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ArribaAbajoRealismo mágico

Dese 1929 y por algunos años tres jóvenes escritores hispanoamericanos se reunían, con cotidiana frecuencia, en alguna terraza de un café de París para hablar sin término de lo que más les importaba que era la literatura de la hora y la situación política de la América Latina que, en el fondo, era una misma y sola cosa. Miguel Ángel Asturias venía de la Guatemala de Estrada Cabrera y Ubico, con la imaginación llena del Popol-Vuh, Alejo Carpentier había salido de la Cuba de Machado y yo venía de la Venezuela de Gómez. En Asturias se manifestaba, de manera casi obsesiva, el mundo disuelto de la cultura maya, en una mezcla fabulosa en la que aparecían, como extrañas figuras de un drama de guiñol, los esbirros del Dictador, los contrastes inverosímiles de situaciones y concepciones y una visión casi sobrenatural de una realidad casi irreal. Carpentier sentía pasión por los elementos negros en la cultura cubana. Podía hablar por horas de los santeros, de los ñáñigos, de los ritos del vudú, de la mágica mentalidad del cubano medio en presencia de muchos pasados y herencias. Yo, por mi parte, venía de un país en el que no predominaban ni lo indígena, ni lo negro, sino la rica mezcla inclasificable de un mestizaje cultural contradictorio. La política venía a resultar un aspecto, acaso el más visible, de esas situaciones de peculiaridad que poco tenían que ver con los patrones europeos. ¿Qué podía haber en común entre el señor Poincaré y Estrada Cabrera, Machado y Gómez, y que podía identificar al maestro de Guatemala convertido en tirano, al rumbero y trágico habanero tradicional que era Machado y al caudillo rural, astuto e instintivo, que era Gómez? Lo que salía de todos aquellos relatos y evocaciones era la noción de una condición peculiar del mundo americano que no era posible reducir a ningún modelo europeo. Se pasaban las horas evocando personajes increíbles. Estrada Cabrera y sus poetas, el siniestro hombre de la mulita que recorría solitario y amenazante las calles de Guatemala, Machado y aquella Cuba rumbosa, rumbera y trágica, y Gómez, su misterio rural rodeado de sus doctores sutiles y de sus silenciosos «chácharos».

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Nos parecía evidente que esa realidad no había sido reflejada en la literatura. Desde el romanticismo, hasta el realismo del XIX y el modernismo, había sido una literatura de mérito variable, seguidora ciega de modas y tendencias de Europa. Se había escrito novelas a la manera de Chateaubriand, o de Flaubert, o de Pereda, o de Galdós, o de D'Annunzio. Lo criollo no pasaba de un nivel costumbrista y paisajista. Ya Menéndez y Pelayo había dicho que el gran personaje y el tema fundamental de la literatura hispanoamericana era la naturaleza. Paisaje y costumbrismo, dentro de la imitación de modelos europeos, constituían los rasgos dominantes de aquella literatura, que parecía no darse cuenta del prodigioso mundo humano que la rodeaba y al que mostraba no haberse puesto a contemplar en su peculiaridad extraña y profunda.

Era necesario levantar ese oscuro telón deformador que había descubierto aquella realidad mal conocida y no expresada, para hacer una verdadera literatura de la condición latinoamericana.

Por entonces, Miguel Ángel Asturias, que trabajaba en El señor Presidente, publicó sus Leyendas de Guatemala. Produjo un efecto deslumbrante; en ellas expresaba y resucitaba una realidad casi ignorada e increíble, resucitaba el lenguaje y los temas del Popol-Vuh, en una lengua tan antigua y tan nueva que no tenía edad ni parecido. Por el mismo tiempo, Carpentier escribió su novela negra Ecue Yamba O, llena de magia africana y de realidad sorprendente, al igual que yo terminé y publiqué mi primera novela Las lanzas coloradas.

Se trataba, evidentemente, de una reacción. Reacción contra la literatura descriptiva e imitativa que se hacía en la América hispana, y también reacción contra la sumisión tradicional a modas y escuelas europeas. Se estaba en la gran época creadora y tumultuosa del surrealismo francés, leíamos, con curiosidad, los manifiestos de Breton y la poesía de Eluard y de Desnos, e íbamos a ver El perro andaluz de Buñuel, pero no para imitarlos o para hacer surrealismo.

Más tarde algunos críticos literarios han querido ver en esa nueva actitud un mero reflejo de aquellos modelos. Alguna influencia hubo, ciertamente, y no podía menos que haberla, pero es desconocer el surrealismo o desconocer esa nueva corriente de la novelística criolla pensar que son la misma cosa bajo diferentes formas y lenguaje.

El surrealismo es un juego otoñal de una literatura aparentemente agotada. No sólo se quería renovar el lenguaje sino también los objetos. Se recurría a la incongruencia, a la contradicción, a lo escandaloso, a la búsqueda de lo insólito, para producir un efecto de asombro, un choque de nociones y percepciones incoherentes y un estado de trance o de sueño en el desacomodado lector. Era pintar relojes derretidos, jirafas incendiadas, ciudades sin hombres, o poner juntos las nociones y los objetos más ajenos y disparatados como el revólver de cabellos blancos, o el paraguas sobre la mesa del quirófano. En el fondo era un juego creador, pero sin duda un juego que terminaba en una fórmula artificial y fácil.

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Lo que se proponían aquellos escritores americanos era completamente distinto. No querían hacer juegos insólitos con los objetos y las palabras de la tribu, sino, por el contrario, revelar, descubrir, expresar, en toda su plenitud inusitada esa realidad casi desconocida y casi alucinatoria que era la de la América Latina para penetrar el gran misterio creador del mestizaje cultural. Una realidad, una sociedad, una situación peculiares que eran radicalmente distintas de las que reflejaba la narrativa europea.

De manera superficial, algunos críticos han evocado a este propósito, como antecedentes válidos, las novelas de caballería, Las mil y una noches y toda la literatura fantástica. Esto no puede ser sino el fruto de un desconocimiento. Lo que caracterizó, a partir de aquella hora, la nueva narrativa latinoamericana no fue el uso de una desbordada fantasía sobrepuesta a la realidad, o sustituta de la realidad, como en los cuentos árabes, en los que se imaginan los más increíbles hechos y surgen apariciones gratuitas provocadas por algún poder sobrehumano o de hechicería. En los latinoamericanos se trataba de un realismo peculiar, no se abandonaba la realidad, no se prescindía de ella, no se la mezclaba con hechos y personificaciones mágicas, sino que se pretendía reflejar y expresar un fenómeno existente pero extraordinario dentro de los géneros y las categorías de la literatura tradicional. Lo que era nuevo no era la imaginación sino la peculiar realidad existente y, hasta entonces, no expresada cabalmente. Esa realidad, tan extraña para las categorías europeas, que había creado en el Nuevo Mundo, tan nuevo en tantas cosas, la fecunda y honda convivencia de las tres culturas originales en un proceso de mezcla sin término, que no podía ajustarse a ningún patrón recibido. No era un juego de la imaginación, sino un realismo que reflejaba fielmente una realidad hasta entonces no vista, contradictoria y rica en peculiaridades y deformaciones, que la hacían inusitada y sorprendente para las categorías de la literatura tradicional.

No se trataba de que surgiera de una botella un «efrit», ni de que frotando una lámpara apareciera un sueño hecho realidad aparente, tampoco de una fantasía gratuita y escapista, sin personajes ni situaciones vividas, como en los libros de caballerías o en las leyendas de los románticos alemanes, sino de un realismo no menos estricto y fiel a una realidad que el que Flaubert, o Zola o Galdós usaron sobre otra muy distinta. Se proponía ver y hacer ver lo que estaba allí, en lo cotidiano, y parecía no haber sido visto ni reconocido. Las noches de la Guatemala de Estrada Cabrera, con sus personajes reales y alucinantes, el reino del Emperador Christophe, más rico en contrastes y matices que ninguna fantasía, la maravillante presencia de la más ordinaria existencia y relación.

Era como volver a comenzar el cuento, que se creía saber, con otros ojos y otro sentido. Lo que aparecía era la subyacente condición creadora del mestizaje cultural latinoamericano. Nada inventó, en el estricto sentido de la palabra, Asturias, nada Carpentier, nada Aguilera Malta, nada   —276→   ninguno de los otros, que ya no estuviera allí desde tiempo inmemorial, pero que, por algún motivo, había sido desdeñado.

Era el hecho mismo de una situación cultural peculiar y única, creada por el vasto proceso del mestizaje de culturas y pasados, mentalidades y actitudes, que aparecía rica e inconfundiblemente en todas las manifestaciones de la vida colectiva y del carácter individual. En cierto sentido, era como haber descubierto de nuevo la América hispana, no la que habían creído formar los españoles, ni aquella a la que creían no poder renunciar los indigenistas, ni tampoco la fragmentaria África que trajeron los esclavos, sino aquella otra cosa que había brotado espontánea y libremente de su larga convivencia y que era una condición distinta, propia, mal conocida, cubierta de prejuicios que era, sin embargo, el más poderoso hecho de identidad reconocible.

Los mitos y las modalidades vitales, heredados de las tres culturas, eran importantes pero, más allá de ellos, en lo más ordinario de la vida diaria surgían concepciones, formas de sociabilidad, valores, maneras, aspectos que ya no correspondían a ninguna de ellas en particular.

Si uno lee, con ojos europeos, una novela de Asturias o de Carpentier, puede creer que se trata de una visión artificial o de una anomalía desconcertante y nada familiar. No se trataba de un añadido de personajes y sucesos fantásticos, de los que hay muchos y buenos ejemplos desde los inicios de la literatura, sino de la revelación de una situación diferente, no habitual, que chocaba con los patrones aceptados del realismo. Para los mismos hispanoamericanos era como un redescubrimiento de su situación cultural. Esta línea va desde las Leyendas de Guatemala hasta Cien años de soledad. Lo que García Márquez describe y que parece pura invención, no es otra cosa que el retrato de una situación peculiar, vista con los ojos de la gente que la vive y la crea, casi sin alteraciones. El mundo criollo está lleno de magia en el sentido de lo inhabitual y lo extraño.

La recuperación plena de esa realidad fue el hecho fundamental que le ha dado a la literatura hispanoamericana su originalidad y el reconocimiento mundial.

Por mucho tiempo no hubo nombre para designar esa nueva manera creadora, se trató, no pocas veces, de asimilarla a alguna tendencia francesa o inglesa, pero, evidentemente, era otra cosa.

Muchos años después de la publicación de las primeras obras que representaban esa novedad, el año de 1949, mientras escribía un comentario sobre el cuento, se me ocurrió decir, en mi libro Letras y hombres de Venezuela: «Lo que vino a predominar... y a marcar su huella de una manera perdurable fue la consideración del hombre como misterio en medio de los datos realistas. Una adivinación poética o una negación poética de la realidad. Lo que, a falta de otra palabra, podría llamarse un realismo mágico». ¿De dónde vino aquel nombre que iba a correr con buena suerte? Del oscuro caldo del subconsciente. Por el final de los años 20 yo había leído un breve estudio del crítico de arte alemán Franz   —277→   Roh sobre la pintura postexpresionista europea, que llevaba el título de Realismo mágico. Ya no me acordaba del lejano libro pero algún oscuro mecanismo de la mente me lo hizo surgir espontáneamente en el momento en que trataba de buscar un nombre para aquella nueva forma de narrativa. No fue una designación de capricho sino la misteriosa correspondencia entre un nombre olvidado y un hecho nuevo.

Poco más tarde Alejo Carpentier usó el nombre de lo real maravilloso para designar el mismo fenómeno literario. Es un buen nombre, aun cuando no siempre la magia tenga que ver con las maravillas, en la más ordinaria realidad hay un elemento mágico, que sólo es advertido por algunos pocos. Pero esto carece de importancia.

Lo que importa es que, a partir de esos años 30, y de una manera continua, la mejor literatura de la América Latina, en la novela, en el cuento y en la poesía, no ha hecho otra cosa que presentar y expresar el sentido mágico de una realidad única.

Godos, insurgentes y visionarios. Ed. cit., pp. 133-140.



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ArribaAbajoNación y libertad

Los españoles se encontraron inesperadamente con un nuevo continente. Este es el hecho fundamental. No hubo preliminares, conocimiento alguno previo, sino un brusco e inesperado encuentro entre un puñado de hombres que representaban la mentalidad de la España de fines del siglo XV, y un inmenso escenario geográfico que se fue desplegando lenta y continuamente, poblado por unos seres para los cuales ni siquiera tenían nombre y que representaban, en distintos grados de desarrollo, culturas extrañas, sin ningún contacto anterior con los europeos, y casi diametralmente opuestas en valores, conceptos y mentalidad a la que representaban y traían los navegantes transatlánticos.

Fue un encuentro complejo y total. Todo era diferente, no tenían lengua en que comunicarse, no tenían nombres para la multitud de plantas, animales y fenómenos desconocidos que hallaron y les ofrecía dudas el hecho mismo de admitir que aquellos seres fueran hombres en el mismo sentido que la palabra tenía para un español de la época de los Reyes Católicos.

Fue un encuentro difícil, confuso y lleno de equívocos. Los españoles creían haber llegado a las Indias legendarias del Preste Juan o a la tierra del Gran Khan de Catay y estaban en un continente desconocido que más tarde se llamó América.

El encuentro planteó malentendidos y conflictos de todo género. Se estaba frente a una realidad geográfica desmesurada en términos europeos y a unos seres que muy poco se parecían en hábitos, creencias y estilo de vida a los infieles con que los españoles habían lidiado durante largos siglos.

Muy pronto y precisamente por la imposibilidad de lograr que el indio antillano se adaptara a una disciplina de trabajo y a un orden municipal a la europea, aparecieron los africanos. Portadores de otras lenguas, otras culturas y otra actitud vital. Vinieron como esclavos a realizar el trabajo que el español no quería hacer y que el indígena no sabía hacer. Un poderoso y vasto proceso de adaptación mutua y mezcla   —279→   se inició desde aquel primer momento. Ya el español no pudo seguir siendo el mismo que había sido en España. La habitación, la ciudad, las relaciones de trabajo, los alimentos, el vestido, las estaciones, la naturaleza eran distintos. Tampoco el indígena pudo seguir siendo igual a como era antes de la llegada de los conquistadores. Sus hábitos de vida, sus creencias, su situación social, todo comenzó a cambiar para él. Así como tuvo que adaptar sus viejas divinidades a la nueva religión que le traían los cristianos de Castilla, con su complicada Trinidad, sus innumerables santos, su aparatoso ritual y su difícil teología, tuvo también que someterse a un nuevo orden de la ciudad, de la ley y del trabajo. No lo hizo pasivamente sino aportando sus peculiaridades y sus tradiciones. Levantaba una iglesia bajo la dirección del alarife español, pero nunca resultaba una iglesia española, en el decorado, en las formas, en el colorido quedaba la presencia visible de la otra cultura. Igual mezcla se produjo en el culto. No es único el caso de la Virgen de la Guadalupe en México y su complicada genealogía en la que se mezclan creencias aztecas y mitos americanos con formas tradicionales del catolicismo español.

