el dormitorio obscuro y desierto.

-Estamos los dos locos -murmuré. Volví en busca de Fernando y lo comprendí todo. Por la tarde el criado había dejado inadvertidamente abierta la ventana del gabinete; ésta, como es sabido, daba a una calle estrecha, y en la casa de enfrente, en una pobre habitación, se hallaba el cadáver de aquella joven desconocida, velado por la madre de Teresa. Tan triste cuadro se reflejaba en el espejo del armario colocado al lado de la puerta de la alcoba, y esto nos hizo suponer, a causa del estado excepcional en que Fernando y yo nos hallábamos, que aquel cuerpo inerte descansaba en la propia casa de mi amigo. La presencia de la madre María era natural allí, pues según acostumbraba a hacer desde la muerte de su hija, pasaba las noches al lado del cadáver de cualquiera joven que muriese en el pueblo. La que había dejado de existir era sobrina de la anciana y llevaba por eso el nombre de su hija.

Cerré la ventana y volví al lado de Fernando.

Le llamé repetidas veces y no me contestó nada.

Algo extraño e invisible ocurrió en aquella habitación; me pareció escuchar   —19→   un confuso aleteo, se obscureció mi vista y tuve que apoyarme en el armario para no caer.

-¡La casa donde murió! -exclamó Fernando con voz apagada-; tenía que ser así. Amada mía, espérame, ya voy.

Recobré al fin mi sangre fría, hablé a mi amigo, cogí sus manos, que estaban yertas, y las separé de su rostro, que parecía el de un muerto. Después salí corriendo para llamar a los criados en mi auxilio.

Media hora más tarde la señora de López, Cristina, doña Catalina, un sacerdote y yo, rodeábamos la cama donde descansaba Fernando.

-¡Cuánto duerme! -exclamó Cristina.

Me acerqué a él, hice una seña al sacerdote, y éste puso una mano sobre el pecho de Fernando, retrocediendo al punto, porque el corazón de mi amigo no latía.

-¿Qué hay? -me preguntó doña Catalina; y comprendiendo lo que pasaba añadió:

-Era lo único que me quedaba en el mundo; cúmplase la voluntad de Dios.

El sacerdote pronunció en voz baja algunas oraciones.

Me volví hacia la puerta y vi a la madre María que, no sé cómo, se había introducido hasta allí.

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-Mi hija es feliz -murmuró-; me ha dicho que Fernando y ella se han desposado ya; sabía que esto no sucedería hasta que él viniese al cuarto donde Teresa estuvo enferma, a la casa donde murió. Diez años he aguardado; ¡alabado sea el Señor, que al fin me ha concedido esta ventura!





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ArribaAbajoLa Noche-Buena


- I -

Eran las ocho de la noche del 24 de Diciembre de 1867. Las calles de Madrid llenas de gente alegre y bulliciosa, con sus tiendas iluminadas, asombro de los lugareños que vienen a pasar las Pascuas en la capital, presentaban un aspecto bello y animado. En muchas casas se empezaban a encender las luces de los nacimientos, que habían de ser el encanto de una gran parte de los niños de la corte, y en casi todas se esperaba con impaciencia la cena, compuesta, entre otras cosas, de la sabrosa sopa de almendra y del indispensable besugo.

En una de las principales calles, dos pobres seres tristes, desgraciados, dos niños de diferentes sexos, pálidos y andrajosos,   —22→   vendían cajas de cerillas a la entrada de un café. Mal se presentaba la venta aquella noche para Víctor y Josefina; solo un borracho se había acercado a ellos, les había pedido dos cajas a cada uno y se había marchado sin pagar, a pesar de las ardientes súplicas de los niños.

Víctor y Josefina eran hijos de dos infelices lavanderas, ambas viudas, que habitaban una misma boardilla. Víctor vendía arena por la mañana y fósforos por la noche. Josefina, durante el día ayudaba a su madre, si no a lavar, porque no se lo permitían sus escasas fuerzas, a vigilar para que nadie se acercase a la ropa ni se perdiese alguna prenda arrebatada por el viento. Las dos lavanderas eran hermanas, y Víctor, que tenía doce años, había tomado bajo su protección a su prima, que contaba escasamente nueve.

Nunca había estado Josefina más triste que el día de Noche-Buena, sin que Víctor, que la quería tiernamente, pudiera explicarse la causa de aquella melancolía. Si le preguntaba, la niña se contentaba con suspirar y nada respondía. Llegada la noche, la tristeza de Josefina había aumentado y la pobre criatura no había cesado de llorar, sin que Víctor lograse consolarla.

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-Estás enferma -dijo el niño-, y como no vendemos nada, creo que será lo mejor que nos vayamos a descansar con nuestras madres.

Josefina cogió su cestita, Víctor hizo lo mismo con su caja, y tomando de la mano a su prima, empezaron a andar lentamente.

Al pasar por delante de una casa, oyeron en un cuarto bajo ruido de panderetas y tambores, unido a algunas coplas cantadas por voces infantiles. Las maderas de las ventanas no estaban cerradas y se veía a través de los cristales un vivo resplandor. Víctor se subió a la reja y ayudó a hacer lo mismo a Josefina.

Vieron una gran sala: en uno de sus lados, muy cerca de la reja, un inmenso nacimiento con montes, lagos cristalinos, fuentes naturales, arcos de ramaje, figuras de barro representando la sagrada familia, los reyes magos, ángeles, esclavos y pastores, chozas y palacios, ovejas y pavos, todo alumbrado por millares de luces artísticamente colocadas.

En el centro del salón había un hermoso árbol, el árbol de Navidad, costumbre apenas introducida entonces en España, cubierto de brillantes hojas y de ricos y variados juguetes. Unos cincuenta niños bailaban y cantaban; iban bien vestidos, estaban alegres, eran felices.

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-¡Quién tuviera eso! -murmuró Josefina sin poder contenerse más.

-¿Es semejante deseo el que te ha atormentado durante el día? -preguntó Víctor.

-Sí -contestó la niña-; todos tienen nacimiento, todos menos nosotros.

