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Obras inéditas

Mariano José de Larra






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Teatros



ArribaAbajoUn procurador o La intriga honrada

Comedia nueva


Dos cosas estamos esperando siempre para escribir en cuanto a redactores del ramo de teatros: la primera que los señores procuradores y próceres (las cosas por su orden), que los señores procuradores y próceres que llenan nuestras columnas, de paso que tratan de llenar las esperanzas de los españoles, nos dejen meter baza y hablar en nuestra propia casa. La segunda, que la nueva dirección nos dé alguna función buena donde podamos una vez siquiera tributarle algún elogio, haciendo la vista gorda sobre esas parvedades de materia con que entretiene malamente el apetito de los aficionados al arte, si alguno queda. Pero cansados de esperar nos lanzamos a hablar: está visto que los primeros no escupen, y que la función buena corre parejas con el fin de la guerra civil. Por más que se muden empresas y direcciones, la dificultad sigue en pie: La Trinidad se pasa y Malboroug no viene ya.

Entretanto, pues, que la empresa se porte bien, hablemos nosotros mal, y cumplamos con nuestro deber, siquiera por distinguirnos de los más.

El título prometía Un procurador, y al lado de un procurador, en un mismo cartel, La intriga honrada. Ha dicho Fontenelle: voilà des mots, qui jurent de se trouver ensemble, cita que no va en manera alguna con el adjetivo honrada, sino con el sustantivo intriga. Empezaremos por advertir que no tratamos de ofender a nadie, y si no fuera por detenernos, daríamos principio haciendo nuestra profesión de fe, como es costumbre, a pesar de haberla ya hecho otras quinientas veces; pero costumbre indispensable desde que la profesión de fe viene a ser el principio de todo discurso, más que en él no se discurra, como el sombrero es el principio de toda persona que lo gasta, empezando a contar por arriba. Y para que con nuestra profesión de fe quedase probado que no queríamos ofender a nadie, diríamos en ella que hemos emigrado (en cuanto a que hemos viajado), y que hemos vuelto, que nuestros antecedentes políticos son los más inocentes del mundo, pues en cuanto a Fígaro, el mayor exceso que hemos cometido ha sido hacer la barba más o menos blandamente a nuestros parroquianos, y eso sin dolor, de nosotros por supuesto: y no se nos diga que los hemos desollado, que para eso los hemos afeitado de balde; y concluiremos diciendo, que no habiendo hecho en toda nuestra vida sino murmurar, seríamos siempre consecuentes con nuestros precedentes. ¿Qué más se nos pudiera pedir?

Pero en atención a que por el proyecto de ley electoral, ya aprobado, no tenemos ni en cuanto a poetas ni en cuanto a rapistas profesión conocida; en atención a que nuestra fe allá se va con nuestra profesión, visto que no tenemos fe en ninguna profesión, y que hacemos profesión de no tener nunca fe, no queremos hacer hoy nuestra profesión de fe.

¿Nos habrán entendido nuestros lectores? Probablemente no: convenimos en que hubiera sido difícil, la verdad es que no queríamos decir nada; no sabemos por tanto si por casualidad hemos dicho algo. Pero si no nos han entendido, sepan que eso mismo nos sucede a nosotros todos los días con todo el mundo, y cuidado que oímos gente: y no por eso nos desesperamos. En conclusión, nos parece que no podemos ser más explícitos.

Y como ya estamos casi al fin de nuestro discurso, vamos a entrar con franqueza en la cuestión. Empezaremos por declarar a la faz de la Europa, que nos mira, sólo que no nos ve, y aun de la América, que ni nos ve ni nos mira, pero que nos siente, que no entraremos de lleno en la cuestión del juicio de esta comedia por varias razones: primera, porque no habiéndose seguido echando, nadie sino nosotros en este momento se acuerda de ella: ha caído en desuso: tiene contra sí la experiencia; segunda, porque ya nuestros dignos colegas los demás periodistas han iluminado la materia con sus eruditos juicios, como lo tienen de costumbre.

Nuestra intención al tomar la pluma no ha sido otra que la de decir que el título prometía, si bien nos chocaba, aun en el título, como llevamos dicho, aquello de ver juntos una intriga y un procurador, que por honrados y grandes que sean una y otros, nunca admitiremos la posibilidad de que quepa una intriga en un procurador, ni un procurador en una intriga. Esto sólo se ve, sólo se puede sufrir en las comedias: son utopías.

Pero es lo peor que ésta, como otras muchas, es cuestión de nombre, porque en el fondo de la comedia de que estamos hablando, aunque sin decir nada de ellos, como es costumbre de periodistas y oradores, ni había más procurador que uno de la curia, ni la intriga suficiente para la comedia misma.

