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ArribaAbajoLos libros de Miranda

Hace más de siglo y medio que rondamos en torno a una casa de Grafton Street, en Londres, sin lograr penetrar en su interior. Sabemos, como los huroneadores de la vida ajena, quienes viven en ella, los nombres de algunos visitantes y ciertos aspectos de algún aposento.

Ha vivido allí, por años, el general Francisco de Miranda, un nativo de las Indias Occidentales, originario de la desconocida ciudad de Caracas, en la lejana Tierra Firme.

Viven con él su mujer Sarah Andrews y dos hijos: Leandro y Francisco. Los visitantes son muy variados: políticos ingleses, viajeros de los Estados Unidos, revolucionarios de Francia, criollos de México, de Lima, de Santiago o de Buenos Aires, abates y francmasones, españoles afrancesados, conspiradores italianos, oficiales rusos, gentes del imperio otomano, mercaderes, músicos, escritores y bellas y desenvueltas mujeres.

Sabíamos que la casa era espaciosa y amoblada con gusto. Había un busto de Apolo, uno de Homero y otro de Sócrates. El dios solar de la armonía y de la belleza, el fabuloso creador del lenguaje poético y el filósofo vagabundo dedicado al estudio del hombre que era el estudio de la verdad. Había recuerdos de viajes y de campañas. Porcelanas de Meissen y de Sevres, esmaltes rusos, grabados de Roma, armas, una flauta sobre un atril y una numerosa biblioteca.

Ahora, al fin, hemos podido penetrar en la biblioteca y examinarla.

Durante mucho tiempo la visión que tuvimos de Miranda fue la de un soldado de fortuna, gran aventurero en el más alto escenario del mundo, metido en la intriga de los grandes sucesos internacionales y tenazmente empeñado en lograr la Independencia de la América Latina.

Sabíamos que había salido de Caracas a los veintiún años para incorporarse en el ejército del Rey de España, que había combatido en África, que había sido destacado a La Habana y había tomado parte con las fuerzas españolas en la guerra de Independencia de los Estados Unidos, que por intrigas y acusaciones, que más tarde se demostró eran falsas, tuvo que retirarse del servicio. Vino entonces el tiempo de recorrer   —86→   libremente el mundo como un peregrino de la libertad. Toma asiento en Londres. Se hace conocer y considerar de los hombres más distinguidos de su tiempo. Es contertulio de los ministros, de los embajadores y de los generales. Propone planes a Pitt y a Wellington. Hace un vasto recorrido que lo lleva, como a un gran circo de la historia viva, a Francia, Italia, Grecia, Turquía, Rusia, los países escandinavos, Prusia, Holanda y por último a la casa de Grafton Street.

No ignorábamos que había alcanzado, por vocación heroica, el raro privilegio de participar de manera activa y destacada en las tres grandes conmociones universales de su época: la Independencia de los Estados Unidos, en la que toma parte como oficial expedicionario español; la revolución francesa, en la que comanda como general el ejército del Norte y la liberación de las colonias españolas de la América, en la que actúa como inspirador, precursor y generalísimo de las primeras fuerzas.

También sabíamos del sino trágico de sus tentativas para lograr la Independencia de su América. La expedición del «Leandro», en 1806, terminada en desastre. El regreso a Venezuela, en 1810, para presidir el nacimiento y la trágica agonía de la Primera República. El prometéico amanecer de La Guaira. La larga prisión. La muerte en la Carraca de Cádiz el 14 de julio de 1816.

Con todo no era sino una visión superficial de hechos que apenas permitían vislumbrar la interioridad del hombre extraordinario que había cumplido tan prodigioso destino.

Cuando hace pocos años se descubrió en Inglaterra, el perdido y casi olvidado tesoro de su archivo, se pudo asistir al redescubrimiento de la verdadera dimensión de aquel grande hombre.

Allí estaba en papeles, en datos, en apuntes, en diarios el testimonio de una inteligencia superior, de una curiosidad universal y de un sentido del tiempo y de las circunstancias de excelso actor de la historia.

Era ciertamente muchísimo más que un soldado de fortuna o que un precursor desventurado de la Independencia. De aquellos papeles surgía la gigantesca figura del hombre más culto y más universal de la América Latina de su tiempo.

Aparecía un ser excepcional para su hora, que todo lo había querido conocer y comprender. Estaba al día en todas las novedades de su época. Conocía los secretos del arte militar, hablaba de la Biblia con los sabios doctores escriturarios, del derecho de gentes con los diplomáticos, de las campañas de Turena y de Condé con los soldados, de fortificaciones y puentes con los ingenieros, visitaba los museos y las colecciones de obras de arte para comprender las distintas escuelas, leía a Winckelman y a Mengs, sobre el arte antiguo, hablaba de música con Haydn, citaba a Homero en griego y a Horacio en latín y hablaba lo mismo de la historia de los aztecas que de la de los antiguos persas.

Sabíamos de su pasión por los libros. En los diarios de viaje, en los inventarios y en la correspondencia aparecen con frecuencia referencia a éstos. (Arch., VII, 139 y ss.). Así llegamos a conocer la variada y significativa   —87→   lista de los que poseía en Madrid para 1780, y que hubieran podido servir para señalarlo de afrancesado, librepensador y hasta revolucionario. Los Viajes de Gulliver están allí, junto a Bernal Díaz, a Raynal y a los filósofos del enciclopedismo ilustrado. En Pensacola compró libros y en La Habana vuelve a formar biblioteca. A todo lo largo de sus viajes compra libros, los lee, los anota y los envía en cajas a Londres. En Cronstadt o en Marsella, en Hamburgo o en París. Así se fue formando la biblioteca que en los años finales llenaba dos habitaciones de la casa de Grafton Street. Hasta en la prisión de la Carraca, sabemos que estuvo acompañado de libros, entre ellos El Quijote y la Biblia.

Se había encontrado también la lista de los clásicos griegos que había dejado, en su testamento, a la Universidad de Caracas. Éstos, según se ha podido comprobar, comprendían cuarenta y ocho títulos en más de un centenar de tomos. No podía menos que resultar inaudito que un general insurgente que, según se tenía entendido, había pasado su vida entre aventuras, guerras e intrigas, le dejara a la Universidad de su ciudad natal lo esencial de la literatura clásica griega en un centenar de libros que habían formado parte de su biblioteca personal. Allí estaban, en bellas ediciones eruditas, los insignes poetas: Homero, Anacreonte, Píndaro, los grandes historiadores, los filósofos, los trágicos, los oradores: Arquímedes, Platón, Aristóteles, Herodoto, Eurípides, Plutarco, Jenofonte, Tucídides, la Antología, Pausanias.

En los ricos y heterogéneos volúmenes del Archivo aparecen frecuentemente las referencias a libros, lecturas, bibliotecas y tratos con libreros. En todos los altos de su peregrinaje europeo adquiere obras que lee con avidez en las noches de las malas posadas, entre una y otra visita de alguna ninfa de alquiler. Es constante en la correspondencia la referencia a libros y a préstamos de libros, como es el caso con el eminente J. S. Mill. En ocasiones envía a algún amigo el catálogo de sus obras. Está en relación constante con libreros que le ofrecen novedades. Se mencionan entre ellos Egerton, Dulan, White y el mismo Evans a quien más tarde le tocó la triste tarea de dispersar en subasta la rica biblioteca. En estas adquisiciones invierte sumas importantes.

En una demostración de cuentas de Vansittart de diciembre de 1801 (Arch., XVI, 237) aparece una partida de 300 libras a favor del librero White y otra de 77 en beneficio de Egerton. Son sumas de consideración, aun sin tomar en cuenta el alto poder adquisitivo de la moneda en aquel tiempo.

A lo largo de los itinerarios surgen deliciosas estampas de su amor a los libros. Sabemos que en Suiza adquiere el Elogio de la locura de Erasmo con ilustraciones de Holbein y que admira el paisaje de las montañas nevadas y los valles helvéticos leyendo a Virgilio y los idilios prerrománticos de Gessner. En la aldea de Reinefeld, asomado a la ventana del cuarto de la posada, lee las Geórgicas mientras alcanza con la mano las maduras frutas de un ciruelo. Otras veces lee a Gil Blas mientras se debate en el mundo picaresco de los posaderos y los postillones, o las   —88→   Confesiones de Juan Jacobo Rousseau que lo ponen a meditar sobre las circunstancias de su tiempo.

Es lector voraz e insaciable y además ama a los libros con la serena pasión del hombre culto. En las notas que escribe por la noche en la soledad de la alcoba está más viva la voluptuosidad de la lectura del libro que tiene a mano que la de las visitas de las mozas que el criado le trae. Es lo que le ocurre aquella noche del albergue de Amsterdam (Arch., III, 278), en la que se ha quedado solo y enfermo y ya tarde, antes de rendirse al sueño, pone en el papel aquella confidencia conmovedora: «Me he quedado en casa leyendo con gusto y provecho. Oh, libros de mi vida, qué recurso inagotable para alivio de la vida humana».

De las páginas del Archivo surgía por encima del hombre de acción un refinado sabedor de la cultura, conocedor del arte, amante de las letras y sediento de sabiduría.

Todo esto resultaba como la revelación de nuevos territorios y profundidades en la rica y compleja personalidad de Miranda. Empezaba a revelarse la singularidad y la superioridad intelectual de su persona entre la mayoría de los próceres de la Independencia americana.

Hubiera sido sumamente deseable llegar a conocer lo que había en aquella biblioteca, que tan rica se mostraba en el solo aspecto de los clásicos griegos. Nada revela mejor la calidad del espíritu de un hombre que los libros que lee o que posee. Es la manera de hablar con los grandes muertos, como entendía Gracián, y el mejor de los tres comercios que hacían grata la vida humana para Montaigne.

Ahora, al fin, ha sido posible saberlo, gracias al hallazgo que se ha hecho en los repositorios del Museo Británico de dos catálogos de subasta de libros, realizadas en Londres en 1828 y 1833. Doce años conservó la mujer fiel lo que quedaba de esos libros antes de animarse a entregarlos al mercader Evans, para que iniciara el día 22 de julio de 1828 la venta de «la valiosa y extensa biblioteca del difunto general Miranda».

Hojear esas páginas produce asombro. Lo que allí se enumera y que obviamente no era todo lo que Miranda llegó a poseer en libros, representa una de las bibliotecas privadas más ricas, variadas y cultas de su tiempo. No había en América ningún personaje, ni tampoco ninguna institución sabia que poseyera entonces un conjunto de esa significación y amplitud. El hombre que desembarcó en Coro, que combatió en Valencia, que murió en un oscuro calabozo de reo de Estado, era sin duda el criollo más culto de su tiempo.

La acción guerrera y revolucionaria aparece ahora como una faceta tan solo, de aquella extraordinariamente rica y honda personalidad. No sólo miraba las cuestiones de la América Latina, como ya lo sabíamos, dentro del marco de la política internacional de las grandes potencias, sino que consideraba el destino y las circunstancias de su tierra y su gente desde el elevado mirador de la cultura universal, de la sabiduría antigua y moderna y del panorama general del hombre en el mundo.

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Esa misma superioridad lo alejaba, en cierto modo, de su medio. No podían entenderlo los ansiosos, impulsivos y superficiales contertulios de la Caracas de 1811. Cuando hablaba de la República, no pensaba en el folleto en que se mal traducía la Constitución de los Estados Unidos, sino en el debate de Platón sobre la justicia, en las ideas de Hobbes y de Locke, en la historia de Gibbon, en la experiencia vivida en Francia y en la historia florentina de Maquiavelo.

Ahora mirando esos libros comprendemos mejor la magnitud de su grandeza y de su tragedia.

Dos fueron las ventas que efectuó Evans. La primera en julio de 1828 y la segunda, un lustro más tarde, en abril de 1833. En la primera se pusieron en subasta 780 títulos en 2.400 volúmenes, y en la segunda, 1.071 obras con 3.200 tomos. Al margen del catálogo constan los nombres de los compradores y los precios pagados. En su mayoría los precios fueron bajos. Ninguna de las obras sobrepasó el nivel de 17 libras esterlinas, que alcanzó algún ejemplar de extraordinario mérito, y las más se vendieron por algunos pocos chelines.

Los compradores fueron, en general, libreros. Figuran entre ellos dos emigrados españoles, que se dedicaban a este tráfico para sobrevivir en Londres. Son ellos Vicente Salvá, el famoso bibliófilo y gramático, y el canónigo Miguel del Riego, hermano del héroe del pronunciamiento liberal de 1820.

A la monótona voz del subastador se fueron dispersando los libros que en cerca de cuarenta años de ansioso e iluminado peregrinaje había reunido y manoseado el caraqueño. Estaban asociadas a aquellos volúmenes, las horas más profundas y serenas de su apasionada existencia. Días de lluvia, de niebla o de desesperanza en que podía refugiarse en Herodoto, o leer con asombrada fruición el Viaje Sentimental de Sterne, o las picarescas impertinencias del Diablo Cojuelo, momentos de apremiosa consulta en que buscaba para anotarlas las técnicas de cultivo de plantas nutritivas, o de formaciones militares para el ataque, o los requerimientos para establecer un astillero eficiente. O en alguna noche de desesperanzado insomnio leer a Montaigne o meterse por el barroco laberinto de los Sueños de Quevedo.