Junto a la enseñanza que en hogares y escuelas se hacía de la cultura española en lengua, instituciones e historia, estuvo presente una pedagogía negra, personificada por las ayas esclavas que en gran parte del imperio español tuvieron por tres siglos la muy influyente y decisiva tarea de cuidar de los niños desde su nacimiento hasta que comenzaba la educación formal. En esa oculta escuela del aya africana analfabeta, pero rica en cultura tradicional negra, se formaron innumerables generaciones de los hispanoamericanos más distinguidos e influyentes y recibieron de ella un aporte que no es menos importante que el que se les podía dar por sus padres y preceptores. Simón Bolívar, el Libertador, tuvo su aya negra y la quiso y respetó como una madre. La llamaba «mi madre Hipólita» y ella, en el esplendor de su poder y de su gloria americana lo llamaba «mi niño Simón».

Este encuentro de tres culturas, en un escenario geográfico de extraordinario poder sobre el hombre, es el hecho fundamental que caracteriza el nacimiento del mundo hispanoamericano. Esto determinó desde el primer momento un sentimiento de peculiaridad y diferencia. El español mismo que vino a América y permaneció en ella por algunos años sufrió cambios visibles, que lo distinguían de sus compatriotas que habían permanecido en el viejo país. En la literatura española de la época abundan las referencias satíricas al «indiano», aquel personaje a quien la permanencia en las Indias había cambiado hasta el punto de hacerlo motivo de burla y curiosidad para los peninsulares. Se creó una manera americana. Si el emigrado español cambió, mucho más lo hizo su hijo nacido en el nuevo continente. Desde el primer momento el «criollo» tuvo una personalidad y un carácter que lo diferenciaban. Hubo muchos casos de mezcla de sangres en la que en innumerables formas se combinaron la herencia biológica de españoles, indios y negros   —280→   pero sobre todo hubo un continuo y múltiple proceso de mestizaje cultural. El contacto de las tres culturas fundamentales en el nuevo escenario físico afectó profundamente a los tres grandes actores de la creación del Nuevo Mundo.

No constituyeron una sociedad homogénea. Hubo profundas divisiones que perduraron en grado variable durante los tres siglos que duró el imperio español. Hubo una división determinada por los distintos orígenes culturales. Predominaba lo español en lengua, religión, instituciones jurídicas y sociales e ideales de vida que penetraba en grado variable en los herederos directos de las culturas indígenas y africanas. Hubo un cambio apreciable en el estilo de vida, en el lenguaje, en la noción del tiempo, en la actitud ante la vida. El criollo, hijo de españoles, y el peninsular comenzaron no sólo a ser distintos en muchas cosas sino a sentirse distintos y a veces contrarios. Los valores, las instituciones, la religión misma sufrieron modificaciones. Se podría hablar de un catolicismo de Indias que en sus ritos, formas de culto, sentido del milagro y concepción de la divinidad difería del catolicismo de España. Sin llegar a las formas extremas que pudo alcanzar en las misiones de los jesuitas en el Paraguay o a las tentativas de Vasco de Quiroga en Michoacán, el cristianismo de los indios, los negros y los mestizos de América revistió características peculiares y originales.

Hubo además la dura división horizontal en castas. Una sociedad piramidal, con muy poca movilidad, que convivía y se mezclaba en muchas formas pero sin abandonar sus estamentos jerárquicos. Los peninsulares, que detentaban los altos poderes de la iglesia y la Corona, los criollos blancos, descendientes de los conquistadores, que eran los dueños de la riqueza de la tierra y que dominaban la única institución política abierta a ellos, los Cabildos, y luego todos los innumerables matices de los llamados pardos, brotados de todas las mezclas posibles de las tres razas fundadoras y que en los países del Caribe y el Atlántico llegaron muy pronto a constituir lo más numeroso de la población, y al final de la escala estaban los esclavos africanos, fuerza de trabajo y base de la producción. En una situación distinta quedaron las colonizaciones que tuvieron por base las grandes y populosas civilizaciones indígenas de aztecas, mayas, chibchas e incas, a lo largo del espinazo de las cordilleras que paralela a la costa del Pacífico corre desde México hasta Chile. En ellas el indio pudo mantener su poderosa presencia difícilmente asimilable en el nuevo proceso de mestizaje cultural.

Esa sociedad distinta de la española y también de las indígenas precolombinas, va a sentir muy pronto su diferencia de una manera activa y abierta. La relación con la metrópoli va a ser continuamente conflictiva. El primer conflicto ocurre muy al comienzo y es el de los conquistadores con la Corona. Los hombres que habían ganado las nuevas tierras no se sometían fácilmente al poder de las leyes y de los representantes de los lejanos reyes. Toda una serie de rebeliones, como las de Martín Cortés, Gonzalo Pizarro o Lope de Aguirre, ensangrientan y amenazan   —281→   la unidad desde el comienzo del orden colonial. Tampoco faltaron las rebeliones indígenas que alcanzaron su mayor forma en la de Túpac Amaru. Y fueron continuos los alzamientos de los negros en las plantaciones hasta formar comunidades numerosas de «cimarrones» que amenazaron seriamente el orden de las nuevas provincias.

Todos estos hechos eran formas de particularismo y conflicto con el orden que pretendía imponer España. Las más de las veces los criollos combatieron contra los esclavos alzados y los indígenas, pero sin que desaparecieran sus resentimientos hacia los peninsulares. A veces coincidían las actitudes de unos y otros, como en los casos de los movimientos de los comuneros, de tan reveladoras características, o en los movimientos, aparentemente parciales, contra determinadas instituciones o contra el predominio de los naturales de determinadas provincias, como en los casos de las luchas de bandos en el Potosí o en el curioso movimiento de rebelión contra la Compañía Guipuzcoana de Caracas que ocurrió a mitad del siglo XVIII. Si se mira con objetividad en la naturaleza de estos movimientos se advierte de inmediato, por encima de los pretextos alegados, la presencia de un sentimiento de particularismo. Hay expresiones en los documentos que dejaron que permitían pensar que ya tenían una noción de propia identidad de nación y de vaga o instintiva voluntad de independencia.

Habría que rastrear en la formación de la conciencia americana la influencia de ciertos mitos y motivaciones colectivas. La secular búsqueda de El Dorado es uno de ellos. No se trataba solamente de hallar otro tesoro de Moctezuma o Atahualpa u otro cerro del Potosí sino, sobre todo, la poderosa creencia de que en América podía encontrarse una concentración de riqueza de tal magnitud y abundancia que pudiera dar la felicidad a todos los hombres.

El otro podría ser la realización de la Utopía. No es una mera casualidad que Tomás Moro situara su isla de la felicidad y la justicia en algún lugar de América. La noción del Nuevo Mundo para los europeos del siglo XVI coincidía con esa esperanza. Pero el aspecto digno de señalarse fue la tenacidad con la que durante siglos y en diversos puntos del continente se intentó realizar en el hecho la visión de Tomás Moro. No es sólo Vasco de Quiroga que piensa que el Nuevo Mundo debe ser la ocasión de realizar una nueva época del hombre, de justicia, de bien y de paz, sino también la muy larga experiencia de los jesuitas en el Paraguay, que es acaso el más extraordinario ensayo de formar un hombre nuevo en una sociedad nueva hasta los programas de las modernas revoluciones, sin olvidar las tentativas de Bartolomé de Las Casas y las concepciones y proyectos que en muchas ocasiones revistió el milenarismo en América y que tuvo que perseguir la Inquisición.

No se sentían exactamente españoles aquellos criollos que comenzaron a asomarse al mundo y a tomar conciencia de su propia situación y sobre todo desde que se inicia con el siglo XVIII la nueva dinastía de los Borbones. Desde los alzamientos de los conquistadores se oyó hablar   —282→   de libertad. La invocan Gonzalo Pizarro y Lope de Aguirre. Habría que preguntarse ¿qué clase de libertad? ¿Cómo y para quiénes? Para ellos libertad significaba básicamente no depender más de la Corona española, sus gobernadores, sus bachilleres y sus leyes inaplicables. Pero esa libertad no iba a alterar ni a modificar siquiera el orden de gobierno y de estructura social. No era libertad para los esclavos, ni para los indios, ni tampoco para los mestizos despreciados.

Cuando ya en la segunda mitad del siglo XVIII se comienza a considerar en distintas formas la posibilidad de alguna autonomía, bien sea desde la Corona, como en el caso de Aranda o de Godoy, o bien sea como en los tempranos planes de Miranda, bajo la influencia de las ideas del racionalismo europeo, la vieja realidad de una sociedad distinta comienza a revestir las formas de un concepto de nación. Y la idea de libertad desciende de su restringida concepción de ruptura con la autoridad española a significar libertades civiles y políticas para todos los habitantes.

Cuando los precursores de la Independencia comienzan a hablar de nación y libertad, junto y aun por sobre los viejos motivos de la querella con la Corona y de los resentimientos del criollo contra el peninsular, aparece el trasunto de la ideología que los racionalistas franceses e ingleses formularon en torno a esos conceptos y el reflejo de dos grandes sucesos que tuvieron particular repercusión en la América española: la independencia de las 13 colonias inglesas de la América del Norte que constituyeron una República Federal y, desde luego, la Revolución Francesa. Posesiones europeas en tierra americana se habían insurreccionado contra su metrópoli y habían logrado instaurar un régimen republicano de gobierno representativo y libertades civiles, y en Francia se había desatado la revolución democrática y un rey de la rama francesa de los Borbones había sido depuesto y decapitado.

¿Habría que preguntarnos qué entendían bajo el concepto de nación los iniciadores de la Independencia de la América Latina? A través de sus palabras y de sus proyectos no sólo se refieren a la propia provincia nativa, sino que más frecuentemente hablan de toda la América hispana y piensan de su porvenir como una unidad. Miranda concibe un Estado tan grande como el continente, con un gobierno propio común y con una constitución calcada sobre la inglesa. Esa visión de unidad, que implica una concepción de toda la América Latina como una sola nación, persiste en todos los documentos de la época y es la que se esfuerza en realizar contra todos los obstáculos Simón Bolívar, el Libertador. Desde el comienzo de su incomparable acción Bolívar expresó de un modo claro e inolvidable esa condición: «Nosotros somos un pequeño género humano: poseemos un mundo aparte; cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil».

Las dificultades prácticas que presentaba un proyecto de semejante magnitud, en aquella época, eran insuperables. Las distancias, la incomunicación,   —283→   el desconocimiento mutuo, la falta de toda experiencia de gobierno propio y la ausencia de homogeneidad social derivada del régimen de castas y de la falta de instituciones representativas en el imperio español, hicieron fracasar el empeño de Bolívar. Sin embargo, nunca se ha abandonado esa esperanza de unidad. En muchas formas ha renacido y renace a través de los tiempos y en el fondo de la conciencia de los latinoamericanos está la convicción o el sentimiento de que están llamados por el pasado y por las exigencias del presente a integrarse y cooperar en alguna forma de organización unitaria.

La larga guerra de la Independencia sirvió para definir y afirmar el sentimiento nacional. No fue fácil. Durante todo su largo y cambiante proceso esa lucha tuvo más un carácter de guerra civil que de conflicto internacional. Surge a raíz de la ruptura brusca de la legitimidad monárquica de España con la invasión de Napoleón y la usurpación de José Bonaparte. Luego aparece un proceso en el que las viejas divisiones sociales se convierten en frentes de lucha. No pocas veces la masa popular estuvo con las autoridades españolas contra la insurgencia de los criollos blancos. Tanto como en España misma en la América, con las diferencias naturales, se refleja el duro afrontamiento entre liberales y tradicionalistas. En muchos sentidos la guerra de Independencia de la América española es un capítulo importante de la vieja pugna entre las dos Españas. Fue un antecedente del conflicto que más tarde se iba a revelar en las guerras carlistas. Muchos de los jefes militares del liberalismo español habían pasado por la experiencia americana.

La hora y la forma en que se produce históricamente la Independencia de la América española la ligan estrechamente con la forma republicana y liberal. El caso del Brasil se explica por otras razones. Con la excepción de los trágicos ensayos fallidos que se intentaron en México, independencia y república han sido sinónimos. Los nuevos Estados se constituyeron como Repúblicas, con celosa proclamación de los derechos del hombre y bajo los principios más liberales. Es importante señalar esta estrecha vinculación entre la idea de independencia y la de libertad. Las constituciones proclamaban los dogmas liberales más absolutos, la igualdad y los derechos civiles. En el hecho surgió el fenómeno del caudillismo y los gobiernos de fuerza, pero nunca se convirtieron en institución política establecida. En el texto las constituciones siguieron siendo invariablemente liberales aunque en el hecho raramente se cumplieran: la ley no llegaba a ser una norma rígida de conducta pública sino una proclamación moral y un tributo casi religioso a lo que debía ser y no era. Por lo demás no era nueva esta actitud ante la ley. Durante el régimen colonial las leyes de Indias nunca se aplicaron estricta y efectivamente. Se las miraba más como ideales y preceptos morales que como disposiciones coercitivas.

Esta fidelidad formal pero nunca negada a los principios republicanos y liberales se mantiene a todo lo largo de la historia latinoamericana. Las proclamas de los alzamientos y los programas de los caudillos invocan   —284→   los grandes principios del liberalismo y la voluntad de restaurarlos y hacerlos efectivos.

El concepto de independencia y el de república tienden a confundirse y a hacerse complementarios. Ninguna de las largas dictaduras de caudillos que ocurrieron en el siglo XIX osó nunca institucionalizar su forma de gobierno y eliminar del santuario de la Constitución los principios republicanos y democráticos. No pocas veces mientras más injusto y arbitrario era el gobierno, más liberal e idealista era la Constitución que tendía a convertirse así en una mera reliquia de esperanzas casi inalcanzables a las que no se podía renunciar formalmente.

Cuando el sentimiento de lo nacional como idea política cobra fuerza y se extiende a partir de la Revolución Francesa y de la literatura de los románticos, encuentra fácil eco en la América Latina. El viejo sentimiento particularista que se había formado bajo el régimen colonial halla un poderoso estímulo en el nuevo concepto. Pero así como la idea de independencia nace ligada estrechamente a la República democrática, también el sentimiento nacional no se aparta nunca completamente de la concepción subyacente de la comunidad de cultura, historia y destino del conjunto de las antiguas provincias españolas.

Los planes y los fines políticos de los fundadores de la Independencia fueron generalmente continentales. Hablaron siempre de la posibilidad de una América integrada en una organización política poderosa. La unión de las antiguas colonias inglesas del norte les servía de ejemplo y acicate. Las vicisitudes de la historia y las ambiciones de los jefes locales hicieron imposible la realización de ese magno propósito, pero nunca tampoco se renunció a él. Los nuevos Estados terminaron por conformarse dentro de los límites de las antiguas jurisdicciones políticas del Imperio español, pero sin renunciar abiertamente a la posibilidad y el sueño de la integración. Esta ambigüedad persistente está en el fondo y caracteriza el sentimiento nacional de los hijos de la América hispana. No se da el caso en ninguno otro conjunto continental y constituye por lo tanto una característica muy digna de ser tomada en cuenta.