-Escucha, Josefina: este año no puedo proporcionarte un nacimiento porque me has dicho demasiado tarde que lo querías, pero te prometo que el año que viene, en igual noche, tendrás uno que dará envidia a cuantos muchachos haya en nuestra vecindad.

Se alejaron de aquella casa y continuaron más contentos su camino. Cuando llegaron a su pobre morada, las dos lavanderas no advirtieron que Josefina había llorado ni que Víctor estaba pensativo.




- II -

Desde el año siguiente Víctor fue a trabajar a casa de un carpintero, donde estaba ocupado la mayor parte del día. Josefina iba siempre al río con su madre y crecía cada vez más débil y más pálida. Pasaba las primeras horas de la noche al lado de su primo; pero ya no vendían juntos cajas de fósforos, sino se quedaban en su boardilla enseñando la lectura   —25→   el niño a la niña, la que hacía rápidos progresos.

Apenas Josefina se acostaba, Víctor sacaba de un baúl viejo una gran caja y hacía, con lo que guardaba en ella, figuritas de madera o de barro, que luego pintaba con bastante acierto. Al cabo de algunos meses, cuando ya tuvo acabadas muchas figuras, se dedicó a hacer casas, luego montañas de cartón; por último, una fuente. Víctor había nacido artista; pintó un cielo claro y transparente, iluminado por la blanca luna y multitud de estrellas, brillando una más que todas las otras, la que guió a los Magos al humilde portal.

El maestro de Víctor no tardó en señalarle un pequeño jornal, del que la madre del niño le daba una cantidad insignificante para su desayuno, encontrando él, gracias a una increíble economía, el medio de ahorrar algunos cuartos para comprar varios cerillos y velas de colores.

Todo marchaba conforme su deseo, cuando al llegar el mes de Noviembre cayó Josefina gravemente enferma. El médico que por caridad la asistía, declaró que el mal sería muy largo y el resultado funesto para la pobre niña.

Víctor, que pasaba el día trabajando en el taller, no supo la desgracia que le   —26→   amenazaba, porque su madre se la calló con el mayor cuidado.




- III -

Llegó el 24 de Diciembre de 1868. Durante el día Víctor buscó por los paseos ramas, hizo con ellas graciosos arcos y al anochecer los llevó a su vivienda, que estaba débilmente iluminada por una miserable lámpara. Una cortina vieja y remendada ocultaba el lecho donde se hallaba acostada Josefina.

Víctor formó una mesa con el tablado que le servía de cama, abrió el baúl, colocó sobre las tablas los arcos de ramaje, las montañas, la fuente, a la que hizo un depósito para que corriese el agua en abundancia, las graciosas figuritas; poniendo por dosel el firmamento que él había pintado y detrás una infinidad de luces que le daban un aspecto fantástico.

Todo estaba ya en su lugar, cuando empezaron a sonar en la calle varios tambores tocados con estrépito por los muchachos de aquel barrio.

-¿Qué día es hoy? -preguntó Josefina.

-El 24 de Diciembre -contestó su madre, que se hallaba junto a la cama.

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La niña suspiró, tal vez recordando el nacimiento del año anterior, tal vez presintiendo que no vería otra Noche-Buena.

Víctor se acercó a su prima muy despacio, descorrió la cortina y miró a Josefina para ver el efecto que en ella causaba su obra. La niña juntó sus manos, lo vio todo, contemplándolo con profunda admiración, y rompió a llorar de alegría y de agradecimiento...

El médico entró en aquel instante.

-¡Qué hermoso nacimiento! -exclamó.

-Lo ha hecho mi hijo -contestó la lavandera.

-Muchacho -dijo el doctor-, si me lo vendes te daré por él lo que quieras. Tengo una hija que será feliz si se lo llevo, pues ninguno de los que ha visto le satisface y ella deseaba que fuera como es el tuyo.

-No lo vendo, señor -replicó Víctor-, es de Josefina.

El médico pulsó a la enferma y la encontró mucho peor.

-Volveré mañana... si es preciso -dijo al salir.

-Víctor, canta algo para que sea este un nacimiento alegre como el de aquellos niños que vimos el año pasado, murmuró con voz débil Josefina.

El niño obedeció y empezó a cantar coplas dedicadas a su prima, que improvisaba   —28→   fácilmente; solo que en lugar de cantarlas delante del nacimiento lo hacía junto a la cama, teniendo una mano de Josefina entre las suyas.

Poco a poco la niña se fue durmiendo, las luces del nacimiento se apagaron y Víctor advirtió que la mano de su prima estaba helada.

Pasó el resto de la noche al lado de ella, intentando, aunque en balde, calentar aquella mano tan fría.




- IV -

A la mañana siguiente fue el médico, y apenas se acercó a la cama vio que la pobre Josefina estaba muerta. La desesperación de la infeliz madre y de Víctor no es para descrita.

Llegado el día 26, el doctor se sorprendió al ver entrar al niño en su casa.

-Señor -le dijo-, el 24 de este mes no quise vender a V. el nacimiento que había hecho para Josefina, y hoy vengo a suplicarle que me lo compre para pagar el entierro de mi prima, pues lo que se ha gastado lo debo a mi maestro que me ha adelantado una cantidad. He querido saber siempre dónde está su cuerpo.

-Nada más justo, hijo mío -contestó   —29→   el doctor, conmovido al ver la pena de Víctor-; yo te daré cuanto desees.

Y pagó el nacimiento triple de lo que valía.

-Su hija de V. lo disfrutará hasta el día de Reyes-, continuó el muchacho, y esto la consolará de haber estado el 24 y el 25 sin nacimiento.

Más tarde fue él mismo a colocarlo, después de haber asistido solo al entierro de Josefina.

La madre de la niña estuvo a punto de perder el juicio, y durante muchos días su hermana y su sobrino tuvieron que mantenerla, porque la desgraciada no podía siquiera trabajar.




- V -

Algunos años después el doctor se paseaba el día de difuntos por el cementerio general del Sur. Iba mirando con indiferencia las tumbas que hallaba a su alrededor, cuando excitó su atención vivamente una colocada en el suelo, sobre la que se veía una preciosa cruz de madera tallada. Debajo de dicha cruz se leía en la piedra el nombre de Josefina. Se disponía a seguir su camino, cuando un joven le llamó, obligándole a detenerse.

