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ArribaAbajoLa ciudad de nadie

A Isabel


I

En 1528 Giovanni Verrazzano moría colgado de una verga en una nave española. Aquella mirada que se bamboleó en agonía de péndulo del azul de babor al azul de estribor fue la primera que contempló la bahía, y el río y la isla llena de árboles en soledad. La isla fue Angolema; el río, Vandoma y la bahía, Santa Margarita. Unos nombres que venían de la corte de Francia y que pasaron por sobre la soledad como un vuelo de golondrinas.

Durante ochenta y cinco años más no se oyen sino el canto del pájaro, el rumor de la marea, el silbido de la flecha del indio, o el eco de los pies que danzan las danzas ceremoniales.

Después, asoma por la bahía la «Media Luna» con todas las velas desplegadas. Era el velero en que el capitán Henry Hudson venía buscando el paso del Noroeste para los holandeses. Lo que encuentran es aquel río que llaman de las Montañas y muchas ricas pieles que tienden los indios de la isla. Pieles para el frío de los holandeses y para el comercio de los holandeses. Pieles que más tarde no tuvo Henry Hudson cuando, buscando el paso más al norte, la tripulación lo abandonó en un bote a los hielos boreales.

Los gruesos y cabeceantes barcos holandeses siguieron viniendo a la isla a buscar pieles. Bajaban a tierra por el día y daban a los indios unos trapos rojos, unas cuentas de vidrio, un pedazo de espejo a cambio de pieles de castor, de zorro, de ardilla, de conejo salvaje. La noche la pasaban en el barco. Y cuando la sentina estaba llena, alzaban la remendada vela y rodaban con el viento por la bahía hacia el mar.

Hasta que un día del invierno de 1613 se le incendió el barco a Adrián Block. Se llamaba «Tigre» y se puso amarillo y fiero de fuego entre la niebla gris y los gritos grises de las gaviotas. Adrián Block tuvo   —125→   que construir una choza para pasar el invierno con su gente. Y allí empezó la ciudad.

Diez años más tarde ya habían trazado una calle, ya llamaban a la tierra Nueva Bélgica, ya tenían un gobernador holandés y un sello. El sello ostentaba en el centro una piel de castor extendida.

Los indios parecían llamarse Manados o Manhattan. El gobernado Peter Minuit, con su sombrero de copa y sus calzones abombados, rodeado de rojos soldados armados de arcabuces, les compró la isla a los indio El cacique venía envuelto en sus pieles. Peter Minuit fue poniendo en el suelo cuentas de vidrio, adornos de cobre, pedazos de telas, algún cuchillo. Los rechonchos tratantes iban sacando mentalmente la cuenta: cinco pesos, dieciocho pesos, veinticuatro pesos.

Luego emprendió la construcción de un fuerte de piedra en forma de tortuga, que se llamó fuerte Amsterdam, levantó una empalizada protectora en torno a las casas, dividió la tierra en granjas, en bouweries holandesas y la ciudad de Nueva Amsterdam empezó a crecer hasta tener doscientos habitantes.

Diez años más tarde hubo la primera guerra con los indios y se construyó una valla para la defensa del poblado. A lo largo de ella se extendió la calle de la valla, a la que los ingleses llamaron después «Wall Street».

Se sembró trigo, se trajeron ganados, se sucedieron los gobernadores holandeses. El último tenía una pierna de palo y se llamaba Peter Stuyvesant. Y no encontró entre sus gobernados quienes quisieran ayudarlo a resistir cuando los ingleses vinieron a tomar la isla. Nadie quería hacerse matar con los negocios tan prósperos.

La ciudad hubo de llamarse Nueva York, por el hermano del rey de Inglaterra y el fuerte, Jaime, por el rey. Y en el escudo de la «Nova Ebora», la piel del castor se redujo a un rincón para dejar el lugar a las aspas de un molino y a dos barriles de harina.

Era un reducto de comerciantes ingleses y holandeses en el extremo meridional de la isla que había sido de los indios. Se comerciaba con Europa, con las Antillas, con la harina de los colonos, las pieles de los indios y las melazas de los antillanos. Se comerciaba con los piratas que traían ricos botines del Golfo de México. En rojas casas de ladrillo vivía los rubicundos mercaderes.

También había negros. En la calle donde estuvo la valla pusieron, mercado de esclavos. Los panzudos mercaderes venían los días de subasta, venían los negros hacinados, los mandaban a levantarse para observarles la musculatura, les hacían abrir la boca para mirarles los dientes y se llevaban finalmente uno solo, o una pareja, o una familia entera. Resultaban buenos los negros. Hubo un momento en que hubo más negros de servidumbre que colorados comerciantes. Lo que era peligroso. Se tomaron providencias. Se les prohibió hablar, reunirse o salir de noche. Se les vigilaba.

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Hasta que Mary Burton se presentó un día diciendo que los negros tenían una conspiración para asesinar a los blancos. Y los blancos se adelantaron a asesinar a los negros. Todos los negros que señalaba Mary Burton fueron ejecutados. Hasta que Mary Burton desapareció y las gentes se olvidaron de su historia.

Los negocios eran más prósperos que nunca. El ron, la melaza y los negros servían para hacer grandes fortunas. El puerto se llenaba de velas que venían de los más lejanos mares. La mancha de la pequeña ciudad iba trepando por el campo de la isla.

Todo iba bien, pero a los ingleses se les ocurrió cobrar nuevos impuestos. Y las gentes se lanzaron a protestar. Los pesados comerciantes salieron de sus almacenes más rojos aún con la indignación. Las gentes del pueblo se echaron a la calle a dar voces y a buscar pelea. Hubo tiros con los soldados ingleses.

Un día vino de Boston el general Washington a leer la Declaración de Independencia proclamada por la Convención reunida en Filadelfia. En esa larga hora de crisis, mala para los negocios, el hombre que representa la ciudad es Hamilton. El que más va a trabajar para que la república sea buena para los negocios. Funda bancos y empresas, organiza las finanzas de la nueva república para que no pesen sobre la bolsa de los comerciantes. Organiza la primera gran parada que recorre las calles de Nueva York. Con un gran velero de madera y papel que representa la Constitución y millares de gentes en traje de fiesta desfilando durante horas por la calle. Coloca a la ciudad bajo la perpetua advocación de las paradas, que desde entonces ya no cesarán. Habrá infinitos desfiles. Todo se resolverá en un desfile, con carrozas, con muñecos, con disfraces, con estandartes, con fantásticos uniformes. Con una muchacha de lindas piernas que, vestida de tambor mayor, hace piruetas a la cabeza.

Es grande la ciudad que ha visto el desfile de Hamilton. Tiene cerca de sesenta mil habitantes. Que son los mismos que se apretujan en una estrecha calle para ver a Washington juramentarse como el primer Presidente de la Unión. Ya hay numerosos coches de caballos que recorren las calles. Y hasta algunos edificios de tres pisos. Pero todavía el Presidente, para hacer ejercicio, puede darle por la tarde la vuelta entera a pie.

Diez años después entra el siglo XIX. Las campanas que anuncian la primera hora del año nuevo anuncian el comienzo de un prodigio. El nacimiento de una ciudad universal que a nada se parece, que va a ser independiente de los seres que la pueblan y que va a crear formas de vida que no parecen corresponder a la dimensión ni al ritmo del hombre. La gran feria y la parada perpetua a la que vendrán hombres de toda la tierra a admirarse de ser hombres.

La primera cosa extraña que ocurre es que un día, un excéntrico, llamado Robert Fulton, echa al río un barco que en lugar de velas tiene humo y que, sin embargo, navega.

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Desde entonces las cosas cambian y parecen precipitarse. Empiezan a llegar barcos llenos de inmigrantes. Vienen irlandeses, italianos, polacos, alemanes. Se concentran en barrios propios donde resuena la lengua materna y predomina el color del viejo país.

Cuando han pasado veinte años del siglo ya la población ha doblado. Ha doblado en cantidad y en velocidad. Empieza a haber una rapidez desconocida. El soñoliento inmigrante se sacude al desembarcar y comienza a andar de prisa. Ya la ciudad es tan grande que tiene un tranvía de caballos. Y un día por la mañana se llena de los gritos de unos muchachos que llevan el primer periódico de a centavo y vocean las noticias.

Se empiezan a llenar de casas las calles cuadriculadas que han sido trazadas más allá del nido de lombrices de las callejas de la vieja ciudad. Para 1840 ha vuelto a doblar la población. Las calles están llenas de hombres de altas chisteras y abullonadas levitas. Se abren los primeros trenes y los primeros telégrafos. Hay unas tabernas inmensas, llenas de cobres brillantes y de lámparas, en cuyas mesas se hacen negocios, se conciertan contrabandos, se planean expediciones para el interior y se sienta, con otras gentes raras, un pálido caballero atormentado que se llama Edgar Allan Poe.

Para 1860 ya hay más de ochocientos mil habitantes en la isla. Los Bancos empiezan a parecer palacios, las estaciones de los trenes ferias, las tiendas tumultos. Unos hombres anchos y rudos que vienen del Oeste hacen crujir las pulidas tablas de las tabernas. Junto al piano está el escenario, donde unas muchachas gordas levantan las piernas entre muchos trapos mientras cantan una canción que los parroquianos acompañan con la cabeza. Los magnates ferrocarrileros construyen mansiones laberínticas. El comedor es la nave de una catedral gótica, el salón es la sala de armas de un fuerte románico, la biblioteca viene de un castillo alemán rococó. Jim Brady, el de los diamantes, resplandece como una constelación. Debajo de una profusión de mecheros de gas.

La ciudad pasa de la mitad de la isla cuando empieza a recorrerla el estruendo del primer tren elevado. Es por el mismo tiempo en que, como un gran esqueleto de dinosaurio, el puente de Brooklyn se extiende y se extiende sobre el río, sin quebrarse, hasta unir las dos orillas. Desde los edificios de diez pisos se divisa el puente descarnado como un juguete roto.

Poco tiempo después se levanta en la bahía la estatua de la Libertad. Un fantasma de bronce neblinoso que va a personificar la nueva ciudad. Son los alegres años del noventa. Los ricos negociantes invitan a comer a las bellas contraltos. Vienen marqueses y condes de Europa a casarse con las hijas de los magnates ferrocarrileros. Hay alumbrado eléctrico. El hotel Waldorf Astoria se alza en la Quinta Avenida como un palacio encantado. En labrados salones una servidumbre de circo trae difíciles platos, cuyos nombres sólo se pueden escribir en francés. Los jóvenes ricos, de bigote recortado y pulidas uñas y la muchacha ahogada en encajes y sedas miran con asombro al negro de turbante, pantalones   —128→   bombachos verdes y babuchas rojas que trae un complicado instrumental de cobres y porcelana para servir el café. La luz parpadea cuando algún millonario enciende el cigarro con un billete de cien dólares.

Después se hunde el Titanic y viene la Primera Guerra Mundial. Ya la ciudad alcanza los extremos de la isla, las calles empiezan a llenarse de automóviles de todos los colores y además de los elevados corren los trenes subterráneos. Se han construido rascacielos. La estructura de acero se disfraza de motivos góticos.

Cuando termina la guerra la ciudad entra en una vida febril y expansiva. A la muchacha de Gibson con su moño y sus encajes sucede la Flapper. Una falda corta, un zapato puntiagudo, unos andares masculinos, una breve melena laqueada, un cigarrillo en la boca, un sombrero de campana y un traje sin cintura. Los hombres que la acompañan usan estrechos pantalones y largos sacos. Y entran apresuradamente a las tabernas clandestinas donde se vende el peligroso whisky de los contrabandistas.

La trepidación de la ciudad, la trepidación de los trenes elevados y subterráneos, de las máquinas de remachar, del taconeo apresurado de la muchedumbre, se ha convertido en música. Es la era del jazz. Algunos saxófonos parece que van a llorar estrangulados. Al Jolson clama convulsamente por su madre, pintado de negro. La música canta a Chicago, a Sussie, a las tiendas de bananas, a la tristeza de San Luis. Charlie Chaplin huye por unos callejones arrastrando un niño.

Los gángsters usan clavel en el ojal y ametralladora Thompson envuelta en el abrigo. El tableteo de las lejanas ametralladoras suena como las máquinas de escribir en las oficinas. Texas Guinan se baña desnuda en una piscina de champaña. Rodolfo Valentino se muere y toda la ciudad se llena de mujeres llorosas que acaban de salir del hospital.

El edificio Woolworth sube a sesenta pisos, el edificio R. C. A. llega a setenta pisos, el Chrysler a setenta y siete, el Empire State a ciento dos.

Jimmy Walker, el alcalde, es tan buen mozo como un actor, tan gastador como un gángster, tan poderoso como un banquero, tan atractivo como un campeón de polo, tan elegante como el Príncipe de Gales, tan galante como un héroe de novela. Cinco millones de personas están enamoradas de él. Y él sale de los teatros resplandecientes para entrar en los dancings dorados y de los dancings para llegar, con dos horas de retraso, a presidir las más esplendorosas y resonantes paradas que la ciudad ha visto.

Cuando las gentes alzan la cabeza hacia el cielo es para ver las grandes letras de humo que ha trazado un avión: «Tome Coca Cola».

Todos se van a hacer ricos. El hombre que friega los portales sueña con tener un yate. El yate de míster Morgan costó tres millones de dólares. Las acciones suben en la Bolsa, tan rápidas como los pisos de los rascacielos. Todo el mundo puede especular.

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Hasta que ocurre el pánico de 1929. Los que tenían una oficina de cristales en el piso sesenta se tiran por la ventana, o bajan a vender manzanas a la acera. Las calles se llenan de vendedores de manzanas. Los teatros se quedan solos y apagados. Las largas colas de los que buscan empleo se apretujan a las puertas de las agencias. Los periódicos se llenan de avisos en letra menuda en los que se ofrecen en venta toda clase de cosas y se solicitan empleos de toda especie. Los bancos de las plazas se llenan de hombres sin afeitarse.

Las gentes oyen los radios. No hay sino malas noticias. Habla el padre Coughlin y dice que hay que reformarlo todo, que se ha vivido en pecado contra la justicia social, que la culpa de los males la tienen los judíos. Los hombres barbudos escupen con odio debajo de las tres bolas de oro de la tienda del prestamista donde acaban de dejar el marco de plata del viejo retrato de la familia. Nadie compra manzanas. Por el radio también se oye la voz de un nuevo Presidente que habla desde Washington. «No hay que temer sino al temor», dice.

Comienza la recuperación económica. Ahora no sólo habla el radio sino que hablan las películas. La isla va sintiendo cada vez más su propio espíritu y su peculiar carácter. Sus rasgos se acentúan y definen con el cese de la copiosa inmigración. No se parece siquiera a los burgos que le han incorporado. Está en medio del río como un buque, como un buque en viaje en el agua fugitiva, sin contacto posible con los burgos que se divisan en las lejanas orillas.

