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Páginas eróticas de la literatura argentina

Luisa Valenzuela





Lo más envidiable fue la preparación de esta conferencia, sumida como estuve en un mar de libros que eran más bien sábanas, ropa de una cama que se deshacía y volvía a ordenarse con el correr de las páginas en busca de ese material precioso, esas perlas misteriosas que son las páginas eróticas en alguna novela o colección de cuentos que las vienen prefigurando.

«¿Páginas? Menos mal, entendí pajas» se asombró un amigo; «pajas de la literatura erótica argentina». No se trata de eso, intenté aclararle, es el libro porno el que se lee con una sola mano, al erotismo hay que mostrarle más respeto, más regodeo. Regodeo en el lenguaje, en eso tan freudiano que vela y devela al mismo tiempo. «El placer del texto es ese momento cuando mi cuerpo va a seguir sus propias ideas» dice el infaltable Barthes cuando de placer se trata: El placer del texto.

Pero a mi amigo aquél no pude defraudarlo del todo: entendí, junto con la instructora protagonista de Amatista de Alicia Steimberg, que la masturbación es hoy por hoy uno de los poco terrenos incómodos de la literatura del género. No lo entendí por práctica directa sino en esa delicuescente indirectez -si se me permite el neologismo, y me temo que hoy deberán permitirme bastantes desvíos de la norma- deliquescente indirectez, digo que es la lectura. Una lectura emprendida con «felicidad clandestina» tal como la quiere Clarice Lispector. Y, como corresponde, hoy hablaremos sin pelos -propios- en la lengua.

Se arman así los encuentros fortuitos, y ese discípulo que en la novela de Steimberg debe aprender la dilación del deseo, ese hombre obligado a permanecer «perfectamente trajeado y con el sexo en la mano» puede tener su contracara en el protagonista de «Espejismos III» de Tununa Mercado que en el subte de México «En su mano derecha, laxa, tranquila, sin premuras y sin dejarse llevar por las trepidaciones o inseguridades de la marcha, ni conmover por la mirada que atravesaba con mucho más vértigo e intensidad el pasillo del vagón, sostenía, como quien lleva la mano de un niño, un libro, o el mango de un paraguas, a la altura de la bragueta, un pene, obviamente el suyo, lisito, bien situado entre las piernas. No lo apretaba, simplemente su mano cubría el cuerpo del pene y sólo dos dedos llegaban hasta la cabeza, dejándola casi al descubierto, tersa, con su ojo perfectamente central. Más que una cabeza altanera, lo que asomaba entre sus dedos era el objeto mismo de la aquiescencia, la que ese hombre había dispuesto para presentar su pene ante el mundo. Esto es lo que soy, parecía decir, ese elemental aunque desmesurado atributo que no se ocultaba, pero tampoco se ofrecía».

A esta altura conviene aclarar que habré de referirme a textos en prosa, exclusivamente, si bien la poesía siempre reverbera en la prosa erótica, más acá de Sebregondi un marqués quien entre desaforadas escatologías pudo confesar «Ya no hay poesía que me espante» y «Soy narciso, el del estanque: estancamiento y desastre». Osvaldo Lamborghini, brindándole todas las libertades a su texto, admitía publicar su Sebregondi retrocede en prosa o en verso según el ánimo del editor y para escándalo de muchos puristas, que de todos modos ya estarían escandalizados de antemano. La escritura erótica tiene eso, disfuma los límites, los vuelve casi inexistentes. Y digo casi porque sin límites no habría trasgresión posible, ni ruptura.

De rupturas y trasgresiones está hecha una tradición literaria argentina que por muchas décadas corrió entre las sombras. Con representantes irreverentes cantándole a la vida como Salvadora Onrubia, o llenos de muerte como Raúl Barón Biza o el vizconde de Lazcano Tegui, quien, en De la elegancia mientras se duerme escribió «Nuestro mundo continúa retenido por el ojo de la llave en que miramos la vez primera. Sólo vemos la pierna, un brazo o un seno, como yo. Es ese fetiche que adquirimos a los catorce años mirando por el ojo de la cerradura, cuando el hombre se masturba» (para retomar el tema inicial y abrirnos el apetito).

Son nombres que en parte se van recuperando, reeditando, y que fueron fundadores de linajes en lo que a la literatura erótica se refiere.

