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Ortega y el futuro

Pedro Laín Entralgo





Ante un pensador que tan agudamente ha sabido percibir el valor poético de la metáfora, no sería inoportuno reunir las que él empleó para la descripción de su propia aventura vital. Ortega ha sido pensador, filósofo, escritor. Sí, ya lo sabemos. Pero, ¿cómo vio él y cómo quiso que los demás vieran su personal hazaña de pensar, filosofar y escribir? Tres metáforas, tomadas las tres de la inagotable cantera helénica, van a darnos una primera clave. Ortega, en efecto, se ha visto a sí mismo como cazador (Meditaciones del Quijote, 1914), como arquero (El Espectador, 1921) y como nauta (Prólogo a la primera edición de sus obras, 1932). Cazador: el hombre que se esfuerza por cobrar la pieza perseguida. Arquero: el que pretende clavar la flecha en el blanco previsto. Navegante: el que con su nave trata de alcanzar el puerto deseado. Tres aspirantes al logro de metas inciertas y sugestivas, tres enamorados de la novedad y la osadía, tres ambiciosos escrutadores del porvenir, La apelación deliberada a esas metáforas, ¿no indica por sí misma una altísima y peculiar estimación del futuro? ¿Y no incita a investigar lo que el futuro fue en el alma de quien tan significativamente quiso usarlas? «La estructura de la vida como futurición es el más insistente leit-motiv de mis escritos», dice él mismo, en una nota confesional a Pidiendo un Goethe desde dentro1. Nos hallamos, pues, ante uno de los más centrales temas del pensamiento de Ortega. Acerquémonos a él con atención despierta y limpia, con hondo deseo de verdad.




Vida humana y felicidad

La vida del hombre es, por lo pronto, constante movimiento hacia algo, permanente anhelo de metas sucesivas y cambiantes. Una venerable intuición india la concibe como sed, trsna. «La vida -comenta Ortega- es ser, es ansia, afán, deseo. No es lograr, porque lo logrado se convierte automáticamente en punto de arranque para un nuevo deseo» (O. C., III, 182). Pero, ¿de qué agua es esa sed? ¿Cuál es el término de ese incesante movimiento del ser humano? La respuesta -una primera respuesta- viene inmediatamente a la pluma: el hombre se mueve hacia su felicidad, tiene sed de ser feliz. Tal es «la vocación general y común a todos los hombres» (O. C., VI, 424).

Tratemos de saber en qué consiste esa felicidad tan diversa y universal mente deseada. A través de fórmulas distintas, Ortega va acercándose paulatinamente a la resolución del soberano problema. Ser feliz es, en una primera aproximación, sentir que la actividad propia se halla absorbida, de modo a la vez pleno y gustoso, polla tarea a que se halla consagrada. Quien está sumergido en una ocupación absorbente no se siente infeliz. «Si algo en el mundo bastase a henchir el volumen de nuestra energía vital, seríamos felices» (O. C., II, 77). Pero, ¿qué es lo que con tal plenitud puede llenar la actividad vital de un hombre? Indudablemente, aquello a lo cual se siente con más hondura vocado, aquello que constituye su real y verdadera vocación: «Felicidad es la vida dedicada a ocupaciones para las cuales cada hombre tiene singular vocación» (O. C., VI, 424). Con otras palabras: es feliz la vida empleada en aquello por lo cual sea capaz de morir quien la emplea (O. C., III, 219), la actividad en que la muerte, si por su causa sobreviene, resulte ser una «muerte regocijada». «Por esta razón -confiesa Ortega-, yo no he podido sentir nunca hacia los mártires admiración, sino envidia. Es más fácil lleno de fe morir, que exento de ella arrastrarse por la vida. La muerte regocijada es el síntoma de toda cultura vivaz y completa, donde las ideas tienen eficacia para arrebatar los corazones» (O. C., II, 86). Felicidad, en suma, es la coincidencia entre la vida proyectada y la vida real y efectiva (O. C., IV, 407), el resultado subjetivo de «encajar en sí mismo» (O. C., V, 88). Más que mero «placer», en el sentido habitual del término, la felicidad sería el esfuerzo sin esfuerzo de realizarnos plenamente, deportivamente, en aquello que constituye nuestra más germina vocación (O. C., VI, 429).

El hombre aspira a su felicidad, se mueve hacia ella. ¿La encontrará al término de sus afanes? Dos contrapuestas actitudes ha adoptado la humanidad, frente a tan grave e ineludible interrogación. Ha creído, en ocasiones, que la felicidad existió en una «Edad de Oro» anterior a la historia, a la cual sólo parcial y ocasionalmente puede el hombre acercarse en el penoso transcurso de sus incesantes actividades negociosas. El goce que regala la caza, por ejemplo, sería algo así como un retorno desde la opresora civilización a la feliz simplicidad de la vida primitiva (O. C., VI, 478). Ha pensado, en otros casos, y singularmente a partir de siglo XVIII, que sólo en el futuro, cuando el progreso llegue a nivel suficiente, podría ser el hombre íntegramente feliz: «[...] desde hace un par de siglos concurre con la ilusión retrospectiva la tendencia a esperar lo mejor del futuro»; y así, nuestro corazón «oscila entre un prurito de novedades y un constante afán de retorno» (O. C., VI, 478). Entre esas dos tesis, la nostálgica y la progresista, ¿cuál elegir? Ortega, que no es hombre de ilusiones, que explícitamente ha declarado vivir en una época «desilusionada» (O. C., III, 228), opta por el presente y confía con buen ánimo en la forzosidad del futuro.

Opta por el presente. De vuelta del progresismo moderno, él, «nada moderno y muy siglo XX» (O. C., II, 21), acierta a estimar positiva y esforzadamente el tiempo crítico en que vive, y sabe que, bajo el dolor y la angustia, ninguna época ha querido en serio, ser otra determinada: cada época tiene su vida y la siente como suya; los lamentos sobre «los tiempos que corren» son un factor de placer, el deleite de la quejumbre, la delicia de llorar. «El problema de la historia -dice una nota de El Espectador- es el problema de la felicidad. Porque la historia se propone comprender lo que en su última intimidad fue la vida de ésta o la otra época. Ahora bien: toda época se siente, en su postrer fondo, feliz. La vida es siempre feliz en su gran cuenca total. El vago deseo de vivir en tal o cual otro tiempo pasado o futuro pertenece a la voluptuosidad de la vida y contribuye a perfilar la fisonomía de ciertos siglos... ¡Terrible misterio de la vida, que es en todo momento profundamente, inquebrantablemente beatífica, y reposa en sí misma!» (O. C., II, 730). Retengamos desde ahora este aserto, tan decisivo, tan menesteroso de atenta interpretación.

