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Orientales

Colección de poesías traducidas directamente del arábigo en verso castellano, por D. Pedro Lahitte Ricard, catedrático sustituto de lengua árabe en la Universidad de Granada


Juan Valera





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Ya sea por nuestra proverbial pereza, ya por la falta de estímulo, lo cierto es que el estudio de la lengua del Yemen, así como el de todas las lenguas orientales, ha sido hasta ahora muy descuidado en España. Imposible parece que un idioma, en el cual se han escrito tantos documentos importantes al conocimiento de nuestra historia, y tantos libros de poesía y de filosofía, gloria de nuestro suelo, donde nacieron sus autores, haya sido tan generalmente ignorado. Apenas sí en el largo catálogo de nuestros innumerables literatos se cuentan algunos célebres arabistas. Los pocos que se cuentan no alcanzan una reputación tan bien asentada, que escritores como Dozy y otros orientalistas extranjeros no nos hagan dudar un poco de su saber.

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Bien es verdad que esta clase de estudios arábigos tiene la peculiar calidad de estar más sujeta a opiniones que otras clases de estudios. Los profanos, los que no sabemos una palabra de árabe, no podemos menos de pasmarnos de la inseguridad y de las cuestiones de los que saben, o dicen que saben dicho idioma. A veces llegan las cuestiones a tal extremo, y son tales los sendos cargos de ignorancia que los arabistas se dirigen, que siente el profano cierta inclinación a dudar, no sólo de la ciencia arábiga, sino hasta del idioma de los árabes, tomándole, como ahora se dice, por un mytho. Hemos visto, por ejemplo, disputar a dos famosos catedráticos, durante muchos meses, y escribir folletos y disertaciones, sobre si, en un pasaje de veinte o treinta líneas, contenido en un libro árabe, se describe la batalla de Ourique o la batalla del Guadalete. Cada uno de los contrincantes, cansados ambos de disputar, se ha quedado en sus trece. No creemos que haya arte, ni ciencia, ni disciplina, por oscura y opinable que sea, que de ocasión a una polémica por el estilo. Es como si dos maestros de latín disputasen y escribiesen largos tratados sobre un pasaje de Cornelio Nepote, donde sostuviese el uno que se contaba la vida de Amílcar y el otro de Milcíades.

En otras lenguas semíticas aparece que reina la misma incertidumbre. Un sabio en la hebraica nos ha sostenido que en los primeros capítulos de la Biblia (texto hebreo) no se mienta el Edén. Hemos aprendido los caracteres hebraicos; hemos leído y releído los primeros capítulos del Génesis, y hemos hallado la palabra   -32-   Edén. No sabemos si dar crédito al sabio o a nuestros ojos.

En suma, en las cuestiones sobre las lenguas semíticas hay aún mucho de tenebroso e incierto, al menos en España. No se ha de extrañar, por lo tanto, que digan unos que proviene del árabe nuestra poesía popular, nuestro romancero, y que sostengan otros, por el contrario, que en árabe no hubo jamás nada parecido a nuestros romances, y que la poesía arábiga, en vez de ser popular, tiene todos los caracteres de culta, erudita y artificiosa. Algunos añaden que los romances moriscos primitivos, que nuestros antiguos autores fingen traducidos del árabe, son originales, y que si en árabe hay algún romance, es traducido o imitado del habla de Castilla.

Entre tantas contradicciones, el profano no sabe a qué atenerse, y se limita a aguardar con paciencia que las tinieblas se disipen. A ello va contribuyendo en gran manera el impulso dado a este linaje de estudios por el erudito y discreto orientalista D. Pascual Gayangos.

En varias universidades y colegios de España tenemos ya catedráticos de árabe, de los cuales se ha de creer que saben dicho idioma. Empiezan asimismo a darse a la estampa libros que ilustran nuestra historia y nuestras artes y ciencias, los cuales se deben al conocimiento de un idioma tan difícil y tan rico, que hay quien asegure que cuenta doce millones de vocablos; mil palabras para decir camello, según lo que el camello está haciendo cuando se le nombra, y otras mil para   -33-   decir espada, según también lo que con la espada se hace; cosa que verdaderamente pone grima y quita la gana de engolfarse en semejante mare magnum. Mas a pesar de todo, repetimos que en España van floreciendo estos estudios, y que dan claro y honroso testimonio de ello las obras del mencionado Gayangos, algunos trabajos del Sr. Estébanez Calderón, y las más recientes publicaciones de los Sres. Simonet, Malo de Molina y D. Emilio Lafuente.

