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Numismática y literatura

De los diálogos de Agustín al museo de Lastanosa

Aurora Egido


Universidad de Zaragoza



Festina lente1. Así concibió el mejor amigo de Gracián, don Vincenzio Juan de Lastanosa, su Museo de las medallas desconocidas españolas, que sacó a la luz, en la ciudad de Huesca, en 1645, ilustrado con los grabados de Lorenzo Agüesca. Su casa, concebida como arte de la memoria o «habitación de las musas», constituía, como señala en la aprobación el padre Vicente Bisse, «una cifra de elementos, un mundo abreviado de cosas prodigiosas» del que las monedas y medallas coleccionadas pacientemente, durante años, formaban también parte2.

Con el Museo, Lastanosa pretendía superar la trayectoria de quienes le habían precedido en la tarea de recoger y estudiar los vestigios del pasado histórico, aplicándose al estudio de la materia española. Y lo mismo que en el microcosmos de su palacio oscense, las arquimesas de metal donde guardaba las medallas no andaban lejos de los anaqueles donde descansaba una completísima biblioteca; así, en el texto, las monedas antiguas se ilustraban con fragmentos poéticos y otras fuentes literarias, como la propia tradición aragonesa pedía desde Antonio Agustín.

El Renacimiento fomentó toda clase de imágenes visuales y condensó en jeroglíficos, emblemas y divisas la indefinida serie de verdades inamovibles3. En el «cerrado y limitado campo»4 de la medalla se condensaba, a su vez, algo más que un significado oculto o enigmático, pues, aparte de la invención de las medallas puramente conmemorativas que se pusieron en boga desde el siglo XV italiano y de los medallones que adornaban la arquitectura renacentista, las monedas constituían el testimonio fiel de una antigüedad que se recuperaba como equivalente a mundo clásico5. Para aprender la lección grecolatina, el humanista debía ser capaz de leer no sólo en el legado de los textos heredados, sino en el de las piedras y medallas conservadas6. De ahí que los programas del humanismo estableciesen un estrecho maridaje entre numismática y letras, como se ve ya en las ocupaciones de Nebrija y Palmireno, que extendieron sus afanes al terreno de la Historia y recogieron el vocabulario específico que rodea el área de las medallas y antigüedades7.

José Antonio Maravall ha distinguido distintas etapas en el proceso de interpretación de las medallas8. Una primera, de simple afán coleccionista, o, como decía Isabella d'Esté, de «insaciable desiderio nostro de cose antique»9, desarrollada por los primeros «curiosos de cosas antiguas» o «antiquarios», en la definición de Covarrubias. Estos obrarían, como Nebrija o el autor del Poliphilo10, sin excesivo sentido crítico, almacenando datos o mezclándolos con elementos fabulosos. Sin embargo, la postura de Zurita, Garibay, Ambrosio de Morales y otros muchos más dirigiría posteriormente la apreciación de lo antiguo hacia la prosecución de la historia verdadera, basada en un análisis pormenorizado de todos los restos conservados, lo que pondría de moda la arqueología nacional y clásica 11.

De la admiración entusiasta se pasó al estudio científico. Y es en ese momento cuando aparece la figura de Antonio Agustín (1517-1586), que, junto con otros arqueólogos modernos, se siente hijo de una época nueva y valora la antigüedad desde una perspectiva crítica12. Páez de Castro, Argote de Molina, el Padre Sigüenza y Rodrigo Caro representan también esa nueva perspectiva de afrontar el mundo clásico. La formación italiana de Antonio Agustín influyó, sin duda, en la modernidad de sus estudios. Discípulo de Alciato en sus años boloñeses, conocedor de las lenguas latina y griega, se relacionó en su etapa romana (1545) con humanistas y anticuarios de España e Italia como Juan Verzosa, Páez de Castro, Octavio Pacato y Fulvio Ursino. Con otros coleccionistas de medallas y trofeos antiguos formó en su casa un cenáculo de erudición en el que se discutía de historia literaria, artes y ciencias13. Su constante correspondencia con Zurita sirvió para mantener viva la profesión de ciceronianismo y dar noticias de erudición y hallazgos.

