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ArribaAbajoEl día sin sol



Dies irce dies illa,
Solvet secluin in favilla.






Introducción

       Hizo al hombre, de Dios la propia mano,
Que tanto para hacerle fue preciso,
Hízole de la tierra soberano,
Y le dió por palacio el Paraíso.
   Ágil de miembros, la cerviz erguida
Orlada de flotante cabellera,
Los claros ojos respirando vida,
Luenga la barba y con la voz severa.
   Hechos para el deleite sus sentidos,
Vieron los ojos luz, gustó la boca,
Olió el olfato, oyeron los oídos,
Todo es placer cuanto pasando toca.
   La hierba perfumada en la colina
Dióle un lecho do yace blandamente,
Y derramóse en torno cristalina,
Deshecha en perlas, la sonora fuente.
   Y vertieron las aves en el viento
Regalada y dulcísima armonía
Desde el follaje vasto y opulento
Que fácil teje la alameda umbría.
   Y al dormido murmullo de la brisa
Que vaga suave, inquieta y juguetona,
Dobló la frente, y con igual sonrisa
El sueño muellemente le corona.
   Las fieras cuidadosas evitaron
Con su ruido turbar su manso sueño,
Y volando las aves arrullaron
El reposar de su tranquilo. dueño.
   Dios, que su soledad miró enojosa,
De tornarla en placer buscó manera,
Y una mujer bellísima, amorosa,
Le ofreció liberal por compañera.
   Era la hermosa de gentil talante,
Acabada de pechos y cintura,
De enhiesto cuello y lánguido semblante,
Rebosando de amor y de ternura.
   Clara la frente, altiva y despejada,
Negras las cejas, blanca la mejilla,
Rasgada de ojos, blanda la mirada,
Do turbio el sol en competencia brilla.
   Tendida por los hombros la melena,
La blanca espalda de la luz velando,
Hallóla Adán al despertar, serena
Sus varoniles formas contemplando.
   Ciñóla, sorprendido en su embeleso,
Con brazo enamorado y reverente;
Mil veces la besó, y a cada beso
Trémula su cristal vibró la fuente.
   El bosque susurró manso murmullo,
Los peces en las ovas asomaron,
Las tórtolas alzaron casto arrullo,
Y amorosos los céfiros soplaron.
   «¡Alma mía, mi amor, paloma mía!....»,
El hombre sollozando murmuraba;
Ella, muerta de amor, le sonreía,
Y él, muriendo de amor, la enamoraba.
   Posábale en su labio el labio amante
Aspirando con ámbares y aroma
El aire de su pecho vacilante,
La luz de sus pupilas de paloma.
   Tú, rojo sol, entonces si los viste,
¿Por qué amantes y solos les dejaste,
Y la infernal serpiente no adormiste
Que envidiosa del bien cerca alumbraste?
   ¡Ay, cuánto ahorraras de miseria y llanto
Del hombre flaco a los mortales ojos,
Cuánto miedo a los ángeles, y cuánto
Al mismo Dios de cólera y enojos!
   Era un árbol no más en los jardines
Vedado al paladar de los nacidos;
No anidaban en él los colorines,
Ni daba flor, ni sombra, ni sonidos.
   Yacía Adán en brazos de su amada,
Y Eva miraba el prohibido fruto;
Al lado de la poma codiciada
Traidor velaba el enemigo astuto.
   «¿No comerás, le dijo la serpiente,
»Criatura de origen soberano?
»Pudieras como Dios omnipotente
»Otro mundo crear de polvo vano.
»No comerás, y quedarás sujeta
»Al privilegio inútil de su hechura;
»Quedará el alma entre, su nada quieta,
»Y a ti te llamarán la criatura.»
   Sintió el orgullo la mujer curiosa,
Que brotaba en carmín a la mejilla,
Y a la fruta tendió la mano ansiosa
Vertiendo de ella la mortal semilla.
   Aplicóla a los labios, y callaron
Arboles, aves, céfiros y fuentes,
Y en su lugar fatídicos quedaron
Troncos, buitres, tormentas y torrentes.
   Rugió el león crespando la melena,
Lanzó el tigre su ardiente resoplido,
Bufó en el bosque la traidora hiena,
El toro levantó ronco mugido.
   Huyeron azotándose las alas
Las aves por el aura agonizante,
El fresco valle marchitó sus galas,
Tembló el mundo en los ejes de diamante.
   Despertó el triste Adán absorto y mudo
Al desusado y bronco clamoreo,
Y avergonzado se miró desnudo,
La carne henchida de brutal deseo.
   Tembló al mirar las fieras espantadas
Guarecerse en tropel en los peñascos,
Y buscar sus guaridas socavadas
De las montañas en los hondos cascos.
   Hirióle el sol las débiles pupilas
Al recio impulso de fogosa lumbre,
Y halló en el cielo en aplomadas filas
De frías nubes torva. muchedumbre.
   Y sintió que perdía de improviso
La gracia de su Dios con la inocencia,
Y trocóle en infierno el Paraíso
El nuevo torcedor de la conciencia.
   Viéronse con rubor ambos nacidos,
Que con rubor entrambos no nacieron,
Y del crimen común arrepentidos,
Uno del otro con, vergüenza huyeron.
   «¡Adán!» exclamó Dios llamando al hombre,
Y el eco en las montañas respondía;
«¡Adán!» repitió Dios, y el mismo nom
El eco mismo a repetir volvía.
   ¿Dó estaba Adán? Llorando prosternado,
Por vez primera de su Dios temblaba,
Y humillado en el polvo, «¡Yo he pecado!»,
Respondía a la voz que le llamaba.
   «¡Adán! gritó el Señor, cuenta tus horas,
»Porque vendrá una hora en que te veas
»Dando cuentas al Dios ante quien lloras;
»Y hasta entonces, Adán, ¡maldito seas! »