Esta rotunda estimación del presente no excluye y no puede excluir el inexorable imperativo del futuro. Quiera o no, el hombre «está consignado a un futuro que es siempre nuevo y distinto, llamémosle o no progreso. A pesar de lo vieja que es nuestra especie y de que heredamos todo el pretérito, la vida es siempre nueva, y cada generación se ve obligada a estrenar el vivir, casi, casi, como si nadie lo hubiese practicado antes» (O. C., VI, 479). El presente de cada situación no es infeliz. Más aún: mirado con profundidad y anchura suficiente, es feliz, pese a las mil y una calamidades que puedan afligirle. El futuro, por su parte, puede muy bien no traer felicidad. Pero el hombre, movido por una radical forzosidad de su existencia, tiene que moverse hacia el futuro. Examinemos en qué consiste esa extraña necesidad de nuestra vida.




El futurismo y su fundamento

A mil leguas de la «religión del progreso» -luego hemos de ver sus razones para ello-, Ortega es resueltamente «futurista». Lo es por situación y por convicción, como europeo y como pensador original. Los hombres de Grecia y Roma padecieron una sorprendente ceguera para el futuro; su punto de referencia era el pretérito. Los europeos, en cambio, «hemos gravitado desde siempre hacia el futuro y sentimos que es ésta la dimensión más sustancial del tiempo, el cual, para nosotros, empieza en el después y no por el antes» (O. C., IV, 257 y 264). Así ha ocurrido siempre; y si los griegos y romanos no lo percibieron, o lo percibieron parcial y turbiamente, fue porque en la vida del hombre no siempre coinciden lo que él es y lo que él piensa ser (O. C., IV, 266). «Vivir, en efecto, es algo que se hace hacia adelante, es una actividad que va de este segundo al inmediato futuro» (O. C., III, 71). Hegel pudo pensar que lo histórico es sólo el pasado, que el presente no es más que el resultado del pretérito; pero esa es la máxima falla de la historiología hegeliana: «El caso de Hegel patentiza sonoramente el error que hay en definir lo histórico como el pasado. Una concepción cautelosa de lo real histórico tiene que contar con el futuro, con nuestro futuro, y no sólo con nosotros, en cuanto futuro de lo pretérito» (O. C., II, 560). El corazón del hombre necesita siempre una abertura hacia la esperanza, es decir, hacia el mañana (O. C., II, 509), y en ocuparse con el mañana consiste principalmente nuestra vida. «Quiérase o no, la vida humana es constitutivamente ocupación con algo futuro. Desde el instante actual nos ocupamos del que sobreviene. Por eso vivir es siempre, sin pausa ni descanso, hacer, realizar un futuro... Nada tiene sentido sino en función del porvenir. El ser del hombre tiene irremediablemente una constitución futurista» (O. C., IV, 266). ¿Cuál es, entonces, la estructura, cuál es el fundamento de esa «irremediable» constitución?

A una primera inspección, el futuro es peligro, problema, incertidumbre, drama. «¿Cuál es la esencia del futuro, de todo futuro? Peligro, problema» (O. C., V, 462). «Yo», la realidad que conozco y nombro con ese pronombre personal, ¿podré seguir siendo «yo» dentro de una hora, dentro de un minuto? No lo sé. «Nuestra vida tiene una condición trágica, puesto que, a lo mejor, no podemos en ella ser el que inexorablemente somos». Aún es mayor la incertidumbre respecto de lo que queremos ser: «La vida es constitutivamente un drama, porque es siempre la lucha frenética por conseguir ser de hecho lo que somos en proyecto» (O. C., IV, 77), y ese es combate en que siempre podemos perder. El futuro, en su conjunto, consiste en la forzosidad que el hombre tiene de hacerse a sí mismo, determinando a la vez lo que va a ser (O. C., VI, 33), Más concisamente: futuro es vida proyectada, proyecto.

Cada uno de los instantes de su existencia -y mucho más si pertenece al número de los que él suele llamar «decisivos»- es para el hombre un hic Rhodus, hic salta. Frente a la oscuridad del futuro, inventa un proyecto de vida personal y trata de hacerlo realidad: vivir humanamente significa así «la inexorable forzosidad de realizar el proyecto de existencia que cada cual es». Este proyecto en que consiste el yo es anterior a todas las ideas que forme la inteligencia del hombre y a todas las decisiones de su voluntad; es su auténtico ser, su destino (O. C., IV, 400). «El hombre no puede dar un solo paso sin anticipar, con más o menos claridad, todo su porvenir, lo que va a ser, lo que ha decidido ser en toda su vida» (O. C., V, 23).

Aparentemente, hay una contradicción en el párrafo anterior. Dícese en él que el hombre inventa y decide su proyecto de vida personal; se afirma, a la vez, que ese proyecto es anterior a las decisiones de su voluntad. ¿Cómo es esto posible? Es posible y real por la virtud de un ingrediente de la existencia humana todavía no nombrado: la vocación. En su circunstancia y con sus dotes propias, el hombre descubre que para vivir necesita imaginar lo que él ha de ser en el futuro. Vivir es sobrevivir imaginativamente (O. C., IV, 358), ser el novelista de sí mismo. Esa faena de imaginación exige, claro está, conocer e interpretar la circunstancia en que se existe, puesto que en ella, con ella y de ella hay que vivir. Pero las varias posibilidades que la inventiva y la circunstancia brindan, ¿son equivalentes entre sí? Para quien las imagina y contempla, ¿pueden ser todas ellas indiferentes? En modo alguno. Hay una desde cuyo seno una voz parece llamarnos con singular instancia: es la vocación. «Voz que llama hacia el auténtico ser, hacia la posibilidad propia, hacia el camino de lo que tenemos que ser», dice de ella Ortega (O. C., V, 138). Y en otro lugar: «Si por vocación no se entendiese sólo, como es sólito, una forma genérica de la ocupación profesional y del curriculum civil, sino que significase un programa íntegro e individual de existencia, sería lo más claro decir que nuestro yo es nuestra vocación» (O. C., IV, 301). Pues bien: el proyecto de vida al cual la vocación misteriosamente nos llama es en parte «hallado» por nosotros y en parte ejecutado por la libre decisión de nuestra voluntad. La «autenticidad» de la existencia depende, en fin de cuentas, de la mayor o menor fidelidad al proyecto que constituye la vocación.

