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Nubes de estío


José María de Pereda








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- I -

De Nino Casa-Gutiérrez a un su amigo


Madrid, julio 30 de 188...

Si por una, para mí, desdichada casualidad, no hubiera estado yo ausente el día en que tú pasaste por aquí como un relámpago, te hubiera enterado de palabra de estas graves cosas que voy a referirte ahora por escrito y de mala manera, porque tras de no tener el tiempo de sobra, jamás despunté por hábil en el manejo de la pluma. Yo te aseguro que no la tuviera en este instante entre los dedos sin el honrado temor de que adquieras por el rumor público las noticias que debo darte yo antes que nadie y que a nadie. O somos o no somos amigos «de la infancia:» Pílades y Orestes, los gemelos de Siam, como alguien nos ha llamado al vernos tan unidos en las prosperidades y en las tormentas de nuestra no larga, pero bien azarosa vida; o hemos o no corrido juntos los temporales de nuestro mundo tan calumniado por los que no le conocen, y bien poco entretenido para los que le conocemos a fondo, cuando las arrastradas circunstancias (vulgo, dinero) no concuerdan en género, número y caso con la omnímoda libertad, que nunca falta, de explorarle en todas direcciones. En fin, hombre, y por no enredarme en estos líos retóricos que me apestan: que me considero en la obligación de contarte esto gordo que me pasa, y que te lo voy a contar del mejor modo que pueda.

«Mi padre me dijo un día, hará cosa de tres semanas, estas o parecidas lisonjas: «Vas a cumplir luego treinta años; tienes casi todos los vicios y todas las necesidades que puede tener un mozo de tu prosapia; necesitas un caudal para sostener la vida que haces, y no sabes ganar honradamente una peseta. Hoy comes de la olla grande, porque no te cuesta otro trabajo que meter el cucharón en ella; pero esta ganga tendrá su fin más tarde o más temprano, y es deber mío, ya que a ti no se te ocurre, tratar de que el desastre te coja apercibido contra los riesgos de la miseria de levita, la más horrible de las miserias, o de que el demonio te infunda la idea de levantarte la tapa de los sesos para mejorar de suplicio. Que el desastre ha de venir, es evidente, porque yo no he de ser eterno; y al mudarme al otro mundo, es posible que haya que enterrar de limosna en éste, la ilustre carga de mis huesos. Éstos y un poco de ruido que se apagará en el oído de las gentes antes que la última salmodia de mi entierro, será toda la herencia que os deje para sostén de las pomposidades en que os habéis educado por haceros dignos de la jerarquía social que os cupo en suerte. Contando con ello, te quise dar una carrera. Probaste varias, y todas te parecían a cual peor, porque cualquiera de ellas te reclamaba el tiempo y la atención que tú necesitabas para darte la gran vida que te has dado entre otros distinguidos vagabundos como tú. Por pura bambolla, apechugó tu hermano con los rudimentos de la carrera diplomática; y por obra de misericordia y milagros de mis influencias, ingresó en ella tiempos andando. Casose tu hermana Amelia con el duque de Castrobodigo, y anda tu otra hermana, María, a pique de ser vizcondesa de la Hondonada, con gran regocijo de tu señora madre, que se perece por estos similores de mundo elegante.»

Recuerdo todos estos pormenores ¡oh amigo incorrupto! porque la fuerza de la sorpresa, que rayó en asombro, me los grabó en la memoria a mazo y escoplo: jamás me había hablado mi padre de esos particulares, ni le había visto yo tan grave ni tan elocuente; y te los traslado casi a la letra, porque tras de no ser un secreto para ti ni para nadie de nuestro mundo, así me salen al volar de la pluma, y temo embarullar el relato si me meto a poner diques y reparos a la corriente de mis ideas.

Pues verás. Todavía añadió mi padre a lo dicho este parrafejo, que no es malo: «Cierto que es el mío nombre de gran resonancia en el país; que me revuelvo y me contoneo en el fondo de eso que se llama cosa pública, como el pez en el agua; me dan convites en provincias los hombres afiliados a mi partido, y peroro a los postres en loor o en contra del gobierno, según que sea o no sea de mi gusto; que mis palabras se escriben por los papanatas de la prensa local, y transmitidas por el telégrafo a la de la corte, se descifran mis cláusulas como los misterios de la Esfinge: cierto que soy jefe de mesnada en las Cortes, y que, por serlo, cobro el barato en ellas a cuando la hora es llegada y la ocasión lo pide; que mi nombre danza en corrillos y papeles, y salta y rebota en tertulias y comisiones a cada crisis ministerial y a cada gresca parlamentaria; cierto, en suma, que hoy en a cumbre del poder y mañana en los profundos de la oposición, a todas horas soy en España y sus Indias, caudillo de empuje, hombre de pro, pájaro de cuenta, como me llaman por ahí, o, si lo prefieres, personaje conspicuo; pero cierto es también que todo esto junto, con ser tanto y tan visible, convertido en substancia de puchero es puro caldo de borrajas. Cuanto más alto me levantan, más caro me cuesta el pedestal... vamos, que no me da el oficio sino lo estrictamente necesario para ejercerle con la debida exornación. Envidio a los que saben desempeñarle con frutos más copiosos y positivos; pero no acierto a imitarlos. Será torpeza o repugnancia, o un poco de cada cosa; pero es la pura verdad. Entre tanto, yo pago cada lunes y martes las nuevas trampas del duque de Castrobodigo, por respeto al relativo bienestar de la duquesa; el diplomático, cuyo sueldo no le alcanza para sus gastos superfluos, mantiene a mi costa todo el relumbrón de su diplomática persona en las cortes extranjeras; tu madre y tu hermana María, ya sabes qué vida se dan y a qué altura rayan entre las damas más encopetadas de Madrid; de ti no se hable: juegas, viajas, tienes los caballos a pares, y sabe Dios qué otros lujos por el estilo te permitirás también; y esto, y aquello, y lo de más allá, todo es agua en un mismo arroyo; todo sale del pobre manantial de la nómina de tu padre; todo es dinero de Estado, sangre del mísero contribuyente, como dicen los declamadores cursis, abogados inocentes de las sempiternas «clases productoras.» En una palabra, hijo, que en esta casa se vive al día, y que hasta el vivir así me parece un milagro, aun con la ayuda de ciertos sablazos gordos que tú no conoces. Figúrate, pues, qué será de todos vosotros el día en que Dios me llame a rendirle cuentas minuciosas de lo mucho que lo debo. Con que ¿te vas enterando?»

Pues ¿no había de enterarme? Pero ¿por qué se empeñaba el buen señor en que me enterara entonces de todos esos puntos que ya tenía olvidados de puro sabidos? Preguntéselo, y me respondió:

«Te cuento esas cosas, para que las grabes en la memoria; y te las cuento a ti solo, porque, entre todos los de tu casta, tú eres el que ha de pasarlas más amargas en este mundo si yo me largo de él antes de que hayas adquirido un modo honroso de vivir.»

¿No creería cualquiera, como yo creí, al oírle hablar de este modo, que le había poseído de pies a cabeza, y de la noche a la mañana, el presentimiento de una muerte próxima?

Nada menos cierto, sin embargo. Rodando las palabras, hube de prometerle, acomodándome a su deseo, aceptar lo que él me propusiera para mejorar de fortuna y conjurar los riesgos del pavoroso mañana de la negra hipótesis. Hecha la promesa con la debida solemnidad, me propuso el precavido autor de mis días un casamiento ventajoso. Así, en estas mismas palabras.

Tomé la proposición a risa, porque a la distancia de mis pesimismos, arraigados por obra de mis prácticos conocimientos de ciertas dificultades de la vida social, me resultó muy semejante al ridiculus mus de El parto de los montes. Riose mi padre a su vez, pero de muy distinta manera que yo; y saliendo a relucir los cómos y los dóndes que eran de necesidad en el diálogo, llegó a decirme el providente señor, palabra más o menos: «Aunque, sin ser un Adonis en lo físico, no tienes tacha para figura decorativa del mundo en que vives, no hay padre de los nuestros que te fíe medio duro con la garantía de tu persona. En este particular, gozas en la sociedad en que brillas, de todo el descrédito que mereces; mas aun suponiendo que este juicio mío fuera equivocado y te salieran aquí a docenas las novias ricas, me libraría yo mucho de proponerte la mejor de ellas, porque no sería negocio para ti. Éstas, con milagrosas excepciones, son finquitas de lujo, que cuanto más producen, más devoran. Agrégalas un inquilino tan desgobernado como tú, y ayúdame a sentir. Lo que a ti te conviene es una mujercita educada en unas costumbres enteramente distintas de las nuestras; que tenga mucho dinero y gaste poco; que estime por nimbo glorioso para su cabeza de provinciana distinguida, el título nobiliario que yo te cederé de los dos que poseo de ayer acá; que, a pesar de ello y de ser nuera de un personaje de mis campanillas, ocupe en tu casa, fíjate bien, en la tuya, el puesto que por la ley le corresponde, ni más ni menos; y que con el ejemplo de sus buenas costumbres, de su economía, de su buen gobierno, de su cariño desinteresado, etc., etc., infunda en su marido apego al hogar y a la familia, y amor al trabajo honroso... En fin, punto más, punto menos que una novia para el galán edificante de un cuento mural de Las tardes de la granja. Esta novia, además, ha de ser guapa... y lo es, y existe como te la pinto, y tú la conoces, y la has tratado mucho... y te ha calado las intenciones... y te las acepta por buenas y honradas... y te acepta a ti también con los brazos abiertos. ¿Quieres más?»

Imagínate, ¡oh Pílades incombustible! mi asombro al oír todo esto, y calcula mi estupefacción cuando resultó que era la pura verdad. Oye lo que averigüé entrando en explicaciones con mi padre. El señor don Roque Brezales, o de los Brezales, como ha dado en firmar últimamente, es un comerciante ramplón, honra y prez del gremio de la plaza, la ciudad más importante de la cesta española del mar Cantábrico. Este señor (hablo de Brezales), bueno y honradote en el fondo, es hombre de poca estética y menos literatura, vulgar de estampa y de mala ortografía; pero tiene formado de sí propio juicio muy diferente del mío, y hasta se siente a ratos, mordido del ansia de ser personaje, desde que, por azares de la suerte y ya bien entrado en años, se vio nadando en posibles, imagen con que pinta el vulgo de su país el colmo de la riqueza. Este comerciante opulento tiene dos hijas, Irene y Petra, bellas las dos, aunque cada cual a su modo. Irene es algo melancólica, con dejos de arisca y desengañada; tiene buen entendimiento y, sobre todo, unos ojos morunos, verdinegros, que de pronto parecen tendidos a la larga y como dormitando a la sombra de sus negrísimas pestañas; pero que, bien observados... Hombre, yo he visto en los primorosos ríos de su tierra algo parecido a esos ojos: ciertos remansos junto a la acantilada orilla, bajo un tupido dosel de laureles y madreselva. En la inmóvil superficie de aquel agua sombría, se refleja toda la fragante espesura del dosel con el peñasco gris de la margen, y un jirón azul pálido del cielo, y un pedazo de nube cenicienta, y la cara y el busto, invertidos, del observador. El conjunto es hermoso; y, sin embargo, por lo que hay de misterioso allí. ¿Qué habrá debajo de aquellas aguas silenciosas y sombrías? Y se piensa alternativamente en el cieno viscoso y en la arena finísima; en la negra caverna atestada de monstruos, y en la gruta fantástica de las hadas bienhechoras. Por supuesto, que no hay que tomar este símil al pie de la letra tratándose de los ojos de esa Irene; pero es de la casta de los que vendría a aquí más al caso, y aun coincidiría con él exactamente, y eso por la malicia del observador, si Irene fuera una mujer de intriga y bien fogueada en las batallas del mundo galante; pero ¿qué diablo de trastienda ha de haber en una provinciana inexperta, dócil y mansa como una corderita sin hiel, que comulga todos los meses y oye misa casi todos los días? Los ojos de Irene son así, como pudieron ser de otra manera; y si, bien mirados, parece que descubren tantas cosas ocultas, es porque la boca correspondiente peca por el extremo opuesto: el no decir la mitad de lo que se juzga necesario; y eso que falta siempre en sus conversaciones, lo va a buscar el curioso adonde cree que puede hallarlo, y para la atención en los ojos y en ellos lee todo lo que le da la gana. Ésta es la pura verdad. Te añadiré ahora que Irene es ligeramente morena, de correctísimas facciones y garrida estampa.

Petra no se parece a su hermana ni en carácter ni en figura. Es alegre, habladora y expansiva, con más que puntas y ribetes de maliciosa y mordicante. Se pinta sola para remedar a los gomosos memos y a las amigas cursis. Siempre tiene novio, o ganas de tenerle. Es casi rubia, muy guapa, de regalar estatura, pie menudo y talle primoroso.

Estas dos hijas tienen una madre que se llama doña Angustias, de bastante buen ver todavía. No es de la pata del Cid, ni, apurándola un poco, deja de enseñar la hilaza de su procedencia vulgar; pero lleva bien la ropa y es simpática en su trato. Va con sus chicas «al mundo» de por allá, y desempeña bastante bien el papel que la corresponde. El tal mundo se reduce a media docena de bailes particulares, a dos o tres en el Casino, las visitas de cumplido, las soarés del Gobernador, los conciertos del verano, la fiesta de los Juegos florales, y el teatro, cuando le hay. Se paga mucho de las buenas formas y se perece porque la vean sus conterráneas en íntimas relaciones con personajes de Madrid. Lo propio que su marido.

No recuerdo bien el origen de la amistad, ya vieja, de este señor con mi padre, cuyas influencias poderosas aprovecha constantemente para activar o enderezar en Madrid la lenta o torcida marcha de los graves asuntos de interés, casi siempre mercantil, municipal o provincial, en los cuales ha de intervenir la pesada mano del Gobierno de la nación. El señor de los Brezales es hombre cortés y agradecido, y nunca ha dejado de corresponder rumbosa y delicadamente a los favores de mi padre. Con todas estas cosas, mi familia y la suya se han tratado mucho en las distintas ocasiones en que hemos veraneado en aquella ciudad, cuya playa no tiene semejante en Espana por su hermosura. Yo conozco y estimo de veras a estas apreciabilísimas personas, particularmente a Irene y a Petrita, a quienes he tratado con más frecuencia. Pero ahora resulta, según mi padre, que Irene, que es la mía, la mujer que se me destina para redimirme, en lo mortal, de la miseria, y en lo eterno, de la perdición, «me ha calado las intenciones, y las acepta por buenas y honradas;» y el demonio me lleve si, cuando he hablado con ella, he tenido otra que la de pasar el rato agradablemente en tan buena compañía. Claro está que no me he cansado en desmentir el aserto de mi padre, y que me he dejado correr muy a mi gusto al empuje de esta casualidad, que cabe en lo posible de los caprichos humanos; pero se me aguzó grandemente el deseo de conocer los pormenores de este inesperado descubrimiento y de aquel plan arreglado por mi padre, y he aquí cómo habían pasado las cosas. Vino a Madrid mi futuro suegro y se hospedó en nuestra casa, tras de muchos ruegos de mi padre y no pocos míos. Como sus quehaceres no eran muchos, los dos amigos pasaban juntos largas horas del día y de la noche; y pasando así las horas, mi padre halló sobradas ocasiones de apuntar, con la destreza en que es maestro, la especie que, por lo visto, le bullía en sus adentros mucho tiempo hace; y cátate, amigo recalcitrante, que no bien asomó la punta de la idea, el otro, que, por las trazas, rumiaba también de muy atrás los mismos pensamientos, se puso a tirar de ella; y tira que tira, no cejó en su empeño, hasta verla entera y verdadera en la misma palma de su mano. Según refiere mi padre, el buen señor no podía ni quería disimular el regocijo que la ocurrencia le causaba. Mis prendas personales, el apellido que llevo, mi título nobiliario... ¡oh, qué fortuna para su hija primogénita, tan superior a cuantos hombres pudieran inútilmente ambicionarla en los mezquinos ámbitos de su pobre ciudad! Él era rico, muy rico; y una vez realizado el enlace, ni por su parte ni por la de su familia se reñiría por el tanto o por el cuanto, o por si aquí o por si allá: se haría lo que nosotros dispusiéramos, porque lo que ellos querían, era la felicidad de Irene; y esta felicidad la hallaría al lado de su marido, donde quiera que alcanzaran los rayos esplendorosos de la gloria de su nombre. Aún creo que dijo el satisfecho señor mucho más que esto que yo te transcribo casi en los propios términos en que me lo refirió mi padre, sin darte cuenta de ello, porque no vale la pena de recordarse, y para muestra quizás sobra con lo apuntado. Pero faltaba conocer las intenciones de Irene, que eran el eje de toda aquella máquina tan fácilmente construida. «... No hay que apurarse por eso,» contestó el señor de los Brezales a este reparo que mi padre le presentó: «tengo ciertos testimonios de que Irene conoce las intenciones de su señor hijo de usted, y aun de que no la desagradan. A mayor abundamiento, en cuanto vuelva yo a mi casa, que será pronto, pondré la cuestión sobre el tapete, sondearé las voluntades y escribiré a usted el resultado sin perder correo.» Y dicho y hecho: al otro día, dejando encomendados a su amigo sus negocios, tomó el tren del Norte; y media semana después escribía a mi padre estas pocas palabras que te copio, porque poseo la carta, en una letra deshilvanada y garrapatosa, señal del apresuramiento con que escribía y de las hondas emociones que le dominaban en aquellos instantes: «Tratado el grave asunto consabido en consejo de familia, todos conformes, todos gozosos y todo llano por nuestra parte. Anticipen cuanto puedan el viaje que tenían proyectado a esta ciudad, para que Antonino acabe de entenderse con la interesada y se dé con ello el fin y remate que merece un negocio tan felizmente planteado. Los abraza, y los saluda, y los adora en nombre propio y en el de toda esta familia, su desde hoy más que amigo y admirador, Roque de los Brezales

Y así están las cosas, amigo mío: mi familia forzando la máquina para anticipar el veraneo cuanto sea posible, y yo deseando con grandes ansias que llegue la hora de ver confirmadas las promesas del padre por los labios de su pistonuda hija, aquella morena de los verdinegros ojos, que me aguarda con los brazos abiertos. Y ahí tienes el caso, es decir, mi caso, en toda su magnitud, a lo ancho, a lo largo y a lo profundo. ¿Qué te parece de él? Por lo que a mí toca, ya habrás conocido que le considero de perlas a lo profundo, a lo largo y a lo ancho. Fíjate bien, y verás que no es para menos, ¡caramba! Irene es una moza de buten, tiene guita larga, es una viaud de bronce, será el modelo de la perfecta casada con los hechizos de una odalisca oriental, y me espera con los brazos abiertos, como a su dueño y señor, que jamás había caído en la cuenta de que tuviera esclava de tal valer... ¡a mí! un medio bohemio del gran mundo, abocado a la miseria según el autorizado parecer de mi padre y unas cuantas razones de sentido común. Cierto que, aunque mal educado, no soy lo que se llama una mala persona, porque no tengo vicios de los que afrentan, y dejo en la senda que he recorrido hasta la hora presente, más astros de mentecato que de hombre perdido; pero, al cabo, está en lo cierto mi señor padre al decir, como dijo de mí, que gozo, entre las gentes que me conocen, de todo el descrédito que merezco. Y esto ya es algo. En fin, que la ocurrencia del precavido autor de mis días ha sido de las más felices que padre alguno ha tenido en este mundo sublunar, y sus resultados un premio gordo para mí. Y tan gordo le considero y tal valor le doy, que casi tengo remordimientos de haber tratado el asunto tan descuidada e irreverentemente como lo he tratado en esta carta. Retiro, pues, de ella toda expresión que disuene lo más mínimo de la augusta solemnidad con que yo deseo darte cuenta de este grave suceso, en el secreto más inviolable de la amistad que nos une y por las razones que en su lugar quedan expuestas, y atente a ello, que es lo que vale, no sólo por ser mi última palabra, sino la pura verdad.

Entre tanto, te lo repito, me consume la impaciencia porque llegue cuanto antes el día venturoso de mi salida de este inaguantable asadero. Porque además de los excepcionales motivos declarados, hay otros que se bastan y se sobran para hacerme deliciosa la temporada de verano en aquella población, donde ya no se me considera como un forastero más. Conozco y trato a muchísima gente allí, particularmente del elemento crema, el cual me tiene en tanto, que hasta he dado mi nombre a algunas prendas atrevidas de vestir. He dirigido con gran éxito varios cotillones de compromiso, y se busca y se respeta mi dictamen en los conflictos más serios de los clubistas del Sport en todas sus manifestaciones; me regala el Ayuntamiento lugar preferente en la fiesta de los Juegos florales, y el Asmodeo de la localidad, como a todos y cada uno de los de mi casta, me gorjea y sahuma cuando llego y cuando me voy, cuando monto, cuando bailo y cuando estreno prendas a mi modo, lo cual ocurre un día sí y otro no... Vamos, que se me considera entre aquellas honradas y sencillas gentes, como de la casa. ¡Figúrate lo que sucederá cuando llegue a caer de veras y para siempre en los brazos consabidos de la morenita de los ojos verdinegros!... Y punto redondo.

Ahora guarda estas confidencias mías como en el secreto de la confesión; y adiós, envidiosote, porque es imposible que no me envidies si has tenido paciencia para leer con la debida reflexión todo lo que te he declarado. Si no la has tenido, tanto peor para ti. De todas maneras, y con la promesa de volver a escribirte desde allá para que nada ignores de lo que debes de saber, recibe un apretado abrazo de tu amigo y ex-camarada de abominables glorias y de insanas fatigas,

NINO.»




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- II -

Entre dos luces


Mientras la carta precedente corría a su destino por la línea de Francia, el bueno de Casallena, más ojeroso y macilento que de costumbre, casi afónico de puro lacio y melancólico, explicaba a su interlocutor, hombre que ya le doblaba la edad y con cara de pocos amigos, las últimas torturas con que le había martirizado el azote de su temperamento. Es de advertir que los departientes ocupaban dos lados opuestos de una mesa del mejor café de aquella ciudad costeña que se menciona en la carta; que sobre la mesa había, amén de los codos de los dos personajes, un chocolate con mojicones y tostadas fritas, un platillo con pasteles y una copa llena de Jerez, en el lado correspondiente al joven Casallena, y a plomo de sus negras y no muy tupidas barbas; y en el otro lado, otra copa con un líquido refrigerante, que sorbía a ratos el hombre de la cara hosca, porque así se le calmaban ciertos dolores nerviosos del epigastrio, que a la sazón le mortificaban de tiempo en tiempo; que la mesa estaba junto a una de las puertas abiertas de par en par de la fachada principal del edificio; que declinaba la tarde, y que el ambiente salino que se respiraba desde allí, despertaba en los ojos nuevas y más fuertes ansias de contemplar el panorama grandioso que tenían delante en cuanto miraban hacia afuera, saltando por el estorbo de la abigarrada muchedumbre que hormigueaba en la empedernida faja que sirve de divisoria entre los edificios enfilados con el del café de que se trata, obras mezquinas de los hombres, y aquella incomparable marina, obra maravillosa de Dios. De tarde en tarde entraba en el mismo establecimiento la familia de Amusco o de Villalón, recelosa de que la gente de la ciudad la tuviera en poco para acomodarse allí, con su aparejo algo burdo «pa según lo que los currutacos usan;» pero dispuesta a darse un regodeo, con lo mejor y más caro de «la casa,» para quince días; o el grave magistrado del Supremo, en vacaciones, hombre fino y culto si los había, pero con la aprensión incurable de que todo bicho viviente es un reo sobre el que pesa perpetuamente la jurisdicción de la Sala a que él pertenece; o el gomoso, descuajaringado de tanto correr de la ciudad a la playa y viceversa, en busca de algo que no encontraba... y por este arte, dos docenas de personajes desperdigados y aburridos, que se iban acomodando sosegadamente en este diván o en aquella banqueta.

Así las cosas, llegó a decir Casallena, después de deglutir medio mojicón empapado en chocolate:

-Todo eso será verdad, y no deja de consolarme un tantico; pero le aseguro a usted que lo de anoche fue tremendo.

-Y ¿qué fue lo de anoche? -preguntó el otro, apretándose un ijar con la mano del mismo lado, y llevándose a los labios con la otra la copa medio vacía.

A esta pregunta se tragó Casallena el resto del mojicón; y con masa de él aún entre las mandíbulas, respondió, mientras se limpiaba las puntas de los dedos con la servilleta:

-Primeramente me costó una brega de tres horas coger el sueño, si sueño puede llamarse ligero sopor...

-Sueño, y de los mejores, -afirmó en tono desafrido el de enfrente, después de escupir la mitad del buche que había tomado de aquel líquido que, por lo turbio, más parecía agua de fregar que de naranja.

El joven del mojicón se le quedó mirando fijamente a través de sus quevedos, mientras, a tientas, empleaba las dos manos en partir, con los índices y pulgares solamente, una de las tostadas fritas. En seguida se puso a mojar a pulso la tira con que se había quedado en la diestra, y preguntó, con cierta inseguridad, volviendo a mirar a su interlocutor:

-¿De los mejores dice usted?

-De los mejores -insistió el interrogado, derribando al mismo tiempo hacia el cogote su chambergo de anchas alas, con lo que dejó al descubierto toda su cara de coronel de reemplazo;- de los mejores, porque de ahí para adelante, caer en ello, tratándose de temperamentos como el de usted... si por su desgracia se parece al mío, como afirma, es peor que caer en un despeñadero. En esos sueños profundos hay golpes que contunden, y carreras vertiginosas, y cornadas de toros desmandados, y coces de caballerías, y casas incendiadas sin puertas por donde huir, y riñas a gritos con las personas más queridas, y deslealtades de amigos... todo lo que más duele y más fatiga en el cuerpo y en el alma. Salir de un sueño de éstos es como salir de una pulmonía. ¿Le pasan a usted cosas como éstas cuando duerme de veras?

El interpelado se tomó otra tira de la tostada, bien empapada en chocolate, y respondió como entre serias dudas:

-Le diré a usted: algo de ello...

-¡Algo de ello! -exclamó con desdén el interpelante, descolgando de sus narices, no chatas ciertamente, sus quevedos de oro, y poniéndose a limpiar sus cristales con el pañuelo.- Entonces se queja usted de vicio.

-¡De vicio!

-De vicio, sí, señor. A mí me pasa todo eso y mucho más, y a diario... Tome usted nota de ello y prosiga. ¿Qué fue eso tan tremendo que le ocurrió a usted anoche?

-Vaya usted haciéndose cargo -respondió el joven metiendo mano a la segunda tostada.- Apenas atrapé ese poco de sueño que le dije... ¡zas! una sacudida liorrorosa de pies a cabeza. Hubiera jurado que me levantaba a una altura de dos metros sobre la cama, pero rígido y en una pieza, lo mismo que un tablón.

-Eso es el alfa de la educación histérica que está usted adquiriendo, -interrumpió el de los anteojos de oro, volviendo a montarlos sobre su nariz.

-Después -continuó el otro, a la vez que se limpiaba los labios con la servilleta, muy dulcemente, para no descomponer el artificio de sus bigotes, rizados hacia arriba por imperio extravagante de la moda,- se me fijó un dolor angustioso, que más parecía mordisco, aquí, muy adentro, entre el pericardio y la...

-¿Y nada más? -preguntó bruscamente el otro, arrojando a la calle el agua turbia que quedaba en su copa.

-Aguarde usted y perdone -prosiguió con mucha calma el mozo de los bigotes ensortijados hacia arriba.- Al mismo tiempo que ese dolor mordicante y aflictivo, sentía una sobrexcitación intolerable en el gran simpático, que, desengáñese usted, es la raíz de donde arranca esa plaga de sensaciones insufribles...

- ¡Vaya usted a saberlo!

-Le aseguro a usted que sí; créame...

-Como usted guste.

A medida que se acentuaba la sobrexcitación -añadió el mozo sorbiendo y mordiendo, con gran pachorra, entre período y período de su relato,- iba entrándome por la misma punta de los pies una especie de hormigueo cosquilloso de lo más inaguantable; este cosquilleo avanzaba cuerpo arriba, y, a cada paso de su invasión, se hacía más irritante; en la región del pecho, era manojo de ortigas; entre el colchón y la espalda, vidrio pulverizado, y entre las barbas, ¡oh! entre las barbas le juro a usted que no se podía resistir: lo mismo que si me las fregaran con un cepillo de alfileres punta afuera. No pudiendo parar en la cama por más vueltas que daba en ella y posturas inverosímiles que tomaba, levanteme de un salto, vestime medio a oscuras, me pasé el resto de la noche en claro y me cogió el nuevo día molido de los huesos, quebrantado de espíritu y con el cerebro hecho un bodoque.

Miró al decir esto con ojos de pena a su interlocutor, que le contemplaba con afectuosa curiosidad, mientras se afilaba tan pronto las puntas de sus bigotes grises como la de su perilla cana; y como éste no cesó de contemplarle ni le dijo una palabra, el joven, limpiando las paredes interiores de la jícara con el último pedazo de las tostadas, y después de tragarse la sopa resultante, encarose de nuevo con él y le dijo:

-Vamos a ver, ¿qué tiene usted que replicar a eso?