Ni independencia sin república, ni nacionalismo sin apertura en alguna forma hacia la integración.

Estos rasgos caracterizan peculiarmente a la América Latina y le dan una innegable originalidad junto a otros conjuntos de pueblos de nuestro tiempo.

Godos, insurgentes y visionarios. Ed. cit., pp. 169-180.



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ArribaAbajoAlegato por las cuatro comunidades6

He venido aquí movido por un impulso natural en un hombre de mi convicción y de mi tiempo que se asoma al mundo de hoy lleno de interrogantes y de angustias. Esta iniciativa, que ha tomado la Cátedra de América de la Universidad de los Andes, es ejemplar y estoy seguro de que va a producir muchos frutos. Nos estamos interrogando, hace mucho tiempo, los hispanoamericanos, qué somos, qué papel nos corresponde desempeñar ante el mundo, qué podemos hacer, qué nos exige la historia, qué nos dicta el pasado y no hemos encontrado respuesta satisfactoria, han surgido proyectos de soluciones a medias que nunca han tenido la virtud de abarcar todo el conjunto de la ardua cuestión y de presentar una salida o una respuesta aceptada por todos.

Para honra mía me han precedido en esta cátedra el ilustre presidente de Colombia, doctor Belisario Betancour, los ex presidentes de Colombia, doctor Carlos Lleras Restrepo y Alberto Lleras Camargo, admirados y queridos amigos. Han expuesto con toda claridad y con amplia penetración la dimensión del problema.

Existe un organismo que se llama la OEA. La Organización de Estados Americanos es una organización reciente que se enfrenta a un problema viejo. La había precedido, a fines del siglo pasado, un tímido esbozo que fue evolucionando y que se llamó, en su época, la Unión Panamericana. Generalmente los hombres no hacemos cosas gratuitamente, las hacemos por algún imperativo o alguna exigencia manifiesta de las circunstancias y este hecho de que tan continuamente, por no remontarnos a raíces más viejas de las que hablaremos luego, se haya pensado en que hay que establecer algún tipo de vínculo jurídico para el conjunto de las naciones que pueblan el continente americano revela que todos tenemos conciencia, y la compartimos, de que esa situación nos impone consecuencias y nos exige conductas. La Organización de   —286→   Estados Americanos, contemplada en conjunto, ha sido una gran iniciativa. Es tal vez un ejemplo único en escala mundial, en la que los países todos de un continente aceptan no solamente formar parte de un foro libre en el que puedan discutirse los problemas comunes, sino una serie de reglas, no fácilmente aceptables por países muy celosos de su soberanía, como es la renuncia a la intervención armada, el reconocimiento jurídico de la igualdad de los Estados, la proscripción de la guerra y una devoción sincera y manifiesta hacia las instituciones democráticas y hacia la cooperación para el proceso. Ya éstos son suficientes títulos para que nosotros consideráramos que esta institución es útil y necesaria. Desde luego no ha rendido todos los frutos que podríamos esperar de ella.

La cuestión fundamental del sistema americano y del conjunto de los pueblos americanos se enuncia muy simplemente diciendo que habitamos un continente en el que está el país más rico y poderoso del mundo y en el que igualmente están algunos de los países más pobres e inestables. Esa relación es difícil, provoca conflictos de todo género, reacciones sentimentales, sensibilidades, tropieza, como tropieza siempre la dura realidad con lo que los hombres pedimos o exigimos de ella. Pero esa forma de relación entre esa inmensa potencia mundial y el resto de los países americanos ha sido, en el fondo, un ejemplo para el mundo porque no existe ninguna otra parecida, no existe ninguna otra en que una potencia de esa magnitud haya aceptado someterse a reglas jurídicas, haya reconocido una igualdad con los demás Estados, haya renunciado al uso de la fuerza y se haya acogido a un sistema de derecho. Esto solo ya sería motivo suficiente para que consideráramos que esa institución es útil y es digna de ser mantenida. Claro que esa institución tiene fallas, probablemente estamos pidiendo de ella más de lo que puede dar, probablemente la hemos dejado de lado, probablemente ha estado atravesada un poco en la inmensa corriente de los grandes conflictos mundiales en los que las cosas han pasado mucho más allá del sistema de las relaciones americanas y que, de hecho, influye en modificar, en alterar o en reducir su campo de acción.

Bastaría imaginar, lo que sintetiza muy bien lo que debemos pensar, ¿qué hubiera sido de la América Latina si en el norte del continente, con todo el poderío de los Estados Unidos, hubiera aparecido una potencia napoleónica o un Estado totalitario de cualquier pinta? Esto reviste las dimensiones de una pesadilla. No ha sido así. Los Estados Unidos han sido un país que ha mantenido tradicionalmente su fidelidad al principio democrático, a los ideales de la gran revolución de 1776, que no ha renegado en ningún momento de su creencia en aquel preámbulo admirable de su Acta de Independencia que dice: creemos que todos los hombres nacen libres e iguales. Y esa proclamación no la han repudiado nunca. Es difícil mantener un principio intacto en un mundo cambiante, complejo y conflictivo como el que vivimos. Pero el hecho de que esa inmensa potencia haya mantenido esos principios y pretenda, hasta   —287→   donde es posible, ser fiel a ellos es un hecho positivo y nos corresponde a nosotros hacer que ello pase más allá de un mero reconocimiento moral, de una proclamación retórica y que se transforme en formas prácticas de cooperación eficaz.

Una de las formas que esa cooperación ha revestido, en los últimos tiempos, en las últimas tres o cuatro décadas, es la de la ayuda y la cooperación para el progreso. Esta nueva modalidad aparece hoy un poco de capa caída y, generalmente, los que la estudian piensan que no ha sido enteramente satisfactoria ni para los que dieron ayuda ni para los que la recibieron. Y esto ha traído como consecuencia que los grandes países industriales del mundo no hayan cumplido con aquel ideal de destinar un uno por ciento de su producto bruto a la cooperación internacional y a la ayuda. La verdad es que, después de la Segunda Guerra Mundial, solamente un puñado muy pequeño de países, que antiguamente fueron colonias, han logrado alcanzar un grado de desarrollo importante. La mayor parte de ellos están en el sureste asiático. Esa situación debemos, los hispanoamericanos, contemplarla con mucho realismo, no porque esto nos condene a no tener otro respiradero, ni otra salida al mundo, ni otra vía de futuro que la que pasa por la OEA, es importante esa vía, no debemos renunciar a ella, debemos ampliarla en toda la posibilidad, pero no podemos, sería absurdo, encerrarnos voluntariamente en el convento continental y darle la espalda a todo lo demás que ofrece y presenta el mundo de hoy.

Este es un mundo conflictivo, trágicamente amenazado, como nunca antes en la historia universal. En la simplificación de los comentaristas políticos se habla generalmente del enfrentamiento Este-Oeste, del conflicto latente y grave del Norte y del Sur. Pero no es tan simple el cuadro. La existencia en este instante de las descomunales superpotencias, con un poder de destrucción que el hombre jamás pudo vislumbrar, y los intereses que ellas representan, ha creado una nueva situación mundial de la que no podemos escapar. No hay manera de estar fuera de esa realidad. No hay refugio para escapar de ella. Y eso lo revela un hecho que todos los días se repite, ya no hay en el mundo conflictos locales, el más apartado que surja en el más lejano país del mundo puede ser interpretado como un hecho que amenace ese delicado equilibrio mundial y obligue a que las superpotencias se muevan para enfrentar, dirigir y controlar el pequeño conflicto local por miedo de que la otra lo haga. Esa es la realidad en que vivimos, y sería pueril cerrar los ojos ante ella y seguir haciendo proclamaciones teóricas que tienen poco que ver con la realidad. No vayan a creer ustedes que yo vengo aquí a hacer una proclamación de realismo cínico y que esté invitando a nadie, de ningún país americano, a que haga de su capa un sayo y vea como se aprovecha del desorden para medrar. Nosotros tenemos una tradición, una cultura, una historia, unos principios, y ellos nos obligan a una conducta. No podríamos pasar por sobre esas   —288→   cosas sino al precio de un envilecimiento inaceptable, de una degradación, de una renuncia a lo que somos.

Cuando contemplamos el cuadro de la OEA, no podemos olvidar que no pertenecemos solamente a una comunidad continental que se asienta en dos aspectos, que es bueno recordar, en un hecho geográfico que es el resultado evidente de habitar un mismo continente aislado de los otros, el único continente aislado del planeta, fuera de Oceanía, sino también a una comunidad de ideales y de principios morales. Los hombres que realizaron la Independencia de las naciones hispanoamericanas, los que firmaron la Constitución venezolana de 1811, los que en todos y cada uno de estos países, como en Bogotá en 1810, pensaban muy concretamente en realizar en el mundo hispanoamericano lo mismo que los colonos de las posesiones inglesas del Norte habían logrado, es decir, crear un orden republicano, un sistema de ley y democracia fundado en el respeto de los derechos humanos.

Esta es una comunidad bastante más efectiva y obligante que la mera contigüidad geográfica, que muchas veces, en todas partes, no ha llevado sino al enfrentamiento, a la rivalidad y a la enemistad, del mal vecino, mientras el compartir ideales políticos, concepciones ideológicas y principios filosóficos sobre el hombre y su destino acercan mucho más que cualquier otra vinculación que podamos imaginar.

Los países hispanoamericanos, que integran la OEA, forman parte, al mismo tiempo, de otras comunidades, más vivientes y efectivas, y de ellas quiero hablar someramente ahora.

En primer lugar, pertenecemos a una comunidad indudable y evidente, que es la de las antiguas colonias españolas de América. Constituimos un conjunto de pueblos que tienen en común todo lo que de más precioso puede servir para identificas a los pueblos. Tenemos una misma cultura, una misma historia, creemos en el mismo sistema de valores, hemos proclamado, desde el primer momento de nuestra Independencia, los mismos principios políticos, hemos intentado organizar una sociedad de democracia, de libertad, de paz y de cooperación basada en ese cimiento común, que va desde la lengua a la historia y a los grandes mitos tutelares. Por donde se la mire es una comunidad real. No existe una OEA ni ninguna estructura que traduzca la existencia de ese formidable hecho humano, pero aparece continuamente, de un modo visible y subyacente que lo revela en cada momento y ocasión. Darle la espalda e ignorarlo sería una insensatez y sólo serviría para disminuirnos.

Esto lo vieron con toda claridad los fundadores de la Independencia, al darse cuenta de que no era posible lograrla parcial y aisladamente, que tenía que ser una empresa de todos los países, sin excepción, y que mientras no se lograra esta finalidad la suerte de la Independencia en cada país aislado sería precaria y de corta vida. No se limitaron los próceres a alcanzar la independencia de la metrópoli, no era su mira ser dueños de su propia casa, les importaba no menos saber lo que iba a pasar dentro de esa casa, y en ese camino, desde el primer momento, proclamaron   —289→   como objeto supremo el establecimiento de repúblicas democráticas, basadas en el reconocimiento efectivo de los derechos del hombre. Eso no fue posible por muchas causas y razones, porque existía poco contacto entre unos y otros países, a pesar de la similitud de situación, porque no hallaban en su pasado, para ese momento, ninguna tradición, ni menos experiencia, de gobierno propio ni representativo, no se contaba con ninguna institución sobre la cual asentar el nuevo edificio de una república democrática, igualitaria y libre.

Esas aspiraciones y tentativas heroicas de crear un nuevo orden tropezaban con la dura realidad social e institucional legada por el pasado de lo que habían sido las colonias españolas. Esas sociedades tenían un orden, pero no era un orden que brotaba de adentro, estaba impuesto desde afuera, en un sistema vertical de autoridad y de castas, sacralizado, que descendía hasta el pueblo y no subía de él, que era el del invisible, remoto y todopoderoso rey de España.

El caso de las colonias inglesas del Norte fue enteramente distinto. En ellas se habían desarrollado continuamente formas autónomas y propias de gobierno democrático. Disfrutaban de sistemas electorales y representativos, se reconocían, en el uso y en la ley, los derechos del hombre, por manera que la supresión de la autoridad del rey de Inglaterra no significó un cambio radical y menos todavía un salto en la oscuridad para aquellas comunidades, para aquellas sociedades que lo que hicieron fue continuar, bajo otra autoridad suprema, una tradición jurídica e institucional propia, en la que venían viviendo desde el comienzo de su instalación en el nuevo continente.

No fue éste el caso nuestro. Allí está la voz de Bolívar, en el Congreso de Angostura y en muchas otras ocasiones en que se asomó el arduo problema, ¿cómo lograr hacer la república sin antecedentes favorables? Es aquella angustia que él expresó alguna vez cuando dijo: «Más le temo a la paz que a la guerra», porque la guerra, desde luego, era una suerte de disciplina, un orden, ciertamente atroz, pero al fin un orden efectivo y cuando ese orden, impuesto por las exigencias del combate, cesara, ¿cómo se iba a hacer para asegurar establemente un sistema institucional efectivo y justo en aquellas sociedades desarticuladas por la guerra, y que no traían del pasado ninguna tradición institucional que les permitiera entrar con pie seguro en un nuevo tiempo y en una nueva forma de existencia tan diferente de todo lo que habían conocido por siglos?

Esa grave incongruencia la advirtieron muchos de los hombres de esa época. Entre ellos uno de los más originales, de los más valiosos y de los más ignorados, Simón Rodríguez, que fue maestro de Bolívar pero que, como él mismo lo decía con mucha razón, tenía otros títulos y, realmente, los tenía.

Cuando Rodríguez regresó a su América, después de más de veinticinco años de permanencia en Europa, en una ausencia de curioso, de estudioso, de investigador de los hechos políticos y sociales, se dio cuenta,   —290→   después de Ayacucho, de que el problema de la organización republicana en la América Latina era inmenso y desproporcionado, y fue entonces cuando dijo que no podíamos hacer repúblicas sin republicanos y la respuesta que se daba él mismo fue: vamos a hacer los republicanos. ¿Dónde iba a hacer a esos republicanos? En el único lugar en que se podía, en la escuela, y es entonces cuando él expone aquellas concepciones asombrosas que hoy han propuesto muchos de los dirigentes de las revoluciones recientes: crear un hombre nuevo, Simón Rodríguez quería crear un criollo nuevo. No era una empresa fácil, los hombres somos lo que somos por la cultura, por lo que nos han hecho las tradiciones y las creencias visibles o soterradas, y cortar y transformar esa tradición o esa realidad es casi imposible, sin embargo él se proponía realizar esa utopía, pensaba en una escuela que segregara al niño del cuadro familiar, que educara a varones y hembras para enseñarles a vivir en república y a vivir de su trabajo porque como él decía: al que nada sabe cualquiera lo engaña y al que nada tiene cualquiera lo compra, y para eso proponía con una frase hermosísima, que sintetizaba su proyecto, declarar la nación en noviciado.