Todo eso se iba con los libros que la buena Sarah había guardado por doce años. Habían llegado a la casa de Grafton Street las noticias de los reveses en Venezuela, el ominoso anuncio de la prisión, el traslado a Puerto Rico y a Cádiz. Se habían recibido los gruesos legajos del archivo traídos en la fragata que no pudo llevarlo a la libertad. Habían transcurrido cuatro años de inverosímiles esperanzas alimentadas por breves noticias y recados salidos de la fortaleza gaditana, hasta que llegó la espantosa certidumbre, trasmitida por el criado, de que «entregó su espíritu al Creador mi amado señor don Francisco de Miranda».

Los hijos se habían marchado a la propia aventura de sus vidas, pero quedaba la casa intacta como si cada día se esperara la vuelta del dueño. Nada se cambió en los muebles, ni en la disposición de los aposentos.   —90→   Venían los visitantes y se sentaban a rememorar al rescoldo de los libros. Se servía una copa de oporto y se hablaba del pasado. Con frecuencia debía aparecer Andrés Bello en busca de alguna obra para la consulta, o algún refugiado español o criollo.

Hasta el día en que hubo que comenzar a vender objetos de valor para sostener el modesto pasar de la casa.

La decisión final y más dolorosa fue la de vender la biblioteca. Una parte en 1828, la otra en 1833, dieciséis años después de que los despojos de Miranda habían sido lanzados a la fosa común del presidio.

Ya había muerto Bolívar, Bello se había marchado a Chile, Páez presidía a Venezuela, Santander a la Nueva Granada y Flores al Ecuador, cuando Evans terminó de dispersar los libros de Francisco de Miranda. Entonces sí debió quedar finalmente vacía la casa de Grafton Street.

Pero es ahora cuando nosotros podemos acercarnos y contemplar, al fin, la biblioteca como estuvo en los días en que el General la vio por última vez, antes de emprender el fatídico regreso a su tierra nativa.

Es una biblioteca de trabajo, hecha no para el regodeo del coleccionista, sino para la formación y la curiosidad de un hombre. Hay, ciertamente, bellas ediciones, valiosas como monumentos de arte, pero lo que más impresiona es la variedad de temas, épocas y autores. Todo está allí, testimoniando el ansia universal de conocer de Miranda: poesía, teatro, ensayos, historia, religión, filosofía, viajes, bellas artes, agricultura, novela, ingeniería, lingüística, arte militar, medicina, ciencias naturales, enciclopedias y diccionarios.

Hay algunas joyas de bibliófilo como aquella maravillosa Biblia Políglota, salida de las prensas maestras de Cristóbal Plantin, en Amberes, bajo los auspicios de Felipe II, entre los años de 1569 y 1572, que comprendía léxicos, opúsculos y gramáticas además de los textos hebreo, griego y latino, impresa en ocho volúmenes en cuarto, encuadernada en piel de Rusia y con cantos dorados, a la cual Miranda había añadido en dos tomos suplementarios otras ediciones y algunos apócrifos.

Junto a esta Biblia monumental, que alcanzó el precio, hoy ridículo, de 12 libras y 12 chelines, había otras muchas en variadas ediciones, inglesas, francesas, latinas y españolas, entre ellas las de Scío y de Casiodoro de Reina. No faltaba el Corán, ni algún tratado sobre el Concilio de Trento, ni los libros de Erasmo.

Estaba el vasto mundo conocido, desconocido y hasta imaginario, en maravillosas obras de viajes. Páginas para conocer y para figurarse las lejanas tierras que Miranda había recorrido y las que no conocería nunca. Estaba la Collection of Voyages, de Churchill y Harleian en 8 tomos, ilustrados y encuadernados en piel de Rusia y, también figuraba Pilgrims and Pilgrimages de Samuel Purchas, en una edición de 1617 en cinco volúmenes, que alcanzó el alto precio de 15 libras y 10 chelines. Era la fabulosa visión del mundo exótico que alimentó los sueños geográficos de poetas, estadistas y navegantes elizabetanos y de la que tomó Coleridge el   —91→   trasfondo de nombres, domos y ríos para evocar como un espejismo el inasible Xanadu de su prodigioso Kubla Kan.

Particularmente rico es el fondo de libros sobre la América Latina, que refleja el constante interés de Miranda por reunir y conocer la más completa información sobre aquellos pueblos. Están allí la Historia de Venezuela de Oviedo y Baños y el Orinoco del padre Gumilla con la presencia de la tierra natal. Pero también aparecen colecciones de historiadores primitivos de las Indias Occidentales, las obras de Acosta, de Cieza, de Pedro Mártir, los Comentarios Reales del Inca Garcilaso en la edición original, el libro de Clavijero sobre el México Antiguo, la crónica de Bernal Díaz sobre la Conquista de México, y las Memorias de Ulloa.

La descripción geográfica de la América Meridional hecha por Félix de Azara, varios diccionarios históricos y geográficos de las Indias Occidentales, las historias de Gomara y de Solís, sin olvidar el libro de Charlevoix sobre los jesuitas del Paraguay, una edición de Las Casas en francés, Los Incas de Marmontel y la inevitable Historia de las Indias del abate Raynal, en su primera edición. Había también, y desgraciadamente nunca sabremos lo que estaba en ellos, diez tomos de impresos, folletos y obras varias relativas a Norte y Sur América.

Estaba presente también la larga y pugnaz familia de los filósofos. Los griegos en otras ediciones distintas de las que se destinaron a Caracas. Epicteto y Séneca con su lección de supremo desengaño y serenidad. Entre ellos aparece la gema incomparable de un libro salido de las muy nobles prensas de los Manucios, príncipes italianos del arte tipográfico del Renacimiento. Es la exposición de Asconio Pediano sobre las oraciones de Cicerón, en latín, salida de los talleres aldinos en 1547, enriquecida con correcciones manuscritas de Paulus Manucio y con dedicatoria al dogo Matheo Dandolo.

Está Averroes con algunos escolásticos, pero sobre todo la aguerrida falange de la filosofía moderna que sacudía por entonces a Europa. Las obras completas de Descartes, las de Pascal, todo Voltaire en 70 tomos, todo Condillac en 23, todo Rousseau en 35. Está Montesquieu completo junto a Hobbes y a Locke y la nueva concepción del universo en los trabajos completos de Newton. Todas las potentes y fundamentales afirmaciones de la nueva ciencia del hombre y del cosmos.

No podían faltar las bellas artes. Miranda reúne los más ricos y raros libros de reproducciones, historia y crítica de las artes plásticas. Están las obras de Winckelman y de Mengs con la nueva filosofía estética del neoclasicismo. La colección de Bártoli con reproducciones a color, iluminadas a mano, de las pinturas antiguas, en tres tomos, editada en París en 1783 que alcanza el precio de £ 17, el más alto de la venta. Están allí el Museo de Palomino, las Vidas de artistas de Vasari, las Antigüedades de Atenas de Stuart, las antigüedades romanas de Adams y en dos preciosos volúmenes en colores la colección de vasos etruscos, griegos   —92→   y romanos de sir William Hamilton, el legendario marido de la fabulosa Emma, editados en Nápoles en 1766.

Hay obras sobre las excavaciones de Pompeya y grabados de Palladio y de Piranesi. Muchas veces los debió hojear don Francisco con la imaginación perdida en recuerdos, contemplando aquellas vistas imponentes de las ruinas romanas y acaso se detuvo, curioso y pensativo, a mirar aquellas inmensas y deshabitadas estructuras del odio y la maldad que son las cárceles de Piranesi.

Las publicaciones de materia militar son numerosas y variadas como era de esperarse en aquel soldado de la libertad. Hay muchos ejemplares de biografías y de historia militar y reglamentos de infantería, de caballería y tratados de fortificaciones. Está la correspondencia oficial de Washington, la vida de César, las Reflexiones militares y políticas de Santa Cruz en doce tomos, el Léxico militar de Aquini y un Diccionario de los sitios y batallas memorables en seis tomos. Están entre ellos algunos libros que tocaban muy de cerca a la vida y a los sentimientos del dueño de la biblioteca. Así es el caso de la Histoire de la Revolution de France por Moleville, publicada en 14 tomos en 1801 y una Vida del General Dumouriez, editada en Hamburgo en 1795, en la que debió encontrar muchas cosas que objetar sobre aquellas campañas en las que él tomó parte junto al francés, a la que posiblemente debió poner glosas y acotaciones marginales, como lo hizo con el curioso libro titulado Tratado de Re Militari hecho a manera de diálogo entre los ilustrísimos señores Fernández de Córdova y Duque de Nájera, preparado por Diego Gracián y editado en Bruselas en 1590, en el que Miranda escribió de su mano: «Muy buen libro».

Habría que mirar con emoción varias obras sobre Catalina II de Rusia, en especial las de Tooke, que debieron aumentar su nostalgia del tiempo despreocupado y feliz que pasó en la corte moscovita.

Las más abundantes son las obras literarias. Están allí junto con los grandes clásicos los creadores del Renacimiento: Boccacio, Dante, Petrarca, Tasso, Ariosto, el Aretino con su picante regodeo, Bossuet y los grandes autores franceses del siglo de Luis XIV, y como en dos extremos del registro de la inteligencia humana Rabelais y Montaigne. Están también los autores más recientes y famosos de su propio siglo, aquellos que en los cafés de Londres habían creado un nuevo estilo satírico de razonar. Swift, Dryden, Richardson. No podía faltar un imponente conjunto de autores españoles. Hay varias ediciones del Quijote, entre ellas la monumental de la Academia. Aparecen allí Garcilaso de la Vega, Ercilla, Teresa de Jesús, Calderón, Lope, Quevedo y Gracián. Está entre esos libros el entonces raro y poco apreciado de Tomás Antonio Sánchez sobre las Poesías castellanas anteriores al siglo XV, editado en 1779, en el que por primera vez se publicó el poema del Cid. No debe caber duda de que este ejemplar debió utilizarlo asiduamente Andrés Bello en su prodigioso trabajo de investigación y crítica sobre aquel cantar de gesta.

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Hay una edición de 1790 en tres tomos de las obras de Shakespeare, que merece retener la atención. En medio del predominio del gusto neoclásico que imperaba entonces y que consideraba casi monstruoso y de mal gusto aquel teatro, la posesión de este libro revela la independencia de criterio de Miranda.

Es notable la ausencia de obras románticas. Pareciera que el lector de Shakespeare no se atrevió a adquirir aquellas increíbles Lyrical Ballads, con las que Wordsworth y Coleridge abrieron el esplendor del romanticismo inglés en 1798. Asoma apenas el prerromanticismo español en las poesías de Meléndez y hay un libro sobre los supuestos poemas de Ossian.

No están, ni podían estar en aquella subasta, todos los libros que leyó Miranda. Muchos debieron extraviarse durante su vida inquieta y peregrinante. De los libros y obras de arte que dejó en París casi no sabemos nada. Cierto es que no aparecen en los catálogos ni Schiller, ni Goethe, pero en cambio sabemos que con alguna reiteración menciona en sus apuntes la palabra romántico refiriéndose a paisajes, aun cuando sin darle el significado de escuela antineoclásica que vino a adquirir mucho más tarde. El hecho de que leyera a Ossián, a Gessner, a Rousseau, a Shakespeare, a los primitivos poetas castellanos y a los grandes anticlásicos del Siglo de Oro español, como el hecho evidente de que admirara con sincera emoción la menospreciada arquitectura gótica y se mostrara tan modernamente sensible al paisaje, nos hace pensar que Miranda estuvo abierto a la gran novedad renovadora del arte que se anunciaba en su tiempo.

Nada escapa a la curiosidad creadora de aquel hombre que estaba plenamente consciente de la hora de su destino humano. Hay obras de medicina y sanidad, hay cursos de agricultura y comentarios sobre la ley agraria española. La Historia Romana de Gibbon, junto a las obras de Galileo y al Ensayo sobre la Fisiognomía de Lavater. Había estado en presencia de Lavater quien le había hecho la ficha de su carácter, como también había conversado con Haydn sobre Boccherini y con Klopstock sobre poesía religiosa.

Estaba la Utopía de Tomás Moro, con el Teatro Crítico de Feijoo y con la Historia Natural de Buffon en francés, en 29 volúmenes.

Como corona y síntesis del pensamiento de un hombre de su siglo está la edición de Lausanne de 1781, en 36 tomos, más tres de grabados de la Grande Encyclopedie de Diderot y D'Alembert, que no era otra cosa que el panorama completo de la crisis de conciencia y de valores que acabó con el Antiguo Régimen y abrió la era de las revoluciones.