I

       «Naciste, Adán, en el polvo
»Y en el polvo morirás,
»Tú, y tus hijos, y tu raza,
»Y cuantos hombres serán.
»Sudaréis sobre la tierra
»Los hijos por sustentar,
»Mientras los hijos rebeldes
»Con sus padres lidiarán.
»La tierra brotará espinas,
»El tiempo ahogará la paz,
»Y sin número los hombres
»A su Dios olvidarán.
»Entonces hambres y pestes,
»Y de miserias un mar
»Acosará el impío mundo
»Sin descanso ni solaz.
»Y habrá ejércitos y buques
»Que agua y tierra infestarán,
»Y habrá esclavos y habrá reyes,
»Y pueblos y sociedad.
»Y habrá amor, y habrá amistades,
»Que en vez de consuelos dar
»Os darán con dulces nombres
»Amargas horas de afán.
»Y habrá el corazón pasiones
»A cuyo impulso fatal
»Hermano robará a hermano
»Cuanto bien pudo alcanzar.
»Será la mujer voluble,
»Será el hombre desleal,
»Y amor tornaráse en celos,
»Y en envidia la amistad.-
»Y en raza de un mismo origen,
»Todos con derecho igual,
»El poder será la fuerza
»Y el miedo la autoridad.-
»Nacerán conquistadores
»Las tierras a deslindar,
»Y donde uno puso un trono,
»Otro un cadalso pondrá.
»Pero YO, que os hice en polvo
»Y en polvo os he de tornar,
»Haré un día de justicias
»Para todos por igual;
»Haré un infierno y un cielo
»Y una inmensa eternidad
»En que grandes y pequeños
»Confundidos entrarán. »
Dijo así Dios reduciendo
Los tiempos a cantidad,
Cuando dio al primer nacido
El triste apodo de Adán.-


II

Tuba mirum spargens sonum
Per sepulchra regionum,
Coget omnes ante trhonum.

   Ancho panteón de gente condenada,
Condenado a morir como su gente
Caerá el mundo en el pozo de la nada,
Rota en pedazos la caduca frente.
La impía raza en las tumbas cobijada
Otra vez se alzará mustia y doliente,
Roto el dogal que al polvo la sujeta,
Al vivo son de la final trompeta.
   Ya para entonces el tremendo día
Del daño universal será cumplido;
El sol qua del Oriente nos venía,
Apagada su luz habrá caído;
La luna, que flotando se mecía
En el azul del cielo adormecido,
Seguirá al fin sus moribundas huellas
Llevando en pos las lánguidas estrellas.
   Y la tierra, sin sol que la fecunde,
Seca no brotará hierba ni flores,
Y harán que reventando el mar la inunde
Los temporales de la mar señores;
Y a las manos del tiempo que confunde.
       Cuantos un día desplegó primores,
La tierra que de césped se matiza
Campo será de pálida ceniza.
   En sus mohosas grietas, asomados
Estarán los desnudos esqueletos,
Al juicio de su Dios aparejados,
Silenciosos, estúpidos y quietos;
Y a trechos en montones apilados,
El plazo aguardarán juntos y prietos,
Con sus despojos reemplazando enjutos
Templos, palacios, árboles y frutos.
   No dará luz el cielo blanquecino,
Ni hará murmullo el ondular del viento,
Ni en las rocas el eco campesino
Repetirá lejano algún acento;
Noche y alba sin horas ni camino
Ahogarán su crepúsculo opulento,
Y serán presa de arrecidas nieblas,
Sin aurora ni noche, las tinieblas.
   No habrá en este pantano dentro y fuera
Ni habrá cosa con cotos, ni lugares,
Las tierras no hallarán mar ni ribera,
Ni hallarán playa los disueltos mares;
Barro será la agonizante esfera
Sin medidas, ni bordes, ni vallares,
Cual masa por los siglos preparada
A tornar al origen de su nada.
   Las almas volverán mudas de asombro
Los cuerpos a buscar en que vivieron,
Cuando a través del cenagoso escombro
Vayan tras el lugar do los perdieron:
Sin ayuda de mano, brazo u hombro,
La carne vestirán con que nacieron,
Porque escuche la carne la sentencia
Que oyó el alma al pasar a otra existencia.
   Y cuando nada en el silencio aliente,
Cuando nada mortal quede con vida,
A la voz del airado Omnipotente,
De los muertos la turba estremecida
Iremos ante Dios, baja la frente,
Amedrentada el alma en su guarida,
A obedecer sus leyes inmortales,
Y ante la santa ley, todos iguales.