Casi todos o todos estos trabajos son, no obstante, sobre historia política o sobre inscripciones. Sobre la filosofía de los árabes, que tanto floreció en España y cuyo conocimiento importa en alto grado a la historia de la filosofía de la Edad Media, poco o nada se ha escrito o dicho entre nosotros, salvo las lecciones que empezó a dar en el Ateneo el Sr. Moreno Nieto. Y sobre la poesía, apenas sí conocemos por Casiri la vida y el nombre de algunos poetas árabes españoles, y algunas poesías por las traducciones que Conde inserta en su Historia.

Se publicó también en París, por los años de 1833, una colección de poesías árabes, persas y turcas, traducidas por el conde de Noroña, mas no directamente del original, sino, a lo que afirman las personas entendidas en el asunto, de la lengua inglesa. Precede a esta traducción del conde de Noroña, una del Discurso sobre la poesía de los orientales, del célebre W. Jones.

El conde de Noroña no inserta en su colección una sola obrilla de los muchos poetas que en España ha habido: y el discurso que traduce de W. Jones es sumamente   -34-   conciso y no da la menor noticia de la poesía nacional de la España mahometana. Sólo contiene vagos elogios de la poesía arábiga primitiva, que, según parece, vale más que la posterior al islam. Cita W. Jones la colección llamada Moallacat o poemas suspensos, de los cuales se conservan siete. Eran estos poemas los que salían premiados en un certamen que se celebraba anualmente en un sitio llamado Okadh, y se decían suspensos y también dorados, porque se escribían con letras de oro sobre seda de Persia, y eran suspendidos, para eterna memoria, a la entrada del antiguo y famoso templo de la Kaaba, en la Meca. También habla W. Jones del Hamasa y de otras colecciones.

Pero quienes han dado a conocer mejor en Europa la poesía de los árabes, han sido, a nuestro entender, los alemanes, cuya lengua por ser tan flexible se presta a traducir de cualquiera otra con la mayor fidelidad y conservando el espíritu poético, y cuyo afán de investigación y amor y constancia en el trabajo los hacen capaces de profundizar cualquier asunto literario o científico en que se ocupan.

Entre los orientalistas alemanes que se han empleado en dar a conocer la poesía arábiga, merece sin duda el primer lugar Rückert, traductor del Hamasa o Valentía, cantos épicos-líricos, en la mayor parte anteriores a Mahoma, que reunió el erudito Abu Temmam, en la primera mitad del siglo IX. También tradujo lindamente en alemán y publicó Rückert, en 1844, en la ciudad de Stuttgart, las Makamas de Hariri, que son como leyendas poéticas.

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En España, entre tanto, donde, según aseguran los doctos, ha habido muchos y muy excelentes poetas árabes, apenas sí hasta el Sr. Ricard ha habido quien traduzca un solo poema arábigo del original al castellano. No es de admirar, pues, que nos llame la atención esta novedad, y que consagremos al opúsculo del señor Ricard un artículo. Su traducción, como él mismo dice en el breve prólogo que le ha puesto, está hecha sobre la antología de poesías árabes que Kosegarten ha recopilado al fin de su Chrestomathia arabica. Consta la colección de cuarenta y nueve composiciones, y no parece que sea ni una sola de ellas de autor nacido en España.

Los profanos nos quedamos aún con el deseo de conocer por sus obras a los egregios poetas árabes que florecieron en España, y singularmente en Córdoba, en tiempo de los califas. Los profanos tenemos que dar crédito al no menos egregio poeta cordobés, duque de Rivas, cuando nos dice que Jusef-Aben-Harun era un Homero, y cuando nos habla con tantos encomios de Alhasan, de Albuker, de Obada y de la hermosísima Lobna. ¿Es posible que se hayan perdido todas las obras de todos estos señores, o que los orientalistas no quieran darnos una leve muestra de su mérito, traduciendo un poquito?