Así, Salvadora Onrubia no habrá sido la argentina en hacerlo, pero con su actitud más que valiente fundó una estirpe de escritoras que sin retaceos pintan el amor lésbico en toda su complejidad. De Ema Barrandéguy a Fernanda Laguna, conocida también como Dalia Rosetti, pasando por esas grandes narradoras que son Sylvia Molloy (En breve cárcel) y Reina Roffé cuya primera novela Monte de Venus estuvo largamente prohibida.

Es una redundancia, de alguna manera, silenciar a aquello que por tratar de erotismo trata también de lo no-dicho, lo insinuado. Bataille en su ya clásico libro El erotismo expresó: «He afirmado que el erotismo era silencio, era soledad. Pero no lo es para aquéllos cuya presencia en el mundo es pura negación del silencio, charlatanería, olvido de la soledad posible» y agrega en otra parte: «el momento supremo está en el silencio, y en el silencio la conciencia se oculta».

En cuanto a la línea donde Eros y Tánatos se encuentran y se alimentan mutuamente, como quiso Bataille, precisamente, cuando dijo «Es posible decir que el erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte», brilla el nombre de Arlt. Es una obviedad, pero una obviedad inevitable, señalar el arduo camino trasgresor y siniestro de Remo Erdosain que culmina en la célebre escena con la Bizca:

Se encaramó suavemente sobre ella, que con las dos manos le abarcó la cintura, creyendo que la iba a poseer. La jovencita le besaba el pecho y Erdosain apretó reciamente la cabeza de la criatura sobre la almohada. Sus movimientos eran excesivamente torpes. La muchacha iba a gritar; él le taponó la boca con un beso que le sacudió los dientes, mientras que su mano acercaba el revólver por debajo de la almohada. Ella quiso escapar de esa presión extraña...



Sabemos que no lo logró, pobre Bizca, y su invitación al sexo culminó en un desenlace de muerte para ambos.

Podemos decir que la línea dark, con todas las transformaciones e innovaciones pertinentes, pasaría por Néstor Perlongher y Osvaldo Lamborghini para culminar hoy en buena compañía. Alan Pauls, entre otros. Y no estoy pensando en su novela epistolar El pudor del pornógrafo, sino en esa otra, reciente, titulada El pasado. Con sus dos historias extrañamente paralelas, la de Rímini, consumidor de sustancias y seductor seducido, y la de su ídolo, el artista plástico Jeremy Riltse, inventor del sick art y creador del «agujero postizo» cuyos fragmentos establecen el puente entre los distintos tiempos de la novela. «Nancy, después de perder parte de su valiosísimo tiempo con los pliegues del suspensor, consiguió abrirse paso hasta el retiro donde dormitaba su verga. Entonces, sin que nada lo hiciera prever -porque la urgencia es enemiga del placer y los dedos de Nancy, recubiertos de minúsculos cristales de papas fritas, no eran un modelo de suavidad-, todo su cuerpo tembló y se estremeció y su verga, que ni siquiera había terminado de desperezarse, estalló en un vértigo precario, embadurnado con unas pocas gotas tristes los dedos ásperos que acababan de despertarla. Fue una descarga casi irreal, como las que a veces lo sacudían en medio de un sueño, que no le deparaban verdadera satisfacción -porque eran tan fugaces que no dejaban huellas- pero que, después de sobresaltarlo, lo devolvían a los brazos del sueño en un estado de agradable languidez».

Sería la compuerta, el acto previo a descubrir parte de la obra tan buscada colgando de una pared del baño de servicio.

Una obra en espejo, «el agujero postizo» creada años antes en un impulso para que otro miembro viril la penetrara.

Hasta aquí un recorrido digamos clásico por esta literatura que de a ratos se abre como una vulva gustosa al género erótico, cada día más frecuentado por nuestros bípedos y bípedas implumes que empuñamos la pluma. Pero así como sabemos que no hay enfermedades sino enfermos, reconozcamos que no hay lecturas sino lectores (no todo enfermos, claro). Recordemos que para Borges «un género es ante todo un modo de leer».

