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ArribaAbajoEl brujo de Guatemala

El señor presidente ha llegado a convertirse en la más famosa y representativa de las obras de Miguel Ángel Asturias.

Yo asistí al nacimiento de este libro. Viví sumergido dentro de la irrespirable atmósfera de su condensación. Entré, en muchas formas, dentro del delirio mágico que le dio formas cambiantes y alucinatorias. Lo vi pasar, por fragmentos, de la conversación al recitativo, al encantamiento y a la escritura. Formó parte irreal de una realidad en la que viví por años sin saber muy bien por dónde navegaba.

Lo escribía, ¿era él solo, o era todo un pueblo de fantasmas próximos y lejanos que se expresaba por su boca de shamán?, aquel mozo risueño y ausente, con cara de estela maya que se hubiera escapado de una galería del Museo del Hombre para asomarse extraviado a la acera de Montparnasse en las tardes de París.

Venía de la más remota América. Mucho más allá de la de bananos, dictadores y quetzales, a la que podía volverse en quince días de navegación oceánica. Era el asombrado y asombroso sobreviviente de un largo viaje que atravesaba siglos, edades y cataclismos. Había pasado al través de toda la colonización española, había sufrido el difícil acomodamiento de lo indígena con lo hispano, había oído las lenguas de antes del diluvio que se habían conservado en los claros de la selva tropical, hablaba un castellano de Pedro de Alvarado o de Bartolomé de las Casas y se quedaba en silencio, con un silencio de brujo de Copán que aguarda la vuelta de Quetzalcóatl.

No sabía uno a ciencia cierta cuándo terminaba de contar la historia del perseguido sin tregua del tirano, o el cuento de fantasmas y barraganas de Antigua, y cuándo comenzaba la pura leyenda de la creación del mundo por los dioses del Popol-Vuh. O cuándo estaba hilando frases para aquel poema sin término que llevaba en la cabeza abstraída como un códice sagrado.

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No era el primer hispanoamericano que llegaba a París. Desde el siglo XIX formaban parte de la crónica pintoresca de la ciudad aquellos criollos ostentosos y rastacueros, trepadores y dispendiosos, que habían llegado a París a ganar prestigio social o aceptación literaria y artística. Los había habido ridículos y conmovedores. Los que a veces asoman en las operetas de Offenbach, los que competían con dispendiosa ostentosidad por los favores de las grandes cortesanas, los de la generación del tango y la gomina, y, también, los que desde fines del siglo XIX habían ido en busca de consagración, aprendizaje y reconocimiento cerca de las transitorias vedettes de la literatura de París. Entre ellos iban algunos meros imitadores, como Gómez Carrillo, u hombres de genio, equivocados sobre su identidad, que aspiraban a ser discípulos de Verlaine, cuando en realidad eran los creadores de un nuevo tiempo de la poesía y de la lengua, como Rubén Darío.

Los más de ellos iban deliberadamente a «afrancesarse» y a atenuar los rasgos y las vivencias de su rica y mestizada cultura nativa. El caso de Miguel Ángel Asturias fue distinto. Traía su América encima. Como uno de aquellos inverosímiles cargadores indios llevaba sobre las espaldas el inmenso hato de su mundo mestizo, con indios, conquistadores, frailes, ensalmos, brujos mágicos, leyendas y climas. Por todas las palabras y todos los gestos le salía aquel inagotable cargamento. Empezaba a conversar de una noticia literaria de París, o de los ballets rusos y desembocaba sin remedio en una historia de Chilam Balam o en la artimaña del prisionero que se escapó en un barquito pintado en la pared.

Con los hombres de la generación de Asturias había cambiado radicalmente la actitud ante lo europeo. Veían lo europeo como una deslumbrante tienda de instrumentos, como una constante incitación a la creación propia, pero no para afrancesarse sino para expresar lo americano con una autenticidad y una fe que eran enteramente nuevas.

El París que los envolvía era el de los últimos ballets rusos y el de la eclosión del surrealismo. Reinaban todavía en el mundo oficial los versos de Madame de Noailles y las librescas aberraciones de Gide, pero también reventaba de pronto, como una bomba de anarquista, una novela inesperada de Malraux, o aquel revólver de cabellos blancos de Eluard.

Cuando la bruma y las lámparas del atardecer convertían el boulevard en una asordinada feria pueblerina íbamos cayendo los contertulios a la terraza de la Coupole. A veces, todavía, veíamos pasar o sentarse en una mesa vecina a Picasso, rodeado de picadores y marchands de tableaux, a Foujita detrás de sus gruesos anteojos de miope, a Utrillo en su delirio alcohólico, al hirsuto y solitario Ilya Ehrenburg. Según los años y las estaciones cambiaban los contertulios de la mesa. Casi nunca faltábamos Asturias, Alejo Carpentier y yo. En una ocasión nos acompañó por algunos meses Rafael Alberti. Y luego gente transeúnte y pintoresca de la más variada América. El panameño Demetrio Korsi, que vivía en una novela que nunca llegó a escribir, Arkadio Kotapos, griego de Chile, músico, aventurero y gran conversador, que nos inundaba con sus recuerdos,   —168→   sus anécdotas y sus mil ocurrencias y disparates, verdaderos o imaginados, que constituían el más inagotable relato de una increíble picaresca intelectual, o Tatanacho, aquel mexicano menudo y melancólico, compositor de canciones populares que de pronto, a la sordina, nos cantaba «mañanitas» y nos metía en el amanecer de una calle de Jalapa.

La noche se poblaba de súbitas e incongruentes evocaciones. Con frecuencia hablábamos del habla. Una palabra nos llevaba a otra y a otra. De «almendra» y el mundo árabe, al «güegüeche» centroamericano, o a las aliteraciones y contracciones para fabricar frases de ensalmo y adivinanza que nos metieran más en el misterio de las significaciones. Había pasado por sobre nosotros el cometa perturbador de James Joyce. Todavía era posible ir por los lados del Odeón y toparse con la librería de la flaca y hombruna Silvia Beach, que había hecho la primera edición de Ulises, y hasta con un poco de suerte mirar al rescoldo de los estantes la menuda figura de barbita y gafas de ciego del mismo Joyce.

Las cosas de la vida americana nos asaltaban. Todo el arsenal inagotable de la naturaleza y de la geografía: los volcanes con nombre de mujer, los lagos poblados de espíritus, los inmensos ríos que devoraban gentes y países, las selvas impenetrables que emanaban olores y humaredas como serpientes, los animales que no conocían los fabularios, el cenzontle, el campanero, el gallito de las rocas, rojo e inasible como una llama, el quetzal embrujado, los ocelotes y los jaguares, el manatí que fue sirena y que se queja en la noche de los ríos. Y luego los hombres y su drama. Los tiranos, los perseguidos, los iluminados, los empecinados, los indios, los negros cargados de magia y los hijos de los encomenderos con su encomienda de historia remota, los Dorados perdidos en la espesura, las ciudades abandonadas, las rutas de la sed y del delirio. Aquella América de visiones y de alucinados terminaba por alucinarnos a nosotros mismos y a los hombres de otras latitudes que se nos acercaban. ¿De qué hablábamos, de quién hablábamos? De Tonatiú, resplandeciente como el sol, de la ruta infernal de Las Hibueras, de la audiencia de los Confines, de la Cubagua de las perlas, de los empalados y los torturados, de las catedrales barrocas y de las prisiones vegetales. Era la revelación o la creación de una realidad fantasmagórica, de un «peyotle» de palabras que estaba lleno de una inmensa potencialidad literaria. Todo aquello podía ser el libro que estábamos escribiendo o todos los libros que podíamos escribir. Pasábamos de la conversación al poema. En un papel del café escribíamos, renglón a renglón, sin concierto, a paso de manos y de mentes, largos poemas delirantes que eran como un semillero de motivaciones o caóticos extractos, llenos de palabras inventadas. Las que pasaron a la literatura y las que se quedaron en aquellos papeles debajo de las mesas. El tribunal de los siete mesinos, el mesino Presidente y los seis mesinos vocales o la temible evocación del Grog de Groenlandia o el mero «timón adelante de barco atrasante».

En alguna ocasión llegó a otra punta del boulevard Montparnasse Ramón Gómez de la Serna, que venía de su Pombo madrileño, como un   —169→   empresario de circo sin circo. Ramón organizó pronto una tertulia a la española en un café de viajeros. Los sábados en la noche se apeñuscaban allí las gentes más pintorescas e incongruentes. Algún académico hispanizante, el italiano Bontempelli, Jean Cassou, y algunos jóvenes exploradores, que andaban por el sueño y lo irracional como por un Congo nunca visto: Buñuel y Dalí.

En ese vaivén recibíamos las noticias del libro que se hacía o se deshacía. No tenía todavía nombre, ni estaba todavía armado en toda su redonda exactitud de círculo infernal. A veces se nos leía un capítulo. Veíamos morir al «hombre de la mulita» a manos del mendigo enloquecido en el portal de la catedral de aquella ciudad que estaba siempre bajo la luna. O veíamos brotar, como un conjuro, aquella aliteración inicial del Alumbra lumbre de alumbre...

El libro creció como una selva, sin que el mismo Asturias supiera dónde iba a parar. Andaba dentro de aquella máquina asombrosa de palabras y de imágenes. Ya, casi tanto como nosotros, sus contertulios cotidianos eran Cara de Ángel, la familia Canales, la Masacuata y su cohorte de esbirros y soplones y todos los fantasmas y leyendas que cuatro siglos de mestizaje cultural dejaron sueltos en las calles y las casas de la ciudad de Guatemala.

Asturias creció y pasó su adolescencia en el ambiente de angustia que implantó en Guatemala por más de veinte años la tiranía cursi, corruptora y cruel de aquel maestro de escuela paranoico que se llamó Manuel Estrada Calera. Frío, inaccesible, mezquino, vengativo, dueño de todos los poderes, repartía a su guisa y antojo bienes y males sobre las cabezas sin sosiego de sus coterráneos. Mandaba fusilar por una sospecha, o sepultaba en letales prisiones a sus opositores verdaderos o supuestos. Como un prestidigitador del terror hacía aparecer y desaparecer las personas, inesperadamente un día podían amanecer poderosos y ricos, con la autoridad que él les regalaba, y otro podían hallarse en la infrahumana condición de perseguidos, privados de toda dignidad humana. Con la misma mano con que disponía de las vidas y las suertes, ordenaba levantar un templo a Minerva y pagaba con largueza al poeta Chocano para que le recitara composiciones de ocasión en sus fiestas de miedo.

La atmósfera de pasión, delación y venganzas secretas en la que vive el joven Asturias llega a crear una sobrerrealidad en la que los seres y las cosas dejan de ser lo que debían ser para convertirse en fantasmas o apariencias de lo que súbitamente pueden llegar a ser. Todo es transitorio, falso y cambiante. Lo único fijo y seguro es aquel impredecible y remoto señor Presidente de quien todos penden y dependen, y que puede tomar, por motivos que sólo él conoce, las decisiones más atroces e inesperadas sobre cualquier persona.

El señor Presidente es la condensación literaria de ese ambiente de círculo infernal. Toda la ciega y fatal máquina de terror está vista desde fuera. Son como círculos concéntricos que abarcan toda una sociedad.   —170→   Los une y los ata el idéntico sentido de la inseguridad y de la aleatoria posibilidad del mal. Desde los mendigos y léperos del Portal de la Catedral, que viven en su pesadilla de miseria y de embrujamiento y que pueden desatar, sin proponérselo, toda una reacción sin fin que va a torcer los destinos de las más ajenas y distantes individualidades, hasta la desamparada clase popular, enredada en el tejido de sus creencias tradicionales, sus reverencias, sus esperanzas, sus inacabables cuitas, su sentido azariento del destino y su pasiva resignación, como Vásquez, Godoy, Felina o la Masacuata, para pasar por los militares de conspiración y burdel y la clase letrada y amenazada de los juristas, los comerciantes y los dueños de haciendas, como los Canales y los Carvajal, para rematar en la inestable y constantemente renovada cúspide de los favoritos del tirano. Aquellos hombres «de la mulita», Cara de Ángel o el Auditor de Guerra, condenados a tener más al precio de sentir mayor riesgo y miedo que todos los otros.

Más que círculos concéntricos constituyen una especie de espiral que dando vueltas sobre sí misma, lleva, en una forma continua, desde los mendigos hasta el señor Presidente.

Es esa atmósfera enrarecida o sofocante la que constituye la materia del libro de Asturias. Allí está lo esencial del país de su adolescencia. Ya nunca más se pudo borrar de su sensibilidad esa «estación en el infierno». En El señor Presidente regresa a ella, con distancia de años, para revivir lo inolvidable de aquella situación.

A todos esos personajes nos los presenta en la inolvidable verdad de su visión de testigo insomne. Conocemos a Cara de Ángel, a aquel bobo de Velásquez que es el Pelele, con su quejido inagotable de huérfano de la vida, al General Canales, a sus hermanos abyectos y a la desventurada Camila, su hija. Al que no llegamos a conocer es al tirano. El autor nos presenta desde fuera aquella figura enteca y malhumorada. No llegamos a asomarnos a su interioridad o a tratar de explicarlo. Está allí y se mantiene allí por una especie de designio fatal. No lo vemos decidir, dudar o siquiera maquinar, no nos percatamos de su manera de andar por entre el vericueto de las intrigas, las denuncias, los falsos testimonios y las maniobras de todos los que lo rodean.

Tal vez Asturias quería decir con esto que, en aquella tragedia colectiva, no era lo más importante la personalidad del tirano, que había uno allí y siempre habría uno allí, sin nombres, sin personalidad, un «señor Presidente» producto y efecto de toda aquella máquina colectiva de inseguridad, desintegración y miedo.

No es fácil conocer y calificar al «señor Presidente» de la novela. Nos ayuda a comprenderlo saber que su modelo histórico fue Estrada Cabrera y que, por lo tanto, pertenecía más a la familia pintoresca y temible de los dictadores hispanoamericanos, que a la otra más restringida y representativa de los caudillos criollos. No son lo mismo y la distinción es importante. Los típicos caudillos del siglo XIX y de comienzos del actual fueron la creación social y política que el mundo   —171→   hispanoamericano dio de sí frente al caos creado por el fracaso reiterado de las instituciones políticas imitadas de Europa y de Estados Unidos. Eran hombres de la tierra, de raíz rural, que representaban a una sociedad tradicional y sus valores y que implantaban, instintivamente, un orden patriarcal animado de un sentido de equidad primitiva y de defensa de la tierra.

Todos fueron dictadores, pero en cambio, muy pocos de los dictadores fueron, en el correcto sentido de la palabra, caudillos.

