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ArribaAbajoAmérica no fue descubierta

Desde un punto de vista rigurosamente histórico, no ocurrió nada el 12 de octubre de 1492 que pudiera llamarse, con alguna propiedad, el Descubrimiento de América y que, por ello mismo, ha constituido por siglos una fuente constante de errores de apreciación y de falsa interpretación de la historia.

Muchos fueron los equívocos y las deformaciones en que incurrieron los europeos del Renacimiento cuando toparon con un continente desconocido y se empeñaron en asimilarlo superficialmente a las nociones, creencias y concepciones que traían de su propia experiencia histórica. Algunos de esos errores tuvieron que desvanecerse con el tiempo, como el de la existencia de las Amazonas, del Paraíso Terrenal o de la Fuente de la Eterna Juventud pero, en cambio, el gran equívoco fundamental de la designación de la fecha ha persistido hasta nuestros días y está en el fondo mismo de las polémicas que la conmemoración del V Centenario ha suscitado.

En efecto, todos los manuales de historia repiten la frase, casi sacramental, de que «el 12 de octubre de 1492 Colón y sus compañeros de viaje descubrieron a América». Como afirmación irracional y absurdo lógico sólo podría compararse a la afirmación de que, el año de 1609, el navegante inglés Henry Hudson descubrió a Nueva York, lo que, para descargo de los historiadores norteamericanos, no lo ha afirmado nunca nadie.

En el hecho americano se producen, desde el primer momento, dos procesos paralelos e íntimamente unidos, como son el del reconocimiento de unas nuevas tierras y sus habitantes y el simultáneo de la creación de una nueva sociedad y de una nueva situación cultural. Colón y los primeros navegantes no conocieron el nombre de América, que vino a aparecer por primera vez en 1507 por el capricho retórico de un cartógrafo de la Lorena. Por largo tiempo creyeron haber llegado a algunas islas del continente asiático, y es sólo más tarde, después de que topan con la costa de la actual Venezuela, cuando adquieren la noción de una Tierra Firme, que no se convierte en verdadera certidumbre del   —320→   hallazgo de un nuevo continente sino después del descubrimiento del Pacífico. Toda la documentación de la época no refleja otra cosa que la sorpresa de haber hallado nuevas tierras y nuevos hombres y el afán de insertar esas novedades en el conjunto de los conocimientos geográficos e históricos de los humanistas de la época.

Descubrimiento y creación marcharon juntos no sólo por las formas imaginativas en que se trataron de asimilar los nuevos hechos, sino porque de inmediato, desde los días mismos de la Hispaniola, comenzó el proceso de creación de una nueva realidad por el encuentro de la mentalidad de los europeos del siglo XV con las primeras muestras de la tierra y de los hombres del continente americano. Tampoco se le da el debido reconocimiento al papel que desempeñó en la formación de esa nueva circunstancia la presencia de los africanos. Todavía, en las conmemoraciones oficiales, se habla del «Encuentro de dos mundos», cuando en realidad lo que ocurrió fue el encuentro de tres situaciones humanas y culturales distintas: la de los españoles, la de los indígenas, que fue variando en la medida en que se entró en contacto con las grandes civilizaciones americanas, y la de los africanos, que fue numerosa, continua y de inmensa influencia en el gran proceso de mestizaje cultural, que es la característica mayor de la creación del Nuevo Mundo.

En el encuentro todos cambiaron, los indios dejaron de ser lo que habían sido para entrar en un juego de valores distintos, con grandes dificultades de asimilación que abarcaban desde la lengua española y la religión cristiana hasta un nuevo concepto de la sociedad, del hombre y de la vida. Los negros, a su vez, que, después de los indígenas, constituyeron el más numeroso aflujo poblacional, trajeron con el aporte de su fuerza de trabajo muchas formas vivientes de culturas africanas, que penetraron y se expandieron con mucha fuerza y permanencia en el nuevo hecho americano.

En rigor, lo que Colón y sus compañeros de viaje encontraron no fue sino una parte, importante pero limitada, de lo que más tarde vino a constituir el hecho americano, como fueron la realidad geográfica y natural y la presencia del indígena. A diferencia de lo que fueron las colonizaciones europeas en Asia y en África en el siglo XIX, el nuevo hecho histórico tomó de inmediato un papel preponderante. Haber logrado que en no mucho más de medio siglo las poblaciones indígenas y africanas se hicieran cristianas, hablaran español y entraran a formar parte de una nueva realidad social es un hecho sin paralelo en la historia moderna, que constituye el rasgo más importante y original de la historia americana.

¿Cuándo empieza a haber una América? El nombre mismo no aparece sino tardíamente y es lento en extenderse y ser aceptado. En rigor podría decirse que, a pesar de que el geógrafo lorenés estampó el nombre predestinado en el perfil geográfico de lo que hoy es el Brasil, la parte española y portuguesa, que hasta el siglo XVIII constituyó la inmensa mayoría de las tierras conocidas, empleó escasamente esa designación.

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Los portugueses no hablaron nunca sino de «el Brasil» y los españoles, hasta el final del imperio, se mantuvieron tenazmente fieles al absurdo apelativo de «las Indias Occidentales». El nombre de América parece haber predominado en las colonias inglesas de la parte norte y haber cobrado particular aceptación y predominio a partir de la Independencia de los Estados Unidos y de las grandes novedades políticas que este hecho ofrece a los pensadores europeos de la Ilustración.

Buena parte de la polémica que se ha suscitado en torno a la interpretación del gran hecho proviene del malhadado problema semántico que inevitablemente suscita la idea, anti-histórica, de que América, lo que hemos llegado a llamar América al través de cinco siglos, era algo que en lo esencial existía antes de la llegada de los españoles, cuando la realidad es que lo que Colón y sus compañeros hallaron no fue sino una pequeña parte geográfica y humana del inmenso fenómeno histórico y cultural que hoy abarcamos con el nombre de América.

Lo que hoy llamamos América no existió sino muy parcialmente el 12 de octubre. Lo que allí se inició es un gran hecho nuevo que poco tiene que ver con la realidad humana del continente antes de la fecha y que tampoco es, ni siquiera parcialmente, una continuidad exótica de una cultura europea traída por unos invasores. La realidad americana que se inició inmediatamente después de la llegada de los españoles no va a ser ni transplante europeo, ni continuidad de lo indígena, sino un hecho nuevo en continuo proceso de crecimiento y complejidad, provocado por el estrecho contacto de europeos, indígenas y africanos, en una nueva circunstancia, para una nueva historia.

La idea misma del Descubrimiento pone al continente americano en una perspectiva europea. Es la noticia de los navegantes mal o bien asimilada y traducida por los que no vinieron, para los que era noticia y no experiencia; los que vinieron de paso y primer contacto como el primer Colón, y, desde luego, Vespucci. Todo es noticia veraz o deformada que dar. Los que vinieron a entrar en la aventura de la nueva experiencia y la nueva vida empezaron inmediatamente a ser otra cosa. Ya la idea misma de Descubrimiento no podía tener validez para ellos. No era descubrimiento de novedades más o menos insólitas, sino comienzo y transformación de vida nueva.

Podría pensarse que desde el primer momento se crean dos situaciones diferentes con respecto al nuevo continente. La muy numerosa e importante de los que reciben la noticia desde Europa, Tomás Moro o Montaigne, pongamos por caso, y la de los que vinieron a iniciar la nueva experiencia.

Buena parte del equívoco que acompaña desde el inicio la formación del concepto de las Indias obedece a esa mezcla y confusión inevitable.

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Los que recibieron la noticia desde Europa experimentaron grandes perplejidades y curiosidades intelectuales. Los que vinieron comenzaron una nueva experiencia vital, empezaron a ser otros. No sólo ellos, los que vinieron a quedarse y los que más tarde nacieron en la nueva tierra, sino también los indígenas que los recibieron con todas las consecuencias de un inmenso choque cultural. Los indios sometidos ya no fueron nunca más lo que habían sido y comenzaron a ser otra cosa. Como también comenzaron a serla los esclavos africanos que no tardaron en ser incorporados.

Allí comienza el verdadero proceso de creación de una nueva situación humana y cultural, que cada vez tendrá menos que ver con lo que pensaban los europeos desde Europa del gran acontecimiento y con lo que habían sido los indígenas.

El concepto europeo de «descubrimiento» es por esencia extraño y ajeno a lo que empieza a ocurrir en la nueva tierra a partir de 1492. Es una visión de segunda mano, forzosamente deformada, cuyo tema principal es la novedad. El ejemplo más claro lo da el humanista italiano de la Corte de los Reyes Católicos, Pedro Mártir de Anglería, que desde allí recibe y divulga las insólitas noticias en cartas y publicaciones que alimentaron la curiosidad de los humanistas. Pedro Mártir dice, con reveladora fruición: «¡Qué manjar más delicioso que estas nuevas podría presentarse a un claro entendimiento! ¡Qué felicidad de espíritu no siento yo al conversar con las gentes de saber venidas de aquellas regiones! Es como el hallazgo de un tesoro que se presenta deslumbrador a la vista de un novato. El ánimo se engrandece al contemplar sucesos tan gloriosos».

De hecho, desde ese momento y con las más extraordinarias consecuencias va a haber dos concepciones del Nuevo Mundo. El Nuevo Mundo de los humanistas visto desde Europa, que personifica Pedro Mártir, y el Nuevo Mundo real poco conocido en Europa, que es el que viven y hacen los que vinieron a las nuevas tierras para la gran empresa histórica. Esa dualidad nunca cesó y dio origen a dos visiones o a dos concepciones simultáneas y distintas de la realidad americana que han durado hasta hoy.

Cuando Vespucci, a partir de 1500, comienza a enviar aquellas cartas, que van a convertirse en el testimonio más válido y poderoso de los nuevos descubrimientos para los europeos, conserva el acento y el punto de vista europeo y es visible el esfuerzo continuo que hace para asimilar la novedad encontrada al marco de las viejas concepciones europeas. Cuando contempla las constelaciones del cielo austral escribe, muy significativamente:

No advertí estrella que tuviese menos de diez grados de movimiento sobre su órbita, de modo que no quedé satisfecho conmigo mismo de nombrar ninguna que señalase el Polo Sur a causa del gran círculo que hacían alrededor del Firmamento: y mientras que en esto andaba, me acordé de un dicho de nuestro poeta Dante, del cual hace mención   —323→   en el primer capítulo del Purgatorio, cuando finge salir de este hemisferio, y encontrarse en el otro.



Para los que vinieron y se quedaron, los conquistadores y sus descendientes, la visión y la noción misma de su situación tenía que ser profundamente distinta. Aquel no podía ser ya un mundo nuevo visto desde lejos y por referencias, sino la condición misma inmediata de su propia existencia y de su empresa vital. Aquel era su mundo, cada vez más peculiar y propio y cada vez más diferente del muy lejano de la corte y del mundo europeo en general. Los propios conquistadores desde el primer momento dejaron de sentirse los representantes de un poder foráneo, para actuar y pensar como los creadores de una situación nueva. Las sucesivas tentativas de insurrección para sustraerse del dominio de la Corona lo demuestran de manera indudable. Lo que pasó en el Perú con el largo alzamiento de los Pizarro es un ejemplo. Acaso su expresión más conmovedora y patética esté en la carta que Lope de Aguirre le dirigió a Felipe II desde las soledades del Amazonas para repudiar la autoridad real y proclamar el derecho señorial de los conquistadores.

El cambio no sólo ocurre en los españoles y sus descendientes, que lo van a sentir de manera más evidente, sino también en los indígenas. Para ellos, igualmente, de manera poderosa y conflictiva, se plantea la nueva circunstancia. Su mundo tradicional había dejado de existir para dar comienzo a uno nuevo y distinto, en el que todo parecía haber cambiado desfavorablemente para ellos. La inmensa y continua inmigración africana traída por la institución de la esclavitud creó una situación igual en los negros, que súbitamente fueron transplantados a una nueva cultura, con todas sus consecuencias.

No hay que olvidar la conmovedora gestión que el obispo Vasco de Quiroga hace ante Carlos V para plantearle la asombrosa posibilidad de sustraer el Nuevo Mundo de la influencia europea y dedicarlo por entero a la realización de los ideales sociales de la utopía de Moro. El gran proceso fundamental que se inició en tierra americana con la presencia de los tres actores culturales fundamentales es el hecho que define la peculiaridad del Nuevo Mundo. Para los que formaban parte de él no era otra cosa que su mundo verdadero, con todos sus conflictivos componentes, en el cual se planteaba la aventura de sus vidas particulares.

La idea de celebrar el Descubrimiento como cosa particular y significativa es relativamente reciente. Con mucho sentido histórico, durante muchos años el 12 de octubre se celebró como la «Fiesta de la Raza», lo que no significaba otra cosa que la conmemoración del gran hecho de la nueva situación humana y cultural de la que formaban parte todos los nacidos en las nuevas tierras. Resultaba así una conmemoración del presente y el futuro y no de un hecho aislado del remoto pasado.

La forma en que se desarrolló la guerra de Independencia de las antiguas colonias españolas se parece muy poco a los procesos de descolonización   —324→   de los modernos imperios coloniales en África y en Asia. Los hombres que concibieron y realizaron la Independencia no se proponían expulsar a un invasor extraño, y mucho menos retrotraer los países nativos a alguna forma mítica del pasado. Lo que se proponían no era una ruptura histórica sino un cambio político. Bolívar lo expresó muchas veces de manera clarividente, sobre todo en su Carta de Jamaica de 1815 y en su Discurso ante el Congreso de Angostura en 1819. Se propone crear una nueva situación política sin perder de vista la realidad cultural y social que la historia ha creado. No se propone regresar a ningún mítico antecedente sino partir del presente pleno a lo que le parecía la forma ineludible y deseable de la modernidad.

Es en este sentido, como lo demuestra la extensa y a veces insensata polémica que ha suscitado la conmemoración del 12 de octubre, que hay que entender el hecho americano como un proceso continuo de creación de una realidad nueva por medio de un inmenso proceso de mestizaje cultural que sigue vivo.

La verdad es que lo que llamamos América no fue algo que se descubrió un día de 1492, sino una nueva realidad histórica y cultural que comienza a formarse a partir de ese día y que todavía no conocemos cabalmente.

Del Cerro de Plata a los caminos extraviados. Ed. cit., pp. 29-37.



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ArribaAbajoNuevo mundo y cristiandad

Con el sentido de lo esencial y de lo trascendente que la ha caracterizado desde sus remotos orígenes, la Iglesia se prepara, dentro del proyecto Arator, a conmemorar con una extraordinaria exposición, «Nuevo Mundo 1492-1992», el gran hecho del surgimiento del mundo americano, que tantas polémicas ha suscitado precisamente, acaso, por falta de haber penetrado más adentro en su verdadera originalidad y presencia. Lo va a hacer por medio de exposiciones artísticas, en las que los hombres de ese Nuevo Mundo van a dar su testimonio directo e irreemplazable del gran hecho histórico, todavía no bien comprendido.

