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ArribaAbajoVII. Don Álvaro, Paulina y el padre

Siempre llegaba el postrero don Amancio. Su estudio y academia de abogado, la biblioteca del Círculo, la crónica de Oleza, su labor de periodista, le dejaban muy poco vagar.

Lo comentaron también sus amigos en la tertulia de esa tarde. Tanto afán secaba la salud de Alba-Longa. Corazón encendido de generosidades, le atormentaba todo menos su conveniencia.

Elogios y lástimas iban empachando a Monera. Más cavilaba y trajinaba él; y no le permitían que se enojase, que se quejase ni que estuviese alegre, porque con su rápido medro y buena boda, el enojo o la queja era ofender a Dios, y su alegría tentar al demonio y a los hombres. Y convencido de que estaba ya harto, aprovechose de una pausa, deslizando:

-¡Y que haya gentes que murmuren!

Se alborotaron los demás y quisieron saber tanta infamia.

Con encogimiento, y haciéndose cruces, fue diciendo todo lo que en la ciudad se malsinaba de Alba-Longa: que su academia mejor parecía de amanuenses que de estudiantes, pues los aprovechaba para copiar pleitos; que teniendo el negocio de su bufete y de la enseñanza, pensión del Municipio por los escritos, que eran más de su tío, el señor Espuch y Loriga, que suyos, y los gajes de la biblioteca del Círculo, debía de sonrojarse de que los carlistas de Oleza le pagasen a escote los gastos del semanario, y, en fin, que no dejaba a nadie hueso que roer, y no había de mantener más familia que un sobrino jorobado que le servía de paje y de portero.

Ardía la frente de don Cruz. Todos hablaban del modelo de hidalgos románticos, cristianos y diligentes, y el homeópata dijo con mucha compasión:

-Ayer le vi al pobre en la misa de once de la Catedral. ¡Tuve que avisarle porque estaba durmiéndose en una banca del crucero!

-¡Siempre devoto -exclamó don Cruz-, siempre devoto aunque le rindan sus vigilias!

-Y cuando yo venía de recorrer mis enfermos de la huerta; tres horas de camino por esos campos...

-¡Si él llevase tu vida de salud! -susurraba el canónigo.

-...Tres horas de camino, paseaba entonces don Amancio por los porches de la plaza con Mestres el de la escribanía.

Don Cruz y el padre Bellod proclamaron que ni en la calle sosegaba ese nombre.

Y llegó don Amancio. Alzose las gafas azules para sumergir el rostro dentro de su pañuelo.

Todos se levantaron convidándole con la butaca o silla que tenían; pero miraban a Monera. Y don Amancio aceptó la de Monera, y tardó en acomodarse porque estaba rendido.

Hasta por caridad debían imponérsele vacaciones. Don Cruz habló de los viajes. Nada descansaba y fortalecía tanto como los viajes, y entre ellos ninguno de tan saludables eficacias como las peregrinaciones. Santiago, Ávila, Zaragoza llamaban desde julio a octubre a sus romeros.

Pero don Amancio sentía dos voces y dos rutas irresistibles: la de la Ciudad Santa y la de Lourdes.

-¡Roma, Roma! -y levantó sus brazos trazando un mundo.

¡Cuánto había gozado y padecido en la última peregrinación! Lo confirmó don Cruz, añadiendo que no todos los creyentes merecen llegar a la presencia del Sumo Pontífice, y que para alcanzarla deberían de pasar examen.

Entusiasmose don Amancio, en cuya ánima moraban todos los rigores y disciplinas escolares, aunque Monera lo negara.

-¡Roma, Roma! ¡Qué grandeza!

-¡Yo nunca estuve en Roma!

Alba-Longa, sin recoger la quejumbre de Monera, proseguía:

-No se me olvida la sencillez y el anhelo de un antiguo vicario del padre Bellod, un sacerdote joven, robusto y virtuoso que, emocionado a los pies de León XIII, le arrancó el anillo de su dedo que modela las almas y le rasgó el mitón. León XIII usa siempre mitones blancos de seda.

-Y ¿qué dijo el Santo Padre? -le interrumpió el médico.

-El Santo Padre, profundamente conmovido, le dijo en latín: «¡Caray, traiga, traiga!». Y le retiró la joya y el guante porque ya comenzaba a disputárselos la multitud. Pero al lado de esta escena...

Desde el corredor llamaba Elvira a su hermano porque Paulina, exaltada y llorosa, pedía que la llevasen al Olivar.

Los amigos esperaban en silencio. Oyose la voz apretada y rápida del esposo y un apagado plañir.

Monera quiso comentar los trastornos nerviosos de la preñez, y el padre Bellod lo evitó enfurecido de castidad.

Volvió don Álvaro y exhaló cansadamente:

-¡Siga, don Amancio, siga!

Todavía callaba don Amancio.

-¡Siga, don Amancio, siga!

Y como todos le instaban, Alba-Longa, se avino.

-...Al lado de aquella escena de ternura y reverencia, presenciamos un lance tremendo de impudicia. Un capellán de Almería, amigote, según parece, de don Magín, un beneficiado que anda ahora por no sé qué diócesis de Galicia, y valiérale mejor...; pues ése, arrebatado quizá por la vida que llevaba en Italia, abrazose a las rodillas del legado de Cristo. Acudimos todos a librar al Pontífice de aquellas manos que lo derribaban, y él, sin soltarse, gritó: «¡Bendita sea la madre que te ha parido!». Lo recuerdo con exactitud.

Monera brincó horrorizado.

-¿Lo tuteó? ¿Tuteó a León XIII?

Don Cruz miraba afligidamente hacia las vigas. El padre Bellod se mordía el belfo con un colmillo de lobo.

-¿Tuteó al Papa?

-¡No es que lo tuteara! -repuso don Amancio-. ¡No es eso! Porque es casi lo mismo decir: «Bendita sea la madre que ha parido a Su Santidad». ¡No es eso!

-Peor que la locura del pobre hombre -dijo el canónigo-, aun peor fue que don Magín disculpara su piropo cotejándolo con aquellas palabras del avemaría: «Bendito es el fruto de tu vientre».

Sobresaltose la tertulia por el estrépito de la galera del «Olivar».

Don Álvaro se asomó al vestíbulo alzando los brazos. ¡Tres veces el mismo estruendo de carruaje! ¡Qué pensarían los vecinos de tanto trajín!

Pasó Jimena y, jadeando, balbució que don Daniel estaba en la agonía.

Todos se volvieron al homeópata y le miraban querellosamente, culpándole de la noticia.

Pensó Monera que allí no había más ciencia que la suya, y engallose un poco socarrón:

-Y ¿por qué saben ustedes lo de la agonía?

-Nosotros, no. Lo avisó don Magín, que estuvo a darle compaña al amo; y cuando salió, pasaba el coche de Su Ilustrísima. Entró el señor obispo y se puso a consolar a don Daniel, y al marcharse me dijo: «Se morirá sin la familia si usted no la trae pronto». Y a eso vine.

Se atropellaron todos; pero de lo profundo de la casa llegó un gemido. La hermana gritó como un ave, y apareció Paulina, convulsa y blanca. La extenuación no le había quitado su belleza. Se le transparentaba el temblor de su vida como una luz dentro de un alabastro. A su lado, el esposo era más recio y más sombrío, y en el hueso de su frente se precipitaba una vena cárdena, como un rayo quebrándose en una cúpula. Envidiaba y odiaba que su mujer se entregase y se inmolase toda en la tribulación por el padre. Y vibró su voz de desgraciado:

-¡Todo lo has oído, y yo no fingiré más; no te ocultaré nada! Tu padre se muere. ¡Lo dispone Dios!

-¿Que se muere mi padre? ¡Álvaro! ¿Se muere mi padre...?

Toda su alma buscó refugio en la boca del esposo.

Y él se petrificaba irresistiblemente en un aborrecimiento de su dureza, avergonzándose, a la vez, de la ternura, de la piedad del dolor; y rugió sin querer y gozoso de oírse:

-¡Ya basta: se muere o se ha muerto!

La Jimena se interpuso, chillando:

-¡No se ha muerto! ¡Embuste! ¡Te lo juro, Paulina; no se ha muerto!

Paulina se apartó de don Álvaro, acogiéndose a la mayordoma para salir.

La voz de don Álvaro se hinchaba de imperio y de rencor:

-¿A qué irías tú? ¡No vas!

Se oyó torcerse en una queja el corazón de su mujer, y Elvira la abrazó doblándole la frente en la sequedad de su pecho.