Los otros dictadores fueron militares o civiles que lograban por ardides o por fuerza asaltar el poder y mantenerse en él, sin ninguna forma de legitimidad posible o alegable. El caudillo, en cambio, representaba una especie de consecuencia natural de un medio social y de una situación histórica. No era un usurpador del poder, sino que el poder había crecido con él, dentro de la nación, desde una especie de jefatura natural de campesinos hasta la preeminencia regional ante sus semejantes, a base de mayor astucia, de mayor valor o de mejor tino, para terminar luego teniendo en su persona el carácter primitivo de jefes de la nación en formación. No de un modo distinto se formaron los reinos de la Europa medieval.

El manual de angustias, que es el libro de Asturias, llegó en su hora. Un nuevo momento se marcaba para la literatura hispanoamericana. Era la hora de reencontrar a la más genuina América y traducirla y revelarla en palabras transidas de verdad. El señor Presidente logra precisamente eso. Del pintoresquismo criollista, del preciosismo de lo exótico, que había sido el rasgo dominante de nuestra literatura, del inventario de naturaleza y costumbres para un turismo intelectual europeo, va al otro extremo, a la presentación conmovida y conmovedora de una atormentada realidad política y social. No hay ningún propósito de eufemismo o de ocultación. Hay casi más una complacencia heroica en mostrar desnuda la realidad dolorosa.

El señor Presidente no fue solamente un gran libro de literatura, sino un valiente acto de denuncia y de llamado a la conciencia. Más que todos los tratados y análisis históricos y sociológicos, plantea con brutal presencia inolvidable lo que ha sido para los hispanoamericanos, en muchas horas, la tragedia de vivir.

Hoy, a la distancia del tiempo corrido, vemos este gran libro como un clásico de nuestras letras. Está en medio de ellas con su monumental e imperecedera presencia. Era, y es lo que el joven guatemalteco, que parecía una figura de estela maya, cargaba sobre el alma y tenía que decir para cumplir con sus dioses entrañables y exigentes. Y lo hizo de una manera esplendorosa.

Hay una gran unidad temática en la obra extensa de Miguel Ángel Asturias, que mucho tiene que ver con la lentitud e interioridad de su elaboración. Es como un proceso de la naturaleza, como esas lentas fecundaciones de los lagartos y los quelonios.

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Dentro de él crecía vegetalmente una conciencia y una visión del mundo, determinadas por el extraordinario medio cultural de su formación. La sensibilidad lo detiene y lo hace madurar dentro del mundo mestizo que lo rodea. Ya no escapará de él nunca más. Otros antes, se extraviaron por los alrededores españoles o franceses que los tentaban con el prestigio de sus modelos.

La condición mestiza de su cultura era, ciertamente, como un hecho biológico pero que cada día se hacía más consciente en él. Lo que había recibido de niño, lo que había entrado en su ser, por todos los sentidos, en los años de la infancia y la adolescencia crecía dentro de él, con cataclismos y rupturas y extrañas apariciones y herencias. Todo un fabuloso mundo que estaba en gran parte fuera de los libros o fuera de la literatura y casi en contradicción con ella. Sobre todo en la forma en la que la habían entendido los modernistas afrancesados.

En cierto sentido toda su obra, como toda obra auténtica, es autobiográfica. Su escritura, tan rica, no es sino la revelación lenta y continua del mundo mágico y contradictorio que lo había rodeado en su Guatemala natal.

El señor Presidente se elabora geológicamente en diez años, desde 1922 a 1932. Y todavía deberá aguardar hasta 1946 para su publicación. Literalmente vivía con la obra y dentro de la obra. Como en un clima inescapable o como en una entrada de conquistador. Hablaba de ella, la rumiaba pacientemente, la salmodiaba, la convertía en relato oral, para las mesas de la madrugada, o la sentía cambiar y transformarse en un duermevela alucinado del que no terminaba de salir nunca.

Pero aquella novela extraordinaria no es sino una forma distinta de las Leyendas de Guatemala.

Largos años también vivieron en Asturias las Leyendas, antes de que impresionaran y desconcertaran a Paul Valéry, como una droga alucinógena. Fueron largamente orales, formaron parte de su crecimiento fisiológico, las sintió hacerse y deshacerse, en infinitas versiones de viejos y de criados, de fragmentos y de síntesis, dichas en la hora soñolienta y fantasmona de los fogones. Toda frase era esencialmente un ensalmo, un conjuro o una fórmula mágica. ¿Qué significan todos aquellos nombres, aquellos seres o aquellas casas llenas de secretos?

El único libro donde podía hallar algunas claves vino a encontrarlo precisamente en París. El sabio profesor Georges Raynaud dictaba un curso sobre él en la universidad. Era el Popol-Vuh, el libro sagrado de los maya-quichés. Su primera tarea francesa es la transvasación en español del texto que había traducido Raynaud. Era como un rescate de cautivos. En colaboración con J. M. González de Mendoza vierte el Popol-Vuh y más tarde los Anales de Xahil de los indios cachiqueles. Entre lo que traduce y lo que recuerda, entre lo que olvida sabiamente y lo que imagina por ansia de búsqueda, se va estableciendo una indestructible unidad.

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Llega a sentir que vive como extraviado en un mundo inexplorado y desconocido. Lo consciente y lo inconsciente se mezclan. Lo consciente es la voluntad iluminada de servir a Guatemala, de dolerse por la suerte del indio viviente, de combatir las tiranías obtusas, de expresar y entender «su pueblo». Pero lo otro, y con mucho lo más rico, es lo inconsciente. Es el fenómeno vivo del mestizaje cultural que es en él su propia e indescifrable naturaleza. Está poblado de ciudades muertas. Las que destruyeron los conquistadores, y las que enterraron los volcanes y los terremotos. Las viejas ciudades abandonadas de la selva, con sus pirámides enhiestas y las fauces de piedra de sus serpientes emplumadas y las ciudades cristianas, abandonadas en ruinas sucesivas a los fantasmas y las maldiciones, con sus soportales y sus catedrales barrocas. El sube y baja por los pasadizos de la memoria que llevan de un tiempo a otro, de una ciudad enterrada a otra ciudad enterrada. Lo guía el Cuco de los Sueños y tropieza en las esquinas perdidas con el Sombrerón, con la Tatuana, con el Cadejo «que roba mozas de trenzas largas y hace nudos en las crines de los caballos». Sabía, desde antes de su nacimiento, que «seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles, los tres que venían en el viento y los tres que venían en el agua, aunque no se veían más que tres».

Las Leyendas son como un primer inventario del mundo que ha conocido Asturias en su formación espiritual. Apenas parece tener tiempo de enumerar aquellos ricos y cambiantes materiales que más tarde van a aparecer y reaparecer en sus obras sucesivas que, al fin, resultan como fragmentos de una sola y lenta revelación mágica. Las Leyendas son como el semillero de su obra.

La aparición de esta obra constituyó una gran novedad. No había sido vista así la realidad americana. Todo lo que había podido parecer atrasado, pueblerino o pobre, frente a la moda europea, se presentaba de pronto como dotado de un nuevo ser y de un nuevo significado. Dejaban de ser pintorescos o costumbristas aquellos seres y aquellos usos para manifestar toda la profundidad de su originalidad cultural.

Por el mismo tiempo Asturias comienza a escribir ese extraño relato, suma y síntesis de toda su manera, que es El Alhajadito. Es una visión de embrujamiento y de asombro. Todo parece descomponerse y torcerse, en inesperadas formas y fondos, ante nuestros ojos. Todo se reviste de una condición inesperada e inusual. Una historia sin término de lluvias torrenciales y de montes, de casas viejas y galerías vacías, de pozos malditos y de fantasmas. Que no era nada extraordinario sino el mundo normal en que podía crecer un niño en Guatemala. Sólo que faltaba darse cuenta de esa extraordinaria condición que había permanecido como oculta. Más de treinta años va a tardar Asturias en publicar El Alhajadito. Dormía en él y se despertaba a ratos para detenerse en unas cuantas páginas más.

Era necesario alcanzar un extraordinario virtuosismo del lenguaje para expresar toda esa nueva visión. Es lo que Asturias hace con su escritura   —174→   poética y encantatoria, sin la cual no hubiera podido revelar lo que reveló. No era un mero buscador de palabras, sino un ser empeñado en lograr expresar lo que no había podido ser expresado. ¿Cómo hubiera podido hablar de los aparecidos con un lenguaje de escribano? O con un lenguaje de realista.

Sin embargo, no abandona en ningún momento la realidad. Está apegado estrechamente a ella, a aquella realidad que vivió y penetró en sus años infantiles, pero con todas las dimensiones fantásticas que tenía.

Esto fue lo que, más tarde, pudo llamarse el realismo mágico o lo real maravilloso. Era descubrir que había una calidad de desatada fantasía en las más ordinarias formas de la vida criolla. Tal vez fue necesario, para darse cuenta de ello, venir a Europa y mirar desde aquel cerrado armario de valores lo ajeno y original del mundo americano. Muchas veces, en la mesa del café del boulevard, ante los amigos franceses embelesados e incrédulos, desplegábamos la inacabable reata de las formas inusitadas para ellos de la existencia americana. Se nos revelaba entonces, de modo espontáneo, la originalidad tan rica de aquel mundo.

Era eso lo que había que llevar a la literatura. Allí estábamos como en un milagroso ejercicio de autodescubrimiento. Era esa América la que no había llegado a la literatura, con la simpleza conmovedora de su misterio creador, y la que había que revelar en una forma que no la desnaturalizara.

Hay una figura del mundo del mestizaje que reaparece con frecuencia en la obra de Asturias, es la del «Gran Lengua», el trujamán sagrado que traduce en palabras lo que estaba borrosamente en la percepción de los sentidos. Fue ése, precisamente, su destino. Servir de intérprete a una vieja y rica experiencia colectiva que había permanecido en gran parte oculta, deformada o muda. Para lograrlo tuvo que mirar su circunstancia con los ojos más deslumbradamente cándidos y buscar las inusitadas posibilidades del idioma.

En esos tres libros de su tiempo inicial está entera la originalidad del gran escritor. Lo que hizo a lo largo de todos los años restantes no fue sino profundización, retoma y enriquecimiento de ese hallazgo fundamental.

Había surgido en una hora decisiva para la literatura hispanoamericana y la iba a marcar en una forma indeleble que tiene todo el valor de una revelación.

En la primavera de 1974 andaba yo de viaje por tierras de Europa, cuando me llegó la noticia de que Asturias estaba gravemente enfermo en Madrid.

No me hacía a la idea de que aquella presencia intemporal y casi irreal pudiera desaparecer. Pude llegar para el doloroso final.

Lo que escribí en esa hora no lo quiero ni alterar, ni sustituir:

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En un vasto y pululante hospital de Madrid, en la Moncloa misma de los fusilamientos, vino a morir Miguel Ángel Asturias. En un largo delirio final se cerraron todos los soles y las lunas de su maravilloso delirio mágico. Llegué en las últimas horas, cuando en la antesala se hablaba en susurros y se repetían las frases y los recuerdos descosidos que se dicen junto a los moribundos.

Yo hablé poco pero recordé mucho. Recordé aquella estela de Copán que andaba por los bulevares de París en 1930, perdido y hallado en el deslumbramiento de la lengua. Nadie sintió como él la lengua como una revelación religiosa. Había que mirarlo, casi en trance, salmodiando palabras que perdían y ganaban sentidos deslumbrantes.

Había heredado de los mayas el sentido mágico del mundo tropical. Pájaros que eran espíritus, piedras que eran dioses, árboles que andaban en la noche. Todo era conjuro y podía ser conjurado. A veces nos sorprendía el alba en una terraza de café descubriendo aquel «mal doblestar» del sentido en las palabras.

Toda su vida se sintió llamado a responder al doble misterio de la visión humana y vegetal de Guatemala y de la lengua. Amaba los diminutivos y las variantes que los indígenas le habían metido al castellano. Evocaba los dioses del Popol-Yuh como a su más cercana familia espiritual. Kukulkán, Tohil, el Gran Tapir del Alba, los hombres de maíz. Toda la historia de su Guatemala la sentía como una continuación del Popol-Yuh. Estrada Cabrera o Ubico pertenecían a la raza de los brujos malvados de la leyenda. La United Fruit había tenido otro nombre en aquel pasado profético y viviente. Había que combatirla y conjurarla.

Toda su obra surge de esa sensibilidad y condición. Quería justicia para los maltrechos hijos de aquel legendario mundo y narraba su dolor y su protesta en una lengua rica en hallazgos y lujo verbal. La prosa de Asturias o la poesía, nadie sabe dónde comienza la una o termina la otra, como él tampoco sabía «¿dónde comienza el día?», pertenece a lo más primitivo y al mismo tiempo sabio de la creación de la lengua. Inventaba palabras o las descubría, o parecía inventarlas al darles nuevos e inesperados sentidos. Allá en la juventud, sonreíamos como ante un prodigioso regalo, al oírlo recitar aquellos versos, aquellos encuentros de «Emulo Lipolidón» donde aparecía el Grog de Groenlandia, y olía «a huele de noche», y por último renunciaba a la final hazaña: «y non decapito el mar, por non matar las sirenas».

Ahora era un personaje mundial. Al maya errante en las selvas de la lengua le cayeron obligaciones y los honores del Premio Nobel de Literatura. Lo llevaban como preso, como desterrado, a festivales, a academias, a paraninfos, a él que no hubiera querido estar con profesores y eruditos sino en un patio de Antigua, hablando de los aparecidos y de los perseguidos. Tenía tanto que decir de su gente y de su tradición que era mengua robarle el tiempo.

Admiraba mucho a Bartolomé de las Casas, su comprensión del indio y su pasión de la justicia. Lo evocó muchas veces y ahora, con motivo   —176→   del quinto centenario, habría podido recordarnos nuevamente a aquel «Obispo de los Confines». Su otra admiración sin límites era para un lego que vino a Guatemala en la conquista: el hermano Pedro. Le hubiera gustado que canonizaran a aquel siervo del dolor de los indios. Cuando el Papa recibió en audiencia al gran escritor, exaltado con el prestigio del Premio Nobel, Miguel Ángel, con su voz mestiza y dulce, no hizo otra cosa que pedirle la canonización del hermano Pedro. Era difícil, como es difícil la justicia y como es difícil la poesía.

Vino a morir lejos de su trópico mágico. Soñaba con que algún día regresaría a aquel mundo tan extraño y tan suyo. Pero no fue así. Ha muerto en Madrid, lo llevan a enterrar a París y allí quedará por largo tiempo, hasta que algún día lo que quede de sus cenizas vuelva a la tierra del faisán y del venado, del lago y del volcán, para reintegrarse a la leyenda sin fin.

En el féretro había recobrado aquella misma cara seria y pensativa que era la suya las más de las veces. Lo único que faltaba no era siquiera el silencio, en el que con frecuencia caía cuando la vereda de sentir se le metía por dentro, sino la sonrisa, con que continuamente se le iluminaban los ojos y el gesto.

