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Paisaje y lenguaje de la novela

Mario Benedetti





En algunas trajinadas corrientes de la pintura latinoamericana, el paisaje tuvo -y sigue teniendo- crédito en sí mismo, y en tales casos no precisa obligatoriamente de la figura humana. Aun en la música, es posible disfrutar de ciertas obras de Fabini, Villalobos o Silvestre Revueltas sin necesidad de incorporar la presencia del hombre al paisaje evocado. Y, por supuesto, en la poesía abundan los ejemplos en que el paisaje es en sí mismo una prioridad. Baste recordar la silva de Andrés Bello, «A la agricultura de la zona tórrida» o la interiorización de la naturaleza lograda por el cubano José María de Heredia, con quien, según señala Cintio Vitier, «damos el paso de la naturaleza al paisaje propiamente dicho». No obstante, el paisaje textual de un Othon o la pincelada trémula de un Zorrilla de San Martín, parecen hoy más lejanos que Homero. Queda un legatario, sin embargo, y de notable aliento. Más de un siglo después de Heredia, Pablo Neruda, en sus «Alturas de Machu-Picchu», prepara la irrupción de los hechos humanos con una conmovedora asunción de la identidad de la naturaleza.

En cambio, en los géneros narrativos, el paisaje, cuando es enfocado, poco menos que exige la presencia del hombre. La naturaleza puede ser plácida o volcánica, imperturbable o cataclísmica; pero la naturaleza a solas, sin el bautismo del arte, no es todavía paisaje.

Que el diccionario nos ampare. Según la Academia, paisaje es una «porción de terreno considerada en su aspecto artístico». Para María Moliner, paisaje es el «campo considerado como espectáculo». Como ha señalado Cintio Vitier, «la naturaleza es un hecho que se da en nuestra circunstancia inmediata»; «el paisaje en cambio es una cierta unidad estética y sentimental creada por el alma». Es decir, que para que la naturaleza se convierta en paisaje ha de pasar por la aduana del arte. La naturaleza es una imposición; el paisaje, en cambio, es una elección. Cuando el artista elige un fragmento o un instante de naturaleza y lo incorpora a su estado de ánimo, a su nostalgia, a su hedonismo, sólo entonces ese trozo de naturaleza se convierte en paisaje.

Quizá por eso han cambiado, dentro de la obra literaria, las relaciones entre el individuo y el paisaje. Hace unos veinte años señalé que en una novela como La vorágine, la selva era, en su dimensión narrativa, mucho más importante que en Hijo de hombre o La casa verde. En la realidad geográfica, la selva peruana o la paraguaya han de ser probablemente tan feroces e intransitables como la colombiana, pero en la realidad del novelista sí se establecen distingos. Mientras en la obra de Rivera la selva es una bárbara crispación esperpéntica que se venga de los hombres y deglute al personaje, en las obras de Roa Bastos y Vargas Llosa la selva se repliega, cede al personaje su preeminencia narrativa. En los últimos tramos de la novela del peruano, un personaje como Fushía, ya totalmente derrengado, ruinoso, mutilado física y anímicamente, sigue siendo, empero, mucho más importante que la naturaleza que, después de todo, es la única que lo acoge, la única que lo soporta. La fuerza interior que potencia La casa verde o Hijo de hombre es fundamentalmente humana y pasa por la maraña del inconsciente antes de enfrentarse al paisaje, ese telón de fondo.

Tal descaecimiento del paisaje en la novela latinoamericana, encuentra tal vez su explicación, a la vez obvia y profunda, en la entronización del personaje. Obvia, porque ahora es el hombre quien domina la literatura, quien dicta su ley a la metáfora; el paisaje se ha puesto a su servicio. Y profunda, porque también aquí puede hallarse una connotación política, un símbolo social. En particular para el indio, para el campesino, pero en general para la mayor parte de los latinoamericanos conscientes de su destino, el paisaje se fue haciendo sinónimo del poder que directa o indirectamente sojuzga a estos países en lo económico y en lo político. Paisaje, en América Latina, es latifundio, es minas, es pozos petrolíferos, es factorías. Cuando en las nuevas letras latinoamericanas el personaje desaloja a la naturaleza de su privilegiado sitial en la evaluación narrativa, acaso ello signifique, entre otras cosas, una inédita manera de postular que este hombre de la porción latinoamericana del Tercer Mundo se rebela contra un paisaje que de algún modo es inocente sostén del poder arbitrario, de la injusticia, del tratamiento inhumano, del despojo. El paisaje siempre es algo que pertenece a otros. El campesino no quiere un paisaje, que siempre fue de los patrones, sino una parcela de tierra en la que pueda apoyar sus pies, sembrar su futuro.