Repentinamente apagose muy humilde la palabra de don Álvaro. Parecía hablar sólo con su aliento cansado:

-¡Es decir, tú eres libre; tú eres libre para ir donde quieras! ¡Libre, porque yo nada soy! -Y sonrió con aflicción sarcástica-. ¡Libre con un hijo en tus entrañas; un hijo que matarás; sé que lo matarás retorciéndote delante de la agonía de tu padre! ¡También yo te juro que lo sé! ¡Ahora, ya puedes ir...!

Y cubriose la faz con sus manos huesudas de imagen, que le temblaban aplastando sus barbas.

Jimena se llevó a Paulina, y en el sofá del dormitorio la fue derribando sobre su regazo, y la besaba en cada sollozo.

-¡No se morirá tu padre! ¡No me da la gana que se muera! ¡Llora todo lo que se te antoje, pero no se muere!... ¡Y en acabando de llorar, irás conmigo aunque se te reviente el crío!

-¡Álvaro es bueno! Álvaro sufre por mí y por el hijo. ¡Álvaro es bueno!

-¡Tu marido será muy bueno; pero a una le da coraje de que tu marido no sea un criminal!

-¡Por Dios, que parece que callen por oírte!

Pero fue corto el silencio de la tertulia. Don Álvaro murmuró:

-¡Si ustedes viesen dentro de mí!

Le abrazaron confortándole, y don Cruz le dijo:

-¡Lo vemos y lo comprendemos! ¡Ánimo, amigo mío!

Don Amancio comentaba:

-¡Qué temple! ¡No en balde ha sido usted un militar heroico!

Ya en el portal, propuso el penitenciario que les acompañase también Elvira. La presencia de una mujer valerosa podía evitar, o al menos reprimir, el desenfado y entremetimiento de esos parientes remotos que acuden a todas las desgracias de familia y todo lo añascan y oliscan. ¿Qué hacía en la heredad doña Corazón? Y no lo decía precisamente por doña Corazón, sino porque con ella tendría el pueblo paño de malicia y de curiosidad que cortar... Ya don Magín entraba y disponía como cabezalero del moribundo. Resignose don Álvaro.

-Llevémosla. Mujer valerosa, ha dicho usted. ¡Falta hará allí, porque la muerte de un hombre tan apocado será un desastre!


...Todo el grupo quedose en la puerta de la alcoba, contenido por la mirada atónita y grande de don Daniel. Don Cruz se repuso y le sonrió.

-¡No le abandonamos, don Daniel! ¡Don Daniel...!

Calló, porque su palabra se perdía en la indiferencia de todos, hasta de sí mismo. Predominaban los ojos agónicos. Ya no era el don Daniel sumiso, blando, entregado a sus voluntades. La muerte le daba una jerarquía, una magnitud que nunca obtuvo de la vida. Les vio llegar, y fijó su mirada en la sombra del clavo. Monera le cogió una mano, enfriada de sudor, y la mano se doblaba, se torcía, como si se obstinase en esconderle sus pulsaciones, unas pulsaciones derretidas entre un hormigueo de sangre huida, de una arritmia de brincos vibrantes y recónditos. La mano se levantó en garra. Pero de pronto, se buscó las fauces abriéndose la ropa de la garganta y del pecho. Viose su cuerpo desnudo, palpitando con un crujir de costillas descarnadas. Elvira quiso cubrirle, y la mano la rechazó.

La alcoba y la sala estaban llenas de salmo del río y de resuello áspero y fuerte del moribundo.

Adivinósele el afán de subir y volver la mirada; se le salían los ojos, gruesos, cristalizados, reflejando las luces de los dos cirios, recién encendidos para la Recomendación del Alma.

Doña Corazón le enjugaba los sudores.

-¡Paulina vendrá! ¡La Jimena no ha de volver sin ella!

Fue parándose el pecho de don Daniel; se le torció la boca; le colgó la lengua, tapizada de un musgo seco.

Inclinose Elvira, dictándole:

-¡Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía! -Y sus índices afilados le clavaron los párpados.

Se le arrojó doña Corazón, diciéndole:

-¡Aún, no! ¡Déjele que mire y que espere! -Y libró los ojos de don Daniel.

Don Daniel ya no pudo abrirlos.




ArribaAbajoVIII. La riada

Amaneciendo comenzó el temporal. Oleza se entramaba en un recio tapiz de lluvia. Y entre el ruido fresco y crujiente de los follajes, de las baldosas, de los tejados, y el hostigo de los paredones, y el estruendo de las torrenteras y del río, que tronaba bravo y espumoso como una costa de cantiles, tocaban las campanas de Nuestro Padre, sus cinco campanas, siempre viejas y niñas, que se oyen desde nueve pueblos del contorno. Es un campaneo que viene de lo profundo de los años y ampara el paisaje, y va bajando y durmiéndose en la caliente quietud del olivar, en las tierras labradas, en el olvido de un huerto, en los calvarios aldeanos de hornacinas de cal y cipreses inmóviles... Caminante, pastor, yuntero y arriero de Oleza, sabe exactamente la revuelta, la hoyada, el surco o la linde donde principian a sentirse las campanas de San Daniel, y se para mirando las lejanías, y, rudo y todo, se le deshoja en el corazón el viejo calendario de las fiestas de su pueblo...

Pero, en aquella tarde, el humo y el telar de la lluvia cegaban la estampa de la víspera del Patrono. Manaban los cobertores para la procesión, los fanales para la verbena, las trenzas de guirnaldas de verdura. La ciudad era una gárgola que el río se bebía, un río enfangado, gordo de cuajadas de muladar, de espumas y bardomera, de hervideros de pringue y estiércol como la piel de una bestia roñosa; un río convulso de veloces hileros y oleajes que arrastraban garbas de cáñamo y de mies, cañizos de pimentón, cuévanos de capullos, artesas, aparejos; y detrás de un remolino de aves ahogadas, pasó un parral con sus vigas, que se quebró contra el puente de los Azudes.

Por los pretiles de la margen, por los techos de las anegadas aceñas, los molineros, con capuces de sacas, corrían apercibidos de garfios y sogas para los auxilios.

Después del primer campaneo, se puso a voltear el cimbalillo, solo y terco. Nadie le escuchaba porque retumbó la «caracola» del alguacil, que a lo último del alarido iba contando con tonadas cortas las varas de crecida que traía el Segral.

Si en la torre de Nuestro Padre repicaban siempre todas las fiestas de antaño, en la bocina del pregonero bramaba la crónica de las inundaciones. Y ninguna ocurrió en los días del Triduo; ni siquiera una tronada de bochorno, ni mollizna ni nublado, como si San Daniel en persona se cuidase de la transparencia de los cielos para que nada impidiese la asunción vertical de las plegarias de sus protegidos.

Buhoneros, mercaderes y «monstruos» de feria se guarecían bajo sus toldos y en los cobertizos de los paradores, hermanados por la perdición. Todo eran chacotas para el Santo, que consentía que se malparase el júbilo de su víspera. Un barco de sal de Torrevieja habían de traerle y colgárselo en gratitud de que pudieran volver navegando a sus casas con los despojos de sus tiendas.

Ya se cansaba el esquilón; y rodaba, otra vez, todo el molino de campanas, y para recalcar la prisa se zarandeó locamente la segundilla, que allí le dicen la medianeja-madre. Llegaba la hora de las súplicas; y, arrostrando el diluvio, acudían las devotas al amparo de sus paraguas, paraguas azules, bermejos, gibosos, ochavados, patriarcales, señoriles, con una canal en cada ballena. Se juntaban las mujeres, con la capellina de sus sayas y refajos revueltos, embebidas de lluvia que se les escurría por la cuesta de los hombros. Venían también familias labradoras; los padres y los mozos con las piernas hórridas de cieno, como patas de bueyes de arrozales, de andar por la labor calando esclusas, recogiendo y apartando de la riada los aperos y cosechas. No eran los huertanos de otras fiestas, limpios y majos, con su clavellina en la sien y la vihuela de moña descansando en el pomo de la faca; traían las ropas astrosas, los sombreros chorreantes, y en la frente el agobio del cielo, un cielo agarrado a los horizontes como un fango que reventaba en mangas de una foscor lívida. Se paraban los corros en los portales de la parroquia contándose las últimas nuevas, callándose para atender la sirena que se ahondaba en toda la ciudad. Se volvían esperándola; la aborrecían y la llamaban; y el alguacil pasaba rebotando de cantón en cantón, encarnando el mal. Todo Oleza era suyo; la ciudad semejaba encogerse para que el buen hombre de botas gigantes y ferradas la hollase pronto, dejándole el bando de la crecida: «A las dos: cinco varas en Almotaceña; cinco en Los Rubios; cinco y media en Benferri; seis en Murcia...».