La cosa desde luego no era española, en lo cual se parecía a las demás cosas que hay en España, sino francesa; porque eso sí, intervención, parece que no hay diablos que la traigan de allá, pero comedias y contrabando... Pues vean ustedes lo que es, y cómo será esta comedia: preferimos el contrabando. Luego, está acomodada a nuestra escena con el mismo tino con que se aplican las cosas todas que de aquellos benditos países tomamos.

El argumento es cosa sencilla: un procurador que quiere dar un padre y una madre a un muchacho de esperanzas, y para eso casa por fuerza un viejo y una vieja; viva representación por cierto del ministerio Martínez, casando el Estatuto con la España, dos cosas viejas, para que legitimen la revolución, muchacho que promete.

La comedia, sin embargo de esa malicia que nosotros le encontramos, y de la cual el autor que la escribió hace cuarenta años no tiene la culpa, ni gustó ni petó. Experimentó la suerte de un ministerio nuevo; a lo cual añadiremos que tuvo que ceder el puesto a otras comedias, y desaparecer: fin y paradero que pudiera igualmente tener esta otra comedia más seria, de la cual aunque vemos ya seis personajes, no acertamos a ver siquiera un acto, desde que está levantado el telón, que hará como cuatro días.

Y volviendo a la empresa y a la comedia del Procurador, no queremos concluir este artículo sin hacerle una grave interpelación, en que está interesado el honor de la opinión pública que representamos, y el de el teatro mismo, y a la cual estamos seguros que no satisfará de ninguna manera.

¿Nos podrá decir la nueva empresa qué especie de sistema tenía pensado desde que la solicitaba para cuando llegase al poder? ¿Llevaba por plan hacerlo bien o hacerlo mal? Y es preciso que nos responda a esto, porque si pensaba hacerlo mal, confesaremos con toda la ingenuidad que nos caracteriza que no hay más allá, es decir, que no se puede hacer peor. Desde luego pasan días y no se hace nada: ¿se estará por ventura enterando todavía del estado de los teatros? Vive Dios que si es esto, sabemos más que ella los demás. ¿Nos dirá que la administración anterior le dejó los teatros en mal estado? Già lo sappiammo. Por eso esperábamos las maravillas que iba a hacer. Pardiez que pasar días, eso ya lo hacemos todos, señora.

¿Dónde están esas comedias que debía tener preparadas? ¿Esos planes y reformas, ese progreso, esa mayor capacidad? No valía la pena seguramente de que la empresa anterior hubiera dejado el puesto, porque de estos pasos de la vida es de quienes se cuenta aquello de malo vendrá que bueno me hará.

Resumiendo, es probado que en punto a empresas, lo más que se puede decir es: ¡Dios nos la depare buena! Porque está visto que nosotros no nos la sabemos deparar.

ANDRÉS NIPORESAS.




ArribaAbajoRepresentación de la tragedia titulada: La muerte de Abel, largo tiempo prohibida

La ilustración de nuestro Gobierno parece haber dejado en pie las tragedias en cuaresma por este año, y algunas otras representaciones; sólo han quedado excluidos del ensanche dado al arte los bailes nacionales: efectivamente, la autoridad ha conocido que se puede muy bien ver comedias y salvarse: lo que parece estar todavía en duda es que se pueda uno salvar viendo bailar bailes nacionales. Yo estoy con el Gobierno por la negativa. Los bailes suizos, como los de la ópera El Guillermo, que se sigue representando, tienen otro ver: los nacionales son los especialmente desagradables a los ojos de Dios, con la circunstancia de que su Divina Majestad parece llevarles más en paciencia el resto del año, que en ciertos cuarenta días, llamados Cuaresma. Esto parece querer decir que hay circunstancias para todo, y que lo que es bueno en tal mes, es malo en tal otro, aun a los ojos del cielo. Lo mismo se dice de las ostras, las cuales sólo son buenas en los meses de erre. Un historiador podría inferir de aquí que las danzas que bailaban los israelitas alrededor del arca del Testamento no eran bailes nacionales, sino bailes del Guillermo, bailes suizos. Es probable que fuese así.

Convengamos en que hay pocas cosas más ridículas, ni más insolentes, que la petulancia con que suele el hombre autorizar con el nombre tan sagrado de Dios, sus pequeñeces.

La muerte de Abel es un hecho incontestable, y esta tragedia una de las acreditadas obras literarias del repertorio de Máiquez. Muchísimo mérito debería tener aquel célebre actor, cuando adquirió su fama en las obras que representó, y cuando se la comunicó a ellas mismas. Entre todos los dramas representados por Máiquez no recordamos uno bueno.