Quizá podamos atrevernos a considerar que la relación naturaleza/paisaje tiene su equivalente, o su paralelismo, en la relación lengua/habla. La lengua se convierte en habla cuando el sujeto hablante (o escribiente, si es un novelista) usa ese código para expresar su pensamiento, su sentimiento, su emoción, etc. Según Saussure, el lenguaje es la suma de la lengua y el habla, y su función comunicante es la que le da su sentido esencial.

Como forma o matiz de comunicación, la novela ha alcanzado hoy plena libertad para manejar el lenguaje, y en esa expansión ha sido fundamental el aporte de escritores que descubrieron nuevas vetas y amalgamas. Joyce y Sartre hacen posible a Guimarães Rosa; Faulkner, a Onetti; Virginia Woolf, a Clarice Lispector; Borges, a Cortázar; Quevedo, a Fernando del Paso; Raymond Chandler, a Osvaldo Soriano.

Es claro que en este aspecto, como en tantos otros del quehacer artístico, se cumplen etapas, ciclos. Así como en poesía la liberación de la rima y el regreso a ella generan un vaivén que estremece y expurga formas y contenidos, así también en los géneros narrativos, cuando el afán experimental se aleja demasiado del sustento real, siempre aparecen escritores que alertan contra la fuga y el delirio, pero cuando la retracción se convierte en inmovilismo, de nuevo la imaginación abre sus compuertas. Y así sucesivamente. No se trata de un desarrollo en círculo sino en espiral, ya que ningún punto de retorno es igual al anterior. Se vuelve sí, pero en otro nivel. De cada evasión va quedando una aptitud para el vuelo que modifica el subsiguiente arraigo; de cada arraigo sobrevive una raíz adventicia que transfigura la próxima evasión.

El escritor puede conseguir que su habla provenga de una lengua no previsible, sobre todo si entendemos por lengua «el conjunto de signos, de naturaleza psíquica, a disposición de la colectividad, pero exterior al individuo, que por sí solo no puede ni crearla ni modificarla, no existe más que en virtud de una especie de contrato establecido entre los miembros de la comunidad» (Saussure). Pero ¿acaso no puede el escritor violar ese contrato? Saussure sostiene que, de proponérselo, «un individuo sería incapaz de modificar en un ápice la elección ya hecha», pero, agreguemos nosotros, ¿acaso el escritor no puede cambiar de elección? La ambigüedad, como atributo del lenguaje literario, es capaz de infiltrar civilización en la barbarie, y viceversa, anomalía que puede llegar a ser reveladora, ya que aun en la más desarrollada civilización puede llegar a brotar un Auschwitz o un Hiroshima, en tanto que, a su turno, en la pretendida barbarie, suele sobrevivir un inapagable foco de dignidad. Baste recordar la altiva respuesta de Túpac Amaru cuando el visitador Areche le exige los nombres de sus cómplices: «Aquí no hay más cómplices que tú y yo: tú por opresor, y yo por libertador, merecemos la muerte» (E. Galeano, Las venas abiertas de América Latina; Daniel Valcárcel, La rebelión de Túpac Amaru).

Es improbable que el lenguaje, o más concretamente la palabra, sea, como quería Emir Rodríguez Monegal, el protagonista de la novela latinoamericana. Pienso que el protagonista sigue siendo el hombre. Hace más de cuarenta años escribió Sábato: «Como en el ajedrez, una palabra no vale por sí sola sino por su posición relativa, por la estructura total de que forma parte». Y quién, sino el hombre, es capaz de mover esos peones; quién, sino el hombre, es capaz de inclinar su rey o de propinar un jaque mate.

No obstante, los nuevos territorios que la novela latinoamericana fue incorporando para la necesaria expansión de su lenguaje, contribuyen a que ese hombre/protagonista alcance el fondo de sí mismo, comprenda el revés de su propia trama, asuma el manantial secreto de sus deseos. «El lenguaje no es neutral», ha dicho recientemente Nélida Piñón, y también que «el escritor es un transgresor del lenguaje, de las normas y de las instituciones». Ciertamente, el lenguaje no es neutral; de ahí que el escritor lo transgreda, convirtiéndolo en ambiguo. La ambigüedad es después de todo un ejercicio de libertad y por ella puede llegarse a la obra abierta, en la que el lector es partícipe y cómplice. El lenguaje es el primer comprometido: con su origen, con su significado, con su historia. Pero así como Vallejo luchaba a brazo partido con la palabra para traerla a su solar humano y a su menester poético, así también el novelista debe ser capaz de impregnar el previo compromiso del lenguaje con su compromiso de hombre o de artista.