Dentro de la larga historia de la Iglesia, tan estrechamente asociada a la expansión de la cultura occidental, el hecho americano reviste características de gran originalidad. La cristianización de Europa fue larga y lenta. Tomó siglos de lucha y de controversia, todavía no enteramente cerradas, para alcanzar la situación europea de fines del siglo XV Lo que se va a abrir con el Descubrimiento de América es un nuevo y fundamental episodio del mismo viejo drama de la lucha cristiana, pero en condiciones y con resultados que le dan características únicas. Literalmente podría decirse que, a partir del gran hecho de 1492, el mundo americano tuvo no solamente una nueva dimensión histórica y cultural, sino hasta lo que habría que llamar una nueva alma, que es lo que aparece de su creación artística y de su expresión literaria. No solamente se adquirió un Nuevo Mundo para la cristiandad, sino que se le dio a la cristiandad un nuevo sentido ecuménico todavía no enteramente bien reconocido.

La vasta y varia polémica que ha suscitado la conmemoración del 12 de octubre de 1492 refleja de manera elocuente la proliferación de puntos de vista diversos y las dificultades para comprender un hecho tan vasto, tan rico y tan complejo. Se ha llegado a los extremos pintorescos de no poderse poner de acuerdo sobre un nombre conveniente y aceptable para el gran hecho y se habla de «Descubrimiento» con cierto tono de culpabilidad arrepentida o de «Encuentro» con un innegable matiz de   —326→   hipocresía. Hubo «Descubrimiento», ciertamente. En 1492 los europeos toparon con una tierra que les era totalmente desconocida y allí comienza para ellos el difícil y no cerrado proceso de entenderla y asimilarla a su mundo conceptual. También comenzaron de inmediato infinitas formas de contacto, de mezcla y de yuxtaposición entre los mundos culturales que representaban los europeos, los aborígenes y, más tarde, los africanos. Lo que en realidad comienza allí, y continúa todavía cinco siglos después en su inmenso proceso de fusión y de innovación, es lo que con las palabras más sencillas los humanistas, tan confundidos en muchos aspectos, llamaron con gran acierto el Nuevo Mundo. El 12 de octubre de 1492 se inició la Creación del Nuevo Mundo, que continúa todavía hoy en esencial proceso de asimilación, pugna y fusión, como lo demuestran los conmovedores testimonios de esta exposición del Vaticano.

La larga hechura del Nuevo Mundo ha sido un campo fértil de equívocos, engaños y deformaciones de la realidad. Había, sin duda, algo que los descubridores hallaron, pero tan importante como ello fue lo que creyeron haber hallado o lo que se empeñaron en buscar y no encontraron nunca. Desde la famosa Carta de Colón a los Reyes Católicos en 1493, a su regreso del primer viaje, se siembra la semilla de los grandes equívocos. El primero, sin duda, pero el menos durable fue creer que se había llegado a la costa asiática, que dejó el imborrable error de llamar a los habitantes de América indios. Pero junto a esto brotan otras muchas nociones que van a tener inmensas consecuencias. Se estaba cerca del Paraíso Terrenal, en el cercano vecindario del reino de las Amazonas con todas sus riquezas, y se anunciaba la posibilidad no sólo de hallar el perdido recinto del Edén, sino la de extender a toda la humanidad el ejemplo paradisíaco de paz, de felicidad, de abundancia y de bienes de que parecían disfrutar a primera vista aquellos hombres extraños.

De esas preguntas surgieron inmensas consecuencias que han dominado la vida del mundo en estos últimos cinco siglos. La ciencia moderna, desde Copérnico hasta Darwin, tiene su punto de partida en la inagotable sorpresa de las novedades americanas. Las consecuencias políticas no fueron menos extensas y sorprendentes. En la misma hora en que los europeos se entredegollaban en guerras continuas, en que la injusticia y, la crueldad del hombre para el hombre campeaban con toda insolencia, se había encontrado una sociedad lejana y remota, pero no menos humana, en la que los hombres vivían en la paz, en el disfrute común de los bienes y, desde luego, en la felicidad sobre la Tierra. La sorpresa fue inmensa. Montaigne nos ha dejado el testimonio de ese deslumbramiento: «Lamento que Licurgo y Platón no hayan sabido esto porque me parece que lo que vemos por experiencia en esas naciones sobrepasa no solamente todas las pinturas con que la poesía ha embellecido la Edad Dorada y todas sus invenciones a imaginar una condición feliz del hombre sino, además, la concepción y el objeto mismo de la felicidad».

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La utopía es americana, aunque nace de una visión europea, y su herencia directa, desde Tomás Moro pasando por Rousseau y los enciclopedistas, es la Era de las Revoluciones, que va a sacudir el mundo hasta nuestros propios días y que tiene su punto de arranque en aquella feliz visión de los indígenas americanos.

La visión utópica que está en la propia raíz de la gran novedad del pensamiento revolucionario no sólo nace de una falsa idea europea del indígena americano sino que, en un curioso viaje de regreso, va a ensayarse en tierra americana con una insistencia sorprendente y conmovedora. El primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, era lector atento de la Utopía de Moro, a la que veía como un modelo de organización política. En su tiempo surge la figura singular de fray Vasco de Quiroga, que no sólo ensaya en tierras de Michoacán un modelo de utopía social en sus hospitales-pueblos sino que se dirige, en un insólito planteamiento, a Carlos V para proponerle que dedique las nuevas tierras a la realización de la utopía para que no sean contaminadas con los vicios y los errores que habían marcado la historia del hombre en el Viejo Mundo.

Ese propósito de consagrar las nuevas tierras a la realización de una nueva época de la vida civilizada lo retoman y llevan a un hecho asombroso las reducciones de los jesuitas en el Paraguay. Lo que allí se proponen y logran hacer durante más de un siglo es segregar a los indios guaraníes del contacto con los vicios y errores de Europa y ponerlos a vivir en un nuevo medio social y espiritual conforme al Evangelio y a las proyecciones de los utopistas.

Mucho se podría hallar en distintas épocas y formas de esta curiosa vocación de hacer de América un mundo distinto del de Europa para que de esa manera pudiera comenzar un nuevo tiempo de la humanidad. No son sólo los religiosos los que se proponen este insólito proyecto de sustraer un continente entero de la historia universal sino que, en muchas formas, va a ser retomada la idea y va a reaparecer en las concepciones políticas de los hombres que realizaron la Independencia americana. Dentro del oscuro conjunto de las ideologías que han predominado en las naciones americanas no es difícil hallar la veta de esa vieja y arraigada vocación utópica.

La cristianización del Viejo Mundo, desde San Pablo a Carlo Magno, fue lenta y difícil. La labor misionera en los otros continentes ha sido una empresa tenaz y heroica pero limitada. En cambio, la cristianización del continente americano tiene mucho de asombrosa rapidez y eficacia. Es posible pensar que en una colonización a la inglesa las más avanzadas culturas indígenas y sus religiones hubieran podido subsistir y mantenerse como lo hicieron en Asia y en África. En cambio, en tierra americana la Conquista española logró el asombroso resultado de hacer de la inmensa mayoría de los indígenas parte viviente de la cristiandad. Durante el siglo XVI se logró hacer una sola espiritualidad de la variedad de las creencias indígenas. En muy corto tiempo los virreyes y gobernadores   —328→   dejaron de representar un poder político y espiritual extraño para entrar en la insólita situación de compartir las creencias fundamentales que traían de España para aquella nueva cristiandad que formaban las masas indígenas. Este hecho singular no ha sido visto todavía en toda su inmensa situación y consecuencias. La alteridad fundamental que ha dividido siempre al conquistado del conquistador se alteró en América al crearse entre peninsulares, criollos e indígenas una nueva y viviente comunidad cristiana. No fue un cambio de instituciones y de formas de gobierno sino una transformación profunda de la mentalidad y del espíritu de los conquistados. El virrey y el siervo indígena, en una generación, terminaron por compartir las mismas creencias y por sentirse sinceramente hermanos en Cristo, con todas las consecuencias políticas y sociales que esta situación implicaba.

El testimonio más elocuente y válido de ese hecho extraordinario lo dan las obras de arte y las creaciones expresivas de ese nuevo mundo espiritual. La voluntad de fusión y de integración espiritual se mantuvo viva y actuante en los tres siglos del dominio colonial español. En muchos sentidos, con una nueva cristiandad se había creado una nueva humanidad.

Bastaría recordar el caso conmovedor del Inca Garcilaso de la Vega que no tiene parangón en ninguna otra historia de colonización moderna. El Inca Garcilaso era hijo del capitán Garcilaso de la Vega, noble soldado compañero de Pizarro, y de una ñusta descendiente del último emperador inca. En la vasta casa del Cuzco donde nació estaba vivo el crisol del que iba a surgir la nueva situación. En un lado de la casa el capitán Garcilaso, con sus letrados, sus frailes y sus compañeros de armas, mantenía viva la presencia castellana. En la otra ala la ñusta Chimpu Ocllo, bautizada Isabel, convivía con sus parientes de la vieja clase dirigente incaica y, en su quechua melódico, recontaba frente al niño los grandes momentos y esplendores del pasado incaico. Le bastaba al niño ir de un ala a la otra de la casa para pasar de un mundo a otro, pero esos dos mundos ya no iban a estar más nunca separados en su espíritu porque no iba a renunciar a ninguno de ellos e iba a ser en su vida claro ejemplo de esa mezcla fecunda y creadora. Cuando, años más tarde, ido a España y convertido en sacerdote católico a la sombra de la catedral de Córdoba escribe su gran obra literaria, Los comentarios reales, dará uno de los testimonios más claros y valiosos del surgimiento de esa nueva espiritualidad.

El inmenso proceso de mestizaje que se inició con el contacto estrecho, pugnaz y vario de los tres actores fundamentales: el español, el indígena y el africano, constituyó el rasgo más importante del hecho americano, y su expresión más arraigada y básica está en la cristianización rápida, eficaz y efectiva de la población indígena, sobre todo en las grandes estructuras estatales de la América precolombina.

No puede dejar de señalarse el hecho muy importante del interés que los misioneros españoles realizadores de esa inmensa hazaña tuvieron en penetrar el mundo espiritual de los indígenas. No fue sólo catequizar   —329→   y predicar el Evangelio, sino tratar de conocer las características de la espiritualidad indígena en un esfuerzo insólito de asimilar y comprender. No sólo se hicieron pronto gramáticas y vocabularios de las lenguas indígenas, sino que se trató de conocer en todos sus detalles las características de sus creencias. Fray Bernardino de Sahagún, en su obra monumental, Historia de las cosas de la Nueva España, que recoge el fruto de largos años de aprendizaje con los indígenas, en su afán de entender y apreciar las características de las creencias originales realiza una de las más grandes hazañas de la antropología. Piensa que no sólo basta con predicar el Evangelio, sino que es necesario conocer a fondo la espiritualidad indígena. Con simplicidad conmovedora nos explica las razones de esa obra gigantesca incomparable al decir:

Los pecados de la idolatría y ritos idolátricas, y supersticiones idolátricas y agüeros, y abusiones y ceremonias idolátricas, no son aún perdidos del todo. Para predicar contra estas cosas, y aun para saber si las hay, menester es de saber cómo las usaban en tiempo de su idolatría, que por falta de no saber esto en nuestra presencia hacen muchas cosas idolátricas sin que lo entendamos; y dicen algunos, excusándolos, que son boberías o niñerías, por ignorar la raíz de donde salen -que es mera idolatría, y los confesores ni se las preguntan ni piensan que hay tal cosa, ni saben lenguaje para se los preguntar, ni aun lo entenderán aunque se lo digan-. Pues por que los ministros del Evangelio que sucederán a los que primero vinieron, en la cultura de esta nueva viña del Señor no tengan ocasión de quejarse de los primeros, por haber dejado a oscuras las cosas de estos naturales de esta Nueva España.



Habría que estudiar muy a fondo ese hecho tan singular y de tan vastas proporciones que es la cristianización de la población indígena americana. No era simplemente el traslado de una autoridad y de formas culturales extrañas superpuestas por la fuerza a una población indígena, sino una especie de inmensa transformación hacia un nuevo ser espiritual que cambió el alma indígena. La expresión más elocuente de esta inmensa innovación creadora ha quedado en el testimonio irrecusable de la expresión artística en el Nuevo Mundo.

La extensión del culto cristiano estuvo estrechamente unida a la creación de nuevas formas de expresión espiritual: nuevos templos, nueva estatuaria, nuevas oraciones, nueva visión del hombre. Las grandes civilizaciones indígenas constituían un mundo espiritual cerrado, con sus concepciones sociales y religiosas que parecían bastarse a sí mismas y que se expresaban en el lenguaje de las artes autóctonas. La magnitud y la profundidad de la inmensa empresa se manifiestan en la creación rápida de una nueva expresión artística. La más portentosa e importante de sus manifestaciones fue la construcción, en corto tiempo, de millares de catedrales e iglesias que vinieron a crear un nuevo paisaje del alma para todos los nativos. El nuevo espíritu creó su lenguaje y lo creó para todos, porque la nueva catedral va a ser definitivamente el templo   —330→   de la fe para el virrey y para el siervo, para el español recién llegado, para el criollo formado en el nuevo ambiente y para el indígena que va a transferir hacia las nuevas expresiones religiosas su vieja herencia espiritual.

Las obras que se realizan en tan corto tiempo tienen mucho de prodigiosas. Se van a alzar inmensas catedrales que quedarán entre los más grandes monumentos del mundo y que son el reflejo fiel de una nueva manera de ser. Junto con la fe religiosa vinieron de España los modelos de las nuevas estructuras y las técnicas de pintar y esculpir, pero quienes las fueron a expresar venían a su vez de un pasado cultural muy rico, al cual no hubieran podido renunciar, que formaba parte intrínseca de su manera de comprender y de expresarse.

No ha faltado quien diga, con evidente exageración, que España fue la tierra sin Renacimiento pero, ciertamente, no es claramente discernible en el ámbito español el surgimiento y predominio de ese nuevo lengua je, que tuvo su manifestación más completa y avasalladora en la Italia de la época. Planos, esbozos, modelos y no pocos maestros de obra vinieron de España, pero desde su llegada se pusieron a trabajar estrechamente con los albañiles y artesanos indígenas conocedores de viejas y admirables técnicas. El resultado fue la proliferación de esos imponentes templos de que está todavía cubierta la América Latina y que son el mejor testimonio del contenido cultural de la creación del Nuevo Mundo. En las más antiguas construcciones, como en la catedral de Santo Domingo, el modelo transplantado aparece en aquel conmovedor ensayo de plateresco que ya parece hijo de un nuevo clima. En el imponente edificio de la catedral de México, que es una de las grandes construcciones de la espiritualidad humana, es por lo menos tanto lo que tiene de mexicano y nuevo como el eco visible de los grandes modelos europeos.