Dejemos ahora a un lado los múltiples problemas antropológicos que la realidad de la vocación plantea -su constitución metafísica, su génesis, su conexión con las creencias personales, sus relaciones con la libertad y con la educación, etc.-, y volvamos al tema del futuro. ¿Cómo tiene que estar constituida la existencia humana para que el futuro y el proyecto sean metafísica y psicológicamente necesarios? La respuesta de Ortega puede ser reducida a las siguientes tesis: la realidad del hombre es deficiente, excéntrica, discordante consigo misma; esa excentricidad se expresa dinámicamente bajo forma de tiempo; el tiempo del hombre es, por necesidad, quehacer, invención; el objeto fundamental del quehacer de la existencia humana es dar el ser a las cosas; la vida, por tanto, es constitutivamente altruismo.

Deficiencia de la existencia humana: «La verdadera naturaleza del hombre consiste en tener dotes, pero también en tener fallas. El hombre se compone de lo que tiene y de lo que le falta. Si usa de sus dotes intelectuales en largo y desesperado esfuerzo, no es simplemente porque las tiene, sino, al revés, porque se encuentra menesteroso de algo que le falta» (O. C., IV, 109). En el orden de la actividad cognoscitiva -valga este ejemplo- hay una incongruencia inicial entre las necesidades que tiene el hombre de conocer y las «facultades» con que para ello cuenta. Platón supo verlo: tanto como un ser que «sabe», el hombre es un ser que «no sabe». En definitiva, un ser deficiente.

Excentricidad, discordancia. Frente a la roca y al espíritu, el hombre se caracteriza por discordar: «Sólo el hombre posee un centro aparte y suyo, desde el cual vive sin coincidir con el cosmos. ¡Dualidad terrible, antagonismo delicioso! Ahí, el mundo que existe y opera desde su centro metafísico. Aquí, yo, encerrado en el reducto de mi alma, fuera del Universo... Frente a la naturaleza y al espíritu, alma es eso: vida excéntrica» (O. C., II, 461). Excéntrica respecto del Universo, mas también respecto de sí misma, porque nuestro cuerpo, siendo esencialmente «nuestro», no deja de ser un fragmento del cosmos.

Esta deficiente y constitutiva excentricidad es a la vez problema, anhelo y tiempo. «La vida humana está constituida por el problema de sí misma» (O. C., IV, 403); y lo problemático de su ser se manifiesta ante todo, como Leibnitz diría, en su percepturitio o tendence à nouvelles perceptions, «una como sensibilidad para lo que aún no está ante nosotros, para lo ausente, desconocido, futuro, remoto. Este apetito, esta conación o impulso nos hace rodar más allá de nosotros mismos, aumentarnos, superarnos». Sin ella, «el hombre sería únicamente la más blanda de las rocas» (O. C., II, 75). Con ella, la vida humana es tiempo de decisión y crecimiento, tiempo con edad y término: «La vida es tiempo..., y no tiempo cósmico imaginario, y porque imaginario infinito, sino tiempo limitado, tiempo que se acaba, [...] el tiempo irreparable» (O. C., V, 37). Y el contenido de ese tiempo, ¿qué puede ser, según lo expuesto, sino nacimiento, creación? La sustancia de la vida consiste en algo que tiene que hacerse a sí mismo; en algo que «no es cosa, sino absoluta y problemática tarea» (O. C., IV, 403). La vida verdadera, por tanto, es inexorablemente invención. Tenemos que inventarnos nuestra propia existencia y, a la vez, este inventar no puede ser caprichoso, porque tiene que contar de modo simultáneo con la circunstancia y la vocación (O. C., IV, 366): tanto como «invención» tiene que ser «hallazgo», según la etimología de la palabra «inventar».

Invención, hallazgo, tarea: en último término, quehacer. Vivir es hacer lo que tenemos que hacer, «la vida es lo que hay que hacer». O sea, hacer algo que no sea nada. «Quien no quiere hacer nada, se aburre, y entonces queda condenado al más cruel de los trabajos forzados, a hacer tiempo. El fainéant es el que hace la nada» (O. C., IV, 421). Vivir auténticamente es, pues, lo contrario de no hacer nada, la antítesis de «hacer la nada». ¿Qué será, entonces? Una respuesta se impone: vivir auténtica, activa, creadoramente, es hacer algo, «hacer el ser». La actividad fundamental del hombre consistiría, pues, en hacer el ser de las cosas: «Las cosas no tienen ellas por sí un ser, y precisamente porque ellas no lo tienen el hombre se siente perdido en ellas y no tiene más remedio que hacerles un ser, que inventárselo... El ser de las cosas consistiría, según esto, en la fórmula de mi atenimiento con respecto a ellas» (O. C., V, 85). De ahí que, más que la rebelión, el verdadero imperativo moral sea la creación: «La única verdadera rebelión es la creación -la rebelión contra la nada, el antinihilismo. Luzbel es el patrono de los seudorrebeldes» (O. C., IV, 347); es decir, de los que no saben que vivir es hacer algo, «hacer ser».

¿Cabe mayor altruismo? «Hay dentro de cada cosa la indicación de una posible plenitud. Un alma abierta y noble sentirá la ambición de perfeccionarla, de auxiliarla, para que logre esa plenitud. Esto es amor, el amor a la perfección de lo amado» (O. C., I, 311). Por tanto, altruismo, actividad hacia «lo otro», interés por «lo otro». Ha sido un error incalculable «sostener que la vida, abandonada a sí misma, tiende al egoísmo, cuando es en su raíz y esencia inevitablemente altruista. La vida es el hecho cósmico del altruismo, y existe sólo como perpetua emigración del Yo vital hacia lo Otro» (O. C., III, 187). De ahí que la auténtica plenitud vital no consista, de tejas abajo, en la satisfacción, en el logro, en la arribada. Como decía Cervantes, «el camino es siempre mejor que la posada». Todo tiempo satisfecho es tiempo interiormente muerto (O. C., IV, 159).