Arreció el campaneo. Precipitose la muchedumbre y se amontonó rodeando el altar mayor. Estaba la imagen en el lado del Evangelio, entre cirios de luces lisas y tristes. Su capilla privilegiada era un foso de escombros, un jaulón de andamios, con una cruda claridad que destilaba en las rinconadas de sillares y emblemas desarticulados, de medallones y amorcillos raídos, de querubines con las alas hundidas en la rudera y el yeso. Se recostaban en las losas los pilares que soportaron poderosamente el trono del profeta, y yacían de bruces los dos ángeles de talla, tendiendo aún los brazos para sostener las enormes lámparas de oro guardadas en la sacristía. Al arrimo de los muros, las vidrieras glorificadoras del sol criaban las redes de las arañas, mostrándose en un corte de estratificaciones de pizarra; y entre astillas, doladuras, sogas, poleas y lechadas de mortero, se arrumbaban los exvotos, los sudarios, los cabestrillos, las flores de paño, todo en llaga como después de un incendio de una prendería.

Y Nuestro Padre bajo las anchas bóvedas, cerca de los hombres, más pequeño, receloso de su posada interina, agraviado de verse como cualquier santo de otras parroquias. La suya, hogar de la oración olecense, tenía el vaho de la calle, la externidad de una casa sin señor en el trajín de una mudanza. No entraban las gentes cohibidas del fervor y del ahogo suntuario de lo sagrado; y el paño de las mercedes, junto a los escalones del presbiterio, aparecía encogido, sin valor litúrgico, como un retazo de alfombra de una sala decadente.

Crujió el reloj parroquial; postrose la muchedumbre bajo la primera campanada de las tres. ¡Las tres! Y no se elevaron los ruegos, sino que se dijeron cara a cara de Nuestro Padre unas imploraciones tan tibias que no se sintió la agonía de pronunciarlas pronto. Con tanta holgura se hicieron, que los más menesterosos dudaron de que les valiesen. Quizá Nuestro Padre no les oyera lo mismo aquí que en su recinto, no habiéndole implorado con el mismo sobresalto. Les parecía que las gracias anualmente esperadas del cielo las hiciesen florecer desde la tierra con su dolor. Hogaño no padecieron; y les remordía la pesadumbre de una culpa no cometida. Salían dejándose un año de fe desaprovechada. Era un castigo: el castigo de Oleza. Y hubo quien, además de pensarlo, lo comunicó inspiradamente, y fue creído de todos propagándose en una riada de corazones. La multitud regolfó encendida y dura. Les llegaba tarde, pero les llegaba la sacudida de fuego; y surgió el grito, que ya no fue de jaculatoria, sino de revuelta. A gritos se murmuraba del arquitecto diocesano, de Su Ilustrísima, de sus consejeros, del Municipio, que no amparó al pueblo en el malogro de sus tradiciones. Y una voz abrasada y roja, la del conserje del Círculo de Labradores, y sus puños de cepa, se alzaron en un ¡viva Nuestro Padre! que fue rugido bravíamente por todas las lenguas.

Muchas señoras se refugiaron en la sacristía. Entre sus faldas y mantos aulló un perro acartonado de barrizal y de miseria, huido del tumulto. Lo agarró el padre Bellod del pellejo, y sintiose, al otro lado de la reja, un golpe de carroña chafada. Se asomaron despavoridas las vírgenes; entró el tímido colegio de los vicarios con sus sobrepellices de primorosos rizos. Resonó una desgarradura de maderas. Abalanzose el párroco temiendo el asalto de las obras. Pero la piedad enfurecida, sólo había destrozado las bancas del Municipio y de los caballeros santiaguistas. Volvió el sacerdote, y en su demacración, aceitosa de los sudores de la brega, oscilaba una sonrisa de sufrimiento. Todos se le sometían pálidos y mudos.

-¡Dije en la antecámara del obispo que yo me lavaba las manos; y me las estoy lavando en el diluvio de la ira divina! -Y las fue sacudiendo duramente, asperjando de horror todos los corazones. Un vicario robusto y moreno recitó conmovido:

-Dominus diluvium inhabitare facit, et sedebit Dominus rex in aeternum.

Se abría y se encrespaba ya el motín en la calle. Lo aplastó el estampido de un morterete tan grande que el humo se quedó mucho tiempo cogido al arrabal de San Ginés.

Las gentes se revolvían mirando los andrajosos aduares. Poco a poco, entre la niebla de la pólvora y la urdimbre de la lluvia, se agusanó la peña de menadores, de lañadores, de corrioneros, de polvoristas, de mendigos... Creyeron los de abajo que los del monte salían en alarde y amenaza de descreídos contra la devota protesta, y que aquel trueno no era la salva de júbilo por la festividad, sino una injuria de desalmados que se gozaban en la perdición porque nada tenían que perder. Bajarían como otra arroyada para gritar enfrente de sus gritos, para estallar en pelea contra ellos, que significaban la tradición de Oleza legítima y cristiana. Y los de San Daniel, aun sabiendo de antemano que iban a la Plaza Mayor y a Palacio para acusar a los regidores y al obispo de las desgracias de su pueblo, lo voceaban desesperados de su mismo ímpetu, retando a las turbas arrabaleras:

-¡A la Plaza Mayor!

-¡¡A la Plaza Mayor!!

-¡A Palacio!

-¡¡A Palacio!!

Y tornaba el bramido del conserje faccioso:

-¡Viva Nuestro Padre San Daniel!

-¡¡Viva Nuestro Padre San Daniel!!

Sumida, vieja, sin cielo, viéndosele más sus remiendos y desolladuras, la ciudad se entregaba a los dos bandos: el de San Ginés, que vive siempre en una corralada de humanidad primitiva; en un vertedero de hijos, de bestias, de inmundicias, de faenas, de disputas, de tánganos y coplas; y el de San Daniel, que vive dándose codazos en el corazón, espulgándose la conciencia, sintiéndose entonces con sangre y resabios de casta harapienta, como si brotase a empujones de otras guaridas de peñascal.

Apareció Alba-Longa con el paraguas erizado; le goteaban lluvia los codos, las rodillas, los puños de gemelos de monedas; le desbordaban lluvia los fuelles de elásticos de sus botas, y se le caían las medias blancas. Le cercaron, sin dejarle cubrirse en un zaguán. Acababa de sorprender a Cara-rajada subiendo la cuesta, el Iscariote que iba en busca de los de San Ginés. Corrieron los socios del Círculo a guardar su Casa. En fin, fermentaron los posos y hieles de los hombres. Se embestían; les inflamaba el santo. Los dioses y los santos tienen que participar siempre de las mismas pasiones de las criaturas. Hasta la expiación de las aguas justificó sus enconos. Las enseñanzas históricas han de repetirse para que lo sean.

Ni ferias, ni milagros, ni regocijos, por culpa de unas obras malintencionadas. Y, entre todo, iba y venía como una lanzadera la fantasma del renegado. Todo el Círculo vibraba de anhelos heroicos. La mocedad se arrojó con sus escopetas y retacos a lo último de los terrados y techumbres. Serían el principio de una Covadonga olecense. A la llama de su gloria se apretarían los adictos de Levante y los de las dos Castillas, los de Cataluña y los del raso y la quebrada del Norte. Y aun ellos se bastaban: ochocientos quince socios, contando los doce de la Junta de gobierno. En la última velada literario-apologética les recordó don Cruz que «con trescientos israelitas, armados de una trompeta y de una antorcha oculta en un vaso de arcilla, había vencido Gedeón a ciento treinta y cinco mil beduinos». No serían tantos los beduinos liberales. Y se volvían a los horizontes cegados por el temporal. No había nadie.

Los socios de más cachaza se quedaron en la Biblioteca, en la botillería, en la Sala de juntas. Algunos se ponían delante del viril de la barretina del rey y de una copia de su alocución a los ejércitos; y renovaban la lectura:

«Ciento, doscientos mil hombres, tal vez, arrojará Madrid sobre estas provincias. ¡Vengan en buen hora! Con soldados como vosotros, ¡sólo se cuenta el número de enemigos después de la victoria! ¡Vengan en buen hora, que contra vuestros pechos se estrellará su feroz ímpetu, como se estrellan contra el inmoble peñasco las rugientes olas del mar embravecido!...».