Es importante advertir una diferencia muy significativa en la hechura y crecimiento de las grandes catedrales. Las grandes catedrales del Viejo Mundo son multicentenarias. Crecieron por siglos con el paisaje humano y la historia de los hombres que las hicieron y muchas han quedado sin acabar. Las grandes catedrales americanas se construyeron en no mucho más de la vida de una generación y no pudieron ser otra cosa que la expresión del nuevo hecho espiritual.

La confluencia de las dos herencias espirituales, de las dos tradiciones religiosas, de la súbita creación de una nueva religiosidad, de la multiplicidad de influencias contradictorias que se allegan y se juntan para dar una nueva expresión a la fe común, le da su sentido profundo y propio al Barroco americano. En esas prodigiosas tapicerías de piedra de las fachadas de los templos y de los altares policromados se expresa la presencia de todos los afluentes culturales, que terminan por acordarse y presentarse en una expresión unitaria de incomparable elocuencia persuasiva. La abundancia decorativa del Barroco, con su inagotable decoración de motivos plásticos parecía prestarse adecuadamente al gran proceso de mestizaje cultural y de sincretismo espiritual de la nueva   —331→   cristiandad del Nuevo Mundo. Las combinaciones inagotables de columnas torcidas, de ramos frutales, de figuras estáticas y de esplendor multiplicado crean un clima de prodigiosa eficacia conmovedora, dentro del cual se podía manifestar privilegiadamente la originalidad creadora del hecho americano. Desde las grandes moles catedralicias hasta los maravillosos santuarios que pertenecen casi a la imaginería popular, como el de Ocotlán en México, lo que se afirma en los tonos más convincentes es la aparición y afirmación de un gran hecho cultural de insólitas características.

El arte y la espiritualidad del Nuevo Mundo van juntos y no pueden explicarse el uno sin el otro y ambos, en su prodigiosa multiplicidad y permanencia, dan el testimonio más cierto de la presencia continua y renovada de ese gran hecho histórico, al que también podríamos llamar la aparición de una nueva dimensión de la cristiandad.

Del Cerro de Plata a los caminos extraviados. Ed. cit., pp. 39-49.



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ArribaAbajoLos latinoamericanos y los otros

Por una especie de efecto inevitable de la ley de compensaciones, el gran esfuerzo múltiple que en los últimos años se ha venido realizando en Europa en favor de la integración y de la creación de una comunidad cada vez más efectiva parece haber provocado un resurgimiento del viejo mal de la xenofobia, del rechazo al extranjero, al distinto, al otro, al que no es de los nuestros, con resultados que comienzan a revestir aspectos de preocupante gravedad.

Los filósofos han estudiado desde hace mucho tiempo la oscura y conflictiva relación entre el yo y el otro. Esa alteridad, que por contraste nos define frente a alguien que nos parece distinto, deja de ser un problema psicológico para convertirse en uno político cuando, como parece estar ocurriendo ahora en Europa, surge un movimiento de rechazo hacia el extraño.

Para mí tengo que el problema de la identidad personal y de la relación con el otro, tan lleno de contrastes y consecuencias y una de las fuentes más ricas de la creación literaria, cambia de naturaleza y provoca otras consecuencias más peligrosas cuando se pasa del yo al nosotros. Ese nosotros, peculiar del castellano, es el que convierte el vago sentimiento de la alteridad en una fuerza histórica y política. La noción del nosotros es elástica y admite cambios. Va desde la familia al barrio, a la ciudad, a la provincia, a la lengua, a la religión, sin olvidar el agresivo nosotros del equipo de fútbol. La elasticidad misma de la noción es la que le da mayor poder y la convierte en un hecho amenazante que tiende fatalmente a desembocar en violencia. Los otros, los distintos, los que sobre muchas otras cosas esenciales no se nos parecen, son vistos como el extraño, el estorbosamente diferente, el perturbador de la comunidad y, desde luego, el enemigo.

Parece que, hoy, en España se multiplican las demostraciones de rechazo y agresividad contra la presencia de los latinoamericanos de una manera que ha desembocado en lamentables actos de violencia. Son, tal   —333→   vez, efectos inevitables de la presencia masiva, de la competencia en el mercado de trabajo y de la incomunicación. Esta actitud no sólo es irracional, sino abiertamente contraria al interés mismo de los países que integran la Comunidad Iberoamericana. La Comunidad Europea es un proyecto intelectual muy audaz y ambicioso que, en muchos sentidos, va contra la historia y la realidad cultural de unos pueblos que han vivido en la separación y hasta en la hostilidad por la mayor parte de su existencia histórica. Los separan barreras culturales, lingüísticas, religiosas, de niveles de desarrollo, de maneras de entender la vida y de conducirse frente a la realidad social.

Frente a esta realidad fragmentaria y heterogénea, que difiere en tantas cosas y que tropieza con continuas antinomias históricas, la Comunidad de las Naciones Iberoamericanas presenta un contraste evidente. El proceso que comienza en 1492, eso que con mucho tino se ha llamado la Creación del Nuevo Mundo, inició y desarrolló un inmenso campo de fusión cultural que no tiene paralelo en ninguno de los otros continentes.

En un proceso de cinco siglos, a los dos lados del Atlántico se ha formado una de las comunidades más extensas y complejas del mundo. Hay una vasta comunidad de lengua española y otra de lengua portuguesa, muy favorables a la comunicación mutua, junto a una completa comunidad de religión, de valores y de cultura. El español de cualquier región está culturalmente más cerca de un hispanoamericano que de otro europeo. Forma con ellos un nosotros evidente y efectivo en que lo común es más poderoso que lo distinto.

La historia de la Creación del Nuevo Mundo no es otra cosa que la de un inmenso proceso de mezcla y unificación. Desde el cabo de Hornos hasta el río Grande hay un sentimiento predominante de pertenencia a una realidad supranacional, que no se ha dado en otro continente. La historia ha creado, de la manera más efectiva y evidente, un nosotros colectivo que abarca toda la América Latina y que ha hecho que en todas las grandes circunstancias y frente a las cuestiones fundamentales se haya dado con harta frecuencia la afirmación de una noción global de pertenencia. El gran proceso de la Independencia de los países latinoamericanos tiene un sentido y un contenido continentales y en todos los proyectos, como después en las realizaciones, se traduce el sentimiento evidente de pertenecer a una comunidad histórica, que tiene un destino común que va más allá de las empresas nacionales.

Somos muchos los que nos hemos detenido a reflexionar sobre el fundamental y fascinante fenómeno de la compleja identidad cultural del latinoamericano. Tres actores culturales muy definidos y distintos contribuyen en grado variable a su formación. Eran tan distintos como pueden serlo, sobre todo en aquel siglo, un castellano, un indígena de las numerosas culturas nativas de América y un negro, representante de las no menos variadas y numerosas culturas nativas del África occidental y central. Esos tres actores convergen, se oponen y se mezclan en un proceso continuo de sincretismo que va mucho más allá, en su unificación y consecuencias, de la mera mezcla racial. Desde el día siguiente   —334→   del Descubrimiento, la América hispana se convierte en el escenario del más fascinante y complejo proceso de mestizaje cultural. Se establece así una especie de contrapunto entre las fuerzas centrípetas de las distintas identidades originales y la formación inevitable de una síntesis final dominadora y cambiante.

Los agentes de la unificación fueron poderosos y efectivos y lo constituían no sólo el predominio político y cultural de los castellanos que creían posible crear Nuevas Españas sino el fenómeno capital de que, en no más de dos generaciones, conquistadores, conquistados y esclavos tienen una misma lengua, una misma religión y un mismo juego de valores dominantes. Este proceso de unificación en medio de la diversidad termina por personificarse en el criollo, el nacido en Indias, mestizo de sangre o no, que ha recibido e incorporado en grado variable la influencia de los tres actores culturales fundamentales y que en medio de las solicitaciones contrarias que representa ese legado busca su propia definición y su propio destino. El nombre mismo con que lo señalamos es un producto del equívoco fundamental. Jurídicamente eran españoles y súbditos del rey de Castilla de la misma manera que los que habían permanecido en la península, pero al mismo tiempo eran distintos, y cada vez lo fueron más del español peninsular recién llegado, en muchas de las formas esenciales de la vida de relación y del juego de valores sociales.

La huella de la experiencia americana se hizo sentir muy pronto y por ello aparece en el teatro del Siglo de Oro ese personaje tan revelador del indiano, que era el español que regresaba de América y que mostraba a cada instante los rasgos extraños que lo distinguían de los peninsulares, desde el vocabulario hasta la alimentación y las costumbres. El criollo vino a ser ese ser singular que se sentía igual a los españoles pero que tenía una relación evidente con el nuevo medio físico y social y, particularmente, con algunos rasgos culturales de indígenas y africanos. Abundan los ejemplos, algunos de ellos insignes, de estos criollos que desde la primera hora afirmaron su propia condición y peculiaridad. Como lo dijo alguna vez Bolívar, no eran españoles ni tampoco indios sino otra cosa distinta que tenía que ver con las tres culturas fundadoras pero que, al mismo tiempo, los mantenía, en el sentimiento y en el hecho religioso, lengua, costumbres, proyecto social, dentro de la órbita plena del occidente español.

Valdría la pena investigar esta peculiar experiencia del criollo, en quien la alteridad original de los actores culturales se acerca y se funde de una manera al mismo tiempo conflictiva y fecunda.

En el siglo XVIII existe ya una sociedad criolla muy caracterizada, con rasgos propios y una actitud peculiar hacia Occidente muy distinta de la que más tarde se formó en los países coloniales de Asia y de África.   —335→   Social y culturalmente no se sentían colonizados ni repudiaban en ninguna forma la alteridad de una cultura impuesta desde afuera, sino que formaban parte genuina y evidente de la cultura occidental al través de la modalidad española. Las universidades, las gacetas, las grandes ciudades, la rica y refinada sociedad urbana, los conventos y el cultivo de las letras y las artes alcanzan un grado superior. El mestizaje sanguíneo se va haciendo cada vez menos importante frente al mestizaje cultural. Una mexicana como Sor Juana Inés de la Cruz, que poco o nada tenía de sangre indígena, expresa con plenitud y autenticidad una nueva situación que no es diferente a la que Bernardo de Valbuena, nacido en España, expresa en los sonoros versos de su «Grandeza Mexicana».

Podría decirse que el barroco es el primer gran momento de afirmación de la presencia latinoamericana en la cultura, expresada en los monumentos arquitectónicos, en el refinamiento y autenticidad de la sociedad americana y en su orgulloso sentimiento de igualdad ante el español peninsular.

Esa sociedad está formada, con sus rasgos propios y su sentido histórico, en el siglo XVIII. Un numeroso grupo de criollos va a afirmar entonces su pertenencia a Occidente y su vinculación original con esa cultura por medio de su presencia y participación en el gran proceso de la Ilustración a ambos lados del océano. Son muchos los criollos que pasan a España y aun a otros países europeos para participar plenamente en el quehacer histórico del viejo continente, sin mengua ni desfiguración. Cuando Humboldt llega, en el alba del siglo XIX, le sorprende lo cultivado y abierto de aquellas ciudades, su conocimiento de los grandes sucesos europeos y su ávida voluntad de afirmación y de participación. A la hora en que se van a producir cambios de tan extraordinaria significación, como la independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa, los criollos, en su más alta representación, se sienten parte de ellos y en algunos casos llegan a figurar como actores del gran drama histórico de Occidente.

El venezolano Francisco de Miranda podría representarlos con indudable título de legitimidad. Nacido en Caracas en 1750, criollo de primera generación, hijo de un canario rico e influyente, llega a compenetrarse plenamente con su ciudad, con su medio y con su hora. A los veintitrés años va a la España de Carlos III a servir en las fuerzas armadas con el grado de capitán. El que llega es un ávido buscador de novedades intelectuales y lo primero que hace es comenzar a formar una colección de libros que es como la síntesis del pensamiento ilustrado de la época. Estudia lenguas clásicas, y, además, el francés y el inglés, y en su momento y en su rango debía ser uno de los militares mejor informados de las novedades ideológicas y políticas del mundo.

Es, sin duda, en esos años cuando Miranda forma su visión definitiva del mundo y de su particular vocación. Comienza entonces no sólo a coleccionar libros, sino a acumular notas, memorias, apuntes y papeles de toda clase, que a lo largo de su vida llegaron a constituir una rica y   —336→   excepcional colección de testimonios sobre el siglo XVIII en Europa y en los Estados Unidos. Junto a esa vasta acumulación de testimonios y de documentos sobre el Siglo de las Luces en Europa, las Memorias del Caballero Casanova no van más allá de los chismes de alcoba y de la crónica mundana.

Sale de España con las fuerzas expedicionarias que van a colaborar con la naciente República de los Estados Unidos en la lucha por la independencia. No pudo haber mejor gimnasio intelectual para un hombre de la condición de Miranda. Participa en la guerra en la Florida y en las Antillas y, por causa de una alevosa intriga que más tarde, ya muy tarde, fue decidida a su favor, deja el servicio y recorre con sagaz deslumbramiento la nueva república. Como en todas partes, se reúne con los protagonistas de la historia, como Washington, Jefferson y Hamilton, y observa y estudia las costumbres y los institutos de educación civil y militar. Aquella extraordinaria experiencia política lo impresiona en muchas formas y lo arraiga aún más en sus convicciones. Lo que han logrado hacer las colonias inglesas de la América del Norte pueden hacerlo también los dominios españoles del sur, siempre que logren asociar su causa con el curso de las grandes querellas internacionales que dividen periódicamente a las mayores potencias europeas. Con la ayuda de Francia y de España se logró la libertad de los Estados Unidos y es de la más elemental lógica pensar que, en las cambiantes circunstancias internacionales, con la ayuda de Inglaterra se pueda lograr la Independencia de la América española.

Desde ese momento lo que tiene en mientes Miranda no es solamente el hecho mismo de la independencia política, sino la creación de un nuevo orden democrático, que haga entrar los dominios españoles en el gran movimiento de renovación política que sacude al mundo. En las cartas y en los testimonios que conservan sus papeles aparece repetidamente la impresión de admiración y asombro que el criollo produce a los grandes personajes políticos que encuentra en su extenso periplo. Lo ven como un hombre culto, sabio, estudioso, capaz de realizar la inmensa acción de llevar la democracia y la libertad a las antiguas posesiones españolas.