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-¿Qué se le ofrece a V.? -preguntó el médico.

-¿No se acuerda V. ya de mí? -dijo el que le había parado-; soy Víctor, el que le vendió aquel nacimiento para su hija.

-¡Ah, sí! -exclamó el doctor-; aquel nacimiento fue después de mis nietos, y aún deben conservarse de él algunas figurillas... ¿Y qué te haces ahora?

-Para llorar menos a Josefina he querido familiarizarme con la muerte, y soy enterrador. Aquí velo su tumba, cuya cruz he hecho, riego las flores que la rodean, la visito diariamente y a todas horas. Me han dicho que trate a otras mujeres, que ame a alguna; pero no puedo complacer a los que esto me aconsejan. Doctor, no se ría V. de mí, si le digo que veo a Josefina, porque es cierto. De noche sueño con ella y me dice siempre que me aguarda. Me ha citado para un día aún muy lejano y no puedo faltar a su cita. Entre tanto, van pasando los meses y los años, y estoy tranquilo considerando lo fácil que es morir y lo necio que es el que se quita la vida, que por larga que parezca es siempre corta. Yo no me mataré nunca, porque para merecer a Josefina debo permanecer todavía en este valle de lágrimas. ¿Se acuerda V. de ella?

-Sí, hijo mío -contestó el médico.

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-Yo nunca olvidaré aquella noche que para todos fue Noche-Buena y quizá solo para mí fue noche mala.

-Víctor, conformidad y valor -dijo el doctor despidiéndose y estrechando la mano del joven.

-Tal vez dirá que he perdido el juicio -murmuró Víctor cuando se vio solo-; si es así, en esta falta de razón está mi ventura.

Y mientras esto pensaba, el doctor se alejaba diciendo:

-¡Pobre loco!





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ArribaAbajo Los dos vecinos


- I -

-Debe ser rubia, tener los ojos azules, una figura sentimental -dijo Santiago.

-Te equivocas -replicó Anselmo-; debe ser morena, con brillantes ojos negros, cabellos de azabache, abundantes y sedosos...

-No -interrumpió Genaro-; ni lo uno ni lo otro. Pelo castaño, ojos garzos, pálida, hermosa, elegante, esbelta.

-¿De quién se trata? -preguntó Rafael, entrando en la habitación de la fonda donde discutían sus tres amigos.

-Ven aquí, Rafael -dijo Santiago-; nadie mejor que tú puede sacarnos de esta duda. Aunque has llegado al pueblo hace pocos días, de seguro habrás observado que enfrente de tu casa vive una mujer acompañada de dos criados viejos,   —34→   verdaderos Argos que la guardan y la vigilan, sin permitir que nadie se aproxime a su morada. Ninguno de nosotros ha alcanzado la suerte de ver a tu vecina, y hablábamos del tipo que imaginábamos debía tener. Tú, sin duda, la habrás visto, y podrás decirnos cuál acierta de los tres.

-Sé, en efecto, que enfrente de mi casa vive una mujer que, como vosotros, supongo será joven y hermosa -contestó Rafael-; de noche llegan hasta mí las dulces melodías que sabe arrancar de su arpa o los suaves acentos de su voz; pero en cuanto a haberla visto, os aseguro que jamás he tenido esa suerte, y sólo he logrado vislumbrar una vaga sombra detrás de las persianas de sus balcones. Hasta ahora me he ocupado muy poco de ella; la muerte de mi tío, su recuerdo, que me persigue sin cesar en esa casa que él habitó y que heredé a su fallecimiento, todo contribuye a que no busque gratas sensaciones; así es que apenas me he asomado a la ventana desde que llegué, y cuando lo hago es como mi misteriosa vecina, detrás de las persianas; así observo sin que nadie pueda fijarse en mí.

-¿De modo que no te es posible decirnos nada respecto a ella? -preguntó Anselmo.

  —35→  

-Nada -contestó Rafael.

-Yo apuesto un almuerzo a que he acertado -dijo Genaro.

-Y yo lo mismo -añadió Santiago.

-Y yo igual -murmuró Anselmo.

-En cuanto sepa quién gana, os lo comunicaré -dijo Rafael-. En mi calidad de vecino, podré saber antes que vosotros lo que deseáis averiguar, y tendré el gusto en dar la nueva al vencedor.

-Mañana -repuso Santiago-, partiremos los tres de caza al monte, y volveremos dentro de unos ocho días; entonces nos dirás cuál ha ganado de los tres.

-¿Tú no nos acompañas? -preguntó a Rafael Anselmo.

-No puedo -contestó el joven-; y además de tener ocupaciones, soy poco aficionado a la caza.

-Supongo que no habrás olvidado que nos prometiste comer hoy con nosotros -dijo Genaro.

-No; principalmente he venido por eso.

Durante la comida se habló de la misteriosa vecina; se renovaron las apuestas, y a las once se separaron Rafael y sus tres compañeros, quedando estos en la fonda y regresando el primero a su morada.



  —36→  
- II -

Cuando Rafael entró en su cuarto, en vez de hacer alumbrar la habitación, dio orden a su criado de que se retirase, y asomándose a la ventana, se apoyó en el alféizar, fijando sus miradas en la casa de enfrente.

La noche estaba obscura, el aire era tibio, y hasta el joven llegaba el aroma de las flores que adornaban los balcones de la vivienda de su vecina.

Las persianas de aquellos estaban cerradas, y apenas se veía entre alguna un débil rayo de luz. Lo que sí percibía claramente Rafael era el sonido dulce y melancólico de una pieza musical tocada magistralmente en el arpa.

-¡Cuánto daría por ver a la que así expresa con la música las sensaciones de su alma! -exclamó.

