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Paredes, un campesino extremeño

Novela

Patricio Chamizo



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- I -

Mi pueblo

     Mi pueblo está situado en un rincón perdido de la provincia de Badajoz, a no mucha distancia de las Vegas Altas del Guadiana, pero lo suficiente lejos para no haberse beneficiado de sus planes de regadíos. Son tierras de secano, de olivos, viñedos y frutales, aparte de varios cortijos que hay a sus alrededores, pero apenas eran utilizados por ovejas y cerdos con muy poca tierra dedicada al cultivo agrícola, por lo que daban poco trabajo a los jornaleros del pueblo. Eran, más bien, fincas de recreo y cotos de caza. Un pueblo rico, pero, como todos los pueblos, rico para los ricos, pero pobre para los pobres.

     Casi todas las casas estaban hechas de adobe y tapias de tierra apisonada. Excepto las del centro, que eran de piedra. Las calles donde estaban situadas las casas de piedra estaban empedradas; las otras eran de tierra. Digo yo que esto sería para que hicieran juego las calles con las casas. La iluminación de las calles de piedra era buena; la de las otras, infame. Las casas de adobe, a falta de sólidos cimientos, tenían humedad todo el año, por lo que el reuma era fiel compañero de sus inquilinos. [8]

     Cuando yo vivía allí no había aguas corrientes ni, por tanto, cuartos de baño. En el corral había un hoyo donde iban a parar toda la basura y en un rincón, sobre él, un pequeño cuarto que servía de retrete. Pero el agua de fregar se tiraba al centro de la calle donde a modo de albañal, el agua corría hacia abajo, como un arroyo. En verano se hacían charcos de agua fétida y corrompida donde las moscas veraneaban. En invierno toda la calle era un barrizal, en el cual se quedaban atrapadas las alpargatas, a poco que el viandante se descuidase. Para evitar esos percances, los vecinos, cada uno por su cuenta, ponía piedras, por las cuales, mediante un ejercicio acrobático, íbamos pisando para no quedar hundidos en el lodazal.

     Por la plaza y los aledaños un barrendero se encargaba de mantener limpias las calles, pero en el resto del pueblo eran las mujeres las que se encargaban de hacerlo, cada una en la parte correspondiente a su casa.

     En las casas de adobe y tapias de tierra vivíamos Rafael Paredes y un servidor. Éramos gente de alpargata, como se decía. Y era verdad, pues en la gente de mi clase, solo nos poníamos zapatos el día de la boda, y ese calzado duraba toda la vida, pues en raras ocasiones se utilizaba. Lo mismo que el traje. Nos hacíamos uno a medida para la boda y ese sólo nos lo poníamos para ir a una boda o al médico, si teníamos que ir a Badajoz. [9]

     Rafael y yo vivíamos en la misma calle. Allí nacimos y fuimos amigos desde la infancia. Sin embargo, a pesar de ser los dos iguales de pobres, incluso él más pobre que yo, pues era huérfano de padre, nuestra infancia fue bastante diferente. Él era hijo único de su viuda madre, la cual se ganaba la vida de lavandera y de asistenta por horas en varias casas. La ropa se lavaba en el río, pues en las casas no había agua corriente. Ella cargaba con un cesto grande lleno de ropa sucia de la gente rica, se iba al río, la lavaba, y por la tarde volvía con la ropa limpia y seca.

     Yo, en cambio, tenía a mi padre que trabajaba como jornalero, a mi madre y una hermana, mayor que yo, que aprendía a coser en casa de una modista, y algo ganaba de vez en cuando en alguna cosa que le daban para coser, zurcir, o remendar en casa. Visto así, mi posición era mejor que la de Rafael. Sin embargo, ¡qué distinta fue nuestra niñez! Él iba a la escuela todos los días; a la escuela nacional, que no costaba nada más que el material escolar, que era muy elemental. Con la enciclopedia del hijo mayor estudiaban todos los hermanos menores años después. Su madre se encargaba de que no hiciese novillos y le obligaba a hacer deberes en casa y a repasar las lecciones.