De Estados Unidos pasa a Inglaterra, que él considera el centro neurálgico privilegiado para la empresa de la Independencia latinoamericana. A lo largo de los muchos años de perseverante lucha por lograr que su proyecto de Independencia entre en los planes de la potencia británica, se confirma continuamente su convicción de no representar a un país ni a una secta política sino a un continente entero, y de dirigirse a hombres que en todas las cosas esenciales representaban la misma cultura que era la suya. Con los ministros ingleses, con los parlamentarios, con los hombres de pensamiento habla en todo momento como un representante de toda la comunidad iberoamericana. No habla en nombre de Caracas y de Venezuela, ni sus planes en ningún momento se reducen a   —337→   semejantes fines, sino que planta como un todo inseparable la empresa de lograr la Independencia para realizar la democracia con la libertad.

La concepción que Miranda llega a formarse y con la que constituye la base de su proyecto, que en muchas formas será compartido y nunca repudiado por los distintos dirigentes de la insurrección criolla, es la creación de una vasta unidad política y administrativa que comprenda todos los que hasta entonces habían sido dominios del imperio español en América. Su propósito, que quedará como rasgo permanente de todo el movimiento libertador, consistió no sólo en lograr la emancipación total de la Corona española y asumir el autogobierno sino igualmente, y acaso sobre todo, establecer un régimen democrático de libertades públicas y gobierno de la mayoría para el que le sirve de modelo la Gran Bretaña con su sistema parlamentario, su equilibrio de poderes y su vocación democrática.

Toda su larga lucha en tan diversos escenarios está al servicio de este propósito superior. Es lo contrario del nacionalismo, del parroquialismo, del particularismo, para convertirse en una vocación integradora que a todos los reunirá e identificará en una misma causa. Para ese gran proyecto de integración democrática propone un nombre que, por su misma significación, es fundamentalmente comunitario: Colombia. Este sueño de un gran Estado hispanoamericano, desde el valle del Mississippi y California hasta el río de la Plata, es el propósito de la larga lucha de Miranda y va a constituir hasta hoy una añoranza subyacente y activa en la mente de los criollos.

Entre 1785 y 1789, el año en que se reúnen los Estados Generales en Francia y en el que la historia política del mundo va a iniciar un inmenso vuelco, se dedica a recorrer Europa, desde Noruega hasta Italia, el Mediterráneo hasta Constantinopla, para penetrar, luego, en el vasto y oscuro imperio de Catalina II de Rusia. En todas partes lo reciben con interés genuino que poco tiene que ver con su circunstancia real de emigrado y perseguido, a quien los embajadores españoles miran con malos ojos. En todas partes lo consideran un hombre de la nueva causa que va a renovar el mundo y se le ofrecen simpatías y apoyos de toda índole, incluyendo la posibilidad de posiciones cortesanas tentadoras, que él rechaza invariablemente porque ello equivaldría a renunciar a la gran causa de su vida.

Miranda se ve a sí mismo como un hombre del Siglo de las Luces, empeñado en una de las más grandes empresas revolucionarias del mundo occidental, lo que hace que la dimensión de sus visiones sea continental y global.

Sus gestiones inglesas sufren de los vaivenes de la política británica y en un momento piensa que la nueva Francia revolucionaria pudiera ser la más indicada, por las circunstancias, para dar el apoyo decisivo a su gran empresa. Entra de pleno en la política francesa. Lo incorporan a las fuerzas armadas con el rango de general. Es uno de los que comanda las fuerzas armadas francesas en el legendario encuentro de Valmy, en   —338→   aquel momento en el que Goethe, que estaba en el campamento del duque de Brunswick del lado de los invasores, dijo con deslumbrante intuición: «Hoy aquí ha comenzado una nueva época de la historia.»

Va a la Francia de la Revolución con el mismo propósito por el que estuvo luchando largos años en Inglaterra. Piensa que la independencia de las colonias españolas tiene que ser parte genuina del gran proyecto revolucionario de crear un tiempo nuevo para la libertad, la igualdad y la fraternidad de todos los hombres. Lleva su proyecto y a la hora de tomar las armas al servicio de la Revolución se le ratifica la promesa de organizar un ejército revolucionario que vaya a las Antillas francesas para, desde allí, preparar la insurrección de las colonias españolas.

No lo reciben como a un extraño. Entra pronto en los círculos políticos e intelectuales más activos. Termina por formar parte del grupo de los girondinos. El joven general Bonaparte, con el que nunca logró entenderse bien porque mantenía sobre él sospechas de que era un espía inglés, dijo cuando lo conoció: «Este hombre tiene el fuego sagrado en el alma». La vorágine de la Revolución lo arrastra con su proyecto.

Es apasionante y grandiosa la lucha de este hombre, a quien nadie objeta sus títulos de representante de un continente y que habla a los altos dirigentes de la política europea no como un extraño, sino como alguien que participa genuinamente de las causas y los ideales más altos de la hora. Ni los ingleses, ni los franceses, ni mucho menos los norteamericanos lo vieron nunca como un extraño sino como el representante de una necesidad histórica que estaba plantada para todos ellos y que no era ajena para ninguno. Quiere insertar válidamente la causa de la Independencia de la América española en el escenario de la política mundial y en este aspecto esencial nadie lo mira como un intruso, ni mucho menos como un usurpador. El servicio de esa causa lo lleva a participar plenamente en los tres mayores acontecimientos históricos de su época: la política internacional del gabinete de Londres, la Revolución Francesa y el surgimiento de los Estados Unidos de América.

Me he detenido en el caso de Miranda porque sirve para ilustrar muy ejemplarmente algunos rasgos que, por lo menos desde el siglo XVIII y desde la Independencia hasta hoy, han caracterizado la mentalidad latinoamericana. No dejó de haber, y se manifestó en muchas formas en la época colonial, una situación de desajustes e incomodidad del criollo en aquella sociedad heterogénea, en la que el poder venía de afuera y las funciones fundamentales de la autoridad estaban en manos de españoles. Esa alteridad pugnaz, que llegó a tener manifestaciones violentas en el siglo XVIII, como el caso del alzamiento de Túpac Amaru en el Perú y de los Comuneros del Socorro en la Nueva Granada, era explicable en aquella sociedad muy estratificada y al mismo tiempo muy dividida. Es entonces cuando comienza a aparecer un rasgo dominante en Miranda,   —339→   que es el de concebir el país más como proyecto y futuro que como presente. Las ideas revolucionarias del siglo XVIII le dan una base muy prestigiosa y rica a este pensamiento. La manera como ciertos intelectuales europeos, como Raynal y De Paw, veían deformadas las colonias españolas llegó a influir, paradójicamente, de una manera decisiva en la manera como los propios criollos ilustrados terminaron por verse a sí mismos y a sus países.

Era evidente, y no podía escapar a nadie, que había una antinomia entre los principios e instituciones de los Estados Unidos, de la Francia revolucionaria o de la Inglaterra parlamentaria y la realidad social y cultural de la América hispana, lo que complicaba lo que pudiéramos llamar el juego de las lealtades fundamentales de los criollos ilustrados. Cuando, por el azar de la invasión napoleónica a España, los cabildos americanos asumen su autonomía y abren el camino para la Independencia, el propósito de los criollos va mucho más allá y pretende cambiar súbitamente la realidad política y social que ha hecho la historia, para adoptar las instituciones de aquellos lejanos, ajenos y admirados modelos. En esta antinomia está uno de los rasgos fundamentales que van a marcar el destino de la América Latina hasta nuestros días, que se caracteriza por el repudio de la realidad histórica heredada y por la devoción a un proyecto ideal de sociedad.

Podríamos preguntarnos de qué tamaño era el nosotros de Miranda cuando se esforzaba por obtener la ayuda de ingleses, franceses o norteamericanos para su proyecto de Independencia. En esa concepción debían entrar por igual y con el mismo título de legitimidad la sociedad hispanoamericana contemporánea y los modelos europeos. ¿Quién podía resultar finalmente el otro para un hombre en la situación de Miranda?

Esta ambigüedad y ambivalencia de la personalidad del criollo con respecto a los otros, que se manifiesta tan claramente en los proyectos políticos de la Independencia, va a convertirse en un rasgo permanente, que explica en buena parte la historia de esos países hasta nuestros días y mucho de lo que a la ligera se ha llamado el fracaso de la América Latina o de alguna de sus nacionalidades. Las contrarias lealtades y la antinomia entre el proyecto y la realidad social han sido causas fundamentales de ese conflicto no resuelto. Como no han dejado de observarlo algunos, fueron países en guerra consigo mismos por un proyecto político concebido intelectualmente.

El caso se da en casi todos los países pero probablemente lo que mejor lo ilustra es la historia de la República Argentina, desde la Independencia hasta Perón. En la concepción de hombres como Sarmiento, Alberdi o Mitre, hay una actitud de repudio a la realidad histórica caracterizada por los caudillos tradicionales, una voluntad de romper con el pasado y de instaurar de la manera más completa y radical un nuevo modelo de sociedad, inspirado en las grandes democracias del hemisferio Norte. Para el criollo ilustrado el enemigo era el criollo tradicional y su cultura. Era ese el verdadero enemigo del progreso y había que eliminarlo físicamente   —340→   o absorberlo y transformarlo por medio de la educación y de la inmigración masiva de europeos.

La misma denominación de criollo sufre una alteración muy significativa. El portuguesismo que sirvió en el siglo XVI para designar al esclavo nacido en la nueva tierra se extendió muy pronto hasta abarcar a los hijos de españoles, es decir, a las nuevas y sucesivas generaciones de hijos y actores de la nueva realidad cultural. Miranda era y se sentía un criollo, como se sintieron igualmente en todo el continente los miembros de esa clase superior, en perpetuo conflicto con los funcionarios peninsulares y con las castas inferiores, reducidos al restringido ámbito de los cabildos coloniales. Con la extensión de las ideas de la Ilustración y de los modelos políticos democráticos, el término pierde su amplitud y empieza a designar aquellas clases populares, muy arraigadas en la tradición, que eran la clientela natural de los criollos rurales y uno de los peores obstáculos para los planes de modernización política. Es muy significativo que el gaucho Martín Fierro, que asume la representación de esa gente despreciada, lance su grito de desafío y posponga sus esperanzas «hasta que venga algún criollo en esta tierra a mandar». En estas fragmentaciones sociales habría que rastrear las raíces de lo que, más tarde y en otras circunstancias, llegó a encarnar el peronismo.

Una antinomia tan radical no era la más favorable para la evolución progresista de una sociedad. La voluntad renovadora no se limita a provocar una ruptura con el pasado cultural, sino que llega al extremo de proponerse eliminarlo. Simón Rodríguez, que es uno de los pensadores más originales que dio la América Latina en la primera mitad del siglo XIX, proponía planes de educación cuya ambición última era eliminar y destruir el pasado cultural nativo. La escuela debía arrancar los niños del hilo de la tradición para formarlos en una nueva mentalidad moderna que sirviera de base a las instituciones democráticas. En su pequeño y extraordinario libro, Sociedades americanas en 1828, propone en todo detalle ese plan de ruptura por medio de instituciones que iban a crear verdaderos enclaves de nueva mentalidad y nueva cultura para poder alcanzar la democracia prometida. La audacia de esas visiones revela la insalvable profundidad de la antinomia entre la tradición y los proyectos republicanos. Como él mismo lo decía, lo que proponía era nada menos que «declarar a la nación en noviciado».

A la luz de esta circunstancia, que se da en formas variables en todos los países latinoamericanos con consecuencias que explican mucho la dificultad de la toma de conciencia de la propia identidad, es que habría que estudiar su peculiar relación con el otro, que en mucho cambió lo que ha sido la más permanente raíz de la xenofobia en sociedades más tradicionales y estables.

Hay un momento privilegiado en la historia intelectual de la América Latina que permite comprender mejor esa manera de entenderse a sí misma. A fines del siglo XIX se produce, con una extensión, variedad y riqueza incomparables, un gran movimiento de renovación literaria que   —341→   va a cambiar radicalmente el sentido de la lengua y de la expresión, y que tiene su origen y su principal representación en una deslumbrante pléyade de poetas y escritores que surgen de la circunstancia latinoamericana. En muchos sentidos son hombres que no solamente rompen con la tradición literaria, sino que parecen extrañarla y repudiarla, lanzados a la libre búsqueda de una expresión nueva y más eficaz. El caso de un poeta como Rubén Darío, que personifica en su obra esa gran innovación, permite relacionar con su condición de latinoamericano su ilimitada avidez de apertura hacia el mundo. Era una actitud de abierta aceptación de la novedad literaria de todos los orígenes que lo hacía sentirse tan cerca de la poesía tradicional de lengua castellana como de los simbolistas franceses, que es lo que él mismo expresa al definirse como «muy siglo XVIII y muy antiguo y moderno y audaz cosmopolita». Habría que volverse a preguntar ahora, ¿quiénes entraban en el nosotros de Darío y quiénes podían ser para él los otros?

La empresa ambiciosa, y casi imposible, de alcanzar ese «cambio de piel cultural» no tiene, sin embargo, como propósito destruir la comunidad. Se proponen alcanzar todas las innovaciones necesarias sin eliminar los vínculos esenciales de la comunidad cultural. Un hombre tan culto y abierto al mundo como Andrés Bello, que ya en 1823, desde Londres, en su famosa Alocución a la poesía había invitado a las nuevas nacionalidades hispanoamericanas a la independencia intelectual de Europa y a la creación de una literatura propia, es, sin embargo, el mismo que en 1847, en Chile, acomete y realiza una de las más grandes empresas de unidad cultural con su famosa Gramática para el uso de los hispanoamericanos. Bello, como hombre culto, siente el temor de las consecuencias extremas de la fragmentación política y se lanza a realizar su monumental Gramática, que fue la mejor que tuvo la lengua en su época, con el propósito declarado de evitar que se repitiera en América «la tenebrosa época de la corrupción del latín». En esta preocupación por preservar la unidad de la lengua como instrumento fundamental de la identidad cultural, se da un conmovedor y significativo paralelismo entre Bello y Nebrija. Cuando va a empezar la vasta empresa de la Creación del Nuevo Mundo, Nebrija publica, en el mismo 1492, su Gramática de la lengua castellana, que fue la primera de una lengua moderna que se publicó en el mundo. Cuando la destrucción del imperio español amenaza con la fragmentación, el particularismo y la destrucción de la unidad lingüística, Andrés Bello acomete la hazaña equivalente de publicar su Gramática para que, por encima de las circunstancias políticas, el hecho fundamental de la unidad lingüística, no corra peligro.