Los Diálogos de las medallas (Tarragona, 1587) recogieron póstumamente esa trayectoria de búsqueda de antigüedades que Antonio Agustín supo continuar en su etapa leridana y tarraconense, como describieron puntualmente el padre Andrés Escoto, autor de sus exequias, y Mayans, su biógrafo14. A juicio de E. F. Jacob, los Diálogos constituyen «one of the most engaging and lively things in all Renaissance antiquarian literature»15. Pero, dejando aparte el catálogo de encomios que ha recibido este «príncipe de los numismáticos españoles»16, es interesante comprobar que estos Diálogos ofrecen un arsenal de fuentes clásicas en las que cada motivo y símbolo medallístico es explicado a la luz de textos históricos y épicos que alternan con otros de talante lírico, de Catulo, Virgilio y Ovidio, con otros muchos, entre los que cabe destacar la continua presencia de Cicerón y Quintiliano o las referencias a Horus Apollo, por lo que a los jeroglíficos se refiere. Discurre incluso sobre las características de la tragedia y los tipos de comedia en Grecia y Roma, basándose en la resurrección de la Poética de Aristóteles a través de Escaligero17. Ello no quita la mención bíblica ni la referencia al maestro de la emblemática, Alciato, o a Luis Vives, con un recuerdo frecuente de los epigramas de Marcial, al que llama «poeta aragonés», a propósito de la Virtus, y referencias concretas a Aragón y Zaragoza. La técnica dialogística le permite toda clase de digresiones y el perspectivismo propio del género, abarcado aquí por tres personajes, A, B y C, que, al parecer, escondían nombres concretos, según el padre Escoto:

«A. quería decir Antonio Agustín, Arzobispo de Tarragona; B. don Rodrigo Zapata, i C. don Juan Agustín»18



Carentes de la viveza de otros diálogos renacentistas, por la complejidad de la materia tratada, no les falta, sin embargo, la actualidad y carácter que imprime el voluntarismo del interlocutor A, que, como en De los nombres de Cristo, de fray Luis de León, o el Diálogo de la dignidad del hombre, de Pérez de Oliva, encarna la voz autorizada del maestro. Así, discutiendo sobre falsedades históricas, discurre sobre la Hypnerotomachia Poliphili, de Francesco Colonna:

«B:  Hai otras falsas en esse libro?

A:  Son tantas, que no me atrevo a contarlas, pero más barato saldrá con mostrar a v. m. el libro, y mis señales que puse otro tiempo en ellas, y entre otras hai unas tomadas de un libro que se dize Polyphilo, del que escrivió la Hypnerotomachia.

B:  ¿En qué lengua? ¿Griega, latina o italiana?

A:  En todas esas lenguas y en ninguna dellas.

B:  ¿Cómo assí?

A:  Porque parece que quiso escrivir sus sueños y locuras en italiano, y mezcló tantas palabras griegas y latinas, y procuró tanta escuridad y mezcla destas tres lenguas, que podemos dezir que no escrivió en ninguna.

B:  Agora me acuerdo de haverlo visto en lengua francesa, que parece que sobre apuesta le traduxo un hombre cucurioso.

A:  Desdichado en perder tiempo en un tal libro, en el que, entre otras invenciones malas, hai diversas inscriciones como las que están en el libro de Appiano...»19.



Su Diálogo de las Armas y Linages de la Nobleza de España corre a cargo de idénticos interlocutores, y el peso argumental lo lleva también A., que reparte la relación genealógica en varias etapas, con descansos que detienen la monotonía descriptiva de las armas y la enumeración de los linajes y su historial de glorias. Las huellas de Cicerón son evidentes aquí como en los otros Diálogos, y, a este respecto, es curiosa la mencionada correspondencia con Zurita, menos riguroso y amigo de mayores libertades estilísticas. Así le escribe el arzobispo:

En lo del estilo en latín está v. m. muy contrario al parecer de los ciceronianos, pues niega los primeros principios, y contra los que esso niegan no hay que disputar, y assí, por defender a Tácito, quiere defender todos los de aquel tiempo, en el qual la lengua latina se iba corrompiendo tanto que los podemos llamar Bárbaros, cotejados con los de aquel siglo dorado de Cicerón, y si la ballesta de v. m. no tira tanto, no se maraville de lo que escrivo. En esse error estava Lorenço Vala cuando juntava, y quizá prefería a Quintiliano a Cicerón; por ese camino iba Ermolao Bárbaro, y los que imitavan a Plinio y a Apuleyo, y a otros tales, y otros más desembueltos como Angelo Poliziano, y Erasmo, que contradicen a los ciceronianos tan desatinadamente20.



El duque de Villahermosa, don Martín de Gurrea y Aragón, fue otro de los anticuarios en estrecha relación con Antonio Agustín21. Sus Discursos de Medallas y Antigüedades se acercan al espíritu de los diálogos del arzobispo de Tarragona, aunque con una técnica más descriptiva y menor despliegue de erudición clásica. El título recuerda el del Discorso sopra le medaglie, de Sebastiano Erizzo, que interesó a la escuela humanística de Mal Lara22. No obstante, son frecuentes las citas de autores latinos (Plinio, Virgilio, Ovidio), y recurre a Petrarca para glosar con sus versos una disertación sobre una medalla de Augusto que tenía dos ramos de laurel. Busca también la cercanía afectiva de Marcial para redondear a propósito el comentario de una medalla bilbilitana23. Desde el punto de vista literario, esta obra tiene un interés escaso, pero muestra, como las de Agustín, Lastanosa, Uztarroz y otros, una voluntad de dar vida al pasado histórico, como aconsejaría fray Jerónimo de San José, que no teme acudir a los poetas y a los retóricos para moldear la Historia y, con un sentido progresivo, aconseja novedades en la invención, porque el estilo es para él cosa mudable24. En la numismática y en la historia propiamente dicha, se tiende a acarrear también el material de los autores modernos. Fray Jerónimo acude a Garcilaso, Bartolomé Leonardo y Góngora. Los afectos locales le llevan, por otro lado, a tratar como propios a Marcial y Quintiliano25.

Parece que esa ninfa anticuaría que admiraba Gracián en El Criticón26 no sólo frecuentaba el museo lastanosino, sino los museos particulares que en sus casas de Zaragoza mantenían Zurita, Francisco Ximénez de Urrea, Bartolomé de Morlanes, Bartolomé Leonardo, Andrés de Uztarroz y el Conde de Guimará o, en Huesca, Juan José de Sada, y en Tarazona, Martín Miguel Navarro27. Historiadores y poetas dedicaban parte de su tiempo al coleccionismo y a la lectura de medallas e inscripciones, manteniendo correspondencia con otros anticuarios españoles, como Bernardo Alderete, Vázquez Siruela y Rodrigo Caro. No faltaban aficionados, como parece lo fue Luis López, que en sus Tropheos y antigüedades de la imperial ciudad de Zaragoza (Barcelona, 1639)28 dedicó un capítulo a las monedas antiguas. Las academias literarias estuvieron al tanto de esos gustos. La de los Anhelantes dio muestras de ello en el Mausoleo erigido a la muerte de don Baltasar Andrés de Uztarroz -discípulo de Simón Abril y del Brócense-. El conde de Guimará, poeta y anticuario, al que recuerda Lastanosa en su Museo29, formó la Academia Pítima contra la Ociosidad (1608), en el pueblecito de Fréscano, durante el verano. La poesía se ejerció junto a otras curiosidades humanísticas que venían a aplacar esa pasión todopoderosa por la antigüedad que caracterizó la cultura del Renacimiento y el Barroco. El clasicismo de las letras aragonesas venía reforzado por esa actitud, dado que tanto los Argensola, primero, como Uztarroz después, ejercieron una actitud de liderazgo que en Huesca se completaba con la que Lastanosa ejercía sobre Gracián y tantos más. El emparejamiento de las artes contribuyó al ejercicio de la poesía descriptiva de medallas, estatuas y obeliscos conmemorativos, a los que había que añadir la poesía de ruinas30. A su vez, pintores como Vicente Agüesca o Jusepe Martínez colaboraban en las impresiones de los libros de antigüedades y sacaban apuntes para poetas y coleccionistas ante las ruinas romanas31.