En donde debería estar la chimenea del barco se levantan las torres cuadrangulares de Rockefeller Center. Es la ciudad de la radio que va a constituirse en arquetipo de la isla. En giróscopo del barco. En un hueco está la plaza de hielo desde donde los patinadores ven alzarse la torre de setenta pisos toda en piedra limpia y vidrio. A la altura de las cabezas hay fuentes, jardines y tiendas. En el extremo oeste, el teatro más grande y dorado del mundo. En el lindero oriental se alza el edificio de la Gran Bretaña, oloroso a tiendas de tabaco, cuero y agua de colonia; el edificio de Francia, colgado de carteles de turismo. Al edificio de Italia le cubren el nombre y la moldura de la fachada donde estaba tallada el hacha del lictor. Es la Segunda Guerra Mundial.

La ciudad desaparece en el silencio y en la sombra. No se encienden luces por la noche. Parece que todos los hombres se han marchado. Cuando suena una sirena todos alzan la cabeza hacia el cielo frío y abierto. Podría ser el aviso de una escuadrilla de aviones enemigos. La primera bomba de cuatro toneladas convertiría en granizo todo un rascacielos. Las calles se cubrirían de montañas de escombros. Cinco cuadras más allá otro rascacielos. En el tirón de las raíces se cegarían los túneles del tren subterráneo. Saldrían melenas de cables chisporroteantes por todos los huecos. Cuando los últimos surtidores y cataratas de escombros hubieran caído no quedaría nadie vivo entre los grises cráteres. Pero el mugido de la sirena se pierde y acaba sin que se haya oído   —130→   ninguna detonación. Las mujeres de uniforme vuelven a apresurar el paso.

Al terminar la guerra hubo una alegría seca y breve. Terminaba en Europa y seguía en Asia. Hubo que numerar los días. Primero fue el día «V.E.», después «V.J.». Todo el mundo estaba sobrecogido con la bomba atómica. Muchos hablaban de una crisis inminente. De millones de desempleados.

La isla se hizo más pequeña que nunca. Todas las gentes que regresaban de la guerra no parecían caber en ella. No había habitaciones en los hoteles, no había apartamentos desocupados. Un veterano, con su mujer, sus hijos y sus muebles se instaló a vivir en un bote a la orilla del río; otros acamparon en el Central Park. Aprisa acudían la policía y los fotógrafos. Una tienda anunció que vendía medias de nylon y se forma una cola de mujeres y hombres que le daba la vuelta a la manzana.

Más que nunca las tiendas parecieron tumultos y los hoteles ferias y las calles procesiones. La isla era cada vez más un buque lleno de turistas apresurados.

En los bares apareció la televisión. Cada vez que el parroquiano, en la penumbra, sube los ojos del vaso de cerveza, mira las grises sombras de dos boxeadores que se pegan, o la cara angustiada del hombre que está tratando de contestar a la pregunta de setenta y cuatro dólares: «¿Quién anotó la primera carrera en las series mundiales de baseball en 1913?». O «¿Cuál es el que llaman el Estado del Oso, entre los de la Unión Americana?».

Cuatro millones de voces suenan por cuatro millones de teléfonos. Dando y recibiendo noticias. Porque cada tres minutos hay un matrimonio y cada cinco minutos nace un niño y cada doce horas asesinan a una persona. Y si la mujer que contesta al teléfono, de primera palabra dice el nombre de aquel cereal para el desayuno, gana un abrigo de visón, una refrigeradora, un bote de remos, la pintura de una casa y un pasaje por avión para el África del Sur.

Y también cada cierto tiempo un visitante de la torre de observación, sobre el piso centésimo segundo del edificio «Empire State» se lanza bruscamente al aire. Se podrían contar los largos segundos que tarda en estrellarse sobre el pavimento de la calle. Pero, sin duda, tiene tiempo de vislumbrar la isla como un barco cabeceante. Casi lo mismo que, en el bamboleo de su cuerda de ahorcado, vio Verrazzano el barco en que moría.




II

Donde se mecían, al viento del estuario del Hudson, los tulipanes de la Nueva Amsterdam, se alzan ahora las inmensas torres de la baja Nueva York. Quizá nada exprese mejor el contraste entre lo que fue y lo que es, que la brutal diferencia entre un tulipán y un rascacielos, que es casi la misma que hay entre un burgués de los Países Bajos que fuma su pipa   —131→   de espuma, lee su Erasmo, cultiva las flores y los repollos de su huerta, y cuida de su barba en el oro de luz que entra por la emplomada vidriera que dejó entreabierta Vermeer, y uno de esos atareados seres que pululan entre los sombríos troncos de las inmensas y apiñadas torres.

De la vieja villa holandesa, a la orilla del mar, con su fuerte, su muralla, sus galeones y su burgomaestre, no queda sino alguna hoja seca que vuela en un retazo del cielo, el cementerio de la iglesia de la Trinidad y los nombres pueblerinos y melancólicos de las calles. Lo demás está enterrado y desaparecido bajo las inmensas moles de cemento armado, o de concreto, como con poético sentido dicen los arquitectos.

La iglesia de la Trinidad es un pedrusco negro y puntiagudo, olvidado sobre un paño de grama, que apunta hacia el paño de cielo que asoma allá lejos, iluminado, entre las sombras de los rascacielos. Algunas borrosas lápidas señalan las tumbas entre el césped. Son de gentes que se durmieron en el XVII y en el XVIII, entre el borde del «rococó» y el del mar de las luchas imperiales. Allí yace la doncella a quien conmemoran sus padres inconsolables y el capitán que regresó enfermo del último viaje de té para morir en la calle del Cerezo. Y allí está también, un poco a la intrusa, Fulton, abandonado de sus humeantes y ruidosos émbolos y calderas y Hamilton, arrullado por el rumor de las taquillas de los Bancos.

Pero ya no hay huella del Cerezo en su calle. El turista en Manhattan, que entra a la ciudad baja, encuentra los nombres y la angostura de las viejas calles, pero ahora ya no son calles sino el angustioso fondo de una profunda y estrecha garganta cavada en la lisa piedra, donde la luz desciende acobardada y difusa. Cuando alguien abre la vista desde el agitado, incesante y oscuro hormiguero, logra ver en lo alto un estrecho callejón de cielo. Las gentes no caben en las angostas aceras e invaden la calzada. Clavados profundamente, a lado y lado de la estrecha calleja, los tremendos edificios suben sin término por la escala de sus ventanas iluminadas. El fastial penetra en las hilosas nieblas sucias de humo fabril. En veces, un avión extraviado choca con una torre.

Los seres que se mueven en el fondo de esas vertiginosas y elaboradas gargantas llegan a parecerse todos y a adquirir un aire de uniformidad que impresiona. Andan de prisa, desde luego, pero con una prisa aún más indiferente y absorta que la de aquellos que se ven en la ciudad alta. Salen de una majestuosa puerta llena de dorados, atraviesan algún delgado callejón y se sumen por otra gran puerta dentro de una inmensa sala que arde en luces.

Detrás de las ventanas iluminadas están los dueños de la riqueza del mundo. Las tres cuartas partes del dinero de la humanidad se concentran en este oscuro y magno pedazo de la isla de Manhattan. Millares de contabilistas anotan, por medio de sus máquinas, a cada segundo, los mínimos resultados del movimiento de flujo y reflujo de todo lo que el ser humano compra y vende en toda la redondez de la tierra. Una menuda cifra, añadida a las infinitas columnas de números es la elegía o el epinicio   —132→   que condensa toda la novela que ha vivido el criador argentino o el cosechero de algodón del Perú o el comprador de arroz de Siam, o la del barco que acaba de destrozarse sobre un arrecife del Mar Rojo. Sin saberlo, no hacen sino inscribir epitafios. De una breve orden de uno de estos hombres, que tienen su escritorio junto a la nube, en el piso cincuenta, resulta que millares de cultivadores salgan con sus enormes maquinarias a sembrar trigo en el Canadá o que los mineros del estaño tengan que reducir su trabajo a la mitad, o que empiece a levantarse la obra de un ferrocarril o de un acueducto en una ciudad de los Andes o del Golfo Pérsico.

Nunca ningún Aladino tuvo en sus manos tanto poder material como estos hombres joviales, canos, vestidos de paño gris, y nunca, tampoco, tanto poder material ha sido disfrutado con menos imaginación. Tal vez para fortuna de los demás hombres. El poderío para estos Aladinos de las cifras rara vez llega a transformarse en botín y en fruición.

Sobre el cuadriculado de la desaparecida villa holandesa se alza ahora este reducto. Nada queda que justifique el nombre de las viejas calles. La calle del Cedro, la del Canal, la de la Doncella, la de Juan, la del Castor, la del Pino, la del Muro. Todo es igualmente poderoso, inhumano y frío: la piedra, las gentes, el ambiente. No queda la puntiaguda casa de Juan, ni el muro que separaba de las salvajes soledades, ni el canal con sus barcas cabeceantes, ni el empinado cedro rumoroso en la esquina. El panorama de ahora es piedra lavada y está fuera de la medida de nuestros sentimientos. Es como el lecho de una corriente subterránea que nadie sabe a dónde va. Son unas catacumbas donde se huye de algo y donde algo se engendra que no es lo que estamos habituados a ver.

En ciertas horas el turista llega a olvidarse de que aquí, entre las torres de la baja Nueva York, hay hombres y mujeres. Más parecen seres de otra raza, los marcianos, o una artificial casta de termitas deformados para el trabajo. Lo cierto es que en esta exagerada impresión hay algo de la reacción temperamental del que mira asombrado un mundo que no puede ser el suyo. Pero aun así, lo que predomina en el fondo de estas gargantas es un tipo humano que se parece más al hombre que a la mujer, es decir, al ser desaparecido, indiferenciado, en una tarea. Vemos, ciertamente, mujeres; pero tienden a hablar, a gesticular y a caminar como los hombres. Sólo les quedan, irreductibles, como una bandera de nostalgia, las magníficas y cuidadas cabelleras de las americanas, que florecen en lo gris como una encendida planta erótica. Su intuición, seguramente, les ha enseñado lo que la vieja sabiduría talmúdica descubrió con mucho ver y mucho reflexionar; que los cabellos son también una desnudez.

Los extraños pobladores circulan verticalmente por entre sus torres: torres de cemento, torres de cifras, torres de luces y casi nunca pueden pasar, sin trasformarse, de los límites precisos de su ciudadela. Ya a sus espaldas los acecha la Quinta Avenida, donde los hombres vuelven a ser hombres, porque está llena de mujeres, y la Plaza de   —133→   Washington, con su arco viejo, sus árboles y sus casas georginas tan fragantes a hogar y a vida interior. O también, al frente, la sucia marina, llena de casuchas, de cajones rotos, de frutas aplastadas, de hierro viejo, de letreros tuertos, de carbón, de escamas de pescado, a la inmensa y geométrica sombra de un puente inmenso. Esta tampoco debió ser la marina de la Nueva Amsterdam. Es una ribera inorgánica y descomedida. Recala en ella el turbio rezago de la inmensa marea de este nuevo mundo, tan confuso. Los marinos y los maleantes son tal vez los mismos de Cardiff o de Cartagena o de Marsella. Las mismas gorras negras, las mismas franelas azules, los mismos tatuajes, las mismas pipas, los mismos agrietados rostros sin afeitar. Hasta las mismas cantinas con los mismos nombres -Bar de la Media Luna- pero sin leyenda. Hay en este trozo de viejo puerto algo que falta, algo que no acopla, algo que rompe la sinfonía. Algo que tal vez está representado en aquel incongruente letrero que dice: «Antonio Lo Verde. -fishing».

Dentro de estos límites estrechos se alza, sobrehumano y aplastante, el reducto con sus extraños habitantes. Quien se aventura en él por primera vez comprende que ha entrado en un mundo distinto. Nada allí está hecho a la medida del hombre.

De la vieja aldea holandesa no quedan sino los nombres sin sentido de las calles, y las tumbas de la iglesia de la Trinidad, y alguna Biblia olvidada en la gaveta de un banquero, porque ni siquiera la penumbra recuerda a Rembrandt. Es, para ello, demasiado gris y le falta oro. Todo el oro que yace muerto en los vastos sótanos, más abajo de las callejuelas.




III

En Manhattan la tierra es más cara que el alabastro, las alcobas están más altas que las torres de las catedrales, hay más riquezas reunidas que en todo el resto del mundo y la acumulación de seres humanos, cosas, máquinas y edificios desmesurados es la más impresionante que en ninguna época haya existido en el planeta. A veces parece la fantasía de un geómetra puritano y a veces un escenario para las hazañas terroríficas de Gargantúa. A veces parece un ser vivo, entero, distinto e indiferente a todo lo demás y en ocasiones, también, por su vertiginosa y mecánica fuerza de crecimiento, da la impresión de lo inhumano y hasta de lo inorgánico.

Ha sido el campo de algunas de las más grandes hazañas materiales y morales del hombre. Muchas de sus cosas carecen de semejanza o de precedente con ninguna otra. Hay la más alta torre y el hombre más rico del mundo, y el semental más caro, y el niño que toma más leche, y el crimen perfecto, y los mejores y más admirados atletas. Pero de todas estas cosas y muchas otras que no nombro, la más impresionante es la de la soledad en que viven y actúan las gentes. Manhattan viene a ser, por sobre todo, la isla de los solitarios. Un mínimo islote poblado por   —134→   millares de solitarios, apresurados, abstraídos en invisibles fines, incomunicados dentro de la campana neumática de la soledad.

En donde está el hombre está la soledad como su sombra, que lo sigue, lo acecha, lo espera. Más dramático que el destino de Pedro Schlemyl, cuando vendió su sombra, ha de ser el de la persona que llega a vender su soledad. Y hasta casi podríamos decir que cada hombre tiene la soledad que merece, y que hay algunos que no han merecido ni merecerán ninguna.

Los millones de solitarios de Manhattan no gozan de la mejor clase de soledad; sufren más bien de una forma de ella inferior e involuntaria.

No es, en general, la de ellos la rica y fecunda soledad que Dios regala a algunos elegidos y que es el reino donde el hombre entra para luchar sin tregua por encontrarse a sí mismo y vislumbrar el rostro de su Deidad y las luces de su destino. La de ellos es más bien una soledad física, pobre y estéril, que borra y destiñe al hombre, y que es ignorada por quienes la sufren, como hay quienes ignoran que están enfermos o que son desgraciados.

El curioso que se detiene a observar las gentes que pasan por las calles congestionadas de Manhattan advierte de inmediato que todas están solas. Cada unidad parece ignorar a todas las otras, y revela en los gestos, en la acelerada angustia del paso, la sensación interior de estar abandonada a sus propios recursos y no poder comunicarse con nadie. No es una expresión serena o gozosa la que sus rostros revelan, como suele ser la de los que gozan de los paraísos secretos de la meditación solitaria, lo que, en uno de sus aspectos, llamaba France las silenciosas orgías del pensamiento; aquellas sublimes voluptuosidades en las que fueran doctos, desde San Antonio y Erasmo, hasta Tartarín, toda la vasta gama de los hombres dotados de vida interior. Ni saben que están condenados a la soledad, ni tienen el gusto, ni el arte, ni la ocasión de gozarla.