III

Judex ergo cum sedebit
Quidquid latet aparebit,
Nihil inultum remanebit.

       Y no habrá para ninguno
Privilegio ni exención,
Sin justicia no habrá alguno,
Porque iremos uno a uno
Por pena o por remisión.
   Será con todos igual,
Justiciero para todos
El tremendo tribunal,
E irán de distintos modos
El justo y el criminal.
   En la frente irán escritos
Los secretos de la vida,
Y las conciencias a gritos
Apartarán los malditos
De la prole bendecida.
   Que ni entonces una vez
La virtud se manchará
Del vicio con la hediondez,
Ni la ramera soez
Junto a la virgen irá.
   Allí irán los que altaneros
A los pueblos dieron leyes
A acusar sus desafueros,
Sin lanza los caballeros,
Y sin corona los reyes.
   Allí irá la hipocresía
Con el disfraz en la mano,
Y sabremos aquel día
Qué pechero hubo hidalguía
Y qué hidalgo fue villano.
   Irá el pálido mendigo
En pos del rico avariento
Acusador y testigo,
Demandando pan y abrigo
De su alcázar opulento.
   Irá el amigo traidor
Tras el amigo engañado,
El semblante sin color,
Como esclavo maniatado
Que llevan a su señor.
   Irá el pérfido galán
Tras las vendidas mujeres,
Que descontándole irán
Por las horas de su afán
Las horas de sus placeres.
   Irá el señor sin piedad,
E irán los siervos tras él
Pidiendo a su vanidad
La perdida libertad
En iracundo tropel.
   Irán los conquistadores,
Y asidos a sus cabellos
Los vencidos vencedores,
Serán allí sus señores
Como aquí lo fueron ellos.
   Irá la falsa mujer
Que al esposo juró amor,
Y el juramento de ayer
Empeñó por un placer
Al disoluto amador.
   Irá el audaz pendenciero
Con el muerto en desafío;
Acuchillado el primero,
Y el otro en el pecho impío
Escondido el rojo acero.
   ¡Que el día de la verdad
El fantasma del valor
Será necia ceguedad.,
Y no más que vanidad
El fantasma del honor!
   Irá el corrompido juez
Tras la víctima inocente,
Y en torno suyo a la vez
Clamarán en voz doliente
La orfandad y la viudez.
   Irán los monjes carnales
Tras las forzadas doncellas,
Desgarrados los sayales,
Los cordones por dogales
Atados al cuello de ellas.
   Los labios que un tiempo dieron
Blando y sacrílego son
Con los besos que vertieron,
Que torpe hoguera encendieron
En el brutal corazón;
   Allí arderán en tal lumbre,
En fuego tan infernal,
Cuanto a Dios fue pesadumbre
Bajar a la podredumbre
De su pecho criminal.
   Y allí iremos los cantores
Falsas flores del Edén
Que en vez de santos loores
Cantamos himnos de amores
A las puertas de un harén.
   Allí del liviano mundo
Habrá fin la imbécil farsa;
Todos en montón inmundo,
Sin primero ni segundo,
Iremos en la comparsa.-
   ¿Qué será ver hombre tanto
Nacido para morir,
Ciegos los ojos de llanto,
Ciega el ánima de espanto,
Al valle inmenso venir?
   ¿Qué será ver al tirano
Balbuciente al responder
De la sangre de su hermano,
En que irá tinta la mano
Sin que la pueda esconder?
   ¿Qué será ver tantos reyes
Que por saciar su ambición
Pusieron la religión
Por rúbrica de unas leyes
De equívoca explicación?
   ¿Tantas gentes y naciones,
De tan distintas regiones,
De distintos caracteres,
Y de distintos placeres,
Y distintas religiones?
   ¡Los de Judá temerosos,
Los de Esparta y Macedonia,
Los de Oriente voluptuosos,
Los fecundos en colosos
De Menfis y Babilonia!
   ¡Los de los anchos desiertos
Avezados al pillaje,
De tiempo y dioses inciertos,,
Los que devoran sus muertos
En algazara salvaje!
   ¡Los de América indolentes,
Los impuros de Sodoma,
Los de Tebas penitentes,
Los de Sagunto valientes,
Y los triunfantes de Roma!
   ¡Todos, muertos o inmortales
De hinojos ante su juez,
Que con leyes eternales
Nos hará a todos iguales
Ante la ley una vez!