-¿No tiene usted nada que añadir a ello? -preguntó a su vez el interpelado.

-¿Qué más he de añadir, hombre de Dios? ¿Aún le parece a usted poco?

-Pues si no pasa de ahí la historia -respondió el otro encendiendo un pitillo, -insisto en lo que le dije: todo eso que a usted le sucede, es el alfa de la cosa; la primera estación del Calvario a cuya cima han llegado ya otros mártires con la pesada cruz a cuestas.

-¡Morrocotudo consuelo para mí! -replicó Casallena, retirando hacia el centro de la mesa el servicio vacío de chocolate y poniendo en su lugar la copa de Jerez y el platillo con pasteles.

-Hombre -dijo el de los bigotes grises y la cara hosca, -según dictamen de usted mismo en parecidas ocasiones a ésta, consuelo le resulta de saber que hay otros desdichados que padecen los extraños males de usted.

-Pero ¿es verdad -preguntó el joven remojando en el Jerez un español-, que hay alguien que padezca esas tarantainas que yo padezco? ¿tantas y tan fenomenales? ¿que las haya padecido usted?... ¿que las padezca todavía?

-¡Hormigueos cosquillosos!... ¡dolores mordicantes!... ¡cepillos de alfileres! -exclamó el hombre, echando una humareda de su cigarro por boca y narices, mientras su interlocutor sorbía media copa de Jerez para facilitar la deglución de un tercio de canutillo que se había tragado en seco- ¡Valiente puñado son tres moscas!... Pero después de todo, ¿qué mil demonios me pregunta usted a mí? ¿No es usted médico, y (sin adularle) de los de buena casta? Y ¿es posible que en la práctica de su profesión, aunque no larga todavía, no haya hallado usted datos bastantes para darse las respuestas que a mí me pide?

-Gracias por el piropo, señor y amigo de mi alma -dijo impasible, imperturbable, el joven.- Cierto que soy médico, aunque indigno y por mi desdicha; pero (y acepte usted esta honrada confesión que voy a hacerle, como si me fuera a morir) no digo a mí, que ahora comienzo, pero a los mismos que ya se caen de viejos en la profesión, ¡les da la ciencia cada castaña... y tan a menudo!... De esas enfermedades que duelen de verdad y son tan antiguas como el hombre, sabe uno la génesis y las guaridas, y hasta las mañas; se las persigue y se las encuentra por mucho que se escondan; se las pesa y se las mide; y, por último, se lucha contra ellas cara a cara y en terreno despejado; y si no se vence siempre en estas luchas; queda el consuelo de haber luchado con honra; pero de estos males nuevos, que ni se ven ni se palpan; que sin doler matan, dejándonos sólo la vida necesaria para sentir las angustias de la muerte; de estos males de ahora, que traen su origen quizás del mundo que fenece y que la raza humana que degenera y se encanija, no se sabe, mi respetable amigo, una palabra; son la verdadera laguna de la ciencia de curar; y como sucede en las demás ciencias con sus lagunas respectivas, nosotros, no pudiendo sanear la nuestra, hemos querido taparla con algo que deslumbre a los profanos; y la hemos puesto un mote en griego: la llamamos neurosis, o neuropatía, o histerismo... y con ello, queriendo explicarlo todo, no explicamos nada; pero salimos del paso con el paciente que se queja de que le canta y le aletea un canario en el pecho, o que le muerden ratones las alas del corazón, o que siente martillazos en el cerebro y vértigos que le hacen ir de cabeza cuando más descuidado está, o que no halla, a lo mejor, suelo firme en que pisar, a lo más deleitoso de su paseo... «Fenómenos histéricos sin importancia maldita,» le decimos, por decirle algo; y si con ello no se consuela, le añadimos aquello de «por males de nervios, nunca se tocó a muerto;» y si todavía no se conforma, le citamos a Juan, a Pedro y a Diego que padecen lo propio que él; y si ni aún esto basta, le añadimos que no tienen cuenta los años que llevan padeciéndolo. Ordinariamente, con esto se satisface... por de pronto. Fíjese usted bien -añadió con gran parsimonia el preopinante, después de apurar de un sorbo, bien sostenido, su copa de Jerez, y de echar la zarpa a un almendrado del platillo:- se consuela con lo mismo que desalentaría a otro enfermo que no fuera nervioso: con saber que sus males pueden durar tanto como su vida, por larga que ella sea. ¿Ha visto usted cosa más rara? -concluyó, hincando los dientes en el almendrado.

-Sí, señor -respondió el interpelado, sin titubear.- He visto, estoy viendo a cada rato, incurrir en el propio absurdo vulgarísimo a los mismos hombres de ciencia que se asombran de que el vulgar incurra en ellos.

-Verbigracia, yo, ¿no es eso? -repuso el mozo dando la segunda dentellada a su pastel.

-Cabalmente, -contestó el otro.

-Pues siento -dijo Casallena sin dejar de mascar,- que me haya usted tomado la delantera con la pregunta. Justamente iba yo a citarme a mí propio como ejemplo de ese absurdo. Sí, señor: yo, médico y todo, consulto mis males con el primer nervioso que me quiera oír, y me consuelo con saber que hay pacientes con mayor carga de ellos que la mía, y hasta me creo curado si se me asegura, con un testimonio vivo, que se llega a la vejez más remota con esa cruz a cuestas. Ya habrá podido usted observar -añadió el joven zampándose el tercero y último pedazo del pastel,- el singular deleite con que yo me permito departir con usted muy a menudo sobre estas cosas; con usted, el ejemplar más rico de variedades morbosas, de la especie en cuestión, que yo he conocido.

-Es favor -dijo aquí con mucha cortesía el aludido.

-Le juro, mi respetable y respetado amigo -replicó el otro sin atragantarse con el pastel que mascaba,- que es justicia seca, por desgracia de usted. Sí, señor; y usted no sabe todo el placer y bienestar que me proporciona, cuando en mis tristes alegatos, como los de hoy, me devuelve ciento por uno, y particularmente si a cada nuevo fenómeno de los que le pinto en mí, me responde que le conoce usted treinta años hace por experiencia propia...

-Tantísimas gracias, -recalcó el otro entonces, saludando con la cabeza.

-Es la verdad -prosiguió el médico,- aunque usted se empeñe hoy en meter el asunto a barato; y no por la increíble enormidad de que yo fuera capaz de gozarme en los padecimientos de usted, sino por el absurdo disculpable y corriente de que antes hablábamos; porque cuanto más envejecido veo en otro paciente el mal que me atormenta a mí, más garantías de larga vida me ofrece. De todas maneras, amigo y señor mío de mi alma -continuó el mozo dando la primera dentellada al último pastel del platillo,- dure lo que durare este suplicio que padezco... y padecemos, es muy duro de sufrir: no hay hora placentera, ni rato con sosiego; se desmedra y aniquila uno tontamente...

-Y ¿qué tal de apetito? -preguntó aquí de golpe y muy risueño el escuchante, después de echar una rápida ojeada al pedazo de pastel que tenía Casallena entre manos, y a la cacharrería desocupada que quedaba a su lado sobre la mesa.

-Pues gracias a que no le he perdido por completo -respondió el interpelado muy serenamente y sin alterar el ritmo acompasado de su masticación.- Con el estómago sin lastre, soy hombre muerto.

-Y por eso lastra usted a menudo, a lo que veo.

-Maquinalmente, créalo usted.

-¿De modo que con este lastre, ya no necesita otro... hasta el de la cena?

-Es posible que tome antes un sorbete... Me entonan mucho esas golosinas heladas cuando estoy nervioso, como estos días empecatados.

Sonriose aquí el hombre maduro, y, cambiando súbitamente de gesto, preguntó al mozo:

-Y dígame, compañero de plagas, y hablando con la mayor formalidad, sin que esto quiera significar que ha sido broma lo otro, ¿no ha hallado usted, en medio de las torturas de su neurosis, algo, relacionado con ella, que moleste más que la neurosis misma?

Meditó unos instantes el interpelado, mirando de hito en hito al interpelante, y acabó por encogerse de hombros.

-Pues yo lo he hallado muchas veces -dijo entonces el último:- ciertas gentes que le motejan a usted de huraño si sufre en silencio el azote de sus males; y le califican, con burla, de aprensivo, y le comparan con las mujeres dengosas, si les expone usted el motivo de la mala cara con que le ven y por lo cual le riñen. Para estas gentes, naturalezas de pedernal, nadie está enfermo mientras no lleve las tripas en la mano o la cabeza despachurrada. ¡Y esas mismas gentes, pletóricas de salud, llaman al médico a deshora porque tienen la lengua un poco blanquecina!

-¡No me hable usted de esas gentes! -exclamó el joven, exaltándose de golpe basta la indignación.- Las conozco bien; me han atormentado mucho con sus zumbas irracionales... No soy hombre sanguinario ni rencoroso; pero le aseguro a usted que, al oírlas, las hubiera pegado un tiro.

-Justamente -asintió el otro con la mayor sinceridad.- Un tiro. Es lo único que se me ha ocurrido a mí en cada caso idéntico; pero un tiro en la misma boca del estómago. ¡Egoístas! Y vamos a otra cosa: ¿quiere usted, no sanar, porque eso es imposible, pero aliviarse algo de esas tarantainas?

-Pero, hombre, ¡si llevo agotados cuantos recursos caben en todos los sistemas curativos, desde la hidroterapia hasta!...

-¡Qué hidroterapia ni qué camuesas! Todo eso es... barometría como dice un comprofesor de usted, que no ha querido ejercer desde que se toma la temperatura del enfermo con termómetro, y se le dan inyecciones de morfina entre cuero y carne. ¿Ha visto usted muchos carreteros con neurosis? ¿muchos cavadores?... ¿muchos hacendados de esos que parecen cavadores y carreteros?

-Ni uno.

-Pues ahí está el golpe: hágase usted un poco carretero, un poco cavador, un poco negociante; quiero decir, despréndase de aquello que más le separa espiritualmente del negociante adocenado, del cavador y del carretero, y verá usted cómo, poquito a poco, se va usted robusteciendo y entonando. El consejo no es nuevo ciertamente; pero no por viejo deja de parecerme más racional y recomendable cada día. Usted, como poeta, pero de los nacidos para serlo... Y note usted de paso, amigo Casallena, qué fino estoy esta tarde: antes le ponderé como médico, y ahora le ensalzo como poeta...

-Así estoy yo de abochornado y de corrido...

-Son más sinceros mis elogios que esa protesta; y si le he llamado la atención hacia ellos, es porque, como usted sabe muy bien, no los uso a diario... y vamos al asunto. Usted es poeta, repito; y como tal, lleva usted en el cerebro y en el corazón mayor cantidad de ideas y de sentimientos de la que proporcionalmente le correspondería si la distribución de esos dones la hiciera Dios por partes iguales entre sus criaturas más o menos racionales. Esa sobrecarga, amigo mío, es la que desequilibra y abruma, porque, con singularísimas excepciones, siempre cae en cuerpos que no pueden con ella. ¿Qué tiene usted que oponer a esta teoría?

-Nada absolutamente como teoría; pero como caso práctico referente a mí, mucho, ¡muchísimo!

-¿A ver?

-Ni yo soy poeta del calibre que usted me da, ni hay en mí esa sobrecarga de ideas ni...

-Pura modestia, más o menos falsa.

-Corriente; pues seamos inmodestos por un instante, y supongamos que llevo sobre mí ese excesivo bagaje que usted dice: ¿cómo me las arreglo para ser un poco carretero, y un poco cavador, y?...

-Escandalícese del consejo, y llévenme a la cárcel, por dársele, los que no sean cavadores, ni carreteros, ni hacendados que lo parecen; pero tómele si tiene mucho apego a la pelleja: no haga usted coplas.

-¡Santas y buenas! Pues si no escribo una medio siglo ha...

-El escribirlas es lo de menos: lo grave está en pensarlas, en el condenado vicio de estar revolviendo de día y de noche el rescoldo de la mollera. Eso es lo que mata. Haga por olvidar que le tiene allí, acostumbrándose poco a poco a mirar más hacia afuera que hacia adentro; déjese de ser haragán, y conviértase en hombre trabajador.

-Perdone usted; pero me parece que no casa bien con lo otro de las fatigas y vigilias de que usted quiere descargarme, para mejorar de salud, eso de llamarme haragán...

-Es que no soy yo quien se lo llama: se lo llaman el cavador y el carretero, y el negociante rico que parece carretero y cavador. Para estos vanidosos del trabajo, no merece tal nombre el que no pueda traducirse inmediatamente en fruto positivo y material, como el trabajo del buey. Pasarse las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, luchando a brazo partido con los fantasmas de la cabeza; perder la salud y la vida por dar forma, y color, y movimiento en un rimero de cuartillas a un mundo que le bulle a usted en embrión en la sesera, no es trabajar ni Cristo que lo fundó. Los trabajadores de esta especie son vagos de profesión en el concepto de aquellos caballeros admiradores del buey, lo cual no impide que, cuando son ponentes en un litigio sobre ochavos, o se quejan en público de una infracción de las leyes de policía urbana, hagan gemir las prensas con el dictamen o el «remitido,» y guarden «el impreso» como título glorioso, después de asombrarse de que no se haya desquiciado el mundo al conocerle. ¿Me va usted comprendiendo mejor, amigo Casallena?

-Perfectamente, señor y amigo de toda mi consideración y respeto; pero si tan racional y recomendable es el consejo que usted me da para curarme de mis males, ¿por qué no le utiliza usted para curarse de los suyos, que tienen la misma procedencia?

-Porque no lo hice cuando era tiempo de hacerlo; hoy, comenzando a envejecer y encenagado ya en el vicio, no tengo fuerzas para desarraigarle ni tiempo para empeñarme en ello. Además, por cuestión de esos cuatro días más o menos que me quedan, ¿a qué cambiar de postura? Prefiero pasarlos de borrachera en borrachera, hasta morir, como el beodo del cuento, abrazado a la cuba de mis amores. Y con esto dejémoslo, que es peor meneallo; y siquiera para demostrarme que quiere usted poner en práctica mi consejo, mire usted hacia afuera y recree los ojos un instante en ese ramilletito que pasa. Cuatro son las flores, ¡y qué bizarras! ¿Quiénes son ellas? Quiero decir, dos de ellas, porque a las otras dos ya las conozco, así como a la señora que las acompaña.

Volviose todo ojos Casallena, después de afirmar sus lentes sobre la nariz, y respondió, alargando mucho el cuello hacia el ramillete, como si intentara olerle:

-Las dos desconocidas son forasteras: crema fina de Madrid.

-Vamos, de esa que usted canta cuando pulsa la lira de los salones... ¡y ese sí que es vicio feo!

Sonriose Casallena como si tomara el dicho por una de las cosas compasibles de su interlocutor, y díjole:

-¿Volvemos al ramillete?

-Con mucho gusto; y digo a ese propósito que me han parecido mejor que las dos madrileñas, las otras dos de acá que las acompañaban... porque, o yo no he visto bien, o eran las de Brezales. Parece mentira que sean hijas de tal padre... buena persona en el fondo, eso sí; pero de un corte de todos los demonios. La morena es cosa superior: tiene una cara de enigma tebano, que se la doy al más valiente.

-Sobre todo, de una temporadita acá, -apuntó maliciosamente Casallena.

-¡Hola, hola! Conque de una temporadita acá... ¿Y qué enfermedad es ella, señor doctor?

-Pensé que usted la conocía, y por eso aventuré la observación.

-Le juro a usted que no sé palabra.

-¿Es usted de fiar?

-¡Hombre! ¿Esas tenemos ahora?... ¡Tras de las intimidades que nos hemos confiado?

-Es que la dolencia de que se trata, no es del cuadro patológico de las nuestras.

-Tanto mejor para conocida..

-Le aseguro a usted que si no mienten mis informes, y son el Evangelio, hay en el caso para un comienzo de novela.

-¡Para un comienzo de novela! ¡Y se lo callaba usted! ¡Ni que anduvieran tiradas por los sucios esas cosas!

-¿Ve usted cómo no resulta hombre de fiar? ¡Si conoceré yo a las gentes!

-Señor de Casallena, tentador de apetitos contrariados: ¡el caso, o la vida!

-¡Canario! ¿Es seria la intimación?

-A muerte.

-Pues siendo así, no vacilo en la elección. Entrego el caso.. Oiga usted lo que se dice, y es la pura verdad...

Pero no pasó de aquí la historia, porque aparecieron delante de los dos interlocutores, y en el vano de la puerta del café, hasta tres amigos de ambos, concurrentes infalibles a la mesa a aquellas horas. Mozos eran los tres, y, año arriba, año abajo, de la edad de Casallena. Soldados de una misma legión, también tenían su correspondiente nombre de guerra, por el cual eran bien conocidos; porque hay que advertir que Casallena no se llamaba así ni en los registros civiles ni en los libros parroquiales. Juntos peleaban a menudo en el revuelto campo de las letras; y aunque bisoños los cuatro, habían ganado ya lauros que los hacían bien merecedores del entusiasmo con que luchaban por ellos, en el vagar que les dejaban las tareas de sus deberes profesionales. Dicho sea en honra suya, eran, con sus no muy viriles frontispicios, desgarbados por la insulsa indumentaria que imponían las leyes de la crema elegante, una ejemplar excepción entre muchos de sus congéneres: esa juventud frívola que se conforma con vestir a la última moda y caer bien en los salones de tono, y tiene en poco a los que saben algo de más jugo que eso. Los tres saludaron al hombre de la cara hosca, de los lentes de oro y de las barbas grises, con un apelativo más cariñoso que puesto en razón, y fueron correspondidos con sendos y cordiales apretones de manos. El más mozo de los cuatro amigos, y, por ende, de los tres recién llegados, Juan Fernández de mote, era la encarnación palmaria de la alegría descuidada y bulliciosa. Hablaba a voces y se reía a carcajada seca; atestaba sus ocurrencias de equívocos chispeantes, y con el sombrero en la coronilla, las manos acá y allá, las piernas como las manos, los grises ojos retozones y la voz desembarazada y resonante, remataba sus vehementes períodos con citas atinadísimas de personajes estrafalarios o de autoridades de gran nota. Escribía mucho y con frecuencia; y con ser tan hablador, aún corría más su pluma que su palabra. Pero, por una de esas incongruencias fenomenales en que se complace a menudo la naturaleza, este mozo, tan regocijado y tan ligero en su trato familiar, tan chancero y risotón, no escribía jamás en broma. Dábale el naipe por los asuntos serios, y era un dogmatizador de todos los diantres y un crítico de los más hondos.

Pues este tal, picando en muchos puntos a la vez y metiéndolos todos a barato, entre restregones de pies, crujidos de la banqueta y disparos de carcajadas, tuvo la culpa de que a Casallena se le olvidase, cuajada en la misma punta de su lengua, la historia que había prometido al señor de la cara hosca. Pero no era éste de los que renuncian fácilmente a satisfacer los antojos de la curiosidad, cuando les muerde de veras; y en aquella ocasión le mordía de firme por lo visto, pues apenas hubo pasado lo más recio y estruendoso de aquel coreado palabreo, encarose con Casallena y le dijo:

-Venga ahora eso que iba usted a contarme cuando entró esta gentezuela.

Pero también esta vez se le atascó la historia en la garganta, y fue causa de ello la presencia de un nuevo personaje que se acercaba entonces a la mesa desde el fondo del café.

Mozo era también, como los otros cuatro; pálido, más que algo pálido; miope, afilado de faz y no muy medrado de cuerpo. Andaba con lentitud y sin hacer ruido con los pies. Llevaba entre los dientes una pipa de espuma, a medio culotar, y en la pipa un disforme tabaco con sortija; los brazos muy pegados al tronco, y las manos en los bolsillos del pantalón; el espinazo bastante encorvado, y el cuello muy erguido, por lo cual lo primero que se veía, y más chocaba en él, eran dos cosas: la cruz que formaba su puro descomedido encalabrinado en la pipa, con la línea horizontal de su fino bigote, y el centelleo de sus lentes, heridos de plano por la luz. Vestía y calzaba según los cánones más rigorosos de la moda reinante, y era limpio y atildado de pies a cabeza, en persona y en arreo. Los que sólo le conocían de verle en público tal como queda descrito, le tomaban por el prototipo del gomoso insubstancial y petulante, y abominaban de él. Después de tratado a fondo y de conocer sus gustos y su correa para conllevar impávido contrariedades y achaques que a otres hombres más fuertes los ponen a morir, se convenía en que era mozo de raro temple; cuando estos datos se sumaban con su estilo descarnado y lacónico y con ciertas y bien comprobadas genialidades, resultaba un carácter, cosa que no abunda en los tiempos que corren, y menos en los mozos que se usan; y, por último, después de añadir a esta ya respetable suma la cuenta que daba de lo que había visto, y sentido y observado en sus largos y extraños viajes, llegaba a confesar el más duro de convencerse, que en aquel cuerpo endeble había también un alma de artista. Y no quedaba otro remedio que estimarle muy de veras y añadirle a la suma de los pocos que, a su edad, son dignos de que les estrechen la mano los no muchos hombres ya maduros que no se corrigen del pecado de creer y proclamar que hay trabajos y aficiones que, aunque producen menos, ennoblecen mucho más que el trabajo y el instinto del buey; sin que esto quiera decir que los trabajos de esta índole no sean útiles y honrosos, cuando son limpios. Pero ya que tanto se ha ensalzado a la hormiga, justo es que alguien se atreva, de vez en cuando, a declarar lo que tiene de bueno la pobre cigarra.

Llegó el joven a la mesa; saludó en pocas palabras y con suma cortesía; fue muy cariñosarnente recibido; sentose sin hacer ruido al lado del señor de las barbas grises y la cara hosca, que se la puso bien risueña, por cierto; quitose de la boca la pipa para frotarla un ratito con su pañuelo y pedir al camarero, que se le acercó, una bebida helada; volvió a pulso la pipa a su boca, y se dispuso a oír en absoluto mutismo y con estoica tranquilidad, lo que en aquel concurso se debatiera o se murmurara.

No se sabe a ciencia cierta si Casallena después de saludar a su amigo, estuvo dispuesto a cumplir su compromiso empeñado con el señor de enfrente: lo que no tiene duda es que este señor, apenas vio que ahumaba ya la pipa del joven recién venido, se encaró con Casallena otra vez, y le dijo, rebosando la impaciencia en sus palabras:

-Vamos, continúe usted ahora, o, mejor dicho: comience usted con mil demonios. ¿Qué es lo que le pasa «de una temporadita acá», a la chica mayor de?...

Indudablemente estaba de malas aquel asunto tan apetecido por la curiosidad del interpelante, porque ni siquiera le fue dado a éste terminar su interpelación. Impidióselo en su amigo y coetáneo que se plantificó de golpe y porrazo, como llovido de las nubes, delante de la mesa por el lado de la calle. El cual amigo, aunque de aire decente, no era alto ni muy derecho, ni elegante en el sentido que dan a esta palabra los fieles vasallos de la moda: en su ropaje, aunque de buena calidad, había abusos de tijera por resabios y manías de otros tiempos. Su cara, de buen color, era aguileña, su gesto habitual, de pimienta con vinagre; el corvo pico de su nariz le partía en dos porciones iguales el entrecano bigote, y le caían hacia los hombros, enrarecidas y lacias, unas patillas grises que habían sido en otra edad tupidas, negras y lustrosas. Estaba en muy buenas carnes, y eran contadas las personas que, al llamarle, anteponían el don a su nombre de pila, Fabio. Para todo el mundo era Fabio López; y nada más puesto en razón tratándose de un hombre como él, que era un talego de cosas, sempiterno mozo disponible, y con un espíritu, cuando estaba de buenas, juvenil y brioso como en los tiempos primaverales de sus campañas universitarias.

Llegando, pues, este sujeto como él llegaba de ordinario a aquel sitio y otros tales, hablando a voces y encajando en cada frase media docena de interjecciones crudas, entre mordisco y chupada a su cigarro sempiterno y de los peores, increpó de este modo a los cinco mozos de la tertulia, casi al mismo tiempo que arrancaba con los dientes el tercio superior de su tabaco, que parecía un hisopo:

-¿Qué canastos hacéis aquí vosotros, pollos invernizos, mientras andan por ahí afuera esas mujeres tan guapas, muertas de necesidad? ¡Reconcho, qué morena! Cada día me parece mejor. Ahí arriba me he topado con ella. ¡Canastos, qué ojos tiene, y qué despachaderas en el gesto! Esas, esas son, reconcomio, lo que hay que apetecer: las que a mí me gustan; las bravías; que haya que cogerlas a lazo y sujetarlas con acial. ¿No es verdad, compañero? (su coetáneo). ¡Canastos, qué mujer esa!... Verdad que a usted ya le tienen estas cosas sin cuidado... ¡Si fuera usted un pobre huérfano desamparado como yo!... Y tú, Casallena de los demonios, ¿para cuándo guardas las coplas finas y el ponerte tristón y languiducho? De seguro, para lavar la cara a las cursis de Madrid, como las que iban con ellas... Con ellas he dicho, porque, canastos... ¡mira que la hermana, en su clase de rubia garapiñada!... Te digo que debe ser una pura guindilla... Hombre, tú, que eres médico, y a propósito de estos delicados particulares, ¿cómo me explicas ese fenómeno... fisiológico?... ¿Cómo de un padre tan feo y tan bruto, pueden resultar dos hijas tan guapas? ¡Canastos, qué morena!... Córrete un poco allá, Picolomini, mal jurista, que hoy necesito yo mucho espacio y mucho viento... y mucha fragancia marina, como decís los poetas de regadío; muchas sales de... ¿de qué, Casallena? Porque resulta ahora que las aguas del mar abundan en sales de... en fin, de esas que vienen a respirar los escrofulosos de Zamarramala, engañados por los de tu oficio. Pues de esas sales necesito yo también ahora, o del aire que las trae, que no es lo mismo; y además... ¡Casaa!... ¡Así llaman los de Becerril al mozo del café!... ¡Concho, qué brutos!... Tráete un vaso de agua con azucarillo; y por si acaso está muy fría, tráete también la botella de coñac para echarla unas gotas. Pues sí, señor: la trigueñita esa, es cosa de verse de cerca. ¿Usted, compañero, ya ha tomado su uvita para amortiguar las neuralgias? ¡Canastos! en otros tiempos se curaba usted las murrias que le partían, con canutillos a pasto... ¡Eso sí! arrojando siempre la punta de ellos, con cara de asco, como si los tragara a la fuerza, cuando lo hacía porque no llegaba la crema hasta allí. ¡La hipocresía de la gula!... por la falta de creencias. Ahora, todo lo malo que se hace es por la falta de creencias. ¡Canastos con la falta de creencias! Ya estoy yo de esas faltas hasta la coronilla... Para eso, el pobre Casallena no se ha tomado, contando por los indicios visibles y los antecedentes que se le conocen, más que un chocolate con media arroba de tostadas fritas, dos platillos de pasteles y una copa de Jerez. ¡Ángel de Dios!... Pero, hombre, éste siquiera tiene la franqueza de su voracidad: se come hasta las migajas, y lame las paredes del pocillo. Lo peor es que, para lo que te luce... Y ¿dónde habéis dejado al gomoso de mi otro sobrino? ese sportman platónico, quiero decir, sin caballo ni esperanzas de tenerle... casi lo propio que el amigo que le ha pegado esos vicios y no tiene más cabalgadura que una pollina casera. En octubre la manda a estudiar a los montes de su lugar, y en junio se la traen pelechando. Pues apuesto una desazón a que ese sobrino mío está esperando en casa el perfumado billete de la última condesa de Madrid que se ha prendado de él, sólo con verle pasar por enfrente de sus balcones. ¡Canastos con los tenorios anodinos que se gastan ahora!... Por supuesto, también por la falta de creencias... ¡todo por la falta de creencias!... Pues volviendo a la rubia, quiero decir, a la otra, porque yo prefiero, pero con mucho, ¡con muchísimo! a la morena... ¿qué demonios me han contado a mí de esa real moza, ahora que me acuerdo? Pues yo algo sé... por supuesto, de lo limpio... Y después de todo, a mí ¿qué canastos me importa? Agua que no has de beber... Pero conste que su padre no se la merece, ¿no es verdad, muchachos?... Ni tampoco ninguno de vosotros, con franqueza, aunque la modestia o la necesidad os haga crear cosa muy distinta... Esa mujer debió haber nacido en mis tiempos, cuando los elegantes no andábamos, como los de hoy, en babuchas y de corto y apretado por la calle, como niños zangolotinos... ¡Reconcho, qué raza y qué modas!...

Y así sucesivamente: los amigos del preopinante escuchaban a veces riéndose, y a veces temblando de miedo, a que entre aquel encadenamiento de ocurrencias fulminantes, expelidas a voces, estallara a lo mejor una claridad que resonara demasiado en los ámbitos del café, que iba colmándose poco a poco de concurrentes; pero no pudieron meter baza por ningún resquicio del monólogo. El alud los arrollaba siempre, hasta que entrando en escena nuevos contertulios, este pintor, aquel periodista, el otro estudiante y el recomendado de más allá, la tormenta fue calmándose, y se encauzó la murmuración, haciéndose más extensa.