Ciertamente debe haber en la isla de Manhattan muchos que cultivan una soledad creadora, pero quienes la caracterizan no son éstos, sino los millones de solitarios transeúntes que desconocen su propia condición.

Están en todas partes. Son casi toda la gente que llena las calles, los teatros, que se paran en las esquinas a mirar los matices cambiantes de los avisos luminosos y las noticias de los diarios.

Yo he visto estos solitarios apretujados en increíbles racimos en los andenes y en los coches del tren subterráneo. Apenas queda espacio para mantenerse en pie dentro del denso rebaño, y sin embargo todos van solos, nadie está acompañado; entre el ruido de las ruedas y los mugidos del motor es raro oír una voz humana, y cuando se oye todos los que la alcanzan se vuelven como recién despertados, llenos de sorpresa y hasta de desazón. Cuando alguien quiere informarse sobre el itinerario se dirige al plano mudo que está en la pared, con el gesto con que el peregrino en el desierto o en el mar mira las estrellas para consultar el rumbo. Tampoco casi nadie mira a otro, y cuando por azar dos miradas   —135→   se cruzan, instantáneamente se desvían llenas del temeroso presentimiento de haberse asomado al más allá. En los andenes esta masa se forma sin soldaduras ni unidad, y se deshace sin desgarramiento, con la silenciosa mecánica con que las moléculas de los líquidos se yuxtaponen y se separan. Moléculas de soledad.

Las tiendas también están repletas de solitarios. Yo he visto florecer la admirable comunicación de la simpatía humana entre mercaderes y compradores y simples curiosos en los zocos árabes, donde hasta los camellos y los asnos parece que entran en el diálogo abierto y en el interés de lo que se debate. Y recuerdo también la viva comunidad de relaciones que florece en voces, interpolaciones, regateos, testimonios y consultas en las tiendas de España, Italia o Francia. La más grande tienda del mundo en la isla de Manhattan no se parece a nada de esto. Está repleta de enfermos de soledad. Nadie parece enterarse de que allí hay otros seres humanos. Y cuando al final, después de una silenciosa preparación, alguien se dirige al hortera, en voz baja y rápida, recibe una contestación más breve todavía. Es un ser que, en una encrucijada de su destino, consulta a la pitonisa y recibe la enigmática respuesta que ha de resolver por sí solo.

Pero donde estos solitarios llegan a lo más hondo de su condición es en esos grandes refectorios donde entran por un instante a comer lo imprescindible para alimentar el cuerpo. Allí no es necesario gastar una palabra. El solitario toma de largos mostradores y va colocando en una bandeja el magro condumio que necesita y luego se sienta en una mesa, abstraído mientras come sin tregua. No se percata de que otros tres solitarios se han sentado a la misma mesa, y hay momentos en que parece que han llegado al milagro de hacerse invisibles los unos para los otros. No llegan a compartir ni el pan, ni la palabra, ni menos el sentimiento.

Al hombre de otro mundo que ha caído en esta isla termina por formársele un complejo de angustia ante tanta soledad sin provecho. Llega a creer que es necesario que un día llegue algún profeta a la isla y emprenda de inmediato una gran cruzada, o un gran despertar. Por medios mágicos congregará a los habitantes de la isla para decirles que no pueden seguir como están, que es necesario que aprendan a estar juntos, a estar en compañía, a disfrutar del maravilloso don de la presencia de otros seres humanos.

Pero mientras llega a ocurrir esta revelación, la isla de Manhattan continúa poblada por millones de solitarios que ignoran que están solos.




IV

La isla de Manhattan asoma hacia el mar su ancha cabeza de hipopótamo semisumergido. El verde hueco de su respingada nariz derecha es el Parque de Battery. Su pequeña oreja negra se mueve en el ángulo   —136→   saliente de la línea de muelles con el cuerpo del Queen Mary. Y su pesado lomo se va hundiendo y adelgazando entre los brazos del río hacia el norte.

Pero no es animal, sino mundo. Mundo aparte, inorgánico, complejo, con su difícil y turbia geografía.

En la escuela de las gaviotas, que lo ven como un muelle interminable que da vueltas sobre sí mismo, temblando en estrías, le conocen las fronteras.

Por el lado del Sur limita con la estatua de la Libertad y los estrechos que conducen al Atlántico. Por el lado del Poniente mira hacia la costa de chimeneas, humo y ruido de hierros de Nueva jersey custodiado por fúnebres barcazas de carbón. Por el Este y el Norte, más allá del agua del río, mira las chatas, monótonas y provincianas villas de Bronx, Brooklyn, Queens, donde hay seres humanos que viven en casas y los trenes corren por entre árboles.

Pero esos límites sólo los conocen las gaviotas o los que se asoman a los muelles o suben a las torres. Para los hombres de la calle limita a lo ancho con paredes y a lo largo con humo y con cielo.

La geografía de este mundo es difícil y extraordinaria. Sus montes no son de tierra, sus ríos interiores no son de agua, sus minas no son de minerales. La cumbre de su cordillera central es el mástil del edificio Empire State. Su principal hoya hidrográfica es la de «Broadway», cuajado río de gente. La Quinta Avenida no es río, es un recto canal artificial. Los socavones del tren subterráneo son sus minas.

Y está cubierto de regiones, de países, de reinos, de razas, de tundras, de selvas, de mesetas, de gargantas, de zonas, de climas.

Comienza en el extremo sur con el abrupto macizo de Wall Street. País sin sol, húmedo, todo en desfiladeros y veredas de donde nace la corriente de Broadway. La toponimia revela que una vez hubo un pino, que una vez hubo un cedro, que una vez hubo un cerezo. Pero todo ello pertenece a edades geológicas desaparecidas. Hoy no queda sino la piedra lavada, angosta y en penumbra. Hay un frío de metal acumulado. El frío acumulado en toneladas de oro frío que traspasa la piedra de las bóvedas y el pavimento de la calle.

Huele a pescado y es tierra de colina y de cavernas la que sostiene la romántica jaula de hierro del puente de Brooklyn. El puente de los suspiros de los viejos beodos del Bowery. Es tierra inundada por una vieja creciente donde todo se ha quedado en charcas muertas, en esqueletos de animales devorados, en olor de viejas cosas ocultas. Lo hace tempestuoso el paso del tren elevado.

Al lado aparecen en un aire de tifón los espectros de sauces, los fetos de serpientes y los faroles de papel del Barrio Chino. Es una tortuosa y menuda aldea en una nava. No hay agua sino de aguador. Y todo está amarillo de hambre y de sabiduría. Su fauna es de gusanos de papel, de dragones de cartón, de caballos de terracota, de elefantes de marfil   —137→   y de escarabajos de jade. Su flora es de crisantemos de seda. Su calendario y su intimidad no se conocen.

Todo es plaza abierta y tiempo de cosecha en la abigarrada Italia que le sigue. Las casas desbordan por las puertas en tomates, quesos, panes, calientes voces. Hay música de organillos. Todo grita, corre, habla y se agita. Hay un chirriar de aceite de oliva en caldero. Es tierra de calor donde el sol hace fuertes sombras.

Muy distinto es el país nocturno que queda hacia el Poniente. Gente silenciosa y lenta sale en el atardecer. Las paredes están cubiertas de figuras y de manchas. Se oyen acordeones. Todos parecen tener fiebre. Andan como gatos, miran como ciervos. En los oscuros patios hay raíces de mandrágora y de adormidera. Nadie mira las cosas que lo rodean y tan sólo los guías de los autobuses de turistas dicen que aquel istmo entre sombras se llama Greenwich Village. Si hay una paloma es de San Marcos, si asoma una cigüeña es de Estrasburgo. Vienen de muy lejos esos hombres y esas mujeres ojerosos y pálidos. Es una colonia de búhos en un bosque de sombras. Huele a ron, a ajenjo, a rosas muertas. Un hombre fantasmal se asoma a una esquina como a un escenario. Por las ventanas se traslucen cuadros y libros. Es el país de las botellas vacías y de los gatos enfermos.

Tierras bajas de diques, de tulipanes y de ladrillos rojos son las de la meseta contigua. En fila las rígidas casas negras, rojas y blancas montan guardia al arco cuáquero de Washington. No es arco, sino compuerta de la esclusa. Allí empieza el canal de la Quinta Avenida. Que bordea en derechura las cumbres de la cordillera central: el Flat Iron, el Woolworth, el Empire State, el Rockefeller Center. Es el país de los hacendosos ánades y de los iluminados pavos reales. Compuertas de luz derraman oro. Se deslizan grandes automóviles como témpanos de cristal. Las mujeres son como curiosos animales de cabeza de plumas y cuerpo de espesas y brillantes pieles.

Por el lado del Poniente se abre el país de las visiones, los despojos y los fantasmas. De grandes camiones panzudos bajan ristras de trajes que tiemblan vacíos en el aire. De todos los colores, de todos los tamaños, de todas las formas. Flotan como hojas secas, se arremolinan, llenan la calle: muselinas blancas, sedas verdes, lanas rojas. Millares de mangas vacías, millares de faldas vacías, de pie, dobladas, tendidas, aplastadas. Los trajes vacíos de un mundo. Un mundo en ausencia temblorosa. Todos sus hombres, todas sus mujeres, todos sus niños, como moldes plegados en la tela fría que los aguarda. No cuerpos, sino trajes; no manos, sino guantes; no cabezas, sino sombreros. Un mundo muerto de visiones vacías, de formas desmadejadas, de huellas, de evocaciones, que unos cuantos hombrachones toscos manipulan y ajan.

Pero a poco trecho los fantasmas inertes se animan. El río de Broadway llega a su máxima profundidad y poderío en torno a la roca del edificio del Times. Imágenes gigantescas de hombres y de mujeres se asoman sobre un hervor de luces vivas de todos los colores al turbio   —138→   caudal humano que rueda abajo. Siluetas luminosas se mueven, saltan, aparecen y desaparecen. Todos los tiempos, todos los apetitos, todas las latitudes palpitan en la agitada incandescencia. Hay calor y color de fragua. Hay muchedumbre de incendio. Todos miran hacia arriba.

Por una puerta asoma la silueta de un vaquero, en otra se abre inmensa la sonrisa y el nombre de una mujer, en otra se alza un pirata, en otra un avión de bombardeo, en otra el rey Enrique V, en otra Santa Juana de Arco. Grandes voces trepidan anunciando prodigios. Distintas músicas van y vienen en resaca. Una placa luminosa dice «Oklahoma», otra «Aída», otra «Paisan», otra «The Respectful Prostitute», otra, otra. Quien penetra al través de las puertas encendidas puede contemplar a Isolda cantando sobre el cadáver de Tristán, a Ana Bolena en la prisión, la trágica vida y muerte de un vendedor, las doscientas piernas de las «rockettes» subir y bajar al unísono, un duelo de ametralladoras entre pistoleros de Chicago, y hermosas bocas abiertas, hermosos ojos entornados, cantando las mil variaciones de un mismo ritmo dulzón que dice las mismas palabras de posesión, de despecho, de amor, de deseo. Todos los trajes del mundo están vestidos y hablan y gesticulan. Es el país del museo vivo de las figuras de cera, los rehenes de Gengis Kan, las visiones palpables del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso de la comedia de la humanidad que rueda en el hirviente cauce de Broadway.

El río humano entra y sale por las doradas puertas de aquellas cavernas de Alí Babá. En el momento en que Ethel Merman, apoyada sobre un rifle, alza su canto sobre la cabeza de Búfalo Bill, se mece el coro de South Pacific, se detienen un segundo las bailarinas de Radio City y el beso de Ingrid Bergman a su galán se va reflejando de pantalla en pantalla, de acera en acera, hasta perderse en un sombrío cine de barrio. Ese es el momento en que Rocky Graziano toca con un jab la quijada del challenger, en que Sonja Heine entre plumas y diamantes abandona el hielo por el aire, en que Gene Autry baja de su caballo para tocar la guitarra y en que la sirena de la ambulancia de la película sale aullando a la calle a llevarse el herido que se desangra en la esquina, de una herida verdadera.

Es un país polar, de pulido hielo luminoso y transparente. No hay sombras. No se ven sino espejismos, reflejos, descomposiciones de la luz en el cristal. Y los que allí están dan vueltas y vueltas sin poderse escapar.

Los que se escapan pueden llegar a descubrir los prados y los lagos que se abren entre los altos farallones de piedra. Es una región de caballos y de arboledas donde el día es más largo que la noche y la noche trae sombras. Es tierra de tránsito y de encuentro. Todos los que pasan quisieran detenerse, pero tienen que seguir galopando en el caballo. Pasan tribus errantes y desorientadas: llevan niños, comidas, fardos. Se tumban bajo unos árboles. Los hombres y las mujeres se hacen el amor. Comen los niños. Hasta que oyen rugir los leones, o mirar la silueta de la pantera sobre la roca y huyen hacia otra arboleda, hacia otro lago,   —139→   donde van a tumbarse de nuevo, a comer de nuevo, a acariciarse, tal vez a levantar una tienda, pero después de un tiempo vuelven a marcharse. Lo que parecían esperar es el largo encuentro de la noche y el día. Cuando se ha consumado salen hacia los lejanos farallones de piedra. Cada rincón tiene una historia, cada árbol un nombre, cada roca un testimonio. El policía pasa al trote de su caballo junto al banco donde asesinaron a la muchacha en la noche de invierno, y el viejo soñoliento recuesta la cabeza sobre el corazón que tiene grabado el tronco de un árbol con una inscripción que dice: «John Loves Mary».

Donde termina la pradera abierta se alzan las fronteras de un mundo primitivo. Se oye un son de tambor. Huele a selva y a trópico. Brilla el sol sobre los rostros sudorosos de los negros. Corren niños descalzos y hombres pensativos se sientan en las escalinatas de los portales. No se ven plantas, pero se siente la presencia de la caña de azúcar y del algodón. Hay una sombra de selva que sale por las húmedas bocas de los sótanos. Todo se mueve con un ritmo sordo, acompasado y profundo. Gruesas voces se arrastran como serpientes. Por una ventana brota una música entrecortada y sacudida y se miran las siluetas de hombres y mujeres contorsionados en secos espasmos rítmicos. Toda la calle y todos los que en ella están con sus voces, sus andares y sus miradas están dentro del compás. El suelo es de oscura tierra fluvial. En la sombra hay cocos y helechos.

Pero más allá lo que hay son islas. Empieza el archipiélago de los antillanos. Bongó, arroz, español sincopado. Junto a una puerta hay diez tenduchos llenos de clientes que no salen. Huele a café tostado. Se habla a gritos de una acera a la otra, de la más alta ventana a la calle. Se alzan pomposas palmeras de voces. Todos se asoman a la calle como a un espectáculo.

La isla se adelgaza para morir frente a las vastedades del Bronx. Las gentes están como más apeñuscadas en ese último extremo de tierra que ya no da más espacio. En cada habitación duermen cinco. En cada portal hay un faro. Cada calle es una feria. El más grande y final apeñuscamiento se cuaja en el estadio de Polo Grounds. A una sola voz la muchedumbre aúlla siguiendo la pelota que ha disparado un bateador, que se estabiliza en el azul y que parece que va a rebasar la isla.