Es preciso tener muchísima precisión de hacer una tragedia para hacer La muerte de Abel. Advertimos que no vamos a hablar del asunto, consignado en las Escrituras sagradas, que respetamos: vamos a hablar sólo de la tragedia y de los medios de que, para llevarla a cabo, se ha valido el autor.

Los primeros padres empiezan a poblar el mundo. Adán parece un buen sujeto; Eva, al fin, mujer. Abel es un verdadero pisaverde, tierno, rubio y adamado. Delicado y poco trabajador; ha escogido por tanto el oficio de pastor: lleva y trae las ovejas, reza y duerme, y como es feliz, quiere a todo el mundo. Es natural. Caín es robusto, fuerte, rehecho, feote, poco amigo de dengues: labra la tierra, y sustenta con su fruto a toda la familia; mata a los leones y les roba la piel para abrigar a todos con ella: si esto es malo, venga Dios y véalo. No tratamos de hacer la apología de Caín, ya es pleito perdido, pero sí de poner las cosas en claro, y la poca habilidad del autor Legouvé. Seguramente que no pasarían las cosas como él las pinta. A pesar de todo eso, como Abel es más zalamero, y siempre tiene la risa en los labios, quiérenlo más. Caín gasta mal humor y quiérenlo menos. He aquí la ventaja de los buenos modales. Pero tener mal humor no es delito, sobre todo cuando se trabaja mucho. En estos dimes y diretes, en estos chismecillos de vecinos, pasa el primero y segundo acto: sobre si Caín quiere, sobre si no quiere a su hermano. Tantas veces se lo dicen al pobre, que ya da al diablo a Abel y a sus parientes: dícele a su padre las verdades del barquero: castellano viejo, el pan pan y el vino vino. Entonces no había pan ni vino: por consiguiente no he dicho nada. Pero de allí a poco vuelve en sí; oye un sermón del gran Papá, pide perdón, se reconcilia con Abel, y llenos ambos de fervor, vuélvense a Dios, que anda por allí cerca, según luego se ve, y depone cada uno su ofrenda, en su respectivo altar; de inútiles flores Abel, de productivas espigas Caín.

Era costumbre entonces que bajase una pella de fuego de la bóveda azulada, que se ha descubierto después no ser más que aire, sobre el don que más agradaba a Dios. Así es, que de allí a poco baja la llama revoloteando, y consume el de Abel. He aquí a Caín furioso de nuevo. ¿Es esta llama la justicia? Hostigado y frenético, jura odio y venganza eternos. A qui la faute?

En el tercer acto ha soñado Caín: es muy común en los héroes de tragedias el soñar; véanse Dido, Edelmira, Malvina; en una palabra, todos. Los fisiólogos no han podido dar todavía con la causa de esta singularidad. Sea que como comen poco y tienen muchas penas, hagan malas digestiones, sea que cenen demasiado tarde, sea en fin lo que sea, el hecho es indudable. Caín, pues, ha soñado que veía a la posteridad de Abel, rezando siempre y dándose buena vida, a costa de la suya, atareada y laboriosa. De aquí vino sin duda decir: Sueños hay que verdades son; porque ha sucedido ce por be todo lo soñado por Caín. Con este motivo éste mató a Abel de un porrazo. El autor ha sustituido en este lugar a la célebre quijada del animal mal sonante y sufrido, una especie de azadón. ¿Por qué? Esta es alteración notable y que pudiera inducir en error al público. La cosa fue quijada y esto lo aseguramos como si lo hubiéramos visto.

Lo mismo es caer muerto Abel, que se levanta un airazo de todos los diablos: los naturalistas no han podido nunca descubrir que el homicidio levante aire, pero otros tiempos, otras costumbres. Éste es uno de los muchos secretos que se han perdido y que mueren con el poseedor. Caín se horroriza y más su familia. De allí a poco se ve en el fondo de la naturaleza un triángulo rodeado de rayos de oro; cuyo triángulo habla, y le pide cuentas a Caín, condenándole a vida vaga y execrada. El delincuente no sabe qué responder, y toma las de Villadiego, terminándose la función con una divertida y copiosa lluvia, efecto también sin duda del homicidio.

No negaremos que hay por aquí y por allí algunos rasgos sublimes, pero como dice Virgilio: apparent rari nantes in gurgite vasto.