Esto revela hasta donde se daban cuenta estos hombres de la difícil empresa de crear repúblicas en un medio social e institucional que no preparaba en absoluto para ello. El resultado lo sabemos todos, surgió el caudillismo lugareño que representaba la única forma de autoridad acatada que pudo aparecer después de la guerra. Los caudillos, o los más de ellos, fueron hombres sin visión muy atados a lo regional, muy celosos de cualquier disminución de su autoridad personal que por su propio interés exacerbaron hasta límites extremos un sentimiento de nacionalismo aislante que hacía muy difícil cualquier forma de acercamiento o cooperación entre su país y los demás, que no tenían tampoco ningún tipo de educación para la democracia.

Muchas veces he reflexionado sobre esto: que la América Latina tiene una devoción por la democracia mucho más allá de lo esperable y que se traduce en un hecho muy curioso, por ejemplo, no ha existido en América Latina, tal vez con la excepción superficial y transitoria de la momentánea proclamación por Getulio Vargas del Estado Novo, ningún régimen político que haya creado y proclamado instituciones dictatoriales; las dictaduras hispanoamericanas, casi sin excepción, se han hecho bajo una constitución liberal que no se cumple pero que se mantiene, venerada e ineficaz, como un ídolo reverenciado al cual sería peligroso renunciar o abolir, sin grave riesgo para la estabilidad del régimen. Eso revela una adhesión que va mucho más allá de lo formal y aparente que debería ser tomada muy en cuenta por todos los que nos preocupamos del porvenir político del continente.

Pertenecemos a esa comunidad de hecho de las antiguas colonias españolas, no hemos hecho mucho para activarla, sería simple y fácil hacer la estimación de lo que representaría la suma de esos países, a los que habría que añadir a España, de potencial económico, político y humano.   —291→   Constituimos una magnitud extraordinaria de gentes y de recursos materiales de todo tipo. El día en que, por un acto de inteligencia y comprensión pongamos sobre un plan cooperativo y abierto a colaborar todo eso para unos fines concretos podríamos hacer cosas extraordinarias, podríamos crear dos o tres de los más grandes centros científicos del mundo, podríamos entrar a tratar de quién a quién con los países que más han avanzado en la ciencia y la tecnología, podríamos poner en el espacio satélites que hablaran nuestra lengua, podríamos cooperar políticamente, no para convertirnos en ningún bloque que amenace a nadie, sino para reconocer y poner a valer un hecho histórico.

Si de esta noción de las antiguas colonias españolas y de España pasamos al paso inmediato e inevitable que está en la lógica misma del destino, que es el de la cooperación de todos los países iberoamericanos, que resultaría absurdo excluir, con el Brasil y su inmenso potencial, y Portugal con su historia admirable de país creador de mundos, si hiciéramos consciente y efectiva esa comunidad iberoamericana total con todos los pueblos del continente de habla española y portuguesa, y con España y Portugal, las posibilidades de ese conjunto serían inmensas y serían factibles, casi provoca desbocarse en imaginaciones y sueños esbozando todo lo que podríamos hacer juntos si saliéramos de la cárcel de aislamiento, en la que venimos permaneciendo encerrados dentro de las fronteras nacionales, apegados a viejos ídolos impotentes y poco válidos y sin tener visión para todo lo que nos está ofrecido con la posibilidad de ese entendimiento y cooperación para el bien de todos sin predominio de nadie.

Lo que nos separa de los lusoparlantes es mínimo, ni siquiera, propiamente, una barrera lingüística, el portugués y el español son dos lenguas hermanas y con muy poco esfuerzo los que hablamos español podemos entender a los que hablan brasilero y viceversa.

Pero desgraciadamente, ¿en qué universidad de América Latina, en qué escuela secundaria se enseña esto? Prácticamente en ninguna parte. En la Universidad Central de Venezuela no existe una cátedra que enseñe lengua, historia y cultura del Brasil, porque, sencillamente, parece que no nos hemos dado cuenta de que al lado del país existe ese inmenso país con todo su potencial de desarrollo, en cambio, cosa muy característica, tenemos una cátedra de esperanto.

Semejantes absurdos revelan hasta qué extremos hemos llegado en cegarnos ante la realidad más obvia. Si fuésemos capaces de hacer efectiva esa comunidad, esa colectividad del conjunto iberoamericano, nuestra posición ante el mundo cambiaría radicalmente, nuestra presencia, nuestro valimiento y el peso de nuestra opinión se haría sentir en todo el planeta, no con ánimo de entrar en ninguna competencia de poder, porque sería un error grave, a pesar de que no podemos, tampoco, ignorar que todas las relaciones entre los hombres, de cualquier naturaleza que sean, son, finalmente, relaciones de poder y aparece detrás de ellas ese hecho fundamental que viene tal vez de nuestra filogenia   —292→   animal. Pero la intención no puede ser convertir esa vasta familia de pueblos en una potencia agresiva, con ánimo de dominar o amenazar a nadie, sino de hacer más válidas nuestras posibilidades de poner en común lo que tenemos y reconocer el hecho real de nuestra situación. Lamentablemente da la impresión de que no logramos ni verlo ni comprenderlo.

Tenemos con la comunidad de los Estados Americanos que es importante y vital y a la que no podemos ni debemos renunciar la comunidad yacente, herencia intocada en gran parte, de los pueblos iberoamericanos. Podríamos, ahora que se acerca el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, hacer el modesto esfuerzo de un pequeño manual que llegue, a nivel de secundaria, a todos los estudiantes que presente ese hecho, que cuente y explique, de un modo sencillo y veraz, qué es la comunidad iberoamericana, qué tenemos en común en la historia y qué podemos hacer juntos en el presente y el futuro. Ese pequeño libro no existe porque no nos hemos dado cuenta de que es el más importante que podríamos poner en las manos de nuestros jóvenes.

Pero con esto no se agota la lista. Formamos también parte de otra comunidad distinta que no se funda en la historia, ni en la cultura, ni siquiera en la geografía. Nace de una similitud de situación política y eco nómica. Es la de eso que, vagamente, se llama el Tercer Mundo, que en el lenguaje de las Naciones Unidas forma el Grupo de los 77 que ya pasan de 126 países. Son los nuevos Estados que surgieron después de la Segunda Guerra Mundial como fruto del proceso de descolonización en los antiguos continentes, particularmente en África y Asia. Esos países surgieron a la dignidad de independientes y libres llenos de limitaciones y de carencias. Hubo algunos de ellos en que a la hora de la Independencia no habrá más de veinte graduados universitarios. Todo esto planteaba inmensos desafíos, y exigencias casi sobrehumanas. Estos nuevos Estados de África y Asia acudieron a las antiguas potencias coloniales para exigirles colaboración y plantearles la necesidad de que los ayudaran a asumir plenamente la dignidad de países libres e independientes, dignidad que va más allá de una bandera y una proclamación constitucional. El resultado de ese estado de espíritu ha sido acercar a esos países, separados por continentes, culturas, y tradiciones, pero coincidentes en una situación similar frente a los países industriales del mundo y a las antiguas potencias coloniales.

Las exigencias que ellos planteaban se han ido haciendo cada vez más dramáticas. Los economistas la llaman la brecha entre los países desarrollados y los países que, con eufemismo, llamamos en desarrollo, que no ha disminuido en ningún momento y es, de hecho, más grande hoy. El ingreso nacional per cápita presenta diferencias abismales, el nivel medio de vida, la miseria endémica, no solamente no ha disminuido, sino que tiende a aumentar con el fatal peso incontrolado del aumento poblacional. Mientras los países del Norte, los desarrollados, cada día tienen un nivel de vida más alto, más poder en todos los sentidos de la   —293→   palabra, el resto de la humanidad que es la mayoría, se encuentra en una situación de desventaja, pobreza y limitación que no puede ser aceptada pasivamente. Ya ha traído reacciones de todo género y ha provocado la creación del grupo de los 77, que ha permitido se reconozca la existencia de algo que se llama el Tercer Mundo.

¿Qué papel juega la América Latina dentro de ese Tercer Mundo? Sin duda, uno muy sui generis. Estamos y no estamos dentro del Tercer Mundo. Estamos por el hecho cierto de que somos países que no han alcanzado su pleno desarrollo, tenemos muchas lagunas y deficiencias en nuestro crecimiento económico y social, arrastramos grandes diferencias de situación social y a una inmensa población miserable que no hemos logrado elevar de nivel, pero nos diferencian otras muchas cosas.

No estamos saliendo de un régimen colonial, al cual en rigor no pertenecimos nunca. El régimen español en América era muy distinto a los sistemas coloniales del resto del mundo. En el siglo XIX no existían propiamente colonias de España sino reinos y provincias de un conjunto jurídico y político que tenía por cabeza al que era, al mismo tiempo, rey de España. El rey de España era rey de Castilla y rey de Aragón, y rey de Granada, rey de Colombia, rey de Argentina y rey de Venezuela. En el momento en que los hombres que iniciaron la independencia hicieron pública su posición, el alegato fundamental que expuso la junta de Caracas en 1810 fue el de declarar que se había roto el vínculo. Si hubiéramos sido colonias españolas no se habría roto esa dependencia. Había un gobierno en España pero, como ellos lo decían en su manifiesto, no reconocían otra persona que el rey legítimo. El vínculo no era el de colonos de España sino el de vasallos del rey, al mismo título que lo eran castellanos o aragoneses. Eso es lo que invocan los hombres del 19 de abril de 1810 como razón válida para asumir la autonomía. Había desaparecido del trono de España la figura del rey y no debían obediencia a más nadie. Nos diferencia además otro hecho, pertenecemos a eso que se llama la civilización occidental. Yo no estoy hablando aquí en lenguaje chibcha, ni en ninguna otra lengua que no sea el español universal, nuestra lengua materna. No es igual el caso de los países africanos o asiáticos, con culturas vivas identificadas en su tradición y carácter, con lenguas, instituciones y mentalidades propias. Hoy los historiadores dan tanta importancia a eso que llaman historia de las mentalidades como la que tienen los fenómenos económicos, políticos o militares.

Nosotros tenemos una mentalidad que no es exactamente la de quienes han sentido el peso de una civilización que se les superpuso de modo adventicio, que no llegó a penetrar nunca hasta abajo. Las lenguas europeas no sustituyeron nunca las nacionales y sólo fueron aprendidas y usadas como lenguas de comunicación. En ellos hay un bilingüismo que en nosotros no existe sino en limitadas regiones donde perduran culturas indígenas, que también hablan español. Pertenecemos por la cultura, las instituciones y la mentalidad al mundo occidental. Proclamamos repúblicas a partir de 1810 y no resucitamos alguna vieja monarquía   —294→   sagrada. Proclamamos los derechos del hombre, pertenecemos a esa civilización, somos parte de ella, hemos nacido y crecido dentro de ese juego de valores y nos sería imposible rechazarlos y repudiarlos para aceptar otros que no podrían tener vigencia efectiva.

Tenemos, además, un cierto grado de desarrollo (variable en los distintos países) de conciencia nacional y un crecimiento que establece diferencias grandes con muchos de los países del Tercer Mundo. Pero estamos también como ellos ante esa brecha que separa al Norte del Sur. Dentro de ese grupo del Tercer Mundo podemos desempeñar un papel único, que más nadie puede desempeñar. Somos el puente natural entre el Norte y el Sur, somos de Occidente de una manera peculiar -no como lo es un francés o un inglés- podemos entender qué piensan, cómo reaccionan los hombres de la civilización occidental, porque pertenecemos a ella, pero en un modo distinto. En nosotros se ha operado un proceso de mestizaje cultural, que nos hace distintos dentro de esa situación. Seríamos, necesariamente, el puente para el entendimiento, discusión y planteamiento en busca de soluciones a los problemas que dividen al Norte del Sur. Esa comunidad no podemos ignorarla.

No estoy diciendo, y sería absurdo que lo dijera, que renunciáramos a una de esas comunidades, a nuestra madre en favor de nuestro padre. Pertenecemos a ellas por vínculos de hecho que están más allá de la pura voluntad. Además de que es imposible resultaría absurdo debilitarnos y empobrecernos. Podemos y debemos mantener vivas esas cuatro comunidades, sin renunciar a ninguna, sin perder la presencia en ninguna, sin olvidar que pertenecemos a cada una con títulos válidos, que aumentan nuestra presencia en el mundo y nuestras posibilidades de actuar.

Vivimos en un tiempo peligroso, lleno de conflictos y de enfrentamientos de todo género. Básicamente en el del enfrentamiento de las dos superpotencias, que se afrontan diariamente en todos los terrenos en una tensión creciente que amenaza, a cada momento, con romper en guerra abierta. En esa tensa víspera de horror vivimos todos los hombres en esta hora. No hay paz verdadera sino una especie de tregua frágil que amenaza a todos y que haría muy útil la presencia internacional de un conjunto sólido de pueblos pacíficos que puedan favorecer la distensión entre los dos poderosos rivales. No hay que olvidar que ya no hay conflicto local y que eso que llamamos, casi irrisoriamente, la paz, tiene otros nombres más realistas como son el equilibrio del terror nuclear o la guerra fría.

Estamos también en un momento en que ante los ojos de los hombres se abren perspectivas increíbles. Una es la de la destrucción de toda vida y toda civilización en el planeta por una guerra nuclear. Otra, la de la posibilidad de que, con los maravillosos progresos científicos y tecnológicos que el hombre ha alcanzado, logremos ponernos de acuerdo para hablar constructivamente, deponer las armas, y abrir un cambio para crear una humanidad que pueda marchar junta hacia un progreso lógico   —295→   y alcanzable. Nunca antes existió ninguna de estas dos posibilidades opuestas, ni la horrible, ni la promisora, y frente a esta alternativa ningún hombre puede permanecer indiferente. No podemos esperar que otros vayan a arreglar esa cuestión de vida o muerte por nosotros. Sería indigno de nuestra condición de hombres. Tenemos que participar, en la medida de nuestras posibilidades y nuestras fuerzas para que esa alternativa se resuelva de la manera más deseable, y no podamos contar con la pequeña fuerza que representamos aislada y nacionalmente. Tenemos que poner a valer todas las comunidades a las que pertenecemos y que no son excluyentes las unas de las otras.

Parecería que estoy proponiendo un plan quimérico y difícil de llevar a la práctica porque no sería posible combinar las cuatro comunidades. No existe ejemplo más visible, más cercano y más digno de estudio que el de los Estados Unidos. Los Estados Unidos pertenecen, igualmente y en plena adhesión, a varias colectividades. La primera y fundamental, que no logramos repetir nosotros, fue la unión de las antiguas colonias inglesas de América. Pertenecen, luego, a una comunidad política, económica y militar, la de los pueblos angloparlantes. Eso que se llama el Commonwealth británico no es solamente lo que aparece oficialmente, es algo mucho más poderoso que es el conjunto de todos los pueblos angloparlantes unidos por vínculos sólidos en el cual está incluida la potencia más grande del mundo: los Estados Unidos. Esa situación ha tenido consecuencias que todos conocemos, desde las ya remotas en que los Estados Unidos entraron en dos guerras mundiales, saltando por sobre las admoniciones de Washington, hasta el hecho muy reciente y lamentable de las Malvinas.