Alguien objetará: el hombre, ¿no es también pasado? Lo que yo soy, ¿no es, ante todo, lo que he sido? Es verdad, responde Ortega; pero lo que yo he sido -mi pasado- lo soy en vista de mi futuro, bien como posibilidad negativa (para no ser lo que he sido), bien como recurso positivo (para, apoyándome en lo que hasta ahora he sido, ser desde ahora). Necesitamos, ciertamente, del pasado. Nuestro corazón debe poder contar con las sugestivas reminiscencias que el pasado nos envía; siempre será preciso aumentar el presente con el pasado (O. C., II, 509), y nunca será educación valiosa la que no acierte a conservar en el seno de la personalidad del educando un resto de ser infantil, que sea para el hombre adulto lo que para el cascabel es su interior pedrezuela (O. C., II, 293), El hombre necesita recordar y saber historia. Bien. Pero, ¿qué es recordar? ¿Qué es saber historia?

Recordar es también «hacer», y todo hacer es realizar un futuro. Cuando recuerda, el español dice que «hace memoria». Pues bien, «hacemos memoria en este segundo para hacer algo en el inmediato, aunque no sea más que el placer de revivir el pasado» (O. C., IV, 266). Recordamos, en suma, para, haciéndonos cargo del pasado, podernos orientar en el futuro: «Precisamente porque vivir es sentirse disparado hacia el futuro, rebotamos en él, como en un hermético acantilado, y vamos a caer en el pasado, al cual nos agarramos hincando en él los talones para volver con él, desde él al futuro y realizarlo. El pasado es el único arsenal donde encontramos los medios para hacer efectivo nuestro futuro. No recordamos porque sí. Recordamos el pasado porque esperamos el futuro y en vista de él» (O. C., V, 94). De ahí que, si nos analizamos mientras estamos entregados a la operación de recordar, «observaremos que al rememorar bizqueamos, y que, mientras recordamos con un ojo el pasado, con el otro seguimos atentos al porvenir, refiriendo constantemente lo que fue a lo que puede sobrevenir. El recuerdo es la carrerilla que el hombre toma para dar un brinco enérgico sobre el futuro» (O. C., V, 460).

El futuro es el horizonte de los posibles; el pasado, la tierra firme de los métodos, de los caminos que creemos tener bajo los pies (O. C., IV, 396). ¿Para qué esos caminos? Para recorrerlos, sin duda; para conocer, recorriéndolos, lo que hasta ahora hemos sido individual y colectivamente. Mas también, y sobre todo, para abandonarlos, y ese es el sentido del saber histórico en las épocas de crisis. Con tal fin debe estudiar la historia el europeo de estos tiempos: «Europa tiene que aprender en la historia, no para hallar en ella una norma de lo que puede hacer -la historia no prevé el futuro-, sino para evitar lo que no hay que hacer: por tanto, para renacer de sí misma evitando el pasado» (O. C., IV, 368). Con ese fin busca Ortega el conocimiento de la historia de España. El ensayo España invertebrada, cuya primera intención fue la interpretación crítica de nuestro pretérito, pretendía también, en intención segunda, ofrecer un proyecto de vida futura a cuantos españoles sean «capaces de sentirse, en plena salud, agonizantes, y, por lo mismo, dispuestos a renacer» (O. C., III, 45)2.

Vida es, pues, futurición, hasta cuando el viviente no lo sabe o no lo quiere. Mucho más lo será cuando acierte a ejercitar con lucidez la diversa actividad de su existencia personal. Entonces descubrirá con Nietzsche que la patria es más Kinderland que Vaterland, más «tierra de los hijos» que «tierra de los padres» (O. C., I, 144), afirmará con Ortega que la nación es, en su raíz, «un sugestivo proyecto de vida en común» (O. C., III, 56), y entenderá la lectura como un acto anímico mediante el cual «conseguimos realizar lo que sólo como posibilidad latía en nosotros» (O. C., II, 164).




La previsión del futuro

¿Puede el hombre prever el futuro? Pocas ilusiones ha sentido la humanidad más constante y hondamente que ésta. Pocas también, a primera vista, más vanas y desengañadoras. «Vivimos originariamente hacia el futuro, disparados hacia él. Pero el futuro es lo esencialmente poblemático no podemos hacer en él pie, no tiene figura fija, perfil decidido. ¿Cómo los ya a tener, si aún no es? El futuro es siempre plural: consiste en lo que puede acaecer, y pueden acaecer muchas cosas diversas, incluso contradictorias» (O. C., V, 93-94). En tal caso, ¿habremos de resignarnos a que nuestros proyectos de vida futura sean, como vulgarmente se dice, palos de ciego?

En cuanto agente de la historia, el hombre es el ser que no se resigna; y en ese modo de existir que por antonomasia llamamos «moderno», la no resignación es principio y forma de vida. Inexorablemente situado ante el enigma del porvenir, el hombre moderno ideó en el siglo XVIII un sistema de previsión que pronto recibió el nombre técnico de «progresismo». La humanidad, según él, puede sufrir muy diversas vicisitudes, porque el espíritu es libre; pero, por una radical exigencia de la naturaleza, a la cual también el hombre pertenece, esas cambiantes vicisitudes se hallan constante y necesariamente ordenadas in melius, hacia la creciente perfección y la suma felicidad del género humano. En su detalle, el futuro no puede ser previsto; en su conjunto, sí, porque siempre podemos decir que el día de mañana será mejor que el día de hoy (O. C., III, 185).