Nos ha chocado mucho que se usara del adjetivo sangriento en tiempo de Adán hasta con abuso; pero más que todo, que el buen señor Adán incurra en el anacronismo grosero de hablar de sus cenizas, aludiendo a su muerte. Todos sabemos que hasta muchos siglos después no se quemaron los cadáveres: no es de sospechar que el respetable anciano, de suyo poco pedante, estuviese tan al corriente de la historia egipcia, griega y romana; lo uno porque Adán fue un tanto anterior; lo otro, que es lo principal, porque nació ya grande para aprender. La figura retórica de las cenizas está, pues, inoportunamente colocada en boca de Adán. Es verdad que en el día también se llama cenizas a los cadáveres, y se cree decir una cosa muy elegante: en nuestro entender lo que se dice es un disparate, ahora lo mismo que en tiempo de Adán.

Y esta es la ocasión de decir de paso que la lengua de los primeros hombres debería ser poco rica y nada a propósito para largos parlamentos metafísicos de teatro: debería reducirse a unos pocos nombres propios. Pocas sensaciones, pocas ideas; pocas ideas, pocas palabras. Y esto, dado caso que hubiesen llegado1 ya a formarse y fijarse palabras, y que no fuese más bien sonidos casi inarticulados toda la conversación gastada en los primeros tiempos de este mundo perecedero y de pura conversación, ya en el día, merced a los adelantos de los hombres.

Marzo de 1835




ArribaAbajoLa honra de una mujer

Comedia nueva en dos actos


Príncipe


Dice el anuncio, acerca de esta comedia, que está arreglada a nuestra escena, sobre el original francés de Bayard. No diría mentira más grande la misma Gaceta, aunque fuera extraordinaria, porque la tal comedia está traducida palabra por palabra, sin más variaciones que la del título. Ni diría cosa más ridículamente escrita un parte militar; porque ¿qué quiere decir una comedia arreglada sobre un original para un teatro? El que tal anuncio puso debe de tener el entendimiento arreglado sobre la cabeza para un hospital de locos. No quisiéramos ofender a nadie, pero la necesidad más urgente, más inmediatamente necesaria al hombre después de ser poeta es la de explicarse para poder ser entendido: en tal caso el uso de la palabra dicha o escrita es un gran don: de otra suerte, la lengua viene a ser un badajo, que suena a merced de cualquier impulso, de donde debe de haber venido llamar comúnmente badajadas a las tonterías parecidas a los anuncios del teatro.

Bayard es conocido entre los autores de vaudevilles por uno de los mejores, y distínguele singularmente de los demás la tendencia melancólica y llorona de sus producciones: no le va en zaga a ninguna en esas calidades la que acaba de relatarse en el teatro del Príncipe.

Una joven inglesa, de alta jerarquía, rica y recién casada, ha sido perseguida por un atolondrado de buen corazón, pero de éstos que no reflexionan las consecuencias de ciertas calaveradas. Picado por la virtud de la joven, el calavera inventa una manera diabólica de hacerse escuchar; súbese a la altura de la ventana de su casa una noche por medio de una escala; nada consigue, pero es visto, y compromete de esa suerte la honra de la mujer que adora, que a poco de marchar del país su ofensor con su regimiento, es ya el objeto de las hablillas de Lincoln. Éstas llegan a oídos del marido, que se bate y es muerto en duelo de resultas. El padre de la joven la maldice y la abandona. Sin embargo, esta mujer es del todo inocente.

Desesperada y sola busca un asilo en Francia, donde la tiene en su compañía una compasiva señora; muerta ésta, regresa a su patria y pasa a Escocia, donde cree encontrar otra protectora en lady Gerald. Al lado de la casa de lady Gerald vive un anciano misántropo, que se ha cansado de los hombres y de sus injusticias, en tales términos que no parece sino que el buen viejo ha vivido en España: y fortifica más esta opinión la circunstancia de haberse quedado ciego, como si hubiera visto nuestras cosas, o como si las hubiera él mismo dirigido. El buen viejo, que gruñe sin cesar, se enfada, maldice, y pierde, en fin, el tino a cada paso como un ministro, no es otro que el aburrido padre de Carolina. Lady Gerald, deseosa de colocar a su amiga desdichada, le propone entrar en casa del viejo, quien no teniendo en su compañía más que un sobrino bastante zafio, necesita de una persona amable, que le cuide, le acompañe, le lea, y le aguante. En una palabra, le hace falta uno que sufra. El viejo es un Gobierno que anda buscando gobernados. Carolina reconoce a su padre; pero disimula, calla y da gracias al cielo de haberla devuelto por este medio a su familia. En tanto aparece por allí el sobrino de lady Gerald, que es precisamente el atolondrado que comprometió a Carolina. El horror de éste al verla en tal posición por culpa suya, y a saber el cuento de sus desdichas ocurridas después de su partida de Lincoln, su reparación, la dificultad de hacerse perdonar por el viejo, la manera de dársele a reconocer, y la boda, en fin, de estos dos corazones, nacidos uno para otro, como los de todos los que se casan, producen algunas escenas sumamente interesantes, tiernas en extremo, y capaces de conmover al más frío calavera. En una palabra, se necesita toda la habilidad de los actores españoles para desnudar de efectos este dramita, recomendable por su excelente moral, y por lo bien conducido del artificio.