     Yo iba a la escuela cuando no tenía faena. Mi padre se encargaba de buscarme trabajo de pastor, de porquero, de recadero, y en múltiples actividades. Y cuando no tenía tajo, pues a la escuela. [10]

     Pero en la escuela se empieza por hacer palotes, luego letras, más tarde a juntar las letras en sílabas, y después, las sílabas en palabras, y las palabras en frases y oraciones. Es decir, en un orden sistemático. Pero yo aprendí a hacer palotes; cuando iba por la a, me sacaban para ir a trabajar; cuando volvía, mis compañeros iban ya por las sílabas y yo tenía que continuar donde lo dejé.

     Esto no solo me pasaba a mí. A la mayoría de los muchachos de mi edad y de mi condición les pasaba igual. Había que trabajar cuando se pudiera para ayudar a la casa.

     Aunque hoy veo mal aquello, entonces, no. A todos mis amiguetes les gustaba más ir a trabajar que asistir a la escuela. Y cuando no había trabajo, la mayor parte de las veces hacíamos novillos y nos íbamos a coger nidos de pájaros, o a jugar.

     De esta forma pasó mi niñez en la escuela, pues por hache o por be, siempre faltaba muchas temporadas y claro, no aprendí ni jota y solo llegué a la zeta de zoquete, que es lo que he sido toda mi vida. En cambio, Rafael no faltó un solo día y era un alumno aventajado, pues era muy inteligente.

     Él, a pesar de su edad, comprendió mi problema, cosa que mi padre nunca se planteó, y me daba clases particulares sin que yo se lo hubiese pedido. Pero a mí no me entraban en la mollera todas las cosas que me explicaba.

     Después de estar todo el día trabajando, lo que me apetecía era jugar, cosa que pocas veces podía hacer. Pero Rafael no se daba por vencido e insistía en enseñarme. [11]

     Ya de mayor, como dependíamos del jornal que nos cayera cada día, íbamos a la plaza cada mañana a la espera de que alguien nos cogiera para trabajar. Allí, a la puerta del único bar que por entonces había, estábamos todos los jornaleros esperando. Muchos entraban a tomar la copa de aguardiente y una cosa caliente y oscura a la que llamaban café. Aquello lo hacían con los posos del café de las tardes. No era muy bueno, pero calentaba el cuerpo. El café de por las tardes no era de cafetera, pues no existía esa máquina en el pueblo. Encima de un vaso colocaban una especie de cazo colador. Allí ponían el café, echaban agua caliente y la infusión caía en el vaso. Pero ese café sólo lo tomaban los pudientes.

     Los jornaleros charlábamos en pequeños grupos y corros. Si entrábamos a tomar el café y la copa, enseguida salíamos a la puerta para ser vistos por los labradores, los capataces, o manigeros. Eso era de vital importancia, pues podían coger a otros y nosotros quedarnos parados. Por eso era normal oír el rumor de las conversaciones y de pronto hacerse un silencio mirando disimuladamente a los ricos que se acercaban. Estábamos allí como las mulas en la feria. Los ricos pasaban mirando a los grupos, observando a todos. Sólo les faltaba abrirnos la boca y mirarnos los dientes, como a las caballerías. Era penoso estar allí por las mañanas esperando un jornal, tragando saliva cada vez que la mirada de un potentado se fijaba en nosotros. Por aquellos tiempos, sólo la mitad, o bastante menos, encontraban trabajo, a no ser en tiempo de siega, vendimia o escarda, cosa esta que ya no se hace, o se hace poco. [12]

     Pasada la hora, después de irse todos los contratados, el resto nos teníamos que volver cabizbajos pensando en lo que podíamos hacer ese día para llevar a casa un cacho de pan para comer. Porque en casa de los pobres no había despensa, no había reservas. Lo que se necesitaba para comer había que comprarlo en el mismo día.

     Los que tenían suerte de tener tajo volvían a casa rápidamente a cambiarse de ropa y desayunar (eso si había), una sopa de ajos, un puñado de higos, un tomate con sal, o lo que hubiera, según la estación del año que fuera. Pero esa costumbre civilizaba de hacer desayuno, almuerzo, merienda y cena para nosotros no existía. Comíamos una vez al día, y gracias el día que podíamos comer, pues no era para los pobres un ejercicio cotidiano el mover las mandíbulas.