En esto se andaba, citando se plantó delante de todos, en la acera inmediata, el mismísima señor de los Brezales, como él se firmaba, o Brezales a secas, como le llamaba todo el mundo. Ya se ha dicho de este sujeto que era el tipo de la vulgaridad enriquecida; y aquí se confirma el aserto, con la añadidura de que era así, no sólo en conjunto, sino en cada uno de sus pormenores físicos y morales: vulgar de pelo, y de orejas, y de pies, y de bigotes, y de espaldas, y de ojos, y de ropa... vulgar, en fin, hasta en la manera de atreverse a ser chancero y gracioso, o solemne y profundo, según los casos, entre gentes de poco más o menos, con la osadía que da a los hombres de escaso meollo la posesión del dinero atropado con la escobilla del atril. Gentes de poco más o menos eran para él las de la mesa; y por serlo, se anunció a ellas con el registro chancero en esta forma:

-¿A quién se despelleja hoy aquí, señores del plumeo?

-Precisamente a usted y a toda su casta, -respondió López con la velocidad y la fuerza del rayo.

El señor de los Brezales soltó una carcajada. Pura broma, para corresponder a la del otro. Porque toda aprensión podía entrar en su cabeza, menos la de que fuera, en ningún caso, materia despellejable un hombre tan rico y tan serio como él, y que, además, se carteaba íntimamente con un «estadista» de los más sonados.

-¡Ah, pícaros, beneméritos de una cárcel! -añadió a la carcajada.

-En cambio -replicó el implacable López,- a otros, con menos títulos, los creerá usted merecedores de la patria... y así va el mundo chapucero...

-¡Oh, qué buenas cosas tiene este don Fabio! -dijo brezales volviendo a reírse, pero sin caer en la cuenta de que merecedor no significaba lo mismo que benemérito; y luego, cambiando de tono y de actitud, prosiguió:- Vamos a ver, caballeritos: yo ando reclutando gente, y a eso he venido aquí.

-Y ¿para qué es la recluta? -le preguntaron.

-Para la junta de ahora mismo -respondió.- ¡Pues me gusta la ocurrencia! ¿No han visto ustedes la convocatoria en El Océano de esta mañana?

Nadie de los presentes se había enterado de ella.

-¡Ésta es más gorda! -añadió Brezales verdaderamente asombrado.- Son ustedes, si mis noticias no fallan, los que escriben ese papel, y ahora resulta que no saben lo que en él se dice. ¡Así anda ello!

-Pero ¿de qué junta se trata, mi señor don Roque? -preguntó Casallena con su voz suave y acompasada.

-De una extraordinaria -respondió solemnizándose un poquito el interpelado,- que va a celebrar dentro de media hora la Alianza Mercantil e Industrial...

-Para el fomento -interrumpió Casallena,- y desarrollo de los intereses locales... Ya recuerdo el título.

-Y de la cría caballar -añadió Fabio López a media voz; y luego volviéndose a Brezales y soltándola toda, le preguntó:- Y ¿qué tenemos nosotros que ver con eso?

-Por si lo tienen me he acercado aquí -respondió el buen hombre.- ¿Ninguno de ustedes es socio?

-¿Qué canastos hemos de ser? -exclamó el otro.- Esa sociedad es de hombres de mucho pelo, y ésta que usted ve aquí es gente de escasa pluma.

-Pues es de lamentar -dijo Brezales,- porque convendría que los que redaztan papeles concurrieran allá para pintar las cosas tal y como son en sí, y no salirnos luego con un sinfundio por fiarse demasiado del relate de otro.

-Pero ¿tan importante va a ser lo que allí se ventile? -le preguntaron.

-¡Importantísimo! -respondió Brezales acabando de solemnizarse y de erguirse.- ¡Muy importante! Se van a presentar a la discusión de la Junta tres proyectos maníficos. Los conozco bien, porque se me han consultado repetidas veces. He tenido ese honor.

-¿Y de quién son, si puede saberse? -preguntó el coetáneo de Fabio López.

-¿Pues de quién han de ser, canastos? -exclamó éste, revolviéndose mucho sobre la banqueta:- de Joaquinito Rodajas. Apostaría las narices.

-Pues se quedaría usted sin ellas -replicó el candoroso Brezales,- porque los proyectos no son de ese caballero, a quien no tengo el gusto de conocer, sino de otro que, por cierto, no es estimado aquí en todo lo que vale... porque somos así; pero que vale mucho, ¡muchísimo! ¡Oh, qué gran muchacho! Jamás le pagará la población la mitad de lo que le debe.

-¿Y no se puede saber quién es esa segunda Providencia que nos ha caído de lo alto? -preguntó el de los lentes de oro y la cara hosca.

-Joaquinito Rodajas, hombre: ya se lo tengo dicho, -respondió su coetáneo, poniéndose hasta de mal humor.

-Y yo vuelvo a repetir -dijo midiendo las sílabas el sencillote Brezales,- que padece usted una equivocación, señor don Fabio. No son de ese los proyectos; y en penitencia de la terquedad de usted y del poco aprecio que hacen todos ustedes de estas cosas tan interesantes para el fomento y desarrollo de los intereses locales, ni les digo ahora a qué se confieren los proyectos, ni el nombre de su autor. Cuanto más, que mañana se sabrá todo por los papeles públicos. Y con esto me voy, porque ya irá a empezar aquello, y hay que dar ejemplo de puntualidad... Si por caso ven ustedes algún socio de La Alianza, háganme el favor de arrearle para allá de mi parte... Con la tonía y la pachorra de estas gentes, no se puede atar con arte cosa que valga dos cominos. Adiós, señores.

Y se fue, y le cortaron un nuevo sayo los de la mesa; y como ya comenzaban los sirvientes a encender los mecheros de1café, señal de que también estarían encendiéndose las luminarias del ferial, espectáculo que no perdía nunca el amigo y coetáneo del hombre de la cara hosca, y a éste le iba pareciendo demasiado fresco el ambiente que se colaba por la puerta abierta, marcháronse también los dos antiguos camaradas, apretándose el uno los ijares de vez en cuando, y taciturno y avinagrado el otro, indefectible término y paradero inmediato de las mayores alegrías de aquel singular temperamento.




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- III -

A claustro pleno


Como en la escalera no había otra luz que la del mechero de la meseta del segundo piso, donde estaba el domicilio de La Alianza Mercantil e Industrial, para, etc., etc., el acaudalado Brezales tuvo que subir a tientas y con tropezones los primeros tramos, bisuntos, desnivelados y estrechos, y acometer después, con las manos por delante, los retorcidos corredores de la casa, porque de la luz del mechero, aunque estaba abierta de par en par la puerta de ingreso, no alcanzaba al interior más claridad que la estrictamente necesaria para que viera el entrante lo denso de las tinieblas en que se zambullía. Envuelto ya en ellas don Roque, comenzó por arrimar su abrigo de verano a la pared, creyendo que le colgaba de la percha, que debía de estar por allí, sobre poco más o menos; y guiándose después por el rumor de las conversaciones de los consocios que se le habían anticipado, pudo llegar al salón que buscaba, sin detrimento grave de su respetable persona.

El tal salón era relativamente espacioso y estaba empapelado de obscuro, por lo que no alcanzaban a ponerle a media luz las de seis medias velucas que se quemaban en dos candeleros de zinc bronceados, que había sobre la mesa presidencial, de modesto cabretón en blanco, con tapete verde, y en dos palomillas de hojalata, contiguas a las jambas de la puerta. La mesa de cabretón, tres sillas adjuntas a ella y como cuatro docenas más arrimadas a las paredes, componían el pobre, pero honrado ajuar de aquella estancia y de la casa entera, alquilada por lo más granado y pudiente del comercio y de la industria, etc... de aquel rico pueblo, para tratar, con el necesario reposo y la debida comodidad, los asuntos enderezados al «fomento y desarrollo de los intereses locales.» Cuando se constituyó la sociedad, el presidente (cuya elección fue una verdadera batalla, porque las falanges de Brezales, que le disputaba el campo, lucharon como leones), que era hombre de buen gusto, y otra docéna de «despilfarrados» como él, trataron de vestir y de alumbrar el local con cierta decencia, que, cuando menos, le hiciera algo llamativo, ya que no resultara, ni con mucho, en consonancia con el esplendor de sus altos destinos. Pero se presentó en la primera junta general un voto de censura fulminante contra los atrevidos, alegando los proponentes, entre otras cosas, que allí no se iba a hacer vida muelle y regalona a expensas de nadie, sino a trabajar y a desvelarse por el bien de todos; por el «fomento y desarrollo de los intereses locales;» que todos estos trabajos y desvelos estaban reñidos con los perfiles del lujo, sin contar con que el comercio, el verdadero comercio, el comercio de los sudores y de los honrados afanes, era de suyo modesto, sencillo y, si bien se miraba, hasta un poco desaliñado y grasiento; que, después de todo, ¿qué más daba una banqueta de pino desnudo, que un sillón de terciopelo; una araña de treinta luces, que un candil de cocina? ¿Tenían algo que ver estas chapucerías de damisela con los importantes asuntos que iban a ventilarse en la casa de La Alianza Mercantil e Industrial, para el fomento y desarrollo de los intereses locales? Vela más, colgajo menos, ¿daban ni quitaban razones en los debates que pudieran promoverse allí? Hubo entre los agredidos de este modo quien se atrevió a replicar humildemente (en vista de que estaba con los suyos, para aquellos y otros análogos particulares, en una insignificante minoría), que bien que el cogollo y nata de los acaudalados de la famosa plaza mercantil se sentara, para celebrar sus juntas más importantes, en banquetas de pino, o en el suelo y hasta en cueros vivos, como los guerreros de Campolicán, si esto les parecía más cómodo y más barato, y hasta les engordaba; pero en cuanto al alumbrado, ¿por qué no había de aumentarse, siquiera con una libra de bujías, cuando las juntas se celebraran de noche, para no entrar a tientas por los pasillos y poder verse las caras los socios en el salón? Así como así, con el aumento de bujías y todo, no llegaría la cuota mensual de cada socio a media peseta. Faltó poco para que se le zamparan por el atrevimiento los protestantes, cuyo leader era Brezales, no por roñoso, sino por haber sido derrotado por ellos en la elección de presidente. Y como, además de esto, se había presentado ya otra proposición, que tenía muchos partidarios en la sociedad, solicitando que ésta se trasladase a un local que los firmantes habían hallado en un barrio más modesto, y que sólo rentaba cinco reales y cuartillo, importando muy poco, al lado de esta gran ventaja, las dos tabernas contiguas al portal, y la pobreza mal oliente de los vecinos de la escalera, los de la minoría, por no perderlo todo, transigieron en lo del alumbrado, y así seguían las cosas.

Se cuentan aquí todos estos pormenores, que a algún suspicaz pudieran sonarle a pujos de meterse de mala manera en la hacienda del excusado, o cuando menos a voto de censura a los araucanos de aquella mayoría, pura y simplemente porque no se dude de la veracidad del historiador, al describir, como se ha descrito, la desnudez y las tinieblas de aquellos ámbitos, tan ilustres por sus destinos. Se sabe ya, pues, por qué no había más luz ni mejores muebles en el local de La Alianza Mercantil e Industrial, etc., etc., y queda a salvo de la tacha de inverosímil, entre las gentes «despilfarradoras,» la pintura que se hizo de aquel cuadro. Y adelante ahora con el cuento, es decir, con la historia.

Cuando entró Brezales en la sala, aún no había comenzado la sesión, y los concurrentes, de pie y fumando los más de ellos, departían en corrillos sobre el triple objeto de la convocatoria, o sobre la importancia o impertinencia de cada uno de los tres proyectos; o bostezaban de fastidio, según las circunstancias y los genios; pero sobre todos los rumores del salón, descollaba la voz del proyectista, rebozada, digámoslo así, en el continuo y desacorde crepitar de los papeles que manoseaba y revolvía hacia un lado y hacia otro, hacia arriba y hacia abajo, golpeando sobre ellos a lo mejor y metiéndose los al más frío por los ojos. Tras el hechizo de aquella voz se fue el bueno de Brezales, paso a paso y de puntillas, con las manos cruzadas sobre los riñones, la cabeza un poco vuelta y el oído en acecho. Llego así al grupo, conteniendo hasta la respiración y haciendo señas con un dedo sobre los labios para que no se diera nadie por entendido de su llegada; se colocó detrás del sustentante, bajando mucho la cabeza y retorciendo un poco más el pescuezo para recoger, con el único oído que de algo le servía, hasta las migajas de aquel sabroso palabreo; y cuando el hombre que se desmedraba por el bien de sus ingratos convecinos puso fin al razonamiento que tenía entre dientes a la llegada de Brezales, éste, conmovido de entusiasmo, le abrazó por la espalda, exclamando al propio tiempo:

-¡Eso es hablar con substancia! ¡Eso es pensar con aplome! ¡Eso es hacer algo por el verdadero progreso de la localidad! Señores -añadió dirigiéndose a todos los del grupo,- hay que votar eso y que apoyarlo... hay que echar hasta los hígados para que se realice, y para ello cuenten ustedes con lo que soy, con lo que tengo y con lo que valgo.

El de los proyectos se volvió hacia Brezales, de cuya presencia no se había percatado hasta entonces; y tras una mirada de alto abajo, que, bien leída, significaba «eso es lo menos que yo sé discurrir cuando me pongo a ello,» y respondió en voz melosa y con disfraces de tímida.

-Gracias, señor don Roque; pero verá usted cómo no pasa ninguno de los proyectos, como sucede con todo lo verdaderamente serio y útil que se presenta aquí. A mí, personalmente, poco me importa, porque confío en que no ha de faltar en el día de mañana quien haga justicia a mis desinteresados desvelos; pero lo siento por este pueblo que os vio nacer, en cuyo daño vienen a parar todas esas... miserias, por no decir otra cosa.

-¡Envidias! dígalo usted, y muy alto, porque es la verdad -exclamó Brezales, decidido ya a todo por obra de sus entusiasmos.- Envidia, envidia y no más que envidia.

-Eso -dijo humildemente el otro,- a Dios que los juzgue; pero bien pudiera ser.

En esto se oyó, hacia la única mesa que había allí, el repiqueteo de una campanilla clueca, señal de que iba a comenzarse la sesión. Los concurrentes, sin dejar de fumar los que fumando estaban, fueron arrimándose a las paredes del local, descubriéndose poco a poco y sentándose en las sillas. Ocuparon las suyas detrás de la mesa el presidente y dos individuos de la junta directiva; y después de los trámites de reglamento, aquel señor, de buena traza por cierto, con palabra bastante fácil y no mal estilo, dio cuenta del objeto de la reunión. Hecho esto, dijo:

-El señor don Sancho Vargas tiene la palabra.

El aludido por el presidente era el hombre de los tres proyectos. Ocupaba una de las sillas arrimadas a la pared frontera a la mesa. Le hería de lleno la extenuada luz de uno de los cabos de la puerta, y se le distinguía bastante bien a tres o cuatro pasos de distancia. No había nada más visto que él en la población, y quizás consistiera en eso el poco relieve que daba su persona en el flujo y reflujo, en el ir y venir del público semoviente. No chocaba por alto ni por bajo, por flaco ni por gordo, por guapo ni por feo; lo mismo decía su cara afeitada al rape, que con barbas; igual le sentaba el vestido flojo y descuidado, que el traje de media etiqueta, y tanto daba suponerle una edad de cuarenta años, como de sesenta y cinco. Las dos caían bien en su físico adocenado e insignificante. No era nativo de aquella ciudad, a la cual, siendo él muchacho aún, se había trasladado su padre desde otra relativamente cercana y donde la suerte no se le mostraba muy propicia en sus especulaciones mercantiles. Mientras fue mozuelo, no se le conocieron otras aficiones que el atril del escritorio, el fisgoneo de las vidas ajenas y la compañía de los «señores mayores.» Muerto su padre, continuó él, su heredero único, los negocios de la casa, ni muchos ni muy lucidos. Esto acabó de afirmar allí su reputación de juicioso y serio; y como hablaba en juntas, comisiones y corrillos formales, y ponía comunicados en el «órgano de la plaza» sobre el ramo de policía y capítulos del arancel de Aduanas, y nunca se sonreía, y además desdeñaba el trato de los hombres algo mundanos, artistas, poetas y demás «gente perdida» de la sociedad, ciertos señores del comercio le admiraron, y aun le juraron por listo y por capaz de todo lo imaginable... Y como la espuma desde entonces.

Alzose el tal de la silla, con el rollo de sus papeles entre manos, y comenzó a hablar en estos términos, palabra más o menos, con voz lenta, algo flauteada y temblorosa, como la de aquel que tira del hilo de su estudiado discurso con miedo de que se rompa o se le trabe a lo mejor:

-Señores: me levanto con el temor y la cortedad que son propios de las personas humildes como yo, cuando, después de concebir grandes, colosales proyectos, se creen en el deber patriótico de exponerlos ante un concurso tan ilustrado como el que en este momento me presta su atención. («¡Bravo!» en varias Partes de la sala.) Además de estos motivos, hay otros particularísimos a mi humilde persona, que me hacen confiar muy poco en el buen éxito de mis tres últimos proyectos; y digo últimos, porque, amén de los ya bien conocidos de todo el mundo, tengo otros, igualmente vastos y transcendentales, que no conoce nadie más que el modesto ciudadano que tiene el honor de dirigiros la palabra en este instante, y que de día y de noche, robando las horas al sueño y al descanso corporal, se sacrifica al bienestar de sus semejantes y al engrandecimiento de la ciudad que casi le vio nacer. (¡Ah! ¡Oh! ¡Mucho! ¡Mucho!) ¡Gracias, señores míos; gracias por los alientos que me infundís con esas muestras de cariño a mi humilde persona! Y ya que se toca este punto, entiendo yo, señores, que estoy en el deber de dejarle bien ventilado antes de pasar más adelante en mi discurso. Sí, señores, yo me desvelo, yo me desmejoro, yo me desvivo por hacer algo, por crear algo, que no se ha hecho aquí todavía, porque quizás no se ha sabido hacer, o no ha habido hombres con bastantes agallas para intentarlo. Yo con la pluma, yo con la palabra, yo con mi prestigio (que alguno tengo aquí y fuera de aquí; aunque me esté mal el decirlo), he trabajado, vengo trabajando, como todos sabéis, de muchos años a esta parte, en todos los ramos de los intereses materiales: desde la policía urbana, hasta lo que vais a tener el honor de conocer dentro de unos instantes; y todo por la prosperidad y engrandecimiento del pueblo que os vio nacer; y debo decirlo muy alto: me envanezco de verme poseído de este sentimiento patriótico; de ser tan patriota como el primero... ¡más patriota que ninguno de mis convecinos, por muy patriotas que sean! («¡Bravo, bravo!» en los sitios de costumbre.) Pues bien, señores, así y todo, yo tengo enemigos, y de muy varias calidades: hay quien pone tachas a mis concepciones, y más de dos sabiondos que llaman de zapatero a mi estilo. Así, señores, ¡de zapatero! Claro está, señores, que yo desprecio estas miserias, porque estoy a inmensa altura comparado con toda esa cáfila de charlatanes envidiosos. («¡Por ahí, por ahí!» en las sillas de siempre.) Sí, señores, ¡de envidiosos! ¡La envidia! Ésta es la rémora en este desdichado pueblo que casi me vio nacer (¡Bravo, bravo!), donde jamás habrá armonía entre los elementos pudientes, ni se llevará a cabo mejora que valga dos cominos, porque a los hombres de genio se les ahoga; y basta que una cosa la proponga Juan, para que la combata Pedro, su envidioso enemigo, por buena y útil que ella sea...

Al llegar a esta palabra el orador, le atajó el presidente con un recio matraqueo de la campanilla acatarrada.

-Estoy a las órdenes de Su Señoría, -dijo enfáticamente el atajado, soñando, quizás, en sus modestas alucinaciones, que en aquellos instantes estaba trabajando por el bien de la nación entera en los escaños del Parlamento, a la faz de la Europa, que le decretaba retratos de cuerpo entero en las cajas de cerillas.

-Déjese usted, señor Vargas -contestole el presidente, con una suavidad que cortaba un pelo en el aire,- de pomposos tratamientos que no corresponden a la humilde categoría del puesto que aquí ocupo, y tenga la bondad de considerar que todo eso que usted nos cuenta está fuera de su lugar en esta ocasión y en este sitio, ademán de ser muy grave.

-¿Muy grave? -exclamó el de los tres proyectos, con fingida pesadumbre, porque se relamía de gusto interiormente al caer en la cuenta de que, sin pretenderlo, había revuelto un poquitín de cisco, a modo de incidente parlamentario.

-Muy grave, sí -insistió el presidente,- y muy fuera de sazón, como se lo voy a demostrar a usted.

Y se lo demostró en muy sencillos razonamientos. Sancho Vargas, como todos los humildes de su calaña, tenía por enemigos y por envidiosos a cuantos discrepaban de sus rotundos pareceres en lo más mínimo, y no acataban sus proyectos como a las palabras del Espíritu Santo, cuya sublime autoridad no había alcanzado todavía él. Siendo esto notorio, como igualmente lo era que a sus instancias estaba reunida allí la Sociedad para discutir la importancia de los proyectos que él sometía a su juicio y a su dictamen, o sobraba la reunión, o estaban de más las palabras duras con que el proyectista castigaba de antemano a los que pusieran tachas a sus obras.

-Por lo demás -añadió el presidente,- ¡dichoso usted, que tiene enemigos que le envidien! Para mí los quisiera yo; porque, o no entiendo jota en achaques de la vida, o sólo es envidiable y envidiado lo que descuella sobre la masa anónima del vulgo. En ningún tonto se ceba jamás la envidia.

Aquí se clavó el de los tres proyectos, tomando por donde más le halagaba la sutil ironía del presidente; y no fue poca fortuna para todos, porque con los razonamientos anteriores, que le escocían como un vapuleo, iba hinchándose de «noble indignación» el vapuleado; sus partidarios se retorcían en sus asientos, y a don Roque se le encrespaban los pelos grises: señales todas de una borrasca que, por poco que durara, había de durar más que la luz de las seis velucas, que se corrían como unas condenadas y se anegaban en lagrimones como rosarios de almendras.

En fin, que tras del obligado tiroteo de explicaciones, y protestas, y salvedades entre el orador y el presidente; dos intentonas malogradas de don Roque de arenga fogosa a sus partidarios para que, «como un solo hombre,» empujaran avante en la Sociedad los grandiosos y salvadores proyectos de aquel perínclito ciudadano (paráclito dijo él), que de su cuenta quedaba después sacarlos triunfantes arriba con la fuerza de sus influjos, bien conocidos de todos; una ligera escaramuza, nacida de estos malogros, entre Butibambas y Muzibarrenas, por asomos de los nunca fenecidos resabios de prepotencia tradicional entre las dos dinastías, y vuelto a lanzar el quos ego por el presidente para calmar el agitado oleaje de aquel mar insulso, desenfundó el hombre de los tres proyectos los papelotes del primero, y comenzó a dar cuenta de él. Decía el rótulo:

Medios de mejorar las condiciones higiénicas, económicas y morales de la masa obrera de esta capital.

Después iba un preámbulo enorme, en que se discurría larga y perezosamente, hasta con citas en latín de Breviario, sobre la reciprocidad de deberes entre los pobres y los ricos; causas con causas, efectos mediatos e inmediatos de las crisis mercantiles del mundo conocido, y, por consecuencia, de las actuales penurias «del proletariado trabajador;» y por fin y remate se exponía el modo razonado, «en el humilde concepto» del razonador, de redimir al obrero de aquella localidad de las dos tiranías más insoportables y perniciosas: la tiranía del propietario, y «la del aire putrefacto o corrompido.» Para conseguir este gran triunfo, se fabricaría un barrio de obreros, al tenor de lo marcado en los croquis que acompañaban a la Memoria, en el extenso campo baldío «radicante» al extremo Oeste de la población. Las casas serían anchas y bajas, aisladas unas de otras, con su jardincito delante y su huertecito atrás; su comedor con estufa para el invierno, y una terraza al saliente para jugar las criaturas y tomar el fresco toda la familia en las noches de verano; amplia y bien soleada cocina, con servicio de agua a caño libre... y por el estilo lo restante.

-Y ¿cuántas casas de esas entran en el proyecto? -preguntó un socio impaciente, no se sabe si con recta o torcida intención.

-Todas las que se necesiten, -contestó con altivez el sustentante.

-Vamos -replicó con suma humildad el otro,- a razón de una por cada obrero que se presente. ¡Pues casas son! Y suponiendo que haya terreno bastante para construir esa nueva ciudad, ¿de dónde ha de salir lo que cuesta tan grande obra?

-De donde lo haya, y sin meter mano en las arcas de usted -respondió muy amoscado Sancho Vargas,- como hubiera usted visto inmediatamente sin necesidad de preguntármelo. ¡Bueno estaría, señores, mi proyecto, si, por aliviar las cargas de esa benemérita clase menesterosa, arrojara yo otra tan pesada sobre los hombros de los pudientes! ¡No, señores, no acabo de caerme de un nido! («¡Bravo!» en algunas sillas. Don Roque guarda la frase feliz en su memoria, para utilizarla en la primera ocasión que se le presente.) Se cuenta con que el Ayuntamiento, disponiendo de lo que es suyo, ceda el terreno gratis, y con que el Gobierno de la nación dé el dinero necesario para las obras. (Rumores de varias clases en todas las filas del salón. El presidente se rasca suavemente la cabeza con un dedo encorvado, y dice algunas palabras al vocal de su derecha, que cierra los ojos, y, a su vez, se rasca la barba con otro dedo, encorvado, también.)

-¿Tendría la bondad de decirnos el señor don Sancho -preguntó un socio muy cortés de la minoría,- si se ha de pagar algo por vivir en esas casas?

-¡Buen nabo arrancaría el pobre obrero con el regalo que tratamos de hacerle -respondió con olímpico desdén el sustentante,- si tuviera que pagarle en alquileres! Para no salir de tiranos, ¿a qué redimirle del casero, que le esquilma hoy?

-Entiendo yo, señores -dijo a esto un concurrente que era dueño de unas cuantas viviendas de gente pobre,- que no son mayormente... ¿cómo lo diré?... correctas, ciertas expresiones que el señor de Vargas ha dedicado a los dueños de casas de poco precio; y entiendo, además, que, como no se las ha dado hechas y de balde el Gobierno, a ninguna ley de arriba ni de abajo faltan cobrando, tarde y mal, la miseria que les paga el pobre que quiere vivir en ellas.

-¡Oh, mi señor don Celedonio! Yo le juro a Su Señoría, quiero decir, a usted, con la mano puesta sobre mi honrado corazón -exclamó entonces el orador balanceándose mucho de medio arriba, de puro sumiso y complaciente, pero al mismo tiempo asombrado del poder de su palabra revoltosa y del arte que le había infundido el cielo para brillar «en su día» entre los adalides más famosos de «los Cuerpos Colegisladores;»- yo le juro, repito, que no he tenido la menor intención de ofender a la honrada y benemérita clase de propietarios y contribuyentes por lo urbano. Si alguno ha entendido de otro modo esas palabras, pronunciadas en el calor de la improvisación, y no se cree satisfecho con esta declaración de un hombre que no miente jamás, yo las retiro desde luego. («¡Bravo! ¡muy bien!» en las sillas de siempre.)

-Corriente, y a otra cosa -replicó el llamado don Celedonio;- y ya que estoy en el uso de la palabra, tenga la bondad de decirnos el señor don Sancho quién va a pagar a los inquilinos de esas casas en proyecto el agua a caño libre que ha de haber en ellas, y de dónde ha de salir el dinero para reparaciones y demás.

-Voy a satisfacer la curiosidad de usted -respondió el interpelado,- porque aquí consta ese considerable pormenor, como todos los que atañen al proyecto; y a su tiempo los hubiera conocido la Sociedad, si las impaciencias de algunos no me hubieran obligado a cambiar de método en la exposición del plan entero. Esos dos importantes renglones a que usted se refiere, se cubrirán, con sobras, según el irrebatible cálculo que consta en la Memoria que quedará sobre la mesa, por medio de un impuesto sobre varios artículos de lujo, y de otro, personal, sobre el pasaje trasatlántico que toque en este puerto en toda clase de embarcaciones. (¡Ah! ¡Oh!)

-Bien estará todo eso cuando usted lo ha hecho y lo cree realizable -díjole el don Celedonio, probablemente con la mejor intención, porque no era hombre de segundas;- pero entiendo yo que va a ocurrir una grave dificultad el día en que esa nueva ciudad esté concluida, porque el Ayuntamiento haya dado los terrenos, el Gobierno el capital, y el impuesto sobre indianos y otros artículos de lujo se haya dejado cobrar como una seda; y esa dificultad es, entiendo yo, la de que al hacer el reparto de las casas, la mitad de la clase pudiente se va a declarar masa obrera. Yo, desde luego, pido una de esas casas, más baratas y mejores que la mía, que no es del todo maleja. (Risas y Protestas en todo el salón.)

