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Orson-Otelo

Ricardo Gullón





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Los ingleses padecen las interpretaciones de Orson Welles con el estoicismo del anciano caballero a quien sucesivos desastres van desmantelando el solar legado por los antepasados. Orson-Macbeth, Orson-Otelo, y no Macbeth, y no Otelo, interpretados por el señor Welles. Ya sé que existe vastísima diversidad en las interpretaciones de los personajes de Shakespeare. La tradición británica admite transformaciones considerables, cambios sustanciales, y cada gran actor inglés, de Garrick a Macready y de Olivier a Gielgud, introdujo en las figuras dramáticas del «dulce cisne del Avon» matices deferentes, nuevos estremecimientos.

¿Qué está ocurriendo ahora para que los críticos frunzan el ceño e increpen airadamente al cómico americano, considerando inadmisibles sus audacias en la versión de las obras shakespearianas que representan? Orson Welles tiene demasiada personalidad para plegarse, siquiera heterodoxamente, al personaje interpretado. Como Charlie Chaplin, desborda el cauce previsto, y sobre la máscara no tardan en revelarse los rasgos del rostro encubierto. El espectador no acaba de creer en la existencia del Dictador o de Monsieur Verdoux, porque bajo la apariencia ficticia reconoce al Chaplin de siempre. Y lo mismo ocurre cuando en Macbeth o en Otelo descubre, no un Macbeth o un Otelo distintos de los habituales, sino un Orson Welles verdadero, un carácter que se impone a la invención y, sutilmente, la suplanta, destruyéndola.

Es natural que los coleccionistas de interpretaciones se sientan sorprendidos y hasta defraudados por esta irrupción del hombre en la ficción, de la realidad en el mito. Se comprende también la alarma de los celosos guardas jurados del coto shakespeariano, honestos eruditos que viven de cortar el cupón a sus habituales títulos ensayísticos, y ven amenazadas su seguridad y su costumbre por la irrupción de un fenómeno -el fenómeno Welles- que no entienden.

El actor americano acaba de obtener en el festival de Cannes un éxito resonante: su versión cinematográfica de Otelo consiguió el gran premio, pero no, por fortuna, la unanimidad en el aplauso. Se alinean contra él los partidarios de una supuesta tradición que, de existir, se basaría precisamente en el cambio, en una evolución   —241→   basada tanto en la necesidad de adaptarse a los gustos de la época como en la de violentarlos para imponer el de actores hostiles a las interpretaciones vigentes.

No creo que la versión de Orson Welles sea ortodoxa; por el contrario, la supongo herética, pero basta leer los comentarios de sus enemigos (por ejemplo, el publicado por el crítico de Le Monde: modelo de petulante incomprensión) para advertir que, gracias a ella, gracias a la enorme personalidad del protagonista, la obra recuperó su violencia originaria, su primitivo carácter apasionado y cruel.

En un comentario justificativo, Orson Welles puso de relieve la extraordinaria sensibilidad de los isabelinos ingleses, la abundancia de registros existentes en los hombres de entonces: «un lirismo tan fresco como una mañana de mayo compensaba una brutalidad muy próxima a la barbarie: sutileza e inocencia se mezclaban maravillosamente». Y la tentativa de Welles importa porque pretende resucitar esa personalidad según puede sentirla y poseerla quien como él está hecho también de contrastes que se equilibran, de rudeza y poesía, de violencia exaltada y gracia sin afectación, a la vez complicado e ingenuo, primitivo y refinado, astuto y tierno.

El arte de Welles acaso sea, en un postrer grado de análisis, más útil a la intención de los dramaturgos que las fieles interpretaciones de actores menos personales. Pues sirve magníficamente para manifestar en el hombre Welles, en el comediante Welles, las emociones y los sentimientos que el autor quiso expresar a través del personaje.





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