     La vuelta de los hombres a casa por las mañanas coincidía con la limpieza de la calle que hacían las mujeres, barriendo cada una el trozo de calle que correspondía a la fachada de su casa, hasta el arroyo. Así llamaban al centro de la calle por donde, como ya digo, discurrían las aguas sucias, que a falta de cloacas se tiraban allí, produciendo a veces, cuando no corría, un olor fétido y repugnante.

     Cuando las mujeres veían caminar a sus maridos calle abajo, ya sabían la suerte que les había correspondido. La manera de andar de unos y otros era inconfundible; aparte, claro está, que el que había encontrado trabajo volvía un poco antes. [13]

     La que veía llegar a su marido con paso rápido y decidido, soltaba la escoba, y ante la envidiosa mirada de las vecinas que no habían tenido tal suerte, se metían en casa a preparar el desayuno. Luego cogían la cesta, presurosas, para comprar la merienda (el almuerzo, como dicen por aquí) del marido. En casa, ya digo, no había provisiones y sólo ante la perspectiva de un jornal iban a la tienda a pedir fiado hasta que el amo pagara. Las vecinas cuyos maridos no habían encontrado tajo, la contemplaban con envidia y amargura.

*****

     Las faenas a las que los hombres recurríamos a falta de trabajo eran muy variadas, según la estación del año que fuera. En verano, después de la siega iban las mujeres y los niños a espigar. En esto existía la picaresca del segador. Sabía que detrás de él irían las espigadoras, que por lo general, eran familiares o amigas, y no se esmeraba mucho en recoger bien las espigas. Claro, que el amo, o su manigero, que se las sabía todas, iba inspeccionando los rastrojos y llamaba la atención, o despedía, al que se dejara muchas espigas detrás. [14]

     Era fácil identificar al infractor, aunque no le vieran. Normalmente la siega se hacía en cuadrillas de varios hombres situados en fila, a una distancia de dos varas (metro y medio, aproximadamente). Se empezaba en sentido longitudinal en una punta hasta llegar a la otra, y después volvían en sentido inverso, hasta que se segaba toda la superficie en cinco, diez o veinte vueltas. Cada uno, pues, ocupaba durante todo el día el mismo lugar en la formación, por lo cual era fácil saber quién se había dejado atrás muchas espigas.

     En la cuadrilla iba el manigero, o el capataz, o un hombre de confianza del amo, que solía ser el mozo de mulas que trabajaba fijo todo el año. Éste se situaba en un extremo de la fila y, como un zapador, iba marcando el ritmo. Los demás tenían que seguirle a su misma altura, pues el que se quedara atrás, aparte de ser ridiculizado por los demás, no volvía a trabajar.

     Al principio del tajo, donde estaban los hatos con la merienda de los segadores, el amo solía llevar vino en una garrafa de arroba, media arroba, o de cuarto, según la cantidad de hombres que hubiera. Aquella aparente generosidad, no era tal. Se echaba un trago al principio, se emprendía la marcha, y el manigero estimulaba a los hombres diciendo: «¡Vamos, deprisa, que tengo la boca seca y hay que echar un trago!» E incitados por el deseo de beber vino, los segadores trabajaban como si fueran a destajo. Los amos presumían de buenos por darles vino; pero bien que lo sacaban del sudor de los trabajadores. En cambio, si el trabajo era ajustado en una cantidad, el vino sólo estaba allí si lo llevaban los propios segadores. [15]

     De todos los trabajos del campo, el más penoso era el de la siega, por el sol abrasando las espaldas, los pinchazos de los rastrojos por la carencia de un buen calzado, y con la postura de ir todo el día con el cuerpo encorvado acababa uno derrengado, desriñonado. Eso si no te ocurría algún percance, como cortarte un dedo (el meñique izquierdo) con la hoz, pues en ese caso te quedabas parado y sin ningún seguro que te cubriera el riesgo, tanto del jornal, como del médico. Y, sin embargo, era el trabajo más codiciado por todos.