Fue la suya la más americana y mestiza de las obras literarias de nuestro tiempo. No se le entiende sin el marco y la raíz del mestizaje cultural americano. Nadie halló un acento más del Nuevo Mundo que el suyo. Toda su escritura sale de su situación y de su ficha antropométrica. Desde las Leyendas de Guatemala hasta esa novela o poema que estaba escribiendo cuando el pesado sueño de la muerte le cortó la palabra y le cerró los ojos cargados de visiones.

Ya no podré olvidar nunca su cálida y segura presencia, su compañía de tan abrumadora riqueza, su deslumbrante simplicidad de niño al que le han regalado el mundo. Ya no tendré dónde encontrarlo sino en el eco que nos queda en sus libros. Pero no será lo mismo.

Se ha ido a reunirse con los legendarios guías mágicos del pueblo del quiché, que tanto le enseñaron en su vida del lado oscuro e insondable de las cosas: Brujo del Envoltorio, Brujo Nocturno, Brujo Lunar, GuardaBotín. A esperar el alba.

En la capilla ardiente del hospital de Madrid estaba tendida para siempre la estela maya que encontré en la juventud.

Fantasmas de dos mundos. Barcelona: Seix Barral, 1979, pp. 11-30.



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ArribaAbajo¿Qué nos importa la guerra de Troya?

«¿Qué nos importa la Guerra de Troya?», «¿qué puede significar para nosotros?», se preguntan las más rebeldes promociones de estudiantes que alzan su grito de protesta contra lo que les parece la vacía e inútil enseñanza de las Humanidades, ante los requerimientos vitales de nuestro mundo de hoy.

Buena parte de lo que se ha dado en llamar la crisis de la universidad, no es sólo un repudio de los métodos tradicionales de enseñanza, disciplina y dirección de las altas casas de estudio, sino acaso más fundamentalmente un cuestionamiento de las Humanidades.

Ante un universo en transformación violenta, a ratos caótica y no pocas veces irracional, donde todas las instituciones y todos los valores, comprendidos la tradición y la revolución, están sometidos al más despiadado cuestionamiento, acaso el flanco aparentemente más atacable lo constituyen las Humanidades.

Si la cultura y el arte son el reflejo de una situación histórica del hombre, ¿qué puede significar para nosotros, que vivimos una situación histórica totalmente distinta, el recuerdo de las palabras, los hechos y las actitudes que otros hombres tomaron ante otras situaciones?

Esto nos llevaría no sólo a declarar que es inútil leer a Homero o a Cicerón, sino también a Aristóteles y a Spinoza. Y a concebir que acaso no pasa de ser una diversión suntuaria el estudio de Cervantes o de Shakespeare. Es decir, a cerrar las bibliotecas y los museos, como en su hora más exaltada lo desearon los futuristas italianos, y a vivir en el más furioso, transitorio y cambiante presente, limitados a expresar, o tratar de expresar, una actualidad fugaz y posiblemente todavía inabarcable para nosotros, en un esfuerzo por ser totalmente de ahora y solamente de ahora, lo que podríamos denominar, con un nombre de la ya vieja vanguardia, «Nunismo», que fue la denominación que el francés Pierre-Albert Birot inventó, sin éxito, para una poesía del puro presente.

Habría que preguntarse hasta qué punto es una operación realizable, con esperanzas de sobrevivencia, la amputación del pasado al hombre   —178→   por medio de toda una aparatosa y difícil historotomía. Vivir sin historia es lo mismo que vivir sin memoria o por lo menos reducido a una mera memoria de lo inmediato y reciente.

No deja de ser superficial la visión que pretende que no es relevante o necesaria la historia que ha sobrevivido. La mejor prueba de su relevancia es que ha sobrevivido con el hombre. Si la herencia del pasado hubiera sido contraria a la expansión y desarrollo de la especie, la especie habría desaparecido. La historia no ha sobrevivido gracias a una suerte de conspiración de clases dominantes e intereses creados. Ha habido poderosos mecanismos que han escapado siempre a toda tentativa de congelación y de mantenimiento del statu quo. Si la historia hubiera sido el dócil producto de una conspiración de los poderosos, la humanidad estaría aún gobernada por faraones divinos, entregada a la tarea de construir hipogeos funerarios y pirámides para adorar al sol.

En todo momento decisivo los creadores del futuro se han vuelto hacia un pasado, más o menos auténtico, que les parecía relevante. Los «cuáqueros» de Cronwell se volvieron hacia un cristianismo evangélico, los revolucionarios franceses se volvieron hacia el borroso y embellecido recuerdo de la República Romana, los hombres de la independencia hispanoamericana hacia el pasado indígena, los románticos hacia una Edad Media fabulosa y los compañeros de Lenin y Trotski hacia las crónicas de la Revolución Francesa. Todo proyecto de futuro ha conllevado una invención de pasado.

Sería muy negativo que pudiéramos volverle la espalda a Homero excusándonos con la simple y superficial cuestión de «¿Qué nos importa la Guerra de Troya?». Aun reducida a historia y a arqueología, la Guerra de Troya es importante para nosotros desde muchos puntos de vista que arrojan incomparable luz sobre los orígenes de la civilización griega, que es nuestra abuela cultural. Pero además lo que Homero describe es, nada más y nada menos, que la situación de los hombres en la guerra, ante el viejo mal recurrente que se ha alzado con persistente fatalidad en su camino. Allí están descritos el odio, el temor, la pasión, la ruina, la muerte, la angustia de la existencia amenazada, el resplandor de aquella misteriosa fuerza que sostiene al ser humano en las dificultades y que Esquilo llamaba «las locas esperanzas», con un poder de expresión, con una belleza de palabra que no ha sido superada en treinta siglos. Sería una inmensa desgracia y miseria condenar a los hombres de hoy a no conocer a Homero.

Es cierto que Homero no puede significar para nosotros lo mismo que para los griegos del siglo IX o para los contemporáneos de Sócrates o para los de Alejandro. Cada época entiende el pasado a su manera. Tal vez pudiéramos decir que el poema homérico tiene muchos sentidos diferentes y superpuestos, como capas arqueológicas, sobre un sentido fundamental que se mantiene válido para los hombres de todos los tiempos sucesivos. Jean Giono contaba cómo vio nacer maravillosamente de nuevo la Odisea al recitarla a unos pescadores del Mediterráneo. Había   —179→   un lenguaje de hombres de mar que les llegaba, una presencia del mar que les era familiar y casi tierna. Había una Odisea viva que les pertenecía.

Toda grande obra es experiencia profunda transmutada en palabras irreemplazables. Esto es precisamente lo que la hace válida para todos los tiempos. Ver a Ulises acercarse a los muertos del Hades es una experiencia que pueden compartir, y que de hecho comparten en muchas formas poderosas, todos los hombres.

Hay una experiencia de la guerra y de la aventura desconocida de la vida que es la que le da profundidad y riqueza al hecho de vivir. Condenar a cada generación o a cada hombre a partir de cero, a enfrentarse a la experiencia sin eco, sin contraste, sin referencia, sin resonancias, sin situación, sería reducir la experiencia humana a una mera inmediatez sin sentido.

La Guerra de Troya nos sirve para sentir mejor la condición humana y para afinar la sensibilidad, el oído y la visión en la percepción de los matices que producen ese delicado y frágil equilibrio o desequilibrio que llamamos la belleza y sin el cual seríamos poco menos que hormigas entregadas a una teckné sin mensaje.

Las Humanidades no son, acaso, otra cosa que una insustituible vía para la toma de conciencia del hombre. Es la inagotable variedad de las situaciones, de las expresiones, de los contrastes lo que puede quedar al final del contacto iluminante con los grandes poetas de todos los tiempos.

Cuando Malraux inventaba su museo imaginario, lo que se proponía era darnos los materiales para la más rica y directa confesión del hombre. Podía decir con razón: que lo importante era «la parte del hombre» que nos era revelada, o lo que igualmente llama «la intrusión del mundo de la conciencia en el del destino».

Esta es precisamente la clase de aprendizaje que tan sólo las Humanidades pueden dar. En las otras disciplinas nos pueden enseñar a la perfección cómo ser un buen ingeniero o un manipulador eficaz de computadoras electrónicas, pero son tan sólo las Humanidades las que brindan la posibilidad del aprendizaje de ser hombre a través de la más larga y contradictoria suma de experiencia humana reducida a expresión. Es un continuo cultivo de lo humano. Por eso, entre otras cosas, se ha llamado cultura.

Lo que las Humanidades nos dan son presencias humanas en plenitud de misterio. Ya no miramos la estatua de Poseidón o de Zeus, de verdoso bronce patinado, que fue rescatada del mar después de dos mil años, con los mismos ojos con que la miraba un marino de Atenas que se iba a entregar a la aventura de la navegación, pero tampoco la podemos ver con la misma mirada que dirigimos a un simple objeto hallado al azar o a una semejanza cualquiera del hombre. Para unos hombres creadores de cultura esa imagen fue la de un Dios y allí ponían todo el poder de lo desconocido en una figura humana de contenido sobrehumano.   —180→   No aprender a verlo así es cegarse ante la larga y maravillosa pasión del hombre sobre la tierra.

Eso mismo es lo que nos enseña la estatua de Ra que arde en su granito rojo monumental sin extinguirse bajo el sol del desierto egipcio, o lo que revela un crucificado de Cimabue, tenso y doblado como un arco que va a disparar la flecha, o la torre de la catedral gótica, o los versos de San Juan de la Cruz.

La acumulación de la experiencia humana para el aprendizaje de ser hombre es lo que nos enseñan las Humanidades y sólo las Humanidades. Nadie puede negar que cada generación, en cada lugar, conoció y expresó el mundo que la rodeaba dentro de una situación definida por una suma de hechos, circunstancias e ideas. Pero la respuesta que en cada caso dieron es una de las mayores revelaciones de la naturaleza humana y de los delicados y oscuros mecanismos interiores de tomar conciencia.

Si no creyéramos en la permanencia de algunos rasgos fundamentales de lo humano en la multiplicidad de los tiempos, acercarnos a la historia y a los testimonios impresionantes de la creación poética y plástica, no pasaría de ser un vicio de curiosidad gratuita y hasta malsana. La suma organizada de Esquilo, más Aristófanes, más Plauto, más Séneca, más el auto medieval representado en el atrio de la Catedral, más La Mandrágora, más el Sueño de una noche de verano, seguida a través de Calderón, de Racine, de Fausto hasta llegar a los modernos nos permite comprender y situar mejor a los modernos. Esperando a Godot pertenece ciertamente a la familia de los autos sacramentales y la escenificación de lo absurdo de Ionesco es una nueva flor del barroco. Si no se tiene una visión histórica de la cultura y del arte lo que se obtiene es una visión instantánea y desarticulada de presencias gratuitas o fatales. Lo que sería como un regreso voluntario, y por lo tanto falso, a la situación del hombre primitivo.

Descubrir lo que nunca se ha visto es cosa distinta a creer haber inventado, por efecto de la ignorancia, lo que ya fue visto y dicho por los hombres que nos precedieron. Hay sin duda una manera sabia de reinventar el pasado, cierto o imaginario, que es lo que hizo Cervantes o Rabelais o, en nuestros días, Mallarmé o Paul Valéry, o lo que hizo Picasso con la primitiva escultura negra, que es precisamente uno de los mejores frutos de la cultura y de las humanidades, y otra cosa, muy distinta, ponerse como el mentecato a inventar la pólvora y la imprenta en el mundo de hoy.

Lo que Keats encontraba en una urna griega, tenía poco que ver con los griegos pero, en cambio, decía mucho sobre el romanticismo inglés. Pero si Keats no hubiera tenido un conocimiento suficiente de los griegos tal vez no hubiera podido hallar una expresión tan plena de la poesía de su propio tiempo.

Cada época enriquece, colora y recrea la visión del pasado. Son como lentes sucesivos que se acoplan los unos tras de los otros en una continua   —181→   modificación y enriquecimiento de la visión. No podríamos entender mucho de la literatura actual si prescindiéramos del trasfondo del barroco, y tampoco entenderíamos el barroco si no se hubiera apoyado sobre un neoclasicismo en buena parte inventado, que, a su vez, era el resultado de una nostálgica figuración de lo que suponían que pudo ser la antigüedad clásica. Es un proceso de formación y enriquecimiento de símbolos y significaciones muy similar al que ocurre en el lenguaje. Es otro lenguaje u otra dimensión del lenguaje.

Una obra como el Ulises de James Joyce perdería gran parte de su significación si quien lo lee no tiene el trasfondo de la visión de la Odisea. Leopold Bloom y Stephan Dédalus son el último estado de un gran mito del destino del hombre que se definió por primera vez (¿por primera vez?) en las aventuras del Ulises homérico. La Odisea con todo su fabuloso mundo de encuentros puede recomenzar cualquier día en una ciudad tan poco griega y mediterránea como Dublín. Pero si el lector no se da cuenta de esto habrá perdido casi toda su lectura.

El apasionado conocimiento y la incorporación de todo lo humano, presente y pasado, es el don supremo de la cultura o de lo que, con un término de otros tiempos, llamaríamos una educación humanista. Alcanzar el hombre más completo posible por medio de la incorporación más completa del hombre.

Lo demás es mutilación y empobrecimiento. Limitarse a un mero presente sin raíces, decretar el olvido de toda la obra del pasado, condenar con sospechosa desconfianza todo lo que ha sido la formación sin término de la conciencia es una empresa de barbarie o de suicidio.

Robinson pudo sobrevivir en la isla porque llevaba consigo el pasado. Un Robinson desposeído del pasado y lanzado a la isla del pleno presente estaría condenado a perecer.

Acaso en todo este cuestionamiento de las humanidades, que ha surgido en los sectores más radicales de la renovación universitaria, no haya otra cosa que una tentativa desesperada de programar hacia atrás. Se desea con apasionada exclusividad un solo y definido futuro entre todos los futuros posibles y para darle mayor grado de posibilidad se retiene del pasado sólo lo que pueda servir como alegato o fundamento para ese determinado futuro y se rechaza y condena al olvido o al menosprecio todo lo que no sea justificación y preparación de ese fin.

Esta es la pedagogía quirúrgica que se propone, por medio de amputaciones, injertos y modificaciones, la creación de un hombre nuevo y distinto.

Todo puede llegar a ser sospechoso y hostil para quien mira la historia futura como una empresa desmesurada de fabricación mental y hasta física del hombre. No es la primera vez que esto ocurre. El monasticismo occidental fue una tentativa de reconstrucción del hombre contra los instintos, contra las tradiciones, contra la experiencia y la presencia de lo visible en nombre de lo invisible y de lo inefable. De este sentido fue   —182→   también la frustrada metamorfosis humana que intentó Calvino dentro de la Reforma o Savonarola en la Florencia del Renacimiento.

Hoy se ha presenciado una experiencia de este género de idealismo procustiano en una escala nunca vista en la China de Mao por medio de la llamada Revolución Cultural. El catecismo de los pensamientos de Mao es todo lo que el hombre tiene que saber, fuera de la tecnología, para renacer física y mentalmente a una vida mejor y más feliz.