En estos últimos tiempos, cada novelista viene con su reforma verbal bajo el brazo. Lezama Lima trae, al decir de Haroldo de Campos, su «metaforización gongorina de lo cotidiano»; Cortázar propone el «glíglico» de Los premios o el desparramo de haches en el capítulo 90 (prescindible) de Rayuela; Guimarães Rosa aporta el recurso a la vez dialectal y dialéctico que Pablo Rónai denomina «antonimia metafísica»; Arreola incorpora en su única novela, La feria, todo un cargamento de voces; en Morirás lejos, José Emilio Pacheco abre, mediante arbitrarios paralelismos, todo un abanico de posibilidades; en Cristóbal nonato, Carlos Fuentes transforma la perentoria invasión del futuro en hermenéutica del pasado y diagnóstico del presente.

A veces, entre el paisaje y el lenguaje estalla la violencia. Como en La vorágine de Rivera, en El compadre general sol de Jacques Stephen Alexis; en Eloy, la sobrecogedora novela de Carlos Droguett; en No habrá penas ni olvido y Cuarteles de invierno, de Osvaldo Soriano, o en la fascinante y desvelada pesadilla, El fantasma imperfecto, de Juan Carlos Martini. Curiosamente, García Márquez, oriundo de un país que es epítome de violencia, hace que sus relatos transcurran por lo general en las escasas treguas, pero entonces, la parsimonia de sus criaturas pasa a tener un valor alucinante, un aura de delirio, algo así como una escena de arrebato proyectada en cámara lenta.

Otras veces, entre la realidad y el lenguaje, estalla simplemente la alegoría. Digamos, el barco, como contexto y metáfora. Cortázar, con Los premios; Daniel Moyano, con Libro de navíos y borrascas; Cristina Peri Rossi, con La nave de los locos, fletan sus respectivas naves, aparentemente como un modo de que la realidad se quede en la costa lejana, pero en verdad logrando que el enclaustramiento obligatorio, en un barco asediado por olas, delirios y preguntas, provoque una concentración o antología comunitaria, síndrome o muestrario de las clases y alucinaciones sociales, y hasta de los estratos culturales, que suelen manifestarse en tierra firme.

Otras veces, entre la realidad y el lenguaje estalla el humor. Desde la jarana filosófica de Macedonio Fernández hasta la burlona curiosidad por lo lóbrego de Felisberto Hernández; desde la ironía laberíntica de Bustos Domecq hasta la orgía verbal de Guimarães Rosa; desde la comicidad fulgurante de Mario de Andrade en Macunaima («mezcla de sátira y pureza», la definió Antônio Cândido) hasta la parodia homérica de Francisco Choffre, en La Odilea; desde la carcajada en píldoras de Augusto Monterroso hasta la «sátira heroico-burlesca» (así fue calificada por Italo Calvino) de Jorge Ibargüengoitia; desde la chanza descocada, casi amoral, de Los reventados, de Jorge Asís, hasta el disparate geopolítico, A sus plantas rendido un león, de Osvaldo Soriano.

Borges, a quien Haroldo de Campos considera un «maestro consumado de la literatura como metalenguaje», expresó en 1985 que, en materia de humor, le gustaban «las bromas en las que haya un error lógico» y once años antes había contado que «una vez le echaron en cara a Roberto Arlt su ignorancia total del lunfardo. Bueno, dijo él, yo me he criado en Villa Luro, allá en los arrabales, junto a la gente pobre, entre malevos, y no he tenido tiempo de estudiar el lunfardo».

Paisaje y lenguaje. También se verifica entre ellos una suerte de intertextualidad, o diálogo entre textos (el paisaje también es un texto). En la actual narrativa latinoamericana, el paisaje no es tan estático, tan inmóvil, tan idílico ni tan sedentario como lo fue en el romanticismo. Y es el personaje quien lo moviliza, le otorga ambigüedad que es una forma de otorgarle vida, y precisamente cumple esa función a través del lenguaje. Barroco o coloquial, el lenguaje, como praxis poética, no sólo altera, trajina y conduce la realidad de lo imaginario, sino que además imagina realidades. Como señala Juan José Saer, la literatura busca «una imaginación que remita continuamente al mundo». Más allá de los mass-media, que todo lo homogeinizan, que anonadan lo imaginario con la coacción de lo frívolo, el mundo acusa recibo (así sea a través del penúltimo lector) de ese léxico a la vez posible e imposible, fantasmagórico y vivaz, ese sistema de palabras que componen la lengua de la imaginación.





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