El museo de Lastanosa sintetizó esa trayectoria, dando albergue a una copiosísima biblioteca en la que abundan, además de las colecciones citadas, textos dedicados a arqueología y numismática32. La agudeza a que Gracián apelaba no consistía sólo en destreza retórica, pues también podía existir en las pinturas y medallas que hablan por sí solas, con imágenes visuales33. De ahí que nos permitamos disentir de K. L. Seling, cuando se asombra de que Lastanosa utilizase a Góngora como referente de sus medallas en el Museo, pues nada más lógico -desde Poliziano- que el ornato y la referencia poética en un libro dedicado a la numismática34.

Lastanosa representa, según la aprobación del padre Bisse, la tópica confluencia de armas y letras, ganando la batalla del ingenio con el metal de sus monedas, espada «templada en azeros de agudeza, con filos de prudencia». Pero la obra lastanosina no se dirigía al estudio general de las medallas grecolatinas, ni tampoco se reducía al coto de la erudición regional, como hizo en su Tratado de la moneda jaquesa (Zaragoza, 1681), sino a una empresa nacionalista, la de presentar a la luz pública las medallas desconocidas de España. Fray Jerónimo de San José aprueba el texto con unas consideraciones interesantes sobre la necesidad del estudio de la antigüedad, elogiando la curiosidad de quienes dedican su tiempo a «sacar de las entrañas de la tierra», «entre fragmentos de ruinas antiguas», las medallas de otro tiempo. Para él, éstas constituyen el mejor archivo de la historia pasada, superior incluso al de los textos, por su capacidad de permanecer inalterables, a pesar de los siglos.

Lastanosa, que dedica su obra al condestable de Castilla, don Bernardino Fernández de Velasco, quien también había hecho donaciones al museo, no pretende entregar una obra acabada, sino un estudio para que la posteridad admire sus medallas. En el capítulo de los reconocimientos agradece la ayuda del conde de Guimará, Bartolomé Leonardo, el cronista Ximénez de Urrea, Filhol, don Luis Abarca de Bolea, sin olvidar la mención de Ambrosio de Morales y Argote de Molina. Su propósito de buscar lo nacional español está siempre presente, como signo de novedad. En este sentido, y aunque a veces se basa en la obra de Antonio Agustín, pretende que su obra no siga esos rumbos ni los de Bernardino de Alderete. Doce años de inquisiciones y búsquedas cierran esa pretensión de servicio a la nación con que sale el libro. Un salvaje engalana la inicial del texto, encuadrando la dificultad y lo nuevo de la empresa:

Siempre fue dificultoso atinar el camino, por donde no se halla rastro del, tal sucede a los que dessean penetrar una selva intrincada, i tenebrosa, donde no se descubren señales de pisadas, ni rastros de senderos...35



De ahí que cambie la dirección exclusivamente clasicista iniciada por Antonio Agustín y retome, en cierto modo, la de la selva de la barbarie, aunque cambiando sensiblemente el sentido original que le diese el primer humanismo, como luego veremos. Lastanosa va a mostrar la cultura hispánica con relieves de erudición moderna en los que no sólo se destaca la presencia de Góngora. Hay que decir, sin embargo, que éste ocupa un lugar excepcional. El comentario a la medalla falsamente asignada a Paon lleva ilustraciones de la Soledad I y del Polifemo; la medalla del halcón, recuerdos del «Baharí, de quien fue en España cuna/del Pyreneo la ceniza verde» (Soledad II). La XXXI, que le enviará Gracián, con el pie humorístico de una copla sacada de la «Fábula de Píramo y Tisbe». En otra, la XXXIII, demuestra con versos de la Soledad II («Al Sol levantó apenas la ancha frente») que el mito de los caballos andaluces ha de extenderse también a la Lusitania y la Celtiberia. Y, en fin, aparte de recordar las Lecciones solemnes (1630), de Pellicer (CXXXIV-V), recurre para la CXIV a la «esfinge bachillera» de las Soledades. Todo ello no quita otras menciones, como las referidas a las Anotaciones, de Sánchez de Viana, los Emblemas morales, de Orozco y Covarrubias, y el Teatro de los dioses, del Padre Vitoria.