Tomo mi caso por ejemplo, a la joven edad de once, doce años, mis lecturas «picantes» (para usar un término ya caído en desuso), a pesar de tener una biblioteca vasta a mis disposición, eran el Freud de Emil Ludwig y El diablo y la dama de Raymond Radiguet. Lo ecléctico de la selección habla de la infinita variedad de textos que pueden ser calificados de eróticos, cuando no de porno. Escondía estos dos libros en segunda fila de la biblioteca y sólo los sacaba cuando no había nadie en casa, para poder saborearlos a gusto. La novela de Radiguet se comprende. Trata de una turbulenta y explícita pasión adolescente escrita por un joven muerto a los veinte años, y además lo tenía a Gérad Philipe en la portada. Pero el Freud... sólo me lo explico ahora por la descripción de su concepto de libido. Se ve que ya en la preadolescencia iba preparándome el camino que culminaría en esta conferencia.

Y ahora, ante el mar de libros que describí al principio, me planteo una pregunta: En literatura, ¿dónde se esconde el erotismo? Porque suele asomar sus tentadores tentáculos en argumentos que parecerían apuntar a otra cosa. Pero el toque de erotismo se vuelve imprescindible, no sólo por el encuentro de los cuerpos sino porque el cuerpo del lenguaje a lo largo de las páginas ha ido diseñando su contorno.

«El erotismo tiene que ver con los sueños de todos nosotros» escribió Marco Denevi en su bella y libre novela Nuestra Señora de la Noche. En cambio Leopoldo Brizuela en esa joya literaria que es «El placer de la cautiva» (en Los que llegamos más lejos) describió el erotismo que se cuela en el miedo y la persecución, quizá para aplacar el miedo y detener la persecución. La joven y el viejo peón huyen de un par de indios que saquearon el fortín. A lo largo de días de una persecución medida, hecha de fascinaciones y horrores, el lazo se tensa entre dos, Rosario y el indio que podría ser Calfucurá, quien la observa siempre desde lejos, nunca decidiéndose a acortar la distancia que los separa mientras se hunden por las vastas extensiones de desierto:

Ebria de poder, Rosario se atrevía a improvisar tareas que nunca ha hecho ningún ama de casa: ninguna mujer blanca se ha limpiado los pies, morosamente, con los dedos mojados de saliva, ni ha colocado la cabeza de un hombre entre sus pechos para despiojarlo mientras duerme, ni ha usado a un pichoncito para que, con su pico ávido, recoja las migajas de galleta que le han caído sobre el vientre. Pero el indio (que la observaba de lejos) no podía saberlo, y de pronto comenzaba a sentirse exiliado de un Paraíso doméstico que nunca habían conocido los salvajes.



Son las formas insospechadas del deseo.

Haroldo Conti, por su parte, nos descubre la rara mezcla de erotismo y humor (cabe recordar la frase que los galancitos solían decirnos a las jóvenes de mi época: «yo soy muy serio, no me río cuando cojo»). En la última novela de Conti, Mascaró, el cazador americano, cuando el Príncipe Patagón se enamora de la bella y gordísima señora Maruca, nos enteramos de que «No hubo palabras, todo incarnado. Tomó su mano manita, ciñó su cintura por lo bajo, reposando un dedo en el empinado hueco que coronaba sus nalgas. Y así imantados emprendieron nuevos vuelos, girando extravagantes sobre los pies descalzos. Ella empujaba acompasada y el discernía con su atorado miembro cada gesto de sus escondidas formas».

En estas lecturas eclécticas me interesó rastrear aquellas frases que diciendo de erotismo dicen de la escritura en sí. Al fin y al cabo soy una ferviente defensora de la idea de que escribimos con el cuerpo. Todo acto de escritura es un acto vital y de profunda carga erótica, como lo es el lenguaje mismo, con o sin Freud.

El acto de escribir en sí está cargado de libido, de deseo, de una pulsión vital. Por eso me distraje jugando a las metáforas con ciertas citas que fui señalando con el correr de la investigación. Y reproduzco lo que Juan José Saer escribió en Verde y negro:

Ahí nomás me le afirmé y empecé a serruchar y ella me fue respondiendo con todo, cada vez más. Las minas se ablandan a medida que el asunto empieza a avanzar; tiene varias marchas, como el Falcon: pasan de la primera a la segunda, y después a la tercera, y hasta la cuarta, para la marcha de carretera. Uno, en cambio, se larga en primera y a toda velocidad, y a la mitad de camino queda fundido.