     Esta paradójica incongruencia tenía su sentido. El jornal de la siega era muy bueno, comparado con los jornales de otro tipo de trabajo. Sólo en el trabajo de la siega nuestras tarteras iban bien atestadas de chuletas, chorizo, queso y jamón. En ninguna otra época del año podíamos saborear semejantes exquisiteces. También los tenderos, los carniceros y los pescaderos hacían su agosto, no solo por lo que vendían, sino, además, por lo que cobraban de meses anteriores que habían ido dando fiado.

     Después de la siega, con las espigas que habían conseguido las mujeres y niños espigando, nos dedicábamos en el ejido (el lejío, que así se dice por allá), a desmenuzar las y quedar limpios de polvo y paja el grano.

     Más adelante, después de la recolección del grano de las eras, íbamos en busca de hormigueros. Para apoderarnos del grano que las hormigas habían almacenado durante todo el verano, echábamos un chorro de agua en cada agujero. Esperábamos, y al cabo de un buen rato las hormigas sacaban a la superficie todo el trigo encerrado. [16]

     Las hormigas, por instinto natural, saben cuándo va a llover y ya se encargan ellas de tapar todas las entradas de sus galerías haciendo sobre ellas pequeños montones de tierra, con el fin de que el agua resbale por la pendiente. Pero lo que no podían adivinar era cuándo les iba a llegar la inundación que nosotros provocábamos.

     La razón de sacar sus viandas rápidamente a la superficie era porque el grano, al mojarse, hincha, y si no lo sacaran morirían aprisionadas por el volumen. Y también porque la humedad los pudre y germinan, por lo que el problema aún era mayor con los tallos y, en definitiva, se quedarían sin comida para todo el invierno. Una vez pasado el imprevisto temporal dejaban que el grano se secara, volviera a su estado natural y de nuevo, una vez seco, lo volvían a almacenar.

     Pero nosotros éramos más rápidos y nos lo llevábamos antes. Con el grano obtenido se daba de comer a las gallinas, o si la necesidad era extrema se molía con el almirez y se hacía una torta de pan.

     En el otoño poníamos las costillas, una trampa para cazar pájaros. Se ocultaba con tierra bien desmenuzada formando una montaña en miniatura, como los hormigueros, quedando a la vista sólo un grano de trigo, que era el cebo para los gorriones. Si se daba bien, en un día podíamos cazar dos o tres docenas, los cuales se comían, o se vendían para obtener otros alimentos, no tan exquisitos, pero en mayor cantidad.

     Más avanzado el otoño, casi en el invierno, venía la aguanieves, o aguzanieves, un ave migratoria. Este pájaro de pico largo, se alimenta de lombrices que ellas mismas se procuran hincando el pico en la tierra blanda. Por eso, el cebo más idóneo era la lombriz, que nosotros nos encargábamos de buscar en la tierra cavando con una azada. [17]

     La trampa era un anzuelo, como para los peces. Como no había dinero para comprar sedal, éste se sustituía con las cerdas de la crin y cola de los caballos. En un extremo, el anzuelo, y en el otro una estaquilla clavada en la tierra.

     Si el otoño venía seco se cazaban con más facilidad, pues la tierra estaba dura y a los animalitos les costaba más trabajo perforar el suelo. Al estar hambrientas picaban enseguida. La aguanieves era un pájaro mayor que los gorriones y su carne más exquisita.

     En invierno íbamos por cardillos lechales, es decir, cardos pequeños. Este era el más penoso de los trabajos no retribuidos por un jornal, por el frío, la escarcha o la lluvia. El cardillo es una planta cuyo tallo, incrustado en la tierra, tiene aletas, como una estrella de mar, pero cada una de ellas cubiertas de espinas. Se cogían utilizando una azadilla pequeña o, incluso, con un cuchillo viejo. Cuando teníamos el saco lleno íbamos a lavarlos a un charco para quitarles la tierra. Después, en casa, los limpiábamos de espinas rascando de dentro afuera. Esta operación era molesta, porque si no se tenía cuidado se llenaban las manos de espinas. Pero la pericia adquirida durante años y las callosas manos evitaban los pinchazos. Las mujeres iban por las casas a venderlos, pues era una verdura muy rica como aditamento del cocido u otras legumbres, incluso solos. Los que no se vendían, nos lo comíamos nosotros y el resto se les echaba al cerdo. Casi todos los jornaleros teníamos un cerdo en casa, que comprábamos de lechón, y le íbamos engordando para la matanza. Pero en casa de los pobres no había matanza. El cerdo, ya cebado, lo vendíamos, porque hacía falta el dinero para otras cosas. [18]