Poco a poco se fueron extinguiendo todas las luces; la casa de enfrente quedó como la de Rafael, envuelta en la sombra, y entonces oyó el joven el ruido de una persiana que se abría. Vagamente divisó la figura esbelta y graciosa de una mujer vestida de blanco, que se asomó a uno de los balcones, apoyando sus brazos en la barandilla. Así pasó un cuarto de hora, y al cabo de él las campanas   —37→   de la iglesia cercana empezaron a tocar con tal precipitación, que los dos vecinos no pudieron menos de asombrarse.

Sin embargo, la sorpresa de Rafael no fue de larga duración, porque bien pronto vio a lo lejos un resplandor rojizo y una columna de humo que se elevaba al cielo.

Un hombre pasó rápidamente por la calle.

-Dios mío, ¿qué sucede? -preguntó ella dirigiéndose sin duda al transeúnte, que no la oyó.

Rafael, al escuchar aquel dulce acento, se sintió impresionado, y se apresuró a contestar.

-Señora, es un incendio.

-¡Un incendio! ¿Y se sabe dónde?

-Debe ser en la fábrica de papeles pintados que hay no lejos de aquí.

-¡Qué desgracia! -exclamó la vecina-. ¡Cuántas familias quedarán pereciendo si el fuego es de consideración!

-Corro a verlo y traeré a usted noticias.

Media hora después volvía Rafael a ocupar su puesto en la ventana de su casa.

-Señora -dijo a su vecina que permanecía inmóvil-, el incendio ha sido cortado y no hay que lamentar grandes   —38→   pérdidas. El pueblo en masa ha trabajado con ahínco para que se extinga.

-Gracias al cielo, puedo retirarme tranquila. Le agradezco el servicio que me ha prestado, pues sé que no tengo ninguna desdicha que lamentar.

-¿Se va usted ya?

-Es muy tarde.

-¿Quiere usted hacerme un favor?

-Si está en mi mano...

-Precisamente: que antes de retirarse a sus habitaciones toque un momento el arpa.

La vecina se retiró, y poco después volvían a sonar los suaves acordes del instrumento. Rafael no se apartó de la ventana hasta que la vecina dejó de tocar; entonces se alejó; y durante toda la noche no cesó de soñar con ella.




- III -

A las once en punto de la siguiente, Rafael se asomó, y su vecina no tardó en imitarle. Habían hablado la víspera y era natural que se saludasen. Ambos tenían curiosidad por saber quiénes eran el uno y el otro, y él sacó la conversación sobre esto, empezando por decir:

-¿Hace mucho tiempo que se halla usted en este pueblo?

  —39→  

-Quince días -contestó ella.

-Yo también hace poco que he llegado. Vivía en Madrid, y tenía en esta tierra a un hermano de mi madre, al que quería mucho, y que ha muerto ahora, dejándome por heredero de todos sus bienes. Mi tío era muy conocido y apreciado aquí, D. Antonio León.

-Era amigo de mi padre -interrumpió ella.

-Es posible. ¿Cómo se llama su señor padre?

-Pedro Vázquez.

-No recuerdo haberlo oído nombrar. ¿Vive todavía?

-Tengo la desgracia de ser huérfana.

-¿Está usted aquí sola?

-Completamente sola.

-¿No tiene usted familia, ni hermano, ni esposo? -preguntó Rafael.

-No tengo hermano, y soy soltera -contestó ella.

El joven respiró libremente.

-¿Vive usted por placer en este pueblo? -preguntó pasado un instante.

-Me han mandado los médicos aspirar los aires puros del campo, y he elegido con preferencia este lugar porque no se halla lejos de la corte, donde he habitado siempre. Por lo demás, sé que todo cuanto haga será inútil porque mi mal no tiene remedio.

  —40→  

-¿Está usted enferma?

-Sí señor.

-No será tan grave como piensa.

-Tanto que temo morir aquí.

-¿Por qué tiene usted tan triste pensamiento?

-Quisiera equivocarme -murmuró ella-, pues a los veinticinco años nadie muere contento; pero si Dios lo dispone, me resignaré.

-Bien, es joven, pensó Rafael; ahora me falta verla y averiguar su nombre.

Hubo una breve pausa y él continuó:

-No se la encuentra a usted en ningún lado.

-No voy más que al jardín -contestó ella.

-¿Ni a misa?

-Me la dicen en el oratorio que tengo en mi casa.

-¿Le han prohibido a usted salir?

-Me lo he prohibido yo.

-¿Puedo saber por qué?

-Es un secreto.

-¿Sería indiscreción hacer a usted otra pregunta? -prosiguió Rafael.

-De ningún modo -respondió la joven-, hable usted.

-Desearía saber el nombre de mi vecina.

-Me llamo Carlota. ¿Y usted?

-Yo Rafael Torres. Solo me resta pedirle   —41→   un favor: ¿consentirá en asomarse un rato todas las noches?

-Me asomaré con mucho gusto.

-¿No faltará usted nunca?

-Nunca. Las doce da el reloj de la parroquia y es hora que me vaya. Buenas noches.

Los dos se alejaron, y desde aquel día se hablaron a la hora convenida, y pronto pudieron convencerse de que no eran indiferentes el uno al otro.




- IV -

Cuando Anselmo, Santiago y Genaro regresaron al pueblo, Rafael no pudo decirles aún cómo era el rostro de su misteriosa vecina.

Aunque el tiempo se había serenado, la luna salía tan tarde que Carlota y Rafael se retiraban antes que la reina de la noche esparciese su luz de plata sobre la tierra. Parecía que ambos jóvenes ponían especial cuidado en no encontrarse en calles o paseos, lo que nada tenía de particular, porque Carlota no abandonaba jamás su vivienda. En cuanto a Rafael, a causa del luto por su tío, no iba a ninguna diversión, y únicamente visitaba a sus amigos. Estos se alejaron de nuevo de   —42→   aquel lugar, prometiendo a Rafael volver a verle pronto.

Así estaban las cosas, cuando el joven se decidió por fin a decir a Carlota que la amaba, teniendo la inmensa satisfacción de saber que era correspondido. Fueron aquellos unos amores por demás extraños. Se hablaban de noche, no se conocían, ni parecían desear verse.