-¡Ah, señor don Celedonio, señor don Celedonio! -clamó entonces el proyectista, con arrastres hondísimos de su voz amargurada;- ¡que un hombre como usted, tan formal como usted, de la brillante posición de usted, tome a broma de mal gusto un asunto tan serio, tan elevado, tan transcendental; un proyecto que me ha costado a mí tantas horas de cavilar, tantas noches sin dormir, sin otra esperanza de galardón que el bien de una clase menesterosa, en este pueblo que casi me vio nacer! ¡Ah, señor don Celedonio, señor don Celedonio! ¿Qué dejamos entonces para esa gentezuela de poco más o menos, que me tiene a mí por simple y se mofa de mi estilo? (¡Bravo! ¡Mucho! ¡Admirable! ¡Intrigantes! ¡Envidiosos!) Ya lo oís, y yo no lo he dicho. Ya lo oye el señor presidente; y cuando el río suena... («¡Eso, eso! ¡Por ahí duele! ¡Duro, duro!» -Consta en documentos que don Roque Brezales gritó en aquel incidente ruidoso como un desesperado.)

El presidente, a todo esto, sacudía la campanilla a más y mejor, y se esforzaba por meter en su cauce aquel manso río que se había desbordado súbitamente; pero no logró su objeto sino a duras penas. Cuando consiguió hacerse oír, dijo al inconsciente revoltoso de los tres proyectos, recogiendo su alusión directa y personal:

-Nada de lo que aquí se ha gritado por sus amigos de usted, señor Vargas, me hace cambiar de opinión sobre lo que dicho le tengo acerca de los envidiosos que le persiguen; y todo lo mantengo ahora, porque dos cañonazos, o tres, o ciento, no alcanzan más que uno solo.

-No entiendo el símil, mayormente, -respondió algo atarugado y un si es no es jadeante el aludido.

-No es -replicó el presidente muy fino,- de absoluta necesidad que usted lo entienda, con tal de que haya entendido lo restante.

-Eso sí.

-Pues con ello basta y sobra: quédese aquí el incidente, y vamos al asunto; pero por derecho, porque el tiempo corre que vuela, y no hay más luz en toda la casa que la que está consumiéndose aquí. (Risas.) Es la pura verdad, y la digo porque sería una mala vergüenza para nosotros tener que levantar la sesión, o continuarla con cerillas por habernos quedado a oscuras.

Para evitarlo y llegar cuanto antes al nombramiento de la comisión que debía estudiar el proyecto y dar su informe sobre él, el presidente hizo un resumen de los puntos que abarcaba. Sancho Vargas le dio por bien hecho.

-Pido la palabra, -dijo entonces airadamente un socio de los que, siendo en la calle unos infelices, concurren a todas las juntas generales con cara feroz, y no despliegan los labios sino para residenciar a todo el mundo.

Concediósela el presidente, y dijo, de medio lado, con ceño adusto y con voz fiera:

-Según resulta de lo que acaba de oírse, el Ayuntamiento ha de dar de balde la inmensidad de terreno que ocuparán las innumerables, cómodas y lujosas habitaciones que han de regalarse a los obreros; el Estado, la millonada enorme para construirlas, y un impuesto sobre ciertos artículos de lujo y el pasaje trasatlántico, para conservarlas, con su caño libre, sus terrazas y sus jardines de recreo. No me meto a averiguar ahora si esto es cosa de sainete, o un proyecto digno de que le tome en consideración una Sociedad tan formal como la nuestra; pero antes de que pase a la comisión que ha de poner esas dudas en claro, pregunto yo al señor don Sancho Vargas: ¿con qué contribuye él, con qué contribuímos nosotros a ese vasto y costosísimo proyecto en que todo está pagado ya? ¿Qué pone él, qué ponemos de nuestra parte, para mover con el ejemplo las naturales resistencias del Gobierno y del Municipio? No tengo más que preguntar.

Mirole Vargas con desdén olímpico, y le respondió altanero:

-Yo pongo, nosotros ponemos lo único que me toca y nos toca poner: la iniciativa... el prestigio, la gestión poderosa. ¿Le parece a usted poco?

-Muy poco -respondió el arisco fiscal.Con todo ello junto, si lo saca usted a la plaza por garantía, no levanta un empréstito de tres pesetas. (Aprobación y protestas, según los grupos.)

-Pues demos de barato -replicó Sancho Vargas encrespándose de veras,- que todo eso sea verdad, y los que ponen tachas a mi proyecto tengan siquiera un asomo de razón: yo pregunto, yo pregunto, señores, porque puedo y debo preguntarlo; yo pregunto, yo les pregunto ahora mismo: ¿por qué habéis ensalzado, hasta las nubes otros proyectos semejantes, y elevado a sus autores a la categoría de los grandes genios y a la excelsitud de los semidioses? Y estos semidioses y estos grandes genios, ¿qué más pusieron de lo suyo en sus obras que lo que pongo yo de lo mío en las mías? Nada yo; nada ellos. Total, igual. Y, sin embargo, ellos por las altas cumbres entre voladores y bengalas, y yo por el polvo de los suelos, rechiflado y con coroza. (Rumores, acá de adhesión, y acullá de protestas.) ¿Hay quien lo duda? Pues falta razón para ello. ¿Queréis que os cite nombres? ¿que os determine casos?... ¿que os recuerde fechas?... (¡Sí, sí... ¡No, no! ¡Fuera! ¡fuera!... ¡Bravo, bravo!... ¡Basta, basta! ¡A otra cosa! ¡Sí, sí! ¡No, no!)

Otro arrechucho, otra batalla, y nuevos y mayores esfuerzos del presidente para poner paz entre aquellas embravecidas falanges, capitaneada la más fogosa de ellas por el pacífico Brezales, que aquella noche estaba dispuesto a armar camorra con el lucero del alba.

-Se procede al nombramiento de la comisión -grita el presidente cuando su voz pudo oírse en aquella baraúnda,- y se recomienda la brevedad.

El señor don Roque Brezales, como ya se ha indicado, contaba en la Sociedad con muchos adeptos cuando se ventilaban puntos como los de la libra de velas de marras; pero fuera de estos casos, siempre que se las había con las falanges del presidente, que eran las mejor vestidas y de más gramática, perdía la batalla; y eso le pasó aquella noche con motivo del nombramiento de la comisión de tres individuos, por más que se brindó a ser candidato él mismo para dar mayor prestigio a la cosa, y los apasionados del autor del proyecto hicieron prodigios de fortaleza. Toda la comisión salió de los otros.

Con la rescoldera de este trago en el cuerpo, se alzó nuevamente, después de reanudada la sesión, el heroico autor de los tres proyectos para dar cuenta del segundo. En el cual se trataba de una Indispensable y definitiva reforma del puerto de aquella ciudad.

-Pido la palabra, -dijo, al enterarse del caso, un concurrente gordo, grandote, muy planchado y extenso de pechera, bigotes erizados y ojos de paquidermo.

-¿Para qué la pide usted? -le preguntó el presidente.

-La pido -respondió el otro con un retintín muy singular,- porque de esos particulares tengo yo que hablar, ¡y mucho! (Risas y exclamaciones de un estilo nuevo allí aquella noche.)

Prometiole el presidente que hablaría cuanto quisiera, pero a su debido tiempo, y mandó continuar en su tema al sempiterno preopinante. El cual dio lectura a una larga disertación, con latines también, en que se intentaba demostrar que las reformas actuales, que tantos caudales costaban ya al erario público, eran deficientes y absurdas; que se había cortado con miedo la bahía, y que era de imprescindible necesidad, para la conservación del puerto, sacar toda la línea de muelles construidos y proyectados medio kilómetro más al Sur.

-¿Otra tajadita más? -exclamó un oyente.- Pelo a pelo, se quedan los hombres calvos.

-Esa es la opinión del vulgo, que no ve más allá de sus narices, -contestó con altivo desdén el de los proyectos.

-Gracias, señor narigudo -replicó el oyente, que era de los bien vestidos.- Pero eso mismo nos solían responder los sabios que se empeñaron en la actual reforma, calificada de absurda ahora por usted, cuando los chatos la llamábamos disparate.

-No es el caso el mismo -repuso el gran proyectista,- puesto que ustedes desaprobaban la reforma porque robaba mucha bahía, y yo la declaro absurda porque no roba todo lo que debe.

-Pues por mí -dijo el otro,- que la roben de punta a cabo; ¡para lo que queda ya de ella!...

-¡Ah, señores! -exclamó el sustentante, tomando aires de profeta gemebundo,- y ¡cuán lamentable es hablar de memoria en tan delicados particulares! ¡Cuán lastimoso el desconocimiento de determinados principios científicos! ¡Si los hubiérais estudiado como yo, robando el tiempo al dormir, por no quitársele a los deberes mercantiles que sobre mí pesan! ¡Si hubiérais conversado largamente con los hombres de la facultad, como he conversado yo, una, dos, diez, ciento y mil veces, en este pueblo y fuera de él con vigilias y dispendios cuantiosísimos, y no del peculio ajeno, sino a expensas del propio, con el más honrado, con el más patriótico, sí, señores, con el más patriótico desinterés! ¡Ah, señores: si supiérais vosotros, como yo sé, lo que son los hilos de corriente, y la ley maravillosa de las arenas en suspensión! ¡Si supiérais, repito, que es un hecho, comprobado por la ciencia, en sus cálculos de gabinete, que cuanto más angosto es un canal, mayor es el tiro de la corriente, y mayor la cantidad de sedimentos que se lleva consigo!

-¡Vaya si sabemos eso, aunque chatos, quiero decir, aunque legos! -saltó de pronto el mismo concurrente bien vestido.- Y aún sabemos algo más: sabemos, sin habernos costado grandes vigilias ni cuantiosos dispendios; en fin, lo que se llama de balde, que cuando la anchura del canal sea cero, no entrará en él un mal grano de arena... ni tampoco una gota de agua.

-Esa es una exageración de mal gusto, -replicó Vargas en tono despreciativo.

-Esto es -afirmó el otro, sin enfadarse,- un corolario de las perogrulladas científicas que tan caras le han costado a usted... aunque no tanto como al puerto.

El hombre gordo de bigotes erizados y ojos de paquidermo, que no cesaba de murmurar por lo bajo desde que había salido a relucir aquel asunto, pidió aquí la palabra; pero con tal interjección y de tal modo, que el presidente se apresuró a concedérsela, y lo hizo en estos términos:

-Diga usted lo que guste, señor Acémilas.

-Aceñas -rectificó el aludido, entre una explosión de risotadas del concurso.- Aceñas; Juan Aceñas, que no es lo mismo.

-Es cierto -añadió el presidente,- y usted me perdone, señor don Juan, la equivocación, que fue motivada por la semejanza de las dos palabras.

-Puede usted excusarse explicaciones -dijo Aceñas arrellenándose más a gusto en la silla,- y hasta quitarme el don, aunque me sobra din para llevarle, porque a mí me tienen sin cuidado lo mismo las pullas de arriba, que las risotadas de abajo; yo sé lo que soy, y sé lo que es cada uno de los demás aquí presentes, y a esto me atengo... Vamos, ¿no ha quedado sobrante un poco de risa para celebrar esta «animalada de Aceñas,» como se llama por ahí a todo lo que yo digo?... ¿No?... ¡Qué pobres hombres éstos, que ni siquiera saben reírse a punto y sazón! Señor presidente, yo empiezo por no levantarme para hablar, porque si las sillas no se han puesto aquí para comodidad de los que las pagamos, no sé yo para qué canastos se han puesto... Además, yo no entiendo de ese teatro que ahora se usa en estas reuniones, como si fuéramos a hacer leyes para la nación..¡Comedias! (Redobles de campanilla y advertencias del presidente.) Voy allá de contado; pero que conste lo dicho. Todo lo que aquí se ha manifestado, principalmente en lo que toca a reformas del puerto, en una sarta de disparates.. (Protestas de muchos, y en especial de Sancho Vargas y de Brezales.) No hay que picarse, caballeros, porque lo que digo de lo que aquí se ha dicho, lo extiendo a lo que en el puerto, se ha hecho... Porque (exaltándose brutalmente) yo tengo también mi proyecto correspondiente, pensado por mí... discurrido por mí... estudiado por mí, paso a paso sobre el terreno; y quiero que este proyecto se conozca, y se estudie, y se ejecute... y se ejecutará, porque tengo medios, sin contar con los de ustedes, que no necesito para hacer que se tome en consideración donde debe de tomarse. Este proyecto mío, que se imprimirá en su día para que le conozca el mundo entero, he querido explicarle aquí, aunque sólo por encima, porque supe que se iba a presentar otro esta noche, que es el del señor Sancho Panza... digo, Vargas... También yo confundo los nombres, señor presidente. (Éste se muerde los labios, por no reírse, mientras sacude la campanilla, y Vargas vomita tempestades de indignación, cortadas por sus idólatras.) Sólo que el señor don Sancho tiene menos correa que yo, a lo que veo... ¡Otro pobre hombre! ¡Apurarse ahora por una asnada más o menos de este borrico de Aceñas!... Sí, señor, de este borrico... Así me llama usté a mí cuando me mientan delante de usté... Pues ahora vamos a ver quién es más; y para ello, dígase y conózcase mi proyecto, y compárese con el suyo. (Atención con sonrisas y zozobras.) El proyecto mío no se anda con miseriucas y chapucerías de cuartillo de agua más o menos, quitado al caudal de la badía; yo tomo las cosas más en grande y más de lejos: o echarlas patas arriba de una vez, o no poner mano en ellas. En mi plan entra también la ciudad entera, con un desarrollo territorial de legua y media, por el Oeste y Norte, y poco menos por el Nordeste y Sur clavado. Diréis... «ésta es otra burrada de Aceñas.» (Risas y rumores varios.) Pues van a ver ahora los sabios de la matemática cómo no hay que estudiar en muchos libros para hacer esos milagros. Yo no me quedo en el puerto; yo salgo de él, y, siguiendo la costa de la parte de acá, me planto en Cabo Chico, y desde allí saco un espigón, mar afuera, de una largura de dos millas, vara más o menos; y de pronto, tuerzo a la derecha sesgándome un poco, y sigo con el muro hasta empalmarle con el peñasco de acá de la boca del puerto. Con esto consigo matar los temporales del Noroeste en aquel sitio, y la ganancia del territorio robado a la mar por los murallones. (Asombro, carcajadas y hasta pateos.) Naturalmente que a alguno le ha de escocer esto, sin saber lo que se pesca. ¡Cómo que la playa de baños y toda la pompa de lujos que anda por allí, queda debajo del rataplén! (Más carcajadas y más pateos.) Pero no se paran a calcular esos inocentes propietarios, como lo he calculado yo, lo que valdrá un carro de tierra entonces en aquel sitio... ¡cien veces más de lo que vale hoy! Ya está arreglado de esta suerte lo de la parte de afuera. Vuélvome ahora al puerto; y desde la misma punta de él, por la banda de adentro, arranco otro murallón, aguas arriba, separándome hacía el Sur, sobre un kilómetro, de esa miseria de muelles que están en obra y estarán por muchos años; y al llegar como a la metad de la badía, vuelvo de repente sobre la izquierda y la cruzo de parte a parte. (Horror de exclamaciones.) Me parece, señores, que la ganancia en tierra firme, por este lado, no es floja tampoco.

-Pero, hombre -interrumpió un concurrente algo socarrón,- ¿qué vamos a hacer de tantísimo terreno como adquirimos de esa manera?

El hombre gordo se le quedó mirando unos instantes, con gestos y contorsiones tan pronto de ira como de burla, y al fin le respondió:

-Pues mire usted: con ser tanto, y sin contar las dos leguas de ensanche que yo doy por el Oeste, puede que se necesite todo, si es que llega, para construir la ciudad que ha discurrido el señor don Sancho Panza... digo, Vargas.

Lo que aquí pasó no es para pintado. El aludido, puesto de pie, fulminó protestas contra el casi sacrílego agresor, y cargos durísimos contra el presidente. Sus idólatras, con Brezales a la cabeza, hacían otro tanto, y hasta pateaban y esgrimían los puños; el presidente desbadajó la campanilla a fuerza de zarandearla; otros señores declaraban que no les parecía el suceso para tanto vocerío, y esto sulfuraba más y más a los sulfurados; Aceñas, sin moverse de su silla, se reía como un inocente de los unos y de los otros, y azuzaba con sus gestos, provocativos de puro estúpidos, las iras de los más desbaratados. Se temió que iba a concluir a silletazos aquello, que por momentos se encrespaba; pero, por una feliz coincidencia, las luces de los cabos espirantes comenzaron a oscilar, como si el vocerío las asustara, produciéndolas desmayos; y el presidente, tomando pretexto de ello, dio por terminada la sesión cubriéndose la cabeza. Cubrirse, y espirar de golpe las seis luces de los cabos, no se sabe si por alguna corriente de aire establecida de pronto, o porque se anegaran al fin en el exceso de sus lágrimas, fue todo uno.

Esto acabó de aplacar la borrasca como por encanto. Oyéronse algunos charrasqueos de fósforos de cocina, frotados contra las cajas; viéronse varios puntitos luminosos en la densa obscuridad; y, guiándose con ellos, abandonó el salón la masa negra de los concurrentes, que parecía, por lo apiñada y presurosa, un rebaño de merinos.

Don Roque Brezales iba de los más zagueros, y aún logró quedarse el último, con otro socio, un sujeto que nunca desplegaba los labios en aquellas reuniones ni en otras parecidas, ni se apasionaba por nada ni por nadie.

-Pero ¿ve usted, hombre? -le dijo Brezales, sudando hieles todavía y con los pocos pelos erizados, tirándole de los faldones de la levita para que se pusiera a su lado.- ¿Ve usted qué cosas? Si esto se escribiera en libros, se diría que no era cierto, que era pintar por pintar. ¡Qué gentes, qué desatinos!

-¿Por quién lo dice usted? -le preguntó el otro.

-¿Por quién he de decirlo? Por ese bestia de Aceñas. ¡Qué proyecto el suyo! ¡Y consentir que eso se trate aquí!...

-¡Pues mire usted que el del otro!...

-¿Es posible que usted se atreva a compararlos?

-Sí, señor; y aún me quedo con Aceñas, que, siquiera, me divierte.

-Nada -exclamó aquí don Roque en el colmo del despecho:- el mal incurable, el mal de este pueblo; la tonía en unos, la burla en otros, la envidia en muchos y la inación en todos. Lo poco que se intenta, a nadie parece bien, y nada se hace al cabo. Aquí falta unión, aquí falta patriotismo, aquí falta...

-No se canse usted, don Roque -le interrumpió con mucha serenidad su acompañante:- aquí no hay más envidias ni más rencores que en otras partes; aquí no falta patriotismo ni deseo de hacer cosas buenas y bien hechas: lo que falta son hombres, porque aquí no hay más que hombrucos.

Con lo que don Roque, que se creía un gigante, y por otro tenía a Sancho Vargas, tachó a su desengañado amigo de envidioso, y no se dignó responderle.




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- IV -

Vista interior de don Roque


Llegó a la calle el pobre hombre, espeluznado y sudoroso, mucho de ello por las fatigas de la batalla reciente en la atmósfera caldeada del salón, y no poco por la subsiguiente brega para encontrar medio a tientas su abrigo, que, enredado entre los pies de sus consocios, había ido a parar, hecho un bodoque, a un montón de barreduras escondido detrás de la puerta de salida. Iba solo ya y tapándose la boca con su pañuelo de bolsillo, porque el relente era fresco y él tenía un miedo cerval a las pulmonías; eran algo pasadas las diez y media, y en las calles que recorría no encontraba un alma, porque el movimiento y los atractivos de la población, a aquellas horas, no estaban por allí. Las gentes bullían a rebaños hacia el sitio de las ferias recientemente inauguradas, o alrededor del templete de la gran plaza, en el cual tocaba de balde la música del Hospicio. Por aquella plaza, o muy cerca de ella, tenía que pasar él para dirigirse a su casa.

Siempre había considerado el buen hombre la música como uno de los ruidos más incómodos; pero aquella noche los halló verdaderamente insoportables. Le remedaban la voz del presidente de La Alianza, que, por más que hubiera negado el hecho, se había querido burlar, se había burlado más de dos veces, de la seriedad de su excelente amigo, el gran muchacho, el gran patriota Sancho Vargas, y los rumores provocativos de los que apoyaban la sospechosa actitud del enfatuado presidente, y, sobre todo, las gansadas, los rebuznos del animalote de Aceñas, que había conseguido, gracias a ciertas tolerancias de mal gusto y de peor ley, disolver a coces, materialmente a coces, una reunión de la cual debió haber salido en triunfo, con hachas encendidas y en un coche tirado por la junta directiva, para mayor solemnidad, el ilustre autor de tan atrevidos planes. ¡Cómo le mortificaban al buen señor los revolcones dados en la sesión a su ídolo, y a él mismo, y a todos los amigos de los dos! Pero ¿en qué consistiría que aún le mortificaba mucho más que todo ello el recuerdo de aquellas pocas palabras que acababa de oír de boca del hombre de hielo, lima sorda y traidorcillo?... ¡Cuidado si era cargante la música dormilona de aquellas palabras! «¡Pues mire usted que el del otro!...» Y este otro era, como quien no dice nada, su gran amigo Sancho Vargas; y el proyecto estrafalario y estúpido a que él, Brezales, se había referido con justa indignación, el de Aceñas. ¡Equiparar tales cosas y hombres tan desemejantes! ¡y con aquella frescura, y como quien no rompe un plato! Pues aún no eran estas palabras de su amigo las que más daño le habían hecho, sino las últimas. ¡Esas, esas sí que le habían escocido y mortificado! ¡esas eran las que verdaderamente daban la medida de cuanto había de dañino en aquella naturaleza de sorbete: «¡Aquí no hay hombres, sino hombrucos!»

-¿A qué llamará hombres de verdad esa ave fría de los demonios? -preguntose al llegar a este punto con sus pensamientos, mientras torcía el paso por una de las avenidas laterales de la plaza para huir de la vista de las gentes ruido de la música, que le impedían entregarse a sus meditaciones con la atención ardorosa que él necesitaba en aquellos instantes de fiebre.- Vamos a ver -se decía.- ¿Cómo han de ser los hombres que tú necesitas? ¿Cómo son los hombres con quienes tratas? ¿Cómo soy yo, finalmente? Hice mal, muy mal, ahora lo conozco, en darle la callada por respuesta, en mostrarme tan desdeñoso y altanero. Verdad que, en aquellos momentos, no se me ocurrió cosa mejor que responderle, como ahora se me ocurre, como se me ocurrió en cuanto nos separamos, yo hecho un rescoldo, y él tan fresco como una lechuga. Pues sí, señor: yo debí de meditar un poco las cosas sin tomar las suyas tan a pechos; y después de meditarlas, cogerle por un brazo, traérmele conmigo, y, puestos los dos en la calle, decirle: -«Vamos, amiguito, a ajustar esas cuentas al céntimo, porque es asunto el que has tocado que tiene más cola de lo que tú te figuras para el bien de este pueblo que nos ha visto nacer a dambos; y estás muy equivocado si piensas, por lo que a mí toca, que acabo de caerme de un nido.» (Me parece que no hubiera estado mal encajada aquí la ocurrencia que le pesqué a Sancho Vargas en la sesión.) «Píntame con pelos y señales esos grandes hombres, si no quieres que yo te diga que tú y otros muchos como tú habláis solamente porque tenéis boca;» y él me contestaría: -«Pues los hombres que yo echo en falta, han de ser así y asao.» Y resultaría que estos hombres no serían, a no estar loco el alma de Dios, fantasmas del otro mundo, sino personas de carne y hueso... como cada hijo de vecino; que no han nacido enseñados ni con un tesoro en cada dedo, y en cada ojo la virtud de sacar jamones de las peñas y ochentines acuñados de las losas de la calle, no más que con mirarlas y quererlo; habrán tenido, de muchachos, sus dolores de tripas y sus escuelas, y aprendido lo que todos, y un librejo de menos o de más, y a lo sumo, cuando han llegado a ser hombres, les habrá soplado mucho la fortuna, y bien aquí o en la otra banda, habrán hecho un gran caudal. Viéndose ricos ya, se habrán casado a su gusto, y habrán montado la casa a la altura correspondiente, y llegado a ser alcaldes, y presidentes de esto o de lo otro, y a tener muchos amigos de viso y dos o tres carruajes; y a viajar por media Europa, con la familia, y a llevar la palabra en el Casino entre los más espetados de los mayores contribuyentes; y a comer de lo mejor, y a vestir de lo más fino; a que se cuente con ellos y con su óbalo en todas las empresas, grandes y chicas, de la plaza, en los abonos al teatro y en la llegada de personajes de nota a la población; en fin, y por echar el resto, que tengan sanas intenciones, una buena voluntad y pecho para tirar una onza por la ventana cuando la ocasión lo pida. Me parece que, por escogido y ambicioso que sea el amigo, no podría pedir más que esto; y al oírlo yo, le diría: -«Pues si así han de ser tus hombres, ¿de qué te quejas, mala casta? Bien cerca de ti los tienes y no los ves; no te diré que a docenas, pero sí todos los que necesitas. Déjalos, déjalos que ellos se desenvuelvan y se explayen a su gusto; no le echéis zancadillas cuando se muevan, ni agua fría en sus entusiasmos, y ya los verás... Pero ¿qué has de ver tú, zarramplín de los demonios, réztil miserable? ¿Qué has de ver tú, caso que tengas ojos, si te los ciegan esos señorones replanchados que no encuentran bueno más que lo suyo y lo que tú murmuras, sólo porque con ello ofendes a los que les hacen sombra y quisieran ver en cueros vivos? Apártate, apártate de esas malas compañías, que, por más que te hagas el distraído, bien sé yo que las buscas y celebras. Déjalas, y ya que no te vengas con nosotros, ponte en la mitad del camino; y entonces verás dónde están los rencores y las envidias, y la causa de que en este pueblo, que nos vio nacer, no se haga cosa con cosa; y dónde, finalmente, los verdaderos hombrucos que todo lo echan patas arriba, porque, por mucho que se encaramen, no ven más allá de sus narices, como les dijo, con muchísimo salero, ese bobo que tú quieres poner al simón de Aceñas el beduino.» Pero como si callara: se aferraría en sus trece y me negaría la verdad; y entonces yo, cogiéndole de las solapas, le añadiría: -«Niega, niega, ciego de los ojos; niega hasta la palabra de Dios, que abonado eres y abonados sois para más de otro tanto; pero escucha este cuento: Yo tuve unas infancias pobres; yo barrí escritorios en pernetas, después de haber aprendido las escuelas sin zapatos y con pegas y remiendos en los calzones; yo hice los imposibles por rebasar de la raya de dependiente, porque bien se me alcanzaba que no pasar de allí en los días de la vida, como no hubiera pasado sin un milagro de Dios, era oler y no catar lo que a mí se me había metido entre cejas; y alcanzándoseme todo esto, con los ahorros de seis años de escribiente pagué un pasaje de tercera en un bergantín de mala muerte, y me planté en el otro mundo. Allí sudé sangre pura de mis venas en quince años de trabajo, no te diré cuál, ni cómo, ni en dónde, porque esto no es del caso, ni te importa un pito, curiosote y mentecato; pero sábete que aquel sudor me dio sus frutos en dinero, ¡muy buenos frutos! y que no pareciéndome bastanté para lo que se me había metido entre cejas, embarqueme con ello para acá, presupuesto a estirarlo a fuerza de golpes de fortuna, o a que el demonio se lo llevara todo de una palada. Llegué, establecime en grande, abarqué mucho, hasta más de lo que debía, pero sin dar cuarta al pregonero ni salirme de mis quicios; y las cuentas no me fallaron, y la suerte me ayudó; y fui ganando, y ganando, y metiéndome en cuantos negocios se me ponían por delante; y la buena fortuna comprobando con su ayuda lo bien hecho de mis cálculos. Y ya, con tanto ganar, las ganancias, solas de por sí, me traían los caudales a mi casa. Y así, hasta la hora presente. Yo tengo fincas, yo tengo barcos, yo tengo papel que vale montañas de oro, yo tengo... en fin, de cuanto Dios crio para riqueza de los hombres, y de todo tengo mucho y sano, y en rédito floreciente. Yo me casé, cuando quise, con la mujer que se me antojó; y ahí está: que se vea si hay otra dama en el pueblo que más campe, ni con hijas más guapas, más elegantes y vistosas y de más fina educación. Tengo los coches a pares, y ropas de lo mejor; los pudientes más soplados y mandones me hacen la rosca desde lejos; la mitad de la población me envidia los caudales, y la otra mitad los pone por comparanza como antes ponía las minas del Potosí. No he sido alcalde ni diputado cincuenta veces, porque no me ha dado la gana y porque yo me entiendo; pero lo han sido otros, porque a mí se me ha antojado que lo fueran. Y si me falta hasta la hora presente la jefetura del partido aquí, por artimañas que yo me sé, no tardaré en tenerla como es de justicia y de necesidad. Por lo pronto, tengo por amigo íntimo al primer hombre de la nación; tan íntimo, que, cuando le apuran las necesidades de sus altísimos cargos, a nadie le confía sus ahogos más que a mí, porque sabe que le saco de ellos con la vida y con el alma; y, a pesar de toda esta pompa, soy de buen acomodar: me da lo mismo el centeno de tres días, que el pan de flor tierno; estos mecheros de gas, que los farolillos de aceite, y las dulzainas de esa música del Hospicio, que el ruido de una cencerrada; no quiero mal a nadie, deseo el bien de mi pueblo, según mi leal saber y entender, y estoy, como hombre de larga experencia, por lo positivo. Pago, porque no se diga, la suscrición de tres periódicos de Madrid, que no leo; estoy abocado a una gran cruz, y no conozco otros libros que los de mi casa de comercio... ¿Te vas enterando, parlanchín sinsustancial? ¿Te has hecho bien cargo de la historia? ¿Te parece moco de pavo? Pues ese hombre soy yo, tal y como te he hecho el relato. Y dime, ahora que me conoces bien; dime ahora, dengosillo de pampurria; si a esto llamas todavía un hombruco, ¿dónde están y de qué son los hombrones de otras partes? ¡Ah, pízmeo isinificante! ¡Ah, fariseo indigente!... Ni te necesito ni te temo; pero vete a dar cuenta de lo que me has oído a los hombrazos que se divierten, como tú, con las burradas de Aceñas...» Y con este último golpe le hubiera dejado para no volver a hacer pinos en todos los días de su vida a veinte leguas de mí. ¡Pues no se me ocurrió cosa tan natural y en justicia! Pero otra vez será, que aún tenemos la pelota en el tejado, y hay juego abierto para una buena temporada...