El hombre no puede reducirse sólo a un proyecto abstracto por realizar, para llegar a convertirse en hormiga de un hormiguero ejemplar. El hombre culto es la suma de todo lo humano. Es ésa su riqueza y su riesgo. Esa pedagogía abierta, esa visión sin vallas, esa experiencia conservada en palabras y obras es la única que le puede hacer susceptible de entender más y de trascenderse.

Un gran escritor francés de los años veinte, Jean Giraudoux, hoy excesivamente olvidado, escribió entre las suyas una deliciosa comedia dramática a la que puso el significativo título de Anfitrión 38. Lo que seguramente significaba, entre otras cosas importantes, que para poder lograr lo que Giraudoux había visto en el viejo mito de Anfitrión era menester que, desde los griegos antiguos hasta los occidentales del siglo XX, hubiera sido escrito y planteado anteriormente treinta y siete veces.

Fantasmas de dos mundos. Ed. cit., pp. 31-41.



  —183→  

ArribaAbajoBorges, desde el banco de la sombra

Nunca lo había encontrado personalmente. Las veces anteriores en que había visitado la Argentina no estaba él en la ciudad. En los muchos viajes que he hecho durante tantos años a tantas partes del mundo, nunca pude coincidir con él. Pero para mí, como para todos los que leemos español, la de Jorge Luis Borges ha sido una presencia constante e inminente.

Pensaba que ahora, al fin, en este comienzo de primavera en Europa y de invierno en el Río de la Plata de 1973, podría al fin estrechar su mano, tenerlo delante y oír su voz.

Desde el alba de mi conciencia literaria lo he oído y seguido. Desde los días remotos de Fervor de Buenos Aires: «desde uno de tus patios haber mirado / las antiguas estrellas, / desde el banco de la sombra haber mirado / esas luces dispersas», donde ya estaba el tono, el color y el sentido que iba a darle a las palabras, desde los olvidados tiempos cuando llegaba a la pueblerina Caracas algún ejemplar arrugado y flaco de la revista Martín Fierro o de Proa o de la polémica del meridiano cultural entre madrileños y porteños, le he adivinado el tamaño. Desde la aparición misteriosa de esas iluminaciones adivinatorias y perturbadoras de sus ficciones. ¿Es él o somos nosotros los demás, los habitantes irrecuperables de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»? Y junto a ellas aquella resistente veta de criollidad, de eco de milonga, de lengua de compadrito, de gusto por el pasado gaucho y la remota Argentina, por «el galerón enfático, enorme, funerario», en que el general Quiroga «va al muere». Todo eso y mucho más, como en un juego de espejos mágicos, estaba en la obra y en la figura de este hombre elusivo y difícil, que nunca había podido topar en su carne y en su circunstancia.

El día antes de salir de París para el largo viaje que me llevaría en la noche, sobre el Mediterráneo, Senegal y el Atlántico, hasta su ciudad, recibí la escueta noticia de que sería el propio Borges quien haría mi presentación en el acto de entrega del Premio Alberdi-Sarmiento en el dorado salón de La Prensa.

  —184→  

Más que vanidad, que la tuve, lo que sentí fue una inmensa alegría quieta. Al fin iba a encarnar frente a mí aquella cambiante y fascinadora imagen.

Tampoco entonces fue fácil llegar a encontrarlo. Desde que estuve en Buenos Aires no oí otra cosa sino malas noticias sobre su salud y su estado emocional. Se decía que la nueva situación política lo había afectado negativamente. Los diarios de ese mismo día publicaban unas declaraciones temerarias dadas por él en Italia, en las que condenaba el peronismo en los términos más duros y valientes. Iba a encontrarlo al día siguiente en un almuerzo del director de La Prensa, pero me dijeron que se había excusado por sentirse mal. En la noche debíamos comer juntos en la Embajada Británica, gracias a la encantadora hospitalidad de Sir Donald y Lady Hopson, pero a última hora llegó una dama de su amistad que debía acompañarlo y nos dijo: «Georgie está desolado de no poder venir pero se siente muy mal. Ha tenido mareos y se ha caído dos veces hoy. Prefiere quedarse en la casa a reponerse para estar mañana en el acto en que lo va a presentar».

Pensé que tampoco esta vez lograría verlo. La señora, que mucho lo conocía y que como todos sus íntimos lo llamaba «Georgie», me describió minuciosamente su estado de salud como delicado, su situación emocional como muy afectada no sólo por los sucesos políticos de su país sino además por la enfermedad de su madre. Doña Leonor ya tiene 96 años y ha sido en los más de ellos los ojos y las manos de Borges. Es ella quien le ha leído desde que su escasa visión no se lo permite y es a ella a quien le ha dictado sus obras, en una especie de tenue y compenetrado diálogo creador.

Fue la misma dama quien me ofreció que ella me arreglaría una entrevista con el gran escritor y me avisaría. Era como perseguir un fantasma, como partir a la caza del unicornio.

La imagen que guardaba de él era la de aquellos impresionantes retratos de periódico, con inmensos ojos inertes de máscara trágica y expresión tensa y ausente. También había leído entrevistas en que los visitantes pintaban la dificultad de comunicarse con él y la parca y casi defensiva calidad de sus respuestas.

En la misma mañana del 1.° de junio en la que debía celebrarse el acto público, me volvió a llamar la señora para anunciarme que Borges me esperaría a las 5 de la tarde en la Biblioteca Nacional y que de allí sería bueno que yo lo acompañara hasta el lugar de la conferencia en el edificio de La Prensa.

A la hora fijada, acompañado de Isabel, mi mujer, que tenía mucho deseo de conocerlo, llegué a la Biblioteca.

Es un viejo edificio maltratado por el tiempo, en una calle estrecha invadida por pequeños comercios y filas de automóviles estacionados. El empleado de guardia en el vestíbulo nos indicó subir la escalera al primer piso y entrar por una puerta grande que quedaba hacia el centro del pasadizo. Nadie nos ofreció el ascensor. Llegamos arriba y al asomarse   —185→   a esa única puerta iluminada vi a Borges, sentado en una silla de frente a la puerta, como en espera.

-Borges, aquí estoy -y dije mi nombre. Alzó la cabeza, la volvió hacia la voz, se puso de pie apoyado en un fino cayado y me tendió los brazos.

Me puse a verlo como si fuera un raro objeto de arte. Menudo, frágil, pulcramente vestido de azul oscuro, con la mirada perdida de los ciegos, y un cierto temblor en la mano y en la voz, que es suave y dulce y a ratos vacilante. La ye argentina lo sitúa.

Le presenté a Isabel y nos invitó a pasar a una pequeña sala lateral. Iba apoyado en mi brazo y caminaba con lentitud tanteando el piso con el bastón.

Era un despacho viejo, pequeño y casi ruinoso. En el medio hay una especie de mesa de comedor rodeada de algunas sillas gastadas y maltrechas. Nos sentamos en una esquina de la mesa. Sobre ella había trastos de pintor, con paleta y tubos de colores y en la pared un retrato grande recién comenzado donde empezaban a formarse, sobre la tela blanca, los ojos claros y la fisonomía de Borges.

Me dijo que la otra mesa en forma de casquillo que servía de escritorio la había mandado a hacer Paul Groussac, cuando fue Director, para copiar una que tenía Clemenceau. Había escasos libros y pocos papeles. Me dijo que también Groussac había terminado ciego y que había otros Directores que lo habían sido igualmente.

Pude observarlo entonces a mi gusto. No es la suya la cara de un hombre viejo, bajo sus canas muy cuidadas luce una tez fresca y rosada y una expresión inocente, triste y casi candorosa de niño enfermo. Hablaba con las dos manos sobre el bastón. A ratos venían a llamarlo para el teléfono e Isabel o yo le ayudábamos a alcanzar la puerta.

Hablamos más de una hora de muchas cosas. Con la mayor sencillez, con un aire de modestia tímida, con una profunda dulzura que le brota del tono y del sentido de las palabras. Al llegar pareció palparme discretamente para darse cuenta de mi forma física, pero no preguntó nada. No voy a transcribir todo lo que hablamos, ni menos a intentar reproducir sus palabras textuales, sólo intento, para todos los que hubieran querido acompañarme, trasladarles algo de mi impresión.

Había llevado conmigo un ejemplar de su Obra poética para pedirle que se lo firmara a mi hijo Arturo, quien le profesa una ilimitada admiración. Lo hizo con evidente gusto. Tomó el libro en las manos. Buscó al tacto la primera página y con mi pluma, sin inclinar la cabeza, hizo un breve trazo irregular, que semeja la forma de tres protozoarios filiformes atrapados en una roca fósil. Están distribuidos en tres alturas, en tres islas, en tres distancias no relacionadas. Terminan con una especie de círculo roto o de jeroglífico de ave.

Comenzamos a hablar de su salud. Me refirió lo de los mareos y las caídas de los últimos días. Sentía temor de moverse. También sentía mucho temor de hablar en público. No podía leer y no veía al público. Le   —186→   dije todo lo que le agradecía el esfuerzo que iba a hacer para acompañarme y presentarme esa tarde. Sonrió con gracia y me aseguró que quería hacerlo.

Luego vino la evocación de su madre. Me refirió todo lo que había sido para él. Cómo le leía cuidadosamente, cómo oía y recogía su dictado y lo releía para que él pudiera corregir y alterar. Decía que no le había sido difícil pasar de la escritura al dictado. Siempre había compuesto silenciosa e interiormente antes de ponerse a escribir. Después lo continuaba en alta voz ante la madre atenta. Pero ahora la anciana señora está muy enferma y achacosa. Ya no puede leerle ni escribirle. Otros lo hacen. «Todas las noches, me dice Borges, reza pidiendo morir y que esa noche sea la última. Ya no quiere vivir.»

Yo pienso en la terrible soledad de este hombre, tan solo, el día en que esa sombra silenciosa y constante desaparezca de su lado.

Lee poco de la nueva literatura. No le es fácil y no tiene tiempo. Conoce poco de los jóvenes. «Lo que hago es releer. Hay tanto que releer. Se descubre tanto releyendo los viejos grandes escritores.»

Me dice que cada vez está más convencido del valor de la simplicidad. Nada de rebuscamientos ni de palabras raras. Las palabras ordinarias son las que hay que utilizar para mostrar toda su nobleza. También en los nuevos cuentos busca esa sencillez extraordinaria y directa «que un hombre de genio como Kipling logró en sus cuentos de juventud. Es a eso que trato de llegar ahora». Es lo que intentó en algunas de las piezas del Informe de Brodie. Dice que acaso los jóvenes buscan el barroquismo del lenguaje para esconderse, para no enfrentar la terrible desnudez de las palabras, para escapar a la terrible dificultad de la expresión directa.

Está completando unos cuentos más para un libro. «Pero cada vez que me pongo a escribir un cuento me sale un poema.» Le advierto: «Debe ser el otro que no es Borges, quien lo hace». Sonríe. Los poemas que le salen ahora son muy cortos y concentrados. Casi sentenciosos. En La Nación acaba de aparecer uno de ellos que se llama reveladoramente «Yo», donde habla de «los caminos de sangre que no veo» y de «los túneles de sueño» y de «las extrañas cosas que rodean la vida», para concluir «más raro es ser el hombre que entrelaza / palabras en un cuarto de una casa.»

Hablamos largamente de Lugones. Mucho lo admira, pero dice que siempre ha habido resistencia para reconocerle su extraordinaria calidad. «Cuando yo era joven a veces salía a caminar con él. Era el más grande escritor argentino y sin embargo nadie se volvía en la calle para verlo o para saludarlo.»

Recuerda con emoción el suicidio de Lugones y las trágicas circunstancias de su vida. De la esposa, del hijo, de su religioso concepto de la mujer y de la relación carnal. Lo atacaban y no se defendía. Decían de él horribles cosas falsas y él no las rebatía ni negaba.

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Surgió entonces, por contraste, el caso de su propia fama universal. No ha habido escritor hispanoamericano que haya alcanzado una resonancia mundial semejante a la suya. Parece extrañarle y no explicárselo. Revela recibir con asombro inagotable los homenajes y los elogios que le llegan de todos los grandes centros mundiales. «Es curioso. De repente la gente se ha puesto a leer mis cosas y a encontrarles valor».

Se acerca la hora del acto público. Se lo recuerdo. Salimos lentamente. Se apoya ligeramente en mi brazo y va tanteando con el bastón. Nos asomamos un momento, desde arriba, a la gran sala de lectura de la Biblioteca. Los lectores inclinados sobre sus libros no adivinan que desde lo alto en la sombra, como una quimera de Notre Dame, los ojos de piedra del gran poeta se pasean en lo oscuro.

Tomamos esta vez el ascensor, que ningún servidor atiende. Subimos al automóvil y llegamos al edificio de La Prensa. Entramos por en medio del gentío. Siento temblar la mano de Borges en mi brazo. La gente se abre para dejarnos pasar. El sigue hablando con su voz sutil casi inaudible. Lo miran con extrañada curiosidad y respeto.

Minutos después estamos en el estrado de la gran sala rococó, relumbrante de dorados y luces y llena de gente que se apretuja. Comienza el acto. Borges me susurra que él tendrá que hablar sentado, pues teme sentirse mal si se pone de pie. Se lo digo a la presidencia.

Llega el momento en que le dan la palabra y le colocan los micrófonos delante. Me pregunta entonces con sus ojos absortos: «¿Dónde está el público?». Le indico.

Comienza a oírse su voz transparente y asordinada, como un tambor a la funerala, como un eco de algo lejano y profundo. Lo entreoigo y lo entreveo a mi lado. Parece decir: «Presentar a Arturo Uslar-Pietri es presentar a muchos hombres, porque nuestro huésped puede decir, como Walt Whitman el escritor americano por antonomasia: Soy amplio y contengo muchedumbres...».

El que empezó ya a no ver bien fui yo.

Fantasmas de dos mundos. Ed. cit., pp. 43-52.



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ArribaAbajoLa historia en la novela

Abundan los críticos literarios que sostienen que la novela histórica, como género, nació en el romanticismo y tuvo por padre a Walter Scott. Aun hombres de mentalidad que se pretende moderna y hasta revolucionaria, como Lukács, lo repiten con impresionante convicción.

A mí me parece que hay un evidente equívoco en esto y que no es demasiado tarde para decirlo. Tal vez el hecho mismo de que he escrito algunas ficciones que muchos se empeñan en calificar de novelas históricas me ha llevado a esta reflexión de un modo necesario.

Aun cuando ya muy poca gente cree en los géneros y la historia literaria ha sufrido y sigue sufriendo en nuestros días la más completa y extraordinaria transformación de contenido y de concepto, todavía se habla de novela histórica como de una división neta y distinta, con características propias, dentro de la narrativa.