Los Estados Unidos, además, pertenecen al sistema interamericano, lo han sostenido, lo necesitan y está en nuestras manos que ese sistema no sea simplemente un instrumento de la política de los Estados Unidos sino de la cooperación efectiva de todos los pueblos americanos, sin desdeñar a los Estados Unidos y sin enfrentarnos con ellos, porque tenemos que convivir con ellos y no podemos borrarlos de nuestro panorama. Tenemos muchas ventajas que obtener tratando inteligentemente con ellos, sin que esto signifique sumisión, ni renuncia, muchísimo menos si hacemos válidas las colectividades a las que pertenecemos de hecho o de derecho.

Los Estados Unidos, también, pertenecen a otra colectividad muy importante: la OTAN, la Organización del Tratado del Atlántico Norte, que va mucho más allá de una cooperación, es una alianza política, militar y económica para enfrentar al bloque soviético. Alianza muy fuerte, y estrecha, fundada en la decisión de contrarrestar lo que ellos consideran amenaza para su sistema, para su manera de pensar, para sus tradiciones sociales, políticas e intelectuales. Esto no significa que los Estados Unidos se hayan retirado de la OEA, ni que el hecho de pertenecer a la comunidad británica los excluya de entrar en la OTAN, ni que   —296→   el hecho de estar en estas organizaciones signifique debilitamiento del hecho fundamental de la unión de las antiguas colonias inglesas de América. Nosotros podríamos hacer algo semejante. Si esto se hiciera consciente en la mayoría de nuestros pueblos y, particularmente, en los hombres que tienen en sus manos la posibilidad de tomar decisiones, nuestra historia podría cambiar y rápidamente podríamos pasar de ser Estados desunidos, países débiles en distintos grados de desarrollo que cuentan poco en el escenario mundial, a tener una presencia efectiva ante el mundo, a ser uno de los bloques más homogéneos, poderosos y respetables que el mundo haya conocido en los últimos tiempos. Un bloque pacífico para el progreso, para la justicia, para que se alcancen, finalmente, los ideales por los cuales creamos estas naciones y en nombre de los cuales pretendemos seguir existiendo.

Godos, insurgentes y visionarios. Ed. cit., pp. 181-198.



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ArribaAbajoLa guerra de los dioses y la creación del Nuevo Mundo7

«¿Qué hay en un nombre?», se preguntaba Shakespeare para que tres siglos más tarde Wittgenstein pudiera responderle, con igual perplejidad: «¿Cómo es posible representar un mundo no-lingüístico en términos lingüísticos?». Nada es más engañoso, cambiante y ambiguo que los nombres, siempre es oscuro lo que pretendemos expresar con un nombre y su relación con la cosa nombrada no es menos vaga. Nombrar es crear, toda la creación verbal del hombre, que es su mayor hazaña, tiene como base la virtud fecunda de ese descalco que, afortunadamente, no permite que lleguemos a saber todo lo que nombra un nombre, ni hasta dónde representa la cosa nombrada.

Buen ejemplo de ello lo constituye ese inmenso y nunca agotado hecho que hemos llamado de tantas maneras: el Descubrimiento de América, la Empresa de las Indias, el Nuevo Mundo o el encuentro creador de culturas extrañas entre sí. La novedad fue tan grande y tan inesperada que desquició y trastrocó los conceptos más aceptados y nada quedó indemne ante su súbita y creciente presencia. Nos acercamos al medio milenio de su aparición y está lejos de cerrarse el debate, la insegura definición y aquello que, ingenuamente, los primeros cronistas llamaron «la verdadera historia».

Los europeos no tenían antecedente de semejante acontecimiento, la súbita aparición de una inmensa porción de tierra y humanidad de la que nada se sabía. Se podría hacer un largo catálogo de los equívocos inevitables que surgieron en aquella insolitez. No era fácil comprender que había surgido una nueva geografía que invalidaba la antigua, ni una nueva humanidad que negaba la unidad histórica tradicional, ni una nueva manera de ser hombre en una naturaleza extraña.

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El primer nombre que brotó espontáneamente fue el de Nuevo Mundo. Es el que usan Pedro Mártir y Vespucci, grandes divulgadores de la nueva. La primera visión fue la de «las islas del mar occidental recientemente descubiertas». La novedad era la del hallazgo, lo que Vespucci llamaba «L'isole novamente trovatte», pero que muy pronto comenzó a conocerse como Nuevo Mundo. Este nombre, aparentemente tan simple, estaba lleno de equívocos y ambigüedades inagotables. Pedro Mártir se refiere críticamente a «las cosas del Nuevo Mundo que en España suceden», de los europeos «idos a mundos tan apartados, tan extraños, tan lejanos» y, al referirse a la primera Misa que se cantó en el nuevo suelo, apunta «en otro Mundo, tan extraño, tan ajeno, de todo culto y religión».

Desde el primer momento del largo proceso todavía no cerrado se advierte claramente la dificultad de la asimilación conceptual y mental del insólito hecho. Todo parece diferente pero se busca desesperadamente, como una seguridad para la sobrevivencia, lo que pueda parecer familiar, conocido o semejante a lo que hasta entonces habían conocido los descubridores. Comenzaron a nombrar por aproximaciones y semejanzas. Animales, plantas, fenómenos climáticos extraños recibieron apelaciones de similitud externa que eran puras metáforas. Oían cantar el ruiseñor y creían andar en el país de las Amazonas. Sería tarea de psicólogos estudiar la significación de conjuro mágico para apaciguar temores que tenía el hecho de reproducir, en aquella tan distinta realidad física, la toponimia española.

La primera acepción del Nuevo Mundo es la que le dan quienes difunden la nueva por Europa. Es un mundo nuevo y desconocido para los europeos. Más tarde, y cada vez más acentuadamente, va a comenzar a parecer un nuevo mundo en sí, caracterizado por una situación distinta. El hecho comienza cuando se hace evidente que los españoles venidos a la nueva tierra no podrán continuar dentro del mundo al que pertenecían antes de venir y que los indígenas tampoco podrán, nunca más, ser los mismos que eran antes.

Desde la mañana de Guanahaní hasta el inicio de la fabulosa aventura de Cortés corre un tiempo de preludio. Es un cuarto de siglo en el que comienza a tomar fisonomía propia el nuevo hecho humano y natural. Un rico preludio en el que aparecen ciertas constantes, que se repiten y amplían hasta dominar, como el leit motiv en la música wagneriana. En primer término, el nuevo escenario natural. No se va a agotar durante siglos el asombro y el desacomodo de los europeos ante la naturaleza americana: las relaciones, los testimonios de toda índole, expresan ese desconcierto y esa dificultad de adaptación. No tienen nombres para las cosas pero tampoco tienen parangón para los hechos naturales. No han visto viento como el huracán, ni noche pareja al día, ni estrellas del Sur, ni aquellos desmesurados ríos que llamaban mares dulces, ni aquellas gigantescas sierras nevadas e inaccesibles, ni las vastas llanuras a pérdida de vista, ni el manatí que parece una sirena, ni la llama que no   —299→   parece pisar suelo, ni la profusión de pájaros desconocidos, ni la inversión de las estaciones, ni el pan, ni el habla, ni la creencia de aquellos seres fuera de clasificación.

También desde el primer momento concurren los tres personajes fundamentales del drama histórico. Aquellos españoles desplazados y aventados a lo desconocido, aquellos nativos que no se sabe cómo nombrar y que terminarán llamando metafóricamente indios, y aquellos negros esclavizados, que vienen a hacer lo que el indio no sabía y el español no quería, el duro trabajo de los labriegos y mineros de España.

Queda mucho por decir sobre el arduo problema que constituyó la dificultad casi invencible de someter los indios antillanos a un régimen de trabajo a la europea. Literalmente pertenecían a otro mundo donde no había moneda, ni salario, ni capital, ni diferencia entre ocio y labor. Eran cazadores, recolectores, cultivadores de conuco, sin faena ni horario, sin sentido de acumulación ni de ahorro, a los que fue de toda imposibilidad transformar en «labriegos de Castilla».

También se inició allí el encuentro de los dioses. La creencia casi espontánea en deidades del trueno, la muerte y la cosecha y una religión militante, combativa, afirmada en una lucha secular contra los infieles. La presencia de España en las nuevas tierras no fue meramente una empresa imperial, precursora de las que otros pueblos occidentales llevaron adelante casi hasta nuestros días. No se trataba solamente de establecer factorías, estructuras de dominio militares y políticas superpuestas, sino de un propósito abierto y confeso de conquistar la tierra y los espíritus, no para establecer una dependencia astuta y próspera sino para cambiar radicalmente lo existente y crear un hecho humano nuevo. Tan importante, y acaso más, en la mentalidad de aquellos seres, era extender el cristianismo a todos los hombres como conseguir riqueza y señorío. No era ni siquiera imaginable respetar y mantener las creencias locales, había que imponer de inmediato y por los medios más expeditivos la verdadera fe.

Por esa misma actitud surge igualmente el otro conflicto característico de aquella empresa única. La necesidad de dominar y de obtener poder y riquezas chocaba continuamente con los principios y la moral de la religión católica. Había una incompatibilidad inconciliable en la contradictoria pretensión de dominar y de evangelizar compulsivamente al mismo tiempo. Tuvo que surgir una crisis de conciencia, única en la historia del mundo. Someter a los indios y mantenerlos en la pacífica y tranquila práctica de sus cultos, con la supresión de algunos ritos inaceptables, como los sacrificios humanos, hubiera sido posible. Someterlos y cambiarles al mismo tiempo su creencia secular, parecería imposible, pero fue, sin embargo, lo que se pretendió hacer.

No tuvieron éxito en la tentativa de hacer de los indígenas «labriegos de Castilla» pero, en cambio, lo tuvieron de una manera peculiar y viviente en convertirlos a la fe católica. Lo que surgió fue una cambiante y rica forma de sincretismo religioso y cultural. Se empeñaban en hallar   —300→   trazas de coincidencias con la práctica y los símbolos del catolicismo en algunos ritos y representaciones indígenas. Se veían cruces en los monumentos mayas y aztecas y se llegó más tarde a pensar en una milagrosa predicación del Evangelio hecha por el apóstol santo Tomás.

La crisis de conciencia se plantea de inmediato desde los primeros sermones de los frailes misioneros. ¿Era posible conquistar con las armas cristianamente? Se estaban ganando nuevas tierras pero se podía estar perdiendo el alma. Este dilema, insoluble e insoluto, no se ha planteado nunca en tales términos a ninguna potencia conquistadora de la historia. No se planteaba evidentemente porque en las expansiones imperiales de los tiempos modernos no hubo ni motivación ni preocupación religiosas. Los colonos de Nueva Inglaterra querían vivir con toda pureza su propia fe cristiana, pero nunca pensaron como razón principal de su empresa la de evangelizar a los indígenas. La separación entre lo que correspondía a César y lo que correspondía a Dios fue completa.

El inagotable debate, nunca concluido, que aparece desde el encuentro va a condicionar toda la acción de la Corona en las Indias, va a provocar los más apasionados y eruditos pronunciamientos, va a alcanzar su culminación en la polémica trágica de Las Casas con Sepúlveda y va a condicionar la comprensión de la historia y la mentalidad hispanoamericana de manera indeleble.

La noción del Pecado Original, de tanta consecuencia en la mentalidad cristiana, fue trasladada, con todas sus consecuencias políticas y psicológicas, al nacimiento de un inmenso ser colectivo. Las voces que alzaron Las Casas, Vitoria y tantos otros, durante siglos, no han dejado de resonar nunca en la conciencia de la identidad hispanoamericana.

La tríada, que va a dirigir el proceso de la creación del Nuevo Mundo, queda formada desde aquel primer momento: el conquistador, el fraile y el escribano. El conquistador, que es un hijo de sus obras que todo lo tiene en el futuro y en la voraz esperanza, el fraile que se esfuerza en afirmar el propósito intransigentemente evangelizador de la empresa, y el escribano, que personifica el Estado y sus leyes. Ninguno de los tres hubiera podido actuar solo. Cada uno representaba parte esencial de una unidad de propósitos que los dominaba continuamente. El hombre que se apoderaba de la nueva tierra, el que de inmediato comenzaba a convertir a los nativos más allá de la barrera de las lenguas, de la comprensión y de la posibilidad real, y aquel otro que representaba la ley del Estado y daba forma legal y valedera a lo que de otro modo no habría pasado de simple expolio.

Una presencia real, la de un hombre que se jugaba su propio destino, y dos seres no menos heroicos, que representaban mucho más que ellos mismos, la Iglesia universal y la Corona de tantos reinos y señoríos, con su jurisprudencia, sus cortes, sus órganos de poder, sus magistrados, sus jueces, y su rey y señor.

Esa primera etapa de la Conquista define y crea las formas que va a revestir el inmenso hecho que apenas tiene allí su prodigiosa víspera.   —301→   Lo que allí se hace y define va a determinar en mucho toda la acción futura. Aparecen las nuevas necesidades y las nuevas funciones. Nada hay de semejante en el pasado que ofrezca modelo. La lucha secular contra los moros era una empresa de reconquista para recobrar lo que les había sido arrebatado y restituirlo a lo que imaginaban su verdadero ser. Van a resucitar viejos nombres y funciones de la frontera de combate de siete siglos. Reaparecerán los Adelantados, las formas de dominio de frontera, se crearán instituciones nuevas con viejos nombres, como la Encomienda, y se adaptará a las nuevas necesidades el viejo aparato administrativo peninsular.

Todos los que llegan tienen de inmediato la sensación de que se está en la víspera ardiente de nuevos e increíbles hallazgos. Desde Colón se ha recorrido buena parte del Caribe y se ha topado con la Tierra Firme. Continuamente salen nuevas expediciones que van revelando la dimensión inabarcable de aquel mundo alucinante. Todo parece posible, desde hallar el Paraíso Terrenal, hasta entrar en el reino de las Amazonas, alcanzar El Dorado, la Fuente de la juventud, las montañas y los ríos de oro y los mares cuajados de perlas.

En la etapa antillana aparecen y toman forma las grandes cuestiones que van a caracterizar todo el largo proceso. El choque cultural que produce el encuentro, el problema de la asimilación de los indígenas, las dificultades de trasladar pura y simplemente el modelo europeo de producción y sociedad, la necesidad imperiosa de atender a circunstancias nuevas que deforman y desnaturalizan los propósitos y los planes, el surgimiento de varios estratos en los que la realidad mal definida y los conceptos formados en la experiencia histórica del Viejo Mundo entran en constante pugna y contradicción.

Acaso la institución que mejor refleja y representa este difícil acomodo entre dos mentalidades ante una situación inusitada es la Encomienda. No necesitaría más que remitirme a Silvio Zabala, que al través del luminoso estudio de esa institución sui generis ha penetrado hasta lo más profundo la peculiaridad inherente de la nueva sociedad. Dentro de esa creación heterogénea que es la Encomienda, se forma el instrumento más activo y poderoso de formación social. Es dentro de ella que se decide la pugna entre las aspiraciones señoriales de los conquistadores que aspiraban a recrear una Castilla medieval, y la voluntad regalista de la Corona que va a predominar. En los laboriosos pliegos de la encuesta que realizaron los frailes jerónimos en La Española está el acta de nacimiento del Nuevo Mundo.