Lastanosa creía vivir en un siglo feliz, «porque en él florecen con eminencia las buenas letras, i Artes liberales», salido «de las tinieblas del olvido» (p. 56). De ahí que demuestre ese renacer con ejemplos de poesía aragonesa que, como en tantos otros casos, se pretendía seguidora de la obra de Marcial (p. 80). Góngora convive en el Museo, como en la poesía aragonesa del Barroco, con los modelos clasicistas de los Argensola (reclama unos versos de Lupercio en p. 63).

Bartolomé Leonardo y el poeta Martín Miguel Navarro se citan entre los que le cedieron medallas36. Y otro tanto hizo Gracián, que desde el Colegio de Tarragona le envió la medalla XXXVII «con otras curiosidades» (p. 82), como un sello anular con una figura ecuestre que guardaba en su Dactylotheca (p. 116). En 1644 le había hecho otro regalo, el de la moneda XXXI, «con otras romanas, que se hallaron en Tarragona, por cuya diligencia se aumentan cada día nuestras Antigüedades» (p.77), sin contar las que dibujaban delfines y conchas, debidas también al celo del jesuita (p. 106).

En esa misma línea, Uztarroz alude en su «Discurso II a las Medallas desconocidas» a un epigrama de Marcial (p. 137)37, redondeando con una espinela de Bartolomé Leonardo las pruebas sobre la españolidad de una medalla o recogiendo otros versos y epigramas suyos. Góngora es recordado igualmente, pero ahora a través de la octava del Polifemo: «Sicilia en cuanto oculta, en cuanto ofrece». Y con él, Martín Miguel, del que copia unos tercetos en alabanza de Tarazona y su río (pp. 169-70). La épica propia aparece sintetizada en los versos del Carlos Victorioso, de Jerónimo Jiménez de Urrea38. Uztarroz hace un elogio de las letras y encarece la novedad del texto lastanosino que presenta a la utilidad pública como acicate para estudiosos futuros39.

Poetas y anticuarios entretuvieron sus ocios buscando utilidad y esparcimiento en el Museo de las medallas. Late en el texto toda una red de relaciones humanas en torno a un mecenas, muy parecida a la que explicaba los vínculos de las academias. Como dice Guido Benzoni:

L'accademia è l'habitat piú congeniale del letterato, lo sfondo costante dei suoi movimenti, la garanzia della presenza di confrères disposti ad apprezarlo, purché egli faccia altrettanto40.



Pretendían además sobrevivir en esa resurrección del pasado cultural. La fama de los héroes se admiraba también en esas monedas y sellos «que en nada perdonaban al aliño y en nada dejaban parar la barbarie», según apuntaba Gracián en El Discreto41. Pero la palabra bárbaro admitía muchas glosas. Lupercio Leonardo la había tomado curiosamente como seudónimo en «una Academia de Madrid» y la había comentado en Rimas:


   Grecia llamava Bárbara a la gente
que sus ciencias, i Ritos, no bevía,
de que fingió en Parnaso tener fuente.
   Roma, quando usurpó la Monarquía,
i juntó con las ciencias, a su Erario
el Tesoro del mundo concurría.
   El inculto ESPAÑOL su tributario
también le llamó BÁRBARO, i agora
es nombre de ignorantes ordinario42.