     En invierno, también, pero de noche y furtivamente, íbamos por bellotas. En esa operación no llevábamos el burro, sino andando con el saco al hombro durante cuatro o cinco kilómetros. Las bellotas se robaban, claro. Si en el camino advertíamos la presencia de la Guardia Civil, tirábamos el saco y ¡pies, para qué os quiero! Si nos cogían los guardias, la paliza era segura. O, aunque no nos cogieran, si nos identificaban en la huida, nos llamaban al cuartel para explicarnos que aquello no se podía hacer.

     Pero, como se seguía haciendo, más elocuente que las palabras eran las hostias, los vergajazos, y los puñetazos en el estómago. Una paliza que nos tenía magullado el cuerpo durante un mes. Pero, no solo los civiles pegaban palizas; también algunos guardas de las fincas apaleaban a los belloteros. Y no podías denunciarlo a la Guardia Civil, porque te podían pegar otra paliza encima.

     Otros muchos recursos había para poder comer cuando no había trabajo: los espárragos, las setas, las criadillas, un tubérculo parecido a la patata, pero muy exquisito, y la pesca con garlito o trasmallo. El garlito lo hacíamos nosotros mismos con juncias; pero el trasmallo era un arte de pesca que pocos teníamos. Además, estaban prohibidos. Para nosotros no existía la veda; había que cazar, pescar, o ir a bellotas cuando el hambre nos obligaba. Mas el precio resultaba muy caro si éramos descubiertos por los civiles. Entonces los jueces, que los habría, digo yo, tenían poco trabajo con nosotros. Los civiles se encargaban de aliviarles la faena. [19]

     Cerca de mi pueblo había varios cortijos donde los guardas nos dejaban cortar una carga de leña, o hacer un saco de picón, o coger espárragos, o setas. Pero había uno, llamado Zarzarromero, el mejor de todos aquellos contornos, en el que no se podía ni pisar. Era normal que los trabajadores tuvieran un burro; mejor dicho, una burra, que paría un burranco, lo criaba y cuando era grande se vendía y se sacaba un dinerillo. El borriquillo iba detrás de la madre, suelto, retozando. Pues si por el camino que atravesaba Zarzarromero, el borriquito en su trotería se salía del camino y pisaba la finca, si lo veía el guarda lo denunciaba a los civiles. Aquel guarda tenía más cuernos que la ganadería de Miura, pues a su mujer, que estaba muy buena, se la follaba el amo. Eso era evidente, pues toda su prole tenían la misma cara del señorito. Aquel guarda, con mucha chulería solía decir:

     -¡En la finca de mi amo no pisan ni las águilas!

     En mi pueblo existe desde siempre una solidaridad muy grande en caso de incendio. Hay una campana en el ayuntamiento que repica cuando se detecta alguno. La gente conoce su peculiar tañido y al oírlo, todo el mundo sale a la calle provisto de cubos, palas y demás utensilios para apagarlo.

     Era hermoso ver una enorme fila de hombres haciendo una cadena pasándose los cubos llenos de agua desde el pozo más cercano, o apagar el fuego en el campo con las palas volteando la tierra, o con ramaje aplastando las llamas. Eso se hacía incluso en los cortijos. [20]

     En el cortijo de Zarzarromero, un mes de junio, un poco antes de la siega, se produjo un incendio en la sementera, tal vez intencionado por algún resentido con el guarda. Había un viento solano muy fuerte que amenazaba pasar a la arboleda y destruirlo todo. La campana del ayuntamiento repicó y todo el mundo salió a la calle, como siempre, provistos de utensilios.

     Pero cuando los jornaleros nos enteramos en dónde estaba el fuego, nos volvimos y soltamos los bártulos diciendo casi a coro:

     -¡Que lo apague el guarda con los cuernos!