En esta ilustre casa, que es como la conciencia de España, estamos congregados hoy para conmemorar el Quinto Centenario del nacimiento de Hernán Cortés, el 23 de octubre de 1485 y, con él, medio milenio de la aparición del Nuevo Mundo, digo mal, no de la aparición sino del comienzo del inmenso proceso de la creación del Nuevo Mundo.

El culto de los héroes siempre ha tenido la negativa consecuencia de hacernos perder de vista todo lo que hay de colectivo y de anónimo en   —302→   la obra de las grandes personalidades históricas. Con ojos de poeta épico más que de juglares, tendemos a mirar sus hechos como dones gratuitos de un azar prodigioso que poco le debe a lo ordinario, que brota fuera y por encima de las circunstancias, y que viene a realizar la misión, casi sobrenatural, que los demás hombres no eran capaces de intentar.

No hay cómo desconocer la condición heroica de Cortés en todas las acepciones que la palabra tiene, desde la de sobrepasar los límites aparentes de la condición humana, la de encarnar un gran momento, la de confundirse con su obra, la de reunir en su acción los dones heráldicos del león, del águila y del zorro, hasta la virtud suprema de hacer historia, crear leyenda y personificar mito.

Ese grandioso proceso que se ha llamado la Conquista de América, con un nombre que falsifica irremediablemente la cosa, no fue la obra inexplicable de un hombre y, ni siquiera, de un puñado de hombres, fue una de las mayores, si no la mayor, de las empresas colectivas que han llevado al hombre a sobrepasar su condición individual.

Todos tomaron parte, en grado variable, desde las señeras figuras de los Reyes Católicos, Doña Isabel y Don Fernando, hasta los hidalgos pobres de «rocín flaco y galgo corredor», los letrados, los teólogos, el cambiante mundo de la picardía, los campesinos, los frailes, todos los hombres ávidos de acción y de aventura a quienes la increíble noticia fue alcanzando, como el eco de una campana de rebato. Se había hallado una nueva tierra, se había revelado una nueva ocasión para los hombres, había sonado la hora milagrosa en la que todos podían y querían ser los hijos de sus obras.

El Estado no había hecho planes y proyectos, sino que sobre la marcha se fue adaptando al torrente de novedades para las que no había respuesta adecuada en el arsenal de la vieja experiencia histórica.

El niño que crece en la casa del hidalgo pobre, Martín Cortés, se tiene que sentir literalmente rodeado de prodigios. Parece haberse alcanzado el largo anhelo militante de unificar a España, se ha ganado Granada, se triunfa en Nápoles, y más allá del mar océano se han hallado tierras desconocidas. La conversación de los peregrinos, el relato impresionante de los que habían regresado o habían podido hablar con alguien que había regresado, era el vasto dominio de la conseja, de la leyenda, de las descomunales aventuras, mucho más alucinantes que las que por el mismo tiempo comenzaban a realizar, en las páginas de los escasos libros, los caballeros andantes.

Su padre ha resuelto que sea letrado. Debió conocerle condiciones de inteligencia que justificaban el costoso esfuerzo de enviarlo a una de aquellas cuatro lumbres de Occidente, que era la Universidad de Salamanca.

Llega a una casa famosa, servida por sus ilustres maestros. Están allí, o han dejado su huella reciente, los más célebres teólogos, filósofos y juristas. Está vivo todavía el eco de la voz de Nebrija y su afirmación de que «la lengua es la compañera del imperio». Es también un tiempo de   —303→   renovación del pensamiento entre las corrientes humanistas que vienen de Italia y la renovación de la filosofía cristiana que viene del Norte en los escritos de Erasmo. Todo revela la inminencia de un nuevo tiempo del hombre, que comprenderá desde la idea cristiana hasta las desconcertantes noticias de nuevas tierras.

Los sabios maestros de teología, metidos en sus sutiles disputas de tomistas y escotistas, nunca llegaron a sospechar que entre aquellos jóvenes que animaban con su bullicio los claustros y los patios de la venerable casa había uno que iba a ser mirado por un pueblo entero como un dios viviente.

No perdió su tiempo el joven Cortés, muchos años más tarde Bernal Díaz dirá: «Era latino y oí decir que era bachiller en leyes, y cuando hablaba con letrados u hombres latinos respondía a lo que le decían en latín. Era algo poeta: hacía coplas en metros o en prosa. Y en lo que platicaba lo decía muy apacible y con muy buena retórica.»

El dilema de su tiempo se le debió plantear dramáticamente: las armas o las letras, la vida del letrado o la fascinante aventura de la guerra en Italia o en las Indias. Cuando sale de Salamanca encontrará el camino que lo ha de llevar a la realización de su gran destino. No era un camino claro, sin desvíos y sin dificultades, el que lo va a llevar desde Salamanca hasta embarcarse a principios de 1504 para llegar al Puerto de Santo Domingo.

No llega con la impaciencia de aventuras que se le supone al conquistador. Llevan doce años los españoles en Santo Domingo. El establecimiento comienza a asentarse y a tomar una fisonomía estable. Verá partir a Colón por última vez de regreso a España, y mientras salen audaces expediciones en busca de nuevas tierras y de la fabulosa masa continental él va a permanecer en actividades casi rutinarias de colono establecido. Recibirá tierras y repartimientos de indios, desempeñará funciones de escribano y secretario, y cultivará su tierra con buen provecho. Los hombres más famosos de la conquista desfilan ante su mirada serena. Nada parece tentarlo como no sea la segura vida del rico colono y del poderoso hombre de justicia.

En 1511 va con Diego Velásquez a establecerse en la isla de Cuba. No es una aventura sino casi un tranquilo traslado para mejorar su condición. Cultiva la amistad del obeso Gobernador, se mete en los líos inevitables de la pequeña comunidad expatriada, ve salir las expediciones de Hernández de Córdoba y de Grijalba en busca de la costa de Yucatán.

A fines de 1518, cuando ya lleva catorce años de próspero y respetado colono, oye la llamada del destino.

Una expedición bien pensada, sólidamente preparada, llevada adelante con un infatigable criterio de empresario sagaz. Pone su riqueza, que ya es de consideración, reúne otros aportes, adquiere navíos, recluta hombres, compra materiales y armas, hasta que tiene once naves, seiscientos sesenta y tres hombres, dieciséis caballos, arcabuces, algunos   —304→   cañones de cobre y la tranquila resolución de llegar hasta el límite de las posibilidades que se le ofrecían.

La ruptura con el gobernador Velásquez era inevitable y prevista. No iba un hombre como él a emprender aquella incomparable empresa como un simple subalterno del Gobernador de Cuba.

Desde el primer momento parece marchar en el camino de una misión claramente intuida y aceptada, va como en cumplimiento de las fatales etapas de un supremo designio. Un designio ante el que no flaquea no sólo porque cuenta con la decisión heroica de su gente, sino porque se siente asistido de un poder sobrenatural que le ha confiado el empeño insuperable de llevar la fe y la salvación a los infieles.

Aquellos hombres que venían de convivir con los indígenas de las Antillas, con tribus de cazadores y agricultores de conuco, iban a hallar ciudades que les parecerán tan grandes como las de España, con una organización completa de la sociedad y con formas de civilización urbana que nunca habían visto en las Indias.

No se pueden leer los testimonios que nos han quedado de aquella insólita hazaña sin advertir de inmediato el sentido sinceramente religioso que tiene para todos ellos.

Cada cambio de paisaje va a ser un cambio de cultura. El mundo de la dominación azteca no era homogéneo ni en lengua, ni en tradiciones religiosas, ni en sentido de la vida. Era el fruto de una reciente dominación política y militar sobre distintas civilizaciones ya antiguas. Es lo que van a ir aprendiendo, de asombro en asombro, a medida que avanzan y cambian de entorno. Han tenido la inmensa fortuna de topar con Aguilar y con la Malinche. A través de ellos cobra sentido y forma el confuso panorama humano que los rodea y sumerge.

Van descubriendo rápidamente la situación de aquel extenso país y sus conflictos internos, van a conocer con espanto los ritos homicidas de su religión y con admiración los refinamientos de su arte. La primera embajada que llega a Cortés es el deslumbrante anuncio de la extraña novedad humana, de su arte y de su riqueza. Van a aprender los nombres nuevos o a crearlos para tantas nuevas cosas. Van a percatarse de que se les mira como dioses, dioses del viejo panteón mexicano que han vuelto. Lo que conocemos de la impresión de los aztecas es revelador de una actitud de terror cósmico. Volvía Quetzalcóatl a cumplir la profecía, la Quinta destrucción del mundo iba a comenzar. Más allá de las realidades físicas, de las armas, los caballos, el arte de la guerra y la viruela, estaba el choque de dos espíritus. Lo que se abre de inmediato es el conflicto religioso que todo lo va a dominar y a determinar. No la guerra de los hombres, que podía encontrar muchas formas de acomodo, sino la guerra de los dioses que no admite tregua.

Es de esa cultura y no del proceso ordinario de establecimiento de un imperio colonial que surge la simiente del Nuevo Mundo. De la guerra de los dioses han surgido los nuevos mundos culturales. Así se hizo Occidente, no de la mera romanización que impusieron las legiones de   —305→   César, sino de la lucha abierta del cristianismo contra las inmemoriales formas del paganismo europeo. Cierto es que no se llega a destruir nunca por completo una religión local y que ella persiste en muchas formas bajo la nueva religión impuesta. La saga de la cristianización de Occidente está llena de ejemplos de esta asimilación, por la fuerza que engendra la simbiosis básica de las viejas creencias con las nuevas. Las fuentes, los árboles y las piedras sagradas del paganismo rural se absorbieron en las nuevas formas de rito y advocación impuestos por la Iglesia.

Cuando Cortés echa a rodar brutalmente los ídolos aztecas de Cempoala, abría el cruento corte para el injerto del que iba a nacer el rasgo fundamental de un Nuevo Mundo. El rápido proceso de absorción y deformación de las viejas culturas no creó una tabla rasa para implantar la española, sino que estableció las bases de una diferente y nueva realidad cultural. Desde ese momento quedaba abierto el camino para que Juan Diego tropezara un día con la Virgen de la Guadalupe, con aquella María Tonantzin que reunía en su seno la fuerza creadora de las viejas creencias para servir de base a una nueva realidad espiritual.

Apenas asegurada la dominación militar llega la otra expedición, la más ambiciosa y temeraria, la de los doce frailes franciscanos que van a cometer la impensable empresa de hacer cristiano el imperio de Moctezuma. Los atónitos aztecas vieron a Cortés, en medio de todo su aparato de conquistador victorioso, ponerse de rodillas para recibir a los doce pobrecitos de Cristo.

Ninguno de los dos mundos sobrevivirá plenamente a esa confrontación total. Uno y otro van a cambiar no sólo dentro de los limites físicos del nuevo escenario, sino mucho más allá. La incorporación de América a la geografía y a la historia universales marca el comienzo de un nuevo tiempo del hombre, de inagotables consecuencias en la vida y en el pensamiento del Viejo Mundo. De ella se alimenta aquella crisis de conciencia que va a atormentar a los pensadores europeos por siglos, desde Tomás Moro hasta Rousseau, hasta crear el mito revolucionario y transformar el destino de la humanidad.

Se conoce en todos sus detalles exaltantes y terribles la hazaña de Cortés y de sus compañeros, que en cortos años va a someter a la Corona de Castilla territorios decenas de veces más grandes que el de la Península. Lo que importa mirar ahora es el significado y las consecuencias de ese encuentro.

No se trata de un mero hecho de conquista, que tantas veces se ha dado en tantas épocas, sino de ese raro fenómeno que tiene su antecedente en el continente europeo en el tiempo que va desde la muerte de Teodosio hasta la coronación de Carlomagno. El factor decisivo en la creación de Occidente no fue la extensión política y administrativa del dominio de Roma, sino sobre todo, la asombrosa empresa de la cristianización de los paganos.

El fenómeno se da en el Imperio español de un modo mucho más dinámico y completo. En medio siglo se completará la estructura, el carácter   —306→   y las formas de integración de esa masa continental desconocida. La experiencia de México define el carácter y las peculiaridades de aquella obra única.

La marcha de Cortés a Tenochtitlán podría ser vista, casi, como la transposición, en símbolo y alegoría legendaria, de un remoto hecho histórico, como ha pasado con las sagas de los más viejos tiempos.

Todo es simbólico y reviste casi un carácter de ceremonia sagrada para representar el hecho mítico de la fundación de un pueblo. Es simbólico, a pesar de ser real, el hecho de que Cortés destruya las naves. Era la manera de expresar que aquella empresa no tenía regreso ni vuelta posible al pasado. Es profundamente simbólica aquella llegada ceremonial de los conquistadores a Tenochtitlán.

Aquel ser divinizado por todos sus vasallos, que era Moctezuma, en toda su pompa sagrada, rodeado del complicado aparato de su cultura, a la entrada de la extraña ciudad del lago, con sus calzadas y sus torres y aquel otro ser doblemente divinizado que era Cortés para sus hombres y para él mismo, por la convicción suprema de venir en cumplimiento de un designio divino, y para los atónitos aztecas que lo veían como Quetzalcóatl regresado.

No tenían lengua para poder hablar directamente, no tenían nombres para designar las cosas que pertenecen a cada uno de los mundos. Es por aproximación, por semejanza, por deformados ecos como pueden distinguir las cosas nuevas para cada uno. Los caballos son venados gigantes, la plaza de Tenochtitlán es dos veces la de Salamanca. Con ojos asombrados Cortés y sus compañeros han visto tantas novedades increíbles, las casas, los templos, aquellas fieras, aquellas aves, aquellos peces de los palacios del soberano azteca y el maravilloso retablo del mercado de Tenochtitlán, que eran como una síntesis viviente de la presencia de un mundo desconocido. «Por no saber poner los nombres no las expresa», le dice al Emperador en su carta.

No las expresan, pero las sienten los dos protagonistas, en la violencia de la guerra y en la oscura germinación del orden impuesto, tan estrechamente unidos, tan inminentemente mezclados, tan fundidos en uno como los luchadores en su abrazo de vida y muerte.

A partir de allí habría que comenzar a contar no por años, ni por los siglos de los cristianos, ni por las sucesivas catástrofes universales de los aztecas, ni por los reinados de los príncipes, ni por los cambios de decorado, sino por las estaciones del espíritu, por las etapas del vasto drama de una nueva creación humana.