No faltaban las obras sobre jardinería. El peregrino de la Europa de la Ilustración había aprendido a amar la naturaleza y los jardines. Está allí el entonces muy reciente libro de Repton: On landscape Gardening. Y también aparece la obra de Hirchsfeld: Theorie de l'art des jardins en 3 volúmenes, edición de 1779. Por los diarios de viaje (Arch., III, 240)   —94→   sabemos que este libro fue adquirido en Hamburgo en 1788 y que provocó en Miranda el más vivo interés por el autor y por sus concepciones de jardinería. Se le enciende la imaginación, vuelta siempre hacia su América y el futuro de su libertad, y escribe: «El inestimable libro de Mr. Hirchsfeld sobre los jardines considerados como una de las bellas artes... que es uno de los mejores libros que he leído en mi vida», para añadir a renglón seguido: «que lástima que una persona semejante sufra la indigencia y que no venga a formarnos Paraísos Terrestres en las faldas de los Andes».

Eran libros los suyos para anticipar y organizar el futuro de aquella «Colombeia» que iba a nacer de su acción. Todo lo que aprendía y reunía estaba destinado a ser aprovechado en aquella empresa. La jardinería del europeo innovador la veía trasladada a los altos valles y a las robustas cuestas de las cordilleras y pensaba en los jardines que la gran patria nueva y libre podía plantar a la sombra azul del Ávila en su Caracas nativa.

Aparece una Political Oeconomy de Steuart2 y también una traducción española de La Riqueza de las Naciones de Adam Smith. Su interés por la novísima ciencia económica era evidente. Adam Smith es mencionado en su correspondencia. Lleva una presentación personal para conocerlo en un viaje a Edimburgo, sin resultado. Ya en 1783 poseía, entre sus libros de La Habana, un ejemplar de The Wealth of Nations, que no aparece en el catálogo de las ventas de Londres.

Entre las más sugestivas novedades surgen dos obras de Alejandro de Humboldt. Empezaban a aparecer entonces aquellos libros que eran literalmente la revelación científica del Nuevo Mundo. Es posible que alguno de ellos llegara, enviado por un librero diligente, después de que el dueño de la casa se había marchado a su lejana patria para no volver. El catálogo menciona el primer tomo del Voyage aux Régions Équinoxiales3 de Humboldt y Bonpland, sin mencionar la fecha, pero cuya publicación fue de 1807. Se señalan igualmente las entregas 1, 2, 3 y 4 del Essai Politique sur la Nouvelle Espagne, cuya primera edición es de 1811. Ya no tendría tiempo de recibir, ni de leer, la deslumbradora visión del joven sabio alemán. Por el mismo camino de recuas, por la misma venta caminera que describe en su visita a Caracas, había vuelto el combatiente sin tregua para la lucha final.

El martes 23 de abril de 1833 concluyó la subasta del librero Evans. Habían quedado vacíos los dos cuartos de libros de la casa de Grafton Street, la biblioteca del frente y la pequeña, que él menciona en sus inventarios de muebles. De aquellos libros que habían acompañado su vida y su angustia no quedaba sino un puñado de monedas en las manos temblorosas de Sarah Andrews.

La última obra subastada fue un ejemplar manchado de las Obras de Jenofonte, traducidas por Diego Gracián y editadas en Salamanca en 1552. Lo adquirió por seis chelines el librero Riego, quien lo llevaría a su buhardilla de refugiado y de tratante.

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Eran la Anabasis y la Ciropedia puestas en noble prosa renacentista por el servidor de Carlos V. La educación del gobernante ideal en la dura escuela del heroísmo, y el fracaso y la retirada innumerable de los griegos que salieron de la frontera de su mundo.

No hubiera podido escoger mejor don Francisco el último de sus libros.

En busca del Nuevo Mundo. Ed. cit., pp. 63-80.



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ArribaAbajoFederico de Onís

Su rostro recordaba de una sugestiva manera las facciones de la Dama de Elche. El óvalo alargado, los pómulos altos, la boca recta, los ojos semicerrados y algo oblicuos, parecía mirar desde la más lejana historia y desde la más segura serenidad. Hablaba Federico de Onís con una voz martillada, clara y reiterativa, que iba descubriendo a través de la paradoja y de la sorpresa las más profundas y valederas verdades del hombre y de la creación literaria.

Oírle hablar del Quijote era una experiencia incomparable. Era como oír a España hablar de sí misma en una búsqueda desesperada de su contradictoria identidad. A ratos era el propio caballero de La Mancha el que parecía hablar por su boca, contra las verdades convencionales de la erudición y de la historia escrita.

Se había formado a la sombra de las grandes figuras de la generación del 98. Su maestro, su paradigma, su antagonista y su demonio fue Unamuno. No Fray Luis de León, a quien consagró un extraordinario estudio, pero que estaba lejos de él por la indiferente calma sobrenatural con que miraba lo humano. A Unamuno, en cambio, lo acercaba la combativa y agónica ansia de sentir hasta el fondo la trágica condición humana.

Había nacido entre los dorados muros de la Salamanca de Nebrija y del Lazarillo, en aquel trasunto de la más esencial España; se había encaminado hacia la filología y la historia literaria y se encontró con el gran vasco que predicaba la angustia existencial y la sinrazón quijotesca del hombre.

No podía resignarse a ser un erudito, confinado a la glosa interminable de los viejos textos, sino que se daba cuenta de que lo más significativo de la cultura estaba vivo en el pueblo, en sus tradiciones, en su lenguaje, en sus creencias y mitos. Se escapaba de los aburridos doctores para ir a oír al cantor popular decir su romance de Gerineldos o su corrido de Pancho Villa.

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Estaba en quijotesca y perpetua salida contra el conformismo y la vulgaridad, que nada tiene que ver con la originalidad virgen y profunda del pueblo.

En 1912, siendo un joven profesor de letras de la Universidad de Oviedo, lanzó aquel mensaje conmovedor donde pintaba al vivo el imponente anacronismo de las universidades españolas e invitaba a salir a reencontrar y a servir a la España viva, que estaba desamparada y sin luz. En 1916 le invitan a fundar los estudios de letras hispánicas en la Universidad de Columbia en Nueva York. Allí va a iniciar una labor de prodigioso alcance. Todo lo que en los Estados Unidos, a nivel universitario, se ha hecho para estudiar y conocer la civilización, la historia y las letras del mundo hispánico tiene su directa raíz en la enseñanza y en la obra de De Onís. Fue un adelantado a la gran manera creadora de sus antepasados del siglo XVI.

Nunca fue un político militante, pero creía en la libertad y tenía la religión de la fe en la dignidad irrenunciable del hombre. No estuvo nunca enteramente de acuerdo con la vana parlería de muchos de sus amigos republicanos, pero cuando la República fue destruida a sangre y fuego, se quedó con su derrotada bandera, en un destierro a que él mismo se había condenado. Sólo los que lo conocimos cercanamente podemos medir la inmensidad del sacrificio que fue para él renunciar voluntariamente de por vida a volver a España.

En los años de la vejez se fue a Puerto Rico, en busca del rescoldo de lo español, a enseñar con la palabra, con el ejemplo, con la tenaz devoción por lo esencial.

Envejecía como Don Quijote, entero, firme, combativo, empeñado en llamar a los seres y a las cosas por sus estallantes nombres. Hablaba y disputaba todo el tiempo con sus grandes muertos y con los vivientes que le parecían merecer esa compañía. A su lado estaba, en la más afectuosa e intransferible de las guardas, la figura admirable de esa insigne mujer que se llama Harriet de Onís. Allí estaban en sonora ausencia o en antagónica presencia Unamuno, Ortega, Machado, Lorca, Juan Ramón Jiménez, Galdós, Cervantes y también los místicos y Jorge Manrique y Séneca.

De ellos aprendió a hablar con supremo y sabio desdén de la vida y la muerte. Era suya la suprema condición de los estoicos de ser inaccesible o invulnerable al mal o al temor.

Cuando el zarpazo del mal lo quiso convertir en un guiñapo viviente, su maestro Séneca le dijo quedamente lo que había que hacer. Con su propia y firme mano cortó el camino largo y fecundo de aquella vida que salió de la plateresca plaza de Salamanca para no volver.

En busca del Nuevo Mundo. Ed. cit., pp. 158-160.



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ArribaAbajoEl mensaje de Angostura

Hace ciento cincuenta años se alzó en esta sala, con resonancia de eternidad, la voz de Simón Bolívar. Era entonces apenas el jefe de una hermosa y desesperada causa. Venía de ocho años de encendida revolución y de agónica guerra y representaba en su persona, con indiscutible título, la revolución y la guerra. Había luchado mucho, porfiado mucho y ambicionado mucho. Estaba quemado por el sol, oreado por el viento del mar y de la llanura, reducido a músculos y nervios, hecho al peligro y al azar e iluminado por unos ojos que parecían no apagarse nunca. Representaba bastante más de los treinta y seis años de ruda y aventurera vida que llevaba y el dorado uniforme y la espada de honor, sobre el cuerpo breve, daban una inolvidable lección de la verdadera grandeza.

Ya no era el joven caraqueño de la corte de Madrid y de las tertulias del Palais Royal de París, ya no era siquiera el confiado y arrogante enviado de la Junta de Caracas ante el gobierno inglés para tratar de obtener ayuda para la futura independencia. Era, ahora, el hombre que había visto dos veces derrumbarse la República venezolana y se había lanzado a la inaudita tarea de levantarla de sus ruinas. Conocía la embriaguez de la victoria y la desesperación del fracaso. Había entrado en Caracas triunfador, convertido en ídolo sobrehumano por el entusiasmo popular, para poco después embarcar en Carúpano derrotado, desconocido y abatido a reemprender, en otra parte, lo único que tenía que hacer: continuar la lucha hasta la final liberación. Había aprendido con las duras lecciones de la guerra y la adversidad la magnitud sobrehumana de su empresa, había recorrido, combatiendo, desde las heladas cordilleras hasta las calcinadas llanuras, había marchado al través de las inmensas inundaciones y de las tempestades de polvo de la sequía, había visto caer sus hombres bajo las armas enemigas, o agotados por la escasez o minados por la fiebre. Marchaba con tropeles de ganado, caballos cerreros y hombres semidesnudos. Ve empobrecer ante sus ojos el vasto país que recorría y con todo eso tenía que lograr que la gente lo comprendiera y lo acompañara, transformar los peones en soldados, hacer ejércitos y   —99→   generales, derrotar al enemigo y formar los cuadros para instaurar con eficacia el orden republicano nuevo que era el objetivo de su combate. Dominar la geografía, transformar los hombres, ganar la guerra y crear un Estado, era el gigantesco empeño que hacía arder aquellos ojos iluminados y sacudía el magro cuerpo.

Estaba en la última y, acaso final, tentativa. Es la vuelta de Haití y el incansable martillear sobre los hombres y las circunstancias. Va a ser difícil formar un ejército, va a ser más difícil conducirlo a la victoria y va a ser más difícil aún formar un Estado que justifique y dé plena dignidad a la Revolución de Independencia. Es el tiempo en que los terribles rivales impetuosos, que no pueden alcanzar lo que él ve, le mezquinean el reconocimiento. Es la época de las pugnas sordas o abiertas con hombres agresivos y poderosos como Mariño, como Arismendi, como Piar, como Páez, como Bermúdez. Tendrá que lograr imponerse a ellos por los medios más elementales de la autoridad, sin vacilar siquiera ante el fusilamiento, ratificar su derecho al mando con victorias incontrastables, y elevar las mentes de aquellos hombres de acción a la altura del estado de derecho.

El panorama no era favorable. La Nueva Granada parecía pacificada y asegurada por el poder español. En Caracas, el general Pablo Morillo representaba, con castellana sobriedad y energía, la autoridad de Fernando VII. Apenas quedaban a los hombres de la revolución, Margarita, algunos pedazos de la costa oriental y cuerpos móviles en la inmensidad de la llanura. La República y el porvenir de la independencia se han reducido a Simón Bolívar y su puñado de hombres.

En 1817 logra liberar a Guayana y entra en Angostura. Es la más vasta provincia de la nación colonial pero al mismo tiempo la más despoblada y sin recursos. Protegido por el inmenso foso del arco del Orinoco, establece en el viejo pueblo su centro de operaciones. De allí partirá para incursiones y campañas al través del río y de la llanura y allí establecerá las seguras bases de la legitimidad republicana.

Bolívar sabe, lo ha sabido en todo momento, que la guerra no puede ganarse solamente con las armas. No habría espíritu, legitimidad, ni destino histórico en el puro hecho material de una victoria armada. No habría ni siquiera el impulso generoso para llevar al soldado más allá de los límites de su desamparo y de su riesgo.

Tan pronto pone pie en Angostura, junto con las más urgentes medidas militares, va a tomar dos iniciativas muy importantes. El 30 de octubre de 1817 funda el Consejo de Estado, que es un alto organismo de consulta para que todo el peso del poder no quede en sus manos y para replantar, en la tierra arrasada por la lucha, el árbol de las instituciones republicanas.

Hay principios a los cuales no ha renunciado nunca y no va a renunciar nunca: Venezuela va a ser una república democrática, y el Estado no deberá depender de un hombre.