Él comprendía que ella era alta, esbelta y elegante, pero no podía descubrir sus facciones; ella creía adivinar que él tenía mediana estatura, que su porte era distinguido, pero ignoraba si era feo o hermoso. ¿Qué les importaba esto? Su amor tenía mucho de ideal y algo de fantástico, ambos soñaban con la belleza del alma, importándoles poco su envoltura; pero esto no se lo decían jamás, y los dos vivían en un error del que nadie podía sacarles.

Rafael tenía un criado que le profesaba verdadero cariño, y Carlota, como ya hemos dicho, dos viejos servidores que la habían conocido desde niña. Los tres criados se hablaban con frecuencia, y un día por la mañana se hallaron en la calle la anciana Dominga y el buen Roque.

-¿Qué tal está tu señora? -preguntó él

-Algo delicada -respondió ella-; ¿y tu señor?

  —43→  

-Mi amo sigue bueno -contestó Roque.

¿Cuántos años hace que estás al servicio de la señorita Carlota?

-Veinte; tenía ella cinco cuando entré en su casa; la quiero como si fuera una hija mía. Quedó huérfana muy niña y era ya muy débil y enfermiza; ahora se ha fortalecido algo; pero los médicos me han dicho en secreto que no vivirá largos años. No sé cómo podré estar sin ella.

-Y... ¿es hermosa tu ama? ¿Cómo son sus cabellos?

-Así... rubios.

-¿Y sus facciones?

-No me he fijado.

-¿Cómo son sus ojos?

-¿Sus ojos? ¡Ah! No sé. Y tu señor, ¿cómo es?

-Como otros muchos hombres respecto a la figura; pero ¡es tan bueno! ¡No quisiera cambiar nunca de amo!

-¡Ojalá tuviéramos los mismos señores! -suspiró Dominga.

-¡Ojalá! -repitió melancólicamente Roque.

Y ambos se separaron tristes y pensativos.



  —44→  
- V -

Llegó el otoño y ni Rafael ni Carlota pensaron en volver a la corte. Ambos vivían felices en medio de aquella soledad que les rodeaba; se amaban con ternura, y nada había más puro ni más poético que sus conversaciones nocturnas, que iban siendo más largas conforme anochecía más temprano.

Un día la joven faltó a la cita, y Rafael, lleno de ansiedad, la aguardó inútilmente hasta que lució el alba. A la mañana siguiente envió a Roque a preguntar qué sucedía, con encargo de llevar una carta para Carlota. El fiel criado supo por Dominga que su señora se hallaba enferma, y que no había podido desde la víspera abandonar el lecho. Avisado el médico había dicho que la joven estaba muy grave de la afección al corazón que padecía, y desesperaba de curarla.

El dolor de Rafael no tuvo límites, no bastando para consolarle la presencia de sus tres amigos, que acababan de llegar al pueblo con objeto de pasar con él una corta temporada.

Una mañana, las campanas de la parroquia lanzaban un fúnebre tañido. Carlota   —45→   había muerto sin que Rafael lograse verla antes de expirar. Lo que no había pensado en vida de la joven quiso realizarlo después de muerta; anheló mirarla de cerca una vez al menos, y cuando supo que había llegado la hora del entierro, se dirigió lentamente al cementerio acompañado de Anselmo, Genaro y Santiago, que conocían sus amores y no habían querido separarse de él.

Pronto se detuvo a la puerta del camposanto el coche que conducía los restos mortales de la infeliz joven. Cuatro hombres bajaron el ataúd, lo llevaron junto a una sepultura abierta, y lo depositaron en el suelo.

Descubierta la caja, y mientras el cura recitaba con monótono acento las oraciones de los difuntos, Rafael dio algunos pasos hacia adelante, murmuró varias palabras ininteligibles y hubiera caído al suelo sin sentido, a no haberle sostenido en sus brazos sus amigos, que corrieron a él con solícito interés. Lo primero que hicieron fue alejarle de aquellos tristes lugares guiándole a un sitio apartado del mismo cementerio, desde el que no se veía el entierro de Carlota, y gracias a los cuidados de los tres, volvió el joven en sí.

-¿Dónde está? ¡Quiero verla!- exclamó desasiéndose de los brazos de sus compañeros.

  —46→  

-Apóyate en mí y te conduciré donde se halla su cuerpo-, dijo Genaro.

Cuando llegaron, el ataúd estaba dentro de la sepultura, casi cubierto por la tierra que sobre él arrojaba el enterrador.

-¡Demasiado tarde! -murmuró Rafael.

Un viejo que lloraba le miró sorprendido.

-Señor -dijo-, yo soy Gil, el criado de la señorita Carlota, y no puedo menos de agradecer el dolor que demuestra usted por su muerte. Dígame su nombre para que eternamente lo recuerde.

-Me llamo Rafael.

-¡Rafael! -repitió Gil con asombro-. ¿Era usted su vecino?

-El mismo.

-¡Cuánto le quería ella a usted! ¿Por qué no fue a visitarla nunca?

-Hoy que Carlota ha muerto, no tengo para qué ocultarlo -dijo tristemente Rafael-. Imaginaba a mi vecina una mujer tan bella como espiritual; sabía que mi figura debía desagradarle, y le hice el amor a la luz de las estrellas, cuando Carlota no podía verme bien. Creo que mi alma vale más que mi cuerpo, puesto que ella me quiso, mientras las demás mujeres que me vieron me desdeñaron, y esto me obligó a ocultarme constantemente a mi vecina. Por eso huí las ocasiones   —47→   de verla, para que Carlota no me viera a mí.

-Pero ¿por qué, señor?

-El por qué no puede oscurecérsete -murmuró Rafael-. ¿No ves mi cuerpo contrahecho y mi rostro feo y repulsivo?

-¡Señor, señor! -dijo el criado-, esa no era causa suficiente para que no se presentase usted a mi ama. Ella también huía las ocasiones de encontrar a usted; le atormentaba la idea de que al conocerla no la amase; ella se había hallado igualmente abandonada por los hombres en los que no encontraba cariño ni protección; temía que si usted la viera la olvidase...

-Pero ¿por qué? -interrumpió Rafael.