De pronto, y cuando ya no llegaban a sus orejas ni los más recios trombonazos de la banda del Hospicio, y el relente de la noche hubo secado la última gota de sudor en el más escondido de sus poros, sintió que se le apagaban los fuegos de sus preocupaciones, como se habían apagado los seis cabos del salón; que entre aquellas tinieblas frías se volcaba la máquina de sus pensamientos, y que se le enseñoreaban del meollo, por haber quedado encima otros, tan mortificantes y de tal peso, que le abatieron los bríos y hasta le cortaron el andar.

-¡Válgame Dios! -se dijo entonces en un estremecimiento espasmódico y mientras se levantaba hasta las orejas el cuello del pisoteado gabancete.-¡Que sea yo tan inconcuso (nunca se averiguó qué significación quiso dar a esta palabra) que me esté batallando horas y horas por arreglar la hacienda del vecino, cuando no sé a la presente cómo desenredar el lío gordo de mi casa! Yo risueño, yo chancero, yo a pique de romperme el bautismo por intereses del prójimo, y... ¡por vida del otro jueves!... ¡Si las gentes supieran la procesión que me anda por dentro!... ¡Y aún habrá quien piense que no soy bastante hombre! ¡Chapucerín del demonio! En mi casa, en mi casa es donde yo necesito demostrarme a mí propio que lo soy, y quedar satisfecho de haberlo sido. Y el serlo o no serlo es cuestión de vida o muerte para mí, o para mi formalidad, que da lo mismo, tratándose de quien se trata. Pero ¿qué cuerno ha de prometer uno cuando tiene hijas regaladas, porque lo merecen, y se le cae la baba delante de ellas? Pedirán la luna, y será uno capaz de salir por esas calles y revolver el mundo entero por ponerla en precio tan siquiera. ¡Vaya usted a echárselas de hombre con enemigos así!... Y no hay más remedio que echárselas cuando la necesidad lo pide... Como me las echaré yo, y tres más nueve. ¡Pues no faltaría otra cosa!... Lo cierto es que si yo hubiera sido llamado a formar, de sus principios, al género humano, hubiera hecho cosa muy diferente de lo que se ha hecho en el particular. «Tú, hija -hubiera dicho yo, pinto el caso,- que has de ser educada y mantenida por el padre que te dio el ser y no puede querer para ti cosa alguna que no te convenga, no tendrás más pensamientos que los que te preste tu padre, mientras viva y sea hombre de bien y de posibles, porque, en otro caso, no hay que hablar.» Con esto sólo, ya tenía uno evitados los disgustos más gordos de las familias. Pero no se ha hecho así, por una mala inteligencia, en mi humilde sentir, y ¿cómo vamos a enmendarlo ya?... No queda otro remedio que espabilar bien las luces que uno le debe a Dios; palpar y medir el terreno; pisar en seguro, aunque sea poco a poco, pero siempre adelante, y, en último extremo, armarse de fortaleza, y cartuchera en el cañón... ¡Válganme todos los santos del cielo! ¡qué bien se dicen estas cosas, pero qué trabajo cuesta llevarlas a cabo, si se llevan alguna vez!

Pensando de esta suerte y andando poco a poco, llegó a su casa, de portal no grande, pero muy pintarrajeado, de poca luz y mucho candelabro; preguntó a la portera si habían venido las señoras; respondiole que sí; guardó en el bolsillo del gabancete el pañuelo que había llevado sobre la boca, y subió a buen paso, porque supuso que le estarían esperando para cenar. Y no se equivocaba en la suposición. Por entrar en el vestíbulo, le dio en las narices el olor de la infalible ensalada de fríjoles, y en los oídos el traqueteo de las sillas del comedor y de los platos de la mesa.

-¿Ya están cenando? -preguntó con un poco de cortedad a la criada que le había abierto la puerta.

-No, señor: arrimándose a la mesa solamente, -respondió la moza.

-Es natural... Me he retrasado más que de costumbre. ¡Por vida! Y luego, alzando la voz y enfilándola por el largo pasillo que tenía a su izquierda, dijo: -Allá voy en seguida; no me esperéis para empezar.

Después tomó por el otro pedazo de corredor que tenía a su derecha, y a los pocos pasos se zambulló, a oscuras, en su cuarto. Dio con la caja de cerillas, al primer tanteo de sus manos, sobre una mesa de noche; encendió la bujía en cuya palmatoria había hallado los fósforos; se despojó del gabancete, que estaba como un trapo de fregar, y después de la americana y del sombrero; vistiose una larguísima bata de percal (porque a esto de las batas le había dado él siempre gran importancia, como prenda de singular distinción); se atusó de prisa y a dos manos la revuelta pelambre de su cabeza redonda; la cubrió con una gorrita de seda; despachó en el aire otros menesteres del momento; apagó la luz, y volvió a salir del cuarto, que era grande, con dos camas, y dos perchas, y dos lavabos, y dos butacas, y dos sillas, y dos cuadros con dos vírgenes, varias ropas colgadas, y por los suelos calzado del género común de dos.

Desde la mitad del pasillo, andando hacia el comedor, y como si hablara para sí solo, comenzó a dar excusas por su tardanza. Era la segunda vez, en todo el verano, que hacía esperar a las mujeres de su casa. Cada lunes y cada martes tenía él que esperarlas a ellas dos horas para cenar y otras tantas para comer; pero eso no tenía que ver para el caso: ellas eran ellas, y él era él. ¡El hombre, no por ser marido y padre, estaba dispensado de ser complaciente, cortés y caballero con las damas! aunque fueran sus hijas y su mujer, como lo estaban la mujer y las hijas «del hogar doméstico» de ser puntuales, por ser damas, «con sus obligaciones de tales fuera del propio domicilio.» Así, textualmente, pensaba el señor don Roque acerca de este delicado particular.

Por eso, y no por otras razones, llegó al comedor pisando menudito y echando pestes contra los compromisos anexos a la condición de hombres importantes, y contra La Alianza Mercantil e Industrial, con sus juntas extraordinarias, y sus intrigantes, y sus envidiosos, y sus beduínos, que le habían sacado a él de sus casillas aquella noche y entretenido malamente dos horas más de lo regular.

Pues ¿y cuándo le tocó el turno de las excusas a doña Angustias, que estaba muy lejos de acriminar a su marido por la tardanza? ¡Lo que ellas habían tenido que hacer y que moverse! Estaban rendidas de cansancio y muertas de debilidad, y por eso se habían arrimado a la mesa en cuanto conocieron, por el modo de sonar de la campanilla, que era él quien llamaba a la puerta. A las cinco y media de la tarde habían salido en coche las tres, para hacer varias visitas en los hoteles de la playa; desde allí se habían venido con ellas las de Gárgola. Tres y dos, cinco. Apenas cabían en el landó; pero apretándose, apretándose... En vilo venía una de las chicas. Después habían ido a pie a las ferias. ¡Qué rebullicio aquél y qué matraqueo! ¡Cuánta gente ociosa y cuantísimo descortés! ¡Qué manera de mirar la de algunos, y qué chicoleos tan cursis a lo mejor! ¡Hasta los vocingleros de las tiendas, con el pelito atusado y bailando en el aire las porquerías que deseaban vender, se permitían echar sus flores! Y eso de día, porque de noche, aquello era ahogarse de calor y de apreturas; ya se lo tenía advertido a sus hijas: que no contaran con ella para andar de noche por allí. Lo había hecho una vez, para que vieran la iluminación... pero una y no más. Al salir del ferial se encontraron con las de Sotillo, solas como siempre y campando por sus respetos. Verdad que ya estaban bien aseguradas de peligros. ¡Qué peripuestas, qué charlatanas y qué insufribles! Tuvo que presentárselas a las de Gárgola, que se quedaron pasmadas al oírlas. ¡Mujeres más simples! Ellas eran buenas, eso sí, y complacientes y cariñosas como nadie; pero mareaban, y además se ponían en ridículo. A las pobres chicas las habían vuelto tarumba con las grandezas de costumbre. Las habían preguntado por todas las familias más sobresalientes de Madrid, ¡y con una frescura!... Si se había casado Lola Torrijos; Tita Quiñones estaba algo desmejorada la última vez que la habían visto en «el Real.» Por entonces enviudó la duquesa del Pámpano. ¡La pobre! Daba compasión oírla. ¡Qué dolor el suyo!... Lo mismo que si las trataran a todas con la mayor intimidad. Salió, por supuesto, a relucir lo de los primos grandes de España y tíos embajadores; y si las aprietan un poco, hubieran soltado lo de sus entronques lejanos con príncipes y virreyes. Después de esta parada, que fue larga, un paseo de extremo a extremo de la población; y vuelta a la playa en ferrocarril para acompañar a su casa a las dos amigas; allí nuevas detenciones y nuevos paseos, y un poco de música en el salón de conciertos; y vuelta a la ciudad, y más paseos, y más música en la plaza, hasta las diez y media muy dadas...

La doña Angustias narraba bien: tenía buenas caídas, y suma gracia para subrayar las malicias con la voz y con los ojos, que aún eran parleteros. Había facilidad y soltura muy agradables en todos sus movimientos; conservaba sana la dentadura, y abundante el pelo, ya gris, de su cabeza, bien conformada; y aunque pecaba en exceso la redondez de sus carnes, todavía le sentaba bien la ropa, sin esforzar mucho el ingenio su modista. Su marido la escuchaba sin pestañear, pero no con aquella delectación extática de otras veces: parecía más atento que a saborear las sales del relato, a estudiar el efecto de ellas, por debajo de la visera de su gorra, en la cara de Irene. Algo de esta curiosidad debía sentir también la misma narradora, sobre todo cuando su hija Petra, por no creer, sin duda, bastante marcados los trazos de determinadas siluetas, como, verbigracia, las de las famosas de Sotillo, había salido en su ayuda con el santo fin de darles el necesario relieve con aquella magistral donosura de que Dios la había dotado, y era el embeleso de su madre, voto de excepción en la materia: en estos casos, y aún en otros más, doña Angustias miraba también a Irene con el rabillo del ojo, como la miraba Petrilla muy a menudo, picada igualmente de la misma curiosidad.

Y a todo esto, Irene callada como un marmolillo, comiendo poco más de nada y reflejando en su cara que tenía la consideración puesta en asuntos bien extraños a los que se ventilaban allí.

Positivamente era lo que llamaba el de Madrid, en su jerga flamenca, una mujer de buten, o lo que es lo mismo, en castellano honrado y decente, una real moza; pero no estaban en lo justo ni él ni el inflamable Fabio López, al afirmar el primero que, detrás de los negros, rasgados y velludos ojos de Irene, había, o podía llegarse a ver, un alma preñada de misterios temerosos; y el segundo, que eran el reflejo de un espíritu bravío y casi montaraz. Nada de eso: vista de cerca y desapasionadamente, la hermosura de aquellos ojos, aunque negros y sombríos, era noble, hasta dulce; y más que encubridores de cavernas con endriagos, eran bruñido espejo en que se retrataban altas ideas y sentimientos nobilísimos. Podría verse allí la entereza de alma, el tesón de un honrado propósito, la sinceridad de un carácter retraído llevado al último extremo; pero, observando con buena fe, nunca los insanos instintos, ni los antros misteriosos, ni la trastienda temible. Así que lo que aquella noche se veía en ellos, no eran rencores fríos ni propósitos de melodrama, sino sentimientos hondos, preocupaciones amargas y penas de las más vulgares y corrientes en el proceso de la vida. Y de que así lo estimaban también todos y cada uno de los que la acompañaban a la mesa, era una prueba palpable lo forzado de los chistes en la conversación, y el tinte singular de las miradas que se la dirigían a cada instante, particularmente el de las de Petrilla, que rayaba en melancólico a fuerza de ser compasivo. Sobre las demás partes de su cuerpo, estaba en lo cierto la fama: no tenían pero, y esto le baste al lector para forjárselas a su gusto.

Las excusas de don Roque y los relatos de su mujer anotados por Petrilla, dieron para los fríjoles, para las chuletas de ternera y hasta para unas frituras de lenguado que había por extraordinario aquella noche; pero cuando llegó el turno a los postres (pasta de guayaba contrahecha y queso de Flandes), ya no había de qué hablar, y reinó el silencio en el comedor, que, por más señas, ni era grande ni chocaba por lo bien vestido: un aparador embutido en la pared; un espejo mediano sobre una chimenea, en la de enfrente; un trinchero en la inmediata hacia la calle; papel de a peseta en todas ellas, más un reló y dos bodegones malos; una lámpara de pacotilla; la mesa, con muy modesto servicio; unas sillas de nogal... y nada más.

El estado de ánimo de Irene hacía muy violenta la situación en los demás comensales, sin otros ruidos allí que el de los platos y tenedores, y el ir y venir de la fámula que servía a la mesa. Había que romper de cualquier modo aquel silencio tan embarazoso para todos, y a Petrilla se le ocurrió pedir a su padre que contara lo que había pasado en la reunión de La Alianza. No podía ofrecérsele a don Roque un plato más de su gusto para fin y remate de la cena. Le daría el asunto para mucho más de lo que se necesitaba, y ocasión de nuevos desahogos de la bilis que aún le abrasaba.

Comenzó el relato con la mayor parsimonia, y poco a poco se fue calentando: puso a unos en los cuernos de la luna, y a otros para pelar; llegó hasta las lindes de lo elocuente en ciertas ocasiones, y en otras al foco mismo de lo desbaratado y feroz. Dijo hasta desvergüenzas. Pero el demonio de la chiquilla, fuera por el simple deseo de enredar más el asunto, o porque lo sintiera así, tuvo la ocurrencia de ponerse de parte de los otros; y remedó a varios de los de su padre, y los pintó de tal arte, que doña Angustias se atragantaba de risa, y a la misma Irene le apuntaban amagos de ella entre los labios. A Sancho le desolló vivo.

-¡Eso sí que no te lo consiento! -exclamó entonces, hasta iracundo, don Roque, que ya se había amoscado de veras con la deslealtad de su hija.- Búrlate de los demás, búrlate de mí mismo, de tu mismo padre, si quieres; pero no me toques a ese hombre, ni en broma. ¡La única cabeza de ley que hay en el pueblo! Y en últimos y finalmente, ¿qué sabes tú de esas cosas, bachilleruca del diantre?

-No te me enfades, papá -respondió Petrilla con una sonrisa, y un acento, y un caer de ojos que pellizcaban,- porque no vale la pena; pero desengáñate: ese Sancho... Panza, es tonto, y tonto por lo serio, que es el peor género de tontería que se conoce.

-¡Chiquilla!

-Corriente; que no lo sea -añadió Petrilla hecha una malva al ver a su padre tan sulfurado.- Después de todo, como yo no me he de casar con él...

Y como en esto acabara doña Angustias de guardar los postres en el aparador, y comenzara la doncella a recoger la cristalería y los mendrugos de pan; apagadas las iras de don Roque y vuelto a su ordinario y pacífico nivel por la virtud de cuatro zalamerías de Petra, diose por terminada la sobremesa, y cada mochuelo (salva sea la comparanza) se fue a su olivo.

Don Roque y su mujer salieron los últimos. Al abocar al corredor, y no habiendo nadie que los oyera, dijo al primero la segunda, en voz muy baja y en tono algo dolorido.

-Estas negruras de Irene no se despejan.

-Ya se le irán despejando -contestó, quizá de buena fe, don Roque.- Y de todas maneras, mañana... será otro día.




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- V -

El «Casino Recreativo»


Debe saberse cómo ejercía de miembro de aquella sociedad el señor don Roque Brezales. Desde luego entendía por Casino, no las salas de juego, ni los gabinetes de lectura, ni el amplio vestíbulo, ni tantas otras piezas «secundarias» del local: a todo esto lo miraba él con una indiferencia que rayaba en menosprecio. El verdadero Casino, el único Casino, lo que por Casino entendía y reverenciaba don Roque, era el salón «principal,» aquel salón de rojas colgaduras de terciopelo, espesa alfombra, mullidos sillones y voluptuosos divanes, gran chimenea de mármol con juego de reló y candelabros, espejos de «cuerpo entero» y vistoso mirador. Aquello sólo era el Casino para él, y apurándole un poco los entusiasmos, cierto camarín, de vara y media en cuadro, embutido entre el patio y el extremo más remoto de un pasadizo; y no por el mechinal en sí, sino por cierto aparato prodigioso de blanquísima porcelana que contenía, arrimado a la pared, con su impetuoso y abundante chorro de agua cristalina, que bajaba, no sabía él de dónde, pero que duraba en continua descarga tanto como permaneciera su dedo pulgar apretando el botón que había al alcance de la diestra. Las horas muertas se pasaba el buen hombre entre aquella porcelana fría y reluciente y aquel botón, aprieta que aprieta, por dar a sus oídos el regalo del estruendo de aquella catarata, que parecía, por el sonar, una cellisca, y se iba hundiendo, con rumores de hervor y gorgoritos, por el tragadero invisible de «este demonches de cosa.» Grande era el entusiasmo con que usaba y abusaba de ella; y mayor aún su indignación contra los inciviles socios que no se conducían allí con la compostura y los miramientos respetuosos que él.

Pero, al fin, se resignaba a que este mínimo departamento sirviera para todos. No así por lo que toca al salón. El salón era suyo, exclusivamente suyo y de una docena escasa de caballeros privilegiados como él. Y tal cual lo pensaba, sucedía. El salón, en rigor de verdad, era de ellos; y siéndolo venía de otros tales, como por juro de heredad, desde los tiempos más remotos. Para ellos solos era el calorcillo de la chimenea en los días invernizos; para ellos la frescura del salino ambiente que inundaba en verano aquellos ámbitos desocupados; para ellos el recreo del holgado mirador a las horas convenientes; para que ellos descabezaran el sueño después de la bazofia del mediodía, los cómodos sillones; para que desentumecieran las piernas sin la molestia del ruido de las pisadas, el alfombrado pavimento, y para ellos, en fin, antes que para nadie, la servidumbre de la casa, que les limpiaba el polvo de las botas cuando llegaban del paseo; iba a los respectivos domicilios a buscarles los paraguas o los abrigos, según los casos; les abría o les cerraba las vidrieras; aumentaba o disminuía la luz de los mecheros; les llevaba los recados para este amigo o para el otro pariente que estaban en el gabinete de lectura, o en la sala de tresillo, o en los claustros de la Catedral; o sufría pacientísimamente la catilinaria que le soltaban, porque habían hallado papeles rotos en el suelo, o sabían que los gemelos marinos se habían sacado de allí para hacer uso de ellos «los mequetrefes de la otra sala;» y así por este arte, y hasta para traerles, en casos muy singulares, el vaso de agua limpia, único regalo que se permitían dar al estómago durante sus largos solaces; y ese porque no costaba dinero.

En aquel vetusto Senado, cada cual de las senadores tenía su gracia especial, su papel asignado, o mejor dicho, el papel que le había ido resultando, por selección necesaria y forzosa de la vida de relación entre los demás organismos tan singulares y egoístas como el suyo. Uno poseía el «don de la lectura con sentido» en alta voz, para las sesiones de Cortes y las vistas de causas célebres; otro despuntaba por socarrón con gracia para chismes y cuentos de vecindad; otro tenía la comezón de las obras públicas, así del municipio como de los particulares, y se pintaba solo para llevarlas una cuenta corriente por hiladas de ladrillos y maseradas de mortero; a otro le poseía el ansia de la estadística inútil y hasta mal oliente: por ejemplo, lo que abultaban, lo que pesaban y lo que valían los pellejos de patatas consumidas en Londres cada veinticuatro horas, considerados como simples mondaduras frescas destinables a la fabricación de aguardientes; bien transformados en materia putrefacta aplicable a la agricultura... y así sucesivamente, hasta el último de todos, el más viejo y descuajaringado, cuyo destino exclusivo era apurar los relatos y comentos de los demás por medio de interrupciones sagaces y de reparos maliciosos. Teníase por el Quevedo de aquel parnasillo en escabeche. Don Roque venía a ser como el Panglós de aquel recinto, el mejor de los posibles, a su entender.

Aunque ninguno de los actores desempeñaba su papel con los honrados fines de divertir a los demás, ¡rescoldo para ellos! sino por pura vanidad de oficio, por afán de lucir sus talentos en aquel perenne certamen de indigestos regañones, como la censura era la fibra dominante en la naturaleza de todos ellos, convenían siquiera en el deleite de poner tachas a todo lo que caía por su banda, desde las obras de cal y canto, hasta las de misericordia. Todo iba mal hecho, todo caro, todo mal entendido; todo era excesivamente ancho y escandalosamente lujoso: así se daba al traste en cuatro días con los caudales más fuertes y con la administración mejor montada. Lo mismo que si lo pagaran ellos de su propio peculio.

En honor de la verdad, don Roque era de lo más optimista o inofensivo que había allí: siempre votaba con los menos mordaces, y hallaba atenuaciones que exponer; quería una prudente tolerancia para los desaciertos, y mucha moderación en las censuras; y no se atrevía a cosas mayores, porque estaba muy agradecido a aquéllos sus consocios que medían con la misma vara que él a ciertas y determimadas personas de dentro y de fuera de la casa. De las primeras, es decir, de las que tenían acceso al salón principal del Casino y formaban como galanes, digámoslo así, en aquella compañía de actores «de carácter anciano;» entre las contadísimas que gozaban de este raro privilegio, eran Sancho Vargas y otro «buen muchacho» que era el ojo izquierdo de don Roque; y hubiera sido el derecho, a llegar un poco antes que el indiscutible, incomparable y sempiterno proyectista, al trato del admirador de ambos.

Pero el tal ojo izquierdo veía por los dos, aunque parecía corto de vista. Era un mozo «de buen arte,» guapo sin ser hermoso, bien vestido siempre, y, mejor que elegante, pulcro y cepillado. Paseaba con método; se sentaba a pulso; nunca tenía rodilleras ni rebarba en los pantalones, ni barro en las bruñidas botas de becerro; usaba chanclos en invierno; sombrero de copa y bastón en todos los días claros del año; levita cerrada, a la inglesa, de mayo a octubre, y gabán entallado desde noviembre a junio. Era doctor en derecho, y no tenía «gran bufete;» pero ejercía de abogado, aunque de abogado pacífico y complaciente, en todos los actos de su vida social. Hablaba, sin ser elocuente, con agradable corrección, y sabía bastante de muchas cosas, y todo lo necesario para pasar por docto, sin esforzarse, entre las vulgaridades de su trato, y por discreto y sesudo entre los que sabían tanto como él. No se le descubrían vicios ni calaveradas, ni sus coetáneos recordaban haberle conocido muchacho. Parecía haber nacido así, graduado de doctor, de pies a cabeza, por dentro; y con aquellos atalajes de hombre formal, y al mismo tiempo de «guapo joven,» por fuera.

Sancho Vargas creía que para merecer el dictado de grande hombre hacia donde caminaba él con pie seguro, era indispensable comenzar por no asombrarse de cosa alguna; por no reírse jamás, sobre todo cuando se riera el vulgo; por poner en cuarentena hasta lo más comprobado; por andar lentamente, con la cabeza erguida y contando las pisadas con el bastón; por hablar con ceño adusto y con voz algo plañidera, y, en fin, por desdeñar, hasta el desprecio, cuanto a él no le cupiera en el cacumen. Así se le vio en la sesión de La Alianza; así se conducía en todas partes, y así, por consiguiente, se portaba en el salón principal del Casino Recreativo, donde se le reverenciaba, y no soltaba la lengua sino para enconar las heridas, obscurecer lo dudoso y ennegrecer lo ya oscuro, aunque con la previa salvedad de que él ni entraba ni salía, ni tenía otra aspiración que el bien y el sosiego de todos, y particularmente la prosperidad del pueblo que casi le había visto nacer.

Pepe Gómez, el ojo izquierdo de don Roque Brezales, era todo lo contrario, allí y fuera de allí. Frío, como sus manos, pálidas aun en el rigor del verano; con una sonrisa inalterable escondida entre el rubio y atusado bigotejo y el puño del bastón, que pasaba y repasaba dulcemente por él, con excursiones rápidas a los contornos inmediatos de las recortadas patillas; los ojos azules clavados en los interlocutores, y el cuerpo blandamente acomodado en el sillón, escuchaba en silencio el palabreo fogoso de la más enconada pelotera; y cuando le tocaba meter baza porque le pidieran su dictamen, o le provocaran a ello de cualquier modo, sin lo cual no desplegaba sus labios, jamás hallaba un desatino, por gordo que fuera, sin su lado sustentable, ni rasgo de cordura que, bien apurado, no se pudiera mermar en una buena porción. Esto era táctica en el avisado mozo para no quedar mal con nadie y restablecer el alterado equilibrio entre aquellos encrespados censores, incapaces de estimar la verdad verdadera, aunque se les metiera por los ojos, y mucho menos de humillar a su yugo las cervices. Y como este procedimiento le usaba el precavido Gómez sin perder el ritmo grato de su voz armoniosa, con la sonrisa en los labios, frase elegante y muy a tiempo lisonjera, el más adusto de los corregidos deponía el ceño y hasta quedaba muy satisfecho del corrector. Decíase que con esta táctica y su discreto modo de ser en todo, venía persiguiendo desde la Universidad la estimación de los hombres de dinero... y un buen acomodo con cualquiera de sus hijas. Dichos de las gentes, que si se declaran aquí es por puro escrúpulo de biógrafo imparcial y minucioso. Don Roque, que aunque era de los batalladores, nunca de los agresivos y siempre de los más lisonjeados por el dulce mediador, le aplaudía y le admiraba; y allá en sus adentros, después de contemplar alternativamente a Sancho Vargas y a Pepe Gómez, no podía menos de hacer un paralelo entre los dos.

-Gran cosa -se decía entonces,- es ese Vargas, por su cabeza maravillosa para los grandes planes, y su correa para llevarlos a cabo, y su valentía para sostener que son los mejores del mundo; pero este Gómez, con esa finura de palabra, y ese saber de todo, y ese don de poner paz en las más reñidas guerras, y ese consejo tan sabio y tan bien dicho, que parece que se le va ocurriendo a uno, y se pasma de que no se le haya ocurrido antes que a él... ¡buen muchacho es igualmente; buen muchacho es de veras!... ¡Vaya un par de mozos esos!...

Y por estas razones y otras tales, que también se les ocurrían a los demás consocios viejos del salón principal del Casino Recreativo, eran admitidos en él, no sólo sin protesta, sino con muchísimo gusto, Sancho Vargas y Pepe Gómez, amén de dos o tres actores de «medio carácter» que gozaban del mismo privilegio, porque, a faltas de lo proyectista del uno y de las altas prendas del otro, quizás servían allí de cabezas de turco para probar los bríos de la sátira, o el temple de la atrabilis de los barbas más intolerantes de aquella reducida hueste de censores de la legua.

Ello es que en aquel medio desierto salón no entraba nadie más que ellos, ni otros ojos que los suyos se recreaban en el mirador contiguo y único de la sociedad. Se daban casos, muy raros, de que algún tertuliano del salón vecino, destinado a la gente joven, penetrara en el principal con algún motivo muy apremiante. ¡Era de ver cómo lo hacía!: asomando primero la cabeza, como para pedir permiso, y después andando de puntillas y medio a escape, como quien quiere indicar que lo hace por precisión y por un solo momento. Pero lo cierto es que, aunque nadie le pegaba por ello, había allí cada mirada y cada gesto, que equivalían a un silletazo.

¿Cómo don Roque, que era una poza en la cual se reflejaban en seguida todos los relumbrones, no había de tomar por lo serio aquellos prestigios, aquellos derechos, aquella inviolabilidad del salón privilegiado y, por inapelable jurisprudencia, hasta las genialidades de aquel casi augusto senado de que él era miembro?