Desde su mocedad fue Ortega un rebelde contra el progresismo. En ello, como en tantas cosas, quiso ser fiel a su siglo. Del progresismo le irritaban la sistemática descalificación del pasado (O. C., II, 460), y el total desconocimiento de la relatividad de todo progreso: «[...] la progresión -escribió- es siempre relativa a la meta que hayamos predeterminado» (O. C., II, 158)3; pero, sobre todo, su petulancia, su constante referencia a unas calendas griegas permanentemente futuras y su nefasta acción anestésica sobre los sentimientos de riesgo y aventura. El siglo XIX, decían las páginas iniciales de El Espectador, no consiente a los siglos futuros «ser de otro modo que él, y pretende imponerles, no sólo sus preocupaciones, sino hasta el rango que en su ánimo gozaban. El siglo progresista no concibe que se dé el progreso en otra forma que en estado de alma progresista» (O. C., II, 22). Tal mandarinato histórico no es tolerable por quien se siente con fuerzas para ser original. Y mucho menos puede tolerarse la medular tendencia del progresismo a «existir a cargo de la posteridad, dejando la propia vida sin cimientos, raíces, ni encaje profundo»; negando, en suma, el valor y la responsabilidad de la obra presente. «El señor Loeb, y con él toda su generación, a cuenta de que en el porvenir se va a lograr una física de la vida moral (mediante una ampliación al hombre de la teoría de los tropismos biológicos), renuncia a tener él, en su día presente, una verdad sobre la moral» (O. C., VI, 22-23). Tal proceder, hijo o nieto de la «moral provisional» de Descartes, ha sido «el opio entontecedor de la humanidad», el cloroformo que adormeció al europeo y al americano «para esa sensación radical de riesgo que es sustancia del hombre» (O. C., V, 302). El progresismo ha invitado al hombre a irresponsabilizarse, a tumbarse a la bartola; induciendo a creer «que ya se había llegado a un nivel histórico en que no cabía sustantivo retroceso, sino que mecánicamente se avanzaría hasta el infinito, ha aflojado las clavijas de la cautela humana y ha dado lugar a que irrumpa de nuevo la barbarie en el mundo» (O. C., V, 328). Despreocupado del futuro, el progresista ha vaciado al mundo de proyectos, anticipaciones e ideales (O. C., IV, 168-169).

Todo esto subleva a Ortega, No niega que el hombre progrese, pero sí que su progreso sea necesario e inexorable (O. C., V, 302); el progresismo puede ser cierto, dice, en relación con el pasado, pero es falso cuando se le refiere al porvenir (O. C., VI, 477). El hombre crece en la historia, progresa; pero si esa progresión es hacia lo mejor, sólo a posteriori podrá saberse (O. C., VI, 41). Frente al futurismo falso y utópico de la ideología progresista, el futurismo de Ortega afirma con toda resolución el valor sustantivo del presente y el derecho del hombre a la originalidad propia, a la novedad. «Verdad es lo que ahora es verdad, y no lo que se va a descubrir en un futuro indeterminado» (O. C., VI, 22); es preciso elaborar una filosofía partiendo, como de un principio formal, de excluir las calendas griegas; y contra el utopismo falso de creer que lo que el hombre desea es, sin más, posible, hay que levantar el bueno, arriesgado y fecundo utopismo de los hombres que, sin ilusiones, conociendo lúcidamente el verdadero alcance de sus recursos, saben proponerse imposibles: «Lo único que no logra nunca el hombre es precisamente -sea dicho en su honor- lo que se propone. Esta nupcia de la realidad con el íncubo de lo imposible proporciona al universo los únicos aumentos de que es susceptible» (O. C., V, 434-435). Condenado el hombre a no hacer sino lo que es fácilmente hacedero, posible, la vida se vacía y se mete en ella la angustia. No obstante su proclamado finitismo (O. C., III, 242), también Ortega hubiese podido firmar estos versos, tan antiprogresistas, de su amigo Antonio Machado:


«¡Qué importa un día! Está el ayer alerto
al mañana, mañana al infinito.
Hombre de España, ni el pasado ha muerto,
ni está el mañana -ni el ayer- escrito»;



y hasta hubiese ampliado el área de su arenga, dirigiéndola a los «hombres de Europa».

No está el mañana escrito: mañana es siempre problema, incertidumbre, peligro. En tal caso, ¿habremos de concluir que el futuro es imprevisible? No lo cree Ortega, y nunca lo ha creído la humanidad: «Ha sido normal en la historia que el porvenir haya sido profetizado. En Macaulay, en Tocqueville, en Comte, en Stuart Mill, encontramos predibujada nuestra hora» (O. C., 127). El futuro no es puro azar, el futuro es previsible. Si el historiador es, como tan agudamente decía Schlegel, un profeta al revés, ello implica que un historiador a la inversa, orientado hacia el futuro, pueda ser en alguna medida «profeta». Con otras palabras: si, contra la tesis de Hegel, el futuro no es estrictamente «racional», no por ello deja de ser «razonable»: «[...] para profetizar el futuro se hace uso de la misma operación intelectual que para comprender el pasado» (O. C., III, 154); esto es, de la «comprensión psicológica».

¿Qué se puede conocer del futuro? ¿Cómo puede ser logrado ese conocimiento? Por supuesto, siempre será irremisiblemente necio quien pretenda vaticinar la contextura anecdótica del mañana; mas no el que se proponga prever el carácter, los apetitos, las energías, el estilo de las reacciones del próximo porvenir. Bastaría, para ello, con que supiese entenderse a sí mismo. Puesto que el futuro próximo consiste en la prolongación de lo que en nosotros es esencial y no contingente, normal y no aleatorio, si «descendiésemos al propio corazón y, eliminando cuanto en él es afán individual, privada predilección, prejuicio o deseo, prolongásemos las líneas de nuestros apetitos y tendencias esenciales», las veríamos «converger en un tipo de vida». El curso de la historia sería, según esto, la modulada continuidad de los «hombres esenciales»: «Percutiendo en la más solitaria soledad de sí mismo puede cada cual prever el porvenir» (O. C., V, 140). La empresa, sin embargo, dista de ser fácil: al mirar dentro de sí, al hombre suele nublársele la vista e invadirle el vértigo (O. C., III, 155).

Más accesible es otro método fundado en la arquitectura de las épocas históricas. En el contenido de cada época hay actividades primarias, como el arte y el pensamiento, y actividades secundarias y consecutivas, como la acción política; y en su estructura social cabe siempre discernir de la masa, la minoría que la informa, orienta y expresa; minoría compuesta, a su vez, por una fracción contemplativa y otra fracción activa, por hombres de contemplación y hombres de acción. Pues bien: el futuro histórico se halla prefigurado en el pensamiento y en la sensibilidad de la fracción contemplativa. Frente a los doctrinarios de la espontaneidad y a los lisonjeros intelectuales de la masa, Ortega, aristocrático y virgiliano, sabe dar sentido nuevo e histórico al viejo meris agitat molem. «En el puro pensamiento es donde imprime su primera huella sutilísima el tiempo emergente. Son los leves rizos que deja en la quieta piel del estanque el soplo primerizo... La ciencia que hoy se produce es el vaso mágico donde tenemos que mirar para obtener una vislumbre del futuro» (O. C., III, 156). Vislumbre tanto más profunda, cuanto más amplia sea la zona de pasado que la memoria guarda y comprende la inteligencia: «El mañana tiene para cada ser viviente distinto espesor, según sea de espeso el ayer que conserva la reminiscencia» (O. C., IV, 359). No olvidemos que el salto hacia el futuro requiere siempre la previa carrerilla del recuerdo. Pronto hemos de ver algunos de los resultados obtenidos por Ortega mediante estos métodos de predicción.