Callaba el lector; se exaltaban los glosadores; después, era más fuerte el ruido de la lluvia y del Segral. Y otro hidalgo venía a la querencia del vidrio, comenzando:

«¡Ciento, doscientos mil hombres, tal vez...!».

Toda la ciudad resonaba como un odre inmenso. Para mejor oírla y mirarla, asomábase don Jeromillo a los canceles de la Visitación, arregazándose las faldas. En seguida volvía al vestuario a calafatear ventanas y recoger ornamentos y cortinas y remediar goteras, aturdido por los avisos y los ojos de la clavaria y las congojas de una freila. Llamó a sus hermanas, menudas, mustias, peinadas y vestidas las dos lo mismo, como dos imágenes descoloridas de la madre muerta. Toda la sacristía daba agua. Iba manando callada y espesa por el portalillo del claustro, por la subida de la torre; goteaba con un redoble metálico por una quiebra del techo; la tomaban con herradas, con lebrillos, con aljofifas, con las manos, sin menguarla. En el coro, en los corredores de la clausura, la Comunidad se arremolinaba y plañía descubriendo nuevos daños.

Delirantes campanas del Triduo, quejas de vecinos de callejones inundados, clamor del pregonero, rezos y lloros de las encerradas mujeres... El capellán se apuñazó su redondo cráneo, su pecho, sus corvas. No sabía dónde acudir; y, en este trance, y mientras vaciaba un barreño, acordose del relato de los diluvios: «El Egipto veía en las desbordadas aguas un signo de gracia, una merced de la divinidad...».

-¡Leñe con los egipcios de don Magín! ¡¡Don Magín!!

Acababa de pasar el párroco frente a las Salesas. Le reconoció, desde lejos, por el relámpago de la seda cardenalicia del paraguas genovés. Don Jeromillo escapose a su aposento y se puso las prendas de calle. Quería seguirle, y verlo todo en su compañía, ya que solo no le dejaban sus hermanas, ni él se resolviera de buen grado. Pero, cuando salió, doblaba ya el apuesto cura de San Bartolomé la calle del Olmo, que atraviesa la de la Verónica. Corrió, llamándole, hasta el pasadizo de Palacio. Le apocó el coche episcopal, que, entre la lluvia, tenía una vejez y una tristeza de silla de postas de emigrado. Unas gualdrapas lúgubres de cuero negro enfundaban los lomos de las mulas. Rebullían pajes y familiares. Salió el obispo en balandrán, con bufanda morada. Intentó volverse don Jeromillo; pero don Magín y el cortejo no le dejaron. Su Ilustrísima tendió su diestra desechando el faetón. Quería visitar a pie los lugares, las iglesias y los monasterios necesitados de socorro. Se le llegó don Magín para techarle con su baldaquino de Génova, y el obispo le aventajó caminando. El párroco tuvo que plegar su tesoro, y se lo dio como cayada. Abriendo las aguas con la contera de plata y con sus botas de bruñidas hebillas, apartose el prelado por el ábside de la catedral.

Estallaba entonces el alboroto en San Daniel, y trepaba el hombre de negro por los muladares de la sierra. No la había pisado desde que tomó casa en el contorno de las oficinas eclesiásticas. Sus aventuras, sus lacerias, sus hambres de vagabundo le trajeron la compasión y amistad de los de San Ginés. Escuchándole se crispaban de furor las manos arrabaleras; y de todo conoció que le daban promesa de su auxilio para cuando él se lo pidiese. Pues ahora lo quería quitándose de toda servidumbre, hasta de la de don Magín que en bromas y veras le vigilaba todos sus pensamientos.

Se detuvo y miró el hondo de la ciudad fungosa. Oleza tornaría a verle guerrero. Imaginose a don Álvaro como el hijo del juez, atado a las argollas de la pila, con las sienes abiertas, por las que penetraba la lluvia, pudriéndole la frente. Era el instante suyo, de complacerse en su odio y en la repugnancia de los demás; de verse alzado y feroz.

Le salieron los perros y los críos bañados y pringosos de San Ginés. Los hombres le esperaban acogidos a sus cobertizos de arpillera, de latas de robín y de tablas podridas, que parecían arrancadas de ataúdes; y por las albardillas y los ventanucos le fisgaban las comadres.

A todos les habló todavía con el resuello penoso de la cuesta.

¿Allí se estaban holgando mientras los carlistones, la perdición suya, revolvían la ciudad? ¡A ellos les tocaba el valer a los liberales! Y ensartaba la política con la crecida, el santo con don Álvaro, el peligro que estaban corriendo los hombres de bien...

Un esquilador de cuello abrasado de bubas le atajó la arenga.

-¡Aquí no llegará el agua! ¡Si los carlistones quieren pelear, que suban!

Y sin cuidarse de su presencia, se decían los unos a los otros:

-¡Querrá que nos socarremos por lo suyo!

-¡No semos candil de puerta ajena!

-¡De los de abajo y de nosotros es lo mesmo Nuestro Padre San Daniel!

-¡Se arrejuntó con los señoritingos, y los reniega ahora!

Potrón se le fue poco a poco; escupía y aplastaba la saliva; y volviose sacando las ancas.

-¡Si le comen, que se espulgue! ¡Los de Nuestro Padre han de pagarnos los fuegos de mañana, más que no ardiesen por la lluvia! ¡Conque al avío!

El hijo del Miseria les sonrió con asco. Se le moraba y estremecía su pellejo de difunto; y le subió a los ojos el dolor de su desencanto, la postración de su soledad, un desfallecimiento, un desamparo, que le ennoblecía la frente y el destrozo de su cara. Quiso hablar, y se le rompió la queja.

Todos le rechiflaron. Y la Montoya gritó:

-¡Se le raja también la nuez!

Plegaban sus brazos, rascándose en los sobacos de mugre; se quedaban muy quietos mirándole sus botas de albañal, su traje resbaladizo como la piel de un pulpo, su gorra de siervo monástico... Sentíase traspasado de la mirada de la horda, una mirada de pobre que se sume en la miseria del que no es de la misma casta de miseria, y va escarbando dentro y encontrando con qué gozarse.

Toda su carne le dolió como una tremenda herida renovada cuando un viejo aceitunado y enjuto le dijo, escupiendo por el caño de su tagarnina de verónica:

-¡A ti te escocerá el reconcomio por tu don Álvaro, pero buenos hígados tuvo el caballero para salir una noche a la heredad sin que tú aparecieses!

Cara-rajada se le arrojó como un halcón hambriento. Pero un torbellino de puños le volvió a su sitio, en medio de un corro de muecas.

Lloró de pena, de rabia de llorar; enloquecido por el escarnio de la más grande abnegación de su vida; y ahogándose de congoja gimió desesperadamente:

-¡Si no salí fue porque me lo pidieron por Paulina; y ella lo supo! ¡Sois tan ruines que me maldigo por el antojo de volver a vuestro estercolero!

Le cayeron rebotándole como pedradas los aullidos de todo el arrabal.

-¡Ay, que nos insulta un marqués!

-¡Quería que lo arreásemos por el pueblo para que le viese a lo señor la del «Olivar»!

Y el brazo peludo del Potrón le fue apuntando con la rodela de una tabla ahumada, y enroscose la ráfaga de un cohete en un codo del hombre de luto. Al arrancársela, le reventó entre sus dedos goteantes de lluvia.

Otros polvoristas siguieron la chanza, fogueándole con sierpes de petardos, de «carretillas», de bengalas rodadoras, y él rebrincaba en un baile demoníaco.

Entre la bulla destacose la Parracha, con la frente fajada de amarillo, y se aponó riendo.

-¡Es el mal! ¡Tiene el mal de pies, y se vuelca en el aire!

El grito de la vieja fue para el enfermo el alarido del mismo mal olvidado. Tuvo miedo de caer bajo las alpargatas de los ruines, de oírles desde la obscuridad de su muerte.

-¡Con éste lo castro! -y el Potrón le arremetió enviándole un erizo de chispas que estalló en las ingles de Cara-rajada.

Recalentose la canalla. Las mujeres, de tanto reír, tenían que sostenerse la cintura, y pedían que ya lo dejasen; pero una ristra de mozones le siguió, amagando embestirle sin llegar, remedando sus corcovos de poseído y el aleteo de sus brazos flojos de bausán.

De súbito, la peña, la ermita, las ruinas, los bardales, todo se puso rojo, como delante de una fragua.