A la luz de las inmensas, rápidas e inesperadas transformaciones que el escenario del mundo ha experimentado en la última década y de las que todavía no acaba de emerger la forma aproximada de un nuevo   —342→   equilibrio o de un nuevo protagonismo compartido, no resulta enteramente ociosa la inquisición sobre la identidad del latinoamericano. En los años en que, a la sombra de la Guerra Fría, se hicieron muchas elucubraciones y maniobras políticas en torno a la realidad de un Tercer Mundo, apareció la dificultad de meter a la América Latina dentro de esa heterogénea y simple clasificación. El motivo principal era, sin duda, que, a diferencia del caso de los países asiáticos y africanos, los latinoamericanos se han sentido durante 500 años como una parte sui generis pero genuina de Occidente. Los hechos fundamentales de la cultura que caracteriza a los países latinoamericanos, tales como la religión, la lengua, la mentalidad dominante y los paradigmas de progreso, son genuinamente occidentales en una forma que no se da ni en Asia ni en África. La contradicción frecuente, fundamental y mal reconocida, con las vicisitudes que la historia ha provocado en el continente constituye la base misma de la gran cuestión de su identidad y su destino. Las circunstancias que incorporan la América Latina a la vaga noción del Tercer Mundo no son más poderosas que las que tradicionalmente la han hecho sentirse parte real de la cultura occidental. Tal vez un Extremo Occidente, tan rico en conflictos como en posibilidades de futuro que, por las circunstancias mismas del mundo actual, va a tener cada vez más importancia en la concepción y definición de los proyectos políticos y culturales. Por muchos aspectos comparte la situación económica y política de ese mal definido Tercer Mundo pero lo hace de una manera peculiar que deriva de su fundamental inserción en Occidente. Los elementos de su identidad cultural y su larga y trabajada historia de lucha por la integración y la unidad, le ofrecen posibilidades de acción y de creación, distintas a las de Asia o África, como parte cierta pero peculiar que es del conjunto occidental. Su elástica noción de alteridad y su vieja lucha por la integración, así como su occidentalidad, le permiten una posibilidad de acción excepcional. La indagación del problema de su identidad y de la manera de entenderse a sí misma viene a formar casi parte de la posibilidad de protagonismo en el confuso mundo que emerge ante nuestros ojos.

Del Cerro de Plata a los caminos extraviados. Ed. cit., pp. 95-112.



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ArribaAbajoEl reino de Cervantes

Hay una evidente comunidad de historia y de cultura, en muchos aspectos única en el mundo, que se ha formado a lo largo de cinco siglos entre España y los países hispanoamericanos. Sin mucha distorsión se podría ampliar el concepto a lo iberoamericano, para incluir también a Portugal y el Brasil.

Caracterizan a esa comunidad rasgos muy definidos dentro del conjunto de Occidente, que comprenden desde la lengua hasta la fe, los valores culturales y la tradición. Lo que en la Península Ibérica tomó largos siglos para conformarse en el modelo dominante de la monarquía castellana y en su gran esfuerzo de unificación vino a darse en el espacio del nuevo continente, desde 1492, en forma continua y eficaz: una sola lengua, el castellano, una sola religión, el catolicismo a la española, una tradición dominante, un juego fundamental de valores, sin presiones internas ni guerras de religión, dentro de un sentimiento espontáneo y visible de ser una sola gente, con un pasado común y una visión básica del ser y el hacer. Esa comunidad, que se extiende hoy desde la Península Ibérica hasta las dos terceras partes del continente americano, comprende diecinueve naciones hermanas, con una numerosa presencia en los Estados Unidos. Se la puede estimar en cerca de cuatrocientos millones de seres humanos para el año 2000. Han resultado poco asimilables en el medio diferente, donde conservan y reafirman su identidad cultural, y el sentimiento de pertenencia va mucho más allá de un territorio o una frontera.

No se la ha estudiado ni apreciado adecuadamente en su compleja y rica totalidad. España lleva más de dos siglos de interrogarse angustiosamente sobre su propio ser sin hallar respuesta aceptada. Desde los próceres de la Ilustración, que no se consolaban de que España no fuera Francia o Inglaterra, hasta la muy hispánica polémica entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz, realidad o enigma del ser colectivo, pasando por la angustiosa reacción de protesta de los hombres del 98 hasta los seguidores de Ortega y el no muy claro presente de afirmación europea, la historia española y la apreciación de su peculiaridad han sido motivo   —344→   constante de apasionada polémica. Sin embargo, es poco lo que ha figurado en ese debate el mundo hispanoamericano. Ha permanecido como en un horizonte mal percibido a pesar de que algunas de las más válidas respuestas a la interpretación de lo hispano puedan encontrarse allí. De cada diez personas que hablan hoy español como lengua materna no menos de nueve son hispanoamericanas, la misma proporción se mantiene en la busca de raíces y caminos propios. Considerar el caso hispánico reducido a la sola península sin tomar en cuenta su prolongación y complemento en tierra americana es una peligrosa mutilación que no ayuda a la mejor comprensión del complejo hecho.

Porque no se tiene suficiente claridad en la apreciación de la existencia de esa comunidad se llega casi a ignorarla o reducirla a algún aspecto parcial o pintoresco o, peor aún, a algún transitorio aspecto de interés político. No han faltado esfuerzos serios para hacer comprensible esa fundamental situación.

No es banal que no tengamos un nombre aceptado para el conjunto. Se le ha llamado de tantas maneras que resulta casi como carecer de nombre: Hispanoamérica, Iberoamérica, América española, Indoamérica, la Raza, la Hispanidad, etc. La falta del nombre único ha hecho más difícil la comprensión del hecho y ha aumentado la dificultad de entenderlo cabalmente.

Para decirlo de una vez, creo que lo más característico que distingue a esa realidad cultural repartida en dos continentes en tantos Estados y situaciones se dio primeramente y se definió de manera perdurable en el siglo XVI. Es la época en que la dimensión política alcanza su plenitud desde Carlos V hasta Felipe II, es, también, la ocasión en que se define cabalmente un juego de valores característicos, lengua, religión, moral, romancero, refranero, paradigmas, convicciones y metas de vida. La síntesis suprema de ese conjunto se expresó en la obra de Cervantes. Allí está recogido y expresado lo esencial, irrenunciable y persistente de esa manera de ser extendida a dos continentes, tan múltiple y dispersa, y tan semejante a sí misma. Constituye, para decirlo con las fórmulas viejas tan cargadas de sentido, un reino, un reino cultural y podríamos llamarlo, con toda propiedad, el reino de Cervantes.

La perplejidad y el inevitable malentendido que nos provocan los nombres se aumentan cuando se refieren a fenómenos culturales. Bernard Shaw, con sabia ironía, dijo una vez que Inglaterra y los Estados Unidos eran dos países separados por una lengua común.

Con motivo de la conmemoración del Quinto Centenario del Descubrimiento -denominación que por sí sola ha suscitado problemas no sólo semánticos, porque lo que ocurrió en 1492 no puede llamarse con propiedad el Descubrimiento de América lo que, en materia de absurdo, sería lo mismo que afirmar que, en 1609, Henry Hudson descubrió   —345→   a Nueva York- se ha hecho torneo de malos entendidos y deformaciones hasta el punto de pensar que no se sabe cómo llamar el gran acontecimiento. Ni descubrimiento, que fue episódico, ni encuentro, que resulta no sólo incompleto, sino mezquino y deformante, porque a partir de allí se intensifica un gran impulso de expansión y mezcla cultural que venía de la Edad Media española y se inicia, a ambos lados del océano, el vasto proceso de la Creación del Nuevo Mundo. Aquí volvemos a toparnos con el problema de la semántica. Constituye, desde luego, una comunidad, la más extensa y compacta que integran naciones independientes en el mundo junto a los anglo-parlantes hasta cierto punto. En el llamado Commonwealth británico entran culturas africanas y asiáticas, con otras lenguas, otras religiones y otros pasados históricos.

Forman más que regiones, reinos de la cultura, comunidades del espíritu, más permanentes y duraderas que las que transitoriamente ha hecho y deshecho la historia política. No es fácil darles nombre porque no coinciden con la geografía política, la exceden o la fragmentan. Los imperios coloniales europeos del siglo XIX extendieron el uso de lenguas pero no de culturas en Asia y África. No se trata sólo del uso de una lengua, sino del ser, de la mentalidad, de los valores propios y de la manera de entender la vida y la sociedad.

España, fundamentalmente Castilla, de una parte, y la América hispana de la otra, constituyen uno de los casos más completos e identificables de esos reinos.

Todo nombre deforma. Para decirlo en términos «saussureanos», todo «significante» contiene más de un «significado». En eso consiste, precisamente, la deficiencia comunicativa fundamental y la plena virtud creadora del lenguaje.

Sin duda existe una comunidad de cultura entre España y la América española pero no se ha avanzado mucho en su definición. Los antecedentes históricos complican el problema. Durante la vigencia del imperio español, los nacidos en los reinos y provincias de América eran súbditos del rey de Castilla. Las Indias estuvieron, desde el primer momento, incorporadas patrimonialmente a la Corona de Castilla y no a ninguna otra de las que poseía el rey común.

Con el advenimiento de la independencia política surge una nueva situación. Los nacidos en América habían dejado de ser súbditos del rey de Castilla o, posteriormente, del rey de España, con todas las consecuencias jurídicas y prácticas que el hecho implicaba, pero el problema de nombrarlos en conjunto persistió. El nombre de «criollos» siempre tuvo una resonancia despectiva que nunca ha llegado a perder.

Hace pocos años, el Instituto de Cooperación Iberoamericana decidió, como parte de la conmemoración del Quinto Centenario del 12 de octubre de 1492, preparar una obra de conjunto, de carácter divulgativo, destinada a presentar lo esencial del gran hecho histórico en todos los aspectos importantes, considerada en conjunto como una gran realización   —346→   colectiva y unitaria a la vez, que se define, mantiene y conforma en una presencia solidaria. Tuve la fortuna de formar parte, junto con Enrique M. Barba, José Manuel Pérez Prendes, Joaquim Veríssimo Serrão y Silvio Zavala, del grupo de personalidades que elaboraron el plan y contribuyeron a la realización de la obra. La vista de conjunto comienza con la situación de la Península Ibérica y del desconocido continente americano en el siglo XV, para continuar, vista en su consistencia unitaria, al través de las grandes etapas históricas hasta hoy. Numerosos especialistas de distintos países y disciplinas redactaron en la forma más asequible pero, al mismo tiempo, más verídica y autorizada los textos divididos en más de ochenta temas específicos.

Aporta esa obra la suficiente y necesaria confirmación de la existencia cierta de ese gran hecho histórico-cultural, formado en cinco siglos de la actividad creadora de gentes de varias vertientes y unidas por un propósito común de unidad. Se hizo una sola historia y una sola situación humana, que le dio fisonomía y sentido de identidad a varios centenares de millones de seres humanos que la representan y prosiguen hoy.

He sentido y vivido, en las más variadas formas, la realidad de ser parte viviente de una comunidad cultural. Más que en los libros y en los estudios eruditos muy valiosos, que por lo menos desde los pensadores del 98 de una y otra parte del Atlántico hallaron esa noción dominante en el fondo de su sentimiento de ser, lo he experimentado en el simple y rico hecho cotidiano del contacto entre gentes.

Mi primera novela, Las lanzas coloradas, la escribí en el estimulante clima intelectual de París de los años 30. Quiso el destino que me topara allí con dos jóvenes escritores hispanoamericanos de gran talento y sensibilidad que, al igual que yo, andaban buscando su camino ante el rico y confuso panorama literario de aquella hora tan peculiar. Uno era Miguel Ángel Asturias, guatemalteco, física y mentalmente marcado de presencias mayas. Nunca habló quiché y al Popol-Vuh, que más tarde tradujo al español, lo conoció y lo hizo suyo en una erudita versión francesa más antropológica que literaria. Venía de la fantasmagórica realidad política y social de los gobiernos de Estrada Cabrera y de Ubico. Sentía profundamente la condición mágica y poética de aquella situación que iba a reflejar en sus dos primeros libros: Leyendas de Guatemala y El señor Presidente.

El otro fue Alejo Carpentier, cubano de primera generación, hijo de francés y rusa, profundamente penetrado de cultura cubana, fascinado por la mentalidad negra, por los ritos de los «ñánigos», por el «vudú», por la música popular, por el habla habanera, que vivía plenamente el drama y la gracia de la Cuba de su tiempo y que se extasiaba, con un don extraordinario de la anécdota, describiendo personajes y sucesos de las pintorescas trapisondas políticas.

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Yo venía de otra situación, de una Venezuela retrasada en el tiempo y todavía bajo la dictadura de Gómez, donde el fondo cultural nunca se caracterizó por la presencia del indio ni por la del negro, sino por una fluida apertura a todas las mezclas raciales y culturales, bajo el contraste incitante entre la épica de la Independencia y el drama político de los caudillos rurales.

Con todo ello, lo primero que apareció entre nosotros fue la común condición ante el presente y el constante hallazgo de la semejanza de condición. Matices y tonos variaban, el paisaje podía ser distinto, pero era inescapable la unidad del clima moral, intelectual y cultural. Nos contábamos las cosas propias como chismes de familia. Íbamos hacia la obra literaria en una misma actitud y, además, con igual propósito: expresar aquella realidad tan compleja y tan rica que hasta entonces nos parecía que no había sido adecuadamente reflejada.

Fuera de las diferencias de las situaciones nacionales, nos sentíamos parte de una misma condición y de una peculiaridad profunda que nos distinguía por igual de gentes de otras culturas. Terminábamos por asimilar la continua revelación de la rica variedad de las situaciones comunes. Hablábamos de la misma cosa y en el fondo real éramos la misma gente.

Años más tarde pasé por otra experiencia igualmente reveladora y rica. Terminada la Segunda Guerra Mundial, circunstancias imprevistas de la vida política de mi país y las casi normales arbitrariedades de un gobierno «de facto» me llevaron a Nueva York. Tuve la buena fortuna de ser invitado a incorporarme al profesorado del Departamento de Español de la Universidad de Columbia. Aunque en el momento mismo, por razones obvias, no me pareciera así, hoy lo veo como uno de los mejores tiempos y ocasiones de mi vida. Entré en un inesperado islote de comunión hispánica dentro de la gran ciudad extraña. Tuve así la oportunidad de convivir por varios años con genuinos representativos de la comunidad hispanoamericana. Estaban allí grandes maestros españoles, como Federico de Onís, Tomás Navarro Tomás, Ángel del Río, Fernando de los Ríos, Francisco García Lorca y su admirable mujer, Laura de los Ríos, y pasaba ocasionalmente, gente como Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas o Américo Castro. También, en la misma estrecha convivencia estaban allí o venían de paso muchos hispanoamericanos, como el colombiano Germán Arciniegas, el cubano Eugenio Florit o el mexicano Andrés Iduarte, sin que faltaran por temporadas o como visitantes, Haya de la Torre, Gabriela Mistral, Raúl Roa y el profesor sefardita J. M. Bernardete.