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El otro gran hecho es la fundación de El Correo del Orinoco. La revolución tenía brazos y corazón pero había de tener pensamiento para alcanzar toda su dimensión histórica. El 27 de junio de 1818 aparece el primer número. Son dos hojas, en torcida y menuda letra, salidas de una mísera imprenta que maneja Andrés Roderick. Frente al gran río adormecido y a la inmensidad selvática, dice el pequeño papel: «Somos libres, escribimos en un país libre». Allí escribían los hombres más cultos de la independencia: Roscio que domina la historia y el derecho político, Zea que está al tanto de todas las nuevas ideas, el humanista José Luis Ramos, el nestoriano Fernando Peñalver, y aquel Manuel Palacio Fajardo, joven, docto, que ha recorrido el vasto escenario del mundo civilizado entregado con pasión a aquella empresa de creación y de cultura política.

Saben bien que están perdidos en la vastedad geográfica, «en el centro de las inmensas soledades del Orinoco», como ellos mismos dicen, pero hablan como si se hallasen en la encrucijada de la historia y estuviera pendiente de sus palabras la conciencia del mundo civilizado. Escriben en una olvidada ciudad vieja del viejo río de El Dorado, sin recursos, «En un país, según declaran, en que no se han visto más libros que los que traían los españoles» para una población rala, dispersa, acogotada por la guerra y por la ignorancia y sin embargo publican las noticias de la política europea, difunden doctrinas de filosofía política, hacen polémica no sólo con la Gaceta de Caracas sino con todas las ideas y errores de los reaccionarios del Viejo Mundo, insertan los boletines del Ejército Libertador y los decretos del Gobierno, reproducen las publicaciones de Buenos Aires y de Londres y aun los documentos oficiales y los alegatos del jefe del ejército expedicionario español. El Correo del Orinoco es el testimonio y la orgullosa afirmación de que aquel puñado de hombres representa un poder intelectual y moral incontrastable frente al dominio colonial que no contaba sino con las armas para sostenerse. No eran insurgentes, como despectivamente se les quería llamar, eran una revolución con doctrina y pensamiento y presentaban títulos legítimos de tiempo y de razón para exigir que su América debía entrar en la historia por su propia cuenta y a parte completa.

Esa breve hoja impresa, que sale de la pobre imprenta de Angostura, asegura de una vez la superioridad intelectual y moral de la causa de la Independencia. No eran partidas de insurrectos las que se movían en las ilimitadas llanuras del Orinoco, sino la presencia avasalladora de un nuevo tiempo de la historia.

Esta es la grandeza de Bolívar, la de estar más arriba y la de ver más allá de los acontecimientos inmediatos. La de sentir el tiempo histórico, la de anticiparlo y la de llamarlo a vida y hecho con las más eficaces e inolvidables palabras. En su cabeza bullen las gigantescas concepciones que van a cambiar el presente y a apresurar el futuro. Piensa en términos de continentes, de nuevas y poderosas instituciones, de humanidad, de libertad para los hombres, de justicia y de poder verdadero y respetable   —101→   para las nuevas naciones. Piensa en la unión de los países americanos, en la creación de un nuevo derecho, en un nuevo y más justo equilibrio del mundo con una América libre y rica que pudiera «mostrar al Mundo Antiguo la majestad del Mundo Moderno».

Sin embargo, no es un soñador ni un visionario. Ocho años de guerra, de dura adversidad y de desesperada lucha le han enseñado las inmensas dificultades de la empresa. Ve y conoce con toda claridad las fallas de los hombres y los obstáculos de la historia y de la naturaleza. Sabe que la libertad y la justicia no se imponen por decreto, que las fuerzas disociadoras y destructivas que vienen del pasado y de la condición social, oponen obstáculos aterradores. Que va a ser difícil convertir en soldados aquellos peones ignorantes y más difícil aún convertirlos en ciudadanos de una República. Pero su sentido de la realidad no lo lleva a aceptarla y a plegarse a ella. Si se hubiera resignado a ella no sería el héroe que es. Con aquella población escasa, formada en tres siglos de sometimiento absoluto y desarticulada y conmovida por ocho años de guerra, hay que hacer una República victoriosa y estable. Se proponía sacar del presente toda la posibilidad de futuro que contenía. Por eso no se resigna a ser el jefe de las partidas de insurrectos, sino que aspira a ser el Jefe del Estado de una sociedad de ley y de derecho tan respetable por su moral, su sabiduría y sus instituciones como por su voluntad de combatir.

Va a crear y a invocar con el nuevo patriotismo la nueva legitimidad americana. Es entonces cuando resuelve, antes de volver a la guerra de los llanos, convocar el Segundo Congreso de Venezuela.

En 1811 se había instalado el Primero en Caracas, lleno de las esperanzas de un tiempo auroral. Había sido un derroche de altas y ambiciosas esperanzas. Se oyeron las más conmovedoras oraciones sobre la libertad y sobre la democracia, se recitaron los derechos del hombre como una invocación religiosa, se vio llegar a Miranda como una leyenda viva de heroísmo y tenacidad, se creó una bandera y se sancionó una Constitución. Una Constitución que recogía las más idealistas aspiraciones del racionalismo, los más puros principios de la democracia, proclamaba el régimen federal y establecía un Poder Ejecutivo colegiado, de carácter casi nominal y simbólico, sin autoridad y sin fuerza. En verdad no llegó a aplicarse. Al terminar el estupor y la sorpresa de los sucesos lo que vino fue la caótica descomposición del orden colonial, que había sido suspendido pero no substituido, y el surgimiento canceroso de la guerra y la anarquía.

No era ahora el tiempo de las ilusiones, ni se podía diseñar en el papel un Estado ideal para un país cuya realidad parecía desconocerse. Lo que Bolívar tenía ante los ojos era la dura e inescapable verdad de aquellos largos años de inacabable guerra y de destrucción de las incipientes formas de asociación y de la escasa riqueza.

No hubiera podido, en verdad, convocar sino las dos provincias realmente liberadas: Margarita y Guayana. Las otras que añade no son sino   —102→   pedazos de territorio o ciudades sobre las cuales las fuerzas patriotas ejercen un dominio amenazado. Tampoco permitían las circunstancias celebrar ninguna forma de elecciones populares. Se escogerán para representar a un país disputado aquellos hombres que se han señalado por sus servicios en la guerra o por su lealtad a la Independencia.

Desde la ruina sangrienta de la Primera República el Libertador no ha cesado de reflexionar a fondo sobre las causas de aquel desastre y sobre el arduo problema de crear instituciones adecuadas a la vez a la realidad histórica de los pueblos y al propósito de crear una democracia sobre la herencia del absolutismo. Es lo que llama desde 1812, en el Manifiesto de Cartagena, «la ciencia práctica del gobierno» pero sin dejar de advertir que permanece «siempre fiel al sistema liberal y justo».

Es también lo que reitera, más pormenorizadamente, en 1815 en aquella iluminada Carta de Jamaica en la que recorre en la más deslumbradora síntesis todo el escenario del mundo americano, con su geografía difícil, sus poblaciones aisladas, las alternativas de su porvenir y las inmensas posibilidades de crecimiento y poderío que yacen en su seno de gigante dormido.

Ante esa realidad y ante ese desafío resuelve el 22 de octubre de 1818 convocar el Congreso que ha de reunirse en la ciudad de Angostura el 1º de enero del año siguiente. Es su propósito aprovechar esa excepcional ocasión para darle fisonomía, legitimidad y destino a la revolución de Independencia. Va a presentar una nueva Constitución que debe enmendar las fallas graves de la de 1811 y darle al nuevo Estado solidez y estabilidad, sin sacrificio de la libertad. Y dirá también su grande y definitiva revelación del Nuevo Mundo y de sus posibilidades reales. Va a hablar para toda la humanidad y para todos los tiempos. Va a levantar la lucha armada al nivel de una doctrina y de una concepción del destino colectivo.

En los ratos de descanso en Angostura consulta sus viejos papeles y anota los conceptos que le parecen importantes. Sin embargo, el pelear no le da tregua. Sale de Angostura a reunirse con Páez para preparar un encuentro decisivo con las fuerzas realistas en Apure. Va en la flotilla como pasando revista al inmenso panorama natural y humano. Ve las partidas de lanceros semidesnudos marchar por la llanura o acampar en los bosques de la ribera. Oye en la noche del campamento el eco de los cantos y de las músicas con que el soldado anima la angustiosa velada. Mira el inmenso cielo que cubre la soledad nocturna y por alguna constelación conocida sitúa las posiciones de la imaginación. Al noroeste, tras llanos y montes, debe estar Caracas dormida y lejana. Habrá repicado la hora en la esquina de San Jacinto que resonaba en los corredores y las alcobas de la vieja casa de su infancia. Más allá está el mar de los corsarios y de los navíos ingleses. Tanta ayuda que podría venir y tan sólo viene amenaza de la alianza de los reyes absolutos de Europa. Al oeste, está la alta sabana de Santa Fe de Bogotá, rodeada del cerco de hielo de sus inaccesibles páramos. Hasta allá habrá que llegar pronto para   —103→   hacer realidad la unión de la Nueva Granada y Venezuela en un solo país, en aquella Colombia con la que había soñado Miranda. A ratos habla con uno de aquellos oficiales ingleses, que han comenzado a llegar para ponerse al servicio de la República. Hablan de Europa, de las guerras napoleónicas, de las figuras políticas de la hora. El soplo que viene de la inmensidad es como el soplo de la historia.

No logra instalarse el Congreso el 1º de enero de 1819. No habían llegado sino los diputados de Margarita, Barinas, Cumaná y Guayana. Faltaban los de Caracas y Barcelona, a los que se iban a añadir más tarde, en voluntad de unión, los de Casanare.

El 21 sabe la noticia de la llegada a Angostura de frescos y numerosos contingentes de voluntarios ingleses. Son los comandados por Elsom y English. Forman parte del valioso grupo de hombres de esperanza y de lucha que han aceptado abandonar los viejos países para venir a servir la posibilidad parpadeante de una nación por hacer. Vienen a darse a una causa remota y hermosa, a meterse en el trópico encendido y en la cruel guerra primitiva, con ojos deslumbrados de novedad. Unos llegarán al Orinoco, otros recalarán en Margarita. Unos se regresarán en amargo fracaso, otros no lograrán adaptarse a las duras condiciones y estrecheces, pero otros se darán por entero al nuevo destino y con la patria nueva nacerán a una nueva vida.

Resuelve entonces suspender los planes de campaña y regresar a Angostura para instalar el Congreso y disponer la incorporación de los legionarios. Durante largos días baja por el ancho río, deteniéndose en las orillas a descansar y pernoctar. O'Leary nos ha dejado la conmovedora descripción de aquel viaje:

Reclinándose en la hamaca durante las horas del calor opresivo del día o en la flechera que lo conducía a bordo, sobre las aguas del majestuoso Orinoco o bien a sus márgenes, bajo la sombra de árboles gigantescos, en las horas frescas de la noche, con una mano en el cuello de su casaca y el dedo pulgar sobre el labio superior, dictaba a su secretario en los momentos propicios, la Constitución que preparaba para la República y la célebre alocución que ha merecido tan justa admiración de los oradores y estadistas.



En su hamaca de criollo, con doscientos años de hechura americana en la sangre, en el comienzo de una difícil campaña, dice lo que nadie sino él podía decir, para darles voz y anuncio y rumbo a innumerables generaciones mudas y para plantear, primero y más profundamente que nadie, las grandes cuestiones abiertas del destino de los pueblos del nuevo continente. Va a hablar por el conquistador y por el indio y por el negro. Va a hablar por la nueva gente surgida de la confluencia de las sangres y de las culturas. Va a hablar por la promesa de las tierras vírgenes y de los hombres por venir. Por los poderosos y por los humildes, por los orgullosos señores y por los esclavos, por los que están en los claustros dormidos de las universidades y por los que labran los campos, por los muertos, por los contemporáneos, por los de mañana, por los que han   —104→   clamado sin eco y por los que no han tenido nunca voz, por el Negro Miguel, por Túpac Amaru, por las injusticias de ayer y las de mañana y hasta por darles una dignidad a las remotas riberas de la selva donde los europeos del nuevo mercantilismo han recomenzado a poner sus factorías esclavistas. Va a hablar de la realidad y de cómo modificar la realidad. Va a hablar de lo posible. Y lo va a hacer en las palabras más verdaderas, poderosas y resonantes que ningún hombre de su tiempo pudo hablar.

Debió de sentirse como un gran río de la historia hecho de muchos afluentes y de muchos legados. Es encarnación viva y real de su América y por eso, como nadie, logra ser la conciencia de un mundo. Recoge, arrastra, incorpora y rehace todos los aportes del pasado frente a todas las posibilidades del mañana. El Orinoco que lo lleva en su despacioso resbalar de gigante le enseña su lección de totalidad. Todo un mundo palpita en sus aguas. Ha mezclado los ríos blancos y torrentosos, con los negros y sombríos del remoto bosque, y con los leonados y terrosos, ahítos de medir leguas de campo yermo. Toca con sus remotas manos y con sus largos dedos líquidos las montañas que dan al Caribe, el gran circo de la inmensa cordillera de los Andes, y el misterio impenetrado de la vastedad selvática de la Amazonia. Las aguas de todos los paisajes geográficos están en él y ha reflejado en sus millares de afluentes el rostro de todos los hombres y de todos los seres que se han allegado a aquel inmenso espacio continental. No podía tener mejor mesa de trabajo Simón Bolívar para terminar su oración del destino americano.