E irán las tiernas almas
De los alegres niños
En túmulos de palmas
Y lechos con armiños
Al pie del trono espléndido
Del santo de Israel.
Sus ángeles hermanos
Haránles grata sombra
Con sus rosadas manos,
Y les harán alfombra
Con sus alas magníficas,
Y almohadas y dosel.
   La paternal sonrisa
Del Dios omnipotente
Seráles blanda brisa,
Que arrulle mansamente
El contorno suavísimo
De su tranquila sien.
Y dormirán de espumas
Al dulce hervir sonoro,
Y de ondulantes plumas,
Y de incensarios de oro
A la acordada música
Del prometido Edén.
   E irán las no tocadas
Castísimas mujeres
Que huyeron avisadas
El mundo y los placeres,
Y dieron al Altísimo
Intacto su pudor,
Ceñida la cintura
De blancas azucenas,
Radiantes de hermosura,
Y en dulces cantilenas
Loando en sol angélico
Al eternal amor.
   Y todas tan hermosas
Como la tibia luna,
Y todas ruborosas
Como al dejar la cuna,
Todas ofrendas cándidas
De paz y de placer.
Purísimas palomas
Que el cielo halaga y cría,
Balsámicos aromas
Que en prendas de alegría
Entre dolor y lágrimas
Da al cielo la mujer.
   Y ¿ qué será en tal hora
De duelos y de enojos
Su calma encantadora,
Y de sus bellos ojos
Contemplar el pacífico
Brillante tornasol?
Y ¿qué será en sus labios
Su sonreír de amores,
Cuando grandes y sabios,
Y reyes, y señores,
El día verán trémulos
Sin tinieblas ni sol?


IV

   Y ¿ qué será de nuestro dulce canto,
Qué será de nosotros los cantores,
Los que lloramos cántigas de llanto,
Los que reímos cántigas de flores?

   ¿Qué será de la hermosa a quien un día
Himnos de amor y de placer cantamos,
Que en nuestros labios el amor bebía,
Y en cuyos labios el amor gozamos?
   ¿ Qué serán de sus ojos los espejos
Do nuestra imagen retratada vimos,
Do al lánguido rielar de sus reflejos
Su secreto de amor la sorprendimos?
   ¿Qué será del amigo cariñoso
Que amar nos hizo la falaz fortuna,
Del triste que veló nuestro reposo
Al resbalar de la furtiva luna?
   Acaso el corazón lo desgarraba
El peligro fatal del que dormía,
Y su afán compasivo nos callaba,
Doblando su silencio su agonía.
   ¡Ay! ¿Qué será del padre y del hermano,
Qué será del esposo y de la esposa
Cuando aparte Jehová con justa mano
Del torpe vicio la virtud dichosa?
   ¿Cuando se abran las puertas eternales
Al eterno gozar del Paraíso,
Y les sea a los tristes criminales
Al duelo eterno caminar preciso?
   ¡Ay de mí! ¡Con cuán hondo desconsuelo
Los ojos tornarán desesperados
La postrimera vez mirando un cielo
que también nacieron destinados!
   ¡Oh tristísima y larga despedida,
Eterna muerte, eterna bienandanza,
Donde, perdiendo de una vez la vida,
Se pierde de morir toda esperanza!

       ¡Qué dulce será vivir,
Vivir una eternidad,
Sin pensar más en morir,
Ni pensar en reducir
A guarismo nuestra edad!
   ¡Qué dulce será, vagando
Por la viviente mansión,
Ir al compás escuchando
De las arpas de Sión,
Eternamente gozando,
   Aquella aura perfumada,
Y aquel manso susurrar
De la floresta encantada,
Y aquella luz reflejada
De soles en un millar,
   Y aquel gotear de las fuentes,
Y aquel trinar de las aves,
Y aquel hervir los torrentes,
Y aquellos mares vivientes
Sin monstruos, vientos, ni naves!
   Y si en la fresca ribera
Quien amó en vida encontrara
La amorosa compañera
Que antes que el mundo muriera
Muerta en el mundo quedara,
   ¡Qué dulce fuera vivir,
Vivir una eternidad,
Sin pensar más en morir,
Ni pensar en reducir
A guarismo nuestra edad!
   ¡Oh, ven, ven, arpa sonora,
En las penas de mi vida
Mi tierna consoladora,
Esperanza seductora
De mi esperanza perdida!
   Tú que templas en el suelo
Nuestros dolores mundanos
Con ilusiones de cielo,
Consuela mi desconsuelo
Con tus compases livianos.
   Y déjale que delire
Con el cielo al corazón,
Y déjale que suspire,
Que el ámbar feliz aspire
De su dulce religión.
   Porque en tanto que suspira
Por la postrimera paz,
¡Viva Dios que no delira
Con la nada y la mentira
De la existencia falaz!




ArribaAbajoInconsecuencia

A una tórtola



Porque al fin la vida es sueño.


CALDERÓN.                





