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Nuestro Oriente es Europa

Graciela R. Montaldo






El centro del mundo

Los planisferios -signos de una modernidad expansiva- ordenan convencionalmente el espacio según dos premisas básicas; la primera es que el espacio geográfico es cerrado, la segunda es que siempre se debe trazar un eje central sobre el cual se represente el mundo conocido. Desde el disparo científico de la cartografía con el descubrimiento de América, se tomó como eje de representación a Europa, que quedó en el centro del mundo conocido y que, en el momento de la primera gran expansión imperial del mundo moderno, estaba invirtiendo en la ciencia cartográfica esfuerzo y dinero que le garantizarían nuevos descubrimientos y conquistas. Si bien las primeras escuelas modernas de cartografía pertenecían a familias de sabios «independientes» que trabajaban para los navegantes que armaban sus propias flotas, poco a poco, con la organización de los Estados nacionales, van estrechando su actividad e intereses con los de los nuevos poderes políticos: España, Portugal, Holanda, Inglaterra. La cartografía, de ciencia del comercio regional pasa a convertirse en ciencia de conquista y de apropiación.

En esos centros, desde el siglo XVII, se van dibujando los mapas y cartas que representan un mundo conclusivo y centrado, que dan cuenta de lugares que progresivamente comienzan a ser «espacios»1. De ahí proviene la radical desorientación que, paradójicamente, pueden producir los mapas cuando aquellos territorios sin espacio tratan de hallar su lugar en las representaciones científicas. Recordemos que las operaciones de la lógica cartográfica, como ciencia de los imperios modernos, ya están completas cuando los «colonizados» ingresan al mundo2; buscar un lugar en esas representaciones, sin embargo, no es suficiente; quedan otros conjuntos de operaciones discursivas necesarios para «colocar» y orientar a los pueblos que hacen su ingreso a los planisferios. Se trata, en los casos de territorios que hacen su aparición para el saber europeo, de ocupar -ya no sólo sobre el espacio sino sobre ese lugar abstracto del mapa y a través del discurso- un lugar que garantice la inclusión en un continuum, en una forma de representación que les otorgue identidad3. La historia de la cartografía revela verdaderos progresos en la «fidelidad» de la representación geográfica y, también, el «avance» y la ocupación territorial hacia espacios cada vez mayores; su historia es la que va de las cartas de portulanos -para orientación de comerciantes- a los planisferios -instrumentos de la conquista imperial4. Ubicar en el mapa es una de las actividades racionalizadoras de la cultura occidental moderna y, podríamos decir, es un dispositivo central en la definición de identidades colectivas -regionales, nacionales, continentales.

Desde su «descubrimiento» (y desde entonces, siempre), América Latina ha debido pensar cómo insertarse en ese mapa centrado del mundo, buscando diseñar su espacio a través de múltiples estrategias, desde las militares hasta las diplomáticas y textuales; y se ha visto obligada a pensar su inclusión ya que los mapas, como formas del saber europeo, existían antes de tener alguna forma de incluirla, ellos preceden su historia dentro de la cultura occidental. La confección de mapas y la descripción científica o paisajística de los territorios forma parte de esas estrategias centrales de constitución de los territorios, las regiones, los países, las naciones, el continente. Los libros de viaje son discursos en los que se puede ver claramente los largos procesos de formación territorial de las zonas excluidas del mundo; en el caso de América Latina se trata de un territorio -heterogéneo- que fue acumulando a lo largo de su historia fuertes equívocos geográficos. Ellos comenzaron con la identificación del territorio con el de la India, según la interpretación de Cristóbal Colón; luego con el Paraíso terrenal, que corrió por cuenta de casi todos los primeros conquistadores españoles; y siguió con las múltiples expediciones de conquista-exploración que ubicaron sobre su territorio el desear geográfico-económico de los europeos; para terminar con el desconocimiento americano de su propio cuerpo e hipotetizar su origen como una continuidad de lo europeo para ir borrando la historia previa a su inserción en el mapa del mundo5.