Todo esto es lo que los exploradores dicen que han visto. Muchos tan sólo lo oyen contar y nunca se aventuran más allá de la tierra que conocen y del clima en que nacieron. Porque las diferencias son tan grandes que hacen difícil la adaptación y ponen en peligro la vida del que trasmigra. Del Harlem tropical y sudoroso no se puede pasar al país de pieles, de hielo y de metales que se refleja en el canal de la Quinta Avenida y en los Icebergs de Park Avenue. El clima, la dieta, los hábitos son distintos. En Harlem se comen bananas y ñames antillanos. En las heladas cavernas de la cordillera central de Manhattan hay caviar y trufas en metal y en vidrio. O en témpanos de hielo labrado.

  —140→  

Del húmedo clima de las colinas del Bowery, que dan cebollas, ajos y papas, no se puede pasar al país nocturno de Greenwich Village, sólo de ajenjos y alcoholes y de flores maceradas.

Las costumbres y los valores son distintos. Con lo que paga por una comida un viejo banquero dispéptico en el Café Chambord se hartan los apetitos de treinta viandantes en el mostrador de la Botica o en el columbario del Automático. Seis metros de cola humana a las puertas de «Radio City» valen lo que la más rubia caja de tabacos del «humidor» de «Dunhill». El azuloso abrigo de tres cuartos que pasea la modelo en el salón de «Revillón» un instante, vale lo que los cinco más monótonos años de trabajo de un ascensorista, que es como ir de la tierra a la luna por el hueco de un ascensor oyendo a las mismas personas decir las mismas cosas sobre el tiempo y recitando cada tres metros: «Cuidado al pisar».

Las cosas cambian de ser y de valor. Adquieren un valor de exotismo y de dificultad. De calor en hielo o de hielo en calor. El huevo que sirven en el Stork Club vale lo que seis huevos de los Child's, lo que ocho de las cafeterías del Broadway central, donde los clientes comen de sombrero sin mirar a los clientes de los otros tres lados de la mesa; lo que dieciséis de los huevos de jungla del Spanish Harlem y lo que treinta y dos huevos de los tenduchos del Bowery.

Y no un abrigo oscuro y espeso de los que se pasean coronados por la barba de un rabino por las sinagogas de Brooklyn, sino hasta diez grandes abrigos de rabino, se compran con lo que apenas alcanza para pagar un sombrerito de paja con tres plumas de gallina que está en la vitrina de Hattie Carnegie.

El tiempo tampoco es el mismo. Cuando es el mediodía en los verdes de Riverside hay sombras en Down Town. Nunca llega el sol al fondo del cañón donde pululan las termitas de Wall Street. Harlem está en el trópico. Pero el sol de medianoche y la aurora boreal brillan perpetuos en las rías de Times Square.

Cuando todos están despiertos en la calle 42, todos duermen hacinados en los soportales, en las aceras, en las alcobas del bajo East Side.




V

El pintor que tuviera que hacer el elogio plástico de los claros varones de Manhattan tendría que pintarlos ensimismados, en un sueño de poderío abstracto, entre sus ruedas dentadas, sus curvas estadísticas, de espaldas a una ventana que domina un bosque de rascacielos y contemplando en la mano un segmento de la blanca lombriz aplastada que mana del teletipo con las últimas cotizaciones. A lo sumo, como nota de fruición y de alegría, en la pared, la silueta triangular del gallardete de una universidad deportiva.

Son los amos de un mundo cuyo botín se resuelve en cifras.

Nunca podría ocurrírsele al pintor encargado de inmortalizarlos ponerlos en el momento de gozar de los sazonados frutos de la tierra.   —141→   Sentarlos a la cabeza de una caótica mesa de Renacimiento donde todos los climas de la Tierra han delegado sus frutas y sus animales, o en el centro de la resonante boda flamenca, con derramados vinos y risas, que todavía gira en algún Brueghel.

Y es que las gentes de esta isla no tienen ni el gusto ni el arte de la comida. Apenas dedican tiempo a alimentarse en una forma somera, desabrida y rápida. Los mira uno ingerir con apresuramiento y sin dedicación un sandwich o una ensalada, mal sentados en la estrecha silla de un mostrador, con el sombrero puesto y el diario bajo el brazo. Hay quienes no toman sino una pintoresca ensalada de hierbas. Esa ensalada verdi-blanca que desborda de las cazoletas de madera es la única fantasía de su alimentación. Pero el plato típico preferido y ponderado que se come en los hoteles de los millonarios y en las fritangas de los muelles es el jamón con huevos fritos y el pastel de manzana. O acaso el «perro caliente».

Lo que un pueblo come retrata su historia y su psicología. La cocina es una de las más elaboradas formas de la cultura. Algunas salsas significan tanto culturalmente como un estilo arquitectónico o como una forma poética. Algunos vinos están tan entrañablemente mezclados a una raza y a un suelo como la propia lengua en que se expresan. La aptitud para sublimar el contenido de las necesidades primarias es el verdadero signo de la cultura. La transformación del refugio rupestre en catedral barroca no es muy diferente, como hazaña y marca de una cultura, a la transformación del bocado de carne asada en tournedos Rossini.

El pueblo griego, con el mismo impulso sagrado con que hizo el Partenón y creó la filosofía, transformó el acto animal de alimentarse en el noble ambiente del symposium, el banquete socrático en el que junto con la comida y la música de las flautas tiene lugar el rito del diálogo. Son también las sobremesas de los alejandrinos cargadas de gracia escéptica, y las de las villas florentinas bajo los Médicis, y las del París de la Restauración, cuando Talleyrand, con sublime elevación, explicaba el difícil arte de tomar una copa de fine Champagne. Un arte no menos complicado, sutil y simbólico que el que los chinos han madurado en milenios para preparar y servir el té.

Esa refinada estilística de la cocina, que adquiere tan extraordinario esplendor en la cultísima nación francesa, es una de las mejores vías de acceso hacia la intimidad espiritual de un pueblo. El Chianti, la polenta y las pastas son la parte más viva y asequible de la historia cultural italiana. El sauerkraut y la cerveza dicen más sobre el alma alemana que el falso Arco de Brandeburgo. El cocido de Castilla y el arroz de los valencianos son de las expresiones más reveladoras de la vida de la meseta y del mediterráneo español. Y la diferencia tónica y conceptual del vino de Burdeos y del vino de Borgoña reflejan la más rica de las contraposiciones del alma de Francia.

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Lo que el hombre de Manhattan come es de lo más pobre e insignificante de la cocina universal. El refinado arte de las salsas le es desconocido. El vino y el aceite, que son dos de los más extraordinarios alimentos de la cultura antigua, le son ajenos. El maíz, que es la planta naturalmente más ligada al misterio telúrico del continente americano, les llega puro, en hábito de trigo, sin los significativos procesos de preparación y de fermentación que los indios han llevado a los pobladores de otras zonas, y que son la arepa, la chicha, la mazamorra, y todos esos conceptos en los que sobrevive y se transmite el sentimiento de una raza casi muda en la historia.

Comen poco, desabridamente y con premura. Las más de las gentes entran de carrera al mediodía al mostrador de una farmacia y a medio sentar comen un sandwich. Es ese mismo sandwich, que a esa misma hora, hora standard del Este, comen uniformemente millones de hombres y mujeres. Algo sin duda tiene que ver esta alimentación con la historia de la isla, con su arquitectura, con su paisaje y con su espíritu. Forma parte de una sensibilidad, de una manera de entender la vida. Algo del rascacielos, y del inmenso estadio de pelota, y del luminoso sol de invierno, y del color del Hudson, se refleja en el sandwich y en el vaso de Coca-Cola con que almuerza el hombre que los habita, los construye y los ama. El mongol que hizo su historia a caballo, que se calentaba con estiércol, y que se adornaba con crines, también se embriagaba con leche de yegua. La comida es una de las formas fundamentales de conocimiento y una de las mayores expresiones de la sensibilidad. Lo que fundamentalmente puede diferenciar los rascacielos de los palacios de Gabriel y la java rezongada en acordeones en los fonduchos franceses de la monótona cantata de los ozarks resalta más contrastadamente entre el hombre que almuerza con sandwich y Coca-Cola en el mostrador de una farmacia de Nueva York y el locuaz obrero que en una acera de París se instala a comer un elaborado guiso, mientras rebana un grueso pan sostenido bajo el brazo y empina repetidamente la botella de vino rojo que siempre está a su lado con poderosa presencia. En esa botella de vino la historia y la geografía de Francia entran en comunión con su pueblo. Es un caldo espiritual que los nutre de la esencia mágica de su tierra. El obrero de París tiene una noción precisa de los finos matices que distinguen a Anjou, de Alsacia y de Burdeos al través de los matices del cuerpo y del espíritu del vino en que cada región se expresa. Nada de esto ocurre en Nueva York. La Coca-Cola es igual desde el Atlántico hasta el Pacífico y las ensaladas higiénicas son hechas de las mismas desabridas y limpias yerbas en toda la extensión de la Unión.

Taine, en sus grandes hazañas de teorizante, trató de explicar una vez algunas de las diferencias de la expresión artística en los pueblos tomadores de vino y en los pueblos bebedores de cerveza por la influencia de estas bebidas. El arte del mundo latino estaría en gran parte influido y explicado por el vino, como la inorgánica, oscura y aletargada   —143→   expresión de los sajones por la cerveza. El teorizante de la historia cultural y de la sensibilidad de este pueblo, que siendo tan universal tiene tan marcado acento localista en su vida, tendrá que escudriñar bastante en la significación de la Coca-Cola. No es el americano pueblo de vino o de cerveza. El hispanoamericano, que tampoco lo es, tiene, en cambio, su bebida tónica, su licor de trance, su caldo espiritual en el concentrado y profundo café. Pero esta bebida yerta que no ha pasado y salido enriquecida con los fermentos y las decantaciones, esta agua industrial y sin misterio no toca la sensibilidad ni la tiñe.

En el proceso de hacer en esta isla una vida con estilo, el terrazgo de una cultura, no se habrá adelantado mucho mientras no haya una cocina y un licor. Mientras no forjen sus propias salsas, sus guisos ambientados, su bebida emocional. Mientras no tengan la sensación de redonda y perfecta unidad que uno adivina entre la pagoda, la moral confuciana, el puente abovedado, la escritura ideográfica, los palitos de comer arroz y el té de los chinos. Entre tanto, y en medio de todas las magnificencias y los esplendores de su crecimiento, serán gente incompleta, no aclimatada en su tierra.

Este hombre del Hudson, que come apresuradamente su magra e incolora ración, no conoce la sobremesa. Y éste es también un grave inconveniente para la formación de una cultura. La sobremesa es la ocasión en que el tono de los alimentos sazonados pone su nota en las ideas y en los conceptos. Es el momento en que la naturaleza muerta de la mesa se transforma en fermento vivo del pensamiento creador. Es la hora de la unidad cultural, en la que después del banquete, sobreviene la música socrática. Lo que las musas y los dioses revelan allí ya estaba en la cocina. No pocas veces lo divino se mueve entre los pucheros, como lo sabía Santa Teresa.

Este hombre sano, fuerte, resuelto y apresurado, apenas acaba de comer se levanta. Se levanta a hacer algo. No conversa después de la comida, ni hay ninguna vinculación visible entre lo que puede decir y lo que ha comido. El comer no forma parte armoniosa de su existencia, sino que la interrumpe, la corta por un breve momento con la necesidad de alimentarse de la manera más simple, más rápida, más insignificante.




VI

Quien hojea las llamativas y tumultuosas páginas de Harper's-Bazaar, Fortune, Life, Vogue, o Holiday, se percata inmediatamente de que están compuestas no sólo de dos partes distintas, sino además de dos distintos sistemas de expresión.

Una parte pertenece al pasado, es la lectura tradicional de la vieja gaceta, en la que por medio de palabras se narra o se dice algo, o se transmite alguna especie de pensamiento. Es el texto. Un texto de mayor o menor valor literario: un cuento de Hemingway o una insoportable carta de consejos maternales de la señora Dorothy Dix. Lo que es sin   —144→   duda un modo de expresión ya viejo en la cultura occidental. En esa misma forma se escribían los libros y los almanaques y las horas antes de descubrirse América.

Puede que haya mayor lujo de imprenta y seguramente mayores recursos gráficos que en los viejos periódicos europeos del siglo XIX, aunque no siempre mayor belleza y gusto (páginas hay en la Biblia de Gutenberg no superadas en belleza de composición y en tino artístico), pero el sistema de expresión sigue siendo europeo, ajeno, tradicional y, por tanto, profundamente distinto de la vida que crece y palpita en Manhattan.

En cambio, hay otra parte en las revistas, claramente diferenciada y nueva, donde un acento poderoso de otra vida resuena y donde se ve brotar una manera de expresión que ya no se parece a lo que vino de Europa. Son las páginas destinadas a la publicidad. Allí habla con términos propios, aunque todavía confusos, la cultura que está naciendo de la confluencia de razas y de pensamiento humano en esta isla del Hudson.

El esbozo del estilo y del medio de expresión de esta existencia que todavía aparece tímidamente en sus monumentos, en su pintura, en su música, se revela con énfasis en esas curiosas composiciones de los anuncios. No hay exageración en esto. Los más de los rascacielos no son sino inmensos cimientos habitados, sobre los que, en los dos o tres últimos pisos de la cúspide, se posa, como un buque encallado sobre un arrecife, una mansión gótica, un templo románico o un palacio del Renacimiento. La pintura es un pálido reflejo que sale por las ventanas de los museos. Y la música es casi toda europea o negra, o ambas cosas mezcladas, y, por añadidura, algunas veces expresada con la desterrada nostalgia del judío, como en el esplendoroso caso de Gershwin. Pero, en cambio, esas páginas de Fortune o de Vogue, donde con medios propios y alterados se manifiesta algo que se parece a esta isla más que nada, son de Manhattan, han nacido aquí y tienen poco que ver con las catedrales, los frescos y la literatura europea.

Si fuéramos a clasificar el sistema expresivo empleado en estas obras diríamos que tiene algo de la poesía. Su facultad de multiplicar los medios y las significaciones y de asociar e iluminar. Y también de la escritura ideográfica, de los pescados y los ibis enigmáticos de los jeroglíficos, de los petroglifos de los pueblos primitivos y de aquellos poemas, atontados por la excesiva carga de significaciones, que Apollinaire llamó «Caligramas».

En general presentan, sugieren o evocan los temas más persistentes de la vida americana. Sus diversiones, sus comidas, sus golosinas, sus bebidas, sus preocupaciones, sus objetos usuales: automóviles, radios, refrigeradoras, escobas mecánicas, sus medios de transporte, sus placeres y sus ideales.

Es un lenguaje directo, que presenta de una vez su mensaje, y en el que se aproximan palabras y grabados de manera tan concreta y vertiginosa, que necesariamente hacen surgir, con fácil espontaneidad, imágenes que no sería fácil expresar, sin limitarlas, con palabras. En este   —145→   sentido, este arte creado por la publicidad no está muy lejos del realismo mágico de sus propósitos inefables.