No nos sentíamos distintos los unos de los otros, el medio anglosajón que nos rodeaba acentuaba más lo que teníamos en común. Lo mismo se hablaba de Don Quijote que de Martín Fierro, las escuelas y las tendencias y las grandes figuras literarias terminaban por ser comunes y por representar partes de procesos que iban más allá de lo nacional. Más aprendí entonces sobre nuestra lengua y su naturaleza oyendo a Navarro Tomás disertar sobre el español de Puerto Rico, que en todas las gramáticas de mis años escolares.

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Cerca de los edificios de la Universidad se extendía el muy empobrecido barrio negro de Harlem y, dentro de él, el «Spanish Harlem» o, por otros nombres, los «latinos», los «hispanos», los emigrantes de Puerto Rico, de Santo Domingo, de Colombia, de México y Centroamérica. No hubiera podido darse vecindad más incongruente y reveladora: la de los profesores universitarios y la de los desplazados pobres de lengua española. Sin embargo, el contacto no era raro ni, mucho menos, difícil. Se iba con frecuencia a las tiendas de aquel barrio a comprar comestibles criollos o españoles y se hablaba con los tenderos y sus clientes. Era como una momentánea inmersión en un ambiente cultural propio y vivo. Se notaba más lo que teníamos en común que lo que podíamos representar socialmente, era imposible no darse cuenta de la realidad y riqueza de una comunidad cultural en la que podían caber sin desajuste Federico de Onís, Germán Arciniegas y el «marketero» puertorriqueño.

Ha sido largo y no se cierra todavía el debate entre los historiadores españoles, sin excluir los que «unamunescamente» habría que llamar «sentidores de España», sobre el significado y el verdadero sentido del tiempo siete veces secular que se ha llamado la Reconquista, que abarca y da sentido en muchas formas a toda la confusa realidad enigmática de lo que pasó en la Península Ibérica desde la invasión musulmana hasta la final incorporación del último reino moro, el de Granada, en el propio 1492, año tan sobrecargado de acontecimientos generadores de historia.

La invadida población cristiana inició en muchas formas, a veces aisladas, un proceso espontáneo de resistencia no sólo a la gente invasora sino, sobre todo, a su cultura y a su religión. Las necesidades mismas de la lucha imponían la conveniencia de unir, en todas las formas posibles, los pequeños dominios cristianos que se habían formado en torno al dialecto propio y la tradición local. La principal fuerza unificadora fue la común herencia romano-visigoda y la religión cristiana, las Españas locales que invocaban a Santiago contra Mahoma el intruso, desde sus barreras de fe y de particularismo.

Sin pretender entrar en el erudito debate del carácter de la España medieval, hay que reconocer algunos aspectos sobre los cuales no debe ser difícil el consenso.

Desde el gran centro irradiante que vino a ser el reino astur-leonés se fue formando una tendencia integradora, expansiva y unitaria, en la que aparecen aspectos comunes a toda la España cristiana pero, también, muchos otros distintos y hasta opuestos, como los que representaron los romances diferentes, las tradiciones de fueros e instituciones y muchas formas de particularismo. A ese proceso no hay más remedio que llamarlo la castellanización de las Españas.

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El 2 de enero de 1492 entraron los Reyes Católicos, la castellana y el aragonés, unitariamente en Granada en la culminación aparente de una gran empresa de unidad.

En el largo esfuerzo conquistador que distingue a Castilla, se precisan y forjan algunos rasgos que van a imponerse en el dominio que se expande en tierra de Al-Andalus pero que, desde luego, no podían darse en igual forma en los otros reinos cristianos que llegaron a adquirir por herencia y con obligado respeto de cada personalidad histórica.

La lengua castellana, la fe, el romancero, las crónicas, la forma peculiar de la vividura y del poder, el individualismo y lo que en esencia expresan Las siete partidas.

Es eso también lo que continúa ocurriendo en América, como efecto del mismo impulso expansivo y, precisamente, desde el mismo año de 1492. El programa de castellanización se continúa en las Indias en otras circunstancias pero con un resultado pleno. Tampoco falta la excepción portuguesa que se traslada a América y forma el Brasil.

En poco más de medio siglo la Corona de Castilla logra en sus dominios de Indias lo que no había alcanzado, en los largos siglos de la Reconquista, en la península. Desde California hasta el estrecho de Magallanes se formó un solo ámbito político y cultural, no hubo fueros ni particularidades históricas que respetar, se intentó y en buena parte se logró la castellanización del espacio geográfico y humano. En el propósito unificador la Reconquista logra en América sus fines de manera más completa y cabal que la que había alcanzado dentro de la península. El programa unitario de Castilla logra en América lo que en España no había sido posible.

Hay que señalar algunas diferencias de mucha consecuencia histórica. Los indígenas nunca fueron considerados como «infieles», enemigos de la verdadera religión, sino a lo sumo como idólatras salvajes, acaso influidos por el demonio. No hubo, por lo tanto, la difícil circunstancia de la convivencia amenazada con infieles, herejes y falsos conversos. No hubo presencia judía declarada, no hubo musulmanes desafiantes o sospechosamente convertidos, ni mudéjares, ni judaizantes, ni conversos, ni moriscos. Tampoco hubo Inquisición en la forma que revistió en España en los siglos XV y XVI. En la nueva tierra la castellanización pudo avanzar y cumplirse sin esos problemas. En una generación los indígenas y los negros se hicieron hijos de Cristo en la Iglesia romana. Esta sola circunstancia tiene que haber producido inmensas diferencias en el ámbito social de las Indias con respecto al de la península.

Sin duda es un largo tiempo en el que resulta arbitrario tratar de escoger un momento privilegiado o fundamental si perdemos de vista la decisiva parte de la metrópoli en el desarrollo conjunto. Felipe II fue rey de cada uno de los reinos de Indias, los virreinatos y gobernaciones tuvieron un puente de mando en el Consejo de Indias y Olivares los metió de hecho en el juego de la política europea.

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Para alcanzar una aproximada percepción de la magnitud y las características de eso que sólo puede llamarse la creación del Nuevo Mundo en una marcha de cinco siglos, habría que recurrir a un procedimiento semejante al que, con tan sorprendentes efectos, emplean los cineastas al proyectar en reverse las escenas de un film. Partir de lo que pasa ahora para remontar en continuo retroceso en el tiempo a los invertidos pasados.

La sucesión regresiva nos haría más fácil comprender la continuidad de los tiempos y los modos hasta percibir la manera como el presente ha tomado forma y darnos cuenta de las raíces del actual «nosotros». Evitaríamos el disparate anti-histórico de oír en boca de hispanoamericanos expresiones tan sin sentido como: «nos descubrieron», «nos conquistaron», «se llevaron nuestras riquezas», o «esclavizaron a nuestra gente» sin percibir la realidad de que los hispanoamericanos de hoy somos, al mismo tiempo, los descendientes directos, por lo menos culturalmente, de los descubridores y los descubiertos, los conquistadores y los conquistados, los esclavizadores y los esclavizados, por virtud del proceso vital del mestizaje que caracteriza la realidad cultural de esta porción de la comunidad. La Conquista es tan nuestra como la Independencia.

No se puede entender lo que ocurrió en el continente americano a partir de 1492 sin arrancar de la situación histórica de la Península Ibérica en el siglo XV.

Así como no existía, ni conceptual ni históricamente, América en 1492, tampoco había una entidad político-cultural que se correspondiera a lo que hoy llamamos España. La relativa unidad que logró alcanzar la península como provincia del Imperio Romano y que intentaron mantener de hecho los visigodos desapareció por efecto de la invasión musulmana. Esas largas centurias guerreras y aisladas favorecieron la fragmentación y el particularismo. Surgieron pequeños dominios que en continua pugna y rivalidad no tuvieron otra empresa común que la lucha y la convivencia con el poder islámico infiel pero, al mismo tiempo, parte viviente de la realidad histórica de decenas de generaciones. Se formaron varias hablas vulgares frente al ya documental y eclesiástico latín de los cristianos y del árabe literario de las cortes musulmanas. El largo proceso de lucha redujo el número de comunidades, más o menos autónomas, hasta que al final del siglo XV se llega a la realidad de varios reinos y señoríos que llegaron a tener como rey al de Castilla.

No había un reino de España, sino un compuesto heterogéneo de situaciones locales que llegaron a converger en un solo punto, en la figura común de un solo monarca, con la tenaz excepción de Portugal. El escudo de Carlos V es como la imagen de esa realidad tan compleja.

Sin embargo, se afirma el predominio integracionista de uno de aquellos reinos sobre los otros, que se realiza en la expansión territorial y cultural de Castilla la Vieja a la Nueva y luego a Andalucía, bajo el tema y razón fundamentales de la lucha contra los infieles, en un espíritu de cruzada que movilizaba todas las fuerzas sociales y las conformaba a ese   —351→   supremo fin. En la dinámica de ese desarrollo peculiar hay que colocar la «Empresa de Indias».

El Descubrimiento y la Conquista son la continuación de la expansión de Castilla en tierra americana con mucha más plenitud y eficacia que en tierra española. No era sólo una formalidad de cancillería que las Indias, «las islas y Tierra Firme», quedaran desde el primer momento incorporadas de modo exclusivo a «la Corona real de Castilla» y a ninguna otra de las que ostentaba el rey común de todas las Españas.

Es en aquellas tierras vastas y desconocidas, entre aquellos pueblos extraños con los que nada parecían tener en común, que Castilla logra realizar más plenamente su vieja vocación expansiva y unificadora. Va a someter gentes de muchas lenguas para imponer una sola, el castellano, a topar con infinitas formas de idolatrías y cultos para reducirlas a una sola, el intransigente y totalizador catolicismo de la cruzada castellana, a encontrar muchas formas de organización política pero va a imponer una sola formulación jurídica, política y social, que se expresará en el monumento de las Leyes de Indias. Es en tierra americana donde Castilla logra de manera más completa satisfacer su ancestral vocación de unificación.

Los conquistadores vinieron a las Indias a quedarse. Empezaban una nueva existencia que era a la vez prolongación de la anterior y distinta. Venían a «poblar», a fundar ciudades y a establecer solar permanente. Los cronistas reflejan claramente esta actitud mental. Empezaron a ser otros. Esto explica, en buena parte, los continuos conflictos de los «adelantados» con las autoridades que la Corona enviaba posteriormente. No hay que olvidar que la colonización del nuevo continente fue, fundamentalmente, una empresa privada, en la que los aventureros ponían todo, desde los recursos económicos y los barcos hasta los hombres. Tampoco venían a llevarse un botín sino a establecerse para siempre. La reveladora carta que Cortés le escribe a Carlos V, poco antes de morir, cansado de no recibir respuesta a sus reclamos lo confirma elocuentemente:

«Ha cuarenta años que me he ocupado en no dormir, mal comer, y a las veces ni bien ni mal, traer las armas a cuestas, poner la persona en peligro, gastar mi hacienda y edad», habla de «los grandes reinos y señoríos de muchas bárbaras naciones y gentes, ganadas por mi propia persona y expensas, sin ser ayudado en cosa alguna, antes muy estorbado por muchos émulos y envidiosos, que como sanguijuelas han reventado de hartos de mi sangre...». Es la misma motivación que movió a los Pizarro a levantarse contra los enviados de la Corona y la que mueve a Lope de Aguirre a escribir a Felipe II para «desnaturalizarse» de los reinos de España. Empezaba con ellos una nueva vida para ellos mismos y para todo el entorno. Empezaban de hecho un nuevo tiempo y una nueva situación histórica.

«El español se hizo un hombre nuevo al llegar a América», observó Ortega y Gasset. Se hicieron de la tierra y la tierra se hizo de ellos. No fueron comandantes transitorios de tropas invasoras sino buscadores de   —352→   fortuna, de nuevo arraigo y nueva vida. Llegaron a sentir la tierra tan suya como podían sentirla los indígenas y como nunca pudieron sentirla los funcionarios transeúntes que la Corona envió para reemplazarlos en el Gobierno y contra los cuales se rebelaron.

También los africanos vinieron para quedarse y hacer suya la nueva tierra. Es por eso que comienza allí una nueva y original situación para todos que a todos los iba a cambiar y hacer distintos. Empezaban un Nuevo Mundo.

Extraviados en los nacionalismos y en los internacionalismos, condicionados por las ideologías dominantes, la noción misma de esa gran comunidad se ha atenuado, a veces, con gran detrimento de todas sus partes.

Pero así como hubo tiempos en que pareció atenuado, ha habido otros, insignes, en que ha parecido cobrar la plenitud de su conciencia. Bastaría recordar de paso algunas de esas situaciones.

La Guerra de la Independencia americana fue, precisamente, un momento culminante de su realidad pugnaz. Esa lucha es un capítulo revelador de la vieja querella de las dos Españas. No era contra España, era contra una cierta España. Liberales españoles y libertadores americanos se sentían más cerca entre sí que con los absolutistas y «serviles». Bolívar es un héroe de la comunidad, con una visión global que no excluía a España. Unamuno lo llamó: «Don Quijote-Bolívar».

La ocasión del modernismo literario, a fines del siglo pasado, le da expresión y sentido profundo a esa comunidad con sus fecundas y contrastadas diferencias. Rubén Darío es un poeta del reino, como lo fueron, acaso sin saberlo, los españoles del 98.

Hubo momentos en que la oleada vital del sentimiento desbordó el desdén rutinario. Así fue cuando España perdió la guerra contra los Estados Unidos en el mismo 98 y así fue en la emoción colectiva y en la voz de los mayores poetas en la hora trágica que en común compartieron los que sintieron como propio el dolor de la Guerra Civil.

En el libro esencial de la comunidad, el Bachiller Sansón Carrasco le dice a Sancho, en presencia del Caballero, estas palabras de tanta virtud profética: «Confiad en Dios y en el señor Don Quijote porque os ha de dar un reino...».

Del Cerro de Plata a los caminos extraviados. Ed. cit., pp. 113-129.



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ArribaAbajoLos caminos extraviados

El que finalmente llegó a desembocar en la incierta América fue un camino extraviado que se proponía llegar al continente asiático, con todo lo que de fabulosa riqueza, lujo, abundancia y esplendor significaba ese mundo para los descendientes de los Cruzados y los lectores de Marco Polo.

La toma de conciencia de lo que se había hallado fue lenta, tortuosa, contradictoria y nunca llegó a completarse de un modo satisfactorio para todos. Fue largo el tiempo de las islas, y posteriormente fue lento y fragmentario el reconocimiento de lo que hallaron originalmente en la Tierra Firme. Todo esto supuso cambiantes visiones y nociones de lo que era el Nuevo Mundo no sólo a los ojos de los europeos, sino de los mismos colonos transplantados y de los indígenas y africanos.