El futuro y la esperanza

El futurismo de Ortega incluye, como sabemos, una enérgica afirmación del presente. «Verdad es lo que ahora es verdad», nos ha dicho. Antes que el deber ser importa el ser; antes que justa o exquisita, Una sociedad debe ser sana, tiene que «ser sociedad» (O. C., III, 102). Y si la deficiencia de nuestra realidad nos dispara hacia el futuro, en busca de lo que nos falta, también es cierto que esa misma deficiencia nos constituye, nos hace ser lo que somos: «Todo lo que somos positivamente lo somos gracias a alguna limitación. Y este ser limitado, este ser mancos, es lo que se llama destino, vida. Lo que nos falta y lo que nos oprime es lo que nos constituye y nos sostiene» (O. C., IV, 68). Consecuencia: no acabará de entenderse la actitud intelectual de Ortega ante el futuro, si no se conoce con alguna precisión su idea del presente.

El presente -de un hombre, de un pueblo, de la humanidad- puede ser concebido de dos modos distintos: en sí mismo y en relación con el conjunto de todos los presentes del pasado y del futuro. En sí mismo considerado, un presente se halla constituido por el ensamblaje más o menos armónico de las creencias en que se vive, las ideas y sentimientos a que conduzca la interpretación de la circunstancia y los proyectos, deseos y esperanzas con que se intenta prefigurar el porvenir. Basta tan sumaria enumeración para advertir que la parte mayor del presente se halla constituida por la perduración o «actualización» del pasado. Cabe, pues, decir que «el presente consiste en el pasado, se compone del pasado» (O. C., VI, 358). Cada generación lleva en sí todas las anteriores y es como un escorzo de la historia universal (O. C., V, 45). Y, mutatis mutandis, eso mismo habría que decir de los presentes individuales.

Otro es el caso, si se mira la relación de cada presente con el conjunto a que pertenece. Entonces el presente, individual o colectivo, es un punto de vista para la intelección del todo de la realidad, una ventana insustituible para el total conocimiento humano de la verdad. Yuxtaponiendo todas esas visiones parciales se lograría tejer la verdad omnímoda y absoluta. Y si la verdad total, omnímoda y absoluta es la que conoce Dios, habremos de concluir que la verdad parcial obtenida en cada presente es un momento constitutivo de la visión divina de la realidad. Pensó Malebranche que si los hombres conocen alguna verdad es porque ven las cosas en Dios, desde el punto de vista de Dios. Ortega piensa, en cambio, «que Dios ve las cosas a través de los hombres, que los hombres son los órganos visuales de la divinidad» (O. C., III, 202-203). Un inmenso optimismo metafísico de raigambre cristiana -la concepción del hombre como «imagen y semejanza de Dios» -late en la almendra de esas palabras de Ortega.

Dos soberanos recursos intelectuales permitirían columbrar esa altísima dignidad del presente; el espanto -en forma más tenue, la admiración- y la ironía. «Quien no se espanta -el thaumazcin de Platón- no profundiza; quien no ironiza, se deja arrastrar a lo profundo, naufraga, perece ahogado» (O. C., III, 440). Merced al espanto y la ironía, la mente humana llega humanamente al fondo de la realidad presente y descubre su peculiar situación en lo que bien podría llamarse la «economía temporal de lo absoluto».

Desde un punto de vista social, todo presente está constituido por la articulación de tres generaciones, la juvenil o incipiente, la adulta o imperante y la senecta o declinante (O. C., V, 37); y en la existencia individual, por la conexión de recuerdos, saberes presentes y esperanzas: lo que se ha ido, lo que se está siendo, lo que se puede y quiere ser. Como ya sabemos, el futuro es el que decide: social e individualmente, mediante la historia o en virtud de la reminiscencia biográfica, «recordamos el pasado porque esperamos el futuro y en vista de él» (O. C., 94). La función de «recordar» está al servicio de la forzosidad de «esperar»; la memoria «no es sino el culatazo que da la esperanza» (O. C., IV, 386). Pero acaece que la coexistencia de esos tres momentos constitutivos del presente puede adoptar modos muy distintos entre sí. Dos parecen singularizarse especialmente: la continuidad y la crisis.

Atengámonos al caso del presente histórico-social. En él, acabo de decirlo, se articulan o ensamblan tres generaciones distintas. Esa articulación, ¿será siempre armoniosa? En modo alguno. Hay situaciones y épocas «cumulativas», en las cuales la generación joven, sin mengua de su peculiaridad, continúa sin ruptura ni violencia la empresa de los adultos y los viejos. Otras épocas y situaciones son, en cambio, «eliminatorias» o «polémicas», porque en ellas los jóvenes discrepan visible y ásperamente de sus padres y abuelos (O. C., f III, 149). En aquéllas, la esperanza se edifica coherente y armónica sobre el recuerdo; ante las cosas, el hombre sabe bien lo que puede esperar, se halla en claro acerca del «ser» que tiene que dar a las cosas (O. C., V, 85). En estas otras, el recuerdo no llega a florecer en esperanza; los hombres, en consecuencia, no saben qué pensar ni qué esperar y viven desorientados, desesperados, en crisis. Más que problema, el futuro llega entonces a ser misterio (O. C., V, 15).