Tórtola que solitaria
En vez de cantar suspiras,
Es tu canto una plegaria,
O es la voz con que respiras
A tu voluntad contraria
   Ese arrullo dolorido,
¿Se exhala en ti a tu despecho
Sonando alegre en tu oído,
o es en verdad un gemido
Que se te arranca del pecho?
   Triste pájaro, ¡lo sé!...
Por eso en ocultas ramas
Tu nido ondear se ve;
Tú te escondes porque amas,
Mas tu voz vende a tu fe.
   Naciste, ave desdichada,
Para llorar tu ternura,
Por eso en selva apartada
Vas a arrullar tu amargura,
Del campo ameno enojada.
   Enojos te dan las flores,
Enojos la luz del día,
Enojos ¡ay! los amores
Que en dulcísima armonía
Murmuran los ruiseñores.
   Te enoja el murmullo vano
De la bulliciosa frente,
Y el céfiro cortesano
Que susurra mansamente
A los jardines cercano.
   Te enojan las otras aves
Con su inocente amistad
Y con sus gorjeos suaves;
Tú, que llorar sólo sabes,
Vives en la soledad.
   Menos en el monte inculto,
Vivir te cansa o extraña;
Porque allí despeña oculto
El torrente que le baña,
Sus espumas en tumulto.
   Porque allí el viento perdido
Que entre las malezas rueda
Con sordo y medroso ruido,
En lánguido son remeda
Tu monótono gemido.
   Porque allí el césped salvaje
Que a pedazos ha brotado
Por el agreste paisaje,
Borda el terreno olvidado
Con pliegues de tosco encaje.
   Y a fe, a los ojos del triste
No son gala los primores
Con que natura se viste,
Que otro placer no resiste
Que pensar en sus dolores.
   Y los amorosos duelos
Son males antojadizos
Que se quejan a los cielos,
Y no admiten más consuelos
Que hallar en el duelo hechizos.
   Porque es tan grato saber
Que nos podemos quejar,
Que cuando tan ruin placer
Pensamos que ha de faltar,
Le volvemos a querer.
   Por eso, tórtola bella,
Dió el cielo a tu ronco canto
El compás de una querella,
Porque al cantar tu quebranto
Lloraras tu gozo en ella.
   Y si es cierto que así en pos
De tu canción va tu queja,
¡Ay, tórtola, vive Dios
Que en el mal que nos aqueja
Nos parecemos los dos!
   Pues si abriga tu garganta
En vez de vez un lamento,
Cuando mi voz se levanta,
En vez de darme contento
Mis amarguras me canta.
   Si nada tu voz te vale
Porque en la selva escondida
Nadie a escuchártela sale,
Bien creo, ave dolorida,
Que tu mal al mío iguale.
   Y si buscas en tu anhelo
De que alguno te responda
El miserable consuelo,
Yo pido en mi canto al cielo
Quien a mi voz no se esconda.
   Pues ambos somos cantores,
Y ambos somos desdichados,
Conmigo es justo que llores:
Tú, tórtola, tus amores;
Yo, mis males olvidados,
   ¡Olvidados, ¡ay de mí!
Que cuando el arpa tomé.
Cantando ahogarlos creí;
Y tantas glorias soñé,
Cuantos desengaños vi!
   Vi el mundo tan hechicero,
Que no le alcancé falaz;
Alcé mi canto primero,
Y el alma lanzó fugaz
Un suspiro lastimero.
   Que es bien inútil consuelo
Nuestras desdichas cantar,
Si por tan cercano el suelo
Nuestra voz no ha de escuchar,
Y por tan remoto el cielo.


II

Dime, ¿ qué nos valen,
Pájaro infeliz,
A ti tus lamentos,
Mis cantos a mí?
Tú a selva escondida
Te vas a gemir,
Porque el canto alegre
Te es lúgubre a ti;
Porque el tuyo amarga
El canto feliz,
Y las otras aves
No te le han de oír;
Y yo, que angustiado
Llorando nací,
Si le canto al mundo
Su gloria pueril,
La espalda me torna,
Dice que mentí.
Si vuelvo mis duelos
De nuevo a plañir,
Me dice con mofa
Que es dulce vivir:
Si el lloro y el canto
Nos desoye así,
Dime, ¿que nos valen,
Pájaro infeliz,
A ti tus lamentos,
Mis cantos a mí?
El mundo, ceñido
Del aire sutil,
Vestido de flores
Con rico tapiz,
Tocado con ancho
Dosel de zafir,
Prendido con nubes
Que el alto cenit
Circundan de nieblas
De azul y carmín,
Sembrado de estrellas
Que el turbio confín
Tachonan brillantes
En montones mil
Con pálidas perlas
Y rojos rubís,
Nos miente sin duda
Vistoso jardín,
Convida a cantarle
Mirándole así.
Mas si esos hechizos
Y gayo matiz
Caminos son sólo
Que llevan al fin
De breves placeres,
y el fin es morir;
Si el que llora o canta
Concluyen allí,
Si el triste se mofa
Del rico y feliz,
E insulta el alegre
Del triste el sufrir,
Dime, ¿qué nos valen,
Pájaro infeliz,
A ti tus lamentos,
Mis cantos a mí?