Encontrar un lugar en el espacio supone tanto un ejercicio de verificación y estudio como de imaginación. La cultura de la América hispana abunda en textos de viajeros europeos (con todo lo que esta categoría implica: sabios, científicos, exploradores, espías, diplomáticos, militares, comerciantes, artistas, aventureros y todo a la vez) que llegaron a hacer una apropiación técnico-discursiva de territorios aún mal o no conocidos. Entre los viajeros ilustres se encuentran Alexander von Humboldt y Charles Darwin, voces legitimantes de la naturaleza americana según los deseos del saber europeo. Esos libros de viaje6 dieron forma a un espacio que pertenecía, todavía en el siglo XIX, a tribus por lo general nómadas y siempre aisladas geográficamente por los gobiernos de las nacientes naciones americanas. Con rapidez, traduciendo el territorio indómito, inexplorado a los términos del saber europeo, esos libros se convirtieron en fuente de verdad tanto para los países de origen como para los criollos encargados de construir los Estados nacionales; sobre ellos, en la mayoría de los casos, se fueron escribiendo las primeras versiones del mapa de una América independiente, fragmentada -respecto del mapa previo del imperio- en muchas repúblicas.

En los textos de la Independencia de América hispana (de viajeros europeos o de intelectuales y militares criollos, entre los cuales se trama un apretado intertexto) se trata fundamentalmente de establecer continuidades territoriales allí donde no hay comunicaciones y donde el desconocimiento del terreno supone la pérdida de propiedad de los gobiernos7; hacia el fin de siglo -con la constitución de los Estados nacionales- esa continuidad será el vehemente reclamo de progreso, es decir, vías férreas, navegación de los ríos, construcción de caminos (dominio de los flujos naturales). La escritura cumple la función de imaginar territorialmente al referir, describir, junto con los mapas y cartas, la continuidad del territorio; adaptan lo nuevo a lo conocido y ficcionalizan vínculos terrestres allí donde los ejércitos criollos sucumben al saber de los nativos que disputan su territorio, o proyectan sobre zonas desconocidas la grandeza futura del país o región. Podríamos llamar imaginación territorial a una actividad fundamental de apropiación del terreno, a una actividad de los letrados que ocupa en la letra un territorio cuya pertenencia está en permanente disputa y, por tanto, se tiene que legitimar a través del saber y del relato. Esos textos son verdaderas máquinas territoriales que producen el espacio proyectado hacia un tiempo por venir. No producen utopías sino que imaginan y delinean lo que vendrá como puro real.




La orientación

Quisiera, desde la perspectiva del territorio, pensar un momento de la cultura de América Latina por fuera de sus fronteras nacionales -así como habría que pensarla, también, por fuera de su lengua hegemónica en el caso de los viajeros-, intentando leer un texto que no tienen un lugar preciso en el canon de nuestra literatura. No cabe duda de que Sarmiento es uno de los autores latinoamericanos más leídos, un «clásico»; sin embargo, sus viajes por Europa, Asia y Estados Unidos son un texto semi-incógnito8 que apenas corrobora su cambio «ideológico» en la suplantación del modelo europeo por el norteamericano para los proyectos sobre América Latina. Leer fuera de las fronteras nacionales textos que trabajan sobre espacios, territorios, geografías, nos permite visualizar una zona problemática que abre la modernización económica y cultural: la reformulación de identidades colectivas en la confrontación con los otros.

¿Qué pasa en el caso de un viajero «al revés» como Sarmiento?, ¿tiene que inscribir sus emblemas en la cultura otra?, ¿tiene que nominar y entender?, ¿cómo marca un territorio que no resulta, como los desiertos o las selvas americanos, virgen?9 Estas preguntas pueden articular problemáticas diferentes a las del viajero colonial pero se enfrenta a una misma cuestión, representar al otro10 o, dicho en términos de la tradición sarmientino-hispanoamericana, trazar las fronteras entre civilización y barbarie. Describir un territorio, construirlo, es también trabajar la dimensión de una subjetividad que debe ser sometida a los rigores de la catalogación discursiva. El viaje de Sarmiento no es el del conquistador que va al desierto o la selva sino el del americano pobre y del interior de su país que va a París pero también a África y Estados Unidos.

Sarmiento escribió en 1845 un ensayo para definir, describir e incluso conjurar, a través de la escritura concebida como arma y develación, los problemas de las recientes repúblicas latinoamericanas. En medio de la anarquía que vivía Argentina -su país- y exiliado en Chile, publica como folletín un texto que se convirtió en el principal medio de diagnosis, en el relato maestro, de la nueva realidad. Acompañado rápidamente -y en medidas iguales- por el éxito y la polémica, Sarmiento, sin ancestros prestigiosos en su país ni fortuna personal, continúa ascendentemente su carrera política. Si uno de los pasos decisivos de esa carrera es la escritura de Facundo o Civilización y Barbarie en las pampas argentinas, lo sigue inmediatamente después, la preparación de un viaje a través «del mundo» para conocer, investigar, apropiar, los modos de producción y funcionamiento de lo público en los países que supone los más civilizados. Ese viaje, que lo lleva también a zonas donde lo que él concibe como civilización no se ha expandido, le cambia radicalmente la mirada.