Verdad es que, según el Sr. Ricard, que en esto no conviene, como de costumbre, con otros arabistas españoles, y más bien conviene con Dozy, la poesía arábiga es de una naturaleza erudita y aristocrática, esto es, que no puede haber dado origen a nuestra poesía   -36-   popular. El Sr. Ricard añade, para ponderar los obstáculos, que se oponen a una versión fiel e inteligible de los versos árabes, que el culteranismo, considerado como un defecto en nuestra poesía, es en la de los árabes una excelencia, una virtud, su mejor adorno. Los primores de la poesía árabe, prosigue, son a veces tan superiores al alcance del público, que con frecuencia necesitan los mismos autores escribir un comentario a su poesía, comentario indispensable para su inteligencia. Curiosa virtud y diabólico adorno de poetas y de poesía son estos de los árabes, si hemos de fiarnos del Sr. Ricard. Ni La Alejandra de Licofrón, ni Las Soledades de Góngora, valdrían nada entre ellos. Por fortuna el Sr. Ricard ha sabido despojar sus traducciones de esa virtud de la oscuridad. Todas ellas se entienden sin comentarios, y bien se puede afirmar que algunas son muy lindas.

Las hay sentenciosas, llenas de moralidad y de filosofía, sobre la templanza, sobre la modestia, sobre la paciencia y sobre la mansedumbre. A pesar del fin didáctico de estas composiciones, la abundancia y la riqueza de las imágenes les prestan cierto lirismo. Otras son descriptivas, pero el poeta, al contemplar y describir el objeto, y movido por las impresiones que de él recibe, evoca sus más íntimos sentimientos y los pinta con notable viveza de expresión. De este género son la poesía sobre el arrullo de las tórtolas silvestres, que guarda en sí la melancolía más profunda; la composición sobre la primavera, rica de un sentimiento voluptuoso, verdaderamente oriental, y otras varias   -37-   sobre el aire, el murmullo del agua, las ramas de los árboles, el nenúfar, el narciso, la rosa, la violeta, el jazmín, el arrayán, el azahar, la flor del almendro, la flor del granado, y otras flores.

Contiene también la colección algunas poesías amorosas y en loor del vino, al que suelen ser muy aficionados los poetas musulmanes, a pesar de la prohibición del Corán. Por desgracia, estos versos al vino tienen, por lo común, para nosotros, europeos y cristianos, el mismo inconveniente que la segunda Égloga de Virgilio y que los versos de Hafiz y de otros poetas persas. El copero hace generalmente el papel del Batilo de Anacreonte, del Ganímedes de Júpiter y del Antínoo de Adriano.

Tales son, en brevísimo resumen, las poesías árabes que ha traducido el Sr. Ricard. No copiamos aquí ninguna, porque nos parece difícil la elección, y no estaría bien dar como muestra la que valiese menos. Por otra parte, nosotros entendemos que de estas cosas, bellas, sí, pero exóticas, no se puede juzgar por un pequeño fragmento; es menester conocer toda una obra y penetrarse del espíritu, y de la forma de poetizar tan peregrina y tan diferente de la de los pueblos de Europa.

Recomendamos, pues, a los curiosos que compren y lean el opúsculo del Sr. Ricard, que está de venta en todas las librerías. Es menester animar al Sr. Ricard, a ver si se decide a traducir las obras de algún buen poeta arábigo-hispano. Sería de desear, si esto hiciese, que al lado de su traducción en verso, nos diera   -38-   otra traducción literal en prosa, como hizo el Sr. Castillo y Ayensa, con Safo, Tirteo y Anacreonte. Así comprenderíamos mejor, los que no sabemos la lengua arábiga, la manera de la expresión, los giros y las frases del poeta que el Sr. Ricard traduzca, lo cual es de la mayor importancia para poder juzgar sobre una poesía extranjera. En la traducción en verso puede haber bellezas que sean del traductor, y asimismo no pocos defectos de prosaísmo y ripios, o palabras inútiles, que al autor no deben atribuirse.








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