Así es que nosotros, que por una casualidad rara le hemos visto representar en Lisboa, en Bruselas y en París, le hemos visto en todas partes gustar infinito, y de los teatros ingleses sabemos que ha obtenido en ellos iguales triunfos. Ahora suponer que el Portugal, la Francia, la Bélgica y la Inglaterra no tienen sentido común, es un atrevimiento de que no nos sentimos capaces. Pues imaginar que la falta está en el público de Madrid, que después de oír lánguidamente esta comedia, se ha contentado con dar un aplauso a su escena más interesante, y coronar el final con otro, sería también una injusticia. Hay aquí, pues, un enigma para los que no meditan. Además de la diferencia de costumbres, que suele ser causa de que estas comedias modernas francesas no tengan el menor éxito en Madrid, además de las malas traducciones, que no pocas veces tienen la culpa de ese mismo resultado, hay otra razón de tanto o más peso.

Hasta que una comedia es entregada al teatro, el poeta es todo. Una vez en manos de la dirección, el poeta no es nadie: los actores son todo. La comedia mejor, mal representada, no puede resistir un solo día, y en nuestro país el teatro está en un abandono para tener idea del cual es forzoso haber salido de España. No es este ni aquel actor quien tiene la culpa, sino el atraso del arte en general. Y si a esta razón se agrega que ni aun se permite hacer a los actores españoles lo poco o mucho que pueden y saben, si se considera que hay comedia, como La Honra de una Mujer, que se pone en escena después de tres ensayos, que estos ensayos son más bien repasos de papeles, donde no preside ningún hombre inteligente, o donde los que lo entienden algo más no quieren tomarse el trabajo de explicar a los otros las dificultades de sus papeles, entonces no se extrañará que queden sacrificadas a tan culpable apatía piezas que pudieran hacer mucho efecto. Una comedia no entendida, lánguidamente dicha, sin color y sin movimiento, es la peor de las comedias por muchas bellezas que encierre.

Nosotros somos de opinión que se cierre el teatro, supuesto que ni la empresa, ni los autores, ni los actores, ni el público toman el menor interés por él.

FÍGARO.




ArribaAbajoSeñores redactores de El español2

Muy señores míos: Deseoso de saber quién soy y qué lugar me toca ocupar en esta bien arreglada sociedad, de que siempre me he creído parte, y no habiendo podido averiguarlo del ilustrado Gobierno que nos rige, a quien le tocaba decírmelo y de quien no es posible recabarlo, por más diligencias que hago, sin duda a causa de las atenciones más graves que le ocupan, me dirijo a ustedes por si pueden explicarme mi posición y darme la clave de las circunstancias que en ella me han puesto.

Yo estaba en Madrid, señores redactores, este carnaval pasado, esperando la suerte que me correspondiese, puesto que había tomado parte en el movimiento popular ocurrido en agosto en esta capital: público fue el resultado de este movimiento, que en busca de mi propia seguridad me lanzó a Valencia, donde me agregué a los patriotas que dirigidos por la junta de aquella provincia se levantaron allí como en otros puntos de España para oponer un dique al ministerio Toreno, de triste recordación. Caído éste y de vuelta de Valencia, esperaba en Madrid que se me destinase al ejército para seguir la carrera militar que he abrazado, o que se hiciese de mí lo que en justicia pareciese conveniente, según los servicios que pudiese haber prestado a la causa pública.

Una casualidad, no sé si feliz o desgraciada para mí, me puso en relación en medio de un baile de máscaras con el actual señor Presidente del Consejo de Ministros, quien parecía haber conocido a mi señor padre y que no se desdeñó en aquella noche de manifestarme un aprecio singular, y aun de hacerme concebir esperanzas medianamente lisonjeras acerca de mi suerte futura.

Viniendo tales promesas de compatriota tan eminente y del hombre que constituía las esperanzas del país, en una palabra, del señor Presidente del Consejo de Ministros, Ministro de la Guerra en interinidad, no sólo no tuve inconveniente en darles crédito sino que hubiera creído injurioso para S. E. abrigar la menor duda acerca de su sinceridad, y dime una y mil enhorabuenas por la buena suerte que me había deparado tan a tiempo la protección de ese extraordinario personaje.