Cuando todavía no se habían apagado los ecos polémicos de la publicación de su Facundo, que adjudicaba a Juan Manuel de Rosas (al mando de la suma de los poderes públicos en la Argentina de ese momento) la sistematización de la barbarie, Sarmiento emprende un viaje que le rearma el mundo, estableciendo un nuevo globo terráqueo. En sus voraces lecturas juveniles11 había conocido el mundo en sus formas de confrontación y lucha. Con los textos de Fenimore Cooper y de sabios y viajeros europeos en América va construyendo todo un archivo europeo primero y luego «mundial», occidental y orientalista que le permite pensar su propia cultura y su propio territorio y definir la barbarie americana como la fuerza nomádica que destruye toda organización12. Sarmiento, con una fe ciega en la letra escrita -forma «científica» y «objetiva» de legitimación del saber-, encuentra en esos textos una verdad para describir su cultura y su propio territorio.

La exploración de la cultura-territorio de los otros no es su propósito oficial al iniciar el viaje; encargado por el gobierno chileno, su misión es estudiar el «estado de la enseñanza primaria, en las naciones que han hecho de ella un ramo de la administración pública»13. Escribirá un informe con el material de sus observaciones. Sin embargo, la mirada de Sarmiento, construida por sus lecturas de viajeros y aventureros, no se detiene en la instrucción, más bien viaja ella misma y se desvía y fuga. Lejos de cumplir solo con su propósito, esa mirada vagará por la instrucción pública pero se lanzará, excitada y codiciosa, hacia las costumbres, usos, prácticas de las naciones que visita; o mejor, sus ojos no pueden dejar de mirar lo otro de la educación pública: las diferencias. Sus ojos están atraídos por aquellas prácticas desviantes de su propósito que le enseñan a Sarmiento a mirar desde la otredad a América Latina y cambian, ampliando, la mirada que los libros le habían proporcionado14. Bajo la forma de cartas, Sarmiento no compone un libro de viajes clásico porque en ellas no hay que explicar «lo nuevo», lo que no tiene discurso escrito, más bien hay que traducir aquello que su experiencia le proporciona a través de una difícil práctica de «adaptación» de saberes; en el viaje, el sujeto es tanto los otros, como nosotros. No escribe, tampoco, con la intención de ubicar en el mapa los territorios ajenos sino, al contrario, tratando de establecer la relación geográfica de los latinoamericanos a través de la continuidad cultural15. Sarmiento se ubica en la tradición viajera no a contrapelo sino «al revés», hace el viaje inverso: cuando sube a su barco en Chile no va, viene. Regresa, fundamentalmente, del conjunto de versiones que ha ido acumulando sobre los europeos y sobre lo otro de lo europeo. Regresa con un nuevo saber territorial para reorganizar el mapa del mundo. El eje de esa reorganización es la idea de barbarie. Y esta es la primera sorpresa del viajero; en su experiencia de observador se encuentra, antes que con el despliegue de la civilización, con la persistencia de aquello que él creía reducido a América Latina: lo bárbaro.

Va a afirmar por ello que «nuestro Oriente es la Europa»16: es -dice- nuestro archivo, la memoria de lo que no somos pero que tenemos que adaptar, pues es capaz de proporcionar la diferencia para constituir una identidad; en un sentido puramente territorial, Europa-Oriente es lo Otro, es el punto cardinal desde el cual pensarse. Fundamentalmente, esta afirmación significa declarar la occidentalidad de los americanos, cuando Occidente es el valor más positivo para definir una identidad17. Pero esta declaración es también una forma de dar vuelta el mapa o de construir un mapa que tiene un centro móvil, que al desplazarse, va desplazando todos los otros territorios y volviendo más o menos irreconocible la distribución espacial. De este modo, Sarmiento altera las fronteras para crear otra espacialización por la cual viajar: una espacialización que une no los puntos geográficos sino los «tiempos» de desarrollo de los diferentes pueblos.