Una hoz de sol poniente acababa de rebanar una costra del nublado, y la faz de lumbre se quedó mirando la tierra. Surgió como una exclamación de colores gozosos y tiernos, de brillos cerámicos; se encendieron las aguas reciales de los ramblizos y del río, las aguas paradas de los hondos y los llanos, el verde de bronce de las palmeras y de los cactos, la plata del olivar, las antorchas de los cipreses, el oro viejo de los muros, la blancura de las granjas, los follajes esponjados, limpios, frescos en los azules recién desnudos; y alzose el pecho del verano, contenido todo el día por el temporal, y resucitó la tarde ancha, mojada y olorosa.

El sol que exaltaba a los hombres con un júbilo bueno hasta en la burla de un perseguido, corroía en él hasta la compasión por sí mismo. No le quedaba más que la tristeza de enfermo que presiente su aura. Le alcanzaba su mal; venía rebotando; lo palpaba como si estuviera fuera de su carne, pero hecho de su carne, de sus huesos, de su fealdad, de su cicatriz, del helor de sus cabellos y de los golpes de sus sienes y de toda su sangre, maldecida desde que se cuajó en su origen. Y en lo ciego de su desventura de sino, le surcaban con la villanía de trallazos las quemaduras de sus dedos, de sus carcañales, de sus muslos... A lo último de un callejón de escalones, hediondo del arrastre de inmundicias, retumbó el estrépito de su huida y de los arrabaleros. Semejó que se despeñase un ganado. La juventud del Círculo, apostada en los altos de su casón, esperó al enemigo; era el enemigo; y se abrasó en la calentura colectiva. Ya no pudo resistir la quietud de sus manos engarfiadas en los fusiles gloriosos de la postrera guerra, y disparó al aire y vitoreó inflamadamente a Nuestro Padre San Daniel y al Rey Carlos VII. Revivía la tradición purísima; y volvieron a cebar las viejas carabinas y pistolas. Cara-rajada cruzó la calle. Trotaron los gordos caballos de la Guardia Civil. Desde los soportales de la Plaza Mayor venía un pasodoble desgarrado de «La Lira de Oleza». La bonanza reanudó el alborozo y el cartel de festejos. Apareció el señor obispo; se humilló la gente; y en aquel punto inflamose otro viva al príncipe y al santo. Otra descarga se arrastró sobre la ciudad húmeda y dorada.

-¡Bien dicen, Jeromillo, que el que no se consuela es porque no quiere! -Y, todavía sonriendo, se puso blanco don Magín; doblose todo, y se estampó en un aguazal. Le colgaba su hermosa cabeza de medalla; se llevó las manos al costado, y se le quedaron rojas.

Don Jeromillo comenzó a llorar abrazado al párroco.

-¡No llores, Jeromillo, no llores! ¡Leñe!

Acudieron los familiares y Su Ilustrísima, los del Círculo de Labradores, pálidos del horror de su homicidio, los mercaderes de la feria.

Cara-rajada huía de la afrenta de su mal. Se maldijo; se clavó las uñas en la cicatriz. Ya no podía llegar a su casa; y arrojose entre los trascorrales de una calleja llena de río. Los troncos de los álamos, los hincones de las barcas, quedaron casi en medio del desbordado cauce. Sobre la vega se tendía la banda gloriosa del arco iris. Toda la caminaron los ojos del hombre de luto. Y su postrer pensamiento fue de imprecación contra don Magín.

Desde las galerías, desde los vallados y ventanas le vieron los vecinos de las casas ribereñas.

Voltearon las piernas en medio de la corriente. No salió más.

Un herrero se aupó en la tapia de su obrador; y se hurgaba un quijal y decía:

-¡A ése ya no le amortaja ni su madre!




ArribaAbajoIX. Hasta los males pasan

Camino de la Visitación, iba recordando Alba-Longa que ya se había cumplido la profecía de El Clamor de la Verdad.

En el principio del año, el Gabinete de Madrid prometió que las naves de España pasearían nuestra bandera hasta el Bósforo.

El Clamor de la Verdad, es decir, Alba-Longa, se burló de las arrogancias del Gobierno; y con patriótica pesadumbre, preveía que «las costas de Italia, Austria, Grecia y Turquía, que de continuo saludaban los buques de las potencias europeas, seguirían sin conocer la marina de guerra de España».

La escuadra española -formada por la fragata blindada Sagunto, como capitana; la de madera Blanca y la corbeta de hierro Tornado- se estuvo invernando quietamente en Mahón. La Victoria y la Numancia, acabada la carena, quedaron en situación económica.

Alba-Longa lo había adivinado. Era de esos hombres de tierra interior que se apasionan por noticias del mar; entre todas, las de incendios, abordajes, naufragios.

Un éxito. Lo confesaba el mismo Monera.

Don Cruz tendió sus brazos, colgándole dos alas del manteo y, como iba en medio del grupo, los demás tuvieron que apartarse. Con los brazos tendidos abrió el horizonte de las palabras de don Amancio para internar allí un elogio a don Álvaro. Es prudente repartir los éxitos. Recordábales también el canónigo que don Álvaro, todavía recién llegado, supo ver el profundo sueño de Oleza. Alguien en aquellos días juró despertarla, y Oleza...

-Oleza -interrumpió Alba-Longa- se ha dormido hace mucho tiempo acostada encima de ella misma...

-Se ha dormido -dijo don Cruz- sin que la despierte ni una riada. Duerme y goza al amor de su río. ¡De qué modo puede aplicársele: Fluminis impetus laetificat civitatem Dei...!

Pero Alba-Longa no había terminado la perífrasis.

-Acostada encima de ella misma, encima de su gloria. ¡Fue toda de gloria!

Y como un reproche para don Álvaro, ajeno a este pasado de sublimidad del que participaba milagrosamente él por ser olecense y cronista sabedor de lo más escondido, añadió con tono de dictado:

-Mucho se escribe del poder de los gremios. Yo digo que los gremios de mi ciudad merecen pertenecerle. Merecían. ¡Eran olecenses! No toleraban que se les menoscabasen sus fueros y preeminencias. ¡No lo toleraban de nadie, ni de sus prelados, de aquellos prelados de entonces!

Iban despacio, parándose mucho. Las mujeres de la calle de la Verónica, que sacaban sillas, hijos y costura para esparcirse en el atardecer de septiembre, se desesperaban de la lentitud del corrillo de don Cruz, que no las dejaba acomodarse en paz.

-Los sastres -seguía don Amancio- deshicieron con sus espadas la procesión del Corpus para rescatar el sitio suyo que les negó el obispo Cisneros de Velasco, natural de Zamora.

-Y mi Cabildo otro gremio: gremio de pureza religiosa -insinuó don Cruz; pero se le interpuso don Amancio.

-¿Lo del Cabildo? Lo del Cabildo se representa en una vitela iluminada que descubrió Espuch y Loriga, mi tío, en el granero episcopal. Un domingo, otro prelado, Bosch de Artés, muy terco y catalán, quiso explicar el Catecismo. No podía hacerlo. Era deber y privilegio del Cabildo. Se presentó el obispo en la Catedral y no pudo subir al púlpito porque los canónigos le derribaron la escalerilla; quiso bendecir al pueblo desde su trono, y el deán y el chantre le contuvieron los dos brazos. Vino la Inquisición seguida del pabordre, de los Jurados. Vino un capitán del rey con sus arcabuceros... Pero el obispo no explicó la Doctrina Cristiana...

-En cambio, ahora -dijo ya don Cruz-, ahora pueblo y clero lo resisten todo. ¡Todos lo resistimos todo!

Les pasó Elvira con la Monera y las Catalanas, acordando verse y salir juntos de la Visitación, como casi todas las tardes.

El padre Bellod no les pagó el saludo. Ya sabía que habían de reunirse en la casa de don Jeromillo y hablar y apenarse de don Magín. Pero las flaquezas nuestras nos las consentimos y podemos proclamarlas y zaherirlas nosotros mismos en nosotros, no que otros, y singularmente los de nuestra amistad, nos las naturalicen.

Como sagrario en Jueves Santo, decía don Jeromillo que estaba su portal. Debe de creerse que no faltó nadie de Oleza a saber de don Magín cuando acudía inclusive el corro de don Cruz.