A veces se trata tan sólo de una palabra. Una palabra que puede carecer de significación propia, ser un patronímico o una marca de fábrica, y junto a ella una imagen neta que se presenta en lo ilimitado. Y allí está contenido un mensaje, profundo y complejo como toda cosa humana, que leen con una mirada los amontonados seres que desembocan por las puertas del tren subterráneo. Hay una evidente correspondencia entre el ritmo en que viven, los valores de su experiencia y los símbolos de ese sistema expresivo, o para decirlo con la palabra más justa, de ese arte.

Los símbolos de ese arte nacen de la circunstancia en que esta gente vive, y constituyen las formas en que su sensibilidad tiende a expresarse. Sus dos mayores ansias, de una u otra manera, están siempre presentes: el cuerpo de la mujer y el aire libre. Labios que sonríen, cabelleras torrentosas, y piernas, o anchas perspectivas de bosques, ríos, lagos y playas. Los vasos llenos de dorados licores emergen de un cofre del tesoro de un pirata, o vuelan en el tapiz mágico de la leyenda árabe, que son las representaciones usuales de su instinto de evasión.

Cantan también a los automóviles y a los goces de la vida familiar. Hay siempre un árbol de navidad o unas pantuflas junto al fuego o un niño dormido. Y solicitan directamente la reacción más espontánea de la sensibilidad. Por ejemplo, la atracción del fresco en verano y la del calor en invierno.

Los hombres que trabajan con esta rica materia y forjan estos símbolos son los publicistas. Desde las altas torres, donde están sus oficinas, crean diariamente las formas en que se expresa el alma de esta isla, su arte verdadero y, sin duda, lo más sincero y revelador de la cultura que está naciendo en ella.

Son generalmente anónimos, como los constructores de las catedrales o como los miniadores de los libros de horas, que son sus antecesores en otro momento de la larga pasión de la civilización occidental. El hombre de la calle que repite sus cortas sentencias contundentes o tararea sus canciones asociadas a un mensaje, termina por deber a ellos más que a su escuela, por ser la hechura de esas manos invisibles que lo están haciendo y deshaciendo a cada instante.

Más interesante, y sin duda más importante, que lo que se escribe en las páginas de texto de las revistas es lo que se expresa en las ricas y heterogéneas páginas dedicadas a la publicidad. Allí está naciendo una nueva expresión. Quienes quieran conocer el alma de estas gentes y las reacciones de su sensibilidad deben abandonar los artículos, los ensayos y los cuentos que en su mejor expresión son todavía coloniales, para husmear en ese género autóctono que están creando los publicistas. Junto a uno de esos textos escuetos -poema, mensaje, vida- en que con una sola frase y una estampa está dicho en una mirada lo que uno   —146→   de estos seres anhela, sueña o espera, William James y Mencken y hasta Walter Winchell resultan europeos, gente de otra lengua y otro espíritu.

Algún día, este nuevo sistema expresivo, todavía en formación, va a invadir las páginas de texto. Los poemas, los ensayos y los cuentos actuales habrán de desaparecer y lo que ellos pretenden decir ahora lo dirán entonces los cargados y fulgurantes jeroglíficos que están actualmente confiados a la sección de publicidad.

Este es ciertamente el fenómeno cultural más significativo que está ocurriendo en esta roca sagrada que es Manhattan. Un arte, o un sistema de expresión, tan nuevo y tan asociado a las condiciones más intrínsecas de una época, como lo fue el de los vitrales para el mundo gótico.

Son los jeroglíficos que el hombre de los rascacielos está creando para expresar su idea del mundo, de la vida y del destino y por los que habrá de ser reconocido y revelado mañana. Los jeroglíficos de su obelisco.




VII

Siete millones de seres humanos, por sobre los brazos del río, vienen a hormiguear en la isla. El peregrino se angustia buscando el rostro de la ciudad inmensa. Todas las razas, todas las fisonomías, todas las expresiones, todas las lenguas se mezclan en la poderosa corriente humana que llena las calles y se apretuja en las celdas de los ascensores. Todos los estilos y las formas posibles de la arquitectura se mezclan en el infinito telón de sus muros y su cielo. Desde la mínima capilla gótica hundida entre los hongos, y los dorados arcos de alguna iglesia bizantina, hasta las lisas torres inagotables que oscilan entre la niebla de las nubes, pasando por las impresionantes moles cuadradas que, por las noches, se hacen aéreas, y comienzan a flotar con las luces de sus diez mil ventanas encendidas, la más alta junto a la luz de la más baja estrella.

Siempre hay en las ciudades alguna obra de arquitectura donde a la primera vista uno comprende que está presente el translúcido rostro del ser colectivo. Quien mira el arco de Tito mira al través de él, como por los huecos de la pintura de Dalí, el pulido y fuerte rostro de Roma. París está en Nuestra Señora y Toledo en el puente de Alcántara. Está infundido, en estas obras de piedra, el espíritu de los pueblos que las levantaron a su imagen y que dejaron la huella de su ser profundo en ellas.

El peregrino en la isla de Manhattan anda por días mirando edificios flotantes y vastas muchedumbres que pasan sin adherir a ellos. No parece estar el espíritu de esta ciudad extraordinaria en algún parque, en un templo o siquiera en un puente. Míranse desmesuradas obras que sobrecogen el pensamiento porque son perpetuas hazañas técnicas. Pero no siente uno que está allí presente esa misteriosa relación que hace de pronto de un solo monumento toda la explicación y hasta la justificación de una época.

  —147→  

Pero al penetrar un día en la Gran Estación Central o en la Estación de Pensylvania, una brusca iluminación se hace en nosotros y comprendemos que está allí más que en otra parte la fisonomía de la ciudad inmensa.

Son como los templos de un monstruoso dios del tiempo que devora los hombres. Bajo la gigantesca y pesada bóveda que podría cobijar nubes, reposa una luz ahumada y un poderoso rumor de mar o de torrente. Y abajo, más abajo de los altos zócalos de mármol y de las elaboradas bases de las titánicas columnas, se extiende la parda mancha de la muchedumbre espesa, agitada, trama de infinitos hilos que teje y desteje un invisible movimiento de conjunto.

Al nivel de la corriente flotan las caras ensimismadas de las unidades que integran este continuo y confuso rito. Van entregados a una ineludible consigna de no detenerse, de no distraerse, de no mirar de lado o hacia atrás, como si llevaran resonando en lo inconsciente el eco del gong de cada segundo y no pudieran evadirse de un secreto ritmo que los fascina y gobierna. Pasan por entre las mágicas puertas que se abren solas, desfilan inmóviles, como momias de su propio movimiento, parados por un instante sobre los escaladores mecánicos, o yacen encallados y sustraídos de la corriente en las rígidas colas que se forman frente a las taquillas. A ratos resuenan por los altoparlantes voces colmadas de cifras, de nombres de trenes, y de la repetida invocación de horas, minutos y segundos. El llamado vuela sobre el inorgánico desplazamiento de la masa. El piso trepida con el paso subterráneo de los trenes. En todos los pasadizos hay tiendas, barberías, cantinas, restaurantes. Las paredes están marcadas con flechas y señales itinerarias. Grandes grupos se renuevan frente a las pizarras en las que se inscriben números, signos cabalísticos y horas. La muchedumbre sin sosiego pasa por todas las puertas, llena todos los espacios, corre hacia todos los andenes, come de pie con prisa en los congestionados mostradores, mira fugazmente hacia las pizarras y, como el río de Heráclito, siempre es la misma y cada momento está compuesta de unidades nuevas.

En este ámbito parece revelarse la expresión y el sentido de lo que en las calles, oficinas y parques constituye impresión más superficial. Esa impresión de que todos van solos, incomunicados dentro de la multitud. Esa mirada vaga y absorta que tienen los innumerables solitarios que transitan casi sin verse por las hondas galerías blancas y sordas del tren subterráneo. En estas inmensas fábricas se hace evidente que el rasgo que caracteriza a estas gentes y determina los aspectos peculiares de su vida es su sentido del tiempo.

Son gentes vendidas al tiempo. Que cuentan los segundos como sangre que se les escapa de las venas. Que viven perseguidos, atropellados, maltratados por el tiempo. Estas gigantescas estaciones son en realidad los templos del Moloch de Manhattan, que es el tiempo.

Es como si este pueblo admirable que ha vencido casi todos los obstáculos materiales de la naturaleza, que produce calor y frío a voluntad,   —148→   que ha puesto las formas prácticas del bienestar y de la comodidad al alcance de las multitudes, que ha derrotado la distancia hasta reducirla casi a una abstracción (cada día, mil millas significan una magnitud menor), hubiera tenido que pagar como precio de estas milagrosas victorias su incondicional sumisión al tiempo. El tiempo es su Mefistófeles. San Francisco, a ocho horas de vuelo, está hoy en lo que era el suburbio de Nueva York en tiempos de Jefferson; pero un minuto de ahora en la Bolsa de Wall Street pone más viejo que una semana en tiempos de Peter Stuyvesant.

Otras civilizaciones, que no han podido vencer la distancia, ni realizar la más pequeña de las hazañas materiales que abundan en la existencia de esta ciudad han logrado en cambio someter el tiempo y plegarlo al ritmo de su propia vida. Los chinos tienen milenios de haber alcanzado esa victoria. Cierto día, cuya memoria se ha perdido en algún remoto año del Cerdo o de la Serpiente, se olvidó la última clepsidra inútil. Desde entonces los filósofos que dialogan a la sombra de las torres de porcelana o el campesino que cultiva su arroz, o el artífice que talla el marfil y el jade, o el hombre de tiro que arrastra la pesada barca por la ribera del río Amarillo, son todos señores del tiempo. Tampoco están sometidos al tiempo los marchosos ibéricos. Ni el indio americano, que pareció dejarlo enterrado bajo la piedra de su calendario.

El tiempo es el mito fundamental de la isla y de sus prisioneros. Todas las formas de su vida están condicionadas por esta sensación pánica de la presencia imperiosa del tiempo. Si alguien pudiera sustraerlos por un momento a él, se sentirían perdidos y no se reconocerían. Estarían como un pez fuera del agua.

Esta ansia los lleva a vivir sin sosiego. La maldición fáustica de no poder decir: «detente», al minuto que se va, se cumple en ellos cabalmente. Nadie parece estar en la posesión de lo que está haciendo en el momento, sino en la inquieta víspera de otra cosa que ha de hacer luego. El que va por la calle no camina, sino que se acerca apresuradamente a algo que va a comenzar cuando termine de andar. Para ellos el caminar no es estar en el camino y posesionarse de la andadura, que es lo que hacen los andaluces, o los escoceses, o los bávaros, o los bostonianos, o los seres de cualquier otra raza que no hayan vendido su alma al tiempo. El que come, también lo hace de prisa, sin gusto, aguijoneado por la urgencia de lo que inmediatamente después ha de hacer. Y el que lee lo hace mientras come o mientras viaja. Y al terminar la función los teatros se vacían vertiginosamente como si hubiera incendio. Los textos, en algunas revistas, están encabezados por el anuncio de los minutos que se invierten en la lectura. No parecen vivir en el segundo presente, sino en la víspera del segundo que va a venir.

Y porque van arrastrados sin tregua, van llenos de alegre sorpresa. Todo lo que pasa es tan inesperado, gratuito y ajeno que provoca pueril alegría y fácil risa. Hay un fondo de confiado gozo en las pupilas de las elásticas doncellas, de lisos tacones y suelta cabellera, que con un reflejo   —149→   de Diana cazadora, emergen de las vitrinas de las tiendas. Ríen fácilmente y con espontaneidad. Pasan sobre las cosas con la desarmada y jocunda sorpresa del que no puede detenerse en ellas.

Es la velocidad del tiempo la que los lleva a gozar candorosamente con la vida. A alegrarse del espectáculo cambiante y vertiginoso que la existencia llega a parecer para quien pasa tan de prisa. Un espectáculo que se anuncia diariamente en los grandes titulares de los rotativos y que es siempre curioso y excitante.

Ese mismo sentido del tiempo es el que dispone su peculiar actitud ante la muerte. Son cara y cruz de una sola medalla. El forastero tiene la sensación de que Nueva York es una ciudad sin cementerios. En todo caso es una ciudad sin duelos. La muerte no parece sino un accidente de la vida ordinaria que hasta ahora no se ha podido evitar. Nada hay que recuerde el culto hispánico de la muerte, que hace de ella no sólo el mayor acaecimiento, sino además el que condiciona todas las horas de la existencia, hasta el punto de que un ser llega a vivir madurando su muerte. La muerte de la isla no tiene eco, ni resplandor, ni imperio. Toca tan sólo al que se lleva y apenas alcanza a poner una breve sombra en un limitado día. El concepto del tiempo no permite que la honda sombra se extienda y fructifique, hasta marcar indeleblemente otras vidas y hacer perpetuo en ellas el momento de su misterioso paso.

Si este pueblo dispusiera del ocio de los griegos habría elaborado el poético mito de su emoción pánica del tiempo. Un mito o una simple alegoría, en la que un semidiós, por medio de un trueque mágico, les habría cambiado el espacio por el tiempo. El espacio desaparecería a su capricho, pero quedarían encadenados a la vertiginosa fuga del tiempo. Y en esa virtud, nunca tendrían que sufrir ni gozar con el espacio inagotable que puede llegar a separar dos puntos, y que hace que el veneciano gaste algunas de las más azules y doradas horas del día para ir apenas desde la punta de la Salute hasta la plaza de San Marcos.




VIII

Haciendo el bojeo de la isla de Manhattan, desde el agua de acero del río -río del Norte, río del Este, brazo de Harlem- descubre uno que pertenece por entero al aire y a la piedra. No pertenece ni a los animales, ni a los árboles, ni a los hombres.

Las gaviotas vuelan sobre el borde de la ribera de piedra anunciando con dolorosos gritos el peligro. Más altas que ellas pasan incesantes los aviones. El aire no deja de vibrar en su ronco zumbido. Las largas patas de los reflectores dan zancadas en las nubes nocturnas mientras, como un gusano de luz devorando las hojas de la sombra, un dirigible enciende y apaga en el cielo sus letreros de publicidad.

Lo que a ratos se divisa abajo no son árboles. Es como musgo de humedad que mancha el borde de la piedra levantada en la calle hacia el cielo.

  —150→  

No se ven los hombres que habitan esas calles alzadas hacia el cielo. Nadie atraviesa los canales de aire vacíos y transparentes. A lo sumo se distinguen unos oscuros insectos que pululan en los oscuros empotramientos de donde las calles se levantan hacia el cielo. O que asoman su apagada e imperceptible cabeza por una ventana inundada de luz. El explorador que hace el bojeo piensa que se acerca a la ciudad de los titanes. La ciudad que abandonaron los titanes, llena ahora de desproporcionada soledad.

La abandonaron los titanes y la invadieron las hormigas humanas.

Millones de oscuras hormigas laboriosas e infatigables corren imperceptibles por las bases de aquellas calles de aire y piedra que alzaron sobre el cielo los titanes. No levantan más allá de los más bajos zócalos. No llegan a perturbar la abandonada grandeza de aquellas moles que no les pertenecen.