La nueva barbarie

Ese viaje, que lo lleva a Francia, España, África (Argel), Italia, Suiza, Alemania, Inglaterra y Estados Unidos, será fundamental en la constitución de la identidad política de Sarmiento pero también en la dimensión de la territorialidad de su país. Sarmiento había escrito el Facundo a los 34 años conociendo muy poco del territorio argentino y menos aún del chileno; en la zona cuyana de los Andes sudamericanos acababa su experiencia geográfica «del mundo». Será en una de las cartas de ese viaje (publicadas por primera vez como libro en 1849, en Santiago de Chile), fechada en Italia (Florencia, Venecia, Milán) en mayo de 1847 y dirigida a J. M. Gutiérrez, que recuerde y relate:

Sabe Ud. que no he cruzado la pampa hasta Buenos Aires, habiendo obtenido la descripcion de ella de los arrieros sanjuaninos que la atraviesan todos los años, de los poetas como Echeverría, i de los militares de la guerra civil. Quiérola sin embargo, i la miro como cosa mia. Imajínomela yerma en el invierno, calva i polvorosa en el verano, interrumpida su desnudez por bandas de cardales i de viznagas.


(p. 263)                


Obviamente, para quien había afirmado «[...] no es extraño que a la descripción de las escenas de las que fui testigo se mezclase con harta frecuencia lo que no ví, porque existía en mí mismo, por la manera de percibir [...]» el rasgo comprobatorio es irrelevante; lo que cobra valor para Sarmiento es el saber y el conocimiento y ambos se construyen con dos fuentes: la oralidad y la escritura (de ficción y científica, militar)18. Para Thomas Richards el saber (su recopilación y circulación) es fundamental en el movimiento de todo poder colonizador19; Sarmiento, ese hombre exiliado y al servicio de todas las patrias («A mí que no pido como Arquímedes, sino un punto de apoyo para poner mi patria o la de otros, patas arriba, porque no soi difícil en punto a la propiedad i pertenencia de las patrias!», p. 99), también cree que el saber es la epopeya del progreso y la civilización (el saber es, además, su propia epopeya) de ahí que su experiencia cuente menos que el conocimiento acumulado (aunque esté codificado oralmente, a través de los relatos de los arrieros) y que defina de mejor manera los lugares, identidades y estrategias del colonizador.

Sarmiento es un agente colonizador dentro de su propio país, como lo fueron los criollos en general20; por eso piensa en un poder colonizador del mundo que, atravesando fronteras, lleve y expanda el progreso y la civilización; una suerte de supra-Estado sin centro que convierta en «civilizado» todo lo que toque. Sin embargo, hay que tener presente que el espacio, la geografía y las territorialidades son parte central de sus tesis sobre América Latina y de su definición de la civilización y la barbarie; es desde el territorio (que no se ha transitado pero que se conoce a través de los relatos) que Sarmiento piensa la conformación de la identidad latinoamericana. De ahí que ese libro temprano y primero de su carrera político-intelectual comience con la ubicación geográfica de la República Argentina en la escala mundial y su tesis central se base en la tierra, el territorio, la extensión del desierto como productor de la barbarie americana21.

La geografía es una dimensión decisiva de la política en el siglo XIX y fundamental para Sarmiento; tempranamente permite trazar en el Facundo un mapa que registra con menos interés las fronteras nacionales (aún cuando construir la nación era una de las exigencias de su época y parte central de su programa político)22 que los límites y fronteras de la civilización y la barbarie en la República Argentina. Las fronteras no están en el exterior sino que son, como se las denominaba entonces, interiores. Por esa razón no hay que construirlas como las de una nación en busca de soberanía sino que hay que hacerlas caer. Otro movimiento al revés: armar un país en América Latina es abrirlo al mundo europeo, expandirlo desde un núcleo de razón hacia el territorio desconocido y propiedad del saber nativo. Para Sarmiento, la colonización no ha terminado en América.