       Que es la tierra de lágrimas camino,
Valle de tumbas que pasando vemos;
Féretro y cuna nos abrió el destino
Para entrar y salir, en los extremos;
Fantástico al entrar y peregrino,
Y asqueroso al salir le comprendemos;
Que al vivir despertamos en la cuna,
Y al despertar nos ríe la fortuna.
   Imperfectos traemos los sentidos
Porque a sentir no alcancen tanto duelo,
Sordos aún traemos los oídos
Porque no escuchen el clamor del suelo;
La lengua y pensamientos obstruídos
Porque al ánima falte ese consuelo;
Sólo abrimos al sol nuestra pupila
Porque asombrada con el sol vacila.
   Feliz quien, despertando cuando nace,
En ilusiones de esperanza crece,
Y un bello mundo de ilusiones hace
Donde loco soñando se adormece.
Que mientras duerme y delirando yace,
La árida realidad se desvanece,
Y mientras sueña su falaz ventura,
A su camino el término apresura.
Más vale delirar lindas quimeras
En ilusión de sueños seductores,
Que roer esperanzas pasajeras
En este valle de ponzoña y flores,
Donde, aguardando dichas venideras,
Lloramos sobre el pan de los dolores;
Donde, al buscar el necesario aliento,
Mortal cicuta nos regala el viento.
   Porque en sueños los bienes y los males,
Dorados en la loca fantasía,
Al ánima dormida son iguales:
El desdichado canta su agonía,
Y lamenta el feliz bienes mortales,
Mas ninguno en perderlos se holgaría,
Que son dulces los bienes lamentados,
Y los males lo son desesperados.

       Si tan bellos son los bienes
Soñados como los males,
Ya, tórtola, no me afligen
Tus melancólicos ayes;
Que a ti te dieron lamentos
En vez de alegres cantares,
Y tú cantando le cuentas
Tus amarguras al aire.
Las endechas y los himnos
Los mismos consuelos traen,
Que a la par nos adormecen
Las dichas y los pesares.
Tú te arrullas tristemente
Con tan lúgubres compases,
Porque tus duelos son gozos
Con el placer de contarles;
Yo al mundo canto mis cuitas
Porque cuando otros las saben,
El placer de que las sepan,
Dichas de mis penas hacen.
Y así, cuando entrambos, tórtola,
Con lamentaciones graves
En guisa de querellarnos
Atormentamos los aires,
Pues nuestra queja es contento
Por el placer de quejarse,
Con extravíos tamaños,
Con inconsecuencias tales,
No hacemos más que soñar
Y mentir calamidades,
Tú llorando bien de amores,
Y yo delirando males.