-Tenía una vejez prematura, sus cabellos habían encanecido, arrugas precoces surcaban su frente, lloraba mucho su desdicha, y solo encontraba consuelo, antes en la música, después en su amor. Apenas llegaba la noche, su rostro se animaba, parecía quo no tenía alma más que para escuchar a usted, y en aquellas horas recobraba vida y fuerzas para el siguiente día. ¿Por qué no fue a verla? Dice que no es hermoso, que el cielo le ha castigado haciéndole lisiado. ¡Ah! D. Rafael, mi señora no lo hubiese sabido, ella le hubiera adorado siempre y usted la hubiera adorado de igual modo.

  —48→  

-Pero mi figura...

-Mi ama no la hubiera visto: la señorita Carlota era ciega de nacimiento.

-¡Dios mío! -murmuró Rafael-. He perdido la única mujer que me hubiera querido en la tierra.





  —49→  

ArribaAbajo La vocación


- I -

El cura del pueblo de C... vivía con su hermano, militar retirado, con la mujer de este, virtuosa señora sin más deseo que el de agradar a su marido, y con los tres hijos de aquel matrimonio, de los que el mayor, Miguel, contaba apenas diez y seis años.

El sacerdote D. Antonino tenía gran influencia sobre la familia, que nada hacía sin consultarle y al que miraba como a un oráculo; a él estaba encomendada la educación de los niños, él debía decidir la carrera que habían de seguir, tuviesen vocación o no, y en cambio de esta obediencia pasiva, D. Antonino se comprometía a costear la enseñanza de sus sobrinos y abrirles un hermoso y lisonjero porvenir.

  —50→  

Una noche se hallaba reunida la familia en una sala pequeña que tenía dos ventanas con vistas a la plaza; el militar leía en voz baja un periódico, su mujer hacía calceta; el cura limpiaba los cristales de sus gafas y Javier y Mateo, los dos hijos menores, trataban en vano de descifrar un problema difícil, mientras Miguel, con una gramática latina en la mano, a la que miraba distraído, soñaba despierto escuchando una música lejana, que tal vez ninguno más que él lograba percibir.

-¡Qué aplicación! -exclamó de repente don Antonino.

Los tres muchachos se sobresaltaron. Javier echó un borrón de tinta en el cuaderno que tenía delante, Mateo dio con el codo a su hermano para advertirle que prestase más atención, y Miguel leyó algunas líneas de gramática conteniendo a duras penas un bostezo.

-Tengo unos sobrinos que son tres alhajas -prosiguió el buen sacerdote.

Juan, el militar retirado, suspendió la lectura, miró a su prole, cuya actitud debió dejarle satisfecho, y esperó a que su hermano continuase hablando.

-Es preciso pensar en dar carrera a estos chicos, dijo D. Antonino; veamos, Mateo, ¿qué desearías tú ser?

-Yo -respondió el niño algo turbado-,   —51→   quisiera ser médico, si no tiene V. inconveniente en ello.

-¿Y por qué?

-¿Por qué? repitió el muchacho; mire V., yo no sé bien porqué, pero se me figura que es porque los médicos se hacen ricos, y algunos hasta gastan coche.

-¿Y tú, Javier?

-Yo tío, con permiso de V., quisiera ser poeta.

-¿Qué carrera es esa, niño?

-Yo no sé decir a V.; pero debe ser buena porque ellos cantan el cielo, la tierra, el mar y otras cosas más extrañas, y prueban a veces que ven lo que nadie ha visto, y que saben lo que los demás ignoran.

-¿Y tú, Miguel?

-Yo -exclamó alzando los ojos-, quiero ser militar como mi padre.

-¿Y por qué?

-Para alcanzar gloria, aturdirme con el estruendo de las batallas y llevar con honra el nombre de ustedes, que es el de muchos valientes.

Don Antonino movió la cabeza en señal de desaprobación.

-He aquí -dijo al cabo-, tres chicos que no conocen su verdadera vocación. He visto los progresos que han hecho en sus diversos estudios, y aseguro que Mateo hará un excelente arquitecto, Javier   —52→   un erudito maestro de escuela y Miguel un buen sacerdote. Estas son las carreras que debéis seguir, si vuestro padre no se opone a ello, que no creo me dé ese disgusto.

-Hágase todo como deseas -contestó Juan.

Mateo y Javier parecieron conformarse y volvieron a estudiar su problema; en cuanto a Miguel, cogió con distracción su libro, en el que no fijó los ojos, clavando su mirada no en el cielo, para ganar el cual, su tío iba a educarle, sino en la ventana de una casita en la que brillaba una luz y en cuyo interior sonaban todavía los dulces acordes de un piano.

Entretanto decía el buen cura:

-Ya ves, Juan, qué contentos están los chicos; he acertado su vocación.




- II -

No era costumbre desobedecer a Don Antonino, y los niños siguieron los estudios elegidos por él, sin que ninguno de ellos replicase; pero si el sacerdote hubiese visto a solas a los muchachos, hubiera observado que Mateo se escapaba de su casa para ir al Hospital a acompañar al médico en sus visitas diarias, que Javier emborronaba cuartillas escribiendo   —53→   renglones desiguales, y que Miguel vestía el viejo uniforme de su padre, que manejaba sus armas, y, lo que más le hubiera alarmado, que trazaba en las paredes y en el suelo con la punta de la espada un nombre de mujer: Margarita.

¿Quién era Margarita? Una joven, casi una niña, que vivía en la casa que miraba siempre Miguel, hija de un antiguo profesor de piano, actual organista de la iglesia de C... Se habían conocido hacía pocos meses y los dos se amaban sin darse cuenta de lo que sentían.

A pesar de que su pasión era un misterio para Miguel, que creía querer a la joven con un afecto fraternal, se oponía a la voluntad de su tío y pensaba rebelarse contra ella en cuanto se presentase una ocasión.

Así se pasaron los días, los meses y aún los años, y llegó una noche en la que Margarita y Miguel se declararon que se amaban y advirtieron con placer que el padre de la joven, lejos de oponerse a aquellos amores, los patrocinaba.

-Yo iré mañana a ver a tu padre para que te permita seguir la carrera que deseas y te cases con mi hija, puesto que os queréis, le dijo.

Aquella noche D. Antonino llamó a su sobrino mayor y le habló de esta manera:

-Ya has estudiado en C... cuanto   —54→   podías para seguir la carrera eclesiástica; ahora es menester que partas para que acabes tus estudios.

-Tío, -replicó con firmeza el joven-, tiempo es ya de que V. se desengañe y sepa que he hecho esos estudios por complacerle y que estoy decidido a no ser sacerdote.

-¿Cómo? ¿He escuchado bien? -preguntó el cura.

-No tengo vocación para serlo; además estoy enamorado y quiero casarme con la mujer a quien amo.

-¿No hay más, piensas tú -prosiguió D. Antonino-, que decir eso para abandonar tu carrera? Nos has engañado vilmente, me has obligado a gastar mis ahorros y ese es un robo que has hecho a tus padres, a tus hermanos y a mí. ¿Qué carrera emprenderás ahora que nos has dejado sin recursos?

-Una que no costará a V. nada; mañana sentaré plaza de soldado. Quedo profundamente reconocido a las bondades de V., pero no me encuentro con valor para renunciar al mundo. Tío, V. nació para ser eclesiástico y yo no; deje V. que cada cual siga sus inclinaciones y vaya por el camino que ellas le tracen.

-Tus hermanos tampoco querían ser lo que serán y me han obedecido.

-Tío, Mateo no será jamás arquitecto   —55→   ni Javier maestro de escuela; el tiempo lo dirá.

Y el tiempo se encargó, en efecto, de realizar la profecía de Miguel.




- III -

Juan se encolerizó con su hijo apenas supo su determinación, no porque le desagradase que Miguel fuese soldado, sino porque al serlo desobedecía a Don Antonino. La madre quiso disuadir al joven de su empeño, pero tampoco logró nada. En cuando al organista y a su hija, no se atrevieron a rogarle que se quedase en el pueblo, porque al complacer al cura tenía que renunciar para siempre a Margarita.

Esta y Miguel se juraron un amor eterno, y el joven se alejó del lugar, prometiendo a su amada no volver hasta que fuese digno de alcanzar su mano.

Una semana después, Javier abandonaba su casa huyendo a la corte en busca de aventaras. Mateo era, por lo tanto, el único hijo que le quedaba al desgraciado Juan.

Este y su mujer, alarmados por la ausencia de Miguel y la fuga de Javier, decidieron dejar a Mateo seguir la carrera que desease, y el muchacho, al cabo de   —56→   algunos años, fue médico, contra la voluntad de su tío, que sostenía siempre que el chico tenía disposición para ser un gran arquitecto.

Miguel escribía con frecuencia a sus padres y a Margarita. Gracias a su trabajo y a su buen comportamiento, el joven había llegado a ser oficial, y sólo esperaba ganar el grado de capitán para volver a su pueblo y casarse con la hija del organista.

En cuanto a Javier, nadie había vuelto a saber de él, ni aun su hermano Mateo, por el que tenía marcada predilección.

Hacía bastantes años que ambos jóvenes habían abandonado su país, cuando llegó a este una nueva, que llenó de espanto a Juan y a su familia. Había estallado la guerra civil, y uno de los regimientos mandados para apaciguar la insurrección era aquel del cual era Miguel teniente.

Muchas promesas hizo la madre, no pocas hizo la novia para que la Virgen le librase; y la primera noticia que de él tuvieron fue que en un encuentro habido con las tropas rebeldes se había portado con tanto valor, que había obtenido el deseado grado de capitán.



  —57→  
- IV -

Poco después fue adversa la suerte al pobre joven. Hecho prisionero en una emboscada que hábilmente preparó el enemigo; él y muchos de sus compañeros fueron traidoramente encarcelados, juzgados en consejo de guerra y sentenciados a muerte, debiendo ser fusilados en una explanada dos días después de dicha sentencia. La víspera por la noche, Miguel y sus compañeros, que eran en su mayor parte soldados, se hallaban reunidos en la habitación más elevada de un castillo. Algunos escribían a sus familias y sus novias, otros meditaban tristemente: los menos, dormían.

Miguel, asomado a una ventana, apoyadas las manos en los cruzados hierros, pensaba en su tranquila infancia, en sus padres, en sus hermanos, en su tío, en la mujer por la que había buscado la gloria y ambicionado la fortuna, en su risueño hogar, en todo aquel pasado tan hermoso.

-¡Y morir así, murmuraba, prisionero, sin hallar quien me defienda ni me ampare, ver insultado mi nombre por el enemigo! Si hubiera muerto en una acción de guerra, no me lamentaría de mi suerte. Eso buscaba: o la muerte o la fama. ¡Padre, padre! -prosiguió-, yo no   —58→   fui para ti el hijo sumiso que anhelabas, falté a tu voluntad, me opuse a tus deseos, y Dios me castiga cruelmente. Y tú, madre de alma, ¿cómo resistirás esta pena? ¿Pasaste tanto por mí, para que hallase tan triste desenlace mi existencia? ¿No he de encontrar un medio de morir con honra?

Y el joven sacudía los barrotes de la ventana, contemplando con envidia el abismo que se abría bajo ella. Allí pasó la noche, pálido, agitado, sin escuchar apenas al sacerdote enviado para prepararle a morir.

Al fin la luz del alba, que empezaba a iluminar débilmente la tierra, le sacó de su estupor; entregó al cura las cartas que la tarde anterior había escrito para su familia y aguardó con indecible angustia que fueran a buscarle para la terrible ejecución. La hora se acercaba, ya no habla medio de salvarse.

-¡Madre de los Desamparados, santa patrona de mi bendita tierra -pronunció en voz baja y con acento desesperado-; si me libras de esta muerte ignominiosa, prometo consagrarme para siempre a tu Divino Hijo!

Después se quedó sereno y esperó con más resignación la hora de su muerte.

Las seis sonaron en el reloj del castillo, entraron en él algunos soldados y dieron   —59→   orden a los prisioneros de ponerse en marcha. Todos obedecieron, mudos y sombríos, atravesaron corredores, bajaron estrechas escaleras, salieron de la prisión y se dirigieron a la explanada, en la que aguardaban más soldados y oficiales rebeldes.

Debían fusilar primero a los jefes, y Miguel estaba designado para morir el cuarto.

Vendaron los ojos a los dos primeros, uno después de otro; hicieron fuego, y cayeron aquellos valientes; iban a hacer lo propio con el tercero, cuando llegó un ordenanza con un pliego que entregó a un oficial. El contenido de éste era que las tropas leales se acercaban para salvar a seis compañeros indefensos; y era menester prepararse todos para el combate.

-Que tomen las armas contra los suyos -gritó un oficial-; vuelvan a su prisión entre tanto.

Así se salvó Miguel, pero lejos de combatir contra sus hermanos, halló medio de evadirse con otros soldados, y ayudó con su arrojo a librar a los infelices prisioneros.

Aún tomó parte en varios combates, y un año después de haberse salvado de una muerte segura, volvió al pueblo, donde participó a sus padres y a su tío su resolución de ser sacerdote. Viviendo   —60→   en aquel lugar Margarita, Miguel no quería verla, para no desmayar en el cumplimiento de su deber, y así, mientras Mateo y su madre permanecieron en C..., Juan, D. Antonino y el joven salieron de allí por algún tiempo.




- V -

Una noche de estío se hallaban Mateo y su madre en una habitación del piso bajo de su casa, en aquella misma donde el anciano sacerdote decidió el porvenir de sus tres sobrinos al empezar esta historia. Como entonces, se oía a lo lejos el piano de Margarita, pero nadie lo escuchaba. Mateo leía y su madre hacía labor, sentados ambos junto a la mesa.

Serían las diez cuando un hombre se detuvo delante de la ventana, miró el interior de la pieza desde la plaza, obscura y solitaria, y murmuró con voz apenas perceptible el nombre de Mateo.

El médico lo oyó y también su madre; el primero se puso en pie tratando de reconocer aquel acento, la segunda no vaciló un instante y corrió hacia la ventana con los brazos abiertos, pronunciando estas palabras:

-¡Hijo mio!

Poco después Javier entraba en la casa   —61→   y estrechaba contra su pecho a su madre y a su hermano.

Luego que escuchó la historia de Miguel, empezó la suya en estos términos:

-En busca de aventuras, soñando con la gloria, sin dinero, pero lleno de esperanzas e ilusiones partí de mi pueblo a pie, y me marché a Madrid, no sé cómo. ¿Quién recuerda ya las privaciones que pasé y los desengaños que sufrí? Trascurrió el tiempo, escribí, mis obras alcanzaron buen éxito: ¡fui poeta! Vosotros, encerrados en este lugar, no sabéis lo que embriagan los laureles, las alegrías que causa la vanidad satisfecha, el deseo realizado. Un día me acordé de que en este rincón del mundo, mis padres y mis hermanos llorarían mi ausencia: perdonadme si no fue en las horas felices de mi vida, sino en una en que sufrí una derrota, la primera, una de esas caídas de las que difícilmente se levanta uno. He venido aquí a buscar vuestro cariño, vuestros consuelos; madre, soy desgraciado.

-¡Tú también! -exclamó ella-; sin embargo, has hecho tu gusto, ¿dónde está, pues, la felicidad?

-Los tres hermanos -prosiguió Javier-, teniendo en cuenta nuestras aspiraciones, hemos seguido la senda que nos habíamos trazado. Miguel ha sido militar, Mateo médico, yo poeta; el primero   —62→   ha trocado el uniforme por la sotana, impulsado por los sucesos; el segundo es un pobre doctor de aldea, que nunca irá en el coche con que soñó; yo un poeta escarnecido hoy, olvidado mañana; esto me prueba, madre mía, que la vocación no sirve para nada sin la bendición de los padres y la ayuda de la Providencia, y que bien dijo el que aseguró que la suerte no es de quien la busca, sino de quien la halla.




- VI -

Algunos años después murió D. Antonino, y Miguel fue nombrado para sustituirle, cura párroco de C... Dos días hacía que había llegado, cuando le llamaron para una boda; las amonestaciones habían corrido en vida del otro cura, y no quería el novio aplazar el casamiento por el cambio de sacerdote.

Cuando este salió al altar, los novios esperaban ya en el templo. La novia, si bien era muy hermosa, no se hallaba en la primera juventud. Iba vestida sencillamente de negro y estaba extraordinariamente pálida. El novio era un rico labrador de fisonomía bastante vulgar.

Decíase que el matrimonio se hacía por conveniencia, porque la desposada habla quedado huérfana y sin amparo.

  —63→  

Cuando estuvo todo dispuesto, los novios se acercaron al párroco; ella alzó los ojos, fijándolos por un momento en el cura, llevó sus manos al corazón como queriendo contener sus latidos y se apoyó en el brazo de la madrina, que apenas tuvo tiempo de sostener a la joven para que no cayese al suelo. Miguel la miró un instante, en sus ojos brilló un fuego extraño, pero calmó en seguida su emoción y esperó, al parecer tranquilo, que pasase el desvanecimiento de Margarita, pues era ella, para empezar la ceremonia.

La novia también se dominó por fin y se puso de rodillas junto a su prometido, que no observó que las manos de la joven temblaban, y que casi no se oía su voz ahogada por el llanto. El cura de C... casó a la única mujer que había amado en la tierra, y cuando hubo consumado el sacrificio, se retiró a su casa y se encerró en su cuarto.

Sacó un libro de oraciones para fortalecer su espíritu, y luego, en voz muy baja, como no queriendo escucharse ni él mismo, murmuró

-Hoy he apurado el cáliz de la amargura uniendo a Margarita a otro hombre. Al hacerlo, he comprendido que ella me quiere todavía y que yo no la he olvidado todo lo que debiera. Es preciso que no nos veamos más en este mundo. El espíritu   —64→   es débil en el hombre, que ha nacido para los goces de la tierra y anhela conseguir los del cielo. Mañana partiré de este lugar. ¡Madre de los Desamparados, santa patrona de mi bendito pueblo, creo que estarás contenta de mí!





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