Había que verle cuando presentaba en el Casino a algún personaje de su amistad, o que le estuviera recomendado: le llevaba a trote vivo, como toro entre cabestros, de sala en sala y de pasillo en pasillo, por todo «lo secundario» de la casa. «El gabinete de lectura -iba diciéndole y andando.- Mucho papel, mucho libro, ¡psch! para calentarse la cabeza la gente curiosa que pierde aquí lo mejor del tiempo... La sala de los billares: bastante espaciosa... aquí se juega cuando no hay otra cosa que hacer, y se pasan los hombres las horas muertas, dale que dale y trastazo va y trastazo viene... ¡psch! Hay gentes que no se conciben... Otro pasadizo que va a las salas de tresillo... Pues aquí hay algo verdaderamente digno de verse.» Y se detenía delante de la puerta del mechinal ya mencionado. La abría después de cerciorarse de que no había nadie adentro, y se colaba allá, empeñándose en que le siguiera el otro, que ya se daba por enterado. -«Pase usted, pase usted -insistía,- que no ha de pesarle... No está esto todo lo curioso que debiera, porque hay hombres ordinarios hasta lo incapaz; pero ¡mire usted qué cosa tan bien entendida!... ¡mire usted qué hermosura de utensilio! Todo porcelana de la misma Ingalaterra, con su tablero de alza y baja; ¿ve usted? y con sus bisagritas doradas... Y el tablero, de caoba maciza... Pues verá usted ahora lo mejor en cuanto yo apriete este botón de la pared. Verá usted qué chorro de agua tan hermoso, y con qué estrépito sale. (Riissschsss...) Pues así se estaría un mes entero si yo no levantara el dedo de aquí. ¿Ha visto usted cosa como ella?... Aquí el aguamanil con su toballa, su jabonera con su pastilla: ¿ve usted? para las manos. Le digo a usted que es una lástima que tengan derecho a esto cuatro pulgares rústicos que no debieran de usar levita... Y vamos andando. Las salas de tresillo, con todo lo necesario para los viciosos que consumen aquí la vida y los dineros tontamente. Otra sala de recreo para la gente moza. Demasiado bien alhajada para el trato que la dan los mequetrefes que no saben estimar el valor del dinero... Éste es el recibidor por donde entramos antes... bien espacioso: aquí para los abrigos, esto para los paraguas... y esta puerta, la que da a la gran pieza de la sociedad. Aquí la tiene usted: éste es nuestro salón. Aquí hallará usted, a las horas de costumbre, una docenita escogida de buenos amigos, personas verdaderamente ilustradas, con quienes se pasan muy buenos ratos hablando de cosas serias. Verá usted qué mirador: es un coche parado... Medio mundo se ve desde él... Para ayudar a la vista natural, tenemos estos gemelos, que nadie usa en la casa más que nosotros. Son de Ingalaterra también, como la porcelana de antes... No hay como los ingleses para hacer las cosas bien... Ahora le voy a presentar a usted a estos cuatro amigos que casualmente se hallan en el salón... Señores, tengo el gusto de presentar a ustedes a don Fulano de Tal, opulento capitalista de tal parte; o al marqués de Esto o de lo Otro, persona de mi mayor estimación y amistad... El señor don Felipe Casquete, comerciante retirado y rentista fuerte; el señor don Anselmo Gárgaras, propietario riquísimo y mayor contribuyente... el señor don Lucio Vaquero, más propietario y contribuyente todavía que él; y el señor don Sancho Vargas, del comercio de esta ciudad, y nuestra gran cabeza. No digo de él lo que merece y vale, porque no se ofenda su mucha modestia y cortesía natural...»

Don Roque, pues, había llegado a hacer de aquel salón algo como lugar sagrado en donde penetraba a las horas de culto con fervor entusiástico, y hasta con unción casi mística. Para sus alegrías, para sus pesares, para sus proyectos en germen... para todo necesitaba de aquellos tonos encarnados, de aquel mirador vistoso, de aquellos suelos alfombrados, de aquella oscura chimenea, de aquéllos sus privilegiados consocios, de sus voces cascajosas, de sus caras avinagradas, de las zumbas insípidas del uno, de la iracundia del otro, de las pesadeces de éste, de las displicencias de aquél, de las lamentaciones de Sancho Vargas y de las dulzuras de Pepe Gómez: todo ello en conjunto y cada cosa de por sí, tenía la virtud de inspirarle ideas, de fortalecerle el ánimo, de desahogarle el corazón de más de cuatro corajinas, y de mejorarle el estilo.

¡Y hubo un día en que unos cuantos mequetrefes, como los del salón vecino, alborotando a la sociedad y seduciéndola, lograron barrenar sus estatutos tradicionales y hacer que se bailara, ¡que se bailara! cuando los mocosos tuvieran antojo de ello, en aquel salón jamás profanado, ¡precisamente en aquél! Y ya se había bailado muchas veces, y se bailaría otras muchas más; y cada vez que se bailaba, los candelabros con lágrimas de estearina al día siguiente, y la alfombra pisoteada, y los muebles trastrocados... En fin, no se podía hablar de eso... Y no se hablaba jamás de la negra desventura en el sanedrín aquel.

Pues bueno: al despertarse don Roque al día siguiente a la sesión borrascosa de La Alianza, no quiso pensar, por de pronto, en las murrias de Irene ni en lo que con estas murrias se eslabonaba por detrás y por delante, sino en el fracaso de los suyos y de los proyectos de Sancho Vargas; en las burradas de Aceñas; en la complicidad manifiesta del presidente, y en las palabritas cortantes del hipocritilla de marras al salir a oscuras de la sesión. Se le ocurrió entonces mucho y nuevo que replicarle, y también al presidente, y a cuantos habían hecho la contra a los proyectos, y hasta al rocín de Aceñas; le entró con esto una comezón que no le dejaba parar en la cama, y levantose muy desazonado. Le picaba también la curiosidad de saber lo que dirían del suceso los dos periódicos de la localidad que él recibía, y eran ambos de la mañana. Desayunose deprisa; y al bajar al escritorio, mucho antes de la hora de costumbre, ya le habían metido en casa, por debajo de la puerta, El Océano, el cual periódico no se clareaba gran cosa acerca del asunto. Empleaba una de cal y otra de arena. Buenas eran las intenciones del proyectista; beneficiosos quizá sus proyectos; realizables acaso; pero también habían sido muy cuerdos los reparos que se le habían hecho; y para eso se discutía, para depurar las cosas y quedarse con lo mejor de lo bueno. En cuanto a los planes de Aceñas, no eran, al fin y al cabo, más que un modo particular de ver en el asunto, con el mejor y más patriótico de los deseos... En suma, que todo lo hallaba pasadero el articulista, menos la escasez de alumbrado en el salón de actos de una sociedad tan respetable. Lo de haberse quedado a oscuras a lo mejor tanto caballero pudiente, y verse obligados a salir del local alumbrándose con cerillas, no le parecía cosa mayor.

-Pues tampoco a mí las explicaderas tuyas, grandísimo pastelero, -exclamó don Roque, poco ducho en paladear ironías, arrojando con furia el periódico.

A poco rato llegó al escritorio el otro, El Eco Mercantil. ¡Éste sí que cantaba claro y ponía el dedo sobre la llaga! Según él, era una mala vergüenza lo que había pasado allí. Hasta se había puesto en duda, por la malevolencia de un puñado de pigmeos, la capacidad inmensa y el inconmensurable patriotismo del insigne autor de los dos proyectos que, una vez realizados por los medios fáciles y llanos que con asombrosa lucidez se exponían en la Memoria razonada («que, por cierto, dio motivo a uno de los discursos más hermosos y conmovedores que se habían oído ni se oirían en aquel salón»), hubieran engrandecido y regenerado a aquella infortunada ciudad, tan digna de mejor suerte. No había habido recurso, por innoble que fuera, de que no se echara mano para matar en germen aquella grande obra, fruto de colosales esfuerzos de una inteligencia superior, y de incalculables y mal agradecidos desvelos. Hasta se había acudido al arma del ridículo, explotando la estulticia de un desdichado, cuyos desvaríos, consentidos por el presidente, habían sido el castigo providencial de la desatinada conjura. Y así a este tenor seguía cantando el papel.

Don Roque le leía temblando de gusto y punteándole y comeándole con ¡bravos! y con ¡leñas! que a él mismo le levantaban del sillón destripado en que se sentaba.

-Esto siquiera le venga a uno y le consuela de verdad -díjose después de acabar la lectura.- Así se escribe, ¡con alma! Y no como vosotros, cantarines de chanfaina... «Pero ¡qué demonio! -pensó de pronto,- si, bien mirado el caso, lo de El Eco es como tener un tío en Alcalá... porque está puesto por el mismo Sancho Vargas: lo sé yo por el aire de ello, y porque siempre ha hecho lo mismo. Pero, con todo -añadió después de cavilar un poco,- la cuenta sale: la gente que no está en la malicia, no verá más que lo que cantan las letras de molde. ¡Buen golpe, amigo! ¡Bueno de veras!»

Y con esto se consoló por de pronto, y fue entreteniendo las impaciencias hasta la hora de darse un desahogo a todas sus anchas en el Casino. Las horas de culto en aquel santuario eran después de comer y antes de cenar. Comió poco; y con lo último de ello entre los dientes, se largó de casa, ignorando si, en lo veloz del paso que llevaba, podía más que el deseo de llegar pronto al gran salón, el de alejarse del otro lío, del doméstico, cuyas marañas no quería tocar mientras no se desenredase de las del primero, porque al pobre hombre jamás le habían cabido dos enredos juntos en el meollo, y aún le acontecía a menudo, como entonces, posponer en sus preocupaciones lo principal a lo secundario.

Todos sus consocios, menos Sancho Vargas, estaban ya allí. Tomó el caso a señal de que se le preparaba un triunfal recibimiento, como función de desagravio, y en esta inteligencia modificó el andar y rectificó su continente para encajarse mejor en el papel que le correspondía; pero no hubo tal cosa. Le dejaron llegar como todos los días, y, si quiso un saludo, tuvo que comprarle con otro. Esto le descuajaringó. Aguzó el oído útil para pescar el asunto de las varias conversaciones desanimadas que se cruzaban entre sedentarios y ambulantes, y no pescó una pizca de lo que él iba buscando. Nueva desilusión: ni siquiera se hablaba de ello.

Acaso hubieran hablado ya; pero ¿por qué no se renovaba el tema al verle llegar a él? ¿No era él la cabeza del partido derrotado en la sesión memorable? ¿No equivalía a un garrotazo en la suya el fracaso jaleado de los proyectos de Sancho Vargas? Y ¿por qué aquellos hombres no se movían para desagraviarle, por de pronto, y después para ayudarle a tronar contra el enemigo común? ¿Habrían prevaricado también? ¿Sería posible que ya no quedara en el pueblo más hombre de fiar, más hombre serio que él y, a todo tirar, Sancho Vargas? Todo podía creerse, visto como iban corrompiéndose las cosas del mundo, achicándose los caracteres y rebajándose las estaturas.

Sintiendo agigantarse la suya con el calor del supuesto, arrimose a Pepe Gómez, que poseía la única cara decente que había allí, y sentose a su lado. Saludole el otro con la más reverente afabilidad, y hasta tuvo la delicada ocurrencia de preguntarle:

-¿Y qué tal, mi señor don Roque? ¿Se va pasando ya la desazón de anoche?

-¡Desazón? -preguntó a su vez el hombre, con mal disimulado despecho; y en seguida prosiguió, alzando la voz, de modo que le oyeran los demás consocios, que no se curaban de él: -No fue grande, a Dios gracias; pero grandes o chicas, le aseguro a usted, mi buen amigo don Pepe, que no tiene vergüenza el hombre formal, independiente y serio que se las toma por convecinos ingratos, por compañeros... descorteses...

Y recorría con los ojos los grupitos del salón a medida que acentuaba las palabras, por ver si descubría en algunos señales de que les escocían. Pero nadie se daba por dolorido, ni siquiera por enterado de ellas.

-Es así el mundo, señor don Roque -dijo el pulido mozo, golpeándose una pernera con el bastón y enseñando los blancos dientes por la abertura de una sonrisa-, ¡y sabe Dios lo que sería si los hombres de empuje y de buena voluntad, como usted, le dejaran entregado a sus flaquezas originarias! Hágase el bien y peléese por las buenas causas, que no faltará quien lo vea, y lo estime, y lo bendiga...

-¡Cierto, cierto!, exclamó don Roque clavándose por el pecho en la lisonja del otro.- Pero, hombre, déjenle a uno el consuelo de desahogar sus disgustos entre los buenos amigos... si es que los hay. Que le ayuden, ¿eh? que le pregunten esto o lo otro sobre el caso... vamos, que le escuchen y le desenfaden tan siquiera. Porque si...

En esto entró en el salón Sancho Vargas, sofocado, jadeante, sudoroso, con el sombrero a media cabeza y un periódico en la mano.

-¡Esto es el colmo ya de la desvergüenza! -dijo en alta voz;- el sainete de la comedia que se representó anoche en la sociedad por esos caballeros finos y tolerantes, que me soltaron a Aceñas a última hora, como quien suelta un toro de Colmenar... Y nada: aquí no hay enemigos, aquí no hay envidiosos, como decía nuestro digno presidente. ¡Ah, señores! ¡ah, señores! ¡qué paradero aguarda a este pueblo que os vio nacer, por el camino que seguimos!

Preguntósele qué era lo que ocurría; a lo cual respondió, después de arrimarse a la chimenea y de desplegar el periódico arrugado que empuñaba:

-Pues ocurre lo que ya era de esperar, después de visto lo de anoche y lo que quiere decir esta mañana el gazmoñito de El Océano.

-Yo no leo más que El Eco Mercantil, y ese desde que tengo uso de razón, -dijo aquí un socio de los más ariscos y de los más viejos.

-¡Ah! pues gracias a ese respetable periódico, que pone hoy las cosas en su punto -replicó Sancho Vargas;- que si no, medrado estaba el público, y medrados estábamos nosotros con lo que pasó anoche, con lo que dijo esta mañana El Océano, y con lo que acaba de decir este papel que traigo en la mano, La Bocina del País, ese periódico desarrapado, insolente...

Pero ¿qué es lo que dice? -preguntó desde su asiento don Roque, que tiritaba de miedo y renegaba de las digresiones del otro.

-Una friolera -contestó Sancho Vargas, metiendo los ojos por el papel.- Se figura en la copla (porque el cuento está en copla, y de columna y media), que se titula Las constituciones de Sancho Panza, una ínsula...

-Hombre, ¡una ínsula! -exclamó aquí un erudito del auditorio, una de las dos cabezas de turco.- Y ¿qué es eso de ínsula?

-Ínsula -contestó Sancho Vargas, mientras se mordía los labios para disimular la risa Pepe Gómez, y abría don Roque los ojos y la boca para pescar en el aire la definición de la palabreja, que desconocía también,- es... lo que irá usted viendo poco a poco. Se figura una ínsula, una ínsula llamada Ba... ba... Aguarden ustedes. Ba... bara... Barataria... en fin, una ínsula que inventa el coplero, y a esa ínsula va Sancho Panza de gobernador... ¡Vean ustedes qué barbaridad! y va instruido por don Quijote, que ya se sabe que era un caballero que se volvió loco; y como instruido por un loco, el gobernador Sancho Panza empieza a arruinar la ínsula publicando y haciendo cumplir constituciones en que se manda, bajo pena de la vida, punto más, punto menos... lo que se contiene en mis dos proyectos leídos anoche en La Alianza... hasta que le sueltan un novillo de tres años... En fin, caballeros, lo mismo, ¡lo mismo que lo otro!

-Pues eso debe de ser gracioso -apuntó el Quevedo de allí.- Léanoslo usted, amigo don Sancho.

-¡Yo leer estas inmundicias! -exclamó Vargas indignado.- Sería hacerles una honra que no se merecen... Y hasta me extraña la indicación, hablando como lo siento.

-Y diga usted -interrumpió don Roque, que daba ya diente con diente, dirigiéndose a Sancho Vargas:- en el supuesto de que sea usted Sancho Panza el de la ínsula, ¿quién es el don Quijote que le instruyó en lo que debía de disponer en ella?

-Pues ese don Quijote -respondió Sancho Vargas con su poco de fruición,- debe de ser usted, por las trazas.

Riose el cónclave con esto, empalideció de ira don Roque, alzose del sofá súbitamente, irguiose hasta donde le fue posible y; encarándose de medio lado con el grupo de sus consocios, díjoles, con voz un poco descompuesta, cargado sobre el bastón y con un pie enderezado hacia la puerta de salida:

-Éstos son los frutos de ciertas semillas; éstas son las alas que dan a los malos las tolerancias de los buenos... Tomen, tomen ustedes a juego cosas como las de anoche, duérmanse, duérmanse en las delicias de crápula, y en la tonía y la pachorra, y diviértanse como si nada hubiera pasado, mientras el ofendido se consume la entraña de disgusto; déjenle, déjenle que se pudra solo... y no digo más. Adiós, señores.

Dijo, y se largó de allí, sofocado de coraje; pero muy satisfecho del alcance de sus indirectas y del aire de su salida.




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- VI -

Crema fina


Aquel día rebasó de los límites de lo empalagoso La estafeta local de El Océano. Como no iba firmada, las gentes indoctas que la habían leído se la colgaban a Casallena, fundándose en que aquél era su estilo, clavado; es decir, el estilo de que él abusaba cuando metía la pluma a revolvedora de estirpes, elegancias y finiquituras «de sociedad;» porque, como ya se ha indicado más atrás, Casallena valía mucho más que todas esas chapucerías de similor: pensaba por todo lo alto y escribía como un jerifalte; era agudo, ingenioso, castizo y ameno hasta más no poder; sólo que en cuanto le llegaba el acceso de cronista elegante, ¡adiós mi dinero! ya estaba con los ojos virados, la mano en la mejilla, y lánguido, lánguido, lánguido, trocando el tintero de sus glorias por una dulcera, y empapando las lisonjeras hipérboles de su pluma en almíbar de cabello de ángel. Entonces se dejaba ir como todos los del oficio ese, aunque, con algunas diferencias de arte, que no eran apreciables al paladar iliterato del vulgo leyente. Por esas diferencias, que saltaron bien pronto a los ojos de los expertos, se conoció al golpe que en lo de aquel día no había puesto su mano Casallena, como era la pura verdad; sin que esta aclaración signifique que era menos empalagosa, en lo esencial, aquella sección de El Océano, cuando la perjeñaba él.

Comenzaba de este modo:

«En el exprés de hoy se espera a la distinguidísima familia del egregio duque del Cañaveral, marqués de Casa-Gutiérrez. Es verdadera y hondamente lamentable para sus numerosos amigos de aquí y para la elagante colonia madrileña que nos honra este verano con su residencia en los hermosos hoteles de nuestra playa incomparable, que altísimos deberes políticos y particulares impidan a aquel insigne prócer acompañarla en el viaje, y le obliguen a retrasar el suyo algunos días. Felizmente no serán muchos, porque también en este modesto y oscuro pedazo de la patria querida reclaman al gran estadista excepcionales asuntos, que, por ser de los que tocan al corazón y esparcen en el sagrado del hogar el ambiente de las bendiciones del cielo y la luz de las auroras de mayo, han de arrastrarle bien pronto, con fuerza poderosa e irresistible, al seno de su adorada y elegante familia. ¡Ah, si no temiéramos pecar de indiscretos! ¡Ah! si lo que está todavía oculto, aunque, en transparentes cendales, en gasas sutiles, como ángeles entre arreboladas nubes, no lo estuviera, ¡qué grata, qué dulce, qué arrobadora noticia daríamos hoy a nuestras bellas y elegantes lectoras! Pero nos está vedado, nos está prohibido, nos está... ¿cómo lo diremos?... défendu, añadir una palabra más, y no la añadiremos. Entre tanto, consuélese nuestra high life con saber que dentro de pocas horas tendrá la dicha de poseer a la egregia dama, duquesa del Cañaveral y marquesa de Casa-Gutiérrez; a su digna hija, la bella, la elegante, la dichosa, la afortunada (como que en ella se adunan, y coexisten, y se compenetran la hermosura, el esprit y las riquezas); la bella, repetimos, la elegante, la dichosa, la afortunada duquesita de Castrobodigo; a su otra hija, la espiritual, la incomparable por su distinción y su donaire; en fin, María Casa-Gutiérrez, y está dicho todo; al joven duque de Castrobodigo, prez de la nobleza castellana y honra del Sport-Club; y, por último, a nuestro queridísimo amigo, al brillante joven Antonino Casa-Gutiérrez, unido a la buena sociedad de este pueblo por tantos y por tan fuertes vínculos; vínculos que aún se afianzarán más y más, estamos seguros de ello, en el transcurso de este verano; verano feliz y venturoso para ciertas almas d'élite, que bien merecido se lo tienen. Pero tente, pluma: ¿qué cendales, qué gasas tenues, qué nubes vaporosas ibas a desgarrar imprudente y temeraria? ¡Oh! el choque de la felicidad ajena en corazones bien nacidos, da por fruto inmediato la indiscreción. Es el torrente que avanza y se desborda. Perdón, afortunados e ilustres jóvenes, si del exceso de este mi desbordado torrente de entusiasmo por vuestra felicidad, se ha disgregado de la onda arrolladora un copo siquiera de leve espuma, que agite, que conmueva, que deshaga un solo pliegue del cendal, de la gasa, de la nube que oculta el delicioso misterio a los ojos voraces de la pública curiosidad.»

Después iba esto:

«En el mismo exprés debe llegar, según autorizadas noticias, el joven aristócrata y distinguido clubman, vizconde de la Hondonada, que desde hace días tiene tomada habitación en el hotel inmediato al que ha de ocupar durante la season elegante de este año, en la incomparable playa de esta afortunada ciudad, la egregia familia mencionada en el párrafo precedente, y de la cual forma parte el astro esplendoroso y vivificante, cuya atracción arrastra en pos de sí, como a su mimado planeta, al ilustre viajero de quien vamos hablando, y que ha de caer de lleno en el foco de aquel sol sin manchas, que calienta sin quemar, dentro de breve tiempo: a la vuelta de la hoy dispersa sociedad elegante de la corte, a sus hogares; a la apertura de los aristocráticos salones, templos suntuosos del lujo, de la elegancia y de la felicidad. Como este fausto suceso no es un secreto ya para nadie en el gran mundo, no pecamos de imprudentes al dársele a conocer a nuestras elegantes conterráneas, con la lícita vanidad de ser los primeros en cumplir esta ambicionada misión... ¡Qh, gracias, gracias, a quien es causa hechicera de ello, por tan inmerecida como honrosa merced!»

Y más abajo:

«Jira elegante.- Nos consta que se dispone una para dentro de pocos días al delicioso río Pipas, ideada por la galante y bizarra juventud de nuestra distinguida sociedad, en obsequio de las bellas y aristocráticas forasteras que son el ornamento de nuestra ciudad y de su playa incomparable, el presente verano, y de los hombres importantes de la política y de la alta banca, que nos honran más de lo que merecemos, eligiendo este apartado cuanto bello rincón de la patria común para solaz y descanso de sus trabajados espíritus, durante los días estivales. La jira se hará en uno de los vaporcitos de La Pitorra, fletado con este fin. El programa de la fiesta, con el menú del almuerzo, que ha de servirse a los invitados en una verde pradera festoneada de pomposos castaños y de atildados abedules, y cedida al efecto por un honrado y generoso labrador de aquellas pintorescas y fragantes comarcas; ese programa, repetimos, que ha de ser, por cierto, una curiosidad originalísima y del más depurado buen gusto, una primorosa obra de arte, en fin, será repartido con los billetes de invitación. Ahora, que el genio protector de los pastoriles recreos, espejo y remembranza de la feliz Arcadia de los poetas bucólicos; que las Ninfas y las Hadas y las Napeas bienhechoras, de aquellas aguas, de aquellos prados y de aquellas arboledas, conjuren las hurañas nubes, para que el día de la fiesta depongan los odres de sus diluvios, y dejen que luzca el sol en toda su pompa, que nunca será tanta que amengüe el brillo de los refulgentes astros que han de surcar, en el esbelto vaporcillo de La Pitorra, las mansas y cristalinas aguas del afortunado Pipas.»

Y así, por este arte, venía luego la noticia de un baile «en los lujosos salones del Casino Recreativo,» y detrás de ella la de «muy acreditados rumores de un five o'clock de confianza en casa de los distinguidos señores de Rasquetas, y un garden-party en la deliciosa quinta de los condes de Muñorrodero, a las altas horas de la noche, con hachas de viento, fumívoras, y farolillos a la veneciana.»

Y aún venían otras cosas más tan de plañir y amurriarse el lector, de pura dulcedumbre deleitosa, como las precitadas; pero como, en rigor de verdad, ninguna de ellas es propiamente conexa con el asunto del presente capítulo, con excepción de la primera, y eso porque no se diga que se sacan aquí los personajes por los cabellos y sin su debida filiación y razonada procedencia, vamos al asunto verdadero, comenzando por declarar que El Océano de aquel día, aunque empalagoso, estaba perfectísimamente informado.

Media hora antes de la llegada del expreso, el tronco de yeguas alazanas de don Roque Brezales, enganchado al landó recién venido de París, piafaba inquieto delante de la estación del ferrocarril, o tascaba el freno, resoplando y revolviéndose bajo las ligaduras de su flamante guarnición de plateado hebillaje, al sentir sobre sus amplios y rollizos lomos la tralla sutil con que castigaba sus impaciencias el adusto cochero, con sombrero de copa alta, guantes de color de teja y tirillas muy almidonadas, señal de que se repicaba gordo aquel día en casa de sus amos. Detrás de este coche formaba, también abierto, el de don Lucio Vaquero, que se le había prestado a Brezales para aquellos altos fines; porque aunque don Roque tenía más de un carruaje, sólo contaba con un tronco para todos ellos; y así resultaba que en los trances de apuro se veía en la necesidad de molestar a los amigos, que también le molestaban a él en idénticos casos. No era, por cierto, tan majo y tan vistoso el tren del señor Vaquero como el de su amigo Brezales; algo cuarteados tenía ya los barnices el landó y bien resobada la vestidura de tafilete morado, y no se distinguía el cochero ni por lo bien vestido ni por lo muy afeitado; ni tampoco relucían de gordos los desmazalados caballones, que dormitaban con la cabeza caída y el belfo lacio; ni de nuevos ni de limpios los arreos que llevaban encima; pero podía pasar todo ello, y, por último, el que daba lo que tenía no quedaba obligado a más.

Mientras estos dos carruajes daban «el tono» entre una docena de otros harapientos y desvencijados que acudían allí para buscarse la vida, exponiendo la de los infelices viajeros que en ellos se metieran, en el andén de adentro aguardaban, él con camisa limpia, sombrero de copa, levita seria y bastón de manatí, y ellas dos arreadas con los trapos y aditamentos que rigorosamente exigía la moda para aquellos lances y aquellas horas, don Roque Brezales, su mujer y su hija Petra, que, por cierto, estaba muy linda. Irene, por motivos de gran monta, no estaba allí; y esto, precisamente esto, era lo que amargaba aquellos instantes solemnes de la vida de don Roque, que no conocía el disimulo ni la fuerza de voluntad.

-¿No ha de ser chocante, mujer -decía a la suya, atormentado por un hormigueo interior que le consumía;- no ha de ser chocante que sea ella, precisamente ella, la única de la familia que falte aquí en esta ocasión?

-Y ¿qué vamos a hacerle? -respondió al último doña Angustias, harta ya de los ahogos de su marido.- ¿Es nuestra la culpa? ¿Hemos de traerla en una camilla y con la Guardia civil? ¡Buenos alientos me das, en gracia de Dios! Ten, ten un poco de correa, y atrévete a mentir con arte, como tendremos que mentir nosotras. Pues si todos los malos pasos fueran como éste... Harto peor es el otro, y no te apura tanto.

-¡El otro! -exclamó don Roque con espanto.- Porque le veo más lejos... ¡Pero si tú supieras!...

-¡Bah, bah! -contestó hasta con desgarro doña Angustias.- A ver si me dejas en paz; y ya que no me des ánimos, no me los quites. ¡Pues estoy yo lucida, para salir de apuros, con un hombre de tus agallas! Mejor fuera que consideraras, y no miento, que no tiene ella toda la culpa, y que nos está mirando ahora, y más ha de mirarnos después, toda la población, unos por curiosidad, y otros por envidia, y muchos... sabe Dios por qué. Con que hazte el pequeñito, y échate por los suelos.

Todo esto lo hablaba a media voz el excelente matrimonio, mientras paseaba por el andén, y Petrilla se entretenía alegremente en un corrillo de amigas suyas, que también aguardaban la llegada del exprés. A aquellas horas, ya había llamado don Roque como diez veces a un mozo de equipajes, conocido suyo, para encargarle siempre una misma cosa.

-Note olvides, ¿eh? Además de la familia del señor duque, mi amigo, vendrá un vizconde joven, amigo de ellos, y mío por lo tanto, que también traerá su correspondiente equipaje, ¡y no poco! Ojo a todo ello, y nada más te importe en cuanto llegue el tren. ¡Cuidado con que me faltes hoy!