Cada día más se mira a la literatura como una creación de lenguaje, independientemente de los temas o de las convenciones formales que pueda aceptar. Ya no sólo no se habla de géneros, caracterizados o distinguibles, sino que se entiende que lo esencial y lo característico es el «discurso literario». Uno de los nuevos críticos franceses, Pierre Daix4, lo dice con transparente claridad: «El escritor, en el sentido moderno, es un manipulador del lenguaje. Su instrumento y su medio es esa capitalización de experiencias sociales, integrada a su propia experiencia, a su vida, que es el lenguaje. Va a transformar ese lenguaje por medio de un trabajo específico: la escritura, en una red de lenguaje organizado y comunicable que es la obra. El escritor es el revelador del lenguaje común. Es el que da a entender como el pintor da a ver». Es una visión global del acto literario, independizado de toda particularidad limitante. Tal vez sea ésta una posición extrema que el futuro de las letras puede desmentir pero, en todo caso, está más cerca de la verdad del hecho de creación   —189→   que las arbitrarias e inútiles clasificaciones de la obra literaria por géneros y por modelos.

Aun aceptando, en principio y con toda la mala fe de un litigante curtido, que se pueda hablar de novela histórica, se tropieza de inmediato con la dificultad de definir el género.

El hecho de referirse al pasado no constituye un criterio suficiente. Todos los relatos se refieren al pasado, aun aquellos que en el momento de escribirse parecieron más contemporáneos, como las novelas de Paul Bourget. El tiempo de una manera fatal las ha convertido en testimonio histórico. Todo el repertorio de personajes, de sucesos y de escenas de Balzac, que en su tiempo parecía el retrato de la más inmediata realidad, se ha convertido para nosotros en novela histórica en el más exacto sentido de la palabra. Mucho más podemos conocer sobre la sociedad francesa de la primera mitad del siglo XIX en la Comedia humana que leyendo a los historiadores profesionales o a los novelistas de minuciosa reconstrucción del pasado.

El caso de Proust es semejante. Seguramente más revelador y elocuente. Proust, acaso más que ningún otro novelista, tuvo en un grado extraordinario la noción y la conciencia de que todo era tiempo y que el gran tema dramático era la muerte y resurrección del pasado en el presente. El punto de partida de su obra es la más inmediata contemporaneidad. Escribe lo que ha vivido y conocido. Sus coetáneos lo leían casi como una indiscreción escandalosa sobre las intimidades reservadas de la vida mundana y de las gentes conocidas e identificables que frecuentaban los salones elegantes. Se convirtió en un juego de sociedad averiguar o imaginar quién podía ser, en la realidad, la Duquesa de Guermantes, o Charlus u Odette. No pocos desagrados le costó al autor esta manía de identificación. Sin embargo, hoy leemos El tiempo perdido casi como podríamos leer las Memorias del Duque de Saint-Simon. La diferencia es de profundidad y de arte del narrador pero no de tono ni de contenido. La descripción de la Corte de Luis XIV nos resulta tan novela de situaciones y de psicología como la obra de Proust, la que, a su vez, podemos leer ahora y cada día más como maravillosa ficción de memorialista para conservar viva en toda su complejidad y sus contradicciones una época.

El caso de Proust no es único. Los grandes realistas del siglo XIX que trataron de retratar la vida simultánea que los rodeaba terminaron por hacer ficción histórica. El caso de Flaubert ilumina muy bien esta particularidad. El gran novelista francés es autor de dos libros muy reveladores a este respecto. El propuso escribir con Salammbô un modelo de «novela histórica», tal como la entendía la preceptiva de su tiempo. Hizo una tediosa labor de reconstrucción arqueológica para pintarnos el Cartago de los Barca, sus costumbres, su aspecto, sus trajes, sus ceremonias, sus personajes representativos. Poco antes había publicado Madame Bovary que tuvo toda la significación de un manifiesto del realismo y de la presentación directa y descarnada de la sociedad francesa de su   —190→   tiempo. Nadie puede dudar de que hoy, para nosotros, Madame Bovary tiene más valor como historia que el aparatoso y vacío decorado de ópera que es Salammbô. Todos aquellos seres de su hora, que el novelista puso en torno al adulterio de Emma, nos dicen más sobre su tiempo que los documentos de los historiadores y los sociólogos.

Acaso en menor grado, pero con el mismo sentido, podría decirse que en Tolstoi Anna Karenina es más testimonio histórico que Guerra y paz.

El tema verdadero de la novela es el tiempo y en la medida en que está incorporado a ella la convierte en historia. Toda narración es por su naturaleza temporal, es decir, histórica. Tal vez la que menos contenido de tiempo real presenta es precisamente la que pretende reconstruir algún episodio del remoto pasado. En este sentido más novela histórica es La dama de las camelias de Dumas hijo, que toda la profusa y truculenta evocación del Renacimiento que hizo su padre en sus vastos ciclos de relatos históricos. Podría acaso decirse, sin ánimo de paradoja, que toda novela es histórica por naturaleza, menos, precisamente, el caso extremo de la novela llamada genéricamente histórica.

Eso que en la oscuridad del lenguaje corriente llamamos el suceder, el pasar, o el acaecer es el tema central y casi único de la ficción. El fingir de la ficción implica muchas cosas diversas y concomitantes y entre ellas una traducción en palabras de una cierta realidad y una simulación del estar en el tiempo. Acaso por eso mismo es aparente en todas las grandes novelas la sensación de que el autor no sabe mucho de lo que está hablando o no logra sino aproximarse con dificultad a la verdad sumergida de las personas y de los hechos.

El estar en el tiempo, que es la condición humana, es estar en el cambio continuo, es el estar siendo y dejando de ser en todo momento. Todo cuanto el autor dice en este sentido es testimonio de un tiempo y acaso en el más cierto sentido de dos tiempos, del tiempo del relato y del autor y los dos se superponen o se mezclan y dan la rica temporalidad de que está hecha la textura de la obra narrativa.

Este simple e inescapable hecho de estar en el tiempo convierte la obra de ficción en una tentativa de fijar el tiempo. Una tentativa que siempre es continuamente derrotada por el tiempo mismo. Porque así como no hay lectura intemporal tampoco puede haber escritura intemporal. La lengua misma es como un recipiente que se carga continuamente de significaciones temporales que hacen que una misma palabra deje de ser la misma y de significar lo mismo por el efecto de las significaciones de que la va cargando el transcurso del tiempo. George Steiner, en su libro deslumbrante y revelador After Babel, utilizando los instrumentos que ha acumulado la moderna lingüística, nos enseña cómo el discurso cambia de sentido con el tiempo y cómo es de intraducible todo texto no sólo a otra lengua sino a otro tiempo.

Todo acto de lenguaje contiene un determinante temporal. Ninguna forma semántica es intemporal. Cada vez que usamos una palabra es   —191→   como si despertáramos en resonancia toda su historia anterior. Todo texto está incrustado en un tiempo histórico específico y contiene lo que los lingüistas llaman una estructura diacrónica. Leer de un modo completo es restaurar todo lo que uno puede de las inmediateces de valor y tentativa en medio de las cuales el hablar ocurre efectivamente.



Para Steiner esto no sólo significa la imposibilidad práctica de dar exactamente en una lengua lo que fue escrito en otra sino, además, la dificultad, no totalmente eliminable, de leer un texto del pasado de la misma manera que lo pudieron leer sus contemporáneos. Ni las palabras, ni los giros, ni el fantasma presente de los ecos y las referencias, pueden permanecer inalterados en el transcurso del tiempo. No podemos leer a Quevedo o a Cervantes como los leyeron sus coetáneos. Toda lectura es, en este sentido, una empresa de reconstrucción. Así como nos cuesta un esfuerzo de memoria establecer el ambiente de los trajes, los muebles, los usos y las formas de tratamiento en que vivieron los personajes del Quijote y que para los contemporáneos de Cervantes eran obvios y no necesitaban ser recordados, tampoco podemos lograr alcanzar satisfactoriamente lo que significaban las palabras que hoy leemos en el libro antiguo para los hombres que las leyeron cuando apareció. No son sólo las palabras que indican situaciones que han cambiado o desaparecido como «rey mago» o «caballero». Cada uno de esos nombres siguió cambiando y evolucionando con las circunstancias sucesivas que surgieron después de que quedó escrita y hoy no puede significar para nosotros sino una aproximación, más o menos remota, a lo que entonces pudo significar.

De esta manera los autores no sólo intentan sustraer del tiempo momentos de los sucesos y de la situación y carácter de las personas sino momentos de la significación de las voces.

Literalmente congelan, o intentan congelar, momentos de la vida y también momentos del discurso. En este sentido todo texto es tan enigmático y difícil de descifrar como una inscripción antigua. El caso no se da tan sólo con libros de otras edades sino con la más cercana obra del próximo ayer. No es sólo el envejecimiento rápido de los autores que estuvieron de moda ayer o anteayer, pocos leen hoy a Anatole France o a Blasco Ibáñez o a Wells, sino la distancia que se establece entre nosotros y los textos que no están escritos en nuestro más inmediato presente. Ya no podríamos leer La condición humana de Malraux, o el Ulises de Joyce, o El proceso de Kafka como los lectores de entre las dos guerras mundiales. Se han convertido en historia. La temporalidad los ha penetrado y alejado de nosotros de un modo irreparable. No podemos leer a Jorge Manrique o a Garcilaso como los leyeron los hombres de su tiempo, pero tampoco podemos leer Fervor de Buenos Aires o el Romancero gitano y encontrar en ellos lo que hallaron en adivinaciones y préstamos los que compartieron la hora de su aparición.

De este modo toda novela es historia porque, voluntariamente o no, se propone detener y preservar un momento del acaecer, lo que constituye   —192→   inevitablemente la tentativa absurda de sustraer del tiempo un fragmento del tiempo.

Importaría poco, en este caso, que la novela tuviera por tema personajes y circunstancias del más inmediato ayer o de un remoto y restaurado pretérito. También la evocación del pasado lejano queda sometida al tiempo. La Roma de Bulwer Lytton pertenece al siglo XIX, como el relato de Telémaco, de Fénelon, pertenece al gusto y a la mentalidad del siglo de Luis XIV. Ya la visión de los Rougeon-Macquart de Zola no era inmediata. Entre él y aquel tiempo había pasado Sedán, la Comuna, el ferrocarril y la rápida evolución de las ideas.

Toda novela que se proponga dar un testimonio de lo humano es coetánea inseparable del tiempo en que se escribe y de su circunstancia, aunque trate de sucesos que ocurrieron muchos siglos antes. En este sentido la Salomé de Wilde nos informa mucho más y más fiablemente de la hora estética de los simbolistas que del mundo de Herodes.

El interés por la reconstrucción arqueológica del pasado la trajeron los románticos, que reinventaron toda una Edad Media tan teatral y convencional como la más gratuita imaginación. Esta preocupación no se tuvo antes. La época en que se situaba la acción de una obra literaria tenía mucha menos importancia que el discurso y que el drama humano. Todo el teatro neoclásico francés lo demuestra. Ninguna importancia le dan Racine o Corneille a la reconstrucción fiel de la historia antigua. Sus mujeres bíblicas o griegas se expresan en un presente de pasión y de confrontación, que seguramente no tiene ninguna veracidad histórica. Tampoco el Cid de Corneille tiene nada que ver con la realidad histórica de la Reconquista española. Los conflictos del amor y del deber que se debaten en esa obra son rigurosamente contemporáneos del autor. Los castellanos viejos, que oyeron el primitivo Cantar de Gesta, no hubieran podido comprender nada de la tragedia del autor francés.

Esa misma actitud de actualización del pasado y de menosprecio de la reconstrucción arqueológica la mostraron abundantemente los pintores del Renacimiento. Los cuadros de los flamencos y de los italianos que tienen por tema la vida de Cristo no hacen el menor esfuerzo por dar veracidad histórica al conjunto. Jesús, la Virgen y los Apóstoles aparecen rodeados de personajes de la época del pintor, la Virgen viste como una alta dama del siglo XV, toda la arquitectura en que se mueven es gótica o renacentista. Basta mirar aquel prodigioso festín veneciano que el Veronés pintó, con decenas de caballeros y cortesanas de la más rica Venecia del siglo XVI rodeando a un Cristo insolublemente extraviado en el tiempo y en el espacio, como representación de las Bodas de Caná, para percatarse de todo el orgulloso desdén que aquellos grandes artistas sentían por toda tentativa de reconstrucción arqueológica. Les interesaba lo humano, el conflicto humano y la belleza de las cosas tal como las conocían.

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Tal vez por sentido inconsciente de la situación se percataban de que tan sólo podían expresar lo contemporáneo y que, por lo tanto, cuando trataban un tema del pasado podían y debían trasladarlo a la circunstancia inmediata que conocían. No les interesaba, y ni siquiera se planteaban el problema de reconstruir fielmente un pasado remoto, sino expresar en términos válidos una pasión o un drama humanos que podían tomar del fondo de la más lejana historia, como se trae una flor del campo para colocarla en un vaso de cristal en la sala de una casa.

Como el pintor del Renacimiento, el novelista puede colocarse frente a todo el pasado humano para escoger y representar en términos inescapablemente contemporáneos su deseo de expresión de lo humano. Una novela histórica que se ajustara a la muerta preceptiva de los géneros acaso dejaría de ser novela y de tener toda validez literaria para convertirse en una obra de curiosidad y paciencia.

El campo de la novela es el tiempo, pero no la época, sino la acción del pasado en el presente y la transformación continua del presente en pasado a través del personaje, sus relaciones y sus fantasmas.

Es en este sentido que toda la novela es histórica por naturaleza, porque es una tentativa de contener un tiempo y de mantenerlo vivo en términos de presente, aunque la acción que se relate haya ocurrido muchos siglos antes.

Tal vez, jugando con la etimología, podríamos decir que la novela es la nueva, la noticia del tiempo y de su paso y por eso mismo es inescapablemente histórica. Escribe historia con su lenguaje, con su forma y con su contenido y es, acaso, en ella donde hay que ir a buscar el testimonio del pretérito, el fugaz momento del río de Heráclito, y no en las destilaciones documentales de los historiadores de profesión.

Dentro del fenómeno generalizado en nuestros días de la desaparición de los géneros, de la abolición de la preceptiva y del cuestionamiento de los viejos criterios de la crítica, no podría hablarse de géneros literarios sino acaso en circunstancias extremas de ciertos tipos de literatura intemporal o marginalizada, verdaderos fósiles que brotan bajo la superficie de lo contemporáneo.

Existe efectivamente en el presente y florece comercialmente bajo la explotación de la industria editorial un tipo de relato muy tipificado que compite a su manera con las reconstrucciones pintorescas y suntuosas del pasado que realiza la industria cinematográfica. En un sentido verdadero esto no pertenece a la literatura sino a lo que en inglés se llamaría entertainment.