No será ya solamente México, sino las tierras del Mar del Sur, los pueblos de los Andes, de la puna, de las selvas del Amazonas y del Orinoco, de las ilimitadas llanuras, de los nuevos poblados, de las viejas urbes con sus nuevos patrones celestiales, del casi geológico acomodamiento entre fuerzas y tensiones transformadoras del paisaje humano. Lo que comienza a surgir no va a ser una Nueva España, como pudieron desearlo los conquistadores, ni tampoco va a mantenerse el México Antiguo.   —307→   No va a ser ni lo uno ni lo otro, sino el vasto surgimiento de una confluencia que refleja el legado de sus forjadores, con sus conflictos y sus no resueltas contradicciones en el múltiple e inagotable proceso del mestizaje cultural americano, que ha hecho tan desgarrador y vivo el problema de su identidad.

De allí va a tomar cuerpo, en toda su asombrosa variedad, esa nueva sociedad de tan viejas herencias y tan poderosas solicitaciones de futuro, que nunca fue cabalmente las Indias, ni tampoco una geográfica América casi abstracta. Los hijos de los conquistadores, los de los indígenas, los herederos de las contrarias lealtades y las opuestas interpretaciones, los que sienten la mezcla fecunda en la sangre y sobre todo en la mente, los causahabientes de los indios, de los españoles, de los negros y de las infinitas combinaciones de cultura que se produjeron y se producen, los que sienten combatir en su espíritu los llamados conflictivos del pasado y del presente, los que nunca dejaron de sentirse en combate consigo mismos, fueron y tenían que ser los actores de una nueva situación del hombre.

De esa peculiaridad creadora vendrán el Inca Garcilaso de la Vega, Sor Juana Inés de la Cruz, Rubén Darío, «muy siglo diez y ocho y muy antiguo y muy moderno: audaz, cosmopolita», y los creadores del realismo mágico en la novela, que han llevado ante el mundo la inconfundible presencia de la otra América. Nada fue simple transplante o inerte yuxtaposición de formas. Desde la Catedral de México y las casas de Cuzco, que revelan las capas culturales por pisos casi geológicos, hasta Brasilia. Desde la afirmación del barroco de Indias que mezcla las sensibilidades distintas en el templo y la piedra labrada y en la poesía. Desde la pintura y la escultura, que pronto comienzan a revelar otro carácter cada vez menos enteramente asimilable al de los estilos de Europa, desde el culto y la conciencia del ser hasta el lenguaje, este castellano, tan genuino y tan propio, tan antiguo y tan nuevo, que expresa la presencia poderosa de una identidad cultural. Habría que llamar a este juicio a todos los grandes testigos de la creación y de la afirmación de ese gran hecho creador, a los fundadores, a los comuneros, a los capitanes de insurrección, a los antagonistas de la palabra y de la acción, a los libertadores, a los buscadores de un nuevo orden para aquella sociedad peculiar, a los que creyeron estar siguiendo algún modelo extranjero y se hallaron metidos en una empresa de genuina creación propia, a todos los que han sido y siguen siendo factores y creadores del mestizaje cultural.

Cuando se abre el segundo o tercer acto del gran drama de la creación del Nuevo Mundo, los hombres de la Independencia, tan cercanos de los liberales de España, toparon con el viejo enigma del propio reconocimiento. Bolívar lo sintió y lo expresó con palabras certeras que no han perdido su validez. «No somos europeos, no somos indios... somos un pequeño género humano, poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo, viejo en los usos de la sociedad civil.»

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A la luz de esa condición, en presencia de lo que ha sido, de lo que ha llegado a ser, de lo que está en camino de llegar a ser esta vasta parte de la geografía y de la humanidad que todavía llamamos nueva, habría que intentar una nueva lectura desprejuiciada y valiente de tan inmenso hecho.

En ninguna parte puede encontrar mejor resonancia semejante esperanza que en esta noble casa, tan ligada históricamente a esa empresa abierta, a esa fascinante posibilidad de creación de futuro. Lo que estamos conmemorando hoy aquí, al amparo de la gran lumbre de este polo de la conciencia hispánica, siete veces secular, no es sólo el nacimiento de un gran hombre, sino su contribución a ese hecho fundamental de la historia de ayer y de hoy, a esa gran realización que habremos de seguir llamando, con toda propiedad y justicia, la Creación del Nuevo Mundo.

Godos, insurgentes y visionarios. Ed. cit., pp. 199-216.



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ArribaAbajoEl Cerro de Plata

Para comienzos del siglo XVIII, la Villa Imperial de Potosí, cuyo nombre resonaba con un tintineo de plata en el mundo entero, estaba en plena decadencia. La inmensa riqueza que allí se produjo desde que comenzó la explotación sistemática del metal precioso se hacía cada vez más difícil, escasa y costosa.

El imperio español mismo se hallaba en un momento crepuscular, terminado el reino fantasmal de Carlos II y abierto el proceso de la Guerra de Sucesión en favor de los Borbones, que por largos años iba a distraer y debilitar la presencia de la cabeza de la monarquía hasta que llegó a asentarse la autoridad final de Felipe V.

Buena parte de la grandeza de la fabulosa ciudad, con las naturales exageraciones del descontento, estaba en el pasado, y poco de halagüeño se veía para el mañana. Sin embargo, en lo más áspero e inhóspito de la cordillera andina, en extensiones gélidas y grises sin vegetación ni agua, había surgido aquella prodigiosa e increíble acumulación de hombres en desesperada búsqueda de la riqueza. Habría que pensar que, para fines del siglo XVI, en aquel paraje se llegó a formar una de las concentraciones de población más grande de la época. Los cronistas hablan de 150 mil habitantes, junto a lo cual hacen pequeño papel no sólo las grandes metrópolis virreinales del nuevo continente, sino las más poderosas ciudades de Europa. Llegó gente de todas partes por la vía de Panamá y por la vía del río de la Plata, en una corriente ininterrumpida que produjo un crecimiento artificial del cuadro urbano. No eran sólo españoles e indígenas sino gentes de toda Europa y del Mediterráneo: italianos, ingleses, polacos, entre los que no faltaron algunos musulmanes disimulados. Todo giraba y reposaba sobre la producción de plata y había que traer de fuera todo lo necesario para el lujo y la vida ordinaria. Todo parecía concentrarse mágicamente en aquel cerro cónico y pelado de tierra rojiza, junto al cual creció la ciudad, y que parecía estar penetrado hasta el fondo por múltiples e inagotables vetas del rico metal. La riqueza hallada y explotada fue mucha, pero mucha más, sin   —310→   duda, fue la riqueza imaginada y esperada. Se pensaba que bastaba llegar al prodigioso lugar para que, por arte de magia, los mendigos se convirtieran en millonarios y compitieran en los más extravagantes lujos. León Pinelo pudo escribir mucho más tarde que fue tanta la riqueza que se logró extraer del cerro que con ella se ha podido construir un camino de plata sobre la tierra y sobre el mar de más de dos mil leguas de largo, catorce varas de ancho y cuatro dedos de espesor, desde Potosí hasta Madrid.

Por ese camino alucinante anduvo la imaginación de los hombres de la época, hasta llegar a crear una situación irreal en la que lo fantástico y lo ordinario, lo real y lo imaginario se mezclaban de la manera más intrincada y total. En el siglo XVII, un pintor anónimo, muy seguramente mestizo, plasmó en un cuadro que hoy se conserva en La Casa de la Moneda de Potosí, una alucinante y conmovedora imagen del cerro fabuloso. La forma cónica se convierte en el manto de la Virgen, cuya cabeza y manos emergen de la envolvente masa. La Santísima Trinidad le coloca la corona de Reina de los Cielos, mientras a los lados el Nuevo Mundo está representado por sus actores legendarios: el emperador, el papa, el inca Huayna Capac, caballos y llamas, frutas y gente, frutos y actores del gran hecho cultural.

Las cosas que ocurrieron durante el primer siglo largo corrido desde el hallazgo de la riqueza del cerro, el año de 1545, hasta el apogeo de la explotación, que podría situarse a principios del siglo XVII, forjaron en mil formas una imagen irreal de la ciudad que afectaba tanto a los que oían hablar de ella como a los que la habitaban, y creó un verdadero clima mental de frenesí y de exceso, de esperanzas desmedidas, de pugna de ambiciones y de azarienta búsqueda de la riqueza y el poder que llegó a constituir lo que podríamos llamar un síndrome de la riqueza súbita y de la ambición descabellada. La frontera entre lo real y lo irreal era muy imprecisa y, junto a las anécdotas de los miserables velozmente enriquecidos por la mina, circulaban millares de imaginarias y deformadas aventuras de súbita fortuna, en las que lo imaginario y lo real se entremezclaban de manera inesperada.

No solamente lo real y lo imaginario sino lo natural y lo sobrenatural formaban la base misma de la vida cotidiana de la ciudad. Enriquecimientos fulminantes, apariciones sobrenaturales, milagros y mil formas de tortura visible e invisible ejercidas por legiones de demonios constituían la crónica viviente de la Villa, que se transmitió de generación en generación en un crecimiento hiperbólico que no parecía tener límite.

Muchos pusieron por escrito y hasta llegaron a publicar relaciones referentes a la historia de la Villa, pero quien estaba llamado a dejar el más grande testimonio de los hechos pasados y de las increíbles tradiciones orales fue un potosino de relativa oscuridad, quien, para los primeros años del siglo XVIII, seguramente mal resignado con la decadencia del fabuloso sitio, se puso a recoger y transcribir metódicamente   —311→   toda la información que, en archivos, memorias y recuerdos, se conservaba. Este potosino, sobre cuyo nombre verdadero hay polémica, parece haber tenido el rimbombante nombre de Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela quien, desde la edad de veinticuatro años hasta el momento de su muerte, ya sexagenario, no hizo otra cosa que recoger ese inmenso conjunto de historia y leyendas en un manuscrito de más de mil quinientos folios, con el título prometedor de Historia de la Villa Imperial de Potosí. Riquezas incomparables de su famoso cerro. Grandeza de su magnánima población. Sus guerras civiles y casos memorables.

Esta inmensa suma de informaciones, evocaciones y relatos, que es como Las mil y una noches de la más fabulosa América, permaneció por siglos sin hallar editor hasta que, gracias a la labor eminente de Lewis Hanke y Gunnar Mendoza, la Universidad de Brown en los Estados Unidos hizo la hazaña de publicarla en tres volúmenes en folio que constituyen uno de los mayores monumentos de información sobre el hecho americano.

Arzans escribe vuelto hacia el pasado, movido por un poderoso sentimiento de orgullo y de añoranza. Cuando él se pone a escribir su inmensa crónica, el esplendor de la ciudad ha concluido y han comenzado tiempos de estrechez, en los que el mineral se ha hecho más costoso y difícil de extraer y en los que la riqueza ha descendido notablemente. Está, sin embargo, vivo y magnificado por la añoranza del fabuloso pasado. Está, desde luego, el cerro con sus cien bocas abiertas, poblado del trajín de los mineros, están los molinos de plata de los «azogueros» a lo largo de la Ribera, y están los palacios del gobierno y de La Moneda y las suntuosas viviendas de los antiguos potosinos, para testimoniar dramáticamente aquella decadencia.

Fue gris la vida del cronista y en nada se parece a ninguna de las fabulosas historias que minuciosamente registra día a día para salvarlas del olvido, pero en aquellas largas horas en las que se encierra para recoger los recuerdos del pasado logra evadirse de la realidad y regresar a la más fabulosa presencia de la ciudad mágica. Escribe lleno de respeto por el pasado, con la convicción de recopilar el testimonio vivo de lo que fue el esplendor de la Villa. Escribe la historia, la crónica y la novela de aquella insólita concentración de sueños, de apetitos, de ostentación y de violencia, y al hacerlo no sólo recoge escuetamente los sucesos y el recuerdo de los personajes, sino que logra algo mucho más difícil, como es recrear la poderosa presencia de la sobrerrealidad que se dio en aquel lugar privilegiado.

Junto a las modernas historias cuantitativas y a las eruditas inquisiciones económicas y sociales era necesario rescatar y devolverle su presencia a aquel testimonio peculiar, sin el cual no es posible explicarse lo que allí pasó.

Ahora, gracias a su apasionante dedicación, podemos penetrar en muchas formas en las circunstancias y características peculiares que produjeron aquella creación insólita y reveladora.

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Potosí fue una pura creación de la codicia y de la irracionalidad. Antes del descubrimiento de los yacimientos de plata, en 1545, era uno de los parajes más inhóspitos y desiertos de la alta sierra peruana. En la luz transparente y el aire delgado de la altura crecía apenas una vegetación rala, escaseaban los pájaros, había poca agua y no existía población indígena alguna. Es a partir de aquel momento prodigioso cuando van a converger vertiginosamente todos los elementos de los que brotará aquella ciudad súbita y casi imaginaria. Rápidamente se va a poblar la soledad, se van a trazar caminos y calles, va a surgir en el paisaje gris y casi lunar una ciudad igualmente gris, llena de arabescos y de alardes de riqueza, en la que se va a centrar el más abigarrado y sediento conjunto humano reunido frente al Cerro de Plata.

El hombre para describir aquel ambiente casi irreal y onírico, lleno de sorpresas y contrastes, hubiera sido, sin duda, el Quevedo de los Sueños. Sólo él hubiera podido darnos una imagen suficiente de aquel ambiente increíble. En cierta forma era la figuración del más exacerbado sueño barroco en hombres, en cosas, en usos, en modos y en situaciones. Desde el estrambótico y estrafalario título de Villa Imperial, todo parecía converger para crear y multiplicar aquella poderosa sobrerrealidad.

Hay un primer tiempo de arranque que va desde el descubrimiento de los yacimientos hasta la llegada, hacia 1576, del virrey, D. Francisco de Toledo, que es el primero que trata de poner orden y concierto en aquel creciente caos nacido de la pugna de todas las codicias. Es él, precisamente el que, ante el grave problema de la escasez de mano de obra para la extracción del mineral, va a establecer el tristemente célebre sistema de la mita. Con él resucitaban en alguna forma, sistemas de trabajo obligatorio que los indígenas habían prestado a sus soberanos, con lo que lograba la colaboración de los kurakas o jefes indios locales, que se comprometían a aportar periódicamente el contingente de hombres necesario para el trabajo. Era ingenioso y complicado el sistema de la mita. Por una semana de trabajo los mitayos descansaban dos y recibían un salario que les permitía muy estrechamente participar en el sistema del mercado. Las duras condiciones en que se hacía la labor de las minas, cavando empinados socavones oscuros por los que se descendía, a la luz de candiles, por frágiles escalas de tablas y bejucos, en un constante contraste entre el calor húmedo de las profundidades de la excavación y el aire glacial de las bocas a las que había que llevar el mineral, le daban a aquella tarea el aspecto de una condenación infernal. Muy grande debió ser el sentimiento de justicia histórica con que Simón Bolívar, después de completar la independencia del Perú, decretó la extinción definitiva de la mita, que para aquel momento había durado por dos siglos y medio.

No se limitaba la población indígena al número de los mitayos, sino que vinieron muchos indios libres, atraídos por el esplendor de riqueza de la ciudad, a participar en los mercados y en las tareas domésticas, sin   —313→   que faltaran entre ellos algunos que lograron hacer fortuna y competir con los ricos «azogueros».