Llega a la ciudad el 8 y fija la instalación del Congreso para el 15. Todo es atareo y aire de víspera en la urbe fluvial. Están allí para el Congreso o para recibir las instrucciones del Jefe Supremo los militares y los hombres más distinguidos de la revolución. Han cambiado las raídas ropas de campaña por el uniforme de gala y por la casaca de las ocasiones solemnes. Están allí los legendarios guerreros con sus generalatos nuevos y sus caras mozas: Santiago Mariño, Rafael Urdaneta, Tomás Montilla, Pedro León Torres, y están también los forjadores del estado de derecho y de la misión civilizadora de la República, los redactores del Correo, Roscio, Zea, Palacio, Ramos, y además Fernando Peñalver, Diego Bautista Urbaneja, Gaspar Marcano, Antonio María Briceño, y el impetuoso sacerdote y guerrero Ramón Ignacio Méndez, que paseará su apasionada figura de combatiente desde los campos de batalla hasta el solio de los Arzobispos de Venezuela.

El 15 en la mañana se instala el Congreso. Las tropas rinden honores a la llegada del Jefe Supremo y Capitán General de los Ejércitos. Se ponen de pie los diputados para ver entrar al hombre atezado y nervioso, resplandeciente de charreteras y entorchados que sonríe con aquella melancólica sonrisa que a tantos ha sorprendido. Toma asiento en su sitial. Le conceden la palabra y se pone de pie. En el silencio vivo se alza la voz firme, martillada, implorante y autoritaria:

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«Señor: ¡Dichoso el ciudadano que bajo el escudo de las armas de su mando ha convocado la Soberanía Nacional para que ejerza su voluntad absoluta!».



No es ficción, es creación. No es a un grupo de hombres reunido al azar a quien habla Bolívar. Habla, con convicción y fe que quiere transmitir a todos, al «Augusto Congreso», a «los Representantes del Pueblo de Venezuela», a la «fuente de la autoridad legítima, depósito de la voluntad soberana y árbitro del Destino de la Nación».

Aquellos hombres tienen que ser, y serlo para todos de hecho y de derecho, los representantes del Pueblo. Si no lo fueran, o no hubieran de ser tenidos por tales, la República no podría existir y quedaría reducida a la condición de una insurgencia armada. No es él, a la cabeza de sus hombres, quien debe y puede tener la autoridad. No es Páez, no es Mariño ni Bermúdez: si va a haber República, si va a existir país legal, la autoridad suprema debe residir en un Congreso que represente al Pueblo y que se exprese por medio de la ley.

En este gesto de subordinación de la espada combatiente ante la ley y de sumisión de la fuerza al Congreso están la lección y el símbolo fundamental de aquel acto. Bien sabe él, como lo saben todos, que la guerra no está ganada, que las más duras y difíciles campañas están en el mañana, pero no quiere poner en peligro la existencia de la República y que pueda confundírsela con el simple mando de un jefe afortunado.

Comienza por pintar la realidad social, producto de la historia y de la guerra. Busca en el pasado remoto e inmediato las causas «del desarrollo de todos los elementos desorganizadores». Un pueblo no es una masa plástica inerte, sino el resultado viviente del pasado, de los muertos, de las creencias, de las circunstancias, de la realidad. Nadie como él ha mirado todo esto antes en América con tan penetrante mirada. Los elementos del cuadro social son la mentalidad española, el complejo proceso de formación de la sociedad colonial, las formas de existencia asociada, la condición heterogénea de la vida colectiva, los costosos errores e idealismos del primer gobierno republicano y la guerra, que han llegado a constituir «el torrente infernal que ha sumergido la tierra de Venezuela».

La empresa que tienen que acometer no es simplemente la de ganar una guerra, o la de proclamar un más o menos transitorio e ineficaz régimen republicano, sino «la creación de una sociedad entera». De esta gigantesca magnitud es el empeño que viene a revelar ante los atónitos ojos de los nuevos diputados y de los nuevos generales.

La gran cuestión fundamental de nuestro mundo está allí planteada en los términos más certeros e inolvidables. El es el primero que contesta a la gran pregunta de la esfinge del destino de la América Latina: ¿Qué somos? «No somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derechos...». Esa condición contradictoria e inestable se agrava por la situación pasiva y marginal en que se ha mantenido a los   —106→   criollos bajo un régimen de autoridad y de derecho divino; «abstraídos y ausentes del Universo en cuanto era relativo a la ciencia del gobierno», no habían podido «adquirir ni saber, ni poder, ni virtud». En estos tres requerimientos está la clave: saber, para alcanzar el más alto y difundido nivel de conocimientos científicos y prácticos; poder, para llevar a plenitud realizada toda la capacidad latente de crecimiento social y de adelanto económico, y virtud, que no es otra cosa que honesto amor del bien y afirmación de la dignidad humana.

En tales condiciones, en las que se trata nada menos que de «echar los fundamentos de un pueblo naciente», el Libertador señala la importancia de «la naturaleza y la forma de gobierno» que se haya de escoger.

Todo el pasado del hombre es el inmenso teatro de su reflexión. Mira sucederse en los anales de los tiempos los más hipócritas y los más descarados sistemas de opresión. La libertad ha sido un milagro transitorio, perecedero y difícil, «porque son los pueblos más bien que los gobiernos los que arrastran tras de sí la tiranía». Por eso estudia y señala el rezago negativo del pasado, la herencia activa de un sistema de legitimidad autoritaria y de sociedad de castas, pero no para negar la posibilidad de un régimen democrático o para renunciar a ella, sino para afirmarla, como posibilidad histórica, realizable mediante la aceptación de los hechos ciertos y la modificación de las circunstancias sociales.

Lo que Bolívar dice es que la democracia, la libertad, la igualdad y la justicia no se decretan en las Constituciones, sino que pueden y deben surgir de una esforzada y continua labor de creación de una sociedad nueva. Es para esa inmensa tarea ciclópea para lo que llama a los hombres de su tiempo y de la posteridad, no para mantener fáciles y abyectas formas de opresión, ni tampoco para crear instituciones imitadas e ilusorias, sino para formar un estado democrático en nuestra América, teniendo en cuenta las características de nuestro pueblo y los obstáculos de la realidad.

Pensar lo contrario es infamarlo. No renuncia ni a la libertad ni a la justicia ni menos a la igualdad. Lo dice sin sombra de duda y con desafiante convicción: «Un Gobierno Republicano ha sido, es y debe ser el de Venezuela: sus bases deben ser la Soberanía del Pueblo: la división de los Poderes, la libertad civil, la proscripción de la esclavitud, la abolición de la monarquía y de los privilegios». Proclama esos principios por los que ha luchado y va a luchar toda la vida y señala en su proyecto de Constitución las formas por medio de las cuales cree posible alcanzarlos. «Necesitamos de la igualdad», dice, con el objeto de compensar las diferencias de la naturaleza y crear la unidad fundamental del pueblo y también pide «la garantía de la Libertad Civil». Su esfuerzo se dirige a la formación de un «espíritu nacional» que tenga inclinación hacia dos puntos capitales: «moderar la voluntad general y limitar la autoridad pública». Lo que busca, con desesperada insistencia y angustia, es la creación de un orden democrático que tenga en cuenta la realidad   —107→   social y el carácter nacional. Lo que pide es, para repetirlo con su palabra conminatoria, «un Código de Leyes Venezolanas».

Porque hay que transformar a un pueblo, porque hay que hacerlo para la democracia, Bolívar invoca la importancia fundamental de la «educación popular». Pero la suya es una educación de la inteligencia y del carácter, no sólo para el saber sino también para la virtud. No sólo «luces», que sería la mira de una tecnología deshumanizada, no sólo «moral» que pudiera significar el mantenimiento de un rígido y anticuado conjunto de prohibiciones y castigos, sino «moral y luces», es decir la realización cabal del hombre entero, o para decirlo con sus viejas y conmovedoras palabras, junto al saber y el poder, la virtud.

En su sinceridad republicana no transige con las viejas formas establecidas de la injusticia. Ante un mundo que miraba la esclavitud como una institución legítima y que aceptaba y practicaba el tráfico negrero como comercio lícito, el hombre que se enorgullecía, más que de ninguna otra cosa, de ser llamado el Libertador, dijo medio siglo antes que Lincoln, que «no se puede ser libre y esclavo a la vez» y alzó la voz quebrada de emoción para exclamar: «Yo imploro la confirmación de la libertad absoluta de los esclavos, como imploraría mi vida y la vida de la República».

Es sobrehumana la empresa en que está metido. No sólo tiene que recorrer inmensos países en temeraria guerra, sino que frente a la debilidad de la nueva nación por nacer se alzan los grandes poderes históricos. No es sólo España, que en todo momento puede desatar una suprema ofensiva, sino las otras potencias dominadoras que pueden, unidas o separadas, intentar hacer presa fácil de aquellas poblaciones agotadas por la inacabable lucha. No luchan contra España para caer bajo otra dominación extranjera. El objeto no es otro que la independencia y el derecho al propio gobierno y por eso Bolívar expresa la fórmula suprema y desesperada del nacionalismo irreductible de los pueblos americanos, al anunciar «su última voluntad para combatir hasta expirar por defender su vida política, no sólo contra la España, sino contra todos los hombres».

Para ese designio y ese desafío invoca su antiguo propósito de «la reunión de la Nueva Granada y Venezuela en un grande Estado». Cuando lo dice está hablando de un país distante e inaccesible defendido por los picos de la cordillera y por las tropas españolas. Su situación militar era aparentemente la misma de los últimos tiempos, cuando escribía sobre la liberación de Guayana: «tomamos la espalda al enemigo desde aquí hasta Santa Fe... en el día la lucha se reduce a mantener el territorio y a prolongar la campaña; el que más logre esta ventaja será el vencedor». Sin embargo, antes de seis meses, habrá marchado con sus tropas miserables al través de los llanos inundados y del hielo y la ventisca de los páramos hasta Boyacá para caer con el increíble salto de un jaguar de los llanos sobre el sorprendido ejército realista y poner en el palacio del solemne virreinato las banderas de la América independiente. La   —108→   espada de Boyacá brilla con otra luz porque sobre ella reverbera el pensamiento del discurso de Angostura.

El Congreso restablecerá la legalidad de la República, elegirá a Bolívar Presidente de Venezuela, aprobará con modificaciones el proyecto de Constitución y coronará la obra de la campaña de los Andes al promulgar el acto fundamental de creación de aquel viejo sueño de unidad y de grandeza que ellos llamaban Colombia.

Todo esto se dijo y surgió en esta sala, frente al testigo inmenso y silencioso, grande como la ocasión misma, que es el Orinoco, y ante el asombro incrédulo y sobrecogido de aquellos pocos seres privilegiados.

Lo habían oído. ¿Es que, acaso, lo habían oído? ¿Es que tenían un término y una significación estricta y limitada aquellas palabras increíbles? Está la sala de pie, con lágrimas, encendidos los ojos, vitoreándolo.

Está el inmenso auditorio de todo un continente y de toda la posteridad. ¿Lo hemos oído?

En pie y abierta está la gran tarea de «crear una sociedad nueva», de hacer la República, de crear un pueblo, para «el saber, el poder y la virtud», de luchar sin tregua contra las limitaciones y los obstáculos interiores y contra la gravitación de nuevos y crecientes centros de poder mundial. Es a todos nosotros a quienes habla. Oídlo. Desde el Río Grande hasta la pica de hielo de la tundra magallánica. Está hablando para todos nosotros. En esta sala, en la eternidad del compromiso histórico, en el empeño inagotable de crear país y de hacer patria para todos los americanos.

Oídlo. Ha dicho finalmente la inolvidable manda: «Empezad vuestras funciones: yo he terminado las mías».

Bolivariana. Caracas: Horizonte S.A. de Seguros, 1972, pp. 63-82.



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ArribaAbajoLa otra América

Esto que muchos llaman la América Latina es, de modo muy significativo, el mundo al que se le ha arrebatado el nombre. Siempre ha habido una metáfora o un equívoco, o una razonable inconformidad sobre su nombre. Nuevo Mundo, Indias, América fueron otras tantas denominaciones del azar y hasta de ignorancia. Cuando en su mapa Martín Waldseemüller puso en 1507 el auspicioso nombre, lo colocó sobre el borde de la masa continental del sur. La parte del hemisferio norte no vino a llamarse América sino tardíamente.

Desde que en 1776 las antiguas colonias inglesas del norte se proclamaron independientes y a falta de designación propia optaron por la elemental definición política de Estados Unidos de América, que definía someramente su forma de gobierno y su situación geográfica, se planteó el problema del nombre para el sur. Cuando se hizo visible y poderosa la expansión y la fuerza del nuevo país, el nombre de americano vino a serle atribuido de un modo creciente. Para franceses e ingleses del siglo XVIII, Benjamín Franklin era el americano y en cambio un hombre como Francisco de Miranda, que podía encarnar con mejores títulos la realidad del nuevo mundo, era un criollo, un habitante de la Tierra Firme, o un exótico indiano.