Entonces, el capellán de las Salesas pudo mirar de cerca a don Álvaro y don Amancio, que siempre le parecieron muy lejos de su casta y de su vida; no se le dio un ardite de la engrifada severidad del padre Bellod; dialogó, sentado y todo, con Su Ilustrísima, y descabezaba el sueño en su presencia, rendido de tantas vigilias. Fue un acierto muy grande aposentar a don Magín en su casa. Hallaba la recompensa del horror de la víspera de San Daniel. La descarga que malhirió al párroco en el pecho, pudo haberle cribado el suyo. Perdía sangre don Magín, pero no sus zumbas, que resaltaban y dañaban entre los sollozos de don Jeromillo y la consternación de Su Ilustrísima y el espanto de todos. Rodeaban al herido; le tentaban para saber su mal. Le alzaron y pusieron en unas angarillas de mantas y cabezales, y por la Corredera lo traían a su parroquia; pero como ya desfalleciese del dolor y de la hemorragia, y se supo que los alrededores de San Bartolomé se habían embalsado de fango y de despojos, pidió don Jeromillo que lo entrasen en la Visitación. Se sofocó de la sorpresa de verse obedecido. Delante, él, y los demás, hasta el obispo, le seguían. En su lecho acostaron a don Magín, y él, sus hermanas, el médico Grifol, doña Corazón y Jimena, que pasó al servicio de la viuda desde la muerte de su señor, le desnudaron y lavaron, aunque saliéndose el capellán porque se desmayaba de verle las heridas.

Juntas en pleno de Congregaciones, aguardaban turno para preguntarle y oírle; y él salía de la alcoba con la frente arada por la voluntad de recoger y entender los preceptos de Grifol, y, de pronto, llamaba a doña Corazón, y así se zabullía de las responsabilidades de enfermero. De grupo en grupo tornaba al dormitorio.

En la ventana, el Abuelo se dormía mirando los gorriones que bajaban de los huertos. La Jimena, de luto, sacaba hilas, repasaba vendas, ardiéndole los ojos al sentir la voz de Elvira o de don Álvaro. Pisando sin ruido, iban asomándose los vicarios de San Bartolomé y algunos beneficiados, canónigos, familias olecenses. Todo el pueblo, lo mejor de Oleza y de la diócesis en señorío y dignidades, había ya visto la cama, la jofaina, las estampas, las alpargatillas grises de don Jeromillo. ¡Cuánto misterio en la vida! Comía entre apuros, levantándose para tomar recados; le dolían todos los huesos, no le quedaba holgura ni para las oraciones, y a pesar de él, alguien oculto en su corazón le dijo que nunca se sintiera tan pagado de sí mismo como entonces. Sorprendiose frotándose las manos, y se las soltó arrepentido y lloroso. ¡Si muriese ese hombre, qué sería de él! Y le contemplaba con un susto de huérfano.

Don Magín aparecía como una estatua yacente de gigante; los brazos, rígidos, estampados en la colcha de albenda; el pecho, alto, enorme de fajaduras; la frente y las sienes, luciéndole de sudor; las mejillas, devoradas por la barba crecida.

¡Tanto padecer, y por nada! La inundación fue la de menos daños de todas las de Oleza. La feria se celebró en otras tardes, además de que los mercaderes eran forasteros. Cara-rajada murió porque había de morir de sus accidentes, y no se perdió mucho con que un ribaldo, malavenido con todos, muriese.

¡Tanto padecer, y por nadie! Oleza se acercaba de puntillas a don Magín. No se podía señalar a ninguno por culpable verdadero; no lo sabían ni los que dispararon sus carabinas, aunque se lo preguntaran escrupulosamente a su conciencia. Pero a todo el Círculo de Labradores le pesaba el cruento episodio como si hubiese originado el triunfo de un enemigo. Enemigo suyo era don Magín, y su sangre y su dolor le realzaron y le pusieron luces de heroísmo, le atrajeron más el aprecio de la diócesis y le afirmaron en la privanza de Palacio. De no morir, se quedaría de dueño de la sede.

Nuestro Padre San Daniel, que había perdonado tremendas caídas y fragilidades, no apartó de sus criaturas una riada en la víspera de su festividad, permitiendo que se cegaran los corazones. Se las tenía juradas. Y se las tendría juradas para que se enterase el obispo. Quizá por eso el obispo apresuró las obras del altar abandonado, y por eso también no pasaba día sin que sus pajes y familiares visitaran al herido, y él estuvo muchas mañanas, y presenció las curas y celebró en las Salesas. Ayudábale la misa don Jeromillo, casi con una confianza de sobrino de Su Ilustrísima. Era como residir en un campo con obispo sólo suyo; era regodearse con las grandezas en la sencillez.

Frecuentemente, la iglesia de las Madres, de blancura y sol de santuario, los aposentos humildes de su capellán, la entornada alcoba del herido, se penetraban de perfume y claridad de elegancia de mujer con la aparición de la de Lóriz. Hasta las horas más oprimidas por el empeoramiento del párroco, las alzó y conforto la gentil señora con su presencia y su palabra. Ofrecía todo lo de su palacio, y su sueño y sus manos para ayudar a los que velaban, y ofreció sus médicos de la Corte, aunque advirtiendo que no podrían aventajar al médico Grifol. Lo dijo delante de doña Corazón, y don Vicente se inclinó en un silencio de felicidad de juventud.

Causa nostrae laetitiae, invocaba sin querer don Jeromillo acercándose a la dama y tocando con su mano de mozo labrador los finos dedos enguantados.

Salud de los enfermos, pudo también rezarle, porque la condesa semejó vencer la peoría del herido, y poniéndose a su lado le mandaba que se diese prisa en sanar, porque a ella ya se la estaba dando el hijo por venir al mundo. Grifol había de recibirlo y don Magín hacerle cristiano.

Contemplábala toda don Jeromillo, pasmándose de no haber sospechado que estuviese encinta. En cambio, Elvira, la Monera y las Catalanas la medían con los ojos cada tarde. Por mucha habilidad de modisto y galas amplias que trajese, ese vientre era demasiado grueso para calle. Elvira no se cansaba de repetir que ni ella ni su hermano consentían que su Paulina se mostrase en público; que la mujer honesta debe recogerse esperando la hora de la maternidad. ¿Qué les importaba a los otros? Demasiado lo sabrían. No sería ella, si se casaba, de las que se acongojaran por beber de cántaros milagreros de la Visitación, que dan hijos. Un hijo de lo primero que sirve es de malicia para llevar la cuenta de pasadas satisfacciones en que fue engendrado.

Menos ágiles para imaginar que Elvira y la Monera, las Catalanas habían de horrorizarse al dictado. Mejor se entretenían picoteando en el lujo de la de Lóriz. Solteronas, enjutas, tasadoras de todo gasto, no comprendían que cristianamente se derrochase el caudal, ¡y en un pueblo! Les daba temor de Dios. Preferían creer que fuese bambolla esa abundancia.

Rica de Oleza también la Monera, le daban empacho los ricos forasteros. La hermana de don Álvaro, que era pobre, se entusiasmó diciendo que creía a la de Lóriz mucho más rica de lo que pudieran recelar los hacendados lugareños, pues para que lo fuese hizo el padre su agosto en contratas de víveres del Ejército.

-¿Y vive la hija en Oleza?

-Vive en Oleza, y no porque esté harta de viajes y de mundo, sino por sensualidad, porque quiso el goce de recién casada en estos huertos, con este olor de acacias, de naranjos, que es un olor de perdición.

-¿De veras? -decían mirándose las Catalanas, no pudiendo persuadirse que oliesen de ese modo los árboles.

-¿Y vino adrede por eso? -escandalizose la Monera-. ¿Qué se ha creído esa mujer que es el matrimonio? ¿Qué se ha creído que es Oleza? ¿Y aún no tiene bastante?

-¡Y eso que el conde, en viendo un refajo de huertana no puede contenerse, dicen!

-¿De veras?

-¡Aunque ella no le deje de besar ni en el balcón!

-¡Mujeres así -se encendió la del homeópata- acaban por no poder arrodillarse bajo los ojos de Nuestro Padre! -Y se dolió de que la de Lóriz y la esposa de don Álvaro hubiesen coincidido en el tiempo de su cuidado.

Salió Purita, la virgen rubia más garrida y ennoviada de la diócesis, dando brincos de pájaro que le hacían palpitar todas sus gracias.

-¡Qué ganas tengo de casarme! -y con un dulce quejido asomaba la clavellina de su lengua entre la delicia de sus dientes.