Comencé a hacer mis disposiciones de campaña y de allí a poco efectivamente fueme dicho por S. E. que pasase a reunirme con el brigadier don Narciso López, Comandante general de la provincia de Cuenca, donde me sería remitido mi despacho de teniente graduado de capitán. S. E. acompañó esta insinuación con una carta para dicho señor Comandante, en vista de la cual no tuviese éste inconveniente en tenerme a su lado en calidad de edecán suyo ínterin recibía yo mi despacho.

Partí, pues, para Cuenca, creyéndome tan teniente que por aquellos días nadie hubiera sido bastante a quitármelo de la cabeza, tal me lo tenía yo de creído, y tal me habían puesto las multiplicadas pruebas de amistad de S. E., a que por otra parte viviré siempre reconocido. Pero pasaron días, fueron y vinieron correos y mi despacho nunca llegó.

Después de una campaña de veintinueve días esperando siempre a los facciosos y a mi despacho, regresé a Madrid con el señor Comandante general y traté de poner en claro mi posición. Pero, ¿cómo querrán ustedes creer, señores redactores, que en siete veces que he tratado de ver a S. E. me ha sido de todo punto imposible, que no he conseguido respuesta alguna, y que no he vuelto por tanto a saber de mi tenencia?

En tal estado, señores redactores, ¿qué harían ustedes? ¿Irse a la guerra? ¿Cómo, en qué concepto?, ¿a qué cuerpo? ¿Estarse en Madrid?

En este último supuesto ¿como paisano o como militar? ¿Se debe entender que me han despachado en el solo hecho de no haberme dado mi despacho? Y en tal hipótesis, ¿por qué? En caso de quererme prender, ¿a qué autoridad correspondería yo? ¿Debo dejarme prender por un alguacil o por un ayudante de plaza, o por todos indistintamente?

Bien caigo ahora en la cuenta de que las promesas arriba indicadas se me hicieron en un baile de máscaras. ¿Debo inferir de aquí que no pudieron pasar nunca de una broma de Carnaval, y que yo he andado ligero en entenderlas al pie de la letra como hombre de poco mundo? Puedo asegurar a ustedes, sin embargo, que entonces me pareció que S. E. estaba sin careta, y que no llevaba más disfraz que el de Ministro, y que yo oí a S. E. con esta misma cara que sigo usando, que todos mis amigos me conocen y que es pública en Madrid, y aun con mucha más formalidad de la que acostumbro a tener cuando oigo promesas de Ministros. Para ser conciso: dos cosas había para mí indudables en aquella época: el programa del 14 de setiembre y mi charretera. El resultado ha probado que no era menos infalible la una que el otro.

No por eso dejo de vivir agradecido a la broma que me dio S. E. en dichas máscaras: lo uno porque habiendo podido embromarme en cosas desagradables me dijo las más bonitas y lisonjeras del mundo, y lo otro porque a veces me inclino a creer que S. E. lo sentía como lo decía; y lo que hago en el día es creer a pies juntillas que de entonces acá yo he desmerecido en el concepto de mi buen protector: acaso habré hecho alguna tontería que no haya llegado a mi noticia; pero sea cual fuere la causa, no deja de ser por eso mi posición menos ambigua. Ella me pone en el caso de acudir a ustedes, no ya en busca de mi despacho, que ya supongo no se habrá dejado olvidado ningún señor Ministro en esa redacción, sino en busca de consuelos y aclaraciones, sin los cuales se ha de ver loco de cavilar antes de verse teniente su afectísimo E.




ArribaAbajoCarta de Fígaro a un viajero inglés

Notre cause à nous, amis de la liberté, est assez bonne pour nous laisser être justes: c'est à nous à confesser la verité sur toute chose et sur tout homme.


LERMINIER. Philosophie du droit.                


¿Conque es V. inglés, señor viajero? ¿Conque es V. viajero, señor inglés? Amigo, por acá tenemos casi todos la desgracia de no ser ingleses, incluso yo, que soy natural de este mismo Madrid, donde parece que está V. viajando ahora. A pesar de ser V. inglés, ¿querrá V. creer que yo no sabía que estaba V. en Madrid, ni que era V. viajero? Pues en esta misma ignorancia que yo viven muchos de mis compatriotas: vea V. si estamos atrasados en este país. Aquí no se sabe nada: ni filosofía, ni historia, ni política, ni legislación, ni que está V. en Madrid. Por eso ha hecho V. muy bien en ponerlo en los papeles públicos, y aun si hubiera V. añadido su nombre y su apellido, no sólo sabríamos a la hora de esta que es V. viajero y que es inglés, circunstancias inapreciables, sino que sabríamos hasta quién es V. Por acá decimos que cada uno es hijo de sus obras, y si el artículo titulado El reverso de la medalla es obra de V., como a cien leguas se deja ver, no puedo menos de dar a V. la enhorabuena, por ser hijo de tan buenos padres.