La ciudad abandonada por los titanes ha sido ocupada por las inquietas y temerosas hormigas humanas. Ocupada temporalmente, precariamente, desproporcionadamente.

No pueden sentir que les pertenece. Saben que no la han hecho. Que para hacerla y habitarla se necesitarían otras dimensiones, otros hábitos, otros órganos. Están allí como de paso, por un momento, mientras los dejan.

Mientras vuelve el fabuloso titán que afiló la aguja sobre el edificio Chrysler, o el que dispuso como nichos de palomar, para su apetito gigantesco, las ringleras de ventanas del edificio Empire State, o el que dejó su arco sobre el río del Norte que ahora llaman el puente George Washington.

Entre tanto la habitan como pueden. Se adaptan como pueden a sus dimensiones inhumanas. Procuran arreglárselas por medio de ingeniosas combinaciones. Convierten una esquina en una aldea. No miran más arriba de los tres primeros pisos. Y parece que tienen prisa por marcharse. Saben que están de paso. Y viven como si estuvieran de paso. Todos están de paso en Nueva York. Es como si nadie naciera allí y nadie pensara morirse allí. Es un andén. Un mercado. Está lleno de transeúntes. Afluyen de todas partes. Pero por un momento, para dispersarse luego. Sabiendo que van a dispersarse luego. Son los feriantes en la feria.

Todos parecen haber llegado de otra parte. Han venido a mirar aquello. A buscar algo que está en aquello. Se lo adivina uno en los rostros que tan a las claras dicen a dónde van.

Vienen de todas partes. De Europa. De Asia. De Long Island. Se oyen todas las lenguas, todos los dialectos. Las gentes que cuentan y miden dicen que hay medio millón de irlandeses, medio millón de alemanes, medio millón de polacos, un millón de rusos, trescientos mil puertorriqueños. Millares de italianos, de chinos, de griegos, de sirios.

Vienen de los Estados Unidos. Los Estados Unidos empiezan en la costa de Nueva jersey, al otro lado del río de Harlem, y en la isla de Long   —151→   Island. Allí hay casas humanas y ciudades humanas y aldeas humanas. Gentes que nacen y mueren en su lugar. Que plantan árboles y tienen animales. Que han nacido allí, se conocen y quieren vivir sus vidas en sus lugares. Pero un día van también a Nueva York. Van por una vez a mirar lo desconocido, a recorrer la feria, a mirar lo desproporcionado y lo increíble. Se quedan en una aventura que se complica y llega a hacerse permanente.

Creen que han encontrado lo que buscaban o que van a encontrarlo. Pero aun así, procuran no ir a la ciudad sino para las horas de la tarea. Buscan una casa con árboles en una aldea cercana y vienen en los trenes de la mañana para marcharse en los trenes de la tarde. Medio millón de personas hacen esto diariamente. Diariamente repiten la aventura que Nueva York representa en sus vidas. Vienen de paso a la ciudad, en la que no quieren vivir, a buscar algo y a dejar algo. Tres partes de su vida se consumen entre una mesa de oficina y un asiento de ferrocarril. Están entrando y saliendo de andenes todos los días. Todas las mañanas tienen la ilusión de que llegan y todas las tardes tienen la ilusión de que se van.

Todos vienen en busca de algo. Vienen en busca de la extraordinaria oportunidad. La oportunidad de la riqueza y de la fama. Traen en la cabeza un cuento de hadas. El del inmigrante que desembarcó con los calzones remendados y llegó a ser director de un Banco o el dueño de un ferrocarril. Por aquella esquina pasó el mozo Carnegie buscando trabajo. En aquella oscura cantina empezó a cantar la que es hoy una de las más famosas y ricas estrellas del teatro y del cine. De aquella barriada miserable salió Irving Berlin y de aquella otra Fiorello La Guardia. Es la deslumbrante feria de la fortuna abierta para todos. El más desconocido puede tener éxito y el éxito es desmesurado como la ciudad desmesurada. Significa millones en el Banco, casa de invierno en Miami y de verano en el Norte, dos secretarios, tres automóviles, cuatro esposas, cinco ciudades que visitar todos los años.

Y a los que esperan la fortuna, mientras llega y mientras no llega, les ofrece el espectáculo, el color y el olor de la fortuna. La gran feria abierta de las formas más populares de la riqueza. La ciudad colmada de torres de mármol, los teatros convertidos en Alhambras de oro, las vitrinas de las tiendas transformadas en botines de pirata. Toda la masa de lo dorado, de lo brillante, de lo sedoso, de lo pulido, de lo transparente, de lo labrado, de lo luminoso.

La feria tiene su centro nocturno en Times Square. La gran rueda de la fortuna deshecha en miriadas de bombillas eléctricas que hacen letras, figuras, colores, cascadas, escaleras, temblor de incendio y espasmo de fragua. Pasan por ella arrastrados, con los ojos en blanco, como los ahogados de un río de fuego manso. Dorados de luz, teñidos de arco iris, deslumbrados en una especie de víspera perpetua de Aladino. Todo se les ofrece, todo se les promete, todo se les insinúa. Todo viene hacia ellos y parece llamarlos en temblor luminoso. Aquella cascada de estrellas de oro va a derramarse sobre sus cabezas.

  —152→  

Pasan encendidos en el oro de la luz. No pueden detenerse. No se sabe quién es el rico, ni quién es el que espera ser rico. Todos esperan la fortuna. La milagrosa especulación que va a verter la catarata de oro sobre ellos. El invento que llevan en la cabeza, la nota que llevan en la garganta, el golpe fulminante que llevan en el puño. Todos van a la feria de la fortuna.

No se sabe quiénes son los que llegan ni quiénes son los que se van. No están sino en busca, sino en espera de una cosa. Para irse después. Miran los relojes en busca de la hora de los trenes. Va a salir el tren de las nueve para Nueva jersey. Salió el tren de las diez para Chicago, sale el tren de la medianoche para Washington. Va entrando en el andén, que tiembla, el tren que viene de San Francisco. A las cinco de la mañana en la palidez de la madrugada, pita el tren que lleva para White Plains los últimos en arrancarse del oro de la luz de la feria.

En la cabeza llevan la última cita, el último trozo de oferta, la última cotización, la vislumbre de un ascenso. Para dormir febrilmente unas cuantas horas hasta tomar otro tren que vuelva a lanzarlos al hervor de la calle y sus luces.

Todos se van, todos esperan irse. Cuatrocientos mil hombres toman los trenes de la tarde y huyen hacia los campos. Se hacen la ilusión de que huyen. De que van a regresar a las mujeres, a los niños, a los árboles, a las gallinas. A comerse una lechuga que sembraron.

Esperan huir definitivamente algún día. Cuando la fortuna les dé lo que buscan. Esperan cada día lo mismo los que nada alcanzan, y esperan cada día más los que alcanzaron el deseo del día anterior. Giran atontados, imposibilitados de irse, como los jugadores en torno de la mesa de juego.

En los días feriados ensayan la huida. La muchedumbre de fugitivos se amontona en las estaciones de los ferrocarriles, el hormiguero ennegrece los grandes andenes. Salen los trenes colmados de gente, salen los autobuses repletos. Salen cuatro millones de personas. Salen trescientos mil automóviles. Las carreteras se coagulan. Todos quieren salir a la primera hora, lo más pronto posible. Huyen como de la asfixia, como de un pecado contra la condición humana.

La ciudad parece quedar abandonada. Devuelta a la piedra y el aire, que son sus elementos propios. Pero pronto vienen otros, los que vienen del país humanamente habitado y quieren acercarse a la feria titanesca. Sanos americanos de la pradera, de la granja, de la tienda de la pequeña ciudad, que el día de fiesta se acercan al sobrehumano monstruo de piedra y respiran por un instante el letal olor de la fortuna.

Recorren las calles, entran a los teatros, husmean la feria encendida en la noche, miran con curiosidad los rostros curtidos de sombra y de cueva de los vendedores del tren subterráneo y se marchan antes de que el tóxico sutil les llegue a la sangre. Antes de que los fugitivos regresen a su condena.

  —153→  

Regresan del mar. Porque viven en una isla pero no les parece que han visto mar. Regresan del bosque, porque no les parece que en la ciudad han visto árboles. Regresan de comer y reír y conversar solazadamente porque les parece que no lo han hecho nunca en la ciudad. Que aquel jamón con pan tiene un sabor distinto y es como un maravilloso manjar nuevo comido junto al mar, junto a la brisa, entre rostros y casas humanos.

La primera sirena de policía que pasa con su alarido de angustia es para recordarles que están de nuevo en la prisión. Que están custodiados, atados, cogidos. Y que cuando salgan del trabajo no será sino para entrar en el bar más oscuro, frente a una pantalla de televisión donde pasan fantasmas de boxeadores, de jugadores de pelota, de caballos de carreras en la pista, de mujeres cantando con unos dientes inhumanos. Entre luces eléctricas. O para meterse entre luces eléctricas por los tragaderos ominosos del tren subterráneo. Con la cabeza enterrada en las hojas de un periódico sobre el retrato de un boxeador, de un jugador de pelota, de un caballo de carreras llegando a la meta con cien dólares para cada boleto ganador. Arriba, en la calle, pasa la baraúnda estridente de los carros de incendio.

No se resignan a estar. Piensan que están de paso. Mientras logran aquello que esperan. No es de ellos aquella ciudad. No les parece ni siquiera una ciudad. Una ciudad es otra cosa. Hay una plaza, hay vecinos, hay la casa del señor tal y de la señora cual. Hay gentes que son de allí. Se mueren inesperadamente. Se quedan un día en el tren o en la oficina muertos de aquel ataque al corazón, sin pensar que iban a morir allí, creyendo que un día alcanzarían lo que buscaban y se retirarían a vivir, a empezar a vivir humanamente, en una casa de la Florida bajo árboles y junto a un canal, que tendrían un huerto, que podrían tocar tierra con las manos y hasta cultivarla y comerse un tomate que hubieran sacado de la tierra.

Algunos lo logran y entonces parece que se marchan definitivamente. Se marchan lejos, temerosos, con el botín apretado en las manos. Nadie quiere pertenecer a la ciudad. No se dan por vencidos en el anhelo de lograr irse algún día.

Algunos hay, sin embargo, que se dan por vencidos. Están congregados en un extremo de la isla. El Bowery es su barrio. Borrachos harapientos que entreabren los ojos torpes al sentir pasar sobre sus cabezas el estrépito del tren elevado. El puente del tren elevado hace la calle nocturna a toda hora. Se oye música de radios, canciones de ciego, las puertas de las tabernas son tristes. Toda la calle parece llena de casas de prestamistas y de tiendas de cosas usadas. En cada soportal duerme un ebrio, por cada escalera baja un grito, en cada esquina hay un grupo que parece esperar a alguien para asesinarlo. Pasan viejas haraposas vestidas con trajes de 1890, con sombreros de 1905, con zapatos de 1914.

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Son los únicos que ya nada esperan. Cuando escupen a la puerta de la cantina parecen escupir sobre el rostro de la ciudad inhumana que los defraudó. Están refugiados en aquel extremo que han logrado hacer distinto de la ciudad. No se aventuran en ella. Viven bajo el trueno y la sombra del tren elevado. Hace años que no han visto la silueta de un rascacielos. Pero también son los únicos que no quisieran irse. Los únicos que tienen la sensación de vivir en una ciudad que han hecho ellos mismos. Una ciudad que se les parece y a la que pertenece su alma.

Lo demás es la ciudad de nadie. Llena de feria y poblada de gente de paso. Todos son pasajeros. La ciudad está llena de hoteles, millares de hoteles de todos los tamaños y todas las reputaciones. Y muchos viven por años en hoteles. Viven y mueren de pasajeros. Hay parejas que tienen veinte, treinta y cuarenta años viviendo en el mismo apartamento de un hotel de lujo. Entrando por las tardes con las maletas de los que llegan y saliendo por la mañana con las maletas de los que se van. Sienten que es aquélla una vida normal en la ciudad de pasajeros. Si no estuvieran de paso...

Por eso la ciudad no pertenece a nadie. Y en rigor nadie le pertenece. No tiene raíz humana, intimidad humana, forma humana. No está hecha a la imagen y semejanza de ningún sosiego del hombre. Aun los que creen pertenecerle lo que aman es la fortuna, el botín o la embriaguez que ella les depara.

No pertenece a ningún país. En la otra ribera de los ríos que la rodean empiezan los Estados Unidos, que es un país tan distinto de ella como lo es la aldea de Polonia o la isla de Grecia que dejó el inmigrante. Un país de donde vienen turistas asombrados a visitarla y al que huyen a vivir humanamente los que logran alcanzar la fortuna que ella ofrece. Tampoco pertenece a ninguna civilización, a ningún estilo, a ninguna tradición. Deforma a los seres de todos los estilos, de todas las tradiciones, de todas las civilizaciones que llegan a ella.

Llegan buscando algo en ella que no es ella misma. Es un gran andén de piedra, sin tierra, sin horizonte, sin paisaje, tan grande que no se ven los trenes; es un gran puerto, tan grande que no se ven los barcos ni se oyen las grúas. Pero trepida de trenes, de barcos, de aviones, de autobuses, de coches. Como si todos los que la habitan estuvieran llegando o como si todos estuvieran partiendo. Nadie va a quedarse. Todos sienten que algún día, cuando todos obtengan lo que buscan en ella, se quedará sola, con sus desfiladeros y sus abismos de piedra devueltos a un vacío lunar.




IX

Al principio del invierno hay una hora de perfecta soledad en el Parque Central. Ha caído nieve durante lo más del día. El aire gris ha estado lleno de rayas y puntos blancos. Las ramas de los pinos se acolchan de nieve. Uno camilla lentamente hundiendo los pies en la   —155→   espesa y quieta blancura. En la última hora del atardecer el cielo se ha despejado y se ha hecho transparente con una primera y desnuda estrella a un lado. No se oye ruido. No se mira movimiento.

Toda la nieve azulea con la vecindad de la noche. Hay una profunda sensación de abandono, de magia y de agreste soledad. Las lejanas moles oscuras de los edificios, hacia el sur, se diluyen en la penumbra, como acantilados de una costa inaccesible.

De lo oscuro de un tronco desnudo se desprende a saltos rápidos una ardilla oscura. Se acerca temblorosa y alza las patas suplicantes. Uno le tiende la mano y ella acerca la boca móvil a los dedos, buscando alimento. Como pudiera hacerlo el primero o el último hombre en la perfecta soledad.

Cuando el animalito se aleja de nuevo ya todo parece más transparente y despoblado. El aire está como detenido por el frío. Y el humo de nuestro aliento lo empaña a ratos como un vidrio.

Es entonces cuando el solitario se detiene y siente que va a ocurrir el prodigio.

En lo más penumbroso del horizonte, más allá de las ramas nevadas, empieza a levantarse una visión sobrecogedora. No hay ser humano que haya podido verla más grandiosa.

Es como si el cielo fuera creciendo y ahondándose con una inmensa colmena de luces. Pequeñas lámparas que se sobreponen, se juntan, se extienden, se confunden. Cuadrados de luz que cuelgan arracimados de la sombra como un telar de estrellas.