ArribaAbajoLa torre de Fuensaldaña




I

       Yo he sentido bramar al ronco viento
Del helado Diciembre en noche obscura,
Remedando de un hombre el triste acento
De roto murallón en la hendedura.
   Ardía en el salón envejecido
Purpúrea llama de sonante leña,
Y el ámbito vibraba estremecido
Al reflejar en la empolvada peña.
   De la pompa feudal resto desnudo
Sin tapices, sin armas, sin alfombra,
Hoy no cobija su recinto mudo
Más que silencio, soledad y sombra.
   Tal vez groseros cuentos populares
Bajo el nombre sin crónica conserva,
Y en las bóvedas, torres y pilares
Brota a pedazos la pajiza hierba.
   Los pájaros habitan la techumbre
Y la tapiza la afanosa araña,
Y eso guarda la tosca pesadumbre
Del viejo torreón de Fuensaldaña.
   Yo, que era entonces loco, triste y niño,
Pasaba alguna vez bajo sus muros
Por contemplar el desgarrado aliño
De sus huecos recónditos y obscuros.
   Allí, en delirios de amistad perdida
Y en infantiles pláticas sabrosas,
Adormecí las cuitas de mi vida
Y las horas de noches pavorosas.
   Allí, al calor de la humeante hoguera
De las cóncavas piedras al abrigo,
Oía el viento rebramando fuera,
Y a mi lado la voz de algún amigo.
   Allí, sobre nosotros se elevaban
Robustas torres, góticas almenas,
Que la furia del viento rechazaban
Sobre el cimiento colosal serenas.
   A veces nuestra alegre carcajada,
Repetida en los aires por el eco,
Moría en sus bramidos sofocada,
De la alta torre en el tendido hueco.
   A veces nuestras báquicas canciones,
Como estertor de agonizante pecho,
Acompañaba en compasados sones
Sordo zumbando en callejón estrecho.
   Otras, en melancólica armonía,
Remedaba lamentos y suspiros,
Y otras, en repugnante gritería,
El vuelo y voz de brujas y vampiros.
   De las rotas almenas erizadas
Al sacudir la destocada frente,
Remedaba el hervir de las cascadas
Y el áspero silbar de la serpiente.
   O en revuelto y confuso torbellino
La ruinosa terraza estremeciendo,
De la tendida lona en son marino
Semejaba tal vez el largo estruendo.
   Le oíamos a veces a lo lejos
Cruzando el valle con airado paso,
Y crujían los árboles añejos
Como chascara entre la llama un vaso.
   Y en continuo rumor sonando a veces,
Le oíamos rozar el firme muro,
Como en hondo tonel hierven las heces
Que una bruja animó con un conjuro.
   Le oíamos rodar embravecido
Las desiguales piedras azotando,
Y en los huecos colgar ronco mugido,
Y el seco musgo arrebatar pasando.
   Le oíamos entrar y revolverse
Con espantable son en las troneras,
Y estrellarse, y crecer hasta perderse,
Barriendo las tortuosas escaleras.
   Las ramas de los árboles vecinos,
En las rejas meciéndose colgadas,
Dibujaban contornos repentinos
De espantosas visiones descarnadas.
   Y al brusco y desigual sacudimiento
Desplomados los vidrios de colores,
En el mal alumbrado pavimento
Reverberaban falsos resplandores.
   Y asaltando la boca que topaba
Rodando en torno de la mustia hoguera,
Entre la llama pálida soplaba,
Blanca ceniza hasta elevar ligera.
   Silbando entonces lánguido y sonoro,
Al cruzar murmurando en las ventanas,
Nos revelaba en armonioso coro
Música de veletas y campanas.
   Y mezclaba el susurro de las hojas
Que coronaban los silvestres pinos,
Con el gotear entre las juncias flojas
De los turbios arroyos campesinos.
   De los atentos perros el ladrido,
Y el canto agudo del despierto gallo,
Con el inquieto y bélico alarido
Del trémulo relincho del caballo.
   Bullían en el ánima exaltada
Locos fantasmas de soñados cuentos,
Y sostenía, apenas fatigada,
El peso de los ojos soñolientos.
   Entonces, a la sombra cobijados,
Los pies a par de la expirante lumbre,
Cedían nuestros párpados cansados,
Más que a la voluntad, a la costumbre.
   Y a cada chispa del tizón postrero,
A cada empuje del turbión errante,
A cada voz del pájaro agorero
Que velaba en el nido vacilante,
   Volvíamos el gesto, recelosos,
En derredor del descompuesto fuego,
Levantando los ojos perezosos,
Que al roto sueño se tornaban luego.
   Y en aquella mirada adormecida
Se pintaba la sombra misteriosa,
De volubles contornos revestida,
De cuerpo inmenso, de color medrosa.
   Gozábamos al fin insomnio inquieto,
Delirando festines y batallas,
Con tumultos sin época ni objeto,
Con broqueles, con yelmos y con mallas.
   Y soñábamos duendes y conjuros
En una tierra mágica y lejana,
Deleitados en cóncavos obscuros
Con cantares de sílfide liviana.
   Poco a poco deshechas las visiones,
Soñábamos con sombras infinitas,
Donde se oían apagados sones
De invisibles orquestas exquisitas.
   Y más tarde, las sombras vacilando
Entre pardo crepúsculo naciente,
Íbanse luz y sombras alejando
De la febril y temerosa mente.
   Músicas, miedos, fábulas y sombras,
Sus contornos al fin desvanecían,
Y en un salón sin lámparas ni alfombras.
Sólo estaban dos locos, y dormían.


II

       -Y era grato, al son del viento,
Abrir el párpado al día,
Y contemplar, soñoliento,
Su confuso resplandor
A través de las abiertas,
Hondas y estrechas ventanas,
Y de las hendidas puertas
De los quicios en redor.

Ver la atmósfera tocada
Con turbio cendal de niebla,
Sobre los campos posada,
Interceptando el mirar;
Y oír la ráfaga inquieta
Que al vendaval sustituye,
En la acerada veleta
Sordamente rechinar.

Ver las medrosas visiones
Que en la noche nos turbaron,
En bóvedas y rincones
De opaca lumbre al lucir;
En escombros convertidas
Musgo y tintas con que al tiempo
Las murallas carcomidas
Plugo manchar y vestir.
Ver en las toscas paredes,
En vez de ricos tapices,
Tender su baba y sus redes
Al insecto descortés,
Que entre los nombres tranquilos
Las labra de los viajeros,
Cubriéndolos hilo a hilo
Sin envidia ni interés.

Ver a la afanosa araña
En los blasones del muro
Hilar con paciente maña
Sus hebras para cazar;
Y en la recóndita grieta,
La presa que vuela en torno,
Vigilante, astuta y quieta,
A que se enrede esperar.

    Y en el oculto madero
Hallar de rincón ruinoso,
El rastro de un hormiguero
Que en el verano pasó;
Que en el fondo nació acaso,
Mas no contento en el suelo,
Con irreverente paso
Hasta la almena trepó.

   Quién dijera a los barones
De la torre de Saldaña
De sus techos y salones,
La mengua y la soledad?
¡Tiempo! ¡Tiempo! ¡Cuánto puedes,
Tú, que indiferente escribes
Sobre cráneos y paredes
La cifra de la verdad!

Yo he visitado esos muros,
Hoy trojes de rico hidalgo,
Y en sus salones obscuros
Ancha hoguera levanté.
Corrí llaves y cerrojos
Cual si de ellos dueño fuera,
Y sus tablas y despojos
Para alumbrarme quemé.
No respeté ni sus años,
Ni su nombre y dueño antiguos.....
Y para insultos tamaños,
¿Quién era en Saldaña yo?
Un niño, un triste o un loco,
Que divertido en sus penas,
Curaba entonces muy poco
De cuanto grande vivió.