El hecho de que el nombre no corresponda exactamente a la cosa no es lo importante. Ningún nombre corresponde exactamente a la cosa que designa. Arbitrarias y caprichosas en su origen fueron igualmente designaciones como Asia, África o Europa para no hablar de Italia o aun de España. El problema ha sido la falta de una identidad suficiente y segura.

Larga, difícil, no concluyente y cuatricentenaria es la busca de identidad de los hijos de la otra América, de ésa que se designa todavía por tantos nombres objetables y casi provisionales como Hispanoamérica, América Latina, Ibero-América y hasta Indo-América. La presencia de ese cambiante complemento revela la necesidad de una no bien determinada diferencia específica con el género próximo.

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Poco importaría el nombre viejo o nuevo, ingenioso o llano, si detrás de su planteamiento no se revelara una no resuelta cuestión de definición y de situación.

Ha tenido mucho que ver en todo esto la peculiar actitud del latinoamericano con el lugar y la hora. Ha sido la suya, desde el inicio, una situación para ser cambiada. Más que en ningún otro ámbito histórico se ha pensado allí en términos de porvenir y lejanía. Más que el hoy ha importado el mañana, más que lo visible lo invisible y más que lo cercano lo lejano. La búsqueda de El Dorado es una instancia ejemplar y extrema de esa mentalidad. Poco importaba la ranchería escueta y escasa de riqueza en que se hallaban, ante la idea de que estaban en el camino de El Dorado. Siempre se encontraban frente a una inmensidad por conquistar, ante la cual lo conocido y poseído resultaba desmesuradamente pequeño. Había un más allá en el espacio y el tiempo donde todo sería bueno y abundante.

Desde la llegada de los conquistadores se miró más el futuro que el presente. Venían a hacer «entradas», a conocer tierras nuevas, a buscar tesoros, a fundar para el mañana, con un proyecto en la imaginación.

Influyó en esto el hecho de ser América el primer gran encuentro del hombre moderno con un espacio geográfico totalmente desconocido y en gran parte vacío. Más importante que lo que había era lo que se podía hacer. El hecho mismo de llamarlo Nuevo Mundo revela esa concepción visionaria. No venían a sojuzgar ciudades y países sino a fundar lo que no existía y sin tomar mucho en cuenta lo que existía. Se crearon reinos, gobernaciones y provincias como un arquitecto traza en el papel el edificio por construir. Más que el presente importaba lo que podía ser hecho para el futuro. Se iba a hacer una Nueva España, una Nueva Castilla, una Nueva Toledo, a fundar la Orden de los Caballeros de la Espuela Dorada, o simple y llanamente, la Utopía de Tomás Moro.

La América Latina fue concebida como un proyecto. Todo lo que dicen los documentos oficiales más antiguos se refiere a lo que se puede hacer aquí. Esto va desde las Cartas de Colón hasta los discursos de Bolívar, desde la visión futurista y asombrada del jesuita Acosta en el siglo XVI hasta la descripción de las posibilidades del porvenir de que está llena la obra profética de Humboldt al final del período colonial.

La independencia misma tiene más que ver con un proyecto de futuro que con una realidad de presente. Es esa su mayor característica. Hay que crear para el mañana la más perfecta república que la humanidad haya conocido. No importan las limitaciones y los obstáculos del presente. Cuando en 1811 el Congreso venezolano dicta la primera Constitución hispanoamericana no parece tomar en consideración la situación real del país ni sus instituciones vigentes, ni su organización social o su economía, sino que se lanza, exento y libre de toda atadura con la realidad circundante, a invocar un orden político que requería la transformación de toda la realidad existente para poder funcionar.

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Se iban al más remoto pasado o se lanzaban al más utópico futuro. Todo menos al presente. Por lo demás, el pasado remoto, actualizado o resucitado, de una leyenda dorada ha sido una forma tradicional del pensamiento revolucionario. La revolución, en el fondo es una nostalgia, una tentativa de volver a la olvidada y perdida Edad de Oro.

En los papeles de los creadores de la revolución hispanoamericana surge ese desdén por lo inmediato. En el archivo de Miranda abundan los testimonios de esta actitud mental. Miranda observa y estudia el funcionamiento de las más avanzadas instituciones políticas de la Europa de su tiempo, desde el ejército y los hospitales, hasta los jardines y el Parlamento, para transportarlos en su oportunidad al Nuevo Mundo, pero a la hora de darle un nombre al jefe de ese inmenso Estado nuevo que se iba a extender desde México hasta la Argentina, no encuentra ninguno mejor que el del Inca. Un Inca iba a presidir la vasta república mirandina, estructurada sobre las más modernas formas políticas ensayadas por Inglaterra y por la Revolución Francesa.

El primero que se percata del riesgo de esta posición es Bolívar, que en el Manifiesto de Cartagena y sobre todo, en 1819, en el Discurso de Angostura, señala el reiterado error de no tomar en cuenta la realidad social creada por la historia. No tuvo buen éxito este llamado al orden. El continuo batallar del siglo XIX está expresado en proclamas utópicas que muy poco tienen que ver con la realidad circundante. Se buscaba una perfección política abstracta y se la quería para mañana.

Todo esto que no ha dejado de ser visto caricaturescamente, tiene una innegable grandeza trágica. Tantos años de lucha y de enfrentamiento destructivo en las naciones hispanoamericanas pudieron ser vistos con orgulloso desdén por los Estados Unidos de la época y por las grandes potencias europeas, como una muestra de inferioridad o de incapacidad para la vida civilizada. También vinieron los positivistas con su diagnóstico pesimista a señalar las invencibles fatalidades de clima, raza y momento que nos condenaban a la barbarie o a la impotencia para la vida civilizada. Pero un pueblo que por tanto tiempo y con tanta pasión se da a luchar en busca de promesas de justicia, de libertad y de igualdad, revela una fibra moral extraordinaria. Hubiera sido ciertamente más útil y productivo resignarse a lo posible, trabajar dentro de lo dado y renunciar a buscar las formas superiores de la dignidad humana, pero se escogió tenaz y mayoritariamente el riesgoso y difícil camino de lo absoluto.

Se ha hablado a este respecto del «nominalismo» hispanoamericano. Creer que el nombre es la cosa, que proclamar la república es la república, que decretar la igualdad es la igualdad. Algo de ello hay, pero no es todo. Si hubiera sido todo, los pueblos habrían permanecido quietos o hipnotizados junto a los renovados altares sobre los cuales se habían puesto los nuevos ídolos de los grandes principios liberales. No fue así; cada vez que la promesa o la esperanza no se transformó en realidad tangible, se reencendió la lucha. Lo que provocó las largas guerras que   —112→   en el siglo pasado desgarraron a casi todo el mundo hispanoamericano y que tiene sus puntos culminantes en vastos conflictos colectivos como la guerra de las Reformas en México, la cruzada contra Rosas en la Argentina o la Guerra Federal en Venezuela, no era sólo la proclamación de un dogma político sino una sed de justicia que en las formas más variadas y a veces ingenuas alcanzaba a todas las capas sociales.

No merece tanto desdén y burlona conmiseración un mundo que ha sido capaz de luchar tanto y por tan largo tiempo por los más altos ideales humanos.

Sin embargo, desde los días de la reina Victoria y de la Tercera República francesa, ha habido una América digna de admiración por su riqueza, sus virtudes y su creciente poderío, que era la constituida por los Estados Unidos y acaso por el Canadá, y la otra América, tierra caliente, pintoresca y primitiva, buena a lo sumo para colonizar y explotar. Tierra de loros, vicuñas, indios emplumados, gauchos y caudillos ignaros. También de algunos exóticos productos coloniales: cacao, café, ron, melaza, tabaco y pieles, y de extraños e impuros poetas.

No era fácil, no lo ha sido nunca, identificar a la América Latina, que presenta tantas y tan contradictorias faces, por dentro y por fuera. Lo que parece su contradicción no es sino una forma de su mezcolanza no conciliada. Está llena de la pugna de las reliquias y de las novedades. Medio siglo después de que Humboldt oía con asombro discutir de las mayores novedades políticas mundiales en el viejo camino empedrado de La Guaira a Caracas, Sarmiento describía la detenida vida del siglo XVII en Mendoza. Y cuando Bolívar llega al Cuzco en 1825 debió de tener la sensación de mirar abierto un profundo corte transversal al través de la historia. Juntos, superpuestos y escasamente mezclados estaban allí gentes, hábitos y piedras de la vida incaica junto a las iglesias castellanas, a los frailes de misión y doctrina, a los doctores en «Utraque» y a un ejército que traía, junto con su gruesa pólvora, ideas de Rousseau y Montesquieu. Pudo tener al mismo tiempo en una mano el pendón de Pizarro y en la otra un proyecto de Constitución democrática. Lo saludaban con las viejas palabras ceremoniales del Inca o del Virrey y él hablaba de ciudadanos y república.

Hubo una edad española que se quedó detenida y retrasada en tierra americana. Lo dice la lengua que evolucionó más lentamente, lo dice el arcaísmo no sólo de voces, sino de usos que pervivió en la vida de los criollos de clase alta. La llegada de los Borbones al trono de España se sintió en América tardía y superficialmente. En lo esencial sobrevivieron el mundo y los valores de la casa de Austria.

Aquel cristiano viejo de Castilla, que era el heredero de una larga historia del encuentro de cristianos, moros y judíos en la península y que llegaba, como lo ha señalado Américo Castro, lleno de inquebrantable casticismo, no sólo vino a hallarse en un medio geográfico y social distinto, sino en presencia de otras razas con otras culturas. No es mucho lo que todavía sabemos del vasto y profundo proceso de mestizaje   —113→   cultural que tan dramática, dolorosa y ricamente ocurre en las nuevas tierras. Desde la disposición de la ciudad hasta la arquitectura del templo, desde el lenguaje hasta la condición del trabajo, desde el culto hasta la cocina, desde las formas de cultivar hasta las relaciones de familia y de sociedad, la presencia del indio y del negro se hace sentir con los más variados aportes. Lo que pasa en la América Hispana en esos tres siglos no se parece a nada de lo que ha ocurrido en otros continentes en los encuentros entre europeos y nativos. No pasó en la América del Norte, ni ocurrió tampoco en África o en Asia en los espacios de dominación inglesa o francesa.

No hay el equivalente de un Inca Garcilaso en la América anglosajona. No se creó un barroco africano o asiático como legado del encuentro con los europeos. No surgieron nuevas formas sociales o artísticas, sino que se superpuso lo europeo a lo indígena, la zona de contacto fue estrecha e inerte, la iglesia presbiteriana junto al templo indostano, o la minoría europea aislada de la mayoría autóctona. No se pudo dar un Sarmiento africano ni un Caspicara o un Aleijadinho angloamericanos. No podían darse porque el hecho fundamental del que esos hombres y esas creaciones surgieron, que fue el mestizaje cultural y racial, no se dio en ninguna forma significativa y poderosa ni en el norte de América ni en África ni en Asia. Culturalmente hubo, avant la lettre, un apartheid.

Si los Estados Unidos pudieron apropiarse para sí, frente al mundo, el nombre de América, relegando y obligando a las otras tres cuartas partes del continente a buscarse un apellido u otro nombre, no ha sido por una hábil jugada o por una afortunada promoción publicitaria.

Ha sido fundamentalmente el efecto del inmenso desnivel de desarrollo y poderío entre ellos y el resto de América. Ha tenido inmensas consecuencias de toda índole en la redondez de la Tierra el hecho espectacular de que en menos de dos siglos las trece colonias marginales de Inglaterra en la costa americana del Atlántico Norte se convirtieran en la más grande potencia económica, tecnológica y militar del planeta.

Con sorprendente rapidez y eficacia lograron tomar posesión útil de la inmensa masa continental que iba de océano a océano y establecer un sistema económico y un sistema de simples y efectivas libertades públicas.

Muchas han sido las causas y las explicaciones que se han dado para tan grande diferencia de crecimiento en las que entran desde el clima y la calidad de la tierra, hasta la ética protestante y la libertad económica.

Es la reaparición en territorio americano, en forma tajante y dramática, de la división de destino y mentalidad que la reforma protestante ocasionó en Europa, entre el Norte que creó el capitalismo, el racionalismo y el régimen parlamentario y el sur que se mantuvo fiel a la herencia medieval del absolutismo, de la economía señorial y servil, y del predominio del dogma religioso.

El rumbo de la otra América no lo decidió ella sino que en gran parte fue la consecuencia de decisiones que coincidieron casi con su nacimiento. Por los resultados de la jornada de Villalar, tan remota en el   —114→   tiempo y en el espacio, no tuvo gobierno representativo; por la dieta de Worms y por la política de la Casa de Austria en el siglo XVII no participó en el nacimiento del capitalismo industrial, en el desarrollo de la investigación científica y en la formulación del pensamiento racionalista.

En gran parte las dificultades de su historia han derivado de la necesidad de nadar contra la corriente, frente a la gravitación de esos hechos decisivos que le fueron legados, en busca de una posibilidad desesperada de incorporarse a otra historia y a otro tiempo.