Ortega ha solido definir el fenómeno de la crisis histórica desde el punto de vista de las creencias. «Crisis» es el modo de vivir el hombre cuando han perdido su vigencia las creencias sobre que su existencia se apoyaba; se vive, por tanto, «en crisis», hasta el momento en que una nueva creencia se revela y ofrece fundamento y pábulo al quehacer individual y colectivo. Una lectura atenta del opus orteguiano permite, sin embargo, descubrir la visión de las crisis desde el punto de vista de la esperanza. Así considerada, es «crítica» una situación en la cual el hombre, no sabiendo qué esperar, vive «en desesperación». Ésta tiene su forma leve en la «desorientación», y su expresión más inmediata en la «exasperación». Quien sólo está desorientado, espera orientarse; mas en cuanto desorientado y aún no reorientado, está desesperado: en su situación hay un ingrediente de desesperación, bien que sólo accidental y secundaria, no sustancial y constitutiva (O. C., V, 108). El verdadero desesperado, en cambio, «cae en la cuenta de que esto -desesperar- no es algo que le pasa, pero que podría no pasarle y de que puede librarse si le pasa, sino que es su ser mismo, su naturaleza. Esta vida, en su sustancia misma, no es sino desesperación... Desesperar es sentir que somos constitutiva impotencia, que dependemos en todo de algo distinto de nosotros mismos» (O. C., V, 119). La desesperación en que la crisis consiste «lleva en una primera etapa a la exasperación, y la historia se llena de fenómenos exagerados, extremosos, en que el hombre procura embotarse, alcoholizarse. Luego viene nueva calma: se acepta y reconoce lealmente que no hay esperanza, que esperar algo de sí mismo es desconocer la propia realidad» (O. C., V, 103-104). Y luego, por obra de una nueva «revelación», comienza la instalación del vivir en nuevas creencias y hacia nuevas esperanzas. La adscripción de la existencia a una nueva religión (O. C., V, 107-121) y el nacimiento de la filosofía (O. C., VI, 407) tienen como fundamento una inmersión más o menos profunda y angustiosa en el seno de la desesperación. ¿Cómo desconocer que la desesperación del pueblo de Israel y del mundo helenístico durante los siglos I y II de nuestra era ha sido factor importantísimo para la primera difusión del Cristianismo? ¿Cómo negar, por otra parte, que la desorientación vital del pueblo griego en el siglo VI antes de Jesucristo fue momento decisivo en el nacimiento de la filosofía presocrática?

Todo ello es cierto, mas no conviene dejarse llevar por esquemas. Apurando el análisis, toda vida que aspire a la autenticidad es, en una u otra medida, ruptura con el pasado inmediato, crisis, naufragio. La vida auténtica «es en sí misma un naufragio. Pero naufragar no es ahogarse. El pobre humano, sintiendo que se sumerge en el abismo, agita los brazos para mantenerse a flote» (O. C., IV, 397), y esa esforzada flotación, esa operosa seguridad natatoria sobre el abismo de la desesperación, es la cultura. Cultura significa, por lo pronto, seguridad, firmeza, tò asphalés (O. C., L, 355). Porque la vida auténtica es reacción a un naufragio, las ideas de los náufragos son las únicas ideas verdaderas (O. C., IV, 254). Por otra parte, tampoco la vida llana, continua y cumulativa se halla exenta de otro género de desesperación: la sorda angustia del hombre para quien todo es posible y fácil -la vida vacía del utopista del progreso, cuando se decide a vivir radicalmente su propia situación (O. C., V, 435)- y la sutil desesperación que acabaría produciendo el presente, si fuese tan constitutivamente perdurable como Hegel sostiene (O. C., II, 561). Puesto que el hombre en la tierra es viator, mientras lo sea siempre tendrán razón los que afirmen, como Cervantes y Lessing, que el camino es preferible a la posada y la novedad a la mera evolución.

Habría, pues, dos modos de desesperación: la de aquel a quien nada parece esperable y la de aquel otro a quien parece seguro todo lo que espera. Entre uno y otro polo, la vida real, más segura y continua en unos casos, más incierta y zozobrante en otros, es siempre una trama cambiante y sucesiva de desesperación y esperanza. Esperanza, ¿de qué? Conocemos ya una primera respuesta: esperanza de felicidad, de coincidencia entre la vida proyectada y la vida efectiva, entre la vocación y la ocupación. Algo más, sin embargo, cabe ahora decir.

Recordemos unos cuantos resultados de nuestra indagación. La vida es siempre feliz en su gran cuenca total. «No menos que la justicia, que la belleza o que la beatitud -dice Ortega en otra página-, la vida vale por sí misma» (O. C., III, 189). La vida, por otra parte, es siempre deficiencia y afán. Cada uno de los presentes del vivir alberga en su seno una verdad, y esta limitada verdad es parte integrante de la total y omnímoda verdad divina. «El hombre, tenga de ello ganas o no, es un ser constitutivamente forzado a buscar una instancia superior» (O. C., IV, 221). ¿Cómo todo esto puede ser simultáneamente cierto? ¿Cuáles tienen que ser la consistencia y la estructura últimas de la vida humana para que, siendo ella menesterosa y caminante, hallándose sin cesar sometida al dolor, teniendo en el naufragio la expresión de su autenticidad, sea soterraña y fundamentalmente feliz en cada una de sus situaciones históricas? «Para entender el sentido de un autor -escribió Pascal- es preciso concordar todos sus pasajes contrarios», ¿Cómo, pues, debemos entender todos esos textos de Ortega?

Sólo un recurso y una respuesta caben: admitir que la vida humana descansa metafísicamente sobre una realidad trascendente a ella misma, la cual constituye a la vez el fundamento postrero de su felicidad y su verdad y el definitivo término de referencia de sus deseos y proyectos. Dicho de otro modo: aceptando que hay un fundamento de la vida y la historia humanas, desde el cual, sobre el cual y hacia el cual -en definitiva: por el cual- esa vida y esa historia existen. A ese fundamento llamó una vez Ortega «Dios a la vista», y a él se refieren otros fugaces atisbos de su obra. «Absortos en una ocupación feliz -léese en su ensayo sobre la caza- sentimos un regusto, como estelar, de eternidad» (O. C., VI, 425); lo cual equivale a decir que la felicidad verdadera, la ocasional coincidencia entre lo que queremos ser y lo que efectivamente somos, es fugaz tangencia con la eternidad, entrevisión venturosa de un posible modo de vivir en que el hombre, eternizado, coincida para siempre con lo mejor de sí mismo. En otro lugar escribe Ortega, entre lúdico y grave o, por usar de su propia fórmula, entre irónico y espantado: «El día, tal vez menos lejano de lo que el lector sospecha, en que se elabore una biología general, de que la usada sólo será un capítulo, la fauna y la fisiología celestiales serán estudiadas biológicamente, como una de tantas formas posibles de vida» (O. C., III, 189). Esa vislumbrada «biología general» estudiaría la vida divina, la vida angélica, la vida humana in patria e in via, la vida animal y la vida vegetal como formas analógicas o modos típicos de una genérica actividad «vital», de una «Vida» con inicial mayúscula. «El hombre necesita una nueva revelación», se afirma en las páginas finales de Historia como sistema; «[...] la revelación de una realidad trascendente a las teorías del hombre y que es él mismo por debajo de sus teorías» (O. C., VI, 45 y 49). Completando a Ortega con Ortega -esto es, cumpliendo en serio la feliz prescripción de Pascal-, más certero sería pedir la revelación histórica de ese modo a la vez terrestre y celestial de entender la multimoda actividad que solemos llamar «vida».