Podría concebirse la historia del Nuevo Mundo como una serie de visiones contradictorias que iban desde la queja por las miserias y estrecheces con que toparon la mayor parte de los que hicieron el viaje, hasta la exagerada y contrastante noción de inmensas riquezas nunca vistas que arranca de la Conquista de México. La visión deformante comienza con la Carta de Colón de 1493 para los Reyes Católicos. En ella se traduce la situación patética de quien prometió topar con las ciudades de oro de Marco Polo y el escueto recuento de la vida salvaje y de las rancherías de los indios antillanos. Sabía Colón que no había encontrado la fabulosa Catay pero se aferraba, con desesperada voluntad de sobrevivencia, en mantener abierta la esperanza de que se estaba en el buen camino y de que más pronto que tarde se llegaría a ella.

De un modo muy significativo, este episodio va a marcar el destino de lo que más tarde va a llegar a ser o a parecer la América Latina. Costó tiempo y mucha dura experiencia llegar a darse cuenta, con todas sus consecuencias, de que aquel no era el camino para llegar a Asia sino una ruta muy distinta, cuyo destino final nunca llegó a ser revelado ni conocido de manera satisfactoria.

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En muchas formas fundamentales, los cinco siglos que acaban de cumplirse del inicio de la creación del Nuevo Mundo vienen a resultar como la crónica de la búsqueda de un bien incierto al través de caminos extraviados.

Costó mucho esfuerzo, y en realidad no terminó nunca, el reconocimiento de lo que se había hallado y de lo que significaba, que va desde los deslumbrados relatos de los cronistas hasta la visión de Humboldt, y desde ella hasta todas las propuestas de identidad y de rumbo que han caracterizado el tiempo corrido desde la Independencia.

Por más de un cuarto de siglo las tierras descubiertas estuvieron muy lejos de corresponder a las grandes esperanzas de riqueza que se había puesto en ellas desde el primer momento. El largo trecho, casi la vida de una generación, que va desde la llegada de Colón hasta el inicio de la Conquista de México se caracteriza por las dificultades, por la escasez de las minas de oro halladas y por la general pobreza que reinaba entre aquellos seres transplantados que habían venido movidos por una ambición irracional. Los largos años que van de la dominación de La Española a la conquista de Cuba y al desembarco en la costa mexicana corresponden muy poco a la noción de riqueza abundante que surgió con el Descubrimiento. Se habían recorrido las costas Este y Norte del continente Sur sin penetrar en ellas, se había llegado hasta Panamá y se había vislumbrado el Pacífico, pero la impresión dominante era de escasez y de pocas esperanzas. Bernal Díaz del Castillo nos cuenta, con todo candor, lo que fue aquella impresión en su espíritu de soldado que había ido hasta el istmo con Balboa. Regresaban desesperanzados «porque no había qué conquistar, que todo estaba en paz, que el Vasco Núñez de Balboa lo había conquistado y la tierra de suyo es muy corta». No hay que olvidar que la empresa de la Conquista se realizó prácticamente por iniciativa privada, sin que la Corona contribuyera con otra cosa que con las autorizaciones necesarias, por lo que no existió nunca un plan superior de exploración y conquista y todo estaba sometido al azar de las tentativas afortunadas o desgraciadas que aquellos aventureros hacían a sus propias expensas.

Buen ejemplo de esa situación y de ese estado de ánimo es el propio Hernán Cortés. Ya en la madurez de la treintena, con largos años de trabajos y servicios en La Española y con una participación activa e importante en la conquista de Cuba, es tan sólo uno más de aquellos seres que, gracias a su esfuerzo e inteligencia, lograron obtener mercedes de tierras y servidumbres de indios para alcanzar una mediana riqueza, en la que su vida parecía destinada a consumarse en la anonimia.

Con la Conquista de México se abre un nuevo tiempo de la empresa de Indias y se reenciende con más fuerza que nunca el gran mito de la riqueza por hallar. Los tesoros que Cortés encuentra y los que le manda a Carlos V sobrepasan todas las imaginaciones del tiempo y levantan una actitud colectiva de voluntad incontenible de enriquecerse. Desde la Conquista de México, a partir de 1519, hasta la desesperada aventura de   —355→   Walter Raleigh en 1617 en busca de El Dorado por el Orinoco, se desarrolla la deslumbrante aventura de la búsqueda de los imperios fabulosos de la riqueza sin límites. Muy poco después de la Conquista de México se abre la del Perú, cuya imagen más poderosa es la de aquel aposento lleno de oro hasta donde alcanzaba la mano extendida de un soldado de pie, que Atahualpa entregó a Pizarro.

Muy poco después de iniciada la Conquista del Perú surge la imagen fascinante de lo que pudiéramos llamar el Tercer Imperio Americano, que lo va a constituir el gran mito de El Dorado. Se le va a buscar por todo un siglo, desde las mesetas andinas, cerca de Bogotá, hasta la maraña impenetrable de la selva amazónica, con las expediciones de los Welser desde Venezuela o de Orellana por el Amazonas, hasta la conmovedora y fascinante imagen que Walter Raleigh le presenta a la reina Isabel de Inglaterra, prometiéndole el hallazgo y la conquista del más rico imperio de la Tierra, cuyo soberano podría llegar a ser más poderoso que el Gran Turco.

Por millares de kilómetros de valles, sabanas, bosques, selvas y ríos se extendió el camino de El Dorado. Desde el Norte de Quito hasta la sabana de Bogotá, y luego desde Lima dos veces por el Amazonas y muchas más por la costa de Venezuela y el curso del Orinoco, se desarrolló la divagante ruta, que nunca llegó a su fin pero que logró dejar el reconocimiento superficial de inmensos territorios desconocidos con los que los conquistadores no sabían qué hacer. Si se observa sobre el mapa el trazado de los caminos que se fueron haciendo al andar en busca de El Dorado, se advierte que pasan por las promisorias zonas de desarrollo agrícola y pecuario, e incluso al través de ríos ricos en aluviones de oro y diamantes que aquellos hombres obcecados con la visión de la ciudad de oro parecían no ver. Por más de un siglo la búsqueda del reino fabuloso y no el propósito normal de un proyecto de colonización movió aquellas expediciones que siempre terminaron en desastre, pero dejando tenazmente en los aventureros sobrevivientes la idea de que habían llegado muy cerca de la fabulosa meta. Tiene mucho de ejemplar esta actitud de desdeñar la realidad y llegar acaso a no verla en busca de un proyecto inalcanzable lleno de promesas irracionales. Los caminos que se anduvo en busca de El Dorado estaban todos extraviados y condenados a no alcanzar nunca su fin, pero correspondían a una cierta mentalidad mágica y antirrealista que fue el duradero y atractivo fantasma de la inmensa riqueza totalmente azarienta y totalmente gratificante.

Junto a esos caminos que, en un azar de aventura sin término, buscaban la ciudad del oro, hay otro itinerario, acaso más importante por su permanencia y sus consecuencias, que se proponía desembocar en la ciudad de la justicia.

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En el origen del pensamiento revolucionario de estos últimos siglos, reafirmando y renovando los viejos sueños milenaristas, está la poderosa idea de la utopía.

Cuando Tomás Moro, en 1516, escribe su fascinante libelo, recoge de manera transparente y confesa la visión de la vida paradisíaca de los indígenas de las Antillas, que habían descrito, para asombro de los humanistas europeos, Colón y Vespucci. Pese al equívoco del nombre con el que parece excusarse Moro, la raíz de la Utopía es América, y en muchas formas su búsqueda está presente en el proceso histórico de los países americanos. El testimonio inaudito y fehaciente de aquellos primeros documentos creó en los hombres de pensamiento de Europa lo que algunos han llamado «una crisis de conciencia». Si la Edad de Oro no estaba confinada al legendario pasado de la civilización greco-latina o al milenarismo prometido en los escritos proféticos de los visionarios sino que existía en realidad en la nueva tierra, con todas sus características esenciales: la paz, la abundancia, la comunidad de bienes, la ausencia de la pobreza y de la guerra y el predominio espontáneo de un equilibrio pacífico y estable, ello no podría significar otra cosa sino que la sociedad europea había incurrido históricamente en graves desvíos y caídas, que habían terminado por crear aquella abominable realidad de injusticia, de desigualdad, de miseria y de guerra.

Podría hablarse de un viaje de ida y vuelta del ideal utópico de América a Europa y luego de Europa a América. La que publica Moro es la supuesta visión de una realidad americana para asombro y reflexión de los europeos, pero la que después de su libro regresa a América es la propuesta revolucionaria de una sociedad justa y pacífica. No se le ha dado la debida importancia en los estudios americanistas al poderoso fermento del ideal utópico, que va a marcar su presencia a lo largo de los siglos en toda la historia de los nuevos países.

Fueron muchos los ensayos que se hicieron en el nuevo continente para realizar el ideal utópico. Desde el primer momento, las poblaciones indígenas que, fuera de las Encomiendas, fueron confiadas a los misioneros, comenzaron a vivir en formas de comunidad y de igualdad que estaban en abierta contradicción con las formas en que se hicieron los primeros establecimientos coloniales. El solo hecho de la presencia por largos siglos de vastos segmentos de la población indígena americana en sistemas políticos y sociales que negaban y suprimían muchas de las instituciones sociales de los europeos, constituye un elemento muy importante en la formación futura de la mentalidad colectiva.

Pero no se detiene aquí la audacia de la tentativa de la creación de un hecho político y social nuevo, sino que reviste abiertamente las dimensiones de un proyecto revolucionario, como se dio el caso, particularmente, en el ensayo fugaz de Vasco de Quiroga, en Michoacán, con los hospitales-pueblos y como, con permanencia secular, lo realizaron los jesuitas en las tierras del Paraguay hasta mediado el siglo XVIII. Vasco de Quiroga, como el obispo Zumárraga, de quien dependía, invoca explícitamente   —357→   la enseñanza de Tomás Moro y se lanza a proponerle a Carlos V el descomunal plan de aislar el nuevo continente de las influencias maléficas del antiguo y de crear en él una nueva sociedad que pudiera realizar los ideales utópicos. La larga experiencia jesuita en el Paraguay constituye uno de los capítulos más significativos y fascinantes del proceso de la colonización, y en ella se revela transparentemente el deseo de realizar los ideales políticos y sociales de los grandes pensadores europeos. Cuando el padre Charlevoix publica, en el siglo XVIII, su muy informativa historia del Paraguay, de manera muy reveladora promete en el título mismo del libro «un completo y auténtico recuento de los establecimientos formados allí por los jesuitas entre los salvajes nativos, en el centro mismo de la barbarie, con establecimientos dedicados a realizar las ideas sublimes de Fénelon, Sir Tomás Moro y Platón».

A partir del siglo XVII la idea de la novedad del mundo americano parece agotarse. La sucesión de infructuosas aventuras ha demostrado que no hay Tercer Imperio por encontrar y que El Dorado es un mito inalcanzable. Lo que empieza entonces es el asentamiento y formación de una nueva sociedad y de una nueva circunstancia cultural e histórica por la acción convergente de los tres grandes actores culturales: españoles, indios y africanos. El propósito obvio de extender lo español al nuevo continente, que se refleja evidentemente en nombres como la Nueva España, el Nuevo Toledo, la Nueva Andalucía, tropieza con el poder formador y deformador de la nueva realidad social y cultural. Van a surgir grandes ciudades, universidades, imprentas, conventos, pero van a tener un tono, un color y un ambiente distintos al de las grandes urbes españolas. El esplendoroso México o la hermosa Lima de la época colonial son fundamentalmente distintos en su fisonomía, en su contenido humano, en su ambiente, de las ciudades de la Península. Se hace mucho más visible la diferencia si de estas ciudades relativamente nuevas e innovadoras pasamos al escenario de un gran drama cultural, como el que sacudió y cambió, sin poder borrar ni su fisonomía ni sus raíces, a una ciudad como el Cuzco, recinto tan admirable, original y creador como pudo serlo el espíritu del Inca Garcilaso de la Vega, su hijo. Es uno de los que más temprano y con mayor grandeza revela el inmenso poder creador del mestizaje cultural que va a ser para todo el futuro la marca de la identidad hispanoamericana. Se está en aquellos recintos como entre tiempos distintos, entre contradicciones mal avenidas, entre maneras diferentes de ser hombre, que el lenguaje común, la fe común y las instituciones dominantes no lograron borrar nunca. Habría que detenerse, aunque fuera un instante, en aquella fabulosa y fabulada Villa Imperial de Potosí, levantada contra el clima y la naturaleza en lo más inhóspito de los Andes peruanos, en torno de la atracción de su cerro de plata, que produjo, por generaciones, descomunales cantidades del precioso   —358→   metal que constituyeron la base principal del poder económico de los Reyes de España, que creció fantasiosa e irreal en aquel difícil paraje hasta llegar a ser una de las ciudades más pobladas del mundo y donde era posible hacerse inmensamente rico por un juego favorable de azares y vivir en el continuo entrejuego del mundo de lo visible y de lo invisible, más poblada de fantasmas y de presencias sobrenaturales que de gentes de todos los rincones del planeta.

Con admirable inteligencia, las Leyes de Indias crearon un complicado marco legal para aquella sociedad tan distinta de la española, dentro del cual fue creciendo lentamente la nueva sociedad sumergida en su inmenso proceso de mestizaje cultural.

Con el siglo XVIII y la nueva dinastía española, un espíritu de renovación, que va desde las leyes hasta las modas, penetra el extenso Imperio y abre nuevas perspectivas. Hubiera podido ser la época para que, ante las características de aquel mundo y las novedades políticas del siglo, los gobernantes españoles hubieran hallado alguna manera de crear una nueva situación política más justa y estable para las Indias. Es el siglo de la Ilustración, de los Enciclopedistas, de la exaltación de la libertad y de la creación del concepto tan radicalmente revolucionario de los derechos del hombre. Para aquellas ideas había entronques en el pasado americano que tuvieron su eco en algunos estadistas esclarecidos de España pero que no llegaron a provocar ninguna modificación política apreciable.

La Independencia de los Estados Unidos de América y la Revolución Francesa invitan a los criollos a ensayar nuevos caminos y a pensar en un futuro político de modernidad. Se comienza a pensar entonces en cierta manera que aquel sueño de felicidad y abundancia que estuvo en el fondo de las fabulosas hazañas de la Conquista podía ahora alcanzarse y hacerse efectivo por otros medios que lograran transformar el Estado y la estructura de la sociedad. Los hombres que conciben la Independencia y que comienzan a luchar por ella en muchas formas no se limitan a la mera ruptura de la vinculación con el imperio español, sino que ven aquello como la ocasión privilegiada para instaurar nuevas instituciones que le den a todos los habitantes la oportunidad real no sólo de la independencia política, sino de la libertad, la igualdad y la felicidad.

Con el proyecto político va también un proyecto intelectual. En 1823 desde Londres, Andrés Bello, en su Alocución a la poesía, invita a los intelectuales a volverse hacia el continente americano y a abrir el camino hacia una literatura original y propia. El proyecto político y el proyecto literario van juntos y van a determinar las peculiaridades y alternativas del siglo XIX.