Ya sé que en Inglaterra es uso y costumbre no dirigir la palabra a persona a quien no haya uno sido competentemente presentado; pero habrá V. de perdonarme si me tomo la libertad de hablarle, lo uno porque tengo algo que decirle, y si esto no fuese para un inglés razón bastante, también porque acá en España dirigimos la palabra a cualquiera, aunque sea inglés.

¿Conque ha escrito V. en inglés un artículo combatiendo el mío? No dirá V. que no somos en España hospitalarios: ni se quejará V., por cierto, de la parcialidad del director de El Español, que no contento con admitir artículos en oposición con sus doctrinas y sus redactores, hasta se los traduce a V. en castellano, ¡y en castellano de El Español! Sin duda V. no ha querido abusar de su bondad, solicitando que antes de traducir al castellano su respuesta a mi artículo, le tradujeran mi artículo al inglés, con cuya diligencia acaso me hubiera V. entendido y nos hubiéramos ahorrado estas contestaciones; sin que esto sea por mi parte presumir de hallarme a la altura de entender a un inglés. La verdad del hecho es que yo escribía para España y no para Inglaterra, que a haber escrito para V., mucho me hubiera mirado y remirado; y es por tanto grave injusticia que se nos venga la Inglaterra a medirnos aquí con el compás de su progreso, a nosotros, pobres neófitos de la libertad. Así es que estoy de acuerdo con el epígrafe de V., que sin duda los traductores no acertaron a traducir ¡tal debe ser él de remontado!, en el cual he venido a barruntar que se dice que saber poco es peligroso, cosa que había llegado ya a nuestra noticia en España, y que en caso de beber de esa fuente que cita, es preciso beber mucho. Confieso que en punto a beber, donde hay un inglés nos podemos quitar el sombrero los españoles de ambos hemisferios. Digo esto, no tanto por ofender a nadie, cuanto porque es verdad reconocida, y desafíos aparte, porque debo confesar a V. que tengo más de hombre del pueblo que de miembro de ninguna cámara, y me ahorcarían.

Chanzas aparte, debo empezar declarando a usted que respeto la patria de Bacón, de Shakespeare y de Byron, cuanto un demócrata puede respetar la cuna de la libertad política y civil, y cuanto un pobre aficionado al saber puede respetar la nación del progreso.

Sé poco, es verdad, y de ello no me avergüenzo, porque al fin, ¿qué es el saber humano si el que más sabe, sabe que no sabemos nada? Y porque ese es mal que trataré de ir remediando todos los días, así movido de mi propia inclinación como de los buenos consejos de V. Pero vamos claros. ¿Como cuánto tiempo puede hacer que salió de Inglaterra vuestra Gracia? (Y cuenta que no hablo de la que Dios le ha dado para escribir). Lo digo porque se me figura por el contexto de su artículo que no ha salido todavía de las costas de Albión.

Ha de saber vuestra Gracia que yo me propuse tres fines al escribir mi artículo de los Barateros. Primero: decir que en toda sociedad mal organizada, gran parte de los delitos son más culpa de la sociedad misma que de los que ella declara delincuentes.

Ésta es la primera parte del artículo. Si antes de escribir para España, se hubiera vuestra Gracia dignado de aprender nuestras costumbres y de echar un vistazo sobre nuestra legislación, hubiera conocido que no hay tantas verdades absolutas como cree, y que en política como en legislación las más son relativas al país a que se aplican.