¡Delante de todos! ¡Las Catalanas, Elvira, la Monera, sentían un frío de horror voluptuoso! ¡Esa criatura se perdería sin remedio! ¡En cambio, ellas, no; ellas nunca! Podían presenciarlo todo desde su honradez. Entraba más gente. Faltaban asientos. Y las dos hermanas de don Jeromillo se quedaban mirando a las visitas antiguas, que no se iban. Si se fuesen, no sería menester pedir las sillas de anea con fundas almidonadas del locutorio ni las de almohadón de la sala capitular de las Madres. Las Madres quebrantaban sus costumbres cediendo de lo suyo con que remediar la pobreza de don Jeromillo. Lo habían prometido por acuerdo de la Comunidad; pero las hermanas del capellán siempre vacilaban. La portera, la clavaria, la priora, la monja que saliese, las escuchaba sin corresponder a su sonrisa. Toda la casa, toda la casa en beneficio de su sacerdote, del pobre párroco herido y de los que le visitasen; toda la casa. Pero cada silla constituía en sí un costoso beneficio; cada una, porque las prestaban de una en una; y por las noches, al traérselas, las revolvían, las tocaban, las contaban. Por cada silla de la Comunidad, y por cada voz risueña de la tertulia del convaleciente, pasaban angustias las dos hermanas de don Jeromillo. Todo estuvo bien durante la pena de la gravedad: en el dormitorio, silencio, y fuera se esperaba de pie la muerte de don Magín. Pero traspuesto el peligo, se alborotó la alcoba. Llegábanse las dos hermanas para contener la bulla, y no se atrevían porque todos doblaban la risa adivinándoles su miedo, y entre todos el hermano. Hasta corporalmente se crecía don Jeromillo con el desenfado de Jimena y de Purita, y sintiendo el dulce y fuerte sostén de la amistad de la condesa. Le embriagaba la exaltación de su persona, estando tan cerca gentes que siempre le encogieron con sólo mirarle.

-¡Que rabien!

-¿Quién? -preguntaba Grifol.

Doña Corazón suspiraba:

-¡Quién ha de ser! Elvira, la Monera, don Cruz, don Amancio...

Grifol ponía sus manos en el puño de su bastoncito.

-¿Elvira, la Monera, don Cruz, don Amancio...? -Lo repetía sin recordar nada, absorto en la pronunciación de cada palabra y en cada actitud de blanda gracia de la viuda, que permanecía para él en la hermosura extática de virgen gruesa, según la amó en el principio.

Y una tarde presentose el archivero, mosén Orduña.

-¡A buena hora! -dijeron todos viéndole entrar con las trémulas manos tendidas preguntando, como si acabasen de traer herido a don Magín. Sentose y puso la teja bien acostada en sus rodillas.

Hasta los males pasan.

Vuelto el párroco a San Bartolomé, quedó el capellán de la Visitación en su quietud de pobre. Damas, Juntas, prebendados fueron subiéndose a su jerarquía. Don Álvaro, el padre Bellod, don Cruz, Alba-Longa, se remontaron como águilas sin acordarse de don Jeromillo. Y cuando don Magín le llevó a Palacio para agradecer a Su Ilustrísima sus bondades y honras, sobrecogiose, y buscó el arrimo del ventanal de la saleta. Desde allí, contemplando la noria, las almajaras, los frutales; imaginándose al obispo como un grave eclesiástico rural, resistió sus preguntas y sus ojos. ¡Ya no era el mismo Su Ilustrísima que antes! ¡Es decir: ahora Su Ilustrísima y los demás eran verdaderamente lo mismo, leñe! ¡Cuánto misterio!




ArribaX. Nuestro Padre San Daniel

Un día, en medio de la calle, don Jeromillo se sonrojó y se aturdió más de lo suyo porque, sin querer, acababa de decirse que algunas mujeres se quedaban muy hermosas después de parir.

Lo pensó por la de Lóriz, que hasta en la voz y en el andar le parecía de una hermosura más dulce, más cálida y más firme desde que era madre.

Y confirmó su parecer viendo venir a Paulina de la misa de su purificación. Don Jeromillo se paró, mirándola; las gentes se asomaban, y en cada boca prorrumpía un requiebro para la hija de don Daniel. Iba entre el esposo y la hermana; y delante, el recién nacido, en brazos de la criada de Gandía. Paulina y la condesa también coincidieron, según comentó la Monera, en tener hijo. No en el nombre: al condesito se le puso el de su padrino, el hermano de la madre, el hermano artista y pecador: Máximo; al de Paulina, Pablo, por voluntad de don Cruz; pero Alba-Longa le llamó el nombre primitivo del apóstol de las gentes: Saulo, esto es: deseado.

Con los lutos resaltaba primorosamente la nueva belleza de Paulina, belleza maternal, amplia, de contornos tan perfectos que semejaba virgen, virgen llegada a la plenitud de la forma. Toda tan hermosa, que don Álvaro padecía sospechándola deseable para todos los hombres. Siendo de otro, ahora comenzaría para «ése» el exaltado goce de la mujer en la revelación de todas sus delicias. El esposo buscaba celosamente a ese otro en sí mismo, y la guardaba de él aborreciéndolo, y, algunas veces, aborreciéndola también a ella, como culpándola de su belleza. Tuvo un rencor desesperado cuando Elvira le reveló, una noche, que proclamaban a Paulina, a la de Lóriz y Purita «las tres mujeres de Oleza». Pero la primera, Paulina.

Quisieron esconder la alabanza como un oprobio. Y si la sorprendían vistiéndose, o ciñéndosele las ropas, toda modelada, o en un instante glorioso de sol y de campo, o al darle el pecho desnudo al hijo, contemplándoselo ella descuidadamente, siempre se miraban los hermanos; y, entonces, en lo íntimo del hogar, les parecía sentir la brama de todos los hombres jóvenes de Oleza.

Llegaron a creer que su cavilación recelosa se incorporaba a los demás. Muchos se preguntaban si legítimamente se podía tener tan lozana figura, si se podía tener una boca tan encendida, una mirada de tanta caricia no siendo feliz. Porque de seguro que Paulina no era feliz; y poseía hasta la calidad de belleza de la mujer dichosa. Era hermosa complaciéndose inocentemente en serlo. Almas acendradas, almas de Dios, logran no entristecerse por las alegrías del prójimo; pero el ajeno infortunio les comunica un irresistible prurito de administrarlo. Se quiere gobernar los pensamientos y obras del desdichado, sus gestos, sus palabras, sus lágrimas, su vestido, todo su dolor, toda su vida de luto. Y no comportándose como esas almas piensan que vivirían ellas, sienten un desencanto difícil de perdonar. No se lo explican.

La ciudad tampoco se explicaba ese espléndido florecer del cuerpo de Paulina. Y era una expectación insoportable de su gentileza. Esta expectación, esta inquietud, rodeando las casas olecenses, se revertía en don Álvaro y su hermana. Con los ojos de Elvira espiaba el pueblo a la hija de don Daniel. ¿Qué haría con su carne triunfal a cuestas?

La señorita de Gandía se persuadió de que si se aguarda tanto una cosa, es porque ha de suceder, ha de suceder siquiera para el corazón que está acechando.

Víspera de Todos los Santos, se peinó y se rizó el fleco y las bandas, se puso el vestido-hábito de salir, y asomose a la sala de los retratos de sus padres. Los dos semejaban atisbar a la nuera. Paulina, al lado de la cuna del hijo, se doraba de puesta de sol, una puesta de sol otoñal que labraba en bronce los sillares del palacio de Lóriz.

El óleo del difunto Galindo era el espejo de la sonrisa dura y lívida de la hija. La señora Serrallonga se agrietaba espantosamente en el brasil de los pómulos. Un cáncer abierto por el verano de Oleza en la pintura de la muerta.

Acercose más Elvira.

Dormía el niño bajo la niebla de una gasa; y la madre, reclinada en la vidriera, había dejado de coser las finas orillas de un pañal, y miraba la calle.

Ladeose la cuñada para verla.

Paulina sonreía, estremeciéndosele apasionadamente los pechos. Elvira se puso a su espalda, y aspiró el perfume de su respiración. Le pareció sentirla como hombre. Pero la distrajo un balcón entreabierto del palacio. El hermano de la condesa tenía al ahijado en sus brazos, y meciéndole y cantándole se lo llevó por otros salones.

Los padres les siguieron gozosamente, y sobre un fondo de apacible riqueza de tapiz se besaron en la boca.

Paulina retirose hacia la cuna, y tropezó en unos muslos huesudos. Una voz sumida y burlona murmuró:

-¡Pude quitarte a tu hijo sin que me sintieses! -Y Elvira estuvo mirándola, mirándola; y le preguntó de pronto:

-¿Tú les saludas a ésos?