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La búsqueda ya no se va a dirigir hacia la resplandeciente ciudad del oro, sino hacia aquella otra nunca vista ciudad de la libertad y la justicia que va a ser posible crear por medio de las nuevas Instituciones republicanas y democráticas. Los movimientos de independencia no buscan restaurar ninguna forma mítica del pasado, como fue el caso en gran parte de Asia y de África, sino instaurar plenamente, sin ningún antecedente válido que no fuera la convicción ideológica, regímenes de inaudita novedad, que realizaran los sueños y proyectos de los pensadores más avanzados de Europa. En una ola de ciego entusiasmo se van a adoptar las formas más avanzadas del régimen democrático, para convertir en realidad nueva las concepciones políticas del autor de El contrato social.

La insensata empresa tenía que desembocar en la anarquía y la disolución social por la súbita supresión de las instituciones seculares y su reemplazo por principios abstractos de filosofía política totalmente ajenos a la realidad local. Era lo que Bolívar llamó, con doloroso sarcasmo, «las repúblicas aéreas», condenadas al fracaso, y que hicieron tan larga y costosa la lucha por la Independencia, que fue, también, la lucha por la República, a todo lo largo del siglo XIX.

La anarquía no trajo la República sino una forma espontánea y primitiva de orden social que fue la que vino a encarnar la figura del caudillo. Cuando un hombre como Simón Rodríguez regresa a su América y a la vieja y reverencial amistad de Bolívar, se percata de inmediato de esa antinomia y desde entonces va a dedicar, con tenaz vocación heroica, todos sus esfuerzos al objetivo primordial de poner a los países «en noviciado», en la gigantesca empresa de sustituir, por medio de la educación, la mentalidad y los viejos valores que habían hecho imposible la República.

El siglo XIX latinoamericano no puede verse sino como la pugna nunca resuelta entre los ideales políticos y la realidad histórica, y en ella se fue desde el extremo representado por Rodríguez de crear una nueva mentalidad en la escuela hasta las propuestas posteriores de Alberdi y de Sarmiento de cambiar la base de la población tradicional por una inmigración europea que hiciera posible el mantenimiento de las nuevas instituciones. Lo que Sarmiento llamaba la «barbarie» no era otra cosa que la cultura media social y política extendida en la masa argentina como herencia del pasado, y lo que llama «civilización» son los modelos más avanzados de libertad política y de democracia que existían en el mundo de su tiempo.

Podría decirse que la tenaz y heroica empresa de implantar la República en Hispanoamérica suponía un cambio de mentalidad y de realidad cultural de dimensiones descomunales. No había cómo continuar el pasado colonial caracterizado por la monarquía castellana, en el que nunca funcionó ninguna institución representativa y no se hallaba tampoco cómo implantar la República ideal en las condiciones adversas que la realidad histórica había creado. Lo que hombres como Páez o como   —360→   Porfirio Díaz representaron en la América del siglo XIX fue la creación de un curioso híbrido político, que se sustentaba en la realidad de un omnímodo poder personal, pero que no abandonaba nunca ni el aspecto externo de las instituciones republicanas ni la proclamación de los más avanzados principios democráticos.

Los hombres de la Independencia creyeron que la adopción de las instituciones de los Estados Unidos o de la República francesa era el camino seguro para la democracia. Los resultados estuvieron lejos de ser halagüeños y lo que vino a predominar a lo largo del siglo XIX fueron formas variadas del genuino fenómeno caudillista. Tampoco llegó siquiera a plantearse en términos suficientemente amplios la propuesta de quienes, como Simón Rodríguez, veían en la educación el camino seguro para crear una nueva mentalidad colectiva formada para el trabajo, la independencia y las instituciones republicanas, por una especie de corte horizontal o de dique que contuviera toda la inmensa carga del pasado tradicional y dejara el campo abierto para aquella nación por hacer.

La búsqueda desesperada de vías de progreso va a llegar pronto a la dramática conclusión de que no basta con cambiar las instituciones políticas y ni siquiera la educación, sino que hay que ir más lejos y atreverse a cambiar la base de la población por medio de una inmigración europea masiva. La conclusión a la que llegan Alberdi y Sarmiento va a mantener su vigencia en el pensamiento latinoamericano del siglo XIX. «Gobernar es poblar», el apotegma de Alberdi se convierte en la fórmula matriz de este propósito. Esta inmensa operación de transplante, que se proponía cambiar la composición étnica de la población, está presente en la Argentina del siglo XIX y mantiene, en muchas formas, su presencia en los programas políticos de los innovadores hasta bien entrado este siglo. Las ideas positivistas que van a predominar desde México hasta la Argentina, con gran resonancia en el Brasil, a todo lo largo del siglo XIX, con su énfasis en la raza, el medio y el momento como factores decisivos de la historia, van a contribuir a extender estas concepciones. En muchos sentidos el positivismo latinoamericano es antirrevolucionario y plantea las posibilidades de cambio sobre proyectos largos y laboriosos con modificación del medio físico y cultural. No es de extrañar que, con frecuencia, los dictadores del siglo XIX patrocinaran o intentaran revestirse con estas nuevas ideas que les aseguraban en alguna forma largos y lentos proyectos de gobierno.

Hay un hecho histórico y geográfico, cuya importancia continua y cambiante tiene que ser tomada en cuenta para tratar de comprender la evolución política de la América hispana. Ese hecho consiste en la formación, expansión y afirmación de los Estados Unidos de América en el Norte del continente, en la más inevitable vecindad y contacto. Desde   —361→   los aspectos de inspiración y estímulo que tuvieron esos contactos para la lucha por la Independencia se va a hacer visible ese ambivalente e inestable sentimiento de admiración y temor que acompaña la visión latinoamericana del poderío de los Estados Unidos.

El incontenible movimiento expansivo de aquella nueva potencia, desde el desmembramiento del Virreinato mexicano hasta las tentativas repetidas de formas de intervención y de presencia militar en la América Central y las Antillas, produce grandes cambios en la actitud de los políticos latinoamericanos hacia el gran país del Norte. Poderosas barreras culturales contribuyeron a hacer difícil el entendimiento y la colaboración. Muchos obstáculos de toda índole se alzaban entre los descendientes de la España de la Contrarreforma y los hijos de la revolución religiosa y cultural que caracteriza el Norte de Europa desde la expansión de la Reforma. Dos lenguas, dos maneras de entender la religión, dos mentalidades diferentes con respecto a los valores sociales y diferencias cada vez mayores de desarrollo y poderío no eran, precisamente, las condiciones más favorables para un acercamiento efectivo y franco.

Por acción, por omisión, por simple presencia gravitacional, la existencia de los Estados Unidos y su expansión hasta convertirse en el más grande poder económico y político del mundo han constituido un factor determinante en la acción y el pensamiento políticos de la América Latina. Esta múltiple y poderosa vecindad que provoca consecuencias de toda índole es, tal vez, el hecho más importante para entender las dificultades del pensamiento y de la acción de la América Latina desde el tiempo de su Independencia. De la imitación a la desconfianza, de la copia servil al desdén orgulloso, del pragmatismo al idealismo, es grande el registro que caracteriza esas relaciones.

Precisamente cuando se acerca a su fin el duro siglo XIX va a brotar del seno de la América Latina una gran voz desesperada que invita al más atractivo e irracional de los caminos, como fue la del uruguayo José Enrique Rodó en su famoso Ariel. Frente al pragmatismo materializante que parece caracterizar a los Estados Unidos se invoca la posibilidad de un camino hacia una espiritualidad indefinida. Es un poco la misma reacción que Miguel de Unamuno expresa, en un momento de mal humor, ante los repetidos progresos materiales de los Estados Unidos: «Que inventen ellos». El maestro de Ariel dice muy significativamente:

Con frecuencia habréis oído atribuir dos causas fundamentales el desborde del espíritu de utilidad que da su nota a la fisonomía moral del siglo presente, con menoscabo de la consideración estética y desinteresada de la vida. Las revelaciones de la ciencia de la naturaleza -que, según intérpretes, ya adversos, ya favorables a ellas, convergen a destruir toda idealidad por su base- son la una, la universal difusión y el triunfo de las ideas democráticas, la otra (...). Sobre la democracia pesa la acusación de guiar a la humanidad mediocrizándola, a un Sacro Imperio del utilitarismo.



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Esa invitación a la consideración «estética y desinteresada de la vida» tiene mucho de irracional y no estaba sustentada en ninguna posibilidad cierta de alternativa válida.

Entre las dos grandes guerras mundiales de este siglo una vasta tormenta ideológica se desata sobre los intelectuales de Europa, que va a terminar por extenderse al mundo entero y de manera muy particular a la América Latina. Frente al entusiasta surgimiento de la bandera de la revolución mundial, inspirada en las enseñanzas de Marx y de Lenin, que enarbolan con el inmenso atractivo de la novedad y de la promesa del bien absoluto, se alza y define, en muchas formas, la del fascismo, primero en Italia y luego en Alemania, con su irracional y poderosa promesa de unir el socialismo con el nacionalismo. Frente a ese doble enfrentamiento, las democracias occidentales no parecieron ofrecer respuesta adecuada y ni siquiera darse cuenta cabal de la inmensidad del peligro que representaba. Ante las poderosas innovaciones del fascismo y del comunismo, las democracias occidentales parecían inadecuadas y hasta exhaustas frente a aquel brutal juego de poder que se apoyaba en las raíces más irracionales de la conducta humana. La figura patética de Neville Chamberlain agitando en la mano el pedazo de papel en el que Hitler se comprometía a poner punto final a su expansión ilustra lo absurdo de la hora y explica en buena parte la espantosa era de guerra y de paz armada en que la humanidad entera iba a entrar.

El atractivo de la Revolución rusa entre los intelectuales europeos fue extenso y profundo. Con embelesado asombro veían surgir inesperadamente la oferta cierta y perentoria de la felicidad del hombre en la Tierra y del fin de las antiguas injusticias seculares. Era también la hora de la Guerra Civil española, que traía a la más íntima proximidad de los latinoamericanos el terrible conflicto. Había que ser antifascista, con sobradas razones, pero no se advertía, porque la poderosa propaganda de los partidos comunistas lograban impedirlo, que el totalitarismo rojo no era menos temible y absurdo que el negro.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y las democracias occidentales se aliaron con la Unión Soviética, el poder ideológico se complicó todavía más, hasta los más inauditos extremos simplistas que no permitían ver todo lo que de negativo y contrario a la promesa revolucionaria fundamental contenía el régimen soviético en su marcha expansiva. Se produjo una vasta gravitación masiva de la inteligencia europea hacia la revolución encarnada por la Unión Soviética. Como lo dijo alguna vez Sartre, no se podía estar moralmente contra la Unión Soviética, y ello obligaba a cerrar los ojos y los oídos ante las graves desviaciones que se produjeron, desde los juicios de Moscú hasta la invasión de Checoslovaquia.

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La promesa de la revolución mundial prendió pronto y poderosamente en la América Latina y sirvió para darle explicación, coherencia y sentido histórico a los viejos resentimientos y a las frustradas búsquedas. Está por escribir la historia verídica de la creciente sumisión de la inteligencia latinoamericana a la dirección política de la revolución comunista. De allí nace, precisamente, todo el vasto, poderoso y mal definido movimiento de la literatura comprometida que llegó a penetrar extensamente a los escritores latinoamericanos, entroncando fácilmente en las viejas causas del indigenismo, de la explotación de los campesinos y de las injusticias flagrantes de la democracia representativa.

Durante largos años la bipolaridad política y, en buena parte, ideológica que la Guerra Fría desató sobre el mundo se hizo sentir de manera muy marcada en la vida intelectual de la América Latina. El viejo e indefinido ideal de revolución y cambio que venía del cruento proceso de la Independencia y de las guerras de reforma política del siglo XIX que se extendieron desde México hasta la Argentina, no solamente tuvo eco poderoso en la inteligencia local sino que, en buena parte, junto con la acción de los políticos determinó en muchas formas la actitud de los hombres del pensamiento. Un extenso y múltiple sentimiento de repudio del pasado y de profundo deseo de cambio político y social no sólo está presente sino que explica y define lo que pudiéramos llamar los grandes temas de la preocupación colectiva. Nunca fue grande ni mucho menos poderosa la influencia directa de los partidos comunistas locales pero, en cambio, en muchas formas es visible en el lenguaje, en los temas, en la actitud frente a la historia la fuerte presencia de los planteamientos fundamentales del marxismo.

La Guerra Civil española de 1936, con su abierto enfrentamiento ideológico, tuvo una inmensa influencia en la mentalidad latinoamericana. Se sintió y se vivió apasionadamente aquel conflicto y sus huellas son visibles en la actitud mental de los latinoamericanos desde entonces.

El otro gran suceso de muy importante repercusión fue la toma del poder por la Revolución cubana en 1959. El eco y el ejemplo de aquella gesta llena de heroísmo, de sublimes ideales y de voluntad de cambio profundo se hizo sentir en todo el continente y provocó poderosas adhesiones y, en muchas formas, modelos e invitaciones para el pensamiento y la acción. No es posible entender la historia política e intelectual de la América Latina en esos largos años transcurridos desde la toma del poder en La Habana por Castro, sin tomar en cuenta la poderosa y constante influencia de ese gran hecho, que va desde la acción política y las tentativas de guerrilla hasta las muchas maneras de repercusión en el pensamiento y en la forma de concebir el destino colectivo.

Los grandes sucesos internacionales recientes, dramáticamente simbolizados por la caída del Muro de Berlín, cambiaron radicalmente esa situación y parecieron cerrar muchas de las variadas vías de búsqueda de aquel rumbo.

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La gran crisis ideológica que se extiende al mundo entero desde la desaparición de la Unión Soviética, el fin de la Guerra Fría y los fracasos del proyecto socialista, pone a la América Latina nuevamente en la difícil situación de buscar caminos. Las negativas experiencias del pasado, desde la Independencia, deben tener ahora más que nunca un valor activo de enseñanza y advertencia. Lo que parece surgir de inmediato son las fórmulas pragmáticas de la aplicación de los principios de la economía de mercado para un regreso al bienestar económico y a la paz social.

Es evidente que esto no basta y que más temprano que tarde van a surgir en el mundo nuevas propuestas ideológicas y se van a abrir caminos, ante los cuales la América Latina tendrá que adoptar decisiones difíciles.

La larga experiencia de la andanza por los caminos extraviados habrá de ser tenida muy en cuenta cuando esa hora de los nuevos compromisos y de las nuevas búsquedas comience a tomar cuerpo. Lo demás es profecía.

Del Cerro de Plata a los caminos extraviados. Ed. cit., pp. 149-167.



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