Pasó otro cuarto de hora, y se oyó la última señal de la campana. Don Roque sintió también unos pitidos muy lejanos, hacia el Oeste; luego, y más próximo, el son clamoroso de una bocina; después, por encima de una peña vio unas guedejas flotantes de humo tan blanco como la nieve; y, por último, abocar a la llanura de aquel lado la faz monstruosa, negra como la pez y con un ojo solo hacia la frente, como los cíclopes de la fábula, llamados ojáncanos por Brezales, del monstruo que conducía en la panza lo que aguardaba el pobre hombre con descomedidas emociones; tan descomedidas, que, al ver aquello, le dio el corazón diez porrazos contra las paredes del pecho; llegó el hormigueo de antes a ser temblor espasmódico; empalideció el moreno sucio de su cara, y comenzó a no encontrar en el andén espacio bastante para revolverse.

-¡Venancio! -gritaba al mozo de equipajes, girando a un lado y a otro con el cuerpo y con la vista.- ¡Aquí, a mi vera, como te tengo dicho!... ¡Petrita! -añadía buscándola con la vista y alzándose de puntillas para mirar por encima de la muchedumbre que había ido reuniéndose allí.- ¡Acá con nosotros en seguida, que ya vienen! Y tú, Angustias, no te separes mucho, porque, ya lo sabes, el primer envite sobre el caso ha de ser el tuyo, si no hemos de echarlo a perder... Y es la gaita que no veo por aquí gentes de nota que yo contaba por seguras para recibirlos como es de razón. Ni siquiera el Gobernador civil... Pues no me parece eso bien del todo... Puede que no lo supiera... a pesar de que El Océano bien recio lo ha trompeteado... Verdad que cabe también que él no lo haya leído... Tampoco veo a don Lucio, que me prometió venir... ni a Sancho Vargas, que es la misma puntualidad y cortesía... ¡Venancio!... ¡No te alejes, caray! ¡Petrila!... ¡acaba de venir, mujer!... Pues, señor, ya está ahí. (¡Válgame la Virgen Santísima!)

En esto el monstruo se iba acercando, arrastrándose, arrastrándose, con un fragor sordo y profundo, como si, por donde se arrastraba, cayeran lluvias de peñascos en los abismos de la tierra; crecía por momentos el diámetro de su cabeza enorme, coronada de blancas y espesas crines; el ojo de la frente, dilatándose también, rechazaba en manojos los rayos del sol, que le herían de plano; y por la ancha hendidura de sus mandíbulas entreabiertas, asomaban las llamas de sus fauces incandescentes. Ya se oía el acompasado jadeo de su respiración de volcán, y el gotear incesante de sus espumarajos de fuego sobre la senda tapizada de empedernidas escorias. Acercose más, amortiguando la rapidez de su marcha, dócil al mandato del hombre que, encaramado en su cerviguillo negro, parecía regirle por una de sus antenas de acero; las gentes del andén, enfiladas poco antes a lo largo de la orilla, retrocedieron dos pasos, movidas de un mismo impulso temeroso; viéronse asomar racimos de cabezas por otros tantos agujeros de la panza del reptil; resonó bajo la alta techumbre de cristal el acompasado clan, clan, de la plataforma, al pasar sobre ella los cien poderosos e invisibles pies; siguió el monstruo avanzando lenta, descuidada y majestuosamente, como si aquellos ámbitos resonantes fueran la caverna de su elección para descanso de sus fatigas; y sin dejar de deslizarse todavía, y mientras se cruzaban entre los viajeros y los espectadores miradas de curiosidad, sonrisas cariñosas, saludos entusiásticos, en medio de un vocerío discordante, de unos rumores de colmena, del chirriar de las carretillas y el gritar de los empleados, fueron abriéndose las portezuelas cuyos eran los agujeros por donde asomaban los racimos de cabezas, y con ello quedaron a la vista las entrañas del endriago, henchidas de gentes de todas cataduras, que empezaban a bullir y revolverse en sus celdillas, como los gusanos en el queso.

-¡Aquéllas creo que son! -gritaba a lo mejor don Roque, que no cabía en su vestido.

-¿Cuáles? -le preguntaba su mujer, que toda se volvía ojos para mirar a derecha e izquierda.

-Las que van en ese reservado que acaba de pasar.

-Que sí. -Que no. -Que los de este compartimiento. -Que los de aquél de más abajo. -Que los del coche-salón. -Que los de la berlina...

Hasta que Petra, más serena y con mejor vista, dijo en el momento de detenerse el tren:

-Aquí están.

Y se lanzó con su madre hacia un «reservado» que se había detenido a pocos pasos de allí. Don Roque las seguía, tirando y llevándose a remolque al mozo de equipajes.

Nino y otro joven, que debía de ser, y lo era en efecto, el vizconde de la Hondonada, estaban de pie, tapando toda la portezuela, como dos fardos de bacalao, pues no a otra cosa más elegante se parecían con los guardapolvos, o fundas de lienzo crudo, que los envolvía de pies a cabeza; asomaba la suya, tocada con un sombrerete inverosímil, con muchos colgajos de gasas y buen acopio de flores y de hortalizas contrahechas, la «espiritual» y «donairosa» María, por la ventanilla de la izquierda; y por la de la derecha, que estaba desocupada, se veía en el fondo al resto de la familia como buceando en un mar de cestos, de maletas, de líos, de cartones, de sombrillas y cabás, que, ora se despeñaban en cascada desde las redes de la cornisa, ora rodaban en oleajes por el suelo. En medio de estas marejadas, revueltas por las impaciencias de la duquesita y su marido, flotaba, por decirlo así, la duquesa madre, sosegadamente entretenida en enderezarse los moños, tender sobre la cara el tupido crespón de color de rosa de su sombrero con lilas, y en esponjar los marchitos perifollos de su juvenil atalaje.

Nino y su futuro cuñado, en cuanto vieron a la familia de don Roque correr hacia ellos, saltaron al andén; y María, aunque con cara de mala gana, hizo en seguida otro tanto. Cambiados los besos, los apretones de manos y los saludos de costumbre, y hecha por Nino la presentación del vizconde en debida forma, saltó la pregunta que tanto espantaba a don Roque:

¿Por qué no estaba allí Irene?

Huyendo de la respuesta, que había quedado a cargo de las mujeres, Brezales se coló en el vagón abierto, seguido del mozo de equipajes y de la servidumbre de las señoras, que acudía presurosa desde su correspondiente agujero.

-¡Duquesa y señora mía!... y usted, señor duque, y usted, señora duquesita... -fue diciendo, por entrar, a medida que pasaba la más desocupada de las manos, la del bastón, de uno a otro personaje:- sean mil veces bien llegados a esta pobre, pero hermosa tierra, en que tanto se les quiere, y se les desea, y se les aguarda.

Se cree que don Roque llevaba en la memoria, desde la víspera, esta salutación, a la que correspondió la duquesa madre con media cabezada y tres cuartos de sonrisa; la duquesa joven con un poco más de teatro, y el duque con una explosión de alegría falsa; pero, con ser tan poco en conjunto, aún lo atajó don Roque a la mitad para decir:

-Ante todo, señores míos: aparten de estos equipajes lo que hayan de llevar ustedes a la mano, y hagan que me de los talones quien los tenga, para que este mozo, que es de mi mayor confianza, después de cargar con lo sobrante de aquí, recoja lo facturado... a ver, Venancio, ponte a las órdenes de estos señores... y ya sabes lo demás. Ustedes no tienen que ocuparse en nada, absolutamente en nada, más que en descansar en cuanto lleguen al hotel.

Y mientras, unos instantes después, se armaba otro tiroteo de besos y de saludos a la misma puerta del vagón, entre los del andén que querían entrar y los del vagón que se daban mucha prisa por salir, don Roque, colándose por los resquicios, asaltó al vizconde para pedirle... el talón de su equipaje, con los honrados fines que se conocen.

El vizconde, dándole las gracias con una cortesía muda, sacó una carterita de su bolsillo de pecho, y comenzó a rebuscar en ella con los dedos.

-¡Cadamba! -dijo algo impaciente porque tardaba en hallar el papelejo mezquino.- ¿Ónde le puse llo? ¡Toma! si le tae mi alluda de cámada... ¡Pedeguín!... ¡Pedeguiiinnn!

Con lo que quedó demostrado que el «distinguido clubman,» como le llamaba el cronista de El Océano, no andaba tan corriente de lengua como de pergaminos, defecto que parecía adivinarse en su cara rubiota y mofletuda, de ojos azules mortecinos, boca grande, labios gordos y entreabiertos, dientes largos y barba colorada, poco nutrida y rizosa. El cuerpo era arreglado a la cara, y el aire arreglado al cuerpo.

Precisamente todo lo contrario de su novia, que era menudita, pálida, de ojos negros, pero chiquitillos; nariz afilada, labios lisos y muy apretados, pocas líneas curvas en su talle, y muy suelta de pico cuando quería hacer uso de él, que, por las trazas, no debía de ser muy a menudo.

Esto mismo, en escala mayor, es decir, un poco más alta, un poco más gruesa, un poco más sana de color, con los ojos un poco mayores, los labios algo más abiertos, y algo más abundante de palabras y de sonrisas, era su hermana, «la bella, la elegante, la dichosa...» Cuyo marido la sacaba un palmo a lo alto, pero ni una pulgada a lo redondo, por donde quiera que se le tomara la medida. Era deslavazado como él solo, de poco pelo, barba lacia y dientes podridos.

Nino era bastante más bajo que su cuñado, muy marchito de cutis y excesivamante largo y correoso de pescuezo; muy enjuto de piernas y no desagradable de fisonomía, aunque andaban sus facciones a cien leguas de lo correcto y armónico. En todo él, de pies a cabeza, en unos puntos porque se transparentaban, y en otros porque saltaban a los ojos, se veían las rozaduras que deja sobre la naturaleza humana el paso continuo de las pasiones sin freno y de las horas despilfarradas.

En rigor de verdad, lo mejor de los recién llegados parecía, a cierta distancia, la vieja duquesa, como obra de talla y como bloque; sólo que, vista de cerca, ¡estaba ya la obra tan apolillada y emplastecida!...

En fin, tales como Dios los había hecho y el tiempo había ido transformándolos, unos cargados con paquetes y otras con saquitos más o menos caprichosos; éste medio entumecido, y la otra renqueando, y todos en peletón y revueltos con la familia de don Roque, entraron en el caudal del arroyo de gentes, que, desbordado por el andén, se iba encauzando, con bastantes apreturas, en el callejón de salida a la otra parte de la estación.

Una vez en la explanada, desmandose Brezales del rebaño, llamó a voces a los dos cocheros, arrimaron éstos algo más los respectivos carruajes, distribuyéronse en ellos las nueve personas; y pocos minutos después el complacido don Roque, llevando a su derecha a la duquesa del Cañaveral, al atravesar lo más vistoso de la población con rumbo a la playa, casi, casi se admiraba de que no estuvieran colgados los balcones y no se arrojaran desde ellos, entre estallidos de cohetes y el clamoreo de las campanas de la catedral, canastillas de rosas deshojadas, versos en papeles de colores y palomitas con lazos, sobre las gentes ilustres que le acompañaban y le seguían.

¡Ah! sin las negras y mortificantes visiones que iban persiguiéndole implacables, y le danzaban delante de los ojos, sobre el regazo de la duquesa, a las barbas del vizconde y donde quiera que fijara la vista azorada y recelosa, ¡qué grande, qué espléndido, qué venturoso hubiera sido aquel día para él!




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- VII -

Las de Sotillo


Eran tres también, como las hijas de Elena; pero con la diferencia notabilísima de que ninguna de las tres de Sotillo era mala, dicho sea en honor de la verdad, si la condición de fisgonas, charlatanas, entremetidas y embusteras, no quita ni pone un ápice a la buena fama de las mujeres; porque si se conviene en que quita, hay que declarar forzosamente que las tres de Sotillo eran punto peores que la más mala de las tres de Elena. La mayor se llamaba Jovita; la mediana Salomé, y la pequeña Loreto. Jovita era viuda sin hijos; Salomé y Loreto, solteras, y las tres huérfanas de padre y madre desde bastantes años atrás. Jovita andaba más cerca de los cuarenta y cinco que de los cuarenta; pero estaba muy bien conservada: era morena, de abundosas carnes, cuello corto y pelo negro y un tanto rizoso, de buena estatura, cara vulgar y aire resuelto. Salomé picaría en los treinta y ocho: tiraba a rubia, era esbelta y muy bien redondeada de contornos. A cierta distancia, con su andar airoso y su flamear de trapos y de pelos, cautivaba la atención de los inadvertidos transeúntes. De cerca ya no sucedía lo mismo: tenía la boca grande, y los dientes ralos y amarillos; el cutis áspero, la nariz un poco torcida, y los ojos chiquitines; y en cuanto al pelo, aquel pelo que ondulaba siempre al compás de las pisadas o al capricho de la brisa, desgajado en copos encrespados de las alturas de la frente, había quien opinaba que no era suyo, es decir, que era crepé, muy bien imitado del natural, eso sí, pero, al fin, postizo. Loreto, con los treinta y tres muy corridos, no era morena, ni rubia, ni blanca, ni hermosa, ni fea, ni notable por prenda alguna de su persona. El verdadero valor plástico de las otras dos, se puso algunas veces en tela de juicio por los desocupados y murmuradores de ambos sexos. Sobre las prendas personales de Loreto, nadie porfió jamás. Siempre fue para todo el mundo «Loreto Sotillo,» o a lo sumo, «la menor de las de Sotillo;» y de aquí no pasaba el interés de las gentes.

Así era por fuera cada una de las tres hermanas; por dentro, todas ellas eran lo mismo: las tres charlatanas; las tres curiosas; las tres ponderativas hasta el embuste inverosímil; las tres serviciales, cariñosas y placenteras; las tres igualmente engreídas de su linaje, de su riqueza, y a cual más incansable en recordar, en visitas y tertulias, al bisabuelo virrey, al abuelo corregidor, al tío superintendente; las alhajas por celemines, «de mamá,» y los prestigios y rimbombes «de papá,» en las cinco partes del mundo; a este general famoso, a aquel senador renombrado, al duque de X. y al embajador Z... todos amigos íntimos, cuando no parientes cercanos de la familia... En cuanto a las dos solteras, ¡si las tres fueran a decir las proporciones que habían desdeñado!... Y así.

Entre tanto, ni eran verdaderamente ricas, ni tal sangre azul corría por sus venas. Gozaban de «un buen pasar,» por auge fortuito de lo poco heredado del vulgarísimo matrimonio, y de lo aportado a la comunidad, con su cuenta y razón, por supuesto, de lo legado a Jovita por su marido, capitán de alto bordo, muerto de unas calenturas perniciosas en la costa de Guinea. Vivían en buena casa en el mejor de los barrios de la ciudad; vestían bien, se trataban con lo más escogido del pueblo, tuteaban a las señoras más entonadas, y comían a sus mesas cuando les daba la gana; eran bien recibidas en todas partes; vivían en perpetua visita, y en invierno daban reuniones todos los jueves, y se quedaban en casa para los íntimos la mayor parte de las tardes y de las noches; viajaban de vez en cuando... y siempre las tres juntas, y las tres alegres y felices y sabiendo las mismas cosas, es decir, todas las cosas que ocurrían en su pueblo, por arriba y por abajo, por dentro y por fuera.

Sabían, por consiguiente, lo de Irene, tan bien como don Roque mismo, o mejor, puesto que sabían algo que ignoraba todavía el pobre hombre, y de lo cual la propia interesada desconocía detalles muy importantes. Y sabiendo lo más, claro es que habían de saber lo menos, como el día y hora de la llegada de los de Madrid, con todos los episodios dramáticos que la noticia había producido en casa de «las de Brezales.» Así fue que, cuando Salomé, que había madrugado más que sus hermanas, leyó en El Océano de aquel día la primera parte de su Estafeta local, se sonrió con el más soberano desdén y corrió, con el periódico en la mano, al dormitorio de sus hermanas, que también lo era suyo; y aquí es de justicia advertir que ni para esa tan importante función de la vida podían estar separadas las de Sotillo. Cabalmente estimaban ellas los ratos de acostarse y de levantarse como los más tentadores y al caso para computar noticias, redondear resúmenes y cambiar impresiones. Conste, pues, que, por éstas y otras razones, dormían en un mismo cuarto, grande y debidamente provisto, eso sí; pero, al cabo, un cuarto con tres camas.

Dos de ellas estaban desocupándose cuando entró Salomé con el periódico.

-¿No os parece -dijo en cuanto cerró la puerta,- qué enterado anda de noticias Casallena? Primero se las viene echando de lince al contarnos que los de Madrid llegan hoy en el exprés. Desde ayer tarde lo sabemos nosotras. Pues escuchad esto otro.

Y les leyó en alta voz aquellas fiorituras cursis, en que el revistero quiere que se sepa y que no se sepa lo del acordado casamiento de Irene con Nino Casa-Gutiérrez.

-¿No está bien enterado el angelito de Dios? -continuó diciendo después de leer.- ¡Buen desayuno habrá tenido con ello Irene, si lo ha visto!... Por supuesto, que ella no va a la estación a recibirlos.

-Poca delicadeza tendría si fuera -apuntó Jovita, mientras bregaba por encajar los ganchos de su corsé en los agujeros correspondientes, que no coincidían como debieran,- con la perrada que la han jugado y la situación en que la han puesto... ¡Si parece mentira! Yo, en su caso, les enseñaría los dientes; y que vinieran, que vinieran los unos y los otros a ponerme delante la morcilla...

-¡Oh!, ya los enseñará, no tengas cuidado -dijo Loreto debajo de las faldas de una bata de percal que estaba pasándose por la cabeza.- Ya los enseñará... ¡Buena es ella para no hacerlo si se le pone en el moño, como tiene que ponérsele!... ¡Pobrecilla! ¡Qué noche habrá pasado!

-¡Y qué mañana estará pasando! -continuó Jovita.- ¿A qué hora quedó en verse Rita con la Cándida, Salomé?

Rita era la doncella de «las de Brezales,» y la Cándida una criada vieja, vieja en el mundo, y vieja en la casa de las de Sotillo; especie de hurón que ellas tenían para meterle en todas las conejeras y poner al alcance de su fisgoneo insaciable los secretos más recónditos. Los que no descubrían ella o la Nisia, la costurera de la casa, sólo Dios era capaz de descubrirlos.

Salomé contestó a la pregunta de su hermana:

-En cuanto se marchen ellos a la estación, y después que vuelvan con los otros, si ocurriera algo de particular.

-Y Pancho, ¿quedó ayer tarde en venir hoy también? Porque yo no comprendí lo que dijo al despedirse... ¡Es particular lo que ese chico menudea las visitas de algunos días acá!

-Pues bien claro está el motivo, mujer: nos cree enteradas de cosas que a él le interesan mucho, y viene a averiguarlas.

-Sí; pero de refilón y por sorpresa. ¿Por qué no las pide claramente?

-Porque entonces tendría que confesar lo que siempre ha disimulado por razones que ellos sabrán; y como las dos familias no se muerden y está el pobre tan aislado de ella últimamente, el muy zorro se las busca como puede. Y a eso viene aquí. Estoy segura de que está muy agradecido a la obra de caridad que hacemos adivinándole la intención y contándole cuanto sabemos y hasta lo que sospechamos. ¡Mira que también él debe de estar pasándolas bien amargas!... Por cierto que anteayer encontré al Padre Domínguez... ¿no os lo había dicho?... al salir de misa de ocho; y hablando, hablando, me preguntó por Irene ¡con un interés tan particular!... Dice que no la ha visto hace más de una semana, y que, como la halló tan espelurciada entonces, temía que no anduviera buena... Con que yo sospeché que me venía con segundas, y probé a tirarle un poco de la lengua, por si él andaba, en el ajo... ¡A buena parte fui! Lo que resultó fue que me sacó a mí él casi toda la verdad... ¿Querrás creer que se me hizo de nuevas?... ¡Ah! Otra cosa: también habla El Océano de la jira al Pipas: es cosa segura ya, por lo visto.

-Pues hay que trabajar eso -dijo Jovita deslizándose por el borde de la cama,- para que no nos suceda lo de la otra vez, que nos dieron la gran tostada. ¡Si ese arrastrado de Casallena se dejara ver, como solía!...

-Estará con las lombrices -replicó Salomé.- ¡Ah, qué imposible de chico!... Cuando más falta hace... Pues lo del baile del Casino, también resulta cierto; es decir, por cierto lo da El Océano, como da un fivocloque de la de Rasquetas, y una de esas... intemperies, nocturna, con hachas y farolillos, de la Muñorrodero. Nada, pinitos de gente pobre por remedar a la del gran mundo... ¿A que todo sale farándula?

-Mira, Salomé -interrumpió aquí Jovita, abrochándose sobre el rollizo busto un peinador muy holgado:- ya que estás aviada tú, dile a la muchacha que nos vaya sacando el chocolate, porque no hay tiempo que perder. Ese tren llega a las nueve y media.

-No te apures -respondió Salomé,- que el coche ha de pasar por esta calle a la ida y a la vuelta, y desde bien lejos le conozco yo en el rodar. Hoy llevan el landó nuevo. Yo creo que el farolón de don Roque le ha traído de Francia solamente para darse pisto este verano con la familia de su consuegro, el duque ese de la fachenda... ¿Me querréis creer? Pues es la pura verdad: me carga mucho tener que ir a visitarlos en cuanto lleguen. Pero ¡estamos tan obligadas! ¡Y ellos son tan imposibles!... ¡Ay, qué gentes!... Bien mirado, lo mejor es Nino, con estar medio podrido... Pero siquiera es francote y... al paso que los otros... Aunque no dejan de ser corrientes y amables, la verdad sea dicha...

-Y ya que se trata de esas cosas -interrumpió Loreto atándose una corbatita de crespón para tapar dos costurones escrofulosos que tenía en el pescuezo,- ¿en qué quedamos? ¿vamos o no vamos a visitar a las de Gárgola?

-Mujer -respondió Jovita, dándose unas manotadas en las caderas, porque tenía la aprensión de que abultaba con exceso por allí,- en la duda, pequemos por carta de más. Yo creo que debemos ir. ¿No es verdad, Salomé?

-Y mucho -dijo ésta abanicándose con El Océano, porque el día había amanecido caluroso en extremo, y en aquella habitación se sudaba el quilo.- Sea lo que se quiera, es la verdad que, aunque no las conocemos más que de haberlas saludado una tarde en las ferias, ello fue porque nos las presentó doña Angustias, de quienes somos tan amigas; y siendo tan amigas de doña Angustias, estamos medio obligadas a serlo también de las que lo sean de ella. Además, las de Gárgola ¡nos recibieron de un modo y nos hablaron con una consideración!... Solamente a mí, lo recuerdo muy bien, me miraron tres o cuatro veces, de una manera tan distinguida y tan interesante, como si quisieran darme a entender que tenían grandes deseos de entrar en relaciones con nosotras... ¡Ay, que ya van esos!..

Dijo; derribó la silla en cuyo respaldo apoyaba una mano; arrojó el periódico que la servía de abanico en la otra, y salió disparada del dormitorio; siguiola, a escape también, Loreto, haciendo pedazos con los pies El Océano que se le había enredado en ellos; y Jovita, que era la menos ágil y estaba acabando de calzarse con los apuros de siempre, suspendió la tarea, rompió a correr a su modo, y, estorbándole una zapatilla que tenía a medio calzar, la largó de una pernada para correr mejor. Aún llegaron las tres al mirador del gabinete de la sala a tiempo de ver pasar por la ancha calle el landó flamante y descapotado de «las de Brezales,» con toda la familia dentro, menos Irene.

-¿Veis cómo no va? -dijo Salomé con entonación de triunfo, mientras respondían las tres con cabeceos, sonrisas y besamanos a los saluditos que en idéntica forma las dirigían los del coche.- ¡Ay, qué elegantísima y qué sencilla va Petra!... Es el diablo esa chiquilla, hasta para disimular pesadumbres... y trapisondas.

-Vaya, que no las disimula mal su madre -añadió Jovita.- Y todavía luce cuando se viste, mujer... Parece que trae de herencia el señorío, como nosotras.

-En cambio, don Roque -apuntó Loreto,- cuanto más majo se pone, más enseña la estopa... ¡Ay, qué arte de almacenero en domingo lleva el infeliz!... ¡Válgame Dios, lo que hacen las talegas!..

-Pero ¿cómo no le habrán dicho en casa -observó Salomé,- que no es de tono ir al tren, a estas horas, de media etiqueta, aunque se vaya a recibir a duques y vizcondes? Al fin, señoríos de ayer acá... El demonio que le aguante esta temporada.

-Sí: cuando estaba mejor para esconderse debajo de una escalera y purgar allí ese pecado tan gordo de su bambolla.

-Pues veréis la que arma con el personaje nuevo, con el vizconde de la otra, de María, que, si no ha cambiado, parece una merlucilla en salsa verde... Y ¿cómo se van a componer tantos señorones en un landó solo?

-¡Otra boba!... ¿Pues no sabes que va también el de don Lucio Vaquero?

-Pues si no le han tenido antes en lejía, buenos van a ponerse de sebillo los que le ocupen: eso sin contar con la mugre del cochero y la sarna de las caballerías.

-Y a todo esto, la pobre Irene, mujer... ¡lo que ella estará pasando!... ¡Y lo que la espera!

-¡Pues mira que también lo que aguarda a los de Madrid!...

-Ya veréis cómo al último no es tanto como parece...

-Si estuviera yo en el pellejo de ella, no se saldrían con la suya.

-¿Quién sabe si se saldrán?

-Pues no tendrá vergüenza Irene, mira.

-En fin, allá veremos.

En éstas y otras se fueron a tomar chocolate deprisa y corriendo y consultando el reló para no faltar al paso de los dos carruajes, de vuelta de la estación y camino de la playa, quedándoles antes un ratito para lavarse la cara y arreglarse los moños a la ligera.

Aún no los habían dado el último toque, cuando llegó la Cándida trasudando y con fuelle. Espera que te espera, no había salido Rita. Tuvo ella que subir y colarse, bien armada de disculpas, por si acaso. Pero no hubo necesidad de ellas. En el mismo recibidor, sin ser vistas ni oídas las dos, pudo enterarse de todo. La señorita no había pegado el ojo en toda la noche: ruegos, lágrimas, sermones por la mañana: nada había bastado a reducirla a que fuera a la estación. Estaba emperrada en que no y que no había de ser, y se salió con la suya. No había ido. En cuanto se fueron los demás, unos a la fuerza y otros de mala gana, y todos porque no se diga, se había levantado y pedido el desayuno. No cató bocado: se puso a hojear el papel del día, y topó algo allí que la llegó muy adentro; porque la Rita la había visto, por el ojo de la cerradura, dar pataditas en el suelo, y después de hacer «un ruño» con el papel, echarse a llorar como una Magalena. Y así quedaba. Y no sabía más la buscona de los demonios.

-¡Lo mismo que nosotras calculábamos!

-¡Igual!

-¡Igual!

Y tan satisfechas y ufanas como si hubieran resuelto en una batalla decisiva la sempiterna cuestión de Oriente, se largaron al mirador para aguardar allí, con tiempo de sobra, la llegada de los viajeros.

Media hora larga de estufa, porque el sol daba de plano en aquella jaula de cristales, les costó la pueril curiosidad. El landó de don Roque apareció el primero. En seguida pescó Salomé que el coche venía muy mal cargado.

-Me lo estaba figurando -dijo a sus hermanas revolviéndose entre ellas como si tuviera hormiguillo,- porque no es ésta la primera vez que lo hace. El santo varón, muy repantigado en el lugar preferente al lado de la duquesa, y al vidrio una señora... Creo que es María... ¡anda, morena!... ¡Y cómo se descoyunta el infeliz mirando hacia los balcones para ver si alguien le envidia! ¡Hínchate, pavo, que ya me lo dirás cuando te sienten las plumas a disgustos!... ¡Hombre más imposible!... ¿Saludaremos con el pañuelo o con la mano?

-Jesús, qué emperifollada viene la duquesa! -observó Jovita sin responder a su hermana.- Toda color de barquillo: parece una momia empajada... Creo que nos saludan ya.

-Pues tenías razón, Salomé -dijo Loreto:- la del vidrio es María... ¡Ay, qué imposible está con ese tiesto de legumbres en la cabeza! Ahora sí que creo que nos saludan.

-Por sí o por no, saludemos nosotras... Así, con pañuelo y todo... ¡Bien llegados! ¡bien llegados!

-¡Mira con qué cara lo pide el pastralón de don Roque!... Sí, hombre, sí... ¡toma percalina con correa!

-Y el que va al lado de María debe de ser el vizconde... Ahora le veremos mejor... Ya está de frente.

-¡Hija, qué cebollón es!

-¡Y qué rojote y qué soso!

-La duquesa mira ahora.

-Y el vizconde se quita el sombrero... ¡Bien venidos, señores!... ¡Y qué bocaza de espuerta tiene!

-¡Bien venidos! ¡bien venidos!... Ya nos contesta María... ¡Adiós, adiós!

-¡Qué esmirriada viene este año! Parece un serrucho la infeliz. Os digo que está imposible esa chica.

-Qué quieres, hija, no es para engordar el lance.

-¿Qué lance?

-¡Miren la inocente! Pues ¿no tiene ya la boda para caer?

-¡Vaya un susto! ¡Bastante le importará a ella eso! Si estuviera enamorada...

-Y ¿por qué no ha de estarlo?

-¿De ese mostrenco?

-¡Qué cosas tienes, mujer!... ¡Adiós, adiós!... Pues mira, no dejan de ser afables en medio de todo; y la duquesa saluda con mucha gracia: se la conoce a cien leguas que es señora de mundo; siempre lo dije yo... ¡Agur, agur!... ¡Hasta luego!

-Ya están ahí los otros. ¡Como sardinas en banasta vienen! Tú, que no puedes, llévame a cuestas. A los rocines de don Lucio, la mayor carga.

-El del pescante es Nino. ¡Ay, qué tipo está!

-Parece que viene oliendo la corrida en pelo que le espera... Petrilla va espalda con espalda con él... ¡Qué mona, mujer!

-¿Sabéis que Amelia tiene mejor traza que cuando estuvo la última vez?

-¿Es la que viene a la derecha de doña Angustias?

-Naturalmente. Y enfrente suyo el duque... ¡Ay, qué pescuezo trae el infeliz, y qué encorvadón está!... Ya nos han visto.

-¡Bien venidos, señores!... Con el pañuelo todas a una, como antes... ¡Agur, Amelia... hasta luego!

-¡Adiós! ¡Adiós!... Saludad también vosotras otro poco, que van a doblar la esquina.

-Ya ¿para qué?

-Por si acaso miran hacia acá, y por los que nos estén mirando a nosotras desde la calle.

-¡Adiós! ¡Adiós!... ¡Adiós!

Al perderse de vista el coche, y aleteando todavía maquinalmente con su pañuelo, se le ocurrió una duda a Salomé:

-¿Habremos caído en falta nosotras con no ir a recibirlos a la estación?

Unánimemente declararon Jovita y Loreto, después de pensarlo un poco, que no.

Con esto iban a retirarse del mirador, donde estaban asándose vivas, cuando se le ocurrió a Salomé preguntar, apuntando con la mano a dos sujetos, o mejor dicho, a dos mitades (inferiores) de sujeto, que se movían en la calle, debajo de sendos quitasoles de percalina blanca:

-¿No es Casallena uno de ellos?

-Por el andar, parece él -respondió Loreto.- Ahora se le ve mejor... Justamente: el mismo... Y el otro, Juanito Romero.

-¡Esos sí que sabrán cosas! -exclamó Jovita relamiéndose;- y además, lo de la jira y lo del Casino...

-Pues por eso precisamente me fijaba yo tanto -repuso Salomé.- Cerca de quince días hace que no he echado la vista encima a esos condenados... Y antes no salían de aquí... Pues como lleguen a mirar, los llamo... ¡Ay! que me parece que mira Juanito... Por si acaso... ¡Adiós, tunantuelo!

-Ya te contesta -apuntó Jovita.- Y ahora mira también y saluda Casallena... Pues me alegraría que subieran un ratito.

-Y yo también, -añadió Loreto.

-¿Sí? Pues ahora lo veréis... Voy a amenazarlos. ¡Ah, pícaros, qué correa del pellejo les he de sacar a ustedes en cuanto los tenga a tiro!... Ya me han comprendido el ademán.

-¡A ustedes, a ustedes, sí! -ayudó Loreto con cuatro cachetitos al aire.

-¡Vaya si me las han de pagar!- continuó Salomé.- ¡Y se hacen los ignorantes y los santitos de Dios!... Ahora los llamo... ¡Suban, suban! -Y pintaba la acción con la cabeza y con las manos.- ¡Suban, y verán si nos mordemos la lengua!

-Entender, lo han entendido -observó Jovita;- pero parece que dudan, como si fueran a estorbar... Marca más las señas; nosotras también se las haremos... ¡Que sí, picarones; que queremos ajustarles a ustedes las cuentas ahora mismo!

-¡Suban, suban, y verán cuántas son siete!

-Creo que van a decir que sí... Se miran uno a otro... Que sí han dicho...

-¡Ya vienen!

Cuando los vieron dirigirse hacia el portal, corrieron las tres al interior de la casa, cerrando puertas del corredor, que estaban abiertas, y escondiendo a puntapiés cepillos y cogedores y otros útiles de limpiar que andaban por los suelos; ajustándose los talles, encrespándose las faldas y retocándose el cabello; poniendo en orden algunos muebles de la sala; entornando los postigos de los balcones y corriendo las colgaduras para templar la crudeza de la luz, que de ordinario las molestaba y en aquella ocasión mucho más: todo a escape; y tan a escape, que aún les sobró tiempo para volver al vestíbulo y entreabrir la puerta de la escalera antes de que llegarán a ella los dos mozos que subían.




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- VIII -

Nada en substancia


Jadeaban Casallena y Juanito Romero cuando llegaron a la meseta del piso de las de Sotillo. Al cabo era un tercero con entresuelo, y el calor sacaba ampollas aquel día. Las tres hermanas los aguardaban amontonadas a la puerta, a medio abrir. Casallena, pálido de suyo, bastante largo y muy estrecho, con la fatiga y el calor verdegueaba un poco en la penumbra de la escalera, y costaba trabajo entenderle las primeras palabras que dijo allí, por lo tenue de la voz y lo reseco de lengua. A Juanito le sucedía lo propio, pero por causas diametralmente opuestas: era regordete y bajo, y al hablar jadeando, le resultaban gritos, por ingobernable impulso del ancho fuelle de sus pulmones.

Por fortuna, lo que quisieron decir al llegar no fue de importancia; y tanto valdría que lo hubiera sido, porque las tres de Sotillo se lo hablaban todo y a un mismo tiempo, sin escuchar a nadie ni saber lo que decían a punto fijo. Mucho apóstrofe, mucha amenaza en broma, mucho mote y mucha injuria de chanza; risitas picaronas y carcajadas a la fuerza; y ellos entrando poco a poco en medio de la algarabía, con excusas irónicas, hiperbólicas protestas y algún epigrama cruel que se perdió en el estruendo; y así hasta la sala, después de haber sido despojados violentamente en el camino de los sombreros y de los quitasoles.

A Casallena ya le conoce el lector por haberle visto y oído en la tertulia del café, que se pintó en el capítulo II, con bastantes pormenores; pero no a Juanito Romero, aunque era de los concurrentes a la mesa aquella tarde y todas las tardes. Sólo que le dio entonces por no desplegar los labios ni hacer otra cosa que balancearse en la silla que ocupaba, como tenía por costumbre siempre que le acometía el spleen, es decir, lo que él llamaba spleen porque había estado en Inglaterra; pues, en rigor de verdad, no excedía todo ello de una ligera distracción; y por eso pasó inadvertida para el lector esta figura, de los primeros términos de aquel cuadro, y del que bien puede llamarse «de honor,» de la juventud de entonces; o, siguiendo el símil ya usado más de una vez en este descosido relato, una de las canoras cigarras de aquella ciudad de hormiguitas.

En lo físico, ya se acaba de decir que era regordete y bajo; añádase ahora que tenía cutis de mujer, la barba y el pelo negros, y en los ojos un ligero estrabismo convergente, con lo cual, y una sonrisa que de continuo le retozaba en los labios, tomaba su cara una expresión, como entre cándida y maliciosa, que resultaba agradable, y se tendrá su retrato de cuerpo entero. En lo moral no se desmentía lo físico. Era dúctil y complaciente en grado sumo, y la curiosidad el demonio que más le tentaba. Caía muy bien entre damas, y poseía el don de entretenerlas y la virtud de sufrir con deleite a las más inaguantables. Sabía cosas de las que a ellas les gustan, y, sobre todo, contárselas bien, obra mucho más difícil de lo que parece; pues entre lo cáustico y lo empalagoso, entre lo nimio hasta la insulsez y lo culto hasta la petulancia insoportable, se han dado de calabazadas y desacreditado para siempre más de cuatro galanes finos: con diploma de narradores amenos en corrillos de barbudos. Pide un temple singular el trato con la mujer ociosa y-elegante, en el que entran, como a gentes principales, aunque parezcan al profano materia inerte, hasta el metal de la voz y el manejo de los dedos índices. Juanito Romero conocía este temple, y además gozaba, por don generoso de la naturaleza, de cierto instinto de asimilación de inclinaciones y gustos femeniles, que le daba hecha la mitad de su labor en él, para otros, inútil empeño de tener «mucho partido con las señoras.» Por lo demás, era mozo listo, doctor en derecho, escribía con gracia y hablaba bien, lo mismo de toga que de americana.

-A ustedes, grandísimos pícaros -decía Jovita en el momento de sentarse en el sofá, junto a los dos amigos,- hay que cazarlos a tenazón... ¡ja... ja... ja!... para darse una el gustazo de decirles cuatro perrerías...

-Que bien las merecen, o no hay ya justicia en el mundo -añadió Salomé desde su sillón, forrado de seda azul, como toda la sillería de la sala:- ¡cerca de quince días sin poner aquí los pies, ni dejarse ver en ninguna parte! ¿Habrá picardía como ella?

-Así es que, en cuanto los vimos a ustedes -continuó Loreto desde el sillón frontero al de Salomé,- después que pasaron los amigos de Madrid, dije yo a éstas: «¡a ellos, antes que se nos escapen!...» Y todavía andaba con remilgos esta boba.

-Mujer -replicó la aludida,- teme una abusar; porque cuando ellos se nos venden tan caros...

-Y además -añadió Jovita,- la hora no es de las más a propósito para hacer visitas a nadie; y como ellos son tan cortos y mirados, aunque a una le sobre franqueza para recibir a los buenos amigos con la casa revuelta, y de trapillo, como estamos ahora...

-Visita, ¿eh? -exclamó Salomé, retorciéndose como un sacacorchos, a fuerza de contorsiones y de manoteos al aire y de mirar a unos y a otros.- ¡Buena visita te dé Dios! A juicio es a lo que vienen aquí: a dar estrecha cuenta de su mala conducta. ¡Jajajá!

Y en verdad que, al verlos codo con codo, embutidos en un ángulo del sofá, con las cabezas algo caídas y sufriendo resignados y silenciosos aquel aluvión de cargos con que los aturdían las tres mujeres que los rodeaban, más que caballeros en visita, parecían dos rateros en la prevención, después de haber sido atrapados con las manos en la masa por los guardias municipales.

Pero, en fin, como todo pasa en este mundo, también pasó la borrasca aquélla de vana palabrería; y entonces Casallena pudo meter baza en la conversación, y hablar estas cuatro palabras, siquiera por decir algo:

-Yo, señoras mías, les doy, ante todo, infinitas gracias por esa estimación que me demuestran echándome aquí tan de menos; pero les juro que con este arrastrado oficio que me tocó en suerte, no soy dueño de mí mismo cuando más necesito serlo; y créanme que, sin un motivo tan poderoso, no me hubiera castigado con la pesadumbre de no verlas a ustedes y no gozar de su amenísimo trato en tantos días.

-Digo -añadió Juanito Romero,- dos cuartos de lo propio. ¿Quieren ustedes que se lo acredite con un testimonio en papel sellado de los señores de la Audiencia, que ya están aburridos de tenerme delante todos los días oyéndome decir casi las mismas cosas para defender a bribones de un mismo pelaje? Porque también esa ganga es de las que da mi oficio.

-¡Miren los santitos de Dios -dijo, a todo esto Salomé, que era la más traviesa de las tres hermanas,- que no son capaces de romper un plato, qué vida tan ejemplar y aprovechada han traído! Para el diablo que los crea. Como si no supiéramos aquí...

-Palabra de honor, Salomé.

-Pueden ustedes creernos...

-Pues no se les cree -insistió Salomé con nuevas contorsiones,- porque no debe de creérselos; y, sobre todo, porque papeles cantan.

-¿Qué papeles? -preguntó Casallena fingiéndose muy sorprendido, y mirando tan pronto a Juanito como a Salomé.

-Sin ir más lejos -respondió ésta,- El Océano de hoy.

-¡Ajá! -apoyaron las otras.

-Y ¿qué hay en ese periódico -preguntó Juanito Romero con mucha socarronería,- que nos acuse y nos comprometa de tal modo?

-Nada que tenga que ver con usted, la verdad sea dicha -contestó Salomé;- pero con Casallena, ¡uf! Toda la Estafeta local, de punta a cabo. ¿Les parece poco?

-Chúpense esa, -dijo Loreto.

-Y vuelvan por otra, -añadió Jovita.

-Pues vuelvo -dijo Casallena,- y pregunto lo mismo que preguntó éste: ¿qué hay en la Estafeta local de El Océano de hoy que demuestre lo que ustedes afirman, para mi perdición?

-La prueba innegable -respondió Salomé,- de que se ha pasado usted toda la semana de fisgoneo. No se aprenden en menos tiempo tantas cosas como las que usted cuenta allí con tantos pelos y señales... Pero, hijo, si en todas ellas anda usted tan bien informado como en lo que nos tapa con aquellas nubes y con aquellas gasas tan transparentes y vaporosas, que le devuelvan el dinero, porque eso es robárselo.

-Y de mala manera, -apuntó Jovita.

-En primer lugar, señoras mías -dijo Casallena,- yo no puedo ni debo responderde eso, porque no lo he escrito. Habrá sido éste.

-¿Yo? -dijo Juanito respingando un poco.- Yo no hago esas cosas nunca por escrito. No me da el naipe para ello. Será obra de Juan Fernández.

-Juan Fernández -observó Salomé,- no las gasta de ese género... a juzgar por lo que escribe con su firma.

-Usted no sabe -dijo Casallena muy serio,- de lo que es capaz Juan Fernández cuando pierde los estribos: no hay hipérbole que le asuste ni estorbo que le detenga.

-Pero, después de todo -dijo Juanito,- ¿qué hay de malo en lo que se declara allí?

-Hablando con formalidad -interrumpió Jovita,- y sea quien quiera el que lo ha publicado, allí se da a entender que está arreglado el casamiento de Irene Brezales con Nino Casa-Gutiérrez, y todo el mundo sabe aquí lo que hay sobre el particular.

-Y, francamente -añadió Salomé,- aquellos sahumerios acaramelados resultan una broma muy pesada para la pobre Irene...

-Que ha hecho añicos el periódico en cuanto lo ha visto, -concluyó Loreto, queriendo ponerse grave...

-Por supuesto -interrumpió Salomé,- que no ha ido a recibirlos, como ustedes habrán notado...

-Ni ha pegado el ojo en toda la noche -añadió Jovita,- después de una batalla atroz con los de casa: ellos que había de ir, y ella que no... Les digo a ustedes que se van a ver grandes cosas a la hora que menos se piense..

-Bien decía yo-observó Salomé, cambiando también de tono y de maneras,- que conociendo estos chicos, como deben de conocer, lo que ocurre sobre esa caso infeliz, no habían de ser tan imposibles que fueran a publicar...

-Luego mal podía -dijo Casallena,- ser de mis manos esa mala obra, que yo lamento como ustedes.

-Palabra de honor -añadió Juanito Romero, con evidente deseo de ser creído,- que no sabemos de quién es, y que hace un rato deplorábamos éste y yo el suceso. De seguro se ha dado la noticia con la más honrada intención, por alguno que ignora lo que está pasando. ¡Como allí entra tanta gente a todas horas!...

-¿De manera -repuso Salomé,- que tampoco sabrán ustedes lo que hay de cierto sobre la jira de que se habla más abajo?

-Eso sí -respondi6 Juanito,- porque somos de los paganos.

-De los rumbosos: no sea usted tan modesto...

-Pues rumbosos, sí, señora. ¿Qué quiere usted? O somos o no chicos finos, de lo mejor en la clase; y estamos obligados a obsequiar a los forasteros distinguidos con la flor y nata de lo que tenemos.

-De manera -observó Jovita,- que las que no somos ni forasteras ni distinguidas, nos quedaremos en tierra, como de costumbre.

-Eso sí que no -respondió Juanito.- Porque las forasteras no han de ir solas en la jira, y de la flor y nata han de ser también las indígenas que las acompañen; y siendo esto así, díganme ustedes cómo es posible que se que den sin cartas en ese juego las mejores jugadoras. ¿Me explico, señoras mías?

-Además -añadió Casallena,- Juanito es de la comisión, y con esto está dicho todo. De manera que podrá pasar hasta el ochavo moruno; pero no lo que pasó la otra vez en un caso semejante. Conque váyanse preparando, amigas de mi alma, que la cosa va a ser pronto a las primeras mareas vivas.

-Pues no se hable más de esto -repuso Jovita,- y dígannos si es cierto lo demás.

-¿Cuál es lo demás? -preguntó Casallena.

-Lo del baile del Casino.

-Para después de la jira, si la crema de acá tiene agallas para correrse.

-No entiendo...

-Para pagar los gastos; porque ya va de tercera este verano.

-¡Ave María! -exclamó Salomé;- ¿tan al rape andan esos chicos pudientes?

-Se han dado casos, Salomé, bastantes casos, de renunciar al deleite por la pícara contra de lo que cuesta. Hay que decir la verdad: los chicos son de buen querer; pero los papás son de otra pasta muy distinta: cera antigua, de esa que no se corre fácilmente...

-¡Ay, qué chicos éstos más famosos! -dijo riéndose Loreto.- Y lo del fivocloque de la Rasquetas, ¿es o no cierto?

-Rumores, y nada más, según mis noticias -respondió Juanito.- No pegan ni con cola esas fiestas en verano.

-Y lo del garden-party -añadió Casallena,- -idem per idem: rumores, y no más que rumores, a mi entender. Y a fe que lo siento, porque es fiesta que luciría.

-¡Vaya!, -exclamó Salomé aguzando mucho la atención.- Con esos hachones...

-Fumívoros, -concluyó Casallena muy serio.

-Eso es -asintió Salomé atormentada por el deseo de saber lo que quería decir fumívoro, pero sin atreverse a declararlo.- Y también farolillos a la veneciana... Son cosa de gran lucimiento esos hachones...

-¿Ustedes los han visto alguna vez? -preguntó Juanito.

-¡Muchísimas! -respondieron las tres hermanas a un tiempo con pasmosa formalidad.

Casallena y su amigo se miraron de reojo.

-Mujer -observó inmediatamente Salomé,- lo que yo no recuerdo bien es cómo estaban colocados la última vez que los vimos... me parece que fue en una fiesta de esa clase que dio el marqués de Pajeros... ni en qué consistía lo de...

-¿Lo de fumívoro? -preguntó Juanito.

-Cabal.

-Pues eso consiste -repuso el mozo, atusándose la barba y contoneándose en el sofá, en un botón que tienen hacia el medio... ¿Se enteran ustedes? Hacia el medio. Pues bien: se aprieta en él sin cesar; y el humo, ¿eh? el humo... en lugar de subir, baja... baja y se cuela por un canalito interior que hay en el hacha. Allí se enfría en seguida, con el relente de la noche... ¿se van enterando? y acaba por convertirse... en algo así como... como rocío; rocío que se corre hasta el extremo inferior del canalito, y cae, por último, en gotas, al suelo. De ahí le viene el nombre de fumívoro al hachón: se traga su propio humo, para que no moleste a nadie.

-Justamente! -exclamó Salomé marcando el adverbio con dos palmadas y medio saltito en el sillón.- ¡Cabeza como la mía! ¡Pues poco que nos llamó a nosotras la atención!... ¿no os acordáis?... aquel teclear de los hombres con los dedos. «Pero, mujer,» os pregunté yo una vez, «¿por qué teclearán así sin parar?» Y era para eso, para apretar el botón del humo. Ni señal de él notamos en toda la noche.

Los dos amigos no sabían cómo ponerse para contener la risa, que se les escapaba a borbotones.

-De lo que no estoy yo segura -continuó Salomé,- es de si aquella fiesta fue lo que se llama una verdadera... inclemencia... quiero decir, intemperie, de esas como la que piensa dar la de Muñorrodero...

-¿Un garden-party? -preguntó Casallena, relamiéndose de gozo, porque le tenía grandísimo siempre en oír despotricar a aquellas excelentes señoras.

-Eso mismo -respondió Salomé.- ¡Nunca me acuerdo de la condenada palabra extranjera! Pues esa fiesta que se llama así, es la que a nosotras nos mete en dudas. ¡Como ha visto una tantas! Porque ustedes no pueden figurarse qué vida de reventadero es la nuestra en cuanto llegamos a Madrid, por el afán de obsequiarnos tantísimos parientes y amigos como allí tenemos, relacionados con lo mejor de la corte... Y tanto ve una y tan deprisa y en tantas partes casi a la vez, que se forma una maraña con los recuerdos de todo, y se vuelve una imposible, vamos, lo que se llama imposible.

-¿Y por eso -dijo Casallena,- no sabe usted en este instante, a punto fijo, lo que es un garden-party?

-Cabalmente.

-Pues yo tampoco.

-¿Que no lo sabe usted?

-No lo creas, Salomé, -dijo Loreto.

-¡Grandísimo embustero! -exclamó Jovita.- ¡No saber una cosa tan sencilla un cronista de salones!

-Pero de salones de acá -corrigió con gran mesura Casallena,- que no es lo mismo, ténganlo ustedes muy en cuenta. Además, yo no he puesto eso de la Muñorrodero en El Océano, y no estoy obligado a descifrarlo. De todas maneras, aquí tienen ustedes a Juanito que nos puede sacar a todos de dudas, porque conoce el inglés... y los hachones fumívoros.

-Lo mismo que estas señoras -dijo el aludido muy impávido.- De modo que si la fiesta en que ellas los vieron fue un garden-party, ya saben en qué consiste.

-Pues no es otra cosa, -afirmó Casallena para salir del paso.

-¿Nada más? -preguntó Salomé, como si le pareciera poco y lo hubiera visto alguna vez.

-Nada más, -contestaron los dos amigos.

-Y hablando de otra cosa -dijo Loreto,- ¿han estado ustedes en la estación a la llegada del exprés?

Contestáronla que no.

-¿De manera que no saben ustedes qué recibimiento ha tenido esa familia allí?

Otra vez la dijeron que no.

-¿Ni han tenido ocasión de conocer de vista al vizconde ese que ha llegado con ellos, novio de María Casa-Gutiérrez?

Tampoco habían tenido esa ocasión, sino a medias, viendo pasar los dos coches rápidamente hacia la playa.

-Hijos -exclamó entonces Salomé,- ¡qué ganga se han perdido ustedes! ¡Ay, qué tipo!

-¿Y no sería mejor -preguntó Juanito,- que echáramos unos parrafejos sobre el caso de la otra, de la pobre Irene Brezales, enfrente de esta complicación tremenda de sucesos?... ¡Qué tosas sabrán ustedes!

-¡Para la inocente que se las contara si las supiera! -le respondió Jovita.

-Y ¿qué sabemos nosotras que no sepan ellos? -le dijo Salomé.- No te dejes seducir, Jovita, que estos tunantes son muy largos.

-No sé -respondió Casallena,- por qué hemos de saber nosotros tanto como ustedes saben.

-¡Pues digo! -repuso Salomé,- ¡los íntimos del interesado!

-Ese interesado harto hace con llevar la cruz en silencio y medio a oscuras; porque ésta es la verdad: ignora la mitad de lo que le pasa... digo yo que la ignorará.

-¡Y quieren ustedes que sepamos nosotras mucho más! ¡Estaría bueno eso!... Vamos a ver, para hablar un poco de todo: ¿conocen, digo, tratan ustedes a las de Gárgola?

-¡Buenas personas! -respondió Casallena.

-¡Guapas chicas! -añadió Juanito.- Este verano andan mucho con las de Brezales. ¿De qué les viene la amistad?

-De haber sido recomendada toda la familia a la de don Roque por un corresponsal muy poderoso de Madrid... Creo que ellas también son ricas...

-Y desde luego muy guapas, como afirmó hace un instante Juanito, que es voto en la materia -dijo Casallena,- y además muy sencillas y además muy elegantes, y además muy modestas... Y ¿por qué me preguntaban ustedes si las tratábamos?

-Porque nos dieran algunas noticias de ellas, -respondió Salomé.

-Creía yo -dijo Juanito,- que eran ustedes amigas suyas.

-Pues ahí está el caso -observó Loreto,- que estamos a punto de serlo...

-Nos han ofrecido su casa -apuntó Jovita,- y pensamos ir a visitarlas de un día a otro.

-Nos las presentaron las de Brezales -añadió Salomé,- una tarde, porque ellas les habían pedido ese favor... Conocen en Madrid a algunos parientes nuestros; y, sin duda, por lo que les han oído, tenían ese deseo tan natural. Y ¿qué ha de hacer una? Esto, aun tratándose de personas menos distinguidas y simpáticas que esas... Por lo demás, hijos del alma, pueden ustedes creérmelo, y lo mismo les dirán éstas, porque las tres pensamos de igual modo sobre este particular: cada nueva relación que nos cae de esa clase, es una pesadumbre; porque se va haciendo aquí la vida imposible en el verano. No hay cuerpo que lo resista, ni tiempo que alcance para tantas atenciones y jaleos. En las calles no se cabe, el ruido aturde, el polvo ahoga; aquí las ferias, allá conciertos; hoy toros, mañana jiras; fuegos esta noche, en la siguiente veladas en la playa, aunque allí siquiera hay espacio y fresco que respirar; ¡pero en el ferial!... en aquel callejón de fuego, pues no parece otra cosa, tan angosto y tan espeso de luminarias por arriba y por los lados, con los gritos de los tenderos, y el cencerrear de los teatrillos, y la marca de gentes que la llevan a una en vilo, materialmente en vilo, algunas veces; y métase usted en este barracón, apestando a moco de candil, para ver el monstruo de las tres cabezas, o los hombres chiquitines, o los espectros ensangrentados; o en el circo de los caballitos, o en el caserón de las fieras, y en esta rifa y en aquel barato... porque hay que verlo todo, y dar cuenta de todo a los que no lo hayan visto, para que vayan a verlo, como si fuera negocio de una... Por suerte, ya acabó eso por este año. Deme usted luego las visitas de cumplido y no de cumplido a éstas de Valladolid y a las otras de Salamanca o de Segovia, y lleve a las recomendadas de la Ceca a la Meca para hacerlas los honores y muy agradable la temporada, ahora en tranvía, después en ferrocarril y luego en vapor, y al otro día en coche por la carretera; a este paseo, a aquel espectáculo; a la playa; de día por esto, de noche por lo otro; al pueblecillo de aquí, porque es de secano; al de allá, porque es de regadío... en fin, la mar de cosas, de gentes y de jaquecas. Y así, más de medio julio y casi todo agosto... ¡Ay, qué ganas tengo de que llegue septiembre!...

No dijo más Salomé, porque la faltó el resuello; pero lo dicho lo dijo de perlas. Casallena y su amigo la aplaudieron a rabiar, por entusiasmo de artistas solamente, puesto que les era bien notorio que todos aquellos lamentos eran un puro embuste.

-Y tiene muchísima razón, -añadieron al aplauso de los mozos las otras dos embusteras.

-¡Yo lo creo! -exclamó Salomé en un arranque de actriz poseída; y luego, sin considerar que desmentía con ello todo lo que acababa de fingir, continuó: -¿Y para qué? Para que venga el otoño y nos quedemos en cuadro, y cada uno se meta en su casa, tristón y macilento, a murmurar de su vecino y a husmear vidas ajenas o a pedir por Dios a infelices como nosotras que, de vez en cuando, los reunamos aquí para no morirse de pesadumbre y de frío... porque hay que decir la verdad: los inviernos en este pueblo son imposibles, ¡lo que se llama imposibles!

Aquí también la aplaudieron los mozos; pero no por la brillantez del párrafo, como antes, sino por lo que, en opinión de ellos, tenía de verdad en el fondo; es decir, por todo lo contrario de la otra vez; cuenta en que no cayó la aplaudida, ni tampoco sus hermanas, porque las tres andaban tan acordes en estas incongruencias del meollo como en todo lo demás.

Estando en estos graves asuntos ocupada la tertulia, se oyó la campanilla del vestíbulo, y luego la puerta de la escalera; en seguida un pisar de cierto modo en el corredor; y, por último, el mismo sonido de pasos lentos, que no sonaban, en el gabinete contiguo a la sala. Momentos después asomaba la jeta en ella, dejando todo lo restante de su cuerpecillo acartonado en el carrejo, la Cándida.

-Señorita Jovita -llamó con su voz de monago con anginas.- Con permiso de los señores...

-¿Ustedes me le dan? -díjoles la viuda, muy zalamera, a medio levantarse del sofá.

-Sí, señora -respondió al punto Casallena, tocando con el codo a su amigo y poniéndose de pie.- Y además nos vamos.

-¡Tan pronto! -exclamaron Loreto y Salomé, levantándose, como movidas por un resorte, de sus respectivos sillones, en los cuales no cabían desde que oyeron las pisadas silenciosas del visitante del gabinete.

Juanito Romero fue el que se tomó el trabajo de decirles cuatro embustes de cajón, que procedían allí para justificar un acto que acababa de hacerse forzoso para ellos, y de añadir media docena más, alusivos al contrabatido del gabinete, mientras Casallena paseaba maquinalmente su mirada melancólica por aquellas paredes, salpicadas de retratos detestables, y por aquellos muebles y rinconeras, atestados de charras porquerías de la industria, presumiendo de obras de arte.

Bajando la escalera los dos, dijo el uno a otro:

-Por supuesto, que el del gabinete es él.

-¡Quién lo duda? -respondió el preguntado.- Con ese modo de pisar, en esta casa, y a raíz de llegar los otros; blanco y migado, y se come con cuchara...

-Pancho Vila neto...



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