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Pacto

Luisa Valenzuela





Atendí el teléfono, y al oír el pip del satélite de larga distancia un olor a azufre me golpeó la cara como una advertencia. La voz del desconocido no sonaba particularmente cavernosa pero sí metálica. Le reconocí la insidia y supe sin lugar a duda que quien me hablaba era el mismísimo Diablo, escondido para el caso tras el inocuo disfraz oral de un agente literario.

Poderoso, norteamericano, el agente literario. Me proponía un pacto. Lo escuché con enorme resquemor, sintiéndome no tanto curiosa como corajuda: se sabe que la mayor trampa del demonio es hacemos creer que no existe; por lo tanto intenté confrontarlo con su propia existencia prestándole oído.

La propuesta tenía su gracia: me ofrecía un noble y sustancioso órgano viril por un lapso de veinticuatro horas. ¿A cambio de...? le pregunté de inmediato consciente de que toda oferta de tan oscura procedencia nunca es gratuita. A cambio de nada, me contestó Mandinga hecho meloso agente de escritores. Sólo se trata de una inofensiva experiencia literaria, agregó.

Fina trampa, pensé para mi coleto, porque yo bien sé lo que significa una experiencia literaria en toda su magnitud, sé hasta qué punto queda comprometido el cuerpo y todo eso.

Del otro del otro lado del hilo (¿desde qué sitio dentro o bajo del mundo me estaría llamando?) él oyó mis pensamientos, naturalmente, y se apresuró a decirme:

-Ningún problema. Sólo una experiencia de a penas veinticuatro horitas, usted me escribe el texto narrando sus sensaciones, y listo. Puede ser una línea o varias páginas, y después en su cuerpo no le queda ni la más mínima huella. Sí el buen recuerdo.

-El órgano ofertado -no pude menos que preguntar,- ¿viene con todas las tuberías, es apto para todos sus usos específicos, cumpliría todas sus funciones, o se trata sólo de un adorno, un aditamento digamos de lujo, algo apenas hecho para mear de pie?

-Viene completo, con instrucciones de uso si necesita. Manuales, diagramas. No es copia, es un original hecho a su medida.

Hay que reconocer que Mandinga es práctico y además tiene su sentido del humor. De ahí su atractivo. Su peligro.

La idea se estaba volviendo tentadora pero decidí tomarme mi tiempo.

-Mire, déjeme su número, lo voy a pensar seriamente, le contesto dentro de unos días- le dije.

-Don't call me, I'll call you- me retrucó el muy diablo y colgó sin despedirse, demostrando así hasta qué punto se parecen los demonios a los hombres.

Lo peor es que me dejó pendiente del asunto, y de su próxima llamada, porque me puse a revisar mentalmente todas las posibilidades y algunas casi me convencen. De a ratos. En los momentos sublimes de olvidar la prudencia, cuando me decía que en definitiva sólo se trataba de escribir una pieza de autobiografía circunstancial y a otra cosa mariposa.

Total, yo ya había comprobado que escribir es siempre un pacto con el demonio. Siempre algo hay que transigir y a mucho hay que renunciar cuando se escribe de verdad. Pero no tanto, no, nunca tanto ni tan abiertamente como sería en este caso.

Recordé aquella frase del poeta: «hay en el mundo muchos papeles resbaladizos por los que se cae directamente al infierno» y no quise generar ni uno más de esos toboganes de palabras. Bueno, sí, querer querría, pero esta particular propuesta propiciaba algo muy distinto: un resbalón en carne propia, un verdadero cambio físico, hormonal, sustancial, hasta estético. ¿Qué aspecto tendría yo convertida en hombre? Porque con el pene sólo no bastaba, no era cuestión de ser una operada más, una transexual part-time para definirlo en el idioma del demonio que llamó.

¿Pero acaso cambiar por un rato de sexo no es un viejo sueño colectivo?, y entonces ¿hacer la experiencia no sería como transitar un sueño? Sí ¿y después de escrita, qué me quedaría? Me quedaría la memoria, y por ahí también la barba y un pedazo de próstata o algo por el estilo que el demonio de puro desprolijo sería capaz de dejarse olvidado en mi pobre cuerpo en el momento de devolverme a mi forma original.

Eso sin siquiera cuestionarme dónde irían a parar mis propios genitales durante la metamorfosis. Casi seguro todo será sustituido, para que no haya superposiciones y para dejar libre el espacio. Estos órganos sexuales que ahora me configuran quedarán como en REM, como en la memoria de fondo de un programa de computadora. Enchufarle a una los órganos del sexo opuesto sería como activar la memoria virtual que dormita en cada ser humano. No suena tan inquietante. Alcanzará con un clic, un doble clic quizá, hecho desde donde los demonios moran, y después, al finalizar la experiencia, un undelete, o un último clic en No cuando la supercomputadora infernal pregunte Desea conservar los cambios hechos en L-V.doc?, y basta. Mandinga podrá olvidarse de mí concentrándose simplemente en publicar su flamante (¿flameante?) antología.

Sólo queremos que nos escriba algo para una antología, había explicado el maligno por teléfono a buen resguardo tras su máscara de agente literario.

Todos los agentes del mundo dicen lo mismo. A esta altura ya estoy un poco harta de escribir para encargos, pedidos y proyectos. Pero éste suena diferente. Más sustancioso si se puede calificar de alguna forma.

Es lo que más miedo mete.

Las posibilidades del proyecto son infinitas. Algunas las descarto con horror, en otras me regodeo y paso un buen momento imaginario.

Y la tentación de probarlo es una tentación bien tentadora. ¿Será cierta, se sentirá como propia la metáfora fálica?

Si sólo bastara con aceptar la propuesta para desvelar el enigma...

Ninguna de estas consideraciones me convence. Para eso existe la imaginación, me digo, para meterse en la piel del otro sin ser el otro, sin necesidad de inquietantes pactos demoníacos.

La sensatez vence. Y también la pereza. Porque no bastará con vivir la experiencia, después hay que es-cri-bir-la. Es cosa e'Mandinga.

Me pregunto qué me hizo pensar en el diablo y no en Dios cuando atendí el llamado. Conozco la respuesta: a Dios no se le ocurriría modificar aquello que él mismo creó de una determinada forma. Todo lo contrario, Dios es más bien rígido en sus decisiones. Dogmático.

Pero ni disfrazada de mono me someto a una operación, le dije a quien de ahora en más llamaremos el ofertante. Y él rió para su coleto como sólo saben hacerlo los demonios, dando a entender que no era cuestión de banales intervenciones quirúrgicas.

Peor, entonces. Peor aún que la realidad virtual. Se trataría de una realidad realista, amenazadora como ninguna.

Aunque no estaría mal, ¿no?, un buen pito de esos bien carnosos que saben cobrar dimensión y peso con el entusiasmo. Un pito de alto rendimiento. Uno brioso.

Ni soñarlo: el demonio no da algo por nada. Después vaya una a saber qué destino nefando correrá mi cuento sobre la insólita experiencia. Qué uso indebido se le dará, qué perniciosas influencias ejercerá sobre las almas jóvenes.

Muchísimo más nocivo -se trata del diablo, a no olvidarlo- que cualquier otro escrito que haya chorreado de mi pluma. Aunque quien sabe; quizá los adminículos de entrepierna me vuelvan sentenciosa, moralizadora. Eso si me queda tiempo para escribir en las veinticuatro horas inauditas de ser hombre.

Lo dudo: falo en ristre tendré tentaciones más sustanciosas, si es que el peso de los testículos no me modifica el punto de vista modificando así el lenguaje de manera instantánea, lo uno inseparable de lo otro, en cuyo caso escribir sería todo un desafío. Pero habrá tanto por hacer en esas veinticuatro horas. Hasta bajar a la calle para orinar contra un árbol, marcando territorio. Nada se pierde con probar.

No. Tengo bien definida mi escala de valores. No necesito andar probando nada.

Entonces cuando suene el teléfono voy a decir NO, gracias pero NO: yo tengo mis principios, yo soy incorruptible.

Y cuando por fin suena, el tal teléfono, y resurge la voz como metálica y candente oliendo a azufre, hago primero la maldita pregunta del millón:

-¿Seguro que funciona en su completa capacidad, el pene?

-Seguro, si no ¿qué sentido tendría la experiencia?

(El diablo tendrá sus defectos pero lógico, es lógico, debemos reconocerlo.)

Y sin el más mínimo destello de los escrúpulos que me anduvieron aquejando hasta el momento digo: Bueno, sí. Y acepto porque de golpe pienso que de aquí a uno, cinco, diez años, en distintas oportunidades, volverá a sonar el teléfono y voces femeninas, bien de este mundo, me recordarán cierto delicioso momento y aventura de amor, un breve intenso instante compartido con cada una de ellas (algunas durante el día, otras en la noche) y me dirán: Tuvo su fruto, le acaba de salir el primer dientito, o ahora va al jardín de infantes, o al colegio primario, o a la universidad -según el caso y el tiempo transcurrido. Y me encontraré con hijos e hijas desconocidos hasta entonces, hijos e hijas míos en diversas etapas de su desarrollo, y hasta bien pasado el climaterio me seguirán apareciendo vástagos bellos, crecidos, amorosos, de carne y hueso, tan míos como los dos nacidos de mi vientre y por mí paridos, mucho más hijos míos que los libros que he escrito.

Y éstos no podrán andar culpándome de desatención o indiferencia. No se esperará gran cosa de mí en ese rubro; al fin y al cabo yo sólo seré su padre.

Del libro Tres por Cinco, editorial Páginas de Espuma.





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