En Inglaterra tiene vuestra Gracia razón: en Inglaterra donde se hallan consignadas en la Magna Carta desde 1215 los derechos del ciudadano; donde además del gran principio constitucional de no poder levantar el rey subsidios sin participación del común consejo del Reino, único que teníamos ya muy superior en España, pues que el común consejo en Inglaterra se componía de los altos barones, y ese mismo principio dependía entre nosotros de los procuradores de las ciudades que tenían voto en Cortes, se ve defendido el derecho y la libertad de cada uno, y se halla establecido por el art. 48 que no se podrá arrestar, ni encarcelar, ni desposeer de sus bienes, hábitos y libertades, ni se impondrá la muerte a nadie en cualquier forma que sea sino después de enjuiciado por sus pares según las leyes del país, y que la justicia no será vendida, rehusada ni diferida; en Inglaterra donde el trono no derribó la libertad como en España bajo nuestro Carlos I, sino que la libertad derribó el trono bajo el suyo; donde en vez de perderse los derechos del pueblo, como en España, se reforzaron cada vez más y se afirmaron irrevocablemente en 1688 por el bill de derechos impuesto como condición al príncipe de Orange, Guillermo III, para ocupar el trono, por los lores espirituales y temporales y las comunidades reunidas en Westminster; en Inglaterra, donde nunca le ha ocurrido al pueblo tener que pedir la libertad de imprenta, porque nunca le ha ocurrido al legislador prohibir el pensamiento; en Inglaterra, donde el hombre del pueblo no ve pesar sobre sí más injusticia que la de una aristocracia monopolizadora del país, ni puede establecer más queja que la falta del trabajo; en Inglaterra la sociedad no es una fantasma, la sociedad ampara y protege a sus socios; y en Inglaterra, tiene razón su Gracia, sería el sofisma el único que podría decir lo que en boca de la sociedad española juzgué preciso poner.

Pero ¿sabe su Gracia cómo estamos en España? ¿Sabe que en España siempre se ha preso y se ha deportado a quien se ha querido? ¿Sabe que hace meses todavía se ha encontrado un hombre en las cárceles de Zaragoza que llevaba treinta y seis años de prisión, y para quien reinaba todavía Carlos IV, a pesar de la abdicación de Aranjuez, a pesar de Napoleón, a pesar de la cooperación de nuestra aliada la Inglaterra, a pesar de la Constitución del año 12, a pesar de la primera restauración, de la muerte del rey, de las amnistías, del siglo XIX, y del Estatuto Real? ¿Sabe su Gracia que, por nuestras leyes, si un plebeyo saca por el vicario para casarse una hija de un caballero que se ampara, como menor, de la ley contra la tiranía de su padre, éste puede impedir sin embargo el matrimonio por la desigualdad de clases? ¿Sabe su Gracia que ahora, en el tiempo de la libertad, se coge a un hombre del pueblo mendigando y se le mete por fuerza en San Bernardino, donde se le obliga a trabajar, donde está por fuerza? La sociedad puede declarar delito la vagancia y la mendicidad, y puede imponerle pena, siempre que a todo hombre que se presente pidiéndole trabajo, esa sociedad le dé trabajo: si dando trabajo a todo el que lo pida, queda todavía quien mendiga, puede imponerle la pena, pero no puede forzar a nadie a entrar en un establecimiento, porque el hombre tiene hasta el derecho de morirse de hambre y de no trabajar: en sí lleva la pena.

¿Sabe el inglés que en España las cárceles, los presidios son casas de desmoralización y de crimen donde el que entra una vez inocente, o poco culpable, sale salteador de caminos o asesino? Y, ¿a quién la responsabilidad sino a la sociedad? Si en España, como en los Estados Unidos, el que va por una falta leve a una casa de corrección saliera de ella con un capital, que el establecimiento le hubiese reservado de los ahorros de su trabajo, el viajero inglés tendría razón en llamarnos sofistas.

¿Ha oído hablar vuestra Gracia, señor viajero, de un cierto Jaime el Barbudo, famoso ladrón que se declaró en hostilidad con esta sociedad y que le hizo la guerra muchos años hasta ser por ella vencido? Unos caballeretes de Crevillente robaron por broma unos carneros y los merendaron pacíficamente después de haber arrojado a la ventura las pieles de las reses. Las pieles cayeron en un corral de Jaime: Jaime fue sentenciado a presidio: en el presidio la atmósfera pestífera se agregó a su rencor, y salió de presidio para no dejar las armas hasta al pie de la horca. ¿Y a quién la culpa? ¿Qué debió Jaime el Barbudo a la sociedad?

Hace dos días un hombre del pueblo es atropellado por un hombre de cabriolé: el hombre del pueblo reclama sus cántaros rotos: sobreviene un celador de policía, y al oír al hombre y al ver el del cabriolé, vuelve la espalda diciendo: ¡Bah! ¡Bah! Y si este hombre se toma la justicia por su mano, ¿a quién la culpa?

¿Y esta es la sociedad? ¿Qué amparo la debemos los que nos vemos robados de noche, de día, por las calles, en nuestras casas, en los caminos reales? En un país donde han reinado años enteros los Niños de Écija se quiere que demos apoyo a la [...]





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