La verdadera obra literaria, la que se forma de su propio uso del lenguaje y de la visión de las realidades, no puede dividirse en categorías distintas según trate del presente o del pasado. El Virgilio de Hermann Broch no se distingue en nada de lo que hace su calidad y su significación literaria de lo que escribe Faulkner o Pasternak. ¿No resultaría una irrisión que a estas alturas habláramos de Faulkner como de un   —194→   autor de novelas históricas o regionales? Todo gran novelista historia y regionaliza espontáneamente.

Hoy tendemos a considerar el campo literario como una vasta e ilimitada ágora indiferenciada y heterogénea, donde todo se mezcla y se modifica mutuamente. Donde el ensayo desemboca en la poesía y en la novela, donde todo parece fundirse y mezclarse en un solo discurso literario impreciso y colmado de contenidos insospechados. Podemos leer a Proust como historia y a Rabelais como farsa de la actualidad. A Joyce como poesía y a Ezra Pound como novela.

Acaso la única evidencia fundamental que nos queda es la de que estamos o no ante un discurso literario que contiene e incorpora el tiempo. Que es precisamente lo que hace que la palabra pueda convertirse o no en literatura.

Fantasmas de dos mundos. Ed. cit., pp. 53-64.



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ArribaAbajoProust en Turmero

Siendo yo muy joven, visité algunas veces la hacienda Guayabita, en los valles de Aragua. Era un inmenso fundo agrícola que se extendía desde la fila de la Cordillera de la Costa hasta las calles del pequeño pueblo de Turmero. La atravesaban dos ríos y estaba cubierta de selvas con venados y pumas, y de plantaciones de cacao, de caña de azúcar y de café.

La había adquirido, por los años ochenta y tantos, el general Antonio Guzmán Blanco, que andaba entonces por su segunda Presidencia. Muerto el ex Presidente había pasado a ser de sus hijos, quienes vivían en Francia, y venían ocasionalmente en breves visitas de inspección de sus vastos haberes que habían quedado en manos de administradores.

Guzmán Blanco había sido un típico afrancesado del siglo XIX. Su primera visita a Francia la había hecho, recién salido de la Guerra Federal, en tiempos de Napoleón III. La pompa y el estilo aparatoso del París del Segundo Imperio, lo habían impresionado profundamente. Desde los uniformes hasta los conceptos políticos, desde el aire cesáreo hasta el culto del progreso material fueron en él un trasunto del estilo del fallido imperio liberal. Educó a sus hijos en Francia, en un mundo de alta sociedad y riqueza, dos de sus hijas casaron con miembros de la nobleza, una con el Marqués de Noé, de viejo linaje legitimista, y otra, nada menos que con el Duque de Morny, hijo mayor y heredero del fabuloso medio hermano de Napoleón III, que llenó las crónicas mundanas de su tiempo con sus astucias políticas, sus triunfos financieros y sus aventuras galantes. Su ostentosa dispendiosidad y sus maneras de gran señor improvisado las retrató Alfonse Daudet en el personaje caricatural de su novela El Nabab.

Esta situación y sus largas permanencias en París abrieron a Guzmán y a sus hijos los salones de la aristocracia y de los banqueros. Pertenecieron por entero al mundo dorado de la belle époque, se codearon con los más resplandecientes nombres y figuras de ese tiempo de esplendor crepuscular, desde el Príncipe de Sagán hasta el Boni de Castellane del matrimonio con la millonaria Gould y el palacio de mármol rosado en la   —196→   Avenida del Bosque, desde los «salonnards» más famosos hasta los artistas y los actores más cotizados. La casa de la rue Laperouse hizo mucho tiempo figura de palacete de príncipe exótico exiliado.

El mundo en que se movieron y vivieron los Guzmán en París fue precisamente aquel que luego retrataría con tan poderoso don de recreación Marcel Proust en La busca del tiempo perdido.

Algo de ese mundo llegó hasta la remota y dormida Guayabita. Desde Turmero se atravesaban dos pasos de río, en medio de un alto y tupido bosque de bucares y guamas que cubrían las densas y profundas plantaciones de cacao. Era una penumbra verde, tibia y olorosa a baya podrida de cacao. Al final del recorrido, al fondo de una larga avenida recta, aparecía la casa de la hacienda sobre una pequeña colina. Era una casa alta y grande, de corredores de arcadas y penumbrosas salas, que surgía como un arrecife blanco en medio del mar de verdura.

Para mi imaginación de adolescente tenía cierto aire de palacio de la bella durmiente. Nadie vivía en ella. Los criados iban abriendo puertas y puertas de habitaciones cerradas. Pesados y oscuros muebles de caoba yacían en los corredores. Ornados mecheros de cobre para luces de gas pendían de los techos o se adosaban a las paredes. Había en los muros viejos grabados ingleses con escenas de cacería a caballo. Y lo que más me impresionó, con casi infantil delectación, fue la gran abundancia de trofeos de caza. Eran cuernos y patas de ciervo, muy bien montados sobre escudos de pulida madera, con dos placas de cobre que decían, la de arriba: «Equipage de Mme. la Duchesse d'Uzés», y la de abajo: «Forêt de Rambouillet», y la fecha.

Poco sabía yo entonces de las complicadas cacerías del ciervo, del faisán y el zorro que los aristócratas europeos, con casacas rojas sobre hermosos caballos, al son de las trompas de San Huberto, organizaban en los domesticados bosques de las viejas residencias de los reyes. Pero no dejaba de percibir en aquellos trofeos como una presencia fantasmal de otro mundo y de otro tiempo que poco o nada tenían que ver con el mío.

Más tarde, cuando leí a Proust, volví a toparme con el nombre y la evocación de la Duquesa de Uzés. Entre todo aquel hormiguero de nombres y de títulos, de figuras y de evocaciones, entre aquel complicado mecanismo de las precedencias y de los tratamientos de la noble gente del Faubourg Saint-Germain, aparece junto a otros personajes de la vida real que se mezclan con las creaciones del gran escritor, la Duquesa famosa. Es precisamente con motivo de uno de esos increíbles detalles de usos y matices del trato mundano, cuando la trepadora hermana de Legrandin, la reciente Marquesa de Cambremer, descubre con asombro que la gente aristocrática no pronunciaba la s final de Uzés, sino que decían simplemente Uzé.

Un pedazo arrancado del mundo de Proust, por un juego de azares muy proustiano, había llegado hasta aquella olvidada casa de hacienda de los valles de Aragua.

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Sentía desde entonces que en Proust había mucho más que simple creación literaria, y que la búsqueda del tiempo perdido era una increíble empresa de resucitar el pasado, o de rescatar un fragmento completo de él, de una manera milagrosa. Como ocurría con aquella casa de Guayabita.

Ahora, con motivo de los cincuenta años de la muerte del extraordinario escritor, he leído el asombroso libro de resurrección que le ha consagrado el erudito inglés George D. Painter. Es la más completa tentativa de rescate de Proust con todo su tiempo, tejido y mezclado con él, como las algas, el agua y los infusorios del mar suben a la superficie con el cuerpo del ahogado.

Allí está la Duquesa de Uzés, con todos los otros inagotables personajes que poblaron la imaginación y la vida del joven snob de fines de siglo. Es el resultado del método de Proust celosamente aprendido y aplicado a Proust y a su tiempo.

No se ha cesado de escribir sobre Marcel Proust desde que terminó de aparecer su gran obra. A cincuenta años de su muerte, en 1922, su bibliografía crece de un modo continuo e inabarcable. Se ha creado una inmensa curiosidad, una obsesión de conocer quién era y qué hizo aquel hombre extraño, enfermo, caprichoso, supersensible, mal ajustado y lleno de los más irreconciliables deseos.

Cada día más se reconoce la importancia de esa obra. Lo que al principio pudo parecer una rara mezcla de memorias de salón y de novela mundana, en una forma divagante y extraña, ha terminado por constituir, sin género de duda, una de las más grandes creaciones del genio literario. En busca del tiempo perdido es mucho más que una gran novela. En todo caso no se parece a ninguna otra. Es un extraño fruto, casi diríamos una extraña mutación del gran árbol de la novela occidental. En el reducido ambiente muy peculiar que había tomado por tema la novela mundana del París de fines del siglo XIX, este extraño «dilettante», este curioso snob trepador, va a crear una suma artística y humana que casi no tiene parangón.

Los lectores de Proust han tenido siempre la impresión muy dominante de que no era posible comprender su libro y su significado sin conocer su vida y el restringido y curioso mundo en que se movió. Hay en él una conexión más completa y estrecha entre la obra y la vida que en ningún otro autor. Esa gran obra poética es la transcripción de su experiencia y de su circunstancia, y eso es lo que demuestra de un modo incomparable y exhaustivo el Marcel Proust de Painter.

Es como la novela de Proust a la inversa. Se va en él por un viaje de inagotable descubrimiento y de deslumbrante erudición de Proust a la novela. Por largos años, de un modo agotador, Painter ha leído todo lo que escribió el novelista, sus libros, sus cartas, sus esbozos, sus variantes y todo lo que se ha escrito sobre él. Ha hablado con todos los que lo conocieron y aún viven. Ha recorrido los barrios, las casas, los pueblos, ha reconstruido los mobiliarios y los encuentros. Ha restaurado el Illiers   —198→   de la infancia, como un arqueólogo, hasta que vemos cómo surge y se hace Combrai con todos sus habitantes, sus casas, sus costumbres y su mercado.

Allí vemos paso a paso cómo Proust llega a darse cuenta de que es Proust y de lo que tiene que hacer, cómo descubre a través de difíciles experiencias y de grandes peligros de perderse su misión, cómo la reconoce y se lanza ávidamente a ella, cómo aquel libro que salía de su vida termina por ser toda su vida y absorberla.

Nada escapa a Painter. Las fuentes y raíces de cada personaje, de cada frase, de cada notación son buscadas y reveladas hasta su más remoto origen. Allí vemos claro el doloroso y oscuro proceso de las relaciones de Proust con su madre y de su inmenso reflejo en su obra. Allí también se agota en la búsqueda más exhaustiva el catálogo viviente del que brotan los personajes. Los varios modelos y fuentes de que están hechos Swann, o Charlus, o la Duquesa de Guermantes, u Odette. Sabemos por fin lo que en Charlus hay ciertamente del Conde de Montesquieu, y del Barón Doassan y de media docena más de caracteres menos influyentes. O cómo la figura de Oriana de Guermantes se compone con una sabia mezcla de rasgos de la Condesa de Chevigné, de la señora Straus y de la Condesa Grefulhe.

El libro de Painter ilumina de un modo extraordinario todo el escenario de esa vida en sus menores rincones. Todo el mundo de la belle époque parece resucitar con sus ritos, sus prejuicios, sus ridículas costumbres, su delicado arte de la etiqueta, y su complejo equilibrio de clases, de títulos y de posiciones.

Desfilan los salones literarios, las grandes damas, los grandes nombres de la aristocracia, el sutil juego de las precedencias, de las maledicencias y de las pasiones. Todo lo que va a ser el rico material que el escritor reelabora para crear su obra y recapturar el tiempo está allí en su estado original. Las cortesanas, las actrices, las intrigas de sociedad, las grandes luchas políticas, la presencia de los escritores y los artistas y todas las fórmulas finales de un refinamiento social condenado a morir.

No creo que ninguna explicación haga falta para poder entrar en una obra de arte. Una obra de arte tiene una propia y eminente autonomía que la hace suficiente en todos sentidos. Sin embargo, en el caso de Proust, que es en el fondo un memorialista a la Saint-Simon de un tiempo muy peculiar, toda esta preparación no puede menos que ayudar no sólo a comprender su obra sino la muy peculiar y estrecha relación que había entre su vida y su narración.

Painter no se detiene ante nada. En la búsqueda del fondo de la experiencia proustiana llega hasta los más repugnantes e inconfesables hechos. Las relaciones con Agostinelli, el descenso a Sodoma, el infierno de sus instintos incontrolados, la morbosa condición de su sensibilidad, la abyección, casi expiatoria, de ciertos gestos, están allí para retratar al hombre verdadero y su circunstancia.

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Es un tiempo que ya tiene el evidente encanto de las cosas irremediablemente desaparecidas. Painter recrea la vida superficial y complicada de la alta clase francesa e internacional, que se reunía en los salones de París en los treinta o cuarenta años anteriores a 1914. La gente para quien lo más importante era ser invitada al salón de moda, besar la mano de la princesa Matilde o de la Gran Duquesa Vladimiro, hacer la reverencia ante la última reina de Nápoles o fumar con el Príncipe de Gales.

Y también, una vez al año, lograr ser invitado, de traje de amazona o casaca roja, a la caza de ciervos de la Duquesa de Uzés en el bosque de Rambouillet. Al regreso, por la tarde, en el patio del castillo, se exhibían los trofeos. Ciervos lustrosos y zorros encendidos tendidos ante la jauría blanca y negra con sus aullidos que se mezclaban al son triunfal de las trompas de los monteros.

De esos trofeos fue el hallazgo de mi adolescencia en los corredores frescos y oscuros de la hacienda Guayabita. De una manera muy proustiana, todo Proust estaba allí esperando que yo supiera hallarlo.

Fantasmas de dos mundos. Ed. cit., pp. 65-73.



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ArribaAbajoLa antiaventura de André Malraux

Llegó André Malraux a la muerte. Después de tanto buscarla, temerla, burlarla y pensarla. No tuvo otro tema a lo largo de su vida y detrás de todas las presencias y los actos de su aventura estaba ella, siempre esperada y siempre inesperada. Era su fascinación y su angustia y hubiera podido hacer suyo, con todo derecho, el verso en que Miguel Ángel confiesa que nunca tuvo un pensamiento en el que la muerte «no estuviera esculpida».

Esto es lo que le da su dimensión trágica y desesperada a la fascinante parábola de su vida que es como una búsqueda o como una fuga. Buscarse por todos los vericuetos del cambiante mundo en que le tocó existir, sin hallar punto de reposo ni de resignación.

La obra y la vida están estrechamente mezcladas en él. Nunca se sintió un homme de lettres y posiblemente no lo fue. La literatura fue una manera de sustituir la acción o de justificarse momentáneamente ante sus propios ojos, o de clamar todo el amor sediento que tenía dentro o todo el desprecio que le brotaba incontenible.

Pertenecía a una familia no muy numerosa, pero muy significativa, de las letras francesas. Frente a los mesurados, a los reflexivos, a los disecadores de realidades y de pensamientos, él era el iluminado, el poseído, el delirante, el incoercible, el que iba arrastrado por las palabras y las visiones. Las palabras le formaban una sobrerrealidad que le completaba o le deformaba el mundo real, demasiado estrecho y demasiado pequeño. Podía reconocer sus antepasados en los grandes forjadores de máquinas verbales, en el Renacimiento de Rabelais, o en el Romanticismo de Hugo o de Delacroix o en las videncias de Rimbaud y hasta en la gran música de órgano de las oraciones de Bossuet.