Es como si del fondo de aquel desierto de nieve y de soledad se hubiera alzado de pronto un simún de hojas de oro encendidas.

Toda la sombra está cuadriculada de luces hasta lo alto. Es un tapiz de fuego quieto y frío que cuelga de dos o tres estrellas. Y que está vivo de encenderse y apagarse sin término.

Y uno lo mira tan alto y tan resplandeciente que siente más inverosímil la proximidad de aquel milagro.

Es como un mosaico de oro que ha cubierto las nubes y las sombras. Todo en reflejos, en palpitación luminosa, en dimensiones y contornos inalcanzables. Como las moscas de Constantinopla debían ver los mosaicos de oro de Santa Sofía.

Nada tenemos en las manos ni en las palabras para responder a este prodigio. Para tratar de acercarnos a este prodigio que no es el que han hecho los hombres. Que los sobrepasa y los abandona.

Lo único que sabemos es que no son las luces de una ciudad. Los que ven las luces de la ciudad no ven el prodigio.

El prodigio podría ser el tablero para el juego del cielo y del infierno, o para el juego de la muerte y de la inmortalidad.

Puede ser la ciudad de luz y de sombra que sería prometida algún día a los hombres que habitan la ciudad de piedra y de hierro.

O puede que sea la encendida montaña de cristal que ha de estar al fin del mundo. Al fin del mundo que conocemos y padecemos.

  —156→  

Esos caminos de luz, esas señales, esos saltos, esos despliegues de vuelo inmóvil no pueden ser el simple reflejo de las lámparas de hombres que se afeitan, de hombres que escriben números, de hombres que cuentan dinero en billetes opacos. Deben ser otra cosa. Como las luces de un altar a un Dios que va a salvarnos. El reflejo infinito de unas llamas votivas que están vivas y temblorosas de esperanzas.

Deben ser fuego de hogar y luz de amor multiplicados que invitan al hombre a arder en la más encendida montaña.

Hay que estar solo y lejos para ver toda la visión de aquella inaccesible soledad luciente. Para sentir el dolor y el ansia de acercarse. De entrar en toda la aérea tibieza de aquella lumbre que palpita cubriendo el cielo. De aquel enjambre de brasas que se para en la sombra.

Tamaña grandeza de visión no puede ser un don gratuito. Debe tener palabras y significaciones y anuncios para toda pequeña soledad humana que la vislumbra.

Y las tiene. Pero sólo resuenan en lo más transparente del silencioso pensamiento angustiado.

Palabras que han nacido de la angustia de esta visión sobrecogedora.

Como aquella voz transida que nos llama hijo y nos habla de amor:


What do you seek so pensive and silent?
What do you need camerado?
Dear son do you think it is love?



Y la reconocemos. Amaba la gente de las calles y gustaba de conversar al conductor del tranvía de caballos. Y soñaba con más gentes y más casas y más atareadas muchedumbres. Vivió en las raíces de las que iba a brotar esta visión aérea. Y nos dice con orgullo jactancioso que es


Whitman, a Kosmos, of Manhattan the son.



¿Se ha alzado este fulgor temeroso, acaso, sobre esa fe serena del labrador que siembra, y del albañil que levanta su pared de ladrillos y de los hombres que cantan en su tarea llenos de indestructible contentamiento?

¿O es una visión satánica de inhumano orgullo que va a caer como lava ardiendo sobre los que se le acercan deslumbrados? Hay el rumor quejumbroso de un canto de negros que canta con poderoso quejido rítmico. Que canta y anuncia hasta lo más apartado de la soledad:


Joshua fit de battle ob Jerico,
Jerico, Jerico,
Joshua fit de battle ob Jerico,
An de walls come tumblin down.



Al son de las roncas voces cargadas de dolor parece temblar todo el oro vivo de la visión. Son voces de hombres vivos con dolores vivos. De hombres oscuros con dolores oscuros. Por allá abajo hay muchos que tienen hambre, pero que además están hambrientos sin nada en que soñar. Que es lo que murmura aquel eco de Lindsay, tan rítmico: «Not   —157→   that they starve, but starve so dreamlessly». No es que tengan que sembrar, sino que tan rara vez cosechan. «Not that they sow, but, that they seldom reap». No es que estén condenados a servir, sino que no tengan dioses a quienes servir. «Not that they serve, but have no gods to serve». Y no es que hayan de morir al fin entre los vericuetos de piedra, sino que mueran como ganado. «Not that they die but that they die like sheep». Que es lo que dice la lenta voz que parece venir de la visión.

Porque hay otra que parece no verla. Que lo que ve es un desierto de áridos cactus y de tierra muerta. Donde no se alza sino una mano muerta suplicante bajo la luz de una estrella que se extingue. Que es lo que se percibe en aquella palabra que pasa, que es de Eliot y que viene de tan lejos:


This is the dead land
This is cactus land
Here the stone images
Are raised, here they receive
The supplication of a dead man's hand
Under the twinkle of a fading star.



Pero también habría una desesperada manera de arrojarse al torrente inescrutable. Entrar hablando a gritos, comprando y vendiendo, poniendo nombres en todos los avisos luminosos, todos nuestros nombres en todos los avisos luminosos. Que es lo que haría Hart Crane ya resuelto a morir:


Stick your patent name on a signboard
brother-all overgoing westyoung man
Tintex-Japalac-Certain-teed overalls ads
and land sakes.



O estaré quieto, desde la sombra, sin avanzar, hasta no encontrar la palabra que resuelva el enigma. De esta esfinge de vida o muerte que nos mira con sus millones de ojos de luz. Acaso como Edipo resolvió el enigma de la perra que habla. Pero:


Señora it is true the Greeks are dead,
It is true also that we here are Americans.



Porque también debajo de la luz de cristal hay hierro y piedra, y sudor y zapatos llenos de blandos pies y miradas llenas de deseo. Una ciudad viva y atormentada de vida. Una robusta ciudad que grita y se estremece con todos los que dentro de ella gritan y se estremecen. Una ciudad de anchas espaldas que aman y cantan hombres de anchas espaldas:


Stormy, husky, brawling
City of the Big Shoulders.





  —158→  
X

El cielo azul resplandece sin una nube y el sol labra las moles de ladrillo oscuro y piedra blanca de la Universidad de Columbia, cuando empiezo a bajar la escalera del tren subterráneo. He depositado la moneda del pasaje al pasar las aspas giratorias de la entrada y ya estoy en un mundo nocturno.

Ya empiezo a bajar a saltos la escalera con todos los que la bajan a saltos. Hasta llegar a la plataforma de espera. A la chata nave fría, apuntalada por postes de hierro, blanca de losas de hospital o de carnicería, fría, de luces eléctricas que nunca se apagan, donde a veces palpita como una llaga una luz verde o una luz roja.

Todos los que han bajado conmigo se asoman al andén, miran a ambos lados a las dos largas bocas de túnel que se abren a los dos extremos, contemplan un momento los rieles pulidos dentro del estrecho foso y piensan que, al llegar el tren, habrá por un espantoso segundo la perfecta oportunidad de suicidarse: en un salto y en un segundo. Se alejan del borde y miran a los demás con ojos de sospecha. Caminan con las manos a la espalda, o con las manos en los bolsillos y mascan. A cada momento suena el «trac» de las máquinas automáticas adosadas a los postes que venden por un centavo, por aquel centavo liso y suave entre las ásperas monedas de plata que la mano palpa en el fondo del bolsillo, una tableta de chocolate o una lámina de goma de mascar.

Todos mascan. Y dejan de mirarse. Y a ratos y en grupos se detienen frente al puesto de periódicos lleno de luces y derramado de todos los colores de las portadas de las revistas. Ven al desgaire las brillantes portadas, mujeres desnudas y vestidas que sonríen en las portadas, o los negros titulares de los diarios. Del diario de la mañana que salió por la noche. Del diario de la tarde que sale por la mañana. «Los rojos tienen la bomba atómica». «Los Dodgers le ganaron al San Luis». «No me divorciaré», dice el marido de la Bergman. «Veterano loco mata trece en doce minutos». Cada quien compra un periódico. Y en todo el andén aletean las hojas.

Se oye el trepidar del tren que llega. Los primeros vagones pasan con tanta velocidad como si no fueran a detenerse. Un golpe de aire tormentoso se desplaza a su paso. Pasan vagones y pasan vagones hasta que llega uno que se va amohinando y deteniendo frente a nosotros. La puerta corrediza se abre de un golpe. Los que salen y los que entramos nos apretujamos un momento. Hay algunos puestos desocupados en el largo banco amarillo de esterilla que se alarga a ambos lados del vagón. El tren arranca con un golpe seco.

Los que están sentados se sacuden. Los que están de pie dan un traspiés. Los que cuelgan con una mano de las agarraderas blancas del techo se bambolean adheridos al periódico que sostienen en la otra mano.

  —159→  

Nadie parece mirar a nadie. Yo observo a todos los que no miran. Los que están en fila sentados en el largo banco frente al mío. A través de los cuerpos de los que están de pie a uno y otro lado. A nadie conozco. Todos los rostros son distintos. A veces las ropas se parecen. A veces los zapatos son iguales. Pero aquellas narices lustrosas son tan diversas, aquellos ojos tan distintos los unos a los otros. Aquellas manos que sostienen el periódico o que reposan sobre la rodilla están tan asociadas a la sola vida de una sola persona que no podrían ser las manos de más nadie. Son las manos de aquella nariz, de aquel sombrero, de aquel peinado, de aquel periódico. Y ahora recuerdo a Chesterton que dijo que carece de sentimiento religioso quien no comprende que aquel hombre que está sentado frente a nosotros en el tren subterráneo es tan importante para Dios como William Shakespeare. Aquel Guillermo Agitalanza.

Por los pedazos de ventanilla que se miran entre las cabezas desfilan las vertiginosas siluetas de los postes de hierro que sostienen el túnel y algunas luces fugitivas. Sentimos que vamos a una velocidad excesiva. Que la más pequeña falla del más pequeño tornillo podría estrellarnos contra la cerca de postes, y el trueno sordo y sostenido del viaje transformarse en infernal explosión de metales y gritos. Como una deflagración irrumpe rozándonos un tren que pasa en sentido contrario.

Sobre las cabezas están inmóviles las aspas de los ventiladores. Entre las aspas y las cabezas se extiende el friso multicolor de los carteles de publicidad. Con figuras de hombres y mujeres jóvenes y hermosas que sonríen. Que sonríen con un tubo de pasta dentífrica en la mano, con un jabón, con un paquete de té, con una botella de Coca-Cola. «Yo prefiero el Camel», dice la cara de un conocido cantante. «Yo prefiero el shampoo Kreml», dice una estrella de cine. «El señor Robert Smith, de Kansas City, se ha cambiado para el whisky Calvert». «Si tiene usted talento para cantar, venga a verme». «Johnnie Maize, bateador de los yanquis, es un comedor de Wheaties desde hace diez años. Compre usted su paquete mañana».

En la estación de la calle 96 entran muchos negros y algunos puertorriqueños menudos con pequeños bigotes. Un negro alto y triste se para frente a mí y sostiene con su gruesa mano la blanca agarradera. La otra mano cuelga inerte un poco más abajo de mis ojos. Es una mano grasienta, pulida. Tiene una sortija de oro con un rubí. El botón marrón está a la altura de mis ojos. Alzando la vista le miro la camisa y la corbata también marrones. Este no es de los jornaleros del Aseo Urbano. Es hombre elegante y debe venir de los dancings de Lenox Avenue. Me imagino que debe saber bailar un «Jitterbug» descoyuntado sobre las más altas notas del saxófono.

Palabras en español me llegan de la conversación de dos puertorriqueños que no puedo ver. «Ahí se consigue trabajo. Yo te lo digo. Yo lo sé. Pagan hasta cuarenta dólares por semana. No te digo». «Y ¿desde cuándo no ves a Carmen?». «Mejor es que no me hables de eso». El   —160→   rumor vertiginoso del tren se funde con las conversaciones. Cruzamos blancas bahías de estaciones sin detenernos.

Por entre el brazo bamboleante del negro miro a la colegiala que está sentada frente a mí, entre otras colegialas. Una camisa hombruna, unos pantalones arremangados de lona azul, calcetines blancos y lisos zapatos. Tiene sobre las piernas los libros, sobre los libros los brazos, sobre los brazos la cara sonriente que parece una de las de los avisos del friso. La de la muchacha del té Lipton. O la del laxante de limón. Hablan en algarabía que se añade a la de los hierros.

Bamboleándose, un borracho barbudo da empellones y voces. Parece decir una arenga. Son imprecaciones a todos los que no le oyen. De la puerta de algún bar oscuro, sin saber cómo, se descolgó por una boca del subterráneo. ¿Qué era lo que le decía al barman? Lo que decía a aquellos otros hombres acodados en el mostrador. Lo que dice ahora a todas estas gentes que le evaden la vista. Cuando el tren se detiene está a punto de caerse. Se ha levantado para salir una señora madura de sombrero de plumas. El borracho mira el asiento vacío y se desploma sobre él. Entre una mujer y un hombre. La mujer, que tiene los ojos metidos dentro de un libro abierto, se encoge para evitar el contacto. El hombre que está al otro lado, duerme. Tiene una gorra metida hasta los ojos, una sucia camisa de trabajo, unas gruesas manos de trabajo cruzadas sobre las piernas, unos zapatos negros cuarteados y terrosos. Duerme profundamente. El borracho está casi tendido sobre él y sigue hablando sin cesar, dando manotazos en el aire.

Nadie lo mira. La mujer que está al lado está como metida dentro de su libro. No alza los ojos sino cuando el tren se detiene en alguna estación. Por entre los dedos logro verle el dibujo de la portada. Es una novela histórica, que se está vendiendo por millares de ejemplares diarios. Es la misma que tiene otra mujer que diviso cerca de las colegialas y otra que se bambolea agarrada de su gancho cerca de la puerta. Es la romántica historia de Jacques Coeur. Andan, dentro del libro, por un París de campanas, estandartes y torres medievales. Otra lee el grueso tomo de El Egipcio. Mira salir a un sacerdote cubierto de oro del hipogeo. Otros leen otros libros. En sus cabezas flotan imágenes de lejanos países, de bellas mujeres encendidas de amor, de ricos trajes, de maravillosas aventuras. «El que fume o escupa en el suelo será castigado con multa de cien dólares, o prisión de quince días, o ambas», dice el letrero junto a la puerta.

Se oye una música de saxófono que se acerca. Es un ciego que recorre los vagones mendigando. «Llévame al juego de pelota», es la pieza que toca. Pasa por entre las espaldas, los hombros, los sombreros. Tropieza con los pies del obrero dormido. Con la capa de pieles de una elegante mujer que deja de leer su revista ilustrada para arrojar una sonora moneda en la cantimplora que el mendigo lleva atada al instrumento. Con las rodillas de la colegiala. Con el brazo del negro. Su oscuro sombrero pasa rozando las agarraderas. Siguiéndolo veo el fez rojo y dorado y   —161→   la borla negra de un «Shriner». Es hombre rubicundo y risueño. Debe de ser de otra parte, y ha venido a la ciudad como millares de otros cofrades para la convención de su orden. La Antigua y Mística Orden de los Caballeros del Noble Santuario. Desfilarán con sus rojos feces y sus estandartes de opereta oriental, comerán y beberán copiosamente y regresarán con mil cuentos a sus granjas, a sus talleres, a sus barberías, en una ciudad del Oeste.