Y a fe que, libre y contento,
A la lumbre de mi hoguera,
En tanto bramaba el viento,
Tranquilamente dormí;
Y al despertar con el día,
Contempló absorto y ufano
La gruesa mampostería
Que por alcoba elegí.

Luchaba el sol, afanado,
Con la turbia húmeda niebla,
Y el fulgor tornasolado
Cruzaba por el salón.
El aire, en fuerzas cediendo,
Brotó en ráfagas errantes,
Y aun se le oía gimiendo
Con menos airado son.

Miré desde las ventanas
El árido campo seco:
Algunas hierbas livianas
Encontró no más en él.
El aire las sacudía
Y la niebla las mojaba;
Escaso arbusto crecía
Del campo mudo al lindel.

Algunas nocturnas aves
Guarecidas, asomaron,
En los rotos arquitrabes
Su misterioso mohín:
Mirélas indiferente,
Y al rumor de mis pisadas
Hundieron la negra frente
Del nido cóncavo al fin.

Entonces, de la alta cumbre,
El sol, rasgando la niebla,
Derramóse en viva lumbre
De trémulo resplandor;
Y en los pardos murallones
Trazó cuadros luminosos,
Alumbrando los salones.
De cenagoso color.
Y entonces, a los reflejos
De la llama repentina,
De aquellos rincones viejos
En la antigua soledad,
Bulleron miles de insectos
Asomando por las grietas:
Monstruosos por lo imperfectos,
Raros por la variedad.

Y oíanse los cantares
Del tosco templo vecino,
En compases regulares
Desvanecerse y crecer;
Y el órgano y las campanas,
Al roto soplo del viento,
Ya perdidas, ya cercanas,
En él sus ecos mecer.

Pasó la noche sonora,
Pasó la mañana inquieta;
Mis años, hora por hora,
A contar, triste, volví.
Si hallé la vida cansada
Y lamenté su amargura,
Yo vivo con mi tristura,
Mas la torre quedó allí.

Muchos curiosos, acaso,
Por llegar a Fuensaldaña,
Aceleraron el paso,
De aquella noche después;
Mas ¡ay de hombro mezquino!
¡Quién encontrará mañana,
Entro el polvo del camino,
La huella de nuestros pies!




ArribaAbajoLa duda



       Cuando al escribir en ellas
Contemplo tan lindas hojas,
Entre si llore o si cante
Estoy dudando, señora.
Recuerdos tenéis en ellas
Que desgarran la memoria,
Por más que entre tantas flores
Estas espinas se escondan;
Que cuando un enamorado
En himno de amores llora,
Más que a cantar sus cantares,
Su llanto a llorar provoca.
Y los versos de ese muerto
Tanto en lágrimas rebosan,
Que removidas las mías,
A mis pupilas asoman.
Y pues donde tantos cantan
Hay uno que a llorar osa,
Entre si llore o si cante
Estoy dudando, señora.
   Si intento escribiros versos,
Dentro la mente se agolpan
Cuantos primores y hechizos
La naturaleza aborta.
Que en este jardín de España
Las inspiraciones sobran,
Pues basta mirar la lumbre
Con que el sol le tornasola,
Los arroyos que le cruzan,
Los jazmines que le bordan
Y las bellas que le pisan,
Cuantas maravillas brota,
Para entonar tantos himnos,
Tantas letras amorosas,
Que antes que el canto se agote,
Gastada el arpa se rompa.
Pero al ver lo que ese triste
Grabó o lloró en estas hojas,
Entre si llore o si cante
Estoy dudando, señora.
       Pluguiera que, en vez de versos,
Mi pluma brotara rosas,
Porque, al menos, con las flores
Se pueden tejer coronas.
Pero a par de los cipreses,
Si nacen flores se agostan;
Y donde los muertos hablan,
Callar a los vivos toca.
Que el recuerdo del que muere
Mucho respetar importa,
Que acaso para velarnos
Quedó en la tierra su sombra.
Y aunque indecisa mi pluma,
Tal vez dudando os enoja,
Y han de hacer mis desvaríos
Que de vergüenza me corra,
Perdonadme si os confieso
Que al contemplar estas hojas,
Entre si llore o si cante
Estoy dudando, señora.

   Que vos merecéis los versos,
Nadie en la villa lo ignora;
Y es tan claro por sabido,
Que hasta dudarlo es lisonja.
Que él la memoria merece,
Tampoco hay a quien se esconda,
Pues por triste y por amante
Le recordamos ahora.
y así, entre ambos dividida
La imaginación dudosa,
Los versos son para vos
Si le prestáis la memoria;
Lo que en vos merece el sexo,
En él merece la sombra,
Y lo que en vos la hermosura,
En él la tumba lo abona.
Justo es, con los dos hablando,
Duden el muerto y la hermosa
Si es cantar o si es lamento
Lo que les cantan o lloran.