Paulina se inclinó humillada.

-No; yo no les saludo. Álvaro no quiere.

-¡Álvaro no quiere, Álvaro...! -y en seguida, casi aniñándose, le dijo:

-¿Confiesas hoy? Yo, sí. Siempre comulgué en la fiesta de Todos los Santos, y el día de las Ánimas, además, por nuestros difuntos. No me falta sino echarme la mantilla. ¿Te aguardo?

Y al atardecer salieron juntas las dos cuñadas.

...Cuando subían las gradas de Nuestro Padre ya recogían los mendigos del pórtico sus cayados, sus muletas, sus escudillas de pedir; y, viéndolas, volvieron a su plañido; pero al reconocerlas se marcharon. Elvira nunca les daba limosna, y la hija de don Daniel tampoco acompañándola la «flaca».

Dormía el templo en una tiniebla blanda que parece que se oiga tejer y apretarse en la soledad.

La luz inmóvil de un cirio de promesa, la mariposa del sagrario, cavaba más honda la obscura distancia de los ámbitos. Y dentro de la bóveda de los altares, en la noche anticipada de las hornacinas y de los nichos de los retablos, les quedaba a las imágenes una palidez amarga, gelatinosa, recogida por el barniz de sus rostros y de sus manos. Eran como cadáveres que se habían levantado, y en sus ojos, abiertos, se cuajaban las últimas gotas de claridad. El Cristo, acostado en su sepulcro de hielo de cristal, semejó volverse un poco para saber quién pasaba a esas horas.

Los pasos de Elvira y de Paulina imprimían su huella en todas las losas, en todos los recintos. Cada paso pisaba toda la iglesia; la iglesia se hinchaba, se llenaba de dos mujeres andando en la umbría, y Paulina se sintió a sí misma en las rinconadas, en los enterramientos, en las húmedas revueltas. Tuvo el miedo de los sitios donde no estaba. Se le antojó ser una imagen que había bajado, dándole el miedo de ella misma. Se paró precisamente en un altar que siempre evitaba.

Entre dos candeleros de llama de tea estaba la urna del cuerpo de un niño mártir. Lo compró un noble murciano en Roma. El niño tenía la faz rellena de cera, los pómulos teñidos, los ojos redondos, de vidrio, ojos de pardal embalsamado. Llevaba una túnica de realces de plata que oxidaban la seda, y encima del pecho una palma como la espina de un pez fósil. Paulina se acongojó sin lágrimas mirando el niño desenterrado, destapado para siempre bajo la devoración de la piedad, enseñando por las costuras podridas las articulaciones de alambre de los huesos.

La cuñada le habló, enfriándole una sien. Quería prevenir al padre Bellod antes que cerrasen la puertecita del claustro. Del claustro llegaba un ruido de árboles, un aire de otoño que estremecía las viejas banderas heráldicas consagradas a San Daniel.

Ella quedose esperando delante de la verja. Y cuando se perdieron del todo los pasos de Elvira, la sobrecogió el silencio casi dulcemente. En el cimborrio duraba lo último de la tarde como un lienzo mojado. Bajó un aleteo de nido, y este alboroto de pájaros la envolvía de una sensación de cielo, de anchura de paisaje. Pero después, en la quietud, su receptividad nerviosa iba hiriéndose de miradas precisas de aves. Y apenas surgieron las sombras del padre Bellod y de Elvira, se precipitó a la red del confesonario del párroco. Al persignarse levantó los ojos. Se había derretido del todo el día, y las vidrieras de la cúpula quedaron como lápidas. La penitente atropelló su confesión; besó la cruz de la estola morada, y apartose arrodillándose junto a la pila lustral.

La cuñada le dijo:

-¡Esa confesión no puede servirte!

La capilla, recién obrada y dorada, toda cruda de líneas, tenía encendidos seis cirios clavados en los hacheros de las expiaciones y ofrendas. Las alas de los ángeles, dos ángeles grandes y rubios, que soportaban las lámparas desde las cornisas, tendían sus espectros por los muros. Un oscilar, una torcedura de las luces, les comunicaba un vuelo silencioso de paños, y entonces por las mejillas de Nuestro Padre circulaba el brillo de su amoratamiento de ahogado.

Más torvo, más viejo Nuestro Padre en la exactitud de la estofa y del color recientes; y su cabellera, de pelo de mujer, le dejaba, de noche, una intención penosa y mala de máscara, una mueca, un remedo de la santidad que exhalaba en las horas buenas del día, y que ahora se iba despojando como un hombre cansado, muy triste, se va quitando su sonrisa y su vestidura en su dormitorio.

La confesión de Elvira fue un diálogo apasionado y profuso, con un silbo de eses largas, con nombres rotos: el de don Álvaro, el de Paulina, el de Purita, el de Lóriz, el de don Magín...

Paulina se sintió abandonada en el olvido de la iglesia.

A lo lejos, en el patio parroquial, en el vestuario, en la casa eclesiástica, en las calles próximas, sonaban voces de acólitos, estrépito de postigos; después, el rumor se deshacía como una burbuja. Pasó una diligencia. Pero era la parroquia la que se alejaba, extraviándose en la noche.

Salió el padre Bellod del confesonario, y sus pisadas de zapatón ancho retumbaron multiplicadamente en toda la nave.

La sombra de Elvira cruzó golpeándose contra los muros tallados, contra las cuelgas de exvotos. Luego, su perfil de arrodillada se quedó tocando la copa de alabastro de la lengua y el corazón del obispo Villalonga. Elvira rezaba la penitencia a los pies de Nuestro Padre.

Crepitó un cirio, y despertose crujiendo un retablo. Rodó mucho tiempo una gota cuajada de una arandela. Se oía vibrar las alas de una mosca caída en un telar de arañas. Una carcoma; un zumbido; se desdobló una pegajosidad de murciélago. Por el ábside vino un temblor de alpargatas y de llaves viejas. Aparecía y se perdía una luz que taladraba la foscura. Gimió una puertecita ferreña. Sería la del claustro. Y resonaron los portales arrastrados por carriles hasta chafarse todo en un trueno. Después, el silencio en ondas de silencios, y el silencio inmóvil. Ahora la iglesia ya no parecía que se alejase por latitudes despobladas, sino que se sumergiese en unas aguas lisas, que dejaban pasar los rumores más menudos de la superficie.

Paulina tuvo la angustia del enterrado vivo, el ahogo y el esfuerzo de la voz que no se oye, que no suena, como en una pesadilla de espanto en que se pide socorro y no sale el grito que se da. Se le enfrió el cuerpo de un sudor duro que le pinchaba; en cada poro le nacía una granulación de frialdad, y se le erizó la espalda.

Elvira continuaba rezando implacablemente a Nuestro Padre.

Paulina la veía temblar entre las palpitaciones suyas. Todas las imágenes habían bajado y se acercaban a la capilla y se le ponían detrás, y ella quiso volverse y quiso mirar a San Daniel; pero permaneció rígida, con los ojos en una losa, la misma losa, por donde pasaba un gusano de humedad que se paró como si lo supiese, y la sombra del gusano crecía. Ella creyó que lo sujetaba mirándolo; y así, con un latido en la lengua, en el paladar, en la boca, exhaló:

-¡Nos están encerrando!

Elvira semejaba muerta.

-¡Nos están encerrando!

Y Paulina se agarró a un codo de su cuñada.

Elvira, apartándola, le dijo:

-¡Qué más quisiéramos! ¡Pasar la noche con el Santísimo y Nuestro Padre! ¡Míralo, que está él mirándote ahora!

Nuestro Padre San Daniel era un don Álvaro espantoso.

Y Paulina se escapó gritando. Todos sus terrores de criatura y de mujer se le juntaban y la perseguían cogiéndola del manto. Detrás, Elvira la llamaba.

En la puerta del claustro, apareció el padre Bellod con un farol de aceite que le devoraba de amarillo las viruelas y el ojo blanco calcinado.

Paulina se arrojó en la noche grande de cielos, en la noche del mundo.

Su cuñada se quejó:

-¡Yo no sabía que le tuvieses miedo a Nuestro Padre...! -Y miraba a la mujer de su hermano sin parar de reír...


 
 
AQUÍ ACABA
«NUESTRO PADRE SAN DANIEL»;
PERO OLEZA Y SUS GENTES APARECEN
EN LA SEGUNDA PARTE DE ESTE LIBRO,
TITULADA
«EL OBISPO LEPROSO»