La otra gran transformación que, por el mismo tiempo se hace, es la del sistema de explotación, que primitivamente consistía en triturar el mineral a mano en cuencos de piedra y extraerlo por medio de la fundición en pequeños hornos de viento que llamaban huairas. La gran transformación consistía, con todas sus consecuencias, en construir algunas lagunas artificiales para represar la lluvia y las escasas corrientes de agua y canalizarlas por un largo cauce que rodeaba la ciudad, al que llamaban la Ribera y a cuyo borde se establecieron numerosos molinos hidráulicos. Esta transformación se completó con el descubrimiento de las minas de mercurio de Huancavelica y la introducción del sistema de la extracción del metal precioso por el procedimiento de la amalgama. Es significativo que a los ricos empresarios de minas y molinos de la Ribera no se les llamara de otro modo que «azogueros».

La plata debía ir toda, de acuerdo con la ley, a las oficinas reales para el pago del quinto del metal producido que le correspondía a la Corona, pero en la realidad mucha parte de la producción encontraba mercado y salida por vías clandestinas, con lo que, junto a y a veces confundido con la masa de los que intervenían en el proceso legal de la producción, existía el complicado mundo de la picaresca de los que lo hacían en abierta violación de la ley, con toda clase de complicidades.

La ciudad debió crecer tan súbitamente como la riqueza sobre la que estaba fundada. El enriquecimiento múltiple y aparentemente fácil que se repetía en la realidad y en la imaginación por centenares de casos la hizo rápidamente un centro de lujo, de placer y de vicio, en el que en lo visible se ostentaba el lujo de palacios, trajes y fiestas, en lo menos visible se tejía toda una cadena de delitos, vicios y engaños.

Fuera de los indígenas de la mita y de los funcionarios españoles, toda la vida de la urbe estaba determinada por la producción y el comercio licito e ilícito de la plata. Proliferaba la ilegalidad y los crímenes y a cada rico «azoguero» lo acompañaba una leyenda personal de descarada delincuencia. Proliferaba el juego, el robo, la prostitución y todos los tipos de crimen. La enumeración que hace Arzans en su crónica presenta todas las formas imaginables del dolo. Era una vida desenfrenada y al mismo tiempo amenazada la que llevaban las gentes de toda calaña que allí acudían no sólo de todo el imperio español y de España, sino de muchos países europeos y aún de las tierras del infiel. No sólo en la voz de los predicadores sino en la realidad de la vida diaria lo más constante y presente era aquella lucha del cielo y del infierno, que se libraba dentro de las conciencias y las imaginaciones, y en la realidad de la vida cotidiana.

Se estima que, apenas un cuarto de siglo después del hallazgo de las minas, la población llegó a alcanzar los ciento veinte mil habitantes. Para 1650 se había elevado a ciento sesenta mil, lo que hacía de aquella aglomeración urbana no solamente la más populosa de todo el continente   —314→   americano, sino una de las más pobladas de la Tierra, en una época en que las ciudades con más de cien mil habitantes se contaban con los dedos de una mano.

La riqueza de Potosí tuvo grande y pronta influencia en el mundo entero. Los estudiosos de los orígenes del capitalismo atribuyen en su formación un papel preponderante a aquel inmenso flujo de plata. Ciertamente, una de las primeras manifestaciones dramáticas del fenómeno de la inflación monetaria, con sus temibles consecuencias de alza de precios, se produjo por el aflujo de plata a España y por la consiguiente pérdida de valor de la moneda acuñada. Tampoco ha faltado quienes observen que la formación de la fuerza de trabajo que hizo posible la Revolución Industrial que se inició en los países del norte de Europa tuvo como base la abundancia del nuevo alimento que fue la papa. La papa seca o chuño era la base de la alimentación de los mitayos, que extraían la plata en el fabuloso cerro.

Una población tan heterogénea y numerosa producía naturalmente conflictos de toda clase y todas las formas imaginables de violencia colectiva. Se competía por medio del lujo y la ostentación pero también en lucha abierta entre distintos sectores sociales, las más famosas y recurrentes de las cuales fueron las abiertas guerras en que desembocaba con frecuencia la antipatía entre vicuñas y vascongados, pero que no eran los únicos que formaban múltiples y encontradas parcialidades enemigas.

De los socavones del cerro a los molinos y de los molinos a las cajas reales o a las oscuras vías del contrabando fluía, como la sangre esencial de aquella colectividad, la plata en lingotes o piñas, en las ruidosas recuas de mulas o en el desfile fantasmal y silencioso de las filas de llamas que pisan y se mueven sin ruido.

Junto al vicio y a los crímenes florecían las más fabulosas y frecuentes fiestas. En 1556, recién fundada la ciudad, los habitantes celebraron la ascensión al trono de España de Felipe II con una fiesta que duró veintiocho días y costó más de ocho millones de pesos. Lewis Hanke nos recuerda que, para fines del siglo XVI, los potosinos podían escoger entre catorce salas de baile, treinta y seis garitos, un teatro y cerca de doscientas prostitutas, algunas de las cuales fueron famosas por su lujo y ostentación. Hubo ocasiones en que para celebrar la fiesta, además de las corridas de toros y de cañas, se organizaron exposiciones de animales de toda clase y se establecieron fuentes públicas de las que brotaba continuamente vino o la chicha de los indios.

Todas las formas del crimen se daban abiertamente de una manera visible u oculta. Cada mañana había que recoger los cadáveres de las víctimas de la violencia por la noche, que iban a engrosar el vasto número de las almas en pena. Para un español del siglo XVI la mayor preocupación era morir sin confesión porque ello significaba la condenación eterna o la permanencia indefinida en el Purgatorio. Las almas en pena vagaban en las sombras de la noche pidiendo a los vivos oraciones y obras pías para   —315→   ganar el perdón divino. Podría decirse que, junto a la inmensa población visible que se acumulaba en la ciudad, otra no menor población invisible de almas en pena, espíritus, demonios y apariciones de toda clase llenaban de espantos sus noches y sus soledades.

Sería un grave error considerar la historia de Potosí, particularmente en su primer siglo de vida, como un caso anómalo. Formaba parte muy preciosa y conspicua del vasto imperio español de las Indias y estaba totalmente integrado a ese inmenso cuerpo social, cultural, económico y jurídico. Es evidente que mucho de lo que allí ocurrió se ha dado y se da repetidamente en todas las economías mineras dominadas y penetradas en todos sus aspectos por la explotación de un metal precioso, pero lo que allí ocurrió no significa en ninguna forma discontinuidad o ruptura con el ser moral y material del inmenso imperio, sino tan sólo exacerbación y exageración llevadas al extremo de muchos de sus rasgos fundamentales.

Habría todo un extenso estudio que realizar, lleno de muy prometedoras revelaciones, sobre la presencia de la ilegalidad en el funcionamiento del imperio español. Desde la primera hora de la Conquista, desde la institución de las primeras funciones públicas y de las primeras disposiciones legales surgió, paralelamente, toda una actividad clandestina que lograba desvirtuar en mucha parte el objeto y contenido de las leyes. Los aventureros que vinieron a la busca de una riqueza fácil no eran, precisamente, los más llamados a establecer una sociedad de orden y legalidad. Desde el comienzo vieron con malos ojos a las autoridades y las disposiciones de la Corona, las resistieron en muchas formas, algunas de ellas muy ingeniosas, y tuvieron en el fondo la noción de que la presencia de los funcionarios reales les usurpaban injustamente los frutos de aquellas conquistas que, en la mayoría de los casos, aquellos hombres habían realizado sin ayuda del gobierno y sin contar con otros recursos que los que ellos mismos podían aportar.

Esta, que podríamos llamar la querella fundamental del conquistador frente a la Corona, se manifestó durante el primer siglo en formas más o menos abiertas y graves, en toda la extensión del continente, hasta alcanzar su forma extrema en la rebelión de los Pizarro en el Perú. La carta que Lope de Aguirre, alzado en las soledades del Amazonas, escribe a Felipe II es la expresión más conmovedora y patética de ese conflicto insoluble. En tales circunstancias era inevitable que se llegara a considerar, en cierto modo, como intrusas a las autoridades y a las leyes y que se viera como plausible todo lo que significara desacatarlas e ignorarlas.

Lo que uno mira en Potosí es como el espectacular microcosmos de todas las peculiaridades grandiosas y mezquinas de la creación del Nuevo Mundo. Junto a la sociedad visible y legal, generalmente con los mismos   —316→   actores, se formaba y crecía otra ilícita y delincuente, unida a ella por una estrecha y compleja simbiosis. Se cometía dolo en la explotación y el comercio de la plata. Los miserables mitayos que la explotaban trataban de ocultar parte del producto. Los «azogueros» hacían otro tanto en sus molinos y lo que finalmente llegaba al control de la Casa de la Moneda estaba lejos de constituir la totalidad de la producción.

Había, por ejemplo, una costumbre absurda y respetada, que permitía a los indios trabajadores de las minas disponer de un día semanal para explotarlas libremente en su propio beneficio. De esta forma, el mitayo miserable dejaba cada día sin tocar lo mejor de la veta metalífera para explotarla por su cuenta en esa especie de día de revancha. No era esto, ciertamente, el mejor sistema para una explotación racional de los yacimientos y favorecía muchas formas de dolo y simulación.

Arzans es un ejemplo excelso y un testimonio invalorable de ese proceso de instalación y de creación de una nueva realidad cultural. Potosí es su mundo y se siente totalmente integrado a él. Ha pasado el tiempo de la sorpresa y de la revelación de una nueva realidad. Por eso no describe con los ojos de un testigo sino con la convicción de un actor. Él es parte consciente del mestizaje cultural que está creando una realidad nueva.

Colón en su primer viaje inicia, obligado por la necesidad frente al mundo nuevo y desconocido que encuentra, lo que pudiéramos llamar el proceso de la creación verbal del Nuevo Mundo. Una tendencia fundamental del espíritu humano frente a lo desconocido y nuevo es tratar de asimilarlo a lo conocido. El primer gran fruto de ese esfuerzo de asimilación fue el hecho de darle el nombre de indios a los indígenas americanos. Eran desconocidos y no tenían manera de nombrarlos. Colón los asimila inmediatamente a lo conocido y buscado, es decir, más a lo que esperaba encontrar que a lo que en realidad había encontrado. Al llamarlos indios los asimilaba ipso facto a su cuadro mental del mundo y sentía, en cierto modo, haber vencido la barrera de lo desconocido. En la famosa carta a Santángel, hay cosas conmovedoras que revelan la presencia constante de este proceso mental. Colón dice, por ejemplo, que oyó cantar al ruiseñor. No había ruiseñores en América, pero el hecho mismo de darle ese nombre a un pájaro desconocido le aliviaba los efectos de la perturbadora noción de la extrañeza.

El caso se repite constantemente en las cartas de relación de los primeros exploradores. A una fruta tan extraña como el ananás la llaman piña, por la semejanza de su forma con el fruto del pino. Cuando Cortés contempla por primera vez a Tenochtitlán desde la distancia lo que le viene a la mente es el recuerdo de viejos versos del Romancero: «Cata Francia, Don Gaiferos, cata París, la ciudad...». En muchas formas, la necesidad de nombrar y de asimilar lo desconocido creó una especie de   —317→   sobrerrealidad verbal, que ha sido una de las principales causas de la dificultad y de los errores en el conocimiento del Nuevo Mundo.

Arzans es un criollo. Cuando se pone a escribir su inmensa relación su ciudad tiene siglo y medio de fundada y ha asimilado y acoplado en un conjunto intercomunicable aquellos diferentes elementos humanos y materiales hasta formar un conjunto integrado. Es un potosino orgulloso de serlo y se siente parte de su ciudad en todas sus manifestaciones y aspectos. Toma parte y se siente incorporado al complicado tejido social de la Villa. Curiosamente si de alguno de los elementos raciales que integran la ciudad muestra reservas y distancia es de los funcionarios españoles venidos de fuera. Los demás son su gente de su Potosí, sus criollos, sus cholos, sus indios y sus negros. Siente que hay un ser colectivo, al que pertenece, del cual se muestra más orgulloso que apesadumbrado. Las luchas civiles son sus luchas, las fiestas de los indios son sus mismas fiestas cristianas, está inmerso en un gran hecho de integración.

Hay que distinguir en la historia hispanoamericana entre la etapa inicial del primer contacto y la posterior creación de una nueva sociedad. Después de la Conquista y por el proceso de creación de la nueva circunstancia, ni los indios pudieron seguir siendo lo que habían sido antes, ni tampoco los españoles, y menos aún sus hijos. El caso es igual en los africanos, el negro bozal es un extranjero, el negro criollo es parte viva de la sociedad nueva. Había terminado el tiempo de descubrir y había comenzado el largo tiempo en el que una nueva circunstancia social y cultural toma cuerpo y cobra conciencia propia.

Ya no eran los descubridores de un Nuevo Mundo, sino que eran parte de ese Nuevo Mundo, que había tomado posesión de ellos.

Lo que emerge de la amplia, meandrosa y fluvial crónica de Arzans es toda la compleja presencia de aquella contrastada sociedad hecha de elementos dispares, que termina, finalmente, por revelar una suerte de poderosa identidad subyacente. De esta manera puede verse el caso de Potosí como una síntesis extrema y reveladora de aquel proceso de pugna, fusión y acomodo.

El entretejido mosaico de actores y acciones adquiere continuamente un carácter de integración propio y real que le da su peculiaridad. La crónica de Arzans, además de todos los méritos evidentes que tiene y de la inmensa riqueza de información que aporta, sirve para mostrar aquel continuo y vital proceso de mestizaje. Aquellos españoles, recién llegados o antiguos, aquellos criollos de larga o reciente data y de mayor o menor significación social, aquellos indios libres, y muy particularmente aquellos mitayos, revelan estar inmersos en un proceso de identidad común que termina por caracterizarlos.

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En este sentido, más allá de la mecánica social característica de las aglomeraciones mineras, Potosí revela la presencia de las grandes fuerzas unificadoras que determinaron el hecho americano. No es sólo el predominio absoluto de una religión, el evidente de una lengua y el completo sometimiento al mismo complejo de legalidad y de ilegalidad que llegó a crear un estilo de vida, sino el hecho de que aquellos diferentes sectores y actores terminaron por ser parte de un juego de valores comunes. Los objetivos de la vida social eran los mismos como lo eran, también, los paradigmas y los fines superiores de la acción individual, y, en el vasto y complejo mundo potosino de la legalidad y la ilegalidad, de la realidad y la irrealidad, de lo natural y lo sobrenatural, participaban plenamente todos los que hubieran podido parecer actores diferentes, y hasta extraños.

Arzans continuamente recuerda y proclama su condición con mucho orgullo. Se sentía heredero y actor de la gran suma de diferencias y, por lo tanto, radicalmente distinto de lo que originalmente pudieron significar por separado las herencias de españoles y de indios.

Su libro, por sobre todo, es una vívida y rica memoria de la creación del Nuevo Mundo y de su complejo proceso creador de mestizaje cultural.

Del Cerro de Plata a los caminos extraviados. Santafé de Bogotá: Editorial Norma, 1994, pp. 9-24.



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