En contacto con «el mundo», durante su viaje, lo nacional deja de ser un punto de referencia; Sarmiento se recoloca rápidamente dentro de las nuevas líneas que lo dividen: «Opino porque se colonice la España; i ya lo han propuesto compañías belgas» (p. 166); «[...] i presente lo próximamente futuro, la colonizacion de la Arjelia se me figuró como de largo tiempo consumada. Por todas partes bullia la poblacion europea entregada a las múltiples operaciones de la vida civilizada [...]» (pp. 199-200); «Dejemos a un lado todas esas mezquindades de nacion a nacion, i pidamos a Dios que afiance la dominacion europea en esta tierra de bandidos devotos. Que la Francia les aplique a ellos la máxima musulmana. La tierra pertenece al que mejor sabe fecundarla» (184). Esa colocación de Sarmiento en el centro del discurso colonizador es producto de su teoría del genio y del gran hombre pero es también producto de su concepción supranacional del progreso y la fuerza de los agentes civilizadores (la razón, el espíritu iluminista), el flujo indetenible de lo nuevo que la modernidad prescribe.

Los tártaros, los mongoles, los árabes, los caudillos latinoamericanos, los gauchos argentinos, forman una comunidad cultural, ideológica y política más abigarrada y unida por lazos más fuertes y poderosos que los que unen a un letrado -Sarmiento- con un natural de las pampas -un arriero que relata, un baqueano, un rastreador, un caudillo, por ejemplo. La barbarie, definida primero como una fuerza ciega que se opone a toda organización, que resiste la ley y la autoridad, será poco después la modalidad de la vida americana que la civilización va a vencer por la ley del desarrollo histórico. Hay aquí una diferencia notable en el pensamiento político de Sarmiento: la barbarie pasará de exceso a residuo. Si en el Facundo la había definido como:

instrumento ciego, pero lleno de vida, de instintos hostiles a la civilización europea y a toda organización regular; adverso a la monarquía como a la república, porque ambas venían de la ciudad y traían aparejado un orden y la consagración de la autoridad [...] Este movimiento espontáneo de las campañas pastoriles fue tan ingenuo en sus primitivas manifestaciones, tan genial y tan expresivo, que abisma, hoy, el candor de los partidos de las ciudades que lo asimilaron a su causa...23


Es decir, que el exceso de vida, la ingenuidad y la genialidad, marcan a la barbarie como fuerza activa, que se despliega en América sobre todo aquello que no es ella misma, sus viajes por Europa no lo mantienen en esa idea de una barbarie avasallante sino que le abren una dimensión nueva del problema. Le permiten, por ejemplo, y de manera radical, precisar el sentido de la barbarie dentro de su proyecto político y relativizar su fuerza; le permiten manejar con más precisión la dimensión geopolítica de los problemas latinoamericanos. De ahí que la barbarie sea aquello que se opone definitivamente al progreso y es sobre la idea de cambio y modernización sobre la que ella se dibuja y cobra sentido; barbarie es el

fango inevitable en que se sumen los restos de pueblos y de razas que no pueden vivir, como aquellas primitivas cuanto informes creaciones que se han sucedido sobre la tierra, cuando la atmósfera se ha cambiado, i modificádose o alterado los elementos que mantienen la existencia.


(p. 6)                


La civilización es la que produce barbarie. Es decir, la barbarie es lo muerto que resiste, que se enquista, porque ha aparecido en el horizonte mundial «otra cosa». Por el contrario, la civilización es lo sobredicho, aquello que iguala por sobre la muerte de la barbarie; es la democracia, pero también la medianía, lo homogéneo y, por supuesto, la mediocridad. Sarmiento describe la vida moderna como aquella que comienza a perder la experiencia en favor de la abstracción, que generaliza las percepciones y saberes anulando las diferencias:

La descripción carece, pues, de novedad, la vida civilizada reproduce en todas partes los mismos caractéres, los mismos medios de existencia; la prensa diaria lo revela todo; i no es raro que un hombre estudioso sin salir de su gabinete, deje parado al viajero sobre las cosas mismas que él creia conocer bien por la inspeccion personal.


(p. 4)                


No parece haber sujetos en el mundo viajero de Sarmiento: es un mundo atravesado por líneas de fuerza, instituciones y dispositivos de orden. Nuevamente la reflexión implica al espacio y al territorio, al otro mapa, el mapa de la civilización y la cultura que une pueblos y sujetos diferentes a través de intereses comunes, es decir, la posibilidad de constituir «comunidades imaginadas»24 que para Sarmiento pierden su carácter nacional en función del movimiento globalizador de la civilización. Mezclando el pensamiento utópico con la democracia, dice:

No es, sin duda, bello y consolador imajinarse que un dia no mui lejano todos los pueblos cristianos no serán sino un mismo pueblo, unido por caminos de hierro o vapores, con una posta eslabonada de un estremo a otro de la tierra, con el mismo vestido, las mismas ideas, las mismas leyes i constituciones, los mismo libros, los mismos objetos de arte?