El futuro concreto

Daré término a mi estudio mostrando concisamente alguno de los resultados a que llegó Ortega en su constante y entrañable necesidad de prever el futuro. Movido por esa necesidad -en definitiva, por la concorde operación de su vocación y sus talentos-, muchas veces quiso que su pluma fuese sismógrafo de los más hondos y sutiles estremecimientos de su época. Varios de esos viscerales sismogramas son epígrafes universalmente conocidos: El tema de nuestro tiempo, La rebelión de las masas, Dios a la vista. Otros se hallan dispersos en la múltiple trama de sus escritos. Sin propósito de agotarlos, indicaré los que han ido saltando a mi mirada de lector.

Comenzemos por los concernientes a la historia del mundo occidental. Ha sido Ortega -todo lo saben- uno de los más tempranos y explícitos delatores de la crisis del siglo XX. He aquí unos cuantos textos bien demostrativos: «Esta grave disociación de pretérito y presente es el hecho general de nuestra época y la sospecha, más o menos confusa, que engendra el aforamiento peculiar de la vida en estos años. Sentimos que, de pronto, nos hemos quedado solos sobre la tierra los hombres actuales, que los muertos no se murieron de broma, sino completamente, que ya no pueden ayudarnos... Los modelos, las normas, las pautas no nos sirven. Tenemos que resolvernos nuestros problemas sin colaboración activa del pasado, en pleno actualismo... El europeo está solo, sin muertos vivientes a su vera; como Pedro Schlehmil, ha perdido su sombra» (O. C., III, 428); «Mirar a la vida, no buscar fuera de ella su sentido. ¿No es tema digno de una generación que asiste a la crisis más radical de la historia moderna?» (O. C., III, 186); por lo mismo que sus propias posibilidades la desbordan, nuestra vida «es más vida que todas las vidas anteriores, más problemática. No puede orientarse en el pretérito. Tiene que inventar su propio destino» (O. C., IV, 170); «Más que los demás tiempos e inferior a sí misma. Fortísima y a la vez insegura de su destino. Orgullosa de sus fuerzas y temerosa de ellas»: tal es la fórmula de nuestra época (O. C., IV, 162); «¿Qué es lo que hay que hacer en un momento que se caracteriza porque no se sabe en última instancia lo que hay que hacer?» (O. C., V, 236). Así en tantas otras páginas.

Desde esta situación de crisis -ya denunciada por él antes de 1914- ¿qué futuro próximo ha vislumbrado Ortega? En orden a la actividad intelectual ha previsto el perspectivismo, el antiutopismo, el finitismo, la armonía entre la razón y la vitalidad, enemigas entre sí hasta nuestro siglo (O. C., III, 234-242, 186 et passim); en suma, la alegre aceptación de lo real, cualquiera que sea nuestra ulterior resolución sobre esa realidad (O. C., III, 303). En relación con las artes, la decadencia de la sensibilidad artística (O. C., II, 326), la muerte y la triunfal resurrección del teatro (O. C., II, 319). En cuanto a la vida social, el advenimiento de modos festivales y deportivos (O. C., III, 195), la general y aun abusiva juvenilización de las costumbres (O. C., III, 459), el auge de la masa. En cuanto atañe a la vida política, el ocaso de las revoluciones (O. C., III, 220), la general vigencia de la desilusión (O. C., III, 229), la renovada oportunidad de «los pueblos pequeños y un poco bárbaros» (O. C., III, 41), el fracaso del bolchevismo y el fascismo, «dos seudoalboradas» (O. C., IV, 205), «el comienzo de una etapa de depresión americana y resurgimiento europeo» (1930: O. C., IV, 361), el deslizamiento hacia una época semejante al Bajo Imperio romano (O. C., IV, 128).

Dentro de este marco general ha contemplado Ortega el pasado, el presente y el futuro de la vida española: «Mi juventud -nos dijo- se ha quemado entera, como la retama mosaica, al borde del camino que España lleva por la historia» (O. C., I, 419); y todos saben que no se extinguió con esa juventud su viva pasión hispánica. Siempre vio a España como una posibilidad de Europa (O. C., I, 138) y de Hispanoamérica si los españoles acertasen a ser verdaderamente «actuales» (O. C., II, 732). Ante los escritores del cenáculo de Pombo, «última barricada del liberalismo artístico», vaticinó en 1922 el próximo advenimiento de una más joven generación española -la «generación de 1932», según su cuenta (O. C., V, 54)-, «amante de las jerarquías, de las disciplinas, de las normas» (O. C., VI, 229), a la cual correspondería la honrosa misión de sublevarse contra «esos seudo-políticos, seudo-médicos, seudo-profesores, seudo-intelectuales que, incapaces de buscar la verdad, no tienen más relación con ella que irritarse siempre que la presienten» (O. C., IV, 392). Y fundiendo el vaticinio con la arenga y el deseo, en todo momento quiso la alegría de España: «Construyamos España; que nuestras voluntades, haciéndose rectas, sólidas, clarividentes, golpeen como cinceles el bloque de amargura y labren la estatua, la futura España magnífica en virtudes, la alegría española» (O. C., I, 495). Frente al «dolorido sentir» que descubrieron los hombres del 98 -acaso junto a él- Ortega proclama ante los españoles el imperativo de la vicia, del vigor, de la alegría4.

¿Cuántas de esas previsiones han sido confirmadas por el curso real de la historia? ¿Cuántas no? Decídalo cada lector. Más que entregarme a esa faena de contabilidad, yo, fiel al título de mi propio estudio, prefiero copiar, aplicándolas a su obra, las líneas que él dedicó al recuerdo de uno de sus amigos: «Ahora queda sobre su tumba lo que debe quedar siempre cuando los que viven son fieles a los muertos: el verde brote de la esperanza».





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