     La Guardia Civil llegó a la plaza con camiones ordenando a todos los hombres que montaran para ir a apagar el fuego. Pero el que podía, se hacía el remolón y no subía; y si le obligaban, cuando llegaba al cortijo hacía lo menos posible. El ir a apagar un incendio era un gesto natural, espontáneo de toda la gente, pero era, además, una obligación, pues así lo decía la ley municipal. Pero en Zarzarromero nosotros nos acogimos a otra ley: a la ley del mínimo esfuerzo.

     Otro recurso que utilizábamos cuando no había trabajo era el picón o la leña que, como ya he dicho, en algunos montes nos dejaban cortarla.

     En fin, había muchas formas de ganarse la vida, pero éramos tantos, que para coger un manojo de espárragos, unas criadillas o un puñado de setas había que andar mucho. Y contento cuando cogías algo, pues había veces que después de andar todo el día, reventados los pies y muerto de cansancio, veníamos sin nada que poder llevar a la boca. En esos casos, el cacho de pan que la mujer echaba para comer, se traía en la talega para que los hijos pudieran comer algo. [21]

     El bar al que íbamos por las mañanas registraba por la noche la misma concurrencia, o más, si cabe. Sin embargo, a pesar de ser los mismos que acudíamos por las mañanas, el ambiente era muy distinto. Por las mañanas se iba a buscar trabajo; por la noche, a alternar con los amigos. Por las mañanas todo el pensamiento estaba puesto en el jornal del día; por las noches, el pensamiento no estaba abrumado por aquella situación y se charlaba o se echaba la partida al tute, a las cuatrolas o al dominó.

     Hasta entonces, hablo del año 48 o sus alrededores, obreros y patronos habíamos estado mezclados en los bares del pueblo. Por aquella fecha los ricos se hicieron una casa en la misma plaza y en ella construyeron un bar lujoso, un casino, pues así era como se le llamaba, aunque le pusieron un rótulo que decía CÍRCULO RECREATIVO DE LABRADORES, GANADEROS Y ARTESANOS.

     «¡Y a los obreros, que nos den por culo!...» -pensé yo.

     En aquel casino no podían entrar nada más que los que fueran socios. Y no podía serlo quien quisiera, no. Había que solicitarlo y presentar el aval de dos socios, y para confirmar su entrada, lo tenía que aprobar la asamblea general. No era fácil pertenecer al casino. Obreros, claro, no había ninguno; pero sí había artesanos, funcionarios del Ayuntamiento y dependientes de comercio. Muchos de estos últimos eran de familias obreras que habían logrado colocarse e iban siempre con corbata y fijador en el pelo. Les gustaba codearse con los ricos allí y en la iglesia. [22]

     Los obreros no entraban ninguno en la iglesia, a no ser por boda, bautizo o funeral. A mí, la iglesia me daba respeto. No entraba en ella porque nadie de los de mi clase entraban. A mí me parecía que en la iglesia no enseñarían nada malo, pero me daba vergüenza ir. Aparte de eso, es que yo no creía y me parecía una tontería ir sin estar convencido.

     El casino era distinto. No entraba porque no era socio, pero de respeto, nada, ni pum. Cuántas veces al pasar por la puerta dije para mis adentros: ¡Lástima de bomba que no cayera encima! [23]



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- II -

Los sellos

     Un año, debió ser por el 50 o 51, o tal vez antes, llegó al pueblo una norma legal para empresarios y obreros. A éstos últimos nos dieron en la Hermandad Sindical una cartilla. La cartilla estaba en blanco, sólo con cuadritos, como un álbum al que se le pegan cromos. Parece ser que en ella había que pegar unos sellos que nos tenían que dar los labradores, uno por cada día que trabajásemos. La cartilla tenía capacidad para 90 sellos y cada patrón tenía que pagar tres pesetas por él. Pero de pagar, nada. Ninguno lo quería dar. [24]

     Aquello del sello era un misterio para nosotros, porque nadie sabía para qué servía aquello. Las ideas sobre el tema eran confusas; pero por alguna información que habíamos sonsacