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ArribaAbajoVictoria


- I -

El buque mercante, Juan-Antonio, que iba de España a América con una numerosa tripulación y pasajeros no escasos, se perdió durante la travesía sin que nadie lograse saber su paradero. ¿Habían muerto todos los hombres que llevaba a bordo? No quedó sobre esto la menor duda cuando transcurrieron algunos meses y se vio que ni uno parecía.

El capitán era una persona muy estimada y conocida por su experiencia y su valor; ¿qué habría ocurrido para que tuviese su viaje tan mala fortuna?

Se habló de una horrible tormenta, se imaginó un incendio, se inventaron cien historias a cual más absurdas; que había   —120→   caído en poder de un pirata... en fin, lo cierto es que no pocas familias vistieron luto a consecuencia de aquella espantosa desdicha.

Entre los pasajeros iba un joven que por vez primera se separaba de sus padres y hermanos, que había acabado con lucimiento dos carreras y que no llevaba al nuevo mundo más objeto que el de estudiar aquella tierra desconocida para él.

Llamábase Gerardo Ávalos, y se había captado las simpatías de cuantos le trataban, por su ameno trato y excelente carácter.

Convencidos los padres de que el mar había servido de tumba a su hijo, elevaron a la memoria de este un sencillo mausoleo que rodearon de plantas, y la tristeza reinó para siempre en su hogar.

Mucho tiempo después, cuando ya se habían casado los otros hijos y vivían solos los dos ancianos, un hombre solicitó con empeño verlos y logró ser al cabo recibido. Parecía un pescador por su traje y por su traza, y se mostró muy turbado al hallarse en presencia de los dos señores. Instado por ellos a hablar se expresó de este modo:

-Hace menos de un mes, encontré en el mar una botella perfectamente cerrada, que supuse contendría algún licor y que se habría perdido en algún naufragio.   —121→   La abrí al verme solo en mi casa y contenía un rollo de papeles muy finos, escritos con letra menuda y dirigidos a ustedes. Su lectura no tenía interés para mí. El que había trazado esas líneas y hablaba desde un país desconocido con sus padres, rogaba encarecidamente al que encontrara la botella que la trajera aquí, donde sin duda sería espléndidamente recompensado. Soy pobre y vengo a vender estos pliegos que considero, si no de utilidad material, de alguna importancia para ustedes.

Los dos ancianos se conmovieron al ver la letra de su hijo perdido y pagaron más que se les había exigido, sin titubear.

El pescador desapareció en seguida, y al quedarse solos los dos viejos, no tuvieron más afán que el de enterarse del contenido de aquellos pliegos.

No sin dificultad los leyeron repetidas veces, llamando después a los hermanos de Gerardo para enterarles de tan singulares sucesos. El manuscrito del náufrago, decía así:




- II -

«¡Cuánto hemos luchado con las olas! ¡Qué capitán tan valiente! ¡Qué tripulación tan admirable!

  —122→  

No he visto una tormenta semejante nunca. Lejos de todo puerto, sin ningún buque próximo, teníamos forzosamente que perecer. El nuestro se iba a pique por momentos; los botes donde se arrojaban los pasajeros con desesperación, desaparecían pronto en el revuelto mar. Recuerdo que me así a una tabla y que perdí el conocimiento.

¿Qué pasó después? No puedo sino hacer conjeturas. Sin duda una ola me lanzó a unas peñas, donde me herí ligeramente y en las que me hallé casi desnudo, rendido, calenturiento, sintiendo el doble martirio del hambre y de la sed.

Me incorporé, dirigí mis miradas al Océano apaciguado ya, y no vi los restos del Juan-Antonio, que debía haberse sumergido por completo.

Era indudablemente el solo náufrago salvado. ¿Qué iba a ser de mí?

La tormenta había cesado; esta nos había sorprendido muy de mañana, y era bien entrada la tarde cuando logré hacerme cargo de mi situación.

¿Hacia qué punto me encontraba? ¿Había alguna hospitalaria tierra cerca de allí? ¿Hallaría quien me socorriese?

No sin dificultad conseguí levantarme, y caminando muy despacio, subí por las peñas. Estando a bastante altura vi que al lado opuesto había un paisaje encantador,   —123→   una isla de verdura con magníficos árboles, bellos arbustos y preciosas y variadísimas flores. Aquel ignorado edén, a pesar de su hermosura, no dejó de entristecerme, porque parecía inhabitado.

Casi arrastrándome, bajé a él y vi en algunos de sus árboles y al pie de estos, desconocidos frutos que mitigaron mi sed y reanimaron mis desfallecidas fuerzas.

La isla no parecía grande, pero no la pude recorrer aquel día porque era tarde, temía me sorprendiese la noche y además estaba muy cansado. Busqué un sitio donde pudiera dormir y encontré un lecho de césped. Cerré los ojos y permanecí en profundo reposo hasta la mañana siguiente.

El sol bañaba la isla con sus puros rayos; las flores, cuajadas de rocío, despedían gratísimos aromas y parecían adornadas con magníficos brillantes; los pájaros, de mil colores, cantaban en las ramas de los árboles, y jamás concierto alguno fue para mí tan bello como aquella encantadora música.

¡Cosa extraña! Algunas avecillas comían los frutos caídos, ya maduros, y al acercarme yo no se asustaron ni huyeron de mí; hubiera podido cogerlos sin la menor dificultad.

Gigantescas mariposas, azules como el cielo las unas, negras como mis sombrías ideas las otras, encarnadas y de variados   —124→   matices las más, volaban de una en otra planta, bebiendo en los cálices de las flores las perlas de la aurora.

Habiendo recuperado mis fuerzas casi por completo, quise conocer aquel desierto, que era mayor de lo que suponía, y anduve por él largo rato, sin que nada nuevo excitase mi atención. Pero de repente me detuve ante lo más extraño que hubiese podido hallar allí. En el húmedo suelo vi las huellas de unos pies grandes y mal formados, seguidas de otras de pie de niño o de mujer, pie breve, elegante, digno de ser esculpido por el más hábil artista. ¡Había, pues, en la isla, dos seres humanos!

Pensé en el Paraíso, en aquel edén perdido por nuestros primeros padres, que debió ser algo semejante a este lugar. Y para que la ilusión fuese completa, una serpiente, enroscada a un árbol, me miró con sus brillantes ojos, y a mi entender de una manera hostil.

Es cierto que las huellas del pie del hombre no podían hacer pensar en la belleza de Adán, pero en cambio, las del pequeño... Como el príncipe de la Cenicienta, yo empezaba a encantarme no ante un zapatillo de seda, sino ante la señal dejada en la tierra por un precioso pie.

¿Dónde se ocultaban ambos seres?

  —125→  

En balde los busqué por todos lados y sospeché que se escondían de mí.

La soledad me aburría; felizmente el hallazgo de una caja que contenía algunos pliegos de papel, una pluma de ave y un líquido que, aunque no era tinta, podía suplirla bien, me sirvió de distracción, y me guardé todo, proponiéndome trazar mis impresiones en aquellas abandonadas páginas, por si acaso algún día me era fácil enviarlas a Europa, o llevarlas yo mismo a mis padres. Aquellas líneas, sin embargo, las he roto después; el estado de excitación en que me hallaba, el hambre y la sed que sufrí, mis luchas con inmundos reptiles, no me permitían escribir con orden ni concierto y solo muchos días después, empecé estas memorias destinadas al mismo objeto, pero trazadas bajo una más grata impresión.

Cuatro días habían trascurrido desde mi llegada a la isla, sin que lograra hacer ningún descubrimiento. Una violenta fiebre me consumía, y perdida toda esperanza de salvación, me resigné a morir. ¡Y de qué muerte! En aquel paraje había caza que yo no podía matar para mi sustento, porque no tenía armas; veía en el   —126→   mar peces, para coger los cuales no tenía redes; me moría de sed, y aquella agua salada que bebía en mi mano no hacía sino aumentarla de una manera cruel.

Ya no tenía fuerzas para moverme, y en aquel lecho de césped, donde me eché la primera noche, me acosté también para dormir el sueño eterno.

Di un mudo adiós a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos; pensé en mis ilusiones desvanecidas, en mis irrealizables esperanzas y ambiciones que me habían separado de los seres que amé y me amaron en la tierra y cerré los ojos pensando que no volvería a abrirlos jamás.

La noche estaba hermosa y despejada, la luna iluminaba el paisaje, cantaban los pájaros y las flores me enviaban sus mágicos perfumes.

De repente creí escuchar rumor de pasos, pero de pasos que se recataban, y una sombra se divisó a corta distancia que fue acercándose a mí lentamente.

Un rostro se inclinó sobre el mío o le miré y vi una figura encantadora, con cabellos castaños, largos y flotantes, ojos claros, delicada frente, boca de grana. Los rizos rozaron mis labios y los besé. Llevaba un traje masculino de pieles y plumas, un verdadero traje de salvaje, que completaban un arco echado a la espalda y un carcax con flechas.

  —127→  

-¡Víctor! -gritó una voz a lo lejos.

-¡Padre! -contestó el ser que me miraba.

¡Oh, desencanto! Mi Eva era un niño o más bien un adolescente; en aquel paraíso faltaba el mejor ornato, la mujer.

-¿Qué haces? -repuso el padre.

-Ver si se ha muerto ya de hambre el forastero.

-¿Está ahí?

-Seguramente.

-¿Muerto?

-No, vivo.

-¿Respira?

- Sí -contestó riendo-, respira y... besa.

El padre, alarmado, se acercó a mí, yo volví a cerrar los ojos y procuré no moverme.

-¡Como todos! -murmuró, sin que entendiera el significado de sus frases-; si no quiero tener graves disgustos, será preciso que me libre de él.

-No le mates, padre -dijo el niño con su dulce voz.

-¿Por qué? -preguntó el viejo, preocupado.

-Porque es joven y bello y... porque me es simpático.

-¿A ti?

-No lo extrañes -prosiguió Víctor-, no he tenido un amigo jamás, tú eres ya   —128→   viejo para acompañarme, este pobre náufrago vendrá a cazar conmigo, tenderemos juntos nuestras redes, nos haremos mutuas confidencias, él explicándome lo que ha visto más allá de estos mares, yo contándole mis sueños.

-No puede ser.

-Tú dices que no vivirás muchos años -continuó el adolescente-, y que yo no podré salir nunca de aquí, porque estamos en un oasis en medio de un desierto de agua; ¿qué quieres que haga solo cuando tú me faltes? Catorce años hace que estamos aquí, y este es el primer hombre que llega a la isla; acógele como a hermano y ofrécele tu leal hospedaje.

Esto era dicho en correcto castellano y el viejo respondía en la misma lengua; indudablemente me hallaba entre dos compatriotas míos.

-Había jurado que no verías a un hombre jamás -murmuró el padre.

-Dios te hace faltar al juramento y no tu voluntad. Vamos, sé complaciente, déjame darle de beber.

El niño se arrodilló a mi lado y me presentó una redoma hecha de una extraña raíz; la acercó a mis labios y yo, dejando ya el disimulo, bebí con avidez. No sé lo que era aquel líquido, pero lo encontré delicioso.

  —129→  

Víctor me contemplaba con infantil curiosidad, mientras su padre, triste y pensativo, fijaba en nuestro grupo una distraída mirada. Debía ser bastante viejo; tenía los cabellos y la larga barba de una blancura deslumbradora, e iba vestido igual que el adolescente.

-¿Cómo se llama esta isla? -le pregunté.

-Victoria -contestó el anciano.

-¿Pertenece a Inglaterra?

-No, es mía y le he dado el nombre de mi hijo.

-¡Ah! ¿Es de usted?

-Nadie conoce este lugar más que los tres; la casualidad nos trajo a esta tierra hace catorce años, de igual modo que a usted hace cuatro días. Me era grato nuestro aislamiento, pero ya que está aquí y que Víctor se interesa por usted, viva, pero ojalá no tengamos nunca que arrepentirnos, usted de haber llegado, ni de haberle recibido yo.

Salvada mi existencia, gracias a la intercesión del mancebo, fui curado por su padre, pero no me dieron un asilo en su morada. Esta estaba en las rocas, formada por grutas naturales, en las que no me permitieron entrar.

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La más dulce amistad nos unió en breve; el viejo era un sabio, el niño una criatura encantadora, buena y sencilla, a la que no se podía menos de amar.

El primero me refirió su historia. Ya anciano, se había casado con una bella joven que pagó sus beneficios, pues la había sacado de la miseria, con la más negra ingratitud. Un día huyó de su hogar, dejándole un hijo de pocos meses, triste fruto de aquella unión.

Vivió él desesperado, anhelando vengarse de aquella infame mujer. Supo que iba a partir para América y tomó la resolución de seguirla en el mismo buque. Este naufragó, después de extraviarse, como el Juan-Antonio, y como este quedó sin capitán, sin tripulación y sin pasajeros. El padre de Víctor sabía nadar muy bien; cogió a su hijo, lo sujetó como pudo a su cuello y se arrojó a una balsa rechazando duramente a su mujer que quería seguirle o imploraba su perdón. Fueron juguete de las olas mucho tiempo, y ya de noche, sin saber dónde estaban, la balsa se estrelló contra las peñas, arrojando al agua al padre y al niño. Después de inauditos esfuerzos llegaron a la isla, de la que no pudieron salir más. Como era hombre entendido, encontró el medio de vivir en aquel país inculto, no careciendo de nada. Enseñó a leer y a   —131→   escribir a su hijo, y la caja encontrada por mí contenía un papel y una tinta hechos por él. No le hablé de aquel hallazgo, porque me convenía conservarlo.

Yo no tenía historia, y le referí lo poco que mi pasado encerraba. Creo que llegó a reconciliarse conmigo. Sin embargo, notaba siempre en él algún recelo y mi amistad por Víctor le contrariaba vivamente. ¿Temía que compartiese conmigo el cariño que antes el joven le profesaba únicamente a él? Cuanto más se obstinaba en separarnos, más el niño deseaba aproximarse a mí; buscaba mi conversación y mi presencia, y por mi parte también me sentía atraído hacia él por una misteriosa simpatía.

Víctor deseaba estar a solas conmigo, pero su padre nos acompañaba siempre; a pesar de su avanzada edad, el cansancio nunca le rendía, y ya fuésemos de caza, ya a recorrer la isla, no nos abandonaba jamás.

Dos veces le sorprendí pronto a lanzarme una flecha, una de esas flechas de los salvajes cuya herida es mortal; pero al verse descubierto, cambió con destreza la dirección y no me atreví a reprocharle nada. Quizás aquello había sido una ilusión mía, nada indicaba que tuviese tan grande animosidad contra mí.

Comía en medio del campo con el viejo   —132→   y el niño, y pronto adopté su traje y sus costumbres.




- III -

Seguían a estas páginas otras muchas en las que Gerardo Ávalos narraba sucesos sin importancia de su monótona existencia, viendo pasarse los días y los meses sin pena por hallarse en aquel destierro, si se exceptúa la que le causaba el estar separado, quizá para siempre, de su familia, y luego continuaba así el manuscrito:

Para celebrar el aniversario de mi llegada a la isla Victoria, el viejo me convidó a visitar su gruta por la primera vez; quería que comiésemos allí.

Era su morada bellísima y no carecía en absoluto de comodidades, como había sospechado. Había en ella muchos objetos que no podían estar fabricados por el anciano, y este me dijo que, en efecto, eran restos de un naufragio, el del buque en que iba él, que pudo recuperar milagrosamente sacándolos más tarde del mar.

La mesa estaba puesta, sobre ella se veían apetitosos manjares y extrañas bebidas.

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Aprovechando una momentánea salida de su padre, Víctor me dijo:

-Bebe de todo lo que quieras, menos de ese licor verde.

-¿Acaso está envenenado, niño? -le pregunté.

-Pudiera ser -me respondió.

-¿Tan mal me quiere tu padre?

-Te odia.

-¿Y por qué?

-¿Por qué? -repitió mirándome con ternura-, porque yo te adoro y tiene celos.

Aquellas palabras fueron una revelación para mí; no eran las frases que podía emplear un amigo para otro amigo, no era posible que salieran de otros labios que de los de una mujer. Miré fijamente al niño, y al ver su rubor, comprendí que no me había engañado. El viejo había trocado el nombre y el traje de su hija. Víctor, o mejor dicho, Victoria, era una bellísima joven que me amaba y de la que yo había hecho mi ídolo sin sospecharlo. Ahora me explicaba la influencia misteriosa que ejercía sobre mí, por qué me sometía con placer a todos sus gustos, por qué vivía contento allí. Desde el momento en que había una mujer en la isla, ya podía comprenderse que se encerraban en ella los encantos del mundo entero.

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La comida fue triste, el anciano no hablaba y Victoria y yo sosteníamos un diálogo con los ojos, haciéndonos confidencias, enviándonos promesas y suspiros y jurándonos eterno amor.

Arrojé al suelo el licor verde que me fue servido y perdoné al padre que quería asesinarme por afecto a la hija.

¡Cuántas veces burlamos la vigilancia del anciano para vernos a solas! Victoria confirmó lo que había yo sospechado y nuestros coloquios de amor no tuvieron fin.

Ya no me importaba haber muerto para el mundo, ni mis estudios inútiles en aquel desierto, ni las zozobras pasadas. Amaba y era amado, ¿qué más podía desear? Sí, era amado como jamás lo fue mortal alguno, por una mujer que no había conocido a otro hombre ni había de tratar a ninguno nunca.

El anciano supo al fin nuestras relaciones. Se mostró muy afectado al principio, pero al cabo nos perdonó.

-Tenía que ser así -dijo-; en balde quise hacer de mi hija un hombre sin corazón; el amor germina en todas las almas y bajo todos los climas, y la mujer es siempre mujer. Quiérela mucho, Gerardo,   —135→   y después de mi muerte, cuando te falten mis consejos, considérala lo mismo que hoy.

Desde entonces, el padre de Victoria cambió totalmente y me trató con el mayor afecto.

Con él he aprendido mucho, todo lo que un hombre puede estudiar, excepto el medio de salir de esta isla; ninguna barca nos llevaría lejos, y son tantos los escollos que hay en este sitio, que con toda certeza naufragaríamos.

No importa. He aquí el Paraíso terrenal; para nosotros no hay más mundo que este nido, donde somos felices porque nos amamos. Solo tiene un inconveniente; no somos inmortales, y el fin del primero traerá la desesperación a los otros.

Este manuscrito lo dedico a mis padres, voy a encerrarlo en una botella, única que tenemos; a falta de lacre la cubriré con una resina que he visto lo puede sustituir, y luego la arrojaré al mar.

Si Dios quiere que ellos sepan que vivo y soy dichoso, la hará llegar más o menos tarde a sus manos; si no, me llorarán perdido para siempre, y sus oraciones aumentarán mi ventura.

No los olvido, y Victoria y yo los amamos y bendecimos con todo nuestro corazón».

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Después de estas líneas, Gerardo Ávalos había firmado el manuscrito, poniéndole luego la dirección de la casa de su familia, donde, como hemos dicho al principio, lo había llevado el pescador.





  —137→  

ArribaAbajoCosme y Damián

Ambos habían nacido el mismo día en un pueblo de los más pobres de la Coruña. Sus padres eran parientes lejanos, y cada cual tenía ya, al venir los muchachos al mundo, seis o siete chiquillos, que vivían mal alimentados y casi desnudos junto a las vacas que constituían toda la fortuna de aquellas familias.

Les pusieron por nombres, al uno Cosme y al otro Damián.

Los niños fueron buenos amigos desde sus primeros años, a pesar de la diferencia de gustos y de caracteres. Cosme era activo, amante del estudio, inteligente; y Damián, por el contrario, perezoso, torpe y de escaso talento. Los dos sacaban las vacas a pastar en el campo, y mientras Damián, echado en la hierba, procuraba   —138→   dormir o no hacer nada, Cosme deletreaba en cualquier papel o libro viejo que buscaba sin que nadie supiera cómo, y en el que estudiaba solo, pues sus padres no le mandaban a la escuela, yendo únicamente el hermano mayor.

El tiempo pasó así para los dos chicos, hasta que un día sus familias decidieron que salieran del pueblo en busca de trabajo, muy escaso allí.

-¿Y dónde iremos? -preguntó Damián.

-Donde haya en qué ganar un pedazo de pan -le dijo su padre.

-¿Iremos juntos? -interrogó Cosme.

-Como queráis -les contestaron.

Los dos niños se despidieron de sus respectivas familias y partieron sin llevar más equipaje que un poco de ropa vieja atada en la punta de un palo, algunas monedas, escasas y de corto valor, y un escapulario que les puso la abuela de Cosme.

Damián caminaba triste y silencioso; su compañero iba más animado, contemplando con placer, ya la verde campiña que cruzaban, ya el cristalino río o el arroyo donde mitigaban su sed, o los altos campanarios y las casitas blancas de los pueblos.

Damián se cansaba pronto de andar, y tenían que detenerse a menudo, lo que   —139→   no era del agrado de Cosme, que deseaba verse en alguna población de más importancia.

Comían poco y mal en las posadas de más pobre aspecto, dormían bajo los árboles o en cualquiera tierra inculta, y a pesar de eso, su modesto capital disminuía de tal manera, porque las monedas que lo componían eran de cobre, que a los pocos días de haber salido de su aldea ya no poseían casi nada.

Fueron, por fin, admitidos como segadores, trabajaron con ahínco para un labrador muy rico de un lugar, y al terminar la faena, con el dinero que cobraron pudieron continuar su viaje.

-Pero ¿dónde quieres ir, que nunca acabamos de andar? -preguntaba Damián, que se hallaba rendido.

-Pues a la capital -respondía Cosme. Todo esto con un marcado acento gallego, del que hago gracia a mis lectores, pero que ellos suplirán si así les place. Al cabo entraron en la ciudad anhelada, Damián más desanimado que nunca y Cosme más lleno de ilusiones. Fueron, al pronto, areneros los dos.

-No pasaremos de aquí -decía el primero-, no servimos para otra cosa; y tú verás cómo en la vida tendremos un cuarto.

-Pues yo pienso ser millonario -decía   —140→   el otro-; no hay nada que en el mundo no se logre con buena voluntad y perseverancia.

Durante la noche, Cosme seguía aprendiendo lo que podía, mientras su amigo dormía, ya en una obra en construcción o en alguna posada, según tenían o no dinero. Enterado el buen galleguito de que había escuelas gratuitas para niños pobres, logró ser admitido en una sin que pudiese hacer que Damián le imitase.

Al cabo de un año, Cosme leía y escribía perfectamente, por lo que fue recomendado por su maestro a un rico comerciante, que le recibió con agrado, haciéndole que trabajase en su casa.

Damián seguía vendiendo arena, y después fue aguador; pero como era tan holgazán; decía que la cuba le pesaba, y no cumplía bien en ninguna parte.

Cosme salió de la tienda para ir al escritorio, de allí pasó a ser secretario, y, como era listo y tenía inventiva, fue colocado al servicio de un personaje, al que ayudó a hacer fortuna.

Los dos galleguitos dejaron de verse por completo. Damián vivía en un cuarto muy malo, que compartía con una docena de compañeros; Cosme habitaba una gran casa, propiedad de su amo, y vivía con extraordinario lujo.

Damián se hizo mozo de cuerda, y en   —141→   una ocasión llevó los muebles de Cosme, sin atreverse a presentarse a él por temor de ser conocido

Una tarde, yendo Damián por una de las principales calles con una mesa a cuestas, hubo de tropezarle un carruaje, que le derribó el mueble, sin hacerle daño felizmente. Al volverse encolerizado, vio que ocupaba el coche un caballero, a quien a duras penas logró reconocer. Era Cosme, que había heredado la inmensa fortuna de su amo, muerto hacía pocos meses.

Vio a su antiguo compañero, se informó de lo que hacía, y al saber que era pobre y desgraciado, le arrojó un bolsillo lleno de plata, gracias al cual pudo Damián vivir algún tiempo con más descanso.

Siguieron separados. Cosme fue elegido diputado primero y nombrado gobernador después. Damián no pasó de mozo de cuerda.

Hacía ya muchos años que no habían visto ni su pueblo ni a su familia; los dos tuvieron a la vez la idea de volver a contemplar al uno y de abrazar a la otra. Salió Damián primero, y, no sin trabajo, logró pagar un asiento de tercera en el tren que debía dejarle a pocas leguas de su tierra.

Al llegar a esta, y después de mirarla con los ojos llenos de lágrimas, observó que estaba engalanada, cosa que le extrañó   —142→   muchísimo, pues no era la fiesta del patrón, ni estaba siquiera cerca. Habían levantado artísticos arcos de ramaje, algunas ventanas lucían colgaduras, y los músicos del pueblo, una docena de mozos que Damián había dejado muy pequeños, esperaban a la entrada del lugar dispuestos a tocar a una señal convenida.

Aunque era por la tarde y el sol enviaba sus vivos rayos a la tierra, algunos muchachos se preparaban a disparar cohetes al propio tiempo que empezase la música.

Al fin llegó un hombre, montado en un mal caballo, exclamando:

-¡Ya viene! ¡ya viene!

Poco después se divisó un coche abierto, en el que iban sentados un caballero elegantemente vestido, llevando a su izquierda al alcalde de aquel pueblo.

-¡Viva el gobernador! -gritó la muchedumbre que esperaba ansiosa cerca del primer arco.

Y aquel grito se extinguió bien pronto, apagado por la música de los instrumentos, que tocaban un precioso pasa-calle.

Se lanzaron al aire los primeros cohetes, a los que siguieron atronadoras bombas; las mujeres arrojaron flores al carruaje, y el gobernador, conmovido, saludaba a derecha e izquierda con afecto.

-¡Pues si es Cosme! -exclamó Damián-.   —143→   ¡No se da poco tono! ¡En coche y todo, como si fuera un personaje!

Poco después averiguó que el pobre galleguito que muchos años antes salió del lugar con él, volvía siendo gobernador de la provincia.

Fue presentado a Cosme, que le recibió con cariño, pero sin la familiaridad que Damián hubiera deseado.

-¿Qué te haces? -preguntó el gobernador a su antiguo compañero.

-Pues, nada -contestó el otro-; no he tenido suerte; al paso que V. E....

Y no pudo menos de sonreírse al dar este tratamiento al que fue su amigo de la infancia.

-Pienso comprar aquí unas tierras -prosiguió Cosme-..., hacer una granja... Si quieres...

-¿Ser su administrador?

-No; te dejaré que guardes las vacas.

-¡Quién había de decir -exclamó con amargura Damián-, que los dos galleguitos que echaron a volar en un día tendrían al regresar a su tierra tan diversa suerte!

-Es que hay muchas maneras de volar -dijo el gobernador-; vuela el insecto, que se detiene en lo más inmundo, y el águila, que se eleva a la mayor altura. Tú nunca quisiste ser nada, y lo has lo grado.

  —144→  

El pueblo seguía aclamándole; Damián se separó de él, murmurando mientras se alejaba:

-Me parece que me ha llamado mosca... ¡Ah, si no fuera porque le necesito!...



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ArribaAbajo La gota de agua


- I -

Jamás se vio un matrimonio más dichoso que el de D. Juan de Dios Cordero -médico cirujano de un pueblo demasiado grande para pasar por aldea, y demasiado pequeño para ser considerado como ciudad-; y doña Fermina Alamillos, ex-profesora de bordados en un colegio de la corte, y en la actualidad rica propietaria y labradora. Hacía veinte años que se habían casado, no llevando ella más dote que su excelente corazón, ni él más dinero en su bolsillo que 60 reales; y a pesar de esta pobreza, conocida su proverbial honradez, sin recibir ninguna herencia inesperada, al cabo de cinco lustros, el señor y la señora de Cordero eran los primeros contribuyentes del lugar. ¡Pero qué miserias habían pasado durante esos cinco lustros! En aquella   —146→   casa apenas se comía, se dormía en un humilde lecho, y su mueble de más lujo lo hubiera desdeñado cualquier campesino.

Cuando alguien preguntaba a doña Fermina por qué no teniendo hijos a quienes legar su fortuna había ahorrado tanto dinero a costa de su bienestar y acaso de su salud, la buena señora respondía: «Hice como la hormiga, trabajé durante el verano de mi vida, para tener alimento, paz y albergue en mi invierno. He cumplido cincuenta años; si vivo veintitantos o treinta más -que bien puede esperarlo, la que como yo, sólo encuentra en su casa gratos placeres-, daré por bien empleada mi antigua pobreza, que hoy me brinda una existencia serena y desahogada».

Juan de Dios no tenía más opinión que la de su mujer; a él le había tocado trabajar como médico-cirujano, y a su esposa economizar lo ganado en aquel pueblo a fuerza de sudores y fatigas, porque no todos los enfermos pagaban; unos por falta de recursos, y los más porque se morían. Esta era la única mancha que tenía Juan de Dios sobre su conciencia; muchos de los pacientes, a los que había dado pasaporte para el otro mundo, no estaban condenados a morir. Acostumbrado a curar siempre con sangrías, había   —147→   precipitado con ellas el fin de bastantes desgraciados; pero cuentan, que a pesar de eso, el honrado doctor, hombre excelente, dormía como un bienaventurado, y que jamás se le apareció en sueños ninguna de sus víctimas.

Acababa de acostarse Juan de Dios, serían las nueve de una noche fría y lluviosa del mes de Marzo, cuando llamaron a la puerta. Marido y mujer se sobresaltaron; hubo una ligera polémica sobre si debía abrirse o no, y ya era cosa resuelta que no se abriría, porque este fue el parecer de la esposa, cuando entró la criada en la habitación de sus amos, y dijo:

-Señor, avisan a usted con urgencia para una enferma.

-No puede ir -gritó doña Fermina.

-Mujer, por Dios -suplicó el marido...

-Te vas a resfriar.

-¿Y si por no constiparme se muere esa desgraciada?

-¿Y si coges una pulmonía y te mueres tú?

-Iré bien abrigado.

-Vamos, no lo consiento.

-¿Qué respondo al criado de la señora baronesa? -preguntó la criada.

-¡Ah! ¡Se trata de la señora baronesa! -exclamó Fermina abriendo con asombro los ojos-; eso es otra cosa.

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Entre las debilidades de aquella honrada mujer, pues todos las tenemos, era la principal su deseo de tratar a personas de elevada alcurnia. Hacía más de un año que la baronesa vivía en el pueblo con su marido y su hijo, y doña Fermina no había encontrado una ocasión propicia para introducirse en su casa; nunca se había visto una familia de mejor salud; al fin un individuo de los principales, reclamaba los cuidados científicos de Juan de Dios, éste salvaría a la paciente y la amistad entre la ilustre dama y la antigua profesora, llegaría a ser un hecho real y positivo.

-Di al criado de la señora baronesa -se atrevió a murmurar Juan de Dios -que no me siento bien y que me es imposible ir.

-¿Qué estás diciendo? -exclamó la esposa-. ¿Dejarás morir a esa señora?

-Por no resfriarme, por no darte un disgusto...

-No, esposo mío, no te resfriarás. Ponte el abrigo forrado de pieles, la bufanda, la capa, el gorro bajo el sombrero y ve en coche. ¿Ha mandado el suyo la baronesa?

-Sí, señora -contestó la criada.

-Pues anda, Juan de Dios, no te detengas, así no te pondrás enfermo.

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Diez minutos después salía el médico de su casa.

Doña Fermina, rebosando de satisfacción, no pudo conciliar el sueño en el resto de la noche.




- II -

Juan de Dios volvió a las nueve de la mañana del siguiente día. Su esposa fue a su encuentro con la ligereza propia de una niña, y apenas vio a su marido, le preguntó:

-¿Qué quería la baronesa? ¿Te ha recibido bien? ¿Te ha ofrecido la casa? ¿Te ha rogado que vaya a visitarla o te ha dicho que ella vendrá primero a verme? ¿No me contestas?

-Cuando acabes de preguntar, Fermina.

-Pues ya he concluido.

-La baronesa estaba enferma, y solo me ha hablado de lo referente a su dolencia; no me ha preguntado por ti.

-¡Qué grosería!

-La baronesa, dos horas después de mi llegada, dio a luz una robusta niña, que ha sido recibida con verdadero júbilo, pues ya sabes que no tenía más que un hijo y ella deseaba vivamente una hija.

-Y después, ¿qué has hecho?

-Ya dejaba tranquila a la ilustre   —150→   señora, ya salía de su casa y me disponía a volver a la mía, cuando una mujer pobremente vestida me llamó. «¿Es usted el doctor?» me preguntó. Y al oír mi respuesta afirmativa, añadió: «¿Puede usted asistir a una vecina mía?» ¿Cómo negarme a hacerlo? Subí a una humilde boardilla, y encontré a una infeliz joven que se hallaba en el mismo caso que la baronesa. Comparé lo que acababa de dejar con lo que estaba viendo: en el palacio muebles lujosos, ricas colgaduras, luces, espejos, suntuosos trajes, un esposo amante, amigos solícitos, criados esperando con interés la feliz nueva... En la boardilla, desnudas paredes, vigas carcomidas, un jergón, harapos, soledad, tristeza. Aquella desgraciada acababa de quedar viuda; su marido no le había dejado recursos de ningún género y ella se moría de hambre y de pena. Dio a luz otra niña, flaca y que no parecía tener más que un soplo de vida. Pero acaso no muera: nace con mala estrella para dejar tan pronto el mundo. Perdona Fermina si le di, sin contar con tu beneplácito, una moneda de plata a aquella mujer.

-Que trabaje.

-Su estado no se lo permite: ya trabajará.

-Casi todas las que están en el último   —151→   grado de miseria, tienen la culpa de lo que les sucede.

-Ella me ha pedido ayuda y protección.

-Yo también fui pobre, trabajé, y ahora disfruto un grato bienestar; que haga lo mismo y no será desgraciada.

Fermina estaba de mal humor, porque la baronesa no había preguntado por ella, y por eso hablaba de ese modo; por lo demás su corazón era bellísimo, y al siguiente día encargó a su marido que enviase ropas, caldo y otras cosas a la pobre viuda.




- III -

Esta no fue tan digna de compasión como era de suponer. Un acontecimiento inesperado vino a sacarla de aquella situación angustiosa. La nodriza que había buscado la baronesa para criar a su hija tuvo que volver a su pueblo al mes de nacer la pequeña Camila, y no encontrándose ninguna con la premura necesaria, Juan de Dios le propuso a la mujer de la boardilla, que se había restablecido por completo, gracias a los cuidados de doña Fermina. La joven fue admitida con la condición de que había de buscar alguna persona que se encargase de su niña. Así esta, la pobre Benigna, por ser desgraciada en todo, no gozó, ni en los   —152→   primeros meses de su vida, las caricias de su madre. Fue confiada a una vecina, que la crió al propio tiempo que a un hijo suyo, y únicamente cuando la niña anduvo sola y dio poco que hacer, se consintió al ama de Camila que llevase a Benigna consigo.

Camila era muy bonita, Benigna fea, medio raquítica, solo tenía hermosos cabellos castaños y grandes ojos azules, en los que ya se reflejaban la bondad y el candor de su alma.

Cuando Camila no necesitó ama, doña Fermina y Juan de Dios quisieron llevarse a la viuda a su servicio; ella no consintió, y acaso de aquella negativa nacieron todas las desgracias de su hija. Tal vez el médico y su mujer hubieran adoptado a la niña, legándole en su testamento su fortuna, que harto lo prueba que así lo hicieron más tarde con una huérfana que acogieron; pero a la madre de Benigna le deslumbró el brillo de un título, y no consintió en abandonar a la baronesa.

Doña Fermina no realizó jamás su dorado sueño de ser amiga, ni aun conocida de la ilustre dama.




- IV -

Ya tenían las niñas seis años, cuando la nodriza murió. Benigna, que la quería   —153→   tiernamente, sintió un inmenso vacío en su derredor; pero en la infancia se olvida fácilmente, y poco tardó en compartir los juegos de Camila.

Una tarde, la hija de la bella señora y la huérfana, sentadas ambas sobre la alfombra, vestían y peinaban una gran muñeca, mientras la baronesa, no lejos de ellas, conversaba con varios de sus amigos. Su vista se fijó en las dos niñas, que no advirtieron la atención de que e ran objeto.

-¿Pero quién diría -exclamó riéndose y comparando la esbelta y graciosa figura de su hija con el defectuoso cuerpo y el feo rostro de Benigna-, que estas dos criaturas han nacido en el mismo día? Vean ustedes: Camila le lleva más de la cabeza.

-¡Ah! Camila es encantadora -dijo un admirador de la madre.

-¿Y cómo consiente usted que su niña, que está tan bien educada, pase tantos ratos al lado de esa chicuela? -preguntó otro.

-Es su hermana de leche. Camila le tiene algún cariño a causa sin duda de que nunca la contraria, y a mí me da pena sacarla de mi casa.

-¿No tiene padres?

-Su madre, única persona que le quedaba en el mundo, murió el verano pasado.

  —154→  

Nadie volvió a ocuparse de las niñas, hasta que Camila se incomodó porque Benigna había dejado caer inadvertidamente la muñeca. Su diminuta mano golpeó repetidas veces el rostro de su compañera de juego, que se alejó llorando.

La baronesa tomó en sus brazos a Camila, y para calmarla prometió comprarle nuevos juguetes. Benigna se dirigió a su cuarto, y después de enjugar sus lágrimas se consoló de la ingratitud de su joven ama, viendo la colección de muñecas rotas que aquella le había dado, y formándolas junto a la pared para que se sostuvieran de pie. Allí se puso a imitar las conversaciones que oía a los señores y a los criados, haciéndose ella representar por una muñeca de agraciado rostro que distaba mucho de parecérsele.




V

Pasaron los años y Camila fue llevada a un colegio; su hermano había empezado antes su educación. Benigna no aprendió nada; en casa de la baronesa la vestían y la alimentaban del mismo modo que daban de comer y cuidaban a los perritos preferidos de los amos, para que viviesen, sin ocuparse de nada más.

Benigna cambió poco; al llegar a la adolescencia no tenía ni aun esa belleza   —155→   propia de los quince años. Su rostro carecía de atractivos, su talle de la esbeltez de la juventud, su estatura era pequeña, solo había en sus grandes ojos azules una melancólica y dulce expresión, que hubiese podido impresionar algunos corazones, si alguien se hubiese dignado fijarse en ellos; pero a Benigna no la miraban ni los criados de la baronesa.

Al cumplir los quince años sacaron a Camila del colegio: era una señorita bien educada, pero fría, egoísta y orgullosa. Benigna había puesto todo su cariño en ella; así es que al verla, olvidando la diferencia de clases, fue a echarse en los brazos de su hermana de leche, pero esta la rechazó con dureza. Benigna se apartó de ella con el corazón destrozado.

El hijo del barón tenía diez y nueve años: también él volvió a la casa paterna después de haber estudiado y viajado. No era tan vanidoso como su hermana, pero su carácter se asemejaba bastante al de esta. Benigna los veía como a dos ídolos, a los que adoraba de lejos, sin que los ídolos se dignasen concederle ni la más insignificante de las gracias.

Una noche, era más de la una, la pobre niña velaba en su cuarto, cuando oyó pasos furtivos en el corredor. Salió sobresaltada y vio al joven que se dirigía   —156→   a un aposento no lejano del de su madre.

-Benigna -dijo retrocediendo al verla-; he perdido mucho en el juego, y necesito dinero; ¿dónde guardan mis padres el suyo? Tú debes saberlo.

-No lo sé, señor, y aunque lo supiera lo callaría.

-Eres una imbécil, pero me es indiferente que lo calles; yo lo averiguaré.

Y siguió su camino a pesar de las súplicas de la joven.

A la mañana siguiente la baronesa notó la falta de una crecida cantidad de dinero. Los criados dijeron que habían oído por la noche hablar a Benigna con un hombre. Ella no negó que a esa hora estaba levantada; pero no reveló, por cariño al joven, lo que este le había dicho, y él en su egoísmo lo ocultó también. El barón y su esposa no dieron parte a la policía, y encerraron a la niña en su cuarto hasta que descubriese a quién había entregado el dinero.

Benigna tuvo siempre una salud delicada; le causó una dolorosísima impresión verse tratada de tan inicuo modo, y cayó gravemente enferma. Juan de Dios, el que asistió a la madre cuando el nacimiento de la niña, fue llamado para asistir a esta en su postrera enfermedad.

Una tarde, era en el mes de Mayo, Camila   —157→   fue enviada por su madre para informarse del estado de Benigna.

-No le quedan muchas horas de vida -contestó el doctor.

La joven alzó los ojos, que fijó de un modo extraño en su hermana de leche.

-D. Juan -dijo señalando a Camila-; ¿por qué si nacimos juntas, vivió ella entre el fausto y los halagos de la suerte, y yo no tuve ni familia ni hogar?

-Bienaventurados los que lloran, hija mía -contestó Juan de Dios.

-¿Por qué nació hermosa, por qué vive feliz, por qué no le dirigen injustas acusaciones?

-El Señor lo sabe; piensa en que hay otra vida de dicha y recompensa para los que sufren en esta.

-¿Quién se acordará de mí después que muera?

Benigna se incorporó en el lecho. Su habitación, situada en el piso bajo, tenía vistas al jardín. Desde su cama se divisaban árboles, flores y una fuente. Había llovido, y en las hojas de los tilos brillaban algunas gotas de agua. La niña vio caer dos de ellas; la una fue a perderse en la fuente, agitando levemente su superficie, la otra cayó al suelo y no dejó huella ninguna en la arena.

-Así somos nosotras -murmuró Benigna-; Camila la gota de agua que enriquece   —158→   la fuente, yo la que absorbe la tierra, sin que de ella quede rastro ni memoria. Acaso sea mejor; nadie me sentirá en el mundo, y mis padres me esperarán en el cielo. Cuando ella muera su familia no tendrá consuelo. ¡Pobres gotas de agua! Yo tampoco os miré hasta hoy, y quizá vosotras descendéis de las nubes para llorar mi prematuro fin. A la tierra vais como yo: ¡cuántas humedeceréis la que ha de cubrir mi sepultura!

Y aun habló más Benigna, pero poco a poco sus ideas fueron menos lúcidas, y en su delirio refirió, sin sospecharlo, cómo se habla hecho el robo y nombró al autor de él. Los padres lo supieron con espanto; el hijo declaró que era cierto, y la baronesa y su esposo encargaron a Juan de Dios que nada dijese.

-Que los criados no sospechen la conducta de mi hijo -murmuró la madre-. ¿Qué importa que acusen del robo a Benigna? ¿Qué tenía esa muchacha que perder? Ni nombre, ni familia, ni hogar...

No respetaron ni su memoria; ¡pobre gota de agua!





  —159→  

ArribaAbajo El aeronauta


- I -

-¿No sabes lo que ocurre, Micaela?

-¿Cómo lo he de saber? Salgo de mi casa ahora, y a ti, Claudio, es al primero que he encontrado.

-Pues ha sucedido el caso más extraño que se ha presenciado en la aldea; todos estamos llenos de asombro y no es para menos.

-Cuenta, cuenta.

-Volvía anoche de pescar como de costumbre con dos compañeros, Pedro y Sebastián.

-No era la noche muy serena.

-No por cierto; silbaba el viento, el mar estaba agitado, la luna se velaba a ratos, las estrellas aparecían tristes y pálidas. No se veía más luz que la que   —160→   arde en la torre de Santa María, la iglesia donde se venera a nuestra patrona bendita; lo demás de la aldea se hallaba envuelto en las sombras. De pronto vemos venir por el aire una embarcación desconocida, una lancha pequeña con una vela enorme obscura y tan hinchada que parecía redonda, la cual fue a estrellarse contra el acantilado. El solo hombre que tripulaba la barca lanzó un grito de horror y al ver el peligro que corría se arrojó al mar donde hubiese perecido a no socorrerle mis compañeros y yo. La singular embarcación se hizo pedazos y no tardó en desaparecer bajo las aguas. El hombre estaba herido, con el vestido hecho girones, desnuda la cabeza, las manos ensangrentadas, descompuesto el semblante. ¿Quién era aquél ser que navegaba por el aire como nosotros sobre el mar? Pedro y yo le mirábamos con receloso temor, y acaso no le hubiéramos socorrido si Sebastián no hubiera mostrado empeño por salvarle. Como el tiempo fuese a cada momento más desapacible, ganamos la orilla silenciosa y solitaria a aquellas horas. Pedro no quiso encargarse del herido por no aumentar sus gastos, él que tan pobre y desgraciado es; Sebastián alegó para lo mismo que tenía mujer y muchos hijos, y siendo su casa reducida no le   —161→   era posible llevarle a ella; yo... no sé, lo que dije, pero la verdadera razón es que no me agradaba la compañía de aquel hombre excepcional. Entre los tres le condujimos a la quinta de don Remigio Rey, el señor más rico y más caritativo de nuestra aldea. No ignoras que entiende algo de medicina y que como este lugar tiene el mismo médico que otros tres o cuatro no recibimos diariamente la visita del doctor, siendo don Remigio quien nos asiste cuando viene una enfermedad repentina. Llamamos y un criado nos abrió la puerta.

-¿Qué ocurre? -preguntó.

-Traemos un enfermo.

-Mi amo descansa.

-Llámale por caridad -dijo Sebastián-, si esperamos a mañana quizá será tarde.

No parecía muy dispuesto a complacernos, acaso nos hubiese arrojado de allí, si el dueño de la casa, que se había vestido precipitadamente, no se hubiera presentado para enterarse de lo que pasaba. Nos hizo entrar, y después que le referimos lo ocurrido, nos despidió quedándose con aquel misterioso personaje.

-¿Y qué más? -preguntó Micaela al ver que Claudio se detenía.

-Al rayar el alba -prosiguió el pescador-, he vuelto a casa de don Remigio;   —162→   allí me han dicho que el herido está enfermo de algún cuidado, que tiene una fuerte calentura y se teme que acabe en un ataque cerebral. Que las pocas palabras que ha pronunciado son de un idioma que no es latín, porque el cura no le ha entendido, ni francés porque don Remigio lo habla a la perfección. ¿Qué ha de ser nada de eso?

-¿Por qué?

-¿No comprendes, Micaela, que este hombre navegaba por el cielo entre las estrellas, que se ha caído a nuestro mundo desde otro, y que allí no se hablará ni español, ni francés, ni latín?

-¡Ay qué miedo! ¿Y le has visto hoy?

-Me hicieron pasar a la alcoba.

-¿Y cómo es?

-Parece alto, y digo parece porque le he visto acostado; es rubio, con barba poblada y fino bigote, representa unos veinticinco años, tiene bellas facciones, los ojos, que abrió un instante, grandes, de un azul obscuro, es blanco, pálido, pero esto tal vez sea efecto de su estado excepcional. La ropa, aunque destrozada, es inmejorable y de buen corte como si llegara de una capital o cosa así. Es un buen mozo.

-Pero viene del otro mundo...

-Eso sospechamos cuantos le hemos visto.

  —163→  

-¿Habrá cundido mucho la noticia?

-Todavía no.

-Pues corro a contarla. Adiós, Claudio.

-Hasta la vista, Micaela.




- II -

Don Remigio Rey, el señor de aquella aldea, su protector, su médico, su amo, era un hombre de unos cincuenta años, ágil, fuerte, de carácter afable y bondadoso, la providencia de los pobres. Se había casado en una capital de provincia, en la que residió algún tiempo, con una virtuosa señora de la que había tenido dos hijos, María y Santiago. Recibieron ambos educación esmerada y acaso soñaron con vivir un día en la corte, pero los padres, sin cuidarse de sus aspiraciones y sus gustos, los encerraron en aquel pobre lugar, en el que la triste niña no tenía más distracción que pasear a la orilla del Océano, descifrar alguna música o leer un rato; ni el muchacho más aliciente que la caza. La extraordinaria llegada de aquel viajero debía necesariamente romper la monotonía de su vida.

La señora de Rey, como mujer de experiencia, prohibió a María que entrase   —164→   en la habitación donde con agitado sueño descansaba el desconocido, pero no hizo lo propio con Santiago que pasaba largos ratos contemplando el hermoso y pálido rostro de aquel hombre bajado del cielo, según la creencia popular. Así es que el joven, que tenía un año menos que su hermana, no cesaba de referirle hasta el más insignificante movimiento del herido, los suspiros que se escapaban de su pecho, las palabras incomprensibles que salían de sus labios, y María ardía en deseos de verle, aunque solo fuese un instante.

A los dos días de su llegada, habiendo salido don Remigio y estando entregada a sus quehaceres domésticos doña Mercedes, llamó Santiago a su hermana que bordaba un pañuelo junto a una ventana desde la que se divisaba el mar.

-Ven a ver al forastero -dijo el joven.

-No -respondió ella-, que nuestros padres me reñirán.

-¿Van acaso a saberlo?

-No importa, me han dicho que no entre y debo obedecer.

-He registrado su ropa y no lleva en ella ningún papel, solo un pañuelo marcado con una W. Es fino, como la tela de todas las prendas con que estaba vestido el pobre viajero.

  —165→  

-¿Ha abierto los ojos?

-A veces, pero no se fija en nada.

-¿Ha vuelto a hablar?

-Pide algo, pero no le entiendo.

-¿Le han dado alimento?

-Ninguno.

-¿Y agua?

-Tampoco.

-Quizá el desgraciado tiene sed. ¿Has observado si sus labios están secos?

-No; tú entenderías de eso más que yo.

-Sí... pero no debo ir.

La joven guardó silencio y al cabo de un instante preguntó:

-¿Dónde está nuestra madre?

-Dando de comer a las palomas.

-¿Se marchó al palomar hace mucho?

-Unos diez minutos, poco más o menos.

-Suele estar media hora; quedan veinte... Santiago, llévame a ver al herido.

Una vez tomada esta resolución, los dos hermanos se dirigieron rápidamente hacia el cuarto donde se hallaba el viajero acostado en una humilde cama. Tenía una bella figura, melancólica palidez, manos blancas que cogían las sábanas con fuerza convulsiva. Al acercarse María, al oír su dulce voz que le preguntaba, ora en español, ora en francés qué deseaba, abrió los ojos que fijó en las puras facciones de la niña, y luego   —166→   miró hacia una copa que habían colocado a alguna distancia de su lecho. María la acercó a los labios del enfermo que bebió con avidez, y pronunció una sola palabra que no se parecía absolutamente en nada a gracias en los dos citados idiomas.

-¿Es usted italiano? -le preguntó la joven.

Hizo él una señal negativa.

-¿Alemán?

Obtuvo la misma respuesta.

-¿Inglés?

Contestó afirmativamente, añadiendo frases que los dos hermanos no entendieron.

-Entonces no viene del cielo -murmuró Santiago.

-¿Lo has creído alguna vez? -dijo María.

-¿Porqué no, cuando todos los del pueblo lo aseguran?

-Porque son unos ignorantes.

Él no podía decir de dónde llegaba, no los comprendía, lo mismo que los dos hermanos a él. A pesar de sus vastos conocimientos se había negado a aprender más lengua que el idioma patrio, no presintiendo que algún día había de serle necesario otro. En inglés les preguntó:

-¿Dónde estoy? ¿Qué tierra es esta? ¿Dónde me habéis encontrado y por qué   —167→   me habéis socorrido? ¿Estaba yo solo? En ese caso ¿qué ha sido de mi compañero de expedición? ¿quién ha recogido mi globo, que perdido en los aires, vagaba por el espacio hacía algunos días sin que pudiésemos adivinar donde caeríamos? ¿De qué me han servido mis estudios si he sido juguete de mis sueños, de mis esperanzas y de mi ambición?

Y María entre tanto le decía en español, hablando en voz alta y marcando mucho las frases para ver si lograba hacerse entender:

-¿Tiene usted familia? Dígalo en tal caso para que la avisemos que se ha salvado milagrosamente de la muerte. ¿De dónde es usted? ¿Desea comer algo? ¿Beber más?

Mi padre es bastante hábil y le curará; yo se lo pediré a Dios y a la Virgen y mi madre también, que es excelente, aunque finja ser algo severa con mi hermano y conmigo para educarnos mejor. Cuando usted se levante, iremos a ver el pueblo; es pequeño, pero no feo, que no puede serlo un lugar con casitas blancas como palomas, obscuras montañas, mar agitado, cielo azul y frondosos bosques. Una gran joya con perlas, zafiros y esmeraldas parece a lo lejos.

-Pero una joya que a ti no te agrada -interrumpió Santiago.

  —168→  

-Te equivocas; hoy me parece más bonita.

-¡Qué poco semejante es el idioma que usted habla al mío! -exclamó el enfermo, que no había comprendido nada y que tampoco podía darse a entender-; ¿que tierra es esta? Ni mi desgraciado amigo ni yo sabíamos dónde iríamos a parar. No teníamos víveres, la válvula estaba inutilizada, hacía días que nos hallábamos en inminente peligro. El estudio no nos seducía ya, el hambre y la sed nos aniquilaban; como a través de un velo, veo al pobre Jorge despedirse de mí y perderse en el espacio. ¿Porqué abandonó el globo? ¿Fue creyendo salvarse o por salvarme a mí? Todo me dice que el infeliz ha muerto. Niña de negros ojos, dime el nombre de tu patria, sepa yo al menos donde estoy y cuantas leguas me separan de la amada tierra donde nací, de mi buena madre y mis jóvenes hermanas. Ellas no tienen los cabellos obscuros como tú, la mirada brillante y la tez morena, ellas son blancas como la nieve, rubias como ese rayo de sol que penetra por la ventana, y sus ojos son azules como ese cielo que se divisa desde aquí y que me prueba que me hallo en un país meridional. Son jóvenes como tú, mi angelical Catalina y mi dulce Matilde, estarán pensando, llorando   —169→   y rezando por mí, y... quizá no volveré a verlas.

-El tiempo se pasa volando, caballero, mi madre va a venir, me retiro.

-La fortuna, diez años de vida, todo lo diera por estrecharlas una vez entre mis brazos.

-Está cuidando las palomas a las que es muy aficionada, pero no tardará en volver y si me hallase aquí...

-¿No me comprendes?

-¿Quiere usted algo?

-Aprende mi idioma, por Dios.

-Mañana volveré, caballero.




- III -

Así lo hizo María. Cuando sus padres se ausentaban iba a visitar al herido, acompañada de Santiago que miraba con la mayor curiosidad al extranjero. Este se reponía lentamente, pues su espíritu sufría más que su cuerpo. El desgraciado no tenía ropa, ni dinero y se veía obligado a aceptarlo todo de don Remigio. Varias veces había empezado a escribir, pero el cansancio le rendía antes de acabar la carta: había intentado poner un telegrama, pero no le habían entendido, ni había en aquel lugar estación telegráfica. La desesperación del joven no tenía   —170→   límites, y solo conseguía calmarle la presencia de María que adivinaba algunos de sus deseos, realizándolos al instante. Ella le enseñaba un poco de español nombrándole los objetos que tenía a la vista; él repetía las palabras y las conservaba en su memoria, pero no podía sostener una conversación con la joven. De esto resultó que los temores de la señora de Rey se realizaron, que su hija se enamoró del forastero sintiendo por él una pasión pura y vehemente, y que la desgracia fue mayor de lo que sospechó la previsora madre, puesto que el inglés, a quien solo distraía la niña, no correspondió a aquel sentimiento amoroso más que con una sincera amistad, estando decidido a partir en cuanto pudiese para no volver a aquella hospitalaria tierra. Su estado físico se mejoró al fin, pero el moral inspiró al médico serios cuidados. Aquel enfermo que no podía decir lo que sentía, que tenía un gran pesar porque no regresaba a su país, ni sabía de su familia; aquel amante de la ciencia por la que había abandonado al uno y a la otra, que pensaba en su compañero de viaje, al que juzgaba muerto para prolongar su vida, estaba eternamente triste y le parecía que insultaban su pena aquel sol siempre radiante y aquel cielo azul y despejado.

  —171→  

Una mañana logró al fin escribir una larga epístola. Puso el sobre, lo cerró y dio aquel pliego a Santiago que al punto se le entregó a María. Estaba dirigido a una señora llamada Juana Smith y lo enviaba a Londres. La niña ordenó a su hermano que llevase aquella carta al correo, que le pusiera un sello, procurando disimular su pena porque no dudaba que al recibir aquel aviso la madre del viajero le haría volver enseguida a su lado. Mucho lloró la pobre joven y aun tenía los ojos enrojecidos cuando entró en el cuarto del convaleciente. Él la miró asombrado, le preguntó medio en inglés y medio en español la causa de sus lágrimas y María sin contestarle inclinó la cabeza sobre el pecho. Acaso adivinó entonces el amor de la niña, porque no la interrogó más, mostrándose desde entonces más retraído con ella.

Los días fueron pasando, lentos para el viajero, rápidos para la joven.

Una tarde que aquel se hallaba sentado junto a la ventana contemplando el mar, oyó de pronto el alegre ruido de las campanillas de dos mulas y el sonido de un carruaje. Era el que conducía a los pasajeros desde la cercana villa a aquella aldea. Detrás del coche que al fin apareció a corta distancia de la casa, corrían algunos chicos del pueblo gritando   —172→   y riendo porque en el interior iban tres señoras con largos abrigos y grandes sombreros, cabellos muy rubios y rizados, ojos azules sin expresión y mejillas rojas en la madre y sonrosadas en las hijas.

Al verlas bajar cuando el carruaje se detuvo, el inglés lanzó una exclamación de júbilo, salvó corriendo la distancia que le separaba de las viajeras, y después de hacerlas entrar y de cerrar la puerta para entregarse sin importunos testigos a las expansiones de su alegría, las abrazó con cariño.

-¡Madre, Catalina, Matilde! ¡Qué feliz soy al volver a estrecharos contra mi corazón!

Walter querido! -exclamaron ellas prodigándole tiernas caricias.

María y Santiago llegaron en aquel instante y el joven los presentó a su familia. Miráronse con curiosidad primero, con interés después; la señora de Smith alargó por fin su mano a los amigos de su hijo y las dos hermanas besaron a la niña.

Almorzaron con los señores de Rey, hablándose los unos y los otros sin entenderse.

Por la noche la señora de Smith quiso saldar sus cuentas con don Remigio entregándole una crecida suma, que el caritativo   —173→   caballero rehusó con dignidad.

-Déselo usted a los pobres -murmuró-; yo a Dios gracias nada necesito.

María estaba cada vez más triste; comprendía que el momento de la separación se aproximaba.

En efecto, a la mañana siguiente, la señora de Smith y sus hijos debían partir a la vecina ciudad para dirigirse desde allí a Inglaterra.

Las tres damas repitieron sus palabras de reconocimiento a los señores de Rey y a los jóvenes y subieron al carruaje que las había conducido la víspera. Walter se despidió a su vez de don Remigio, de su esposa y de Santiago. Al aproximarse a María, estrechó entre sus ardorosas manos las frías y trémulas de la niña, diciéndole:

-Mi primer cuidado al llegar a Londres será buscar un profesor que me enseñe el idioma de usted; quiero escribirle y entender lo que me escriba. Jamás olvidaré su afecto y su tierno interés. En ninguna parte me hubiesen asistido como aquí. Usted me contará lo que hace, sus amores, los detalles de su boda cuando se case, me hablará de su nueva familia, de su felicidad que deseo más ardientemente que la mía. Yo ¿qué le referiré? mis viajes, mis estudios, mi gloria si la alcanzo...

  —174→  

-¿Volverá usted a subir en globo?-preguntó María.

-¿Por qué no? En cuanto llegue a mi patria tal vez. Echaré de menos ¿por qué negarlo? para mis viajes aéreos al fiel amigo que me acompañaba y cuyo cuerpo destrozado se ha encontrado al pie de una montaña, según mi madre me ha dicho. ¡Pero hay tantos amantes de la ciencia! Otro vendrá conmigo y reemplazará en todo, menos en mi afecto, a mi inolvidable Jorge. Adiós, María, acuérdese de mí.

El joven subió al coche muy conmovido, sin que la niña, que no podía contener sus lágrimas, le dirigiesen una palabra más.




- IV -

Lentamente trascurrió el tiempo para los dos hijos de don Remigio Rey. Ya no les agradaba su tranquila existencia, ya la aldea era insoportable para ellos y tristes y pensativos paseaban a la orilla del mar deseando un cambio completo en su vida.

Algunas veces hablaban del inglés, de aquel Walter Smith que se presentó ante ellos como una aparición, del que no habían vuelto a saber nada, aunque calculaban   —175→   que podía haber aprendido de sobra el español. ¿Había olvidado su promesa? Era más que probable.

Los padres de María habían concertado el casamiento de la joven con un pariente lejano de doña Mercedes, el que se había establecido en la aldea con el solo objeto de tratar a la joven y hacerse amar de ella. Santiago aconsejaba también a su hermana que se casase.

-¿Cuál es tu porvenir? -le preguntaba-; nuestros padres se van haciendo viejos y su anhelo es dejarte colocada porque yo no soy un gran apoyo para ti. Algún día también podré crearme una familia y entonces, a pesar de que mi cariño no te faltará nunca, te encontrarás muy sola.

-No amo a José -contestaba siempre María.

-¿Amas a otro?

-A nadie.

-Yo hubiese querido para esposo tuyo a un hombre como Walter Smith; pero cuando este no ha vuelto a ocuparse de nosotros, prueba es de que su afecto no duró más que la breve temporada que estuvo al lado nuestro, y no debemos pensar más en él.

María suspiraba al pronunciar su hermano estas palabras y no le respondía. Al fin, mucho tiempo después de la   —176→   partida del aeronauta, recibió la joven una carta fechada en Londres, que estaba escrita en un español bastante correcto y que decía poco más o menos así:

«Si usted, amiga María, hubiese continuado siendo mi profesora, hace muchos meses que hablaría su idioma a la perfección; pero por desgracia no he encontrado un buen maestro hasta hace poco y esta ha sido la causa de mi inconcebible y prolongado silencio.

¿Para que escribirle si usted no me había de comprender?

Acaso me habrá juzgado ingrato, pero el cielo sabe que no lo soy; recuerdo siempre con melancólico placer los días que con usted he pasado y en los que se me aparecía como el arco-iris después de la tempestad. Terrible era la que reinaba en mi alma, y si no me volví loco, lo he debido únicamente a usted.

He hecho desde que me alejé de España un viaje más de recreo que de estudio; nada ocurrió durante él digno de mención, no hubo peligros, ni impresiones, ni ningún descubrimiento notable; he visto desde una inmensa altura, en la barquilla de mi globo, que es nuevo y le he puesto el nombre de usted, montañas que no son las de su aldea, y mares cuyas olas no han arrullado su cuna jamás; no he deseado descender sobre las unas   —177→   ni sobre los otros; no he querido añadir un capítulo a la novela empezada en ese rincón de la tierra y que no se acabará nunca.

Usted y yo hemos nacido con alas; pero a usted se las cortaron desde que vino al mundo y no cruzará jamás el espacio; yo en cambio solo vivo feliz en él y mis amores y mis amistades no se hallan aquí abajo; debo querer como se quiere en el cielo.

Usted se casará algún día con un ser que, aunque no la comprenda, la admirará; yo no me crearé una familia, porque moriré de un modo desgraciado y no envolveré a nadie en mi desdicha. Estoy plenamente convencido de ello, y sin embargo, no desisto de mis viajes aéreos y pronto, muy pronto emprenderé uno, el último tal vez.

¿Quién sabe si cuando llegue esta carta, a sus manos no existiré ya?

Conozco su corazón generoso y sé que derramará algunas lágrimas por mí, y sin embargo, yo no quisiera que me llorase; sus ojos son tan bellos como tranquilos y no los debe empañar ni la más ligera nube.

Acaso advertirá usted en mi carta un tinte de melancolía que no me es dado desechar; mi alma está algo enferma y no comprendo lo que podrá curarla.

  —178→  

Quizá será por la inactividad forzosa en que he vivido durante tanto tiempo, por eso quiero extender de nuevo mis alas y volar lejos, muy lejos.

Adiós, María, deseo que no me olvide usted, que me consagre un recuerdo como a un hermano querido en pago del afecto fraternal que me inspira. He nacido en un país donde la amistad no se finge ni se vende; al decirle que cuenta con la mía es igual que si le asegurase que no hay en la tierra peligro ni desgracia que no arrostrase por usted, su afectísimo

WALTER SMITH».

Mucho lloró la pobre niña al leer estas líneas, mucho rezó para que Dios librase de todo peligro al intrépido aeronauta, pero los días de aquel extranjero a quien amaba ardientemente estaban contados y María no tuvo ya más cartas de él.




- V -

Apenas habían trascurrido dos semanas, recibió don Remigio Rey un periódico de la corte hallándose con toda su familia en el espacioso comedor de la casa.

Lo estaba leyendo en voz baja alzándola   —179→   solo cuando algún párrafo llamaba su atención y comprendía que era de interés para su mujer y sus hijos. Ya había leído muchos indiferentes para María, cuando el bienhechor de aquella aldea, exclamó:

-¡Pobre joven! ¡Cuánto siento haberle conocido!

-¿A quién? -preguntó doña Mercedes.

-A aquel inglés que se albergó en nuestra casa hace tiempo, cuando herido y desesperado estuvo a punto de morir.

-¿Qué le ha sucedido? -interrogó Santiago-, que no olvidaba nunca a Walter.

-Oíd -prosiguió don Remigio. Y leyó lo siguiente:

«Los periódicos ingleses nos dan cuenta de la última ascensión en su globo Mary del célebre e ilustrado aeronauta Mr. Smith.

»Sabido es que este noble joven, en época aun no lejana cayó en el mar después de un peligrosísimo viaje, debiendo su salvación a unos humildes pescadores de una de las más miserables aldeas de nuestra España, según ha referido la prensa de Londres.

»Mr. Smith ha sido esta vez menos afortunado; después de algunos días de incesantes riesgos, el aeronauta y dos   —180→   amigos que le acompañaron en su ascensión, se han estrellado contra unas rocas donde el destrozado globo, que bajaba con una rapidez vertiginosa, los arrojó.

»Como ninguno de los viajeros ha sobrevivido a la catástrofe, se ignoran por completo los detalles de la expedición.

»Los cuerpos de los tres tenían numerosas heridas y contusiones.

»Los cadáveres han sido entregados a las respectivas familias, habiendo asistido al entierro una muchedumbre inmensa que fue a rendir el último tributo de cariño, admiración y respeto a los distinguidos aeronautas que en lo más hermoso de su juventud habían dedicado, su vida al estudio y a la ciencia.

»Mr. Smith era muy amante de España y poseía nuestro idioma; había publicado unos artículos sobre nuestro país, por ellos sabíamos que había caído una vez en cierta aldea...»

-¿Qué tienes María, te has puesto mala? -interrumpió doña Mercedes.

En efecto, la pobre niña que tanto había amado a Walter desde que le vio, al oír su trágico fin había perdido el conocimiento.

Mucho lloró a su amigo, y el recuerdo de este no se borró de su mente jamás. Diariamente leía la única carta que recibiera del inglés; entonces le parecía   —181→   que él la hablaba, que le veía, que le escuchaba, que no había de separarse nunca de él.

El tiempo mitigó su pena, pero nada más.

Dos años después consintió en casarse con su primo que, hombre vulgar y un tanto grosero, no la hizo feliz.

La vida de la joven se pasó triste y solitaria; fue fiel a su esposo, y sin embargo, si él hubiera tenido más corazón y más inteligencia, hubiera comprendido que en su alma solo reinaba la imagen de un muerto.

Frecuentemente se sentaba mirando al mar y contemplaba las nubes, ya pardas; ya rojas, estremeciéndose cuando un pájaro cruzaba el espacio, porque al aparecer como un punto negro en el horizonte un recuerdo asaltaba su mente.

María esperaba siempre algo que había descendido ya una vez del cielo, creyendo que aun podía de nuevo descender.





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Arriba La fuga

La casa era espaciosa, con la fachada pintada de azul; se componía de tres pisos, tenía dos puertas y muchas ventanas, algunas con reja. Una torre con una cruz indicaba dónde se hallaba la capilla. Rodeaba el edificio un extenso jardín, no muy bien cuidado, con elevados árboles, cuyas ramas se enlazaban entre sí formando caprichosos arcos, algunas flores de fácil cultivo y una fuente con una estatua mutilada.

Una puerta de hierro daba a una calle de regular apariencia; otra pequeña, bastante vieja y que no se abría casi nunca, al campo. Este presentaba en aquella estación, a mediados de la primavera, un bello aspecto con sus verdes espigas, sus   —184→   encendidas amapolas y sus Poéticas margaritas.

¿Se celebraba alguna fiesta en aquella morada? Un gallardo joven tocaba la guitarra con bastante gracia y de vez en cuando entonaba una dulce canción. Al compás de la música bailaban dos alegres parejas, mientras un caballero las contemplaba sonriendo, como recordando alguna época no muy lejana en que se hubiera entregado a esas gratas expansiones.

Un anciano de venerable aspecto, el jefe sin duda de aquella numerosa familia, se paseaba melancólicamente en compañía de un hombre de menos edad, y algunos otros se encontraban sentados en bancos de piedra o sillas rústicas, hablando animadamente.

Lejos del bullicio, sola, triste, contemplando las flores de un rosal, se veía a una joven de incomparable hermosura, vestida de blanco. Era tal su inmovilidad, que de lejos parecía una estatua de mármol.

Tenía el cabello rubio, los ojos negros; era blanca, pálida, con perfectas facciones, manos delicadas, pies de niña.

¿Estaba contando sus penas a las rosas? ¿Vivía tan aislada que no tenía a quién referir la causa de su dolor?

Más de un cuarto de hora permaneció   —185→   en el mismo sitio y en la misma postura, hasta que la sacó de su ensimismamiento un bello joven que se aproximó cautelosamente a ella.

-¿Estás sola? -le preguntó en voz baja.

La mujer se estremeció al oír aquellas palabras y no contestó.

-¿Tienes miedo de que tu padre nos oiga? -prosiguió él-. No temas, está lejos, muy lejos, paseando con su amigo y confidente Raimundo. ¡Pobre Aurora mía! ¡Cuánto hemos sufrido por él! Hoy, burlando su vigilancia, he llegado hasta aquí, porque necesito hablarte. ¿Persiste en su idea de casarte con otro porque no soy bastante rico para unirme contigo? ¿Es esta una resolución irrevocable?

-No es ese su proyecto ahora -contestó la joven con apasionado acento-. Viendo que no puedo amar a nadie más que a ti, no me obliga a que me case con otro, quiere que sea monja.

-¿Y lo serás?

-Nunca. La vida del convento me espanta, porque en mis oraciones mezclaría sin cesar tu recuerdo al de Dios.

-¿Y cómo sería de otro modo? ¿No te has criado al lado mío? ¿No hemos jugado juntos en nuestra infancia?

-Desde la edad de cinco años te quiero todo lo que puede amar mi corazón.

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¿Te acuerdas de aquel día en que fuimos a la feria de Santa Marta y me compraste la primera muñeca? ¿Y mucho más tarde, de aquel en que me diste el primer ramo de flores? Y aun después, ¿de aquel en que me escribiste la primera carta de amor?

-Sí -murmuró él-, y del primer vals que bailamos, y de la primera flor que me diste y que ya marchita conservo con uno de tus rizos en la caja de mis recuerdos, y de los anillos que cambiamos. ¿No llevas el tuyo?

La joven inclinó la cabeza sobre el pecho y no respondió.

-Mira el mío -prosiguió el apasionado doncel-; jamás se apartará de mí. Pero ya comprendo, tu padre no habrá consentido en que lleves la sortija y te la habrá quitado...

-Silencio, Salvador -interrumpió Aurora-, alguien se acerca.

Se separaron precipitadamente; él se ocultó y la niña continuó mirando los rosales.

El anciano de los cabellos blancos se aproximó, le dirigió algunas cariñosas frases y luego continuó su camino.

-¡Y parece tan bueno, y que me ama tanto! -exclamó Aurora-. ¿Por qué habré nacido tan desgraciada?

Cinco minutos después Salvador se   —187→   encontraba de nuevo al lado de ella.

-Esta vida que llevamos no es soportable -murmuró el joven-; vigilados a todas horas por tu tirano, hace años que apenas podemos cambiar algunas palabras, y día llegará en que no nos veamos ni un segundo. ¿Quieres huir conmigo?

-No me atrevo.

-Yo abriré esa puerta que da al campo, débil obstáculo para mí; saldremos, te llevaré en un coche, partiremos a la ciudad más próxima, de allí a Italia, a Suiza; haremos que tu padre pierda nuestro rastro; viviremos felices en una casita humilde, pero poética, que embellecerás con tu presencia. ¿No consientes?

-Nos hallarán.

-No temas. La ocasión se presenta ahora mejor que nunca; desde aquí veo a tu padre que habla con tu primo que está tocando para que bailen esos amantes dichosos, no se ocupa de ti y menos de mí, a quien cree ausente; ven, amada mía.

Y al decir esto arrastraba a Aurora hacia aquel lado del jardín, en que estaba la puerta pequeña.

Ella dudaba y vacilaba aún. De repente se oyeron ahogados gritos hacia el otro extremo del parque, o en la calle quizás, y esto fue causa de que todos fijasen su atención en aquel accidente, sin ocuparse de Salvador y de su compañera.

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-¿Cuándo hallaremos ocasión más propicia? -continuó él.

Y procuró persuadirla. Ella no replicaba ya, y dejaba que él la guiase.

La llave de la puerta estaba quitada, pero la madera era vieja. Salvador era fuerte y vigoroso, y después de un rato de infructuosos intentos, logró por fin abrir.

-¡Libres! -exclamó el joven-, libres y para siempre.

Ella dirigió una última mirada al jardín y siguió de buen grado a su amante. Anduvieron por espacio de más de dos horas sin cambiar más que algunas palabras. Ella se sintió fatigada por fin, y quiso descansar.

Se sentaron en el campo, cerca de un arroyuelo, a cuyas orillas estaba un pastor, casi un niño, comiendo con excelente apetito un pedazo de pan que cortaba con un cuchillo.

Sus cabras triscaban entre la verde hierba, sin que él las perdiese de vista.

-¡Qué feliz eres, muchacho! -exclamó Salvador-. Te contentas con vivir al aire libre, tomando una miserable comida y en una eterna soledad. ¿No lees nunca?

-No sé leer -contestó el niño.

-¿No hablas jamás?

-Sí, señor, con mis cabras. Les pongo   —189→   nombres, por los que atienden; las acaricio y noto que me lo agradecen, mientras que los hombres me pegan o se ríen de mí.

-¿No tienes padres?

-No, señor; no los he conocido.

-¿Y amigos tampoco?

-¿Quién había de querer ser amigo de un miserable como yo?

-¿Ni amores?

Una sonrisa estúpida se dibujó en los labios del pastorcillo, que dijo:

-No me disgusta Anica, la pastora.

-¿Y se lo has dicho?

-Sí.

-Y ella, ¿qué te ha contestado?

-Que soy un animal.

-Es decir, ¿que te desprecia?

-Mi amo asegura que es muy difícil saber lo que siente y lo que piensa una mujer, y que a veces quieren más las que parecen amar menos. ¡Como no podemos ver lo que pasa en su corazón!

-Es verdad, muchacho; nunca habrás dicho una cosa más cierta.

Mientras hablaban Salvador y el pastorcillo, Aurora, rendida por el cansancio de aquella larga caminata, y quizá también por sus emociones, se había quedado dormida. Su hermosa e interesante cabeza descansaba sobre uno de sus brazos y parecía estar tan tranquila como si reposase sobre un mullido lecho.

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Algunas pardas nubes empañaban el puro azul del cielo, frescas ráfagas de aire habían reemplazado al sofocante calor de aquel día, que más bien parecía de estío que primaveral.

Continuados suspiros se escapaban del pecho de Salvador, algo agitado por lo extraño de la situación en que se encontraba. ¿Dónde pensaba llevar a aquella mujer? ¿Tenía por aquellos contornos alguna morada conocida en la que ambos pudieran pasar la noche? Misterios son estos que pronto vamos a aclarar.

La voz del pastor sacó al joven de su ensimismamiento.

-Todas mis cabras son dóciles menos una -dijo-, vea usted esa, siempre busca la ocasión de escaparse, y el día en que menos lo espere me dará un disgusto. ¡Eh! ¡Negrilla, Negrilla!

Pero la llamada Negrilla, que era obscura como la noche, lejos de atender a la voz del niño, se iba dirigiendo con alguna rapidez hacia otro rebaño muy distante.

El pastor entonces dejó el resto de su pan y su cuchillo en el suelo y echó a correr, lanzándose en persecución de la fugitiva.

-¡Si pudiese yo ver lo que pasa en el corazón de Aurora! -exclamó Salvador, recordando las palabras del muchacho...   —191→   - y sin embargo, nada más fácil, ella duerme y puedo averiguar si es mi imagen la que reina en él.

Cogió el cuchillo, acercó su oído al pecho de la joven y allí, donde oyó sus acompasados latidos, sepultó la hoja estrecha y de aguda punta. Ella no hizo ni el menor movimiento, sus labios conservaron su sonrisa, su rostro su serena expresión.

-No tiene más que sangre -murmuró-, en su corazón no había otra cosa. ¡Qué lástima! ¡Yo creí que me adoraba!

Contemplando a la joven, no vio venir al pastor seguido del caballero anciano, del que paseaba con él y de otros dos hombres.

-¡Por fin los encontramos! -exclamó el que Salvador llamaba padre de Aurora-, allí los veo.

-¿Y dice usted que son dos locos que se han escapado de la casa donde por orden de sus familias los tenía usted con otros enfermos de la misma clase? -preguntó el pastor con trémula voz.

-Sí, mientras acudíamos a otro demente que estaba en un acceso de furor, han huido sin duda. Jamás quise que se vieran ni que se hablasen, porque padecían el mismo mal, eran dos locos de amor; temía graves consecuencias si se reunían alguna vez.

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-Por fortuna llegamos a tiempo -dijo uno de los criados-, mírelos usted allí, señor doctor, parecen tranquilos.

Antes de aproximarse al loco vieron el horrible desenlace de aquel drama.

-¿Qué has hecho, Aurelio? -preguntó el anciano acercándose al supuesto Salvador, nombre del amante de la niña.

-Ver el corazón de Aurora -contestó impasible-, pero su amor era un sueño, no he hallado mi imagen en él.

-¡Desgraciado, has asesinado a esa pobre niña! ¡Infortunada Clotilde!

-Se llamaba Aurora y era mi amada, la que tú, su infame padre, me negaste en matrimonio porque no era rico.

Y quiso lanzarse sobre él, pero los dos criados se lo impidieron.

-Sujetadle -ordenó el compañero del anciano, que era un médico más joven.

A viva fuerza se llevaron al demente; mientras los dos sabios conducían el inanimado cuerpo de la niña.

El pastor contempló los dos grupos con su mirada estúpida y oyó la extraña orden que daba el viejo a los demás:

-La muerta a la capilla; y el vivo a una jaula.