A mi lado se sienta un hombre grueso de pelo canoso; lleva como abrigo una espesa camisa de lana a cuadros rojos y negros, tiene nariz o quijada de boxeador. Abre su periódico, desplegándolo por cuartos. Lo que diviso son columnas de cifras. Es la página de las carreras de caballos. El hombre se abisma en números y nombres. Saca un lápiz y traza algunas marcas de un modo seguro y punzante. Guarda el lápiz, vuelve las páginas. Ahora se detiene en las tiras cómicas. Veo el mechón de Lil Abner y la silueta de pimpina de miga del «schmoo». El «schmoo» es gordo, luciente, manso, risueño, no come, ni corre, y cuando alguien lo mira con hambre se muere de contento. Se muere convertido en tierna carne asada o en pollo frito, sin huesos. Hay una luz de alegría infantil en los ojos del hombre de quijada de boxeador. El mundo debería tener «schmoos», piensa. No andaría él colgado de aquel gancho subterráneo, ni saldría de allí para meterse en una caseta de teléfono, hedionda a colilla y a tos, a llamar a todos los que saben en cuántos minutos hizo la milla el segundo caballo de la tercera carrera en Jamaica, y para concertar la apuesta del tonto más tonto que lo espera en la puerta de la tienda de cigarros y periódicos envuelto en el resplandor de Tarzanes amarillos, de Supermanes rojos, de Frankensteins verdes, de Patos Donald azules.

Y piensa también en los «schmoos» aquel hombre flaco, desgonzado que dejará el periódico con la tira del «schmoo» sobre el asiento al levantarse, para dejar el vagón, subir la escalera, meterse por la puerta de una botica y pasar junto a la caseta de teléfonos, donde alguien concierta las apuestas de las carreras de caballos, para comerse un sandwich de chicken salad y una taza de café con crema. Un sandwich de emulsión rosada que penetra al pan y sabe a apio. Pero el «schmoo» tierno es el que se convierte en tierna carne asada al mirarlo. Es una carne mejor que la que comen los clientes de Gallagher a cuatro dólares la libra. Con sólo mirarlo.

La velocidad del tren varía. Es como si se deslizara a ratos con dificultad por zonas de mayor resistencia. Por entre las enmarañadas raíces de los viejos edificios, por debajo de los sótanos de los más oscuros hospitales, entre las tuberías que llevan la sangre del último riñón abierto, del último pedazo de pulmón extraído. Bajo un suelo de algodones sanguinolentos y sábanas sucias. O por entre las huesas del Museo de Historia Natural, donde las orejas del elefante están heladas junto a la vértebra del megaterio y el aire se espesa con el olor de ballena embalsamada.

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Un hombre gordo y melancólico lee un periódico escrito en caracteres hebreos. Toda la página está salpicada de temblorosos trazos que parecen deslizarse hacia abajo. ¿Cuáles noticias leerá ese hombre en esas letras de seis mil años? Con sus letras flota fuera del tiempo y del espacio. Irá a la calle de los negociantes en ropas, o irá a los almacenes de los pollos muertos o de las lechugas, pero antes tendrá que descender de aquella nube mágica de letras, restregarse los ojos abstraídos, y preguntar, con el acento más nasal que le quede en el pecho, de qué se trata.

Lo siento tan solo con sus letras, tan separado por aquella jaula de caracteres, que pienso que no podrá comunicarse sino con los que andan en otros pedazos de su jaula. Y que los que están fuera lo miran como prisionero. Tiene el sombrero redondo metido hasta las orejas. Unos lo ven con indiferencia, yo con interés, otros con desdén. Del apartamento en Brooklyn hasta el negocio en Manhattan va metido en su jaula. Con aquellas letras está escrito el nombre del rey Salomón en el libro santo. Y con aquellas letras acaso lea la noticia de que millares de refugiados, después de años de sufrimiento, han logrado al fin entrar en Tel Aviv.

La muchacha que viaja a su lado lee una revista. Es hermosa y viste con sencillez. Lee en su revista la historia de la oficinista que se casó con el joven y romántico presidente de la compañía. Que es la misma revista que lee la casera gorda, que lleva su paquete de compras recogido bajo las piernas. Es la misma revista que millones de mujeres han empezado a leer esta mañana. Trae la historia de la caprichosa hija del millonario a quien el amor hizo someterse a la autoridad de un muchacho pobre. Tiene un artículo que dice: «La vida empieza a ser divertida a los cuarenta años». Y otro que dice: «Le doy gracias a Dios por ser neurótico». Y un aviso: «Usted también puede ser atractiva». Y un reportaje que asegura que no existen mujeres feas. Y muchas páginas con grabados donde se enseña cómo se puede cocinar y fregar platos conservando las más hermosas manos femeninas; cómo se puede transformar sin gastos aquel feo cuarto en aquel maravilloso salón de la revista; cómo de una mesa vieja y rota se puede hacer la más moderna mesita de té con la sola ayuda de una sierra y un martillo. O la manera de parecer una persona instruida e inteligente al hablar. La belleza, la salud, la felicidad, el bienestar, puestos al alcance de todos.

La mujer gorda del grueso paquete sonríe. Como a la misma hora hojeando la misma revista sonríen otras mujeres que están en las calles, en los sótanos y en los pisos altos. La que lava la ropa de los hijos en el sótano. La que limpia la salita, que sin gasto podría transformarse en una pieza de exposición. La que calienta las espinacas, que pueden servirse con poca cosa como en el restaurante francés. La que friega los platos mientras oye en la radio la quejumbrosa canción de Bing Crosby en la hora que se llama «Serenata de Amor».

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Chirría el tren deteniéndose. Toda la masa de gente se mueve. Todos se empujan. Entran nuevos rostros. Tres muchachos altos, con el pelo peinado en copete, salen en el último momento atropellando a todos los que entran. La última mano del último tiene un gesto de lanzar la bola del bowling. El sordo rodar de la bola sobre la madera y el estruendo de las maderas cayendo en la catarata. De la escalera del subway se meterá en la escalera del salón de bowling, ancho como un garaje, donde treinta hombres simultáneamente se tuercen detenidos, lanzando treinta bolas que ruedan sordamente. Simultáneamente con otros dos mil novecientos hombres que, en millares de salones, están lanzando el trueno de la bola sobre la cancha.

Ahora está frente a mí un botones vestido de verde con botonadura de reluciente dorado. Su cabeza tocada con un chato gorro verde está debajo de aquel retrato del friso donde sonríe una muchacha, junto a un letrero que dice: «Reúnase con 'Miss Subway'. Encantadora Harriet Young, secretaria en Adelphi College. Estudiante de música, le gusta todo, desde Beethoven al 'Bebop'. Ambición: tener un automóvil nuevo y ver América».

El botones tiene cara de ansiedad. Nadie lo está llamando, no está llamando a nadie. No va dentro del eco de su voz por pasillos, salas y corredores canturreando el nombre de aquel míster Smith o míster Savacol a quien espera un teléfono acostado sobre una repisa de mármol. Pasan minutos, el tren corre y no suena ningún timbre que lo haga saltar. Va a sonar un timbre. A las siete hay que sacar el perro de la señora del 115 y llevarlo al borde de la acera, dejarlo husmear un rato y esperar a que se enarque en la defecación. A las siete y media toda la acera está cubierta de los botones del hotel. Todas las aceras están cubiertas de botones, y hombres y mujeres, y viejos y niños que sostienen por la traílla a los perros. Y todo el fondo de las calles toma un tinte de canal de matadero. Hasta las siete de la noche. En que hay que subir a buscar el perro de la señora del 115 para bajarlo nuevamente a la acera. Ya en la sombra. Lejos de la luz del farol. Y verlo enarcarse con los ojos saltados.

El tren amaina la velocidad y se detiene. Todas las gentes se ponen en movimiento. En los postes del andén hay repetido el número 42. Salen todos apresuradamente. Como si el tren pudiera arrebatarlos y llevar los a un destino desconocido. Salen todos, menos unos pocos que permanecemos. El borracho ha aprovechado la ocasión para tenderse largo a largo en el banco. Pero nuevas olas humanas se precipitan por las puertas. Todo vuelve a apelmazarse y a endurecerse. Entran mujeres con niños y paquetes, hombres con maletas y carteras. Gentes con ojos afiebrados y narices lucientes que salen de los cines. Con los oídos llenos de disparos de revólver y de canciones. Con los ojos llenos de descomunales ojos. Hombres con el cuello de la camisa abierto, el sombrero nuevo en la nuca, un escarbadientes en la comisura de los labios y el gesto exacto del pistolero que vieron en la pantalla. Una voz   —164→   arrastrada, cantada, cortada. Y de pronto uno que suelta una carcajada corta y explosiva.

El trayecto es breve. El tren se detiene de nuevo. Bajan muchas mujeres. Con prisa. El andén está lleno de otras mujeres con paquetes. Muchas suben. Otras esperan los trenes que vienen de regreso. El tren está anclado al borde de los sótanos de las inmensas tiendas. Se ven todos los andenes y pasadizos cubiertos de luces, vitrinas y avisos luminosos. Las luces llevan a otras luces, los pasadizos a otros pasadizos. Las mujeres suben como hormigas atareadas. Y de pronto, ponen el pie en una escalera que empieza a subir sola. A rodar sola, como un témpano de hielo que se desprende lleno de pingüinos. A subir por entre horizontes de arcadas, mostradores, colgaduras, armarios, pirámides de mercancías pasando de un piso al otro como quien mete la cabeza por el hueco de una capa. Del piso de los trajes de mujer, al de la ropa de hombre, del piso de los artículos de deportes al de los muebles, de los comestibles a las máquinas de lavar, de las drogas a los libros, de las camisas a los automóviles, de donde enseñan cómo funciona la máquina de lavar a donde explican cómo se preparan los ravioli y los dan a probar. Todo está lleno de manos, de cabezas, de ojos, de hombros. Como si el vagón del subterráneo se hubiera multiplicado por cien mil. Y la escalera sigue subiendo con los pingüinos inmóviles y serios. O baja con ellos. Hasta que al pie de la última escalera, que no se mueve, se para el vagón del subterráneo y el oleaje mete la gente adentro.

Los que están de pie dan un traspiés. El tren arranca. Hay gentes que sacan papeles de los portafolios, de los bolsillos. Mujeres que sacan papeles de las carteras. Papeles con sellos, con letreros impresos, con firmas agresivas. Tienen cara de ir a hablar con policías, con fiscales, con inspectores. Aquel va a buscar un permiso para vender cerveza. Y aquel un permiso para conducir automóvil. Y aquel va porque no quiere pagarle la pensión a su mujer divorciada. Una mujer que sacaba la cabeza desgreñada por una puerta y le decía, pronunciando por las narices, horribles insultos.

Y todos van sacando mentalmente cuentas de dinero y de tiempo. A cada momento miran el reloj y se palpan la cartera. Miran el reloj. Dentro de diez minutos se desocupa la silla del dentista. Dentro de veinte minutos míster Jones tocará el timbre preguntando a la secretaria si míster Smith ha llegado. Dentro de cinco minutos sale el «ferry» para Staten Island. Dentro de treinta y cinco minutos sonará el teléfono y repicará cinco veces dentro de una oficina vacía, cuya puerta nadie abre. Dentro de una hora se cierra la subasta de cebollas.

Dentro de un cuarto de hora sonará el martillo del presidente declarando instalada la convención de los vendedores ambulantes de cepillos. Dentro de dieciocho minutos habrán subido un punto las acciones de la American Can.

Y se palpan la cartera. «Una comisión del tres por ciento no es suficiente». «Yo no vengo a venderle, vengo a traerle dinero». «Mi dinero   —165→   es tan bueno como el suyo». «La honestidad es la mejor política». «Hágalo ahora». «No hay negocios malos, hay negociantes malos». «Aproveche esta ganga». «Cien dólares no son sino el comienzo de mil dólares, mil dólares no son sino el comienzo de diez mil dólares, diez mil dólares son el comienzo de cien mil, cien mil el de un millón». «Un director de ventas que vale cincuenta mil dólares por año». «Un oficinista que vale cuatro mil». Se palpan la cartera con un gesto de despertar, entre el cabeceo del tren disparado, y miran con rápida sorpresa al hombre que está al lado.

Una corbata demasiado roja, un traje demasiado nuevo, unos hombros demasiado anchos, una afeitada demasiado reciente, unos ojos demasiado lentos, una quijada demasiado cuadrada. Por el bolsillo del pañuelo le asoman las puntas de tres tabacos. Los zapatos le deben chirriar un poco al andar.

Al lector de tiras cómicas que alza la cabeza pesada del periódico lleno de figuritas se le parece a Dick Tracy. A la mujer que masca goma y que ha salido del cine se le parece a James Cagney. Debe de tener debajo del brazo, oculta, una de esas pistolas de gángster que han estado retumbando durante dos horas en la película. Al viejo que saca el crucigrama de la última página de la revista ilustrada se le parece a los famosos pistoleros que no conoce.

El tren se detiene de nuevo. Baja mucha gente. Mujeres jóvenes de hermosas piernas con una gruesa cartera debajo del brazo. Hombres con sombreros que se parecen demasiado al que lleva el risueño mozo que está en el aviso de la sombrerería Adams en todos los periódicos. «Las mujeres prefieren a los hombres con sombrero». Baja el hombre de la quijada cuadrada. Bajan algunos viejos lentos, que parece que no tendrán fuerzas para subir la escalera que los sacará a la calle.

Voy a bajar yo. Pero no me muevo y la puerta se cierra rápida. El tren corre ahora frío y pávido, penetrando en lo más húmedo del limo. El vagón se ve grande y vacío y la luz de las lámparas es la del circo cuando el acróbata se prepara a dar el doble salto mortal sobre la cuerda. El tren baja para pasar por debajo del río. Sentimos un ahogo. A diez metros sobre nuestras cabezas duerme el agua del fondo con los zapatos de los ahogados y las más oxidadas tapas de Coca-Cola. A veinte metros sobre nuestras cabezas se desliza el trasatlántico lleno de banderas que busca su muelle. A veintidós metros sobre nuestras cabezas vuelan las gaviotas recogiendo los desperdicios que salen por los tubos de desagüe.

¿A dónde vamos? Al fondo del vagón está sentado el hombre que saca crucigramas en la revista. Cerca de mí, tendido en el asiento, ronca dormido el borracho. Al otro extremo, una mujer vestida de oscuro aprieta a su costado a una niña flaca de anteojos. Lo demás está vacío. O está lleno de algo que no vemos.

Nueva York, 1950.

El globo de colores. Caracas: Monte Avila Editores, 1975, pp. 9-69.





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