Su aparición en la escena literaria fue asombrosa y atemorizante. Era aquel mozo que se había ido al más remoto Oriente, a la selva de los Bridas de Angkor Vat, que había andado entre contrabandistas y rebeldes en el hervidero de las ciudades de Siam y que tenía una belleza de fiera perseguida o de joven profeta. Con unos ojos intensos, que no se   —201→   sabía si estaban llenos de desprecio o de esperanza, y una actitud concentrada y nerviosa de suicida en potencia irrumpió en las quietas aguas del mundo literario de París, entre los años de 1928 y 1933, con tres novelas detonantes como tres bombas de terrorista: Les conquerants, La voie royale, y, por último, La condición humana. Eran más que novelas, tres manifiestos de revuelta y de desafío frente a la sociedad demasiado segura de la primera posguerra. Exaltaba la violencia y el odio, la muerte y la revolución. Una revolución sin dogma y sin tácticas. Más bien una rebelión instintiva y total contra lo recibido y aceptado.

Era más que un escritor nuevo con éxito, era una presencia incómoda y agresiva. Era un hambriento de lo absoluto, un exiliado del último reino de Dios que no podía dirigirse a ninguna iglesia. El derivativo natural fue la acción.

Los años que anteceden a la Segunda Guerra Mundial se le brindaron de una manera abundante y continua. Era todavía el tiempo en que la revolución rusa ejercía plenamente su poderosa fascinación sobre la inteligencia occidental. Parecía haber, al fin, una manera de justificar la vida y era entregarla, en hechos y palabras, a la lucha revolucionaria. Malraux entra a la lucha política como a una Legión Extranjera, sin abandonar su irreductible individualismo y su instinto de superioridad. No aspira a ser un militante, ni un hombre de célula, sino un héroe. La lucha lo justificará, le dará la sola oportunidad de olvidarse de sus angustias congénitas y de llegar a la muerte en caliente y sin tener tiempo de pensar en ella.

Son años de tentativas fallidas de aventuras, en diversos escenarios novelescos que rematan y se coronan en la guerra de España. Aquel delirio emocional, aquella desgarradura moral, aquel gran despertar que pareció la lucha española debió fascinar a Malraux. Toda la sed de acción llegaba al fin a aquella inmensa aventura contra los molinos. ¿Qué iba a salir de allí? Acaso una nueva historia, una nueva humanidad, una posibilidad grandiosa de sobrepasar las mezquinas herencias. Poco sabemos de lo que pensaba el piloto de guerra Malraux en las madrugadas quemadas de bombardeos, mientras volaba en los cielos de Velázquez. En todo caso la aventura resultó fallida y de ella no le quedó sino un manuscrito amargo y combatiente: L'espoir.

¿Era que estaba condenado para siempre a regresar a la literatura, a la sola tarea solitaria y quieta de hilar palabras para una burguesía ávida de emociones domesticadas? Sin embargo, lo que se anuncia en el horizonte es el más trágico conflicto de la historia. Una inmensa ola de sangre y destrucción avanzaba sobre el mundo. Podía mirarse la confirmación de todos los libros apocalípticos.

Era, tal vez, la última de las grandes guerras de religión que Occidente iba a conocer. Era un oscuro enfrentamiento de creyentes y de credos, más que de territorios y de dominios se trataba de destruir una fe para instaurar otra. Una lucha como aquella que, en la época de las catedrales, movía a los cristianos contra los musulmanes, o más tarde, a   —202→   los católicos contra los luteranos. Se trataba de exterminar un espíritu y de borrar en la carne y en la sangre, una satánica herejía. Era, ciertamente, una guerra para Malraux. La caída de Francia hace aún más dramática y desesperada su situación. Ya no será el soldado regular del ejército de un Estado, sino un cruzado, un chouan, un resistente.

Las exigencias peculiares de la resistencia están hechas para su carácter y su manera. La guerra se individualiza y reduce casi a un duelo. Es el incógnito coronel Berger que no sólo comanda a un puñado de insurgentes clandestinos sino a una inmensa legión de mitos, de recuerdos y de memorias heroicas. Es uno de los jefes del pueblo de la noche. Fueron, posiblemente, sus años de más exaltada realización. Podía asumir y resumir en él toda una gran cauda humana y cada gesto individual suyo, sin comando y sin frontera, venía a inscribirse en la más vasta sinfonía de la historia contemporánea.

Al final de la guerra y de la resistencia, dentro de la que sin embargo ha hallado tiempo para escribir una novela, la última, que se va a llamar simbólicamente El combate con el ángel y de la que sólo logra salvar una parte: Les noyers de l'Altenberg, ocurre su decisivo encuentro con De Gaulle.

De Gaulle es la última y definitiva encrucijada de la vida de Malraux. Después de tanto buscar y pretender, aparece ante él aquel hombre del destino que, contra toda lógica, fuera de los mecanismos tradicionales del poder, surge como un resucitado de la más remota historia a hablar y actuar no como un jefe de Estado moderno sino como un héroe fundador de reino. Es aquel militar, un poco irregular, que pretende «haber tenido siempre una cierta idea de Francia». Es casi un hombre anacrónico, que se siente cargado, por una especie de imposición sobrenatural, con el destino de todo un pueblo y que habla con un vocabulario que está fuera del uso y que evoca el de las figuras legendarias del pasado. Recuerda a ratos a Napoleón, a Luis XIV, a San Luis. Es el hombre que, en el tiempo de las estadísticas y de la econometría, se atreve a hablar de la grandeza.

Fue un encuentro mágico. El guerrillero verbal se va a convertir en propagandista y el francotirador del espíritu en alto funcionario. Cuando la experiencia de De Gaulle parece fracasar ante la vuelta de la vieja politiquería parlamentaria y partidista, Malraux, que ha perdido sus antiguos camaradas y sus simpatías con la izquierda, parece más solitario y extraviado que nunca.

Es entonces cuando, como en una droga, en un paraíso artificial, en un mundo propio y sin límites, inicia su orgullosa y solitaria exploración del arte.

No va a estudiar las obras de arte en compañía de los profesores de historia del arte y de los curadores de colecciones, sino que intenta un diálogo personal con toda la herencia artística del hombre y una especie de viaje dantesco a través del mundo del arte.

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Ha pensado, desde su retiro místico, en escribir una vasta «psicología del arte», la expresión del hombre y de sus tiempos a través de la creación artística. Lo que escribe, en realidad y al final del largo periplo meandroso, es la psicología de Malraux a través del arte. La confesión exaltada y personalísima de su propia experiencia ante las grandes obras de creación. Irrumpe violentamente en aquel museo imaginario, que él ha formado con toda la herencia artística de la humanidad, como un juglar prodigioso que se atreve a todas las prestidigitaciones, contrastes y aproximaciones imaginables. Allí, como en el botín de un conquistador del mundo, están acumuladas todas las grandes obras con su tiempo a cuestas, Giacometti y los egipcios, Buda y el Ángel de Reims, la Gioconda y Picasso, el Renacimiento y la escultura Khmer. Nunca nadie se había atrevido a provocar semejante «desorden sagrado» por encima de las doctrinas profesorales y de los catálogos de museos.

En esa época, que personalmente para él es de fracaso, ha encontrado la manera de reanudar el diálogo personal con las mayores figuras de la creación humana. Se va a encerrar, durante años, con los que crearon el universo de las formas y de los colores. Va a hablar con ellos de quien a quien, en el mismo lenguaje, con una especie de gesto de desdén hacia aquellos hombres demasiado comunes y corrientes que ocupan el escenario del país y del mundo.

Hubiera querido encontrarse con Alejandro. Es tal vez la figura humana que más secreta y profundamente le fascina. Toda la juventud, todo el poder, todo el mundo. La mirada de los ojos de dos colores lo va a perseguir y a atormentar.

Cuando, al fin, De Gaulle vuelve al poder, él estará a su lado. Va a ser por más de un decenio el brillante y respetado señor Ministro de la Cultura, que lavará la fachada de los antiguos edificios mugrientos y que pondrá, como un acertijo, a Chagall en el plafond de la Opera de Napoleón III.

Lentamente el Estado se apodera de él. No es ya el capitán de una aventura creadora sino el jefe de una burocracia rutinaria que firma oficios, inaugura dependencias y dice discursos oficiales. El resto de la greña rebelde cae ahora sobre una cabeza inclinada.

En la medida en que el gaullismo dura y se integra al pasado político, él se aleja inexorablemente de la juventud y de la revuelta. En los dorados salones del ministerio, entre aburridas comisiones, recibe ocasionalmente a los viejos compañeros de las remotas horas de la esperanza y de la lucha.

Cuando se encrespa súbitamente la instintiva revuelta de mayo del 68, él es uno de los soportes del orden. Va a desfilar, en apoyo de las instituciones y del statu quo, por las avenidas del recuerdo heroico.

Es evidente que ya no habrá aventura, ni sacudida, ni revelación. Cuando muere De Gaulle, y todo parece regresar al antiguo juego de la política francesa, él se retira como un soldado viejo.

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Para regresar a la literatura. Ha querido evadirse de ella toda su vida, sobrepasarla, reducirla a un mero instrumento de la acción, pero es ella finalmente su verdad y su condición. No va a escribir una nueva novela, tampoco hará el recuento de la larga y frustrada tentativa de acción que ha sido su vida. Inventará, dolida o desdeñosamente, unas Antimemorias. No una biografía sino el suelto y divagante recuerdo de unos encuentros, de unas adivinaciones o de unas situaciones que se produjeron en aquel cambiante escenario de sus salidas.

Tal vez descubra entonces, con no confesado desengaño, que su reino nunca ha sido otro que el de la escritura. Es eso que nunca quiso ser sino circunstancial y transitoriamente: un gran escritor. Todo lo que le había sido dado estaba allí en aquella mesa solitaria donde por jornadas enteras, sacudido de angustia, rodeado de fantasmas, mira la pluma trazar su misteriosa línea sin fin. No va a confesarse. Ha dicho: «¿Qué es un hombre? Un miserable montoncito de secretos». Además sabe que «la verdad de un hombre es ante todo lo que oculta».

Las Antimemorias son el relato oculto y orgulloso de su propia antiaventura. El combate con el ángel nunca fue para él sino el combate consigo mismo.

Fantasmas de dos mundos. Ed. cit., pp. 75-83.



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ArribaAbajoTiempo de indias

Cristóbal Colón era un hombre del Renacimiento. Pertenecía por la mente y por el estilo, por las preocupaciones y por los valores al Quattrocento italiano. Era un contemporáneo de Marsilio Ficino, de Leon Battista Alberti, de Brunelleschi y de Massaccio. Hernán Cortés también era un hombre del Renacimiento. Había estado en la Salamanca de Nebrija, algo debió haberle llegado de Erasmo. El que ciertamente no era un hombre del Renacimiento era Motecushoma, ni tampoco Cuauchtémoc, ni menos aún los taínos y caribes de La Española. Tampoco los negros que comenzaron a llegar a las Antillas cuando Leonardo trabajaba para Ludovico el Moro. Pertenecían a otra historia.

Este hecho simple y evidente es la base misma de la peculiaridad cultural del llamado Nuevo Mundo. No fue América el resultado del traslado mecánico de una época histórica de Occidente, sino el conflictivo fruto del encuentro de tres culturas, de tres tiempos, de tres mentalidades. Y, seguramente, esto mismo significa mucho reducir y simplificar, porque los indios de la Conquista correspondían a muchos grados diferentes de nivel social y cultural, los negros no menos y hasta los mismos europeos encarnaban la inagotable variedad que el tiempo y el lugar imponen sobre el fenómeno cultural. Decir que Colón y Cortés eran hijos del mismo fenómeno cultural es obviamente antihistórico.

No podemos decir que ambos representaban el mismo fenómeno, ni siquiera la misma hora del mundo, si es que el mundo ha tenido nunca una hora única. El Renacimiento se extendió y se manifestó por Europa con velocidades, alcances y características diferentes. No fue lo mismo el de Italia, que el de Flandes o el de Francia. Y menos aún el de España. Colón y Cortés venían de dos localizaciones, dos momentos y dos realidades distintas del vasto cambio que se estaba operando en la escena europea desde muchos años antes del nacimiento de ambos. Colón era un genovés, hombre de puerto y aventura marinera. La recién rescatada ciencia antigua debió atraer su imaginación. Andaba por la frontera de los cosmógrafos y los profetas. Cortés era un extremeño de   —206→   tierra adentro, nacido en la guerra contra el moro. El Renacimiento que llega a la Salamanca de Cortés fue más atenuado. Algo le dijo la puerta plateresca de la universidad, algo debió oír de la escandalosa crónica italiana de los Borja, algo de Platón, algo de la nueva filosofía y sobre todo la gran noticia del Descubrimiento.

Los españoles, o algunos de ellos, trajeron a la nueva tierra un posible eco, ciertos testimonios y consecuencias del gran fenómeno histórico que empezaba a sacudir el Viejo Mundo. Cierta arquitectura, nada de Lutero, algún eco de modelos italianos.

Es obvio, pero habría que repetirlo para romper el dominio nefasto de las simplificaciones deformadoras, que no hubo Renacimiento en Indias, aun cuando el Nuevo Mundo formó parte importante del complejo histórico europeo que llamamos con ese nombre. Esto no revela otra cosa sino el hecho poco estudiado y evaluado, frecuentemente entrevisto y lleno de significaciones y consecuencias que es, básicamente, la diferencia del tiempo histórico entre los dos mundos y las tres culturas.

La peculiaridad asombrosa del espacio americano fue advertida desde el primer momento. En las cartas de relación, en las primeras crónicas aparece el pasmo y el desacomodo ante las nuevas formas y las descomunales dimensiones del paisaje. Hubo una violenta ruptura de la ancestral relación del europeo con el espacio natural. Todas las relaciones del individuo con el contorno fueron alteradas. Nuevos animales, nuevas plantas, nuevas dimensiones de los hechos geográficos: mares, ríos, montes, llanuras, nuevos climas, nuevos fenómenos meteorológicos, nuevas estrellas. Las lluvias tropicales, el huracán, las inundaciones, la modificación o desaparición de las estaciones.

Debió ser profundo el desajuste psicológico ocasionado por la alteración brutal de la relación del individuo con el espacio y la circunstancia. La psiquiatría existencial puede hallar un amplio campo de estudio en las perturbaciones psicológicas provocadas por el desplazamiento en los conquistadores. Una relación ancestral quedó profundamente alterada. El cambio de marco y de circunstancia trajo también un cambio de tiempo. La noción misma del tiempo no era igual en el indio y en el negro que en el español. No se medían el día, ni el año, ni la hora de igual manera. «Contaban los meses por lunas», nos recuerda el Inca Garcilaso sobre los habitantes de Perú. Una noción diferente del tiempo, la ausencia de memoria escrita, la visión misma del mundo casi intemporal y mágica, debieron alterar la percepción europea del presente, el futuro y el pasado.