(p. 123)                


Sin «mundo» no hay posibilidad de pensar las naciones. Serán el periodismo, los cambios de la modernización (y las exclusiones que ambos practican) el espacio en que Sarmiento se coloca como eje de un discurso que, para él, tiene necesariamente que expandirse. El viajero es una mirada que penetra allí donde la experiencia no alcanza: en Europa, Sarmiento ve más que los naturales en algunos casos. Y ve que se está viviendo sobre un «terreno minado», de «terribles convulsiones» que está transtornando «cosas e instituciones que parecían edificios sólidamente basados» (según reflexiona en el prólogo que escribe a sus viajes).

La imaginación territorial sarmientina es una máquina que se alimenta de mecanismos de otras máquinas discursivas de producción territorial: informes de científicos, impresiones de viajeros, informes de militares, los grabados de los paisajistas25 y los artistas topógrafos. Es decir, se alimenta del archivo europeo. Menos hecho de mapas que de textos, el alimento de esas máquinas territoriales, parece obedecer, desde fines del siglo XVIII, a un imperativo temporal: es en el orden del progreso, de la conversión tecnológica de lo natural, de la apuesta hacia «el futuro», en donde se ubican esos territorios que cuentan con riquezas a explotar. Sin embargo, es el espacio el que construye, es el territorio lo que se convierte en el valor y su apropiación es definitoria y constitutiva de poderes. Queda fuera, sin duda, la oralidad de los paisanos que como oralidad y como palabra y voz del nativo es puro presente, pura enunciación. Es el saber que se ha admirado en Facundo pero que no tiene lugar en el nuevo mapa del mundo, en la occidentalización de América; es la huella que habrá que borrar, con el ejército y la conquista. La barbarie del mundo anula las diferencias: no hay resto local en los tipos de la pampa que son acallados por los libros primero y por su identidad otra con los bárbaros del mundo.




La vuelta

Si bien la confesión es un género que Sarmiento ya había frecuentado (Mi defensa, zonas de Facundo) a través de muchas convenciones roussonianas, los viajes son un espacio privilegiado para las expansiones del yo; en Estados Unidos donde todo lo atrae, lo golpea y seduce, Sarmiento dirá:

Traiame arrobado de dos dias atras la contemplacion de la naturaleza, i a veces sorprendia en el fondo de mi corazon un sentimiento estraño, que no habia esperimentado ni en Paris. Era el deseo secreto de quedarme por ahí a vivir para siempre, hacerme yankee, i ver si podria arrimar a la cascada alguna pobre fábrica para vivir.


(p. 380)                


Hacerse yanqui: ser otro; la escena fantaseada no parece retomar solo la manía enmascaratoria de Sarmiento (viajar vestido de árabe, ser un intelectual en traje de minero en Chile, entre otras muchas conversiones)26, el deseo de devenir yanqui no es un disfraz, no es parecer otro, es ser otro, convertirse al modelo, suplantarlo, cambiar su naturaleza y no momentáneamente suspenderla. Sin duda, es el deseo el que opera la diferencia: ser yanqui, ser pequeño industrial es suspender momentáneamente la opción por lo político, central en Sarmiento. La opción política es la que hace que Sarmiento siga siendo argentino, que no llegue a ser pionner sino presidente de la República. Y la política se construye en las grandes dimensiones del mundo, fundidas con las líneas que organizan y disciplinan las opciones globales. La escritura política tiene que enunciar desde un lugar no nacional (entre lo científico y literario) y desde un lugar público: la tribuna, la cubierta de un barco, las ciudades, las excursiones turísticas, los trenes: allí lo público se corporiza y confronta. Debe circular, obviamente, a través del periódico.

Conocer la barbarie de los otros y descubrir a la vez que los que desde América eran civilizados son, en realidad, también bárbaros27, refuerza en América la lectura binaria de la realidad, refuerza su voluntarismo para luchar contra lo bárbaro. Pero, ante todo, esa confrontación violenta28 lo confirma en su propósito colonizador dentro de la Argentina: la lucha debe darse no solo con la guerra; debe darse con la letra, se hará contra el saber nativo y contra su voz. Traducir lo europeo a América y entender lo americano en términos europeos: es el programa de la reorientación sarmientina para quien, en el mapa, América debe ser Occidente.





 
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