La antinomia entre el alma heredada y la necesidad vital de estar al día con el mundo del progreso, explica muchas de sus contradicciones. Mientras Carlos II montaba un anacrónico Auto de Fe en la Plaza Mayor de Madrid para celebrar sus bodas con el pasado, se escribía en La Haya el Discurso del método, se fundaban la Royal Society y el Banco de Inglaterra en Londres y se formulaba la física de Newton.

Desde entonces la brecha no ha disminuido y es de ese angustioso tamaño el salto contra el tiempo que los pueblos de herencia hispánica tienen que intentar. O el tiempo cambia o cambiamos nosotros.

Intentar dar ese salto por sobre la mentalidad heredada ha sido el fermento de la inquietud revolucionaria del mundo hispanoamericano, por lo menos desde el siglo XVIII. Los criollos descubrieron pronto el racionalismo, el progreso científico y el brillo de «las luces». Al través del ejemplo de la América Inglesa, de los viajes y de los libros que llegaban junto con el contrabando desde las islas herejes se abrió un ansia de ponerse al día y de repudiar el pasado. Voces nuevas, ideas nuevas, nuevas utopías para reemplazar las ya olvidadas comienzan a aparecer. Fueron precisamente los hijos y herederos de los privilegios de la conquista los que más activamente se lanzaron por la vía de la revolución. José Domingo Díaz, un monárquico venezolano, contemporáneo de la independencia, pudo escribir con asombro en su libro Recuerdos sobre la rebelión de Caracas: «Allí por la primera vez se vio una revolución tramada y ejecutada por las personas que más tenían que perder».

Ahora, con su nombre equívoco, con sus contradicciones no resueltas, con su ansia de futuro y de absoluto, con su carga de irracionalidad desafiante, la otra América ha entrado a la más inesperada y exigente edad que el planeta haya conocido.

En medio de la más grande y veloz transformación de todas las relaciones de valor y de cambio, en un confuso panorama de nuevas y crecientes posibilidades de utopía y de riesgo, la vieja tierra de utopía y de riesgo tiene que repensar su destino y prepararse para un futuro que resulte conciliable con sus visiones.

Se forman nuevos y grandes centros de poder en una dimensión y con unas consecuencias que el pasado nunca conoció. Ya no son los acorazados y los batallones de las viejas potencias coloniales. Estamos viviendo en la bipolaridad nuclear, en la Guerra Fría, en las nuevas formas de poder representadas por el monopolio tecnológico y por las   —115→   inabarcables empresas transnacionales. Ahora vemos surgir la posibilidad de nuevas concentraciones de poderío. Ya no son sólo los Estados Unidos y la Unión Soviética con sus respectivos aledaños de predominio, sino que se mira claramente resurgir la suma de poder de una Europa unificada, el Japón aparece como el mayor centro de poder tecnológico e industrial de Asia y no puede descartarse la posibilidad de una alianza de naciones de cultura anglosajona que podría comprender los Estados Unidos, el Canadá, África del Sur, Australia y Nueva Zelanda, a la que en alguna forma tendría que pertenecer la Gran Bretaña. Algún día encontrará formas de unidad el África Negra y el destino de China e India se formalizará ante el Japón. En ese mundo que viene de la creciente concentración y avance desigual del poderío tecnológico y económico, ¿qué papel va a desempeñar la América Latina?

Para apreciar esa posibilidad habría que considerarla en conjunto como una inmensa suma de espacio geográfico, de recursos naturales de todas clases, de climas y bosques y aguas y de humanidad. Una de las más grandes masas geográficas del planeta, una suma extraordinariamente homogénea de unidad cultural, que podría constituir una de las más unificadas concentraciones humanas del mundo por venir.

Hoy es el español el habla materna de más de doscientos millones de seres, numéricamente es la tercera lengua del mundo después del chino y del inglés. Si sumamos los pueblos de lengua castellana y portuguesa, cuya barrera lingüística es muy tenue, representaría más de trescientos millones, lo que los convertiría en la segunda comunidad lingüística del mundo actual.

Hay ciertamente la posibilidad de una gran suma potencial de poder en el mundo hispánico. La orgánica complementación de sus recursos humanos y naturales, facilitada por su comunidad cultural y lingüística, podría crear las bases para uno de los centros importantes de poderío mundial en el mundo de mañana.

El mundo hispánico ha experimentado grandes momentos de toma de conciencia, en los que ha parecido sentir algún oscuro y poderoso llamado del destino.

La formación del Nuevo Mundo fue una de esas horas. Todavía no hemos valorado debidamente todo lo que significó la extensión cuantitativa del espacio político, económico y cultural, ni menos aún las alteraciones cualitativas que el hecho introdujo en los valores y en las concepciones.

Lo fue también la Guerra de la Independencia. La de la Independencia española y la hispanoamericana, que son dos manifestaciones de un mismo fenómeno. Se había roto el final vestigio del mito patrimonial de la Corona española, se había detenido el flujo inerte de la tradición y los pueblos tuvieron que enfrentarse a nuevas circunstancias. Hay todo un parentesco espiritual y una coincidencia de sentido en la actualidad y en los propósitos coetáneos y conformes que animaron sucesivamente   —116→   a Aranda, Miranda, Jovellanos, Bolívar y Riego. Una hora de la historia de occidente exigía respuesta adecuada y pronta del mundo hispánico. El vasto y múltiple fenómeno que a fines del siglo XIX provoca toda una angustiada y profunda revaluación del pasado y una búsqueda del porvenir en el pensamiento y en las letras de lengua castellana y que representan hombres tan separados en el espacio, pero no en el sentido y en el sentimiento, como Martí, Ganivet, Unamuno, Darío y Rodó es otra de esas horas. Lo que en España se llama la generación del 98 y lo que en América se conoce como el movimiento modernista constituyen reacciones espontáneas y análogas frente a una circunstancia común.

No se ha evaluado todavía todo lo que significó en participación moral y en angustia espiritual la guerra civil española en toda Hispanoamérica. Era sentida como un nuevo episodio trágico de la vieja herencia y de la vieja vocación común.

Estamos ahora en otro tiempo similar. Se forman grandes concentraciones de poder mundial. El poderío científico y tecnológico, que es a la vez la base en nuestros días del predominio económico, militar y político, con todas sus implicaciones, se va concentrando en los países anglosajones, en la Unión Soviética y su familia de satélites y en el Japón. ¿Qué va a hacer el mundo hispánico? Girar pasiva y estérilmente en alguna órbita de poder ajeno o reunir sus recursos y sus fuerzas en una suma eficaz para entrar a dialogar a parte entera en el drama de la creación del futuro de la humanidad.

Decir como en la trágica «boutade» de Unamuno: «que inventen ellos», o ponernos a inventar nosotros.

No es tiempo para optimismos ni tampoco para pesimismos, sino para un realismo frío y ponderado que inventaríe recursos y defina posibilidades prácticas.

La otra América, que no es sólo otra por ser distinta a la anglosajona, sino por la necesidad de renovar y redefinir su presente y por su voluntad de futuro y la otra España, que ha de surgir, no tienen posibilidad mayor que la de unir y sumar conscientemente para el futuro lo que hasta ahora no es sino tácito rezago y herencia yacente del pasado común. El tiempo nos llama.

La otra América. Madrid: Alianza Editorial, 1974, pp. 9-20.



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ArribaAbajoEl mito americano

La utopía es americana. El juego de palabras (no hay tal lugar) de Tomás Moro no era sino el velo que el hombre prudente tenía que poner para atenuar las duras verdades. La utopía era el reino de justicia, que podía no pasar de pura y no tan gratuita imaginación frente al demasiado real y próximo reino de Enrique VIII de Inglaterra, el lugar donde había paz y bien, ante aquel otro de la desigualdad y la violencia donde «los carneros se comían a los hombres».

No era una ficción lo que escribía el canciller inglés, era un proyecto. Frente a la dura sociedad creada por la ciega y destructora política de poder, proyectaba un orden gobernado por la igualdad y la justicia. Mientras su contemporáneo Maquiavelo pintaba el infierno de la razón de Estado, Moro proyectaba el Paraíso del estado de razón.

Su Utopía está en América. No la coloca ni en Europa ni en Asia ni en África. El Asia entrevista en el libro de Marco Polo no dejaba mucho espacio para un orden de razón. Ni el reino del Preste Juan, ni el África de las cruzadas y las degollinas. Los viejos cronistas pintaban las tropas de Godofredo de Bouillon combatiendo en el Santo Sepulcro de Jerusalén con la sangre a la rodilla.

Es un marino de Vespucci, Rafael Hitlodeo, quien describe la encantada tierra sin odio, sin pobreza, sin privilegios. Tres hilos se anudan en esa hora de inicio de los tiempos modernos para formar esa visión de bien social alcanzable. Una es la vetusta imagen de la Edad de Oro que venía en la herencia de la Antigüedad Clásica. Estaba en el pasado, pero nunca los hombres dejaron de soñar en la posibilidad de un regreso a aquel tiempo de bienaventuranza. El otro era el ejemplo al través del Evangelio y de la tradición bíblica de la vida virtuosa de los primeros cristianos y el eco de la historia como parábola de la caída en el mundo de la muerte y del dolor cuando nuestros primeros padres perdieron el Paraíso. Lo pagano y lo cristiano se mezclaban en esa imborrable nostalgia.

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El tercer factor lo dio el descubrimiento de América. Desde que circuló por Europa la carta de Colón a los Reyes Católicos dándoles cuenta del primer viaje, con ella fue la poderosa y conmovedora imagen de la bondad natural del hombre, que tan hondamente iba a dejar su huella en todo el pensamiento occidental.

Buena parte de la carta la ocupa la descripción de los indios con un asombro conmovedor. No conocían las armas ni el vestido, ni el vicio ni el valor del oro, daban con gusto de todo lo que tenían y parecían incapaces de hacer daño. «Andan todos desnudos, hombres y mujeres», «no tienen hierro, ni acero, ni armas», «son sin engaño y liberales de lo que tienen... y muestran tanto amor que darían los corazones», «ni he podido entender si tienen bienes propios, que me pareció ver que de aquello que uno tenía todos hacían parte, en especial de las cosas comederas».

Quedaba así descubierta y descrita la Utopía desde 1493. Había un espejo mágico para que los europeos vieran toda la deformada y viciosa fealdad de su mundo frente a aquel otro. Muchas cosas estaban implícitas en ese contraste. Las sociedades humanas que estaban más cerca de la naturaleza parecían ser más justas y disfrutar de un estado de mayor felicidad que las sociedades europeas. ¿Qué pecado, qué caída, qué horrible error había cometido el europeo para que su orden social y político llegara a semejante caos de irracionalidad y violencia? Los pensadores se plantearon muy pronto el problema. Unos, a la manera de Tomás Moro, como invocación de un orden posible que devolviera al mundo civilizado aquellas virtudes del estado de naturaleza. La Utopía es el manifiesto revolucionario del siglo XVI, en un tono no menos subversivo y ambicioso que el llamado a regresar a la «philosophia Christi» de Erasmo y que la Reforma, tan metida en la política de poder y en el individualismo adquisitivo de Lutero.

Para otros fue la ocasión de una amarga crítica del mundo europeo. Montaigne, que tanto va a influir en todo el pensamiento occidental, lo advierte con segura penetración al hablar de los indios americanos, de la «gente de ese otro mundo que ha sido descubierto en nuestro siglo». «Lo que por experiencia hemos visto en esas naciones, dice, sobrepasa no solamente todas las descripciones con que la poesía ha embellecido la Edad de Oro y todas sus invenciones para fingir una feliz condición de los hombres, sino aun la concepción y el deseo mismo de la filosofía». Son aquellos salvajes los que han alcanzado aquella perfección de vida y los europeos «nosotros quienes los sobrepasamos en toda clase de barbarie».

Esa imagen del «buen salvaje», de la igualdad, la libertad y la felicidad de los seres que viven cerca del estado de naturaleza, es el concepto más importante que surge del hallazgo del Nuevo Mundo. Es el mito americano por excelencia y el don de América al pensamiento occidental, así como la papa fue su don a la economía. Lo habían lanzado Colón y Vespucci. Lo van a recoger y reelaborar los pensadores, los poetas y los políticos. Se puede trazar una larga genealogía del concepto. Erasmo lo recoge en un fragmento del Elogio de la locura en 1511. Tomás Moro   —119→   le da la forma definitiva y el nombre en la Utopía, cinco años más tarde. De allí en adelante se va a encontrar su eco en muchas cumbres literarias, en Montaigne, en el Shakespeare de La tempestad, en Voltaire, en Marmontel y, sobre todo, en Rousseau que lo convierte en dogma político. Todavía en el romanticismo sigue vivo en el Chateaubriand de Atala y en sus seguidores.

Ese concepto de un orden social americano más perfecto que el de Europa y que debía ser preservado y hasta imitado, no sólo lo tienen las gentes que quedan en el mundo de hierro del viejo continente sino quienes vienen, en diferentes formas, a integrarse al Nuevo Mundo.

La visión de Utopía hace un viaje de ida y vuelta entre las dos orillas del Atlántico. Del libro de Moro va a regresar a las guerras americanas para ensayarse en una realidad.

Varios y significativos fueron los ensayos de realización de la Utopía en el Nuevo Mundo. En la biblioteca del primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, había un ejemplar anotado del libro de Moro. El pensamiento utópico y erasmiano estaba vivo en la jerarquía eclesiástica de la Nueva España. El ensayo, tan poco estudiado, que hace Vasco de Quiroga en los hospitales-pueblos de Michoacán a mediados del XVI, se propone la realización del proyecto de Moro. En la carta que dirige a Carlos V se mezclan la visión de Moro y el pensamiento erasmiano en un radical proyecto de aislar a América de la influencia europea para que no repita sus vicios y llegue a ser verdaderamente un Nuevo Mundo. En el precioso documento, dado a conocer por el historiador mexicano Silvio Zabala, dice:

La vida indígena es cuasi de la misma manera que he hallado que dice Luciano en las Saturnales, que eran los siervos entre aquellas gentes que eran de la Edad Dorada de los tiempos del reino de Saturno, en que parece que había en todo y por todo la misma manera e igualdad, simplicidad, bondad, obediencia, humildad, fiestas, juegos, placeres, desnudez, pobre y menospreciado ajuar, vestir, calzar y comer según que la fertilidad de la tierra se lo daba y ofrecía y producía de gracia y cuasi sin trabajo, que ahora en este nuevo mundo parece que hay y se ve en aquellos naturales, y a mi ver Edad Dorada entre ellos que ya es vuelta entre nosotros de hierro.



Lo mueve el deseo de restablecer el cristianismo evangélico: «La renaciente iglesia del Nuevo Mundo es una sombra y dibujo de aquella primitiva iglesia del tiempo de los Santos Apóstoles y de aquellos buenos cristianos, verdaderos imitadores de ellos, que vivieron con su santa y bendita disciplina y conversación». Para declarar luego la plenitud de su concepción: «Porque no en vano sino con mucha causa y razón, este de acá se llama Nuevo Mundo, no porque se halló de nuevo, sino porque es en gente y casi todo como fue aquel de la Edad Primera y de Oro».

Los trágicos protagonistas del destino europeo en aquella hora desgarradora del cisma y de la bifurcación de rumbos históricos, Erasmo y   —120→   Moro, venían a encontrarse inesperadamente en América. Marcel Bataillon, en su gran obra fundamental sobre Erasmo y España, observa:

La zona más importante aunque menos visible de la influencia de Erasmo en América (fue) la ejercida anónimamente al través de los frailes evangelizadores del Nuevo Mundo... Del erasmismo español se derivó hacia América una corriente animada por la esperanza de fundar con la gente nueva de tierras nuevamente descubiertas una renovada cristiandad.



La imagen del buen salvaje venía a atizar el fuego del pensamiento occidental. Así como el imaginario Hitlodeo llega hasta Moro con la revelación de la Utopía, así también un día de 1520, en Lovaina, Erasmo recibió la visita de Fernando Colón. No sólo de libros debió de hablar el sabio con el hijo del Descubridor, sino que también entraría mucho en el diálogo la significación profética de la hazaña de Colón y el encuentro con el perdido mundo de la Edad de Oro. No hay que olvidar que el Almirante, al llegar en su Tercer Viaje, cerca de la desembocadura del Orinoco, pensó que debía ser uno de los cuatro ríos que según la tradición bíblica brotan del Paraíso.

Más tarde, en el siglo XVII y con mucha más extensión y permanencia que el ensayo de Vasco de Quiroga, vino la extraordinaria experiencia de las reducciones de indígenas levantadas por los jesuitas en el Paraguay.

En un celoso y hasta desafiante aislamiento, por siglo y medio, los padres de la Compañía mantuvieron una sociedad que en casi todo era la antítesis de Europa. Implantaron un orden comunitario igualitario y autoritario concebido de acuerdo con las ideas de la Utopía y de Erasmo.

Fue todo un vasto país, que comprendía buena parte del actual Paraguay, el que los jesuitas escogieron para sustraerlo del cuadro de la civilización europea en América. Levantaron ciudades con sus iglesias y sus plazas, con sus graneros y sus campos, con su trabajo organizado en los más mínimos detalles y con un régimen de paternal autoridad que proveía a todas las necesidades físicas y espirituales y aseguraba un orden pacífico inalterable.

En la descripción que desde Italia hace en el siglo XVIII, Muratori incluye un extracto del viaje a las Indias Occidentales de fray Florentino de Bourges, quien visitó las misiones jesuitas en 1712. Allí expresa:

Todos en general llevan la más inocente vida digna de los primeros tiempos del cristianismo. Hay entre ellos la más completa unión y caridad. Sus bienes son comunes, completamente extraños a la ambición y a la codicia, no se conocen disputas ni demandas judiciales en aquellas colonias... No existe mina de oro y plata en todo el país, ni nada que invite al forastero a quedarse allí y si, como a veces ocurre, algún español toma esa vía para el Potosí o Lima, existen órdenes de la Corona española para no permitirles permanecer más de tres días en ninguna de las poblaciones; hay una casa de huéspedes en cada   —121→   asiento, pero al terminar los tres días el viajero debe continuar su jornada salvo en caso de enfermedad.



El propósito de aislamiento llegaba hasta el extremo de no enseñar el español a los guaraníes y de tener que traducir a la lengua indígena los libros necesarios para la instrucción general y la formación religiosa. Todavía hoy, perdidas entre la maraña salvaje, las ruinas de los templos y de las casas nos dicen de la magnificencia y grandeza de aquel extraordinario experimento social sin paralelo en el mundo.

El padre Charlevoix escribió a instancias del Duque de Orleáns su Historia del Paraguay, después de la disolución de la Compañía de Jesús y, al entrar en materia, declara que uno de sus principales objetos es describir

aquellas repúblicas cristianas de las que ningún otro modelo ha aparecido hasta ahora en el mundo, repúblicas fundadas en medio de la más salvaje barbarie de acuerdo con un plan más perfecto que aquellos imaginados por Platón, Bacon y el ilustre autor de Telémaco, por hombres que para fundarlas no contaron con otro material que su sudor y sangre, por ningún otro motivo que la gloria de Dios y el bien de la humanidad y sin otra arma que el Evangelio, frente a la furia de los más irreductibles salvajes a quienes las armas españolas sólo habían servido para irritar, los han civilizado completamente y transformado en cristianos cuyas virtudes, por ciento cincuenta años, han constituido la admiración de todos los que los han visto de cerca.



Por una curiosa contradicción, el Siglo de las Luces, en su pasión racionalista, no va a sentir la contradicción inherente al hecho de exaltar la razón y la obra de intelecto y al mismo tiempo resucitar el mito naturista del buen salvaje. Para colmo de dificultades eran aquellos jesuitas, símbolo del oscurantismo eclesiástico, quienes hacen realidad, en una escala sin precedentes, la lucha contra la civilización occidental y el redescubrimiento de la bondad natural del hombre. Acaso esto pueda explicar el escaso eco que la extraordinaria experiencia de las reducciones del Paraguay tuvo en la literatura de la Ilustración.

El mito del buen salvaje va a agitar el siglo XVIII con toda su carga contradictoria. Su imagen reaparece ya en 1703 en las obras del barón de Lahontan, aventurero francés que vivió en Quebec y que escribió diálogos con los indios, en los que la simplicidad ingenua y sana del aborigen derrota y pone en ridículo la suficiencia de los prejuicios europeos. Como lo señala Paul Hazard: «Se puede afirmar con toda exactitud que todas las ideas vitales, la de la propiedad, la de la libertad, la de la justicia, han sido puestas en discusión por medio del ejemplo de lo lejano». «De todas las lecciones que da el espacio la más nueva, tal vez, fue la de la relatividad».

En nadie alcanza el mito americano mayor fuerza y decisiva influencia que en Rousseau. Con toda la carga de sus resentimientos personales, con el desprecio por aquella brillante sociedad francesa que lo desdeñaba,   —122→   con su mal contenido ímpetu de agresión, va a encontrar en la exaltación de las virtudes espontáneas del hombre primitivo el más formidable instrumento de ataque contra aquel mundo de la douceur de vivre que tan nostálgicamente evocaba tantos años después Talleyrand. El ginebrino se convierte en el inesperado antagonista de la filosofía de las Luces y en el campeón de una naturaleza idealizada y mítica frente a la civilización occidental. Las consecuencias van a ser inmensas. En todo caso mucho mayores, políticamente, que las de la obra de Voltaire o de Montesquieu. Ya en 1740, en una de sus fallidas óperas, La découverte du Nouveau Monde, el ginebrino pone a Colón a dialogar con un indio en un contrapunto en el que asoman los sentimientos que van a animar más tarde sus dos famosos Discursos.

La civilización occidental no podrá olvidar con facilidad aquel decisivo día de 1749 en que el desconocido Rousseau fue a visitar, en la prisión de Vincennes, a Diderot. Acaba de leer el anuncio del concurso que proponía la Academia de Dijon sobre el vago y retórico tema de si la restauración de las ciencias y las artes había contribuido a corromper o a purificar la moral. Era un pretexto para una beatífica proclamación de fe en el progreso de las luces y de la inteligencia. Rousseau ha recordado aquella hora del destino. Fue su camino de Damasco. En estado de trance y entre sollozos le vino la idea de sostener la paradoja de que la civilización, tal como existía, no había significado otra cosa que degradación moral del hombre. Los argumentos le brotaban de manera incontenible. En carta a Malesherbes, escrita trece años después, recuerda: «Con qué simplicidad había demostrado que el hombre es bueno por naturaleza y que solamente nuestras instituciones lo han hecho malo».

Quedaba concebido y formulado el nuevo y poderoso mito que iba a justificar todas las rebeliones contra la civilización y que no era otra cosa que un injerto sobre el viejo tronco americano de la visión del buen salvaje. En ese Discurso, que gana el premio y lo lanza a la más inesperada notoriedad, recuerda las palabras de Montaigne sobre la barbarie europea y el elogio de los indios americanos. El Contrato social se va a abrir con la fórmula enfática e inolvidable: L'homme est né libre, et partout il est dans les fers.

De este modo, no sólo el Contrato social remonta su filiación a la Utopía sino que, en ambos, lo determinante es la antigua imagen de la felicidad natural del indio que Colón había presentado a Europa al día siguiente del Descubrimiento.

De Rousseau y los hombres de la Ilustración el poderoso mito va a regresar a América. Entre una y otra orilla del Atlántico ha ido y vuelto durante cuatro siglos la fascinante imagen. A la hora de concebir la Independencia, los hispanoamericanos leerán a Rousseau, a Raynal, a De Paw, a Marmontel y descubrirán con emoción que la más incitante novedad política tiene su justificación en el más remoto pasado americano.

Regresa a América bajo la forma revolucionaria de los derechos naturales del hombre. Cuando Jefferson redacta la Declaración de Independencia   —123→   de los Estados Unidos llama a estos derechos «verdades evidentes por sí mismas» y las enumera en una forma solemne y casi religiosa: «Todos los hombres han sido creados iguales y dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables que comprenden la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».

La declaración de Filadelfia va a repercutir en Europa. Benjamín Franklin será, en cierta forma muy eficaz, el embajador del buen salvaje en la corte de Luis XVI. Y más tarde, ya entrado el siglo XIX y desatada la reacción contrarrevolucionaria que llevará a la creación de la Santa Alianza, el abate de Pradt y los liberales europeos verán como una luz de esperanza la proclamación de principios de la rebelión venezolana.

Está puesta allí la nueva y poderosa palabra: la felicidad. La búsqueda de la felicidad no había sido nunca antes un ideal político, sino a lo sumo un impulso y un refinamiento de ciertas individualidades. Se puede buscar la felicidad de la sociedad entera a través de las revoluciones desde 1776 y 1789 en adelante, porque hubo un tiempo en que los hombres fueron felices. Un tiempo, mítico, que es el del tema clásico de la Edad de Oro, y un tiempo histórico y real que fue el que sorprendieron los conquistadores en las nuevas tierras americanas. Se trataba de restaurar al hombre a aquel estado de simple felicidad que había conocido antes de que la civilización europea lo sojuzgara.

El Congreso Constituyente de Venezuela, en 1811, al sancionar la primera constitución de Hispanoamérica, recoge el eco de la sacralizada noción: «El objeto de la sociedad es la felicidad común y los gobiernos han sido constituidos para asegurar al hombre en ella». «Estos derechos son la libertad, la igualdad, la propiedad y la seguridad».

Más adelante vendrá la hora iconoclasta de los antropólogos y de los etnógrafos para destruir el mito del buen salvaje. Pero ya será tarde. La poderosa imagen mítica había hecho su camino en la historia y había dominado el pensamiento occidental en los tres siglos de su modernidad, desde que Moro escribe la Utopía hasta que se gana la independencia de las repúblicas americanas. Como lo revelaban los ingenuos ilustradores románticos, en sus grabados de inspiración americana, el Nuevo Mundo estaba representado por la majestuosa figura de un jefe indio coronado de plumas multicolores y de virtudes desaparecidas para la civilización.

La otra América. Madrid: Alianza Editorial, 1974, pp. 29-38.



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