Los historiadores han señalado que la llegada de la Edad Moderna significó en todo Occidente una aceleración del tiempo y de la vida. La existencia de todos se hizo mucho más activa, comenzó la obsesión del reloj, el atareo y el ajetreo transformaron las ciudades. Había que ir de prisa. A la simbólica y lenta Danza de la Muerte medieval sucedió una frenética danza de la vida. Se multiplicaron los viajes, los desplazamientos, las operaciones comerciales a distancia, la movilidad social y el afán   —207→   de la celeridad. En Indias, al contrario, terminado el ímpetu de la Conquista y del sometimiento, el tiempo pareció detenerse. Pasaban años sin que llegara un barco de España, las distancias eran inmensas y pocos se aventuraban a cruzarlas, había que esperar por meses y años el resultado de cualquier gestión ante la Corte, las noticias envejecían en el viaje transatlántico y transcontinental. Se seguía acatando al rey muerto mientras el nuevo rey llevaba tiempo en el trono. De una epidemia a otra, de un desembarco de corsarios a otro, del nacimiento de un príncipe a otro, de un Día de Santiago a otro, transcurrían los más lentos y monótonos días de un año o de una década. Se vivía en el aislamiento, en la incomunicación de las estancias, en la soledad de los pueblos, protegido contra el espacio y el tiempo. La noticia de la victoria ultramarina recibida hoy ya podía estar anulada por una derrota todavía no conocida. Al final del imperio Humboldt pudo llegar hasta los asientos de las misiones jesuitas del Orinoco. Las novedades que le pidieron se limitaban a averiguar si el rey estaba en Aranjuez o si el turco se mantenía tranquilo. Era una situación casi intemporal. El tiempo parecía tan inabarcable como el espacio.

Este distinto tempo del acaecer tuvo su reflejo inevitable en la psicología, en el trato, en las costumbres, en la noción del destino y de la contemporaneidad.

Las gacetas no aparecieron sino muy tardíamente. Las crónicas se referían al pasado remoto, el presente y el pasado inmediato no parecían dignos ni del comentario ni de la escritura. Los más de los libros eran de devoción o de historia religiosa. Las vidas de santos no pertenecían ni al medio, ni al tiempo de la vida de los criollos. El rito religioso era inmutable. Las formas y los usos cambiaban muy lentamente. La etiqueta de los Austria duró hasta muy entrados los Borbones. El rey lejano parecía ser siempre el mismo y, en cierta forma, eterno. Su misma firma: «Yo el rey», era impersonal e intemporal.

No hubo contemporaneidad con Europa. Los grandes sucesos y transformaciones de la vida occidental no se reflejaron sino tardía y limitadamente en América. La reforma luterana no tuvo eco, tan poco significó Lepanto como la pérdida de la Invencible Armada. Algunos aspectos estéticos del Renacimiento, del «manierismo», del barroco, o del gusto de la contrarreforma, perduraron y se mezclaron, sin sucederse.

En no pocos aspectos hubo hasta cierta regresión. No sólo atrasaba el reloj americano con respecto a la hora de España sino que parecía retroceder. La España que llega es la de Garcilaso, de la Historia de Mariana, de la novela picaresca y de la poesía épica a la moda de Italia, la de la comedia de Lope de Vega. En América, por contraste, se regresa a la crónica medieval, al romance antiguo, al acto sacramental.

El afrancesamiento borbónico, a partir del siglo XVIII, llega tardíamente y en una forma atenuada. Combates ideológicos tan significativos como el que desemboca en la expulsión y disolución de la Compañía de Jesús, bajo Carlos III, alcanza a las Indias como una inexplicable   —208→   arbitrariedad policial. La crisis intelectual que la precedió no tuvo eco en América.

El hecho de que el acaecer llegara como información tardía hacía casi imposible la participación. Donde ocurrían cosas era en la Corte o en la Europa luterana, en una lejanía ajena y en un tiempo que ya fatalmente era pasado.

Esto ayuda a explicar la muy aparente pasividad de la vida criolla. Se vivía con retraso, se estaba siempre en un ayer que podía haber sido sobrepasado en la metrópoli. El pasado y el presente se mezclaban. La misma evolución de la lengua es un buen ejemplo. El castellano de América fue siempre y continúa siendo mucho más arcaico y conservador que el de España. Las innovaciones que se introdujeron en la metrópoli, a partir de los siglos XVII y XVIII, llegaron en poca medida o no llegaron a arraigar. Aún hoy, en el lenguaje hablado de América, se mantienen vivas voces viejas que han desaparecido en España. La instancia más significativa es posiblemente la del rechazo de la segunda persona del plural. En la América Hispana se dice ustedes y no vosotros. Es decir, se mantiene vivo el vuestras mercedes del siglo XVI con todo lo que significa de diferencia en la noción de relación y de distancia. Es, ciertamente, otro tiempo histórico el que sigue vivo en esa tenaz sustitución de la tercera persona del plural por la segunda.

La desaparición del vosotros y del vuestro del lenguaje viviente establece una distancia entre interlocutores tan grande, para decirlo en los términos de los manuales de gramática, como la que separa a la persona con quien se habla, de la persona de la que se habla. Ese ustedes y ese suyo establecen una distancia sin transición entre el tu de la familiaridad y el usted de la reverencia. Los filólogos podrán explicarnos los tiempos y las circunstancias en que esta importante diferenciación tan significativa se introdujo entre el español de España y el de América, pero será sin duda una explicación incompleta. Están presentes en ella aspectos psicológicos y existenciales y formas de situación histórica para los que todavía no tenemos investigación satisfactoria. Hay una situación distinta de la relación entre hombres y de su traducción al lenguaje vivo.

Ese tiempo no es solamente retrasado con respecto al coetáneo de España sino distinto. Es un tiempo histórico compuesto de otras experiencias y de otras presencias. No sólo la de hechos nuevos y distancias nuevas, sino la de formas de relación diferentes. La expresión «una jornada» no podía significar lo mismo para el peninsular que para el indiano. En una jornada en la península se iba de un pueblo a otro o se realizaba la faena de un día. En una jornada se iba en las Indias de una soledad a otra soledad, los días y los esfuerzos se podían deshacer en el espacio sin término. Mucho significan en este aspecto las curiosas graduaciones del lenguaje hablado sobre el tiempo. Expresiones como «ahorita mismo», «ahorita», en lugar de ahora, revelan una noción elástica de la marcha del tiempo.

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Esta larga desadaptación y readaptación del hombre y del medio que caracterizó a la América colonial fue tan notable que dio pie para todas las peregrinas teorías y explicaciones pseudo-científicas que, sobre todo en el siglo XVIII, utilizaron los europeos para explicar las diferencias de la vida americana y la europea. Se hablaba de un continente que no había madurado todavía, que guardaba con exceso la humedad primigenia, donde la vida animal no alcanzaba su pleno desarrollo. La ausencia de los grandes mamíferos como el hipopótamo o el elefante, la del caballo y las bestias de carga, y la abundancia de sirenios, anfibios, serpientes y lagartos hizo creer en la existencia de un clima donde la vida no lograba madurar. Esto lo dijeron y lo afirmaron seriamente Raynal, De Paw y hasta Buffon. Todavía se puede adivinar un eco de esta visión en el calificativo de «continente del Tercer Día de la Creación» que Keyserling le dio a la América Latina con ocasión de su rápido y superficial viaje.

Los físicos y los metafísicos nos han revelado hoy que no hay estricta contemporaneidad entre dos puntos en la esfera. Los etnógrafos e historiadores culturales también nos han hablado de los retrasos y alteraciones que sufren las culturas en su trasplante a otros medios humanos y geográficos, pero siempre parecieron hacerlo con un criterio pasivo. Era algo que había venido de otra parte y que al trasplantarse había perdido su ritmo vital ordinario. El caso americano es más complejo y rico en contenido. No se trata de conocer la suerte que sufrieron el español y su cultura trasplantados al Nuevo Mundo, sino del complejo y todavía mal conocido proceso de creación del Nuevo Mundo.

Se creó un hecho social e histórico nuevo que introdujo alteraciones y tensiones dentro de los valores y conceptos aportados por el español, el indio y el negro. Una modificación profunda que no sólo se reflejó en las formas externas de vida y sucesos, de alimentos y trato, de ocupación y situación, sino también en una distinta dimensión y sentido del tiempo.

Los marinos de la carabela capitana se turnaban celosamente para no retardarse en voltear la ampolla de la hora. «Buena es la que va, mejor es la que viene», cantaban para dar fe de su vigilancia. Pero, fatalmente, ya no era el tiempo de España el que medían. Era uno nuevo y diferente que se iba formando en el nuevo espacio y la nueva circunstancia.

El hecho cultural básico de la existencia de la América Latina es la confluencia, a partir del siglo XVI, de las tres corrientes de cultura, extrañas entre sí, que allí convergen para iniciar un complejo proceso de interpenetración, mezcla y adaptación. Tres corrientes de distinto volumen, fuerza y extensión. La española, que es la dominante y que establece la lengua, la creencia, el tono, la dirección superior y el modelo, y luego, en grado variable según las horas y los lugares, la india y la negra.

Entre otras muchas cosas, cada una de ellas aportaba un concepto del tiempo, una noción o, como dicen los filósofos, una apercepción del tiempo.

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El español del siglo XVI comenzaba a salir del tiempo medieval y a entrar en la concepción linear y finalista del tiempo del Occidente moderno. El indio tenía una sensación cíclica del tiempo, un tiempo ajeno y superpuesto que se repetía tras periódicas catástrofes. El negro, por su parte, como lo reflejan sus lenguas nativas, no tenía una noción clara del futuro y mezclaba las nociones de tiempo y lugar. Un especialista de las culturas africanas (John S. Mbiti, African Religions and Philosophy) dice: «El futuro está virtualmente ausente porque los sucesos colocados en él no han tenido lugar, no han sido realizados y por lo tanto no constituyen tiempo».

Se produjo una especie de desfasamiento de las tres culturas con respecto al tiempo. El tiempo que comenzaba a acelerarse y hacerse autónomo en las nuevas condiciones urbanas, mercantiles y monetarias de la España de la hora, regresa en América a un ritmo rural y eclesiástico. Son las cosechas, las labores y las fiestas de iglesia las que lo determinan. Es un tiempo medido por repiques de campanas y no por relojes. Sería curioso investigar cuándo llegan los primeros relojes públicos a las Indias. Para el indio y el negro el desajuste es equivalente o mayor. La sucesión de los días y las tareas, impuestos por el español, van a alterar sus viejos hábitos sociales y mentales.

Es a partir de esa confluencia y encuentro de culturas que comienza a formarse ese tiempo distinto de América, que tampoco llega a ser igual en toda ella y que podría marcar diferencias apreciables en la medida en que, localmente, predomina una u otra de las culturas.

Esta misma peculiaridad aparece en la memoria del pasado. Son tres pasados los que se mezclan. El Inca Garcilaso nos cuenta cómo en su casa del Cuzco vivía en medio de las dos memorias y las dos cronologías diferentes. Cómo pasaba de oír la Historia Sagrada y la crónica de los reyes de Castilla, en las habitaciones de su padre, el capitán Garcilaso, a oír el recuento de la dinastía de los Incas, sus creencias y sus costumbres, en quéchua, en el ala de la casa que ocupaba su madre, la ñusta Isabel. Dos versiones distintas del tiempo y del pasado se mezclaron en su mente y en su sensibilidad. No menos poderosa fue la influencia del negro. En gran parte de la América, durante el período colonial, las ayas de los niños criollos fueron esclavas negras. Eran analfabetas y conocían sólo superficialmente la cultura de sus amos, en cambio, guardaban vivo en cantos, ritmos, consejas y voces su viva herencia oral africana. Hubo una extensa y poderosa pedagogía negra, que debió transmitir a la conciencia criolla muchos de sus valores mágicos.

De este modo la herencia viva de los tres pasados llegaba a superponerse. Con la oración castellana se aprendía el conjuro negro. Tres historias vivas estaban presentes en las tres culturas, pero que forzosamente, al mezclarse, el resultado no correspondía exactamente a ninguna de las tres. Por herencia y escuela se recibía el poderoso legado de la Edad Media europea, pero se estaba en presencia de la realidad indígena y del testimonio del negro. Con los ángeles de la iglesia entraban los demonios africanos y los semidioses indígenas.

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No es la menor de las características del hispanoamericano esta presencia contradictoria de lealtades opuestas. Los mexicanos recibían la historia de Carlos V, la de la Conquista de Granada, o el romancero del Cid, pero al mismo tiempo sentían como herencia viva la tragedia de Cuauchtémoc. El conquistador, el indio y el negro siguen combatiendo en el alma del criollo.

Los primeros misioneros tropezaron pronto con la dificultad insuperable de traducir los textos cristianos del español a las lenguas indígenas. Fue literalmente una tarea imposible. No correspondían las voces de una cultura americana a los conceptos de una religión judaicomediterránea. Nociones como la de la Encarnación, la Trinidad, la Eucaristía, el suplicio de Cristo, no sólo no hallaban equivalente lingüístico sino tampoco cuadro conceptual equivalente. El caso del negro no fue distinto, sólo que no hubo problema de traducción, se le impuso externamente un vocabulario y una creencia.

Hubo un tiempo de Indias y, en buena parte, sigue habiendo un tiempo americano distinto del de Europa. Es fácil advertir esto en las grandes figuras culturales del mundo latinoamericano. ¿A qué época pertenece un hombre como Andrés Bello? Es un neoclásico o es un romántico, o es una mezcla de ambos y algo más. Él mismo, anacrónicamente o americanamente, se creía llamado a resucitar la empresa de Virgilio. El caso de Sarmiento no es diferente. No encaja en ninguna de las clasificaciones o tendencias europeas de su tiempo y un libro como Facundo resulta incalificable a la luz de las preceptivas de su tiempo.

Rubén Darío es el ejemplo perfecto de este fenómeno de tiempos y sensibilidades mezclados y distintos. Simultáneamente se sentía español, indio, hombre del siglo XVIII francés, y «muy antiguo y muy moderno y audaz cosmopolita». Para un profesor francés de literatura estaba literalmente fuera del tiempo, de todo tiempo, porque en rigor no pertenecía a ninguno específicamente. Era un producto y un ejemplo insigne del tiempo americano.

América resulta así un caso extraordinario de diacronía viviente. Convergen y se mezclan en ella, desde el siglo XVI, tres distintos y ricos tiempos, tres tradiciones, tres historias, tres mentalidades.

El tiempo americano, producto de la mezcla y del desfasamiento histórico y espacial, no comienza sino a partir de la Conquista. Es un drama que no se inicia sino cuando se reúnen los tres protagonistas. Antes de esa hora las tres historias discurren separadas y distantes, por cauces diferentes.

Cuando se produce el difícil y dramático encuentro, en el nuevo escenario, comienza el tiempo del Nuevo Mundo.

Fantasmas de dos mundos. Ed. cit., pp. 221-234.



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