Al recoger la cita, Lastanosa sugería la necesidad de apoyar con el estudio de las medallas la demostración de una cultura propiamente española. Por lo mismo, Uztarroz recoge versos de Marcial y Bartolomé Leonardo, en los que se elogia el desaliño en greña y barba, y la vellosidad de los antiguos hispanos, frente al atildamiento de los foráneos («Hispanix ego contumax capillis» y «la greña de la verdad», p. 146). En la discusión epistolar acerca de la voz bárbaro, sostenida entre Juan Francisco Ram, arcipreste de Morella, y Juan Francisco Andrés de Uztarroz, en 1646, late el mismo sentido. Este le escribía en la línea de lo expuesto en el Museo, citando los comentarios de Salcedo a Góngora sobre el tema y proponiendo, además de la acepción: «se llaman bárbaros a los que ignoran las lenguas» -griega y latina- o desconocen los ritos y costumbres romanas, la equivalencia de bárbaros a extranjeros que tanto convenía a los intereses del grupo. Ram, que enseñaba en el Trilingüe de Alcalá, se despacha con elogios a los Argensola -Bartolomé Leonardo le había iniciado en el griego- y termina por corroborar que, en origen, bárbaros eran «los que hablaban lengua extranjera, fuese qualquiere».

El Museo de Lastanosa pretendía ceñirse a la numismática hispana antigua, y de ahí la selección de autores propios y la modernidad de quien presume ser el primero en tal empresa. El Renacimiento había fomentado aparatosas discusiones sobre la «dignidad» de cada nación en particular, independientemente de que Roma se aceptase como gloria indiscutible. La literatura nacionalista creció paradójicamente al amparo de las tesis humanistas. Para A. Chastel y R. Klein, «El elemento real de todos estos forzados discursos es la comprensible irritación de todos los "bárbaros" ante la tranquila seguridad con que los italianos negaban a los extranjeros la menor capacidad cultural. Se reaccionaba contra la arrogancia italiana, al igual que los italianos se habían alzado contra la arrogancia bizantina»43. La obra del mecenas oscense reclamaba para España méritos propios y la coloreaba con citas de poetas modernos, la mayoría cercanos. Lejos quedaba la argumentación casi exclusivamente grecolatina de Antonio Agustín. Aunque Lastanosa y su grupo aprendieron de él -entre otras muchas cosas- la diferencia entre fábula e Historia, o lo que entre inquisidores de la antigüedad equivalía a preferir a Ursino o Panvino y a desterrar las falsedades de Apiano. Junto a otras muchas cosas, como el ciceronianismo que implicaba una voluntad de estilo para la Historia, y el rigor en la lectura de los clásicos. Gracián diría en el Oráculo que «No hay belleza sin ayuda, ni perfección que no dé en bárbara sin el realce del artificio».

Relieves de una continuada línea humanística aragonesa que, desde Sisón, Verzosa, Palmireno o Sobrarias destacaba por las relaciones constantes con Italia y el cultivo de las lenguas clásicas, tanto en el ejercicio personal -caso de la citada poesía de Martín Miguel Navarro-, como en el de las justas y academias de los siglos XVI y XVII. La comedia humanística, la tragedia clásica, la prosa novelística e histórica rezuman un clasicismo del que también se daba fe en las escuelas, antes y después de que las Cortes de Aragón, reunidas en Barbastro en 1622, unificasen la enseñanza en lengua latina:

que de aquí adelante en ninguna Universidad, estudio ni escuela del presente Reyno de Aragón se pueda leer, ni lea otro arte, sino el de Antonio de Nebrija, llamado el Regio de la quarta Reformación, por ser el mejor, y de que mayor utilidad se espera conseguir. Y en lugar de su Syntaxis se lea el de Bravo, o Torrellas, y los Diálogos de Pontano, Luis Vives, Terencio, las Epístolas Familiares de Cicerón y sus Oraciones Selectas, y a Virgilio, Marcial expurgado, Horacio, Cayo César, Progimnasmas de Núpez, Ovidio de Tristibus & Ponto, y la Rhetorica de Cipriano y el Vocabulario de Bravo44.



prohibiendo -so privación de magisterio y Fuero, con pena de sesenta sueldos jaqueses- la impresión y venta de otros textos.





 
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