Eros y escritura. Esas minas pueden muy bien ser las palabras que a veces van dócilmente cediendo a nuestros requisitos y se alinean para hacer lo que queremos y otras se nos enfrentan, se rebelan, corcovean, y ni siquiera en la muy burda primera velocidad podemos encontrar un decir que nos satisfaga y no nos deje fundidos.

Por mi parte, prefiero dejarlas en libertad a esas minas díscolas e intentar pasar a cuarta a pesar de las impertinencias que el lenguaje nos impone, de sus rupturas. Son formas del escribir, maneras diversas de encarar ese acto de amor o de desvirgamiento que es la elaboración de un texto.

Así, Abelardo Castillo, en su cuento de dudoso pero sugestivo título, «La fornicación es un pájaro lúgubre», afirma:

Las palabras no podían corromperse; no eran cosas. Las palabras eran el origen y el espejo de las cosas [...] Hablé poco y forniqué mucho. Pero nunca hice el amor. Prevariqué, eso sí, y puticé. Como el ventero que armó a don Quijote, recuesté viudas y deshice doncellas. Fifé, me encamé, jodí, copulé, corté como Jerineldo la rosa más fragante de algún jardín real, pinché y trinqué, rompí, sodomicé y desgolleté, conocí, folgué, serruché y hasta solidariamente me vicié, pero como había aprendido a desconfiar de las antiguas y hermosas palabras, no le hice a nadie, ni mucho menos hice con nadie, el amor.



Esto, hasta que el protagonista va entrando en el nuevo y resplandeciente cauce, el de la morosidad, del goce: el del amor, hasta pasar del otro lado del «espejo de las cosas» y comprender la esencia de Eros.

Y como, estableciendo lo que podría ser un parangón entre el pensar el argumento y el plasmarlo, «no sé si tenerte es mejor que desearte» dice un personaje de Cecilia Absatz en «Balance de ejercicio» cuento aparecido como el de Abelardo en una de las grandes antologías del cuento erótico argentino, La Venus de papel, compilada por Mempo Giardinelli y Graciela Gliemmo.

Hay otras antologías muy recomendables: El cuento de nunca acabar (Planeta), Sexshop (Emecé), la Antología de la literatura erótica argentina de nuestra recordada Mirta Botta, entre otras. Pero son poquísimas en relación con las de otros países quizá menos pudoroso, o mojigatos, que el nuestro. España, sin ir más lejos, después del destape inauguró colecciones enteras de erotismo. Aunque no pudimos quejarnos en su momento. Tuvimos la revista Sexhumor, y también El Libertino. ¿Qué podrá empardarlas hoy? Quizá no se necesiten ya espacios tan especializados porque lo obsceno (lo fuera de escena) se va colando en la escena literaria general, y la pornografía, palabra que solía leer como por/no/grafía, es decir la negación de la verdadera, buen escritura, se ha emparentado al erotismo en calidad de prima más zafada. María Moreno lo sabe, lo ha dicho de las mejores maneras en su libro de ensayos El fin del sexo y otras mentiras, y supieron ilustrarlo y hasta alentarlo entre otras Sandra Russo y Marú Bombón desde el suplemento Página 12, Las 12.

María Moreno habla de los añorados tiempos «cuando existía el pecado». Las trasgresiones eran entonces sin duda más deleitables y secretas. Quizá por eso mismo en los últimos tiempos las novelas escritas con el firme propósito de ser eróticas se vuelven paródicas, o irónicas, o ambas cosas a la vez. Precursora, Susana Constante lo entendió hace ya casi treinta años y con La educación sentimental de la señorita Sonia inauguró el primer premio (primero en el tiempo, no sólo en el mérito) «La sonrisa vertical» de Tusquets.

Obra de una joven escritora argentina desaparecida y lamentablemente ya poco recordada, La educación sentimental es una pariente risueña de las obras maestras del erotismo finisecular. Sólo que aquí los valores están trastrocados, y quien sería la víctima en la novela antigua adquiere muy naturalmente conciencia de su propia humanidad, de su fuerza, de su auto respeto. Si muy antropológicamente pensamos en 'lo crudo y lo cocido', aquí la absoluta crudeza burbujea a fuego lento para que el texto adquiera la imaginación y la riqueza de un lenguaje de sabores encontrados, que vela y devela al mismo tiempo. La fórmula parecería estar dada en el consejo que la condesa le da a su hijo, el adolescente de quien está enamorada la señorita Sonia:

Debes obedecer para sobrevivir, Sebastián; y desobedecer para vivir, eso es, para buscar tu placer.



La desobediencia y su goce, inseparable del lenguaje. Conviene recordar siempre que gozar también significa usufructuar de algo, darle buen uso, apropiarse.

Por lo pronto, Griselda Gambaro supo gozar de las recomendaciones de Bataille en la biblia del género, El erotismo (XX). Griselda parafraseó recomendaciones al respecto en su novela Lo impenetrable, donde al principio de cada capítulo tenemos la receta para brindarle a Eros eficaces respuestas y reconocimiento: «La única certeza depende de la escritura, que es un acto erótico entre el escritor y la palabra», dice en un comienzo.

O bien, capítulo octavo:

Para las almas simples, el erotismo debiera ser más el alegre, inocente y pro-creativo de los juegos prohibidos, pero, ¡ay!, ¿dónde están las almas simples?



Sí, ¿dónde?

Asombra comprobar que ante el desafío de escribir una novela erótica (por ganas de presentare a un premio, pongamos por caso), muchas plumas optan por la parodia. ¿Censura interna, quizá? ¿O posmodernismo?

Según Umberto Eco, en las novelas del posmodernismo los personajes ya no se dicen «Te amo» como en las novelas de Corín Tellado. Más bien se ven obligados a aclarar: «Te amo, como diría algún personaje de Corín Tellado».

Cortázar, gran maestro del erotismo, que tanto hizo por la liberación de nuestras muñecas -¡en sentido de la escritura, por supuesto!- abrió caminos con Rayuela, reflexionó sobre el tema en su seminal ensayo «/que sepa abrir la puerta para ir a jugar» en Último round, donde nos conminó a

[...] dar un salto hacia la conquista e ilustración del erotismo en el verbo, hacia su incorporación natural y necesaria, que no sólo no envilece la lengua del deseo y del amor sino que la arranca a su equívoca condición de tema especial y a sus horas para articularla en la estructura de la vida personal y colectiva, en una concepción más legítima del mundo, de la política, del arte, de las pulsaciones profundas que mueven el sol y las demás estrellas.



Es cierto que mucho agua y mucha liberación de todo color y laya han pasado bajo los puentes desde aquel año 69 (con perdón) cuando Cortázar nos pegó fuerte con su Último round donde, además del ensayo ya mencionado, encontramos esas perlas de la narrativa erótica del mejor oriente que son Ciclismo en Grignan o Tu más profunda piel. Botones de muestra para aquello que desarrolló en casi toda su obra. Botones con su complemento, el ojal.

Eso, aunque todavía llama la atención comprobar que en la Argentina han sido más las escritoras que los escritores quienes se le han animado abiertamente al tema, quizá envalentonadas por el nombre de la famosa colección española y su premio, premio que ya no existe porque toda literatura se ha vuelto hoy supinamente erótica.

Otros fueron los tiempos, y en Feminaria, la tan recordada revista de Lea Fletcher, apareció en agosto 1991 un ensayo de Graciela Gliemmo titulado «A cada Eva su manzana».

Allí la autora habla de «[...] la inclusión de un saber femenino en relación con lo erótico, la descentralización de las zonas erógenas y los modos del goce femenino [...] el ingreso de un mundo de actividades femeninas vistas tradicionalmente como no eróticas y levantadas aquí como posibles zonas de autoerotización, la focalización del propio cuerpo desde una mirada femenina y la carga erótica a partir de la producción simbólica de relatos orales o escritos».

Se ha ido abriendo para la mujer, sobre todo a partir de la década del 60, la construcción de su persona erotizada. Una respuesta a Lacan, por cierto, cuando afirmó que la mujer no existe porque no sabe hablar de su gozo. La mujer, desde entonces, ha hablado ¡y cómo! Usando todos los matices del lenguaje, hasta los más subidos.

Alrededor del 82 intenté armar una antología erótica de escritoras latinoamericanas, para establecer la variedad de voces y el apartamiento de ese dogma machista al que había sucumbido por ejemplo Anaïs Nin en su Delta de Venus. La mujer ya no como objeto del juego erótico sino como sujeto, en una apropiación del propio lenguaje y de las fantasías propias. Entre las argentinas había incluido por supuesto a Susana Constante, a Tununa Mercado con un cuento hoy antológico, «Ver», a Alejandra Pizarnik con fragmentos de La condesa sangrienta. Silvina Ocampo, quien en El pecado mortal dice «Los símbolos de la pureza y del misticismo son a veces más afrodisíacos que las fotografías o que los cuentos pornográficos, por eso ¡oh, sacrílega!, los días próximos a tu primera comunión».

Y sigue la lista con esa gran escritora que fue Sara Gallardo, con Alicia Dujovne Ortiz, Luisa Mercedes Levinson, Inés Malinow, Victoria Slavuski de quien se conoce una sola y estupenda novela Música para olvidar una isla, la gran Elvira Orphée, Marcela Solá, Liliana Heer.

Por extraño que parezca, cuando les pedí a algunas de las escritoras -para no incluir fragmentos de novelas que había seleccionado- que me mandaran algún cuento erótico, se perdió esa línea que yo trataba de seguir de lo sublimado, los misterios del sexo, su lenguaje oculto. ¿Qué tiene la definición «erótico» que remite directamente a la genitalidad? Al menos cuando se lo plantea desde un requisito avant la lettre. De otra forma, la trama, el lenguaje, esa sabia y casi inconsciente elección de vocablos van rezumado erotismo sin proponérselo, sin que intervengan en forma directa la cruda anatomía. (Nunca pude escribir la palabra «concha», se queja Cortázar en el ensayo anteriormente citado. Quizá sea un mérito, por todo lo que hay que sugerir, insinuar, abrir y describir para evitar decirla (véase Peyceré). Al fin y al cabo, se dice que el cerebro es el principal órganos sexual del ser humano, y la literatura erótica su principal estímulo).

Aquella antología abortó por quiebra del editor. Pero la búsqueda sigue vigente. Me interesaba e interesa ese núcleo de lenguaje, ese corazón de la palabra, ese aliento o respiración o latido que puede ser diverso en el hombre y la mujer. Lo fui encontrando entonces en los repliegues de esa literatura. En la novela Entrada libre, de Inés Malinow, publicada en 1978, madre e hija llegan a la casa de Nueva Alta, en el Cuzco, y poco a poco van trazando un universo de semitonos precisos donde seres que son y no son al mismo tiempo, en amores deshechos y citas improbables, patentizan la inasible certeza del deseo.

En Bloyd de Liliana Heer, «Sonia levanta su falda con los dedos, tiene la cabeza vuelta sobre el hombro temiendo ser sorprendida. La sombra su cuerpo, el movimiento se dibuja. Alguien grabó su nombre en el estucado de la chimenea. Una buena señal, vuelve la cara hacia atrás y se detiene requerida de amores. Concreción pétrea de una estalactita, cuervos incitando a la demencia. Ironía dolorosa, fluctuante. Ebrio silencio velado en la intimidad. Disonancia. Un grito germina, se extiende y se derrama con la rapidez de la marea».

Habiendo esbozado los contornos, las marcas de género se van esfumando y los editores buscan en esa terranova del lenguaje femenino las voces para decir sus zonas inquietantes. No necesariamente gay o travesti o transexual. Femeninas. Nicolás Peyceré, pongamos por caso, que en su última novela Los días sentimentales hace hablar a la protagonista con palabras propias de la esencia femenina de los años cuarenta, época en la cual transcurre la obra, es decir en un lenguaje otro, el de la sensualidad. No se trata ya de escribir a la mujer desde el hombre (Madame Bovary soy yo), sino de ser una Madame Bovary de la palabra.

Es un juego, la escritura del erotismo, y como todo juego puede ser un desgarramiento. Es también una sorpresa cuando la escritura se hunde en la metáfora.

Por lo cual, permítaseme contar una anécdota personal, que, como toda anécdota nuestra, lo tiene a Borges de protagonista.

Durante la presentación de su libro La cifra, cuando me acerqué a saludarlo, Borges me tomó del brazo delante de quienes lo rodeaban y me dijo «Sabe, Luisa, usted y yo hemos escrito un cuento con el mismo argumento».

Un poco me asusté, quise defenderme, no fuera cosa que se pensara que soy una burda imitadora, un émulo más del maestro. No creo, le dije torpemente, yo lo admiro muchísimo pero... «Sí, sí» insistió él, «ambos escribimos sobre el acto sexual».

Original argumento por cierto, pensé pero no lo dije porque no me pareció correcto contestar con sorna, y por otra parte ¿qué le habría leído María Kodama a Borges a mis espaldas? Y sobre todo, ¿cuál sería el cuento propio al que él aludía?

El mío, me di cuenta casi de inmediato, era un subcapítulo de El gato eficaz titulado «El juego del fornicón», la breve sección menos erótica de un libro para nada explícito pero muy cargado en la cual describo un coito como un partido de fútbol.

Borges, casi con pudor, con esa su entrañable falsa humildad, concluyó «El mío se titula "La secta del Fénix"».

Fue como si encendieran de golpe un proyector que iluminó ese cuento del libro Ficciones que yo nunca había sabido leer en su verdadera, metafórica y risueña dimensión. Así dice el maestro:

[...] la historia de la secta no registra persecuciones. Ello es verdad, pero como no hay grupo humano en que no figuren partidarios del Fénix, también es cierto que no hay persecución o rigor que estos no hayan sufrido o ejecutado.



Allí se habla del Secreto que según se dice «ya es instintivo», de la leyenda ya olvidada de la cual «solo guardan la oscura tradición de un castigo. De un castigo, de un pacto, de un privilegio, porque las versiones difieren y apenas dejan entrever el fallo de un Dios que asegura a una estirpe la eternidad, si sus hombres, generación tras generación ejecutan el rito».

La secta del Fénix, por supuesto, tiene su secreto «puedo dar fe de que el cumplimiento del rito es la única práctica religiosa que observan los sectarios. El rito constituye el Secreto».

El rito, sí, que será por siempre y desde siempre ejecutado y cuya descripción llena páginas sobre sabrosas páginas.

Otros nombres destacados de nuestra literatura escribieron páginas eróticas y se me han quedado en el tintero (les dejo a ustedes la elección del contenido de dicho continente, que no es sólo tinta, claro, a menos que sea la empleada en los oscuros salones de tatuaje casi como antiguos fumaderos de opio, o fluidos corporales varios, o licores prohibidos como el yagé o el ajenjo mezclados naturalmente con la infusión local de mate amargo, o el ácido con el cual Raúl Barón Biza estragó para siempre el rostro de su última mujer). En dicho tintero cargado de algo deliquescente y explosivo a la vez se me han quedado grandes escritores como Rodolfo Wilcock, Juan José Hernández, Angélica Gorodischer y jóvenes erotólogas como Viviana Lysyj.

Tantos y tantas.

Una quisiera abrazarlos a todos, pero como con el acto sexual, una conferencia tiene límites de tiempo. Hay un reloj, no necesariamente biológico, que nos rige. Y para respetarlo pego un salto hasta los más recientes, y hundo las manos en la tersa y amigable superficie de esos que hoy atraen los aplausos. Washington Cucurto y las muchachas, Fernanda Laguna alias Dalia Rosetti, Cecilia Pavón.

Marc Augé habla de una «sobremodernidad» que refleja «la vida sin perspectivas (sólo bailar la cumbia, en el caso de Cucurto), una ausencia de referencias y una incapacidad de pensar el tiempo». Y creo que es esta sobremodernidad que impulsa al grupo de Eloísa Cartonera, esos retoños de César Aira, exponentes sin embargo de la línea optimista del erotismo. Los une una hermandad, la noción colectiva del «yotivenco» que señala Tamara Kamenzain, pero sería una hermandad del tipo Gran Hermano. Bastante fascinantes, al mismo tiempo son como las «comodities», sin el valor agregado de la posibilidad de una lectura entre líneas, en los intersticios del decir.

Todos somos mirones, voyeurs, peeping toms. Pero cada uno elige lo que desea espiar por el ojo de la cerradura.

En lo que a mi obra respecta, después de haberme asomada tantas veces y desde muy diversos ángulos al erotismo, ese magnífico gigantesco estanque de aguas nebulosas, de magmas y miasmas y vapores que nos dejan a penas percibir lo inconfesable, esa caldera de delicuescentes hervores a veces con aromas putrefactos pero siempre aromas porque emborrachan y atraen como si fuera los más deliciosos perfumes, después de haberme asomado tantas veces y cortejado al erotismo hecho palabra, en la novela que completé unas semanas atrás metí el dedo en la llaga de la voluntaria pornografía. Sólo para nombrarla, es decir nombrar lo obsceno. La novela, que explora el lado oscuro como lo explora el erotismo, se titula La travesía, y es la travesía a la que se ve impulsada la protagonista gracias o por culpa de ciertas cartas de absoluta crudeza sexual que ella le fue enviando a su exmarido secreto. Profundamente avergonzada de esas cartas que reaparecen en su vida muchos años más tarde, negándolas primero, experimentando el miedo de lo que allí se dijo, la protagonista deberá atravesar hasta los pantanos de la locura humana para poder por fin reconocerlas como propias, reconociéndose -conociéndose a sí misma al mejor estilo oráculo de Delfos. Pero las cartas más candentes no aparecen en la novela, quedan libradas a la imaginación, borrándole así -lo pienso sólo ahora- su espacio siempre literal a la pornografía y liberando erotismo.

Pero quizá estemos hoy acá confrontando una pareja de raras avenencias: erotismo y pornografía. Quizá el uno no pueda vivir sin la otra. Y quizá en el flujo y reflujo de silencios engendrados por el erotismo palpite sin palabras lo totalmente obsceno, grotesco, asquerosa y anatómicamente explícito, es decir madame la pornografía.

Yo tenía una lectura del término pornografía. Por-no-grafía, algo que NO está escrito, en el sentido literario de la palabra escrito, en el sentido de la connotación y el misterio. Pero hete aquí que la novela de Diego Manso tiene verdadera escritura que por momentos alcanza procacidades de arrabal. Soez y desbordante, instaura desde el presente un lazo de unión con aquello que fue Perlongher y Lamborghini y más atrás aún. Siempre, sin embargo, sin perder un muy propio y ácido y actual sentido del humor.

Hoy elijo sacar de la galera del mago, la maga en este caso pero no aquella de Olivera en Rayuela, de Cortázar, un nombre que es un secreto oxímoron: Diego Manso. De este muy joven autor pude ver, en dos teatros off off, un par de obras inquietantes. Pero quiero ofrecerles una primicia, y anuncio aquí la próxima publicación de su novela Misterio del corazón de los chicos.

El corazón de los chicos empieza así:

Mis padres fueron cinco albañiles tatuados y costrosos que disputaban en interminables generalas la paternidad de mi cuerpecito niño. Cinco machos transpirados y erectos amamantando de leche falsa el corazón que me latía.

El sol me doraba junto a las salivaderas cuando en el andén mis padres esperaban el tren hacia la obra. Éramos una familia proletaria que se ganaba el pan merced al chorrear de las axilas. Mi cuna estaba armada con tablones, mis sonajeros eran espátulas de revoque, las canciones que invitaban al sueño eran martillazos contra muros. Yo apenas aullaba.

Dicen que ellos se trincaban al fondo del potrero, cuando el capataz salía a controlar vecinas construcciones. Uno encima del otro se rotaban para fecundarse, hundiéndose los miembros y babeándose las nucas. Por eso sólo se supo quién me llevó en su vientre, mas nunca quién fertilizó el hueco estéril.



Ya no quedan temas tabú (salvo quizá el del dinero), resulta una antigüedad separar la literatura erótica de la literatura en general, y el amor que no podía decir su nombre lo dice a voz en cuello. Pero el movimiento queer ha invadido la escena y entonces, querámoslo o no, al nombre nuevamente no podemos decirlo porque nos hemos quedado sin apelativos para tanta diversidad sexual. Y empezamos de nuevo, y volvemos atrás como suele suceder en estos casos:

No hay palabras decentes para nombrarlo, pero se entiende que todas las palabras lo nombran o mejor dicho, que inevitablemente lo aluden, y así, en diálogo yo he dicho una cosa cualquiera y los adeptos han sonreído o se han puesto incómodos, porque sintieron que yo había tocado el Secreto.



Es la Secta del Fénix, claro -podríamos escribirlo a la antigua, con PH, y pronunciarlo sólo con P. Así es, pues, la llamada literatura erótica. Que a cada paso muere de deleitosa muerte llamada orgasmo, y revive más vital que nunca, y se abre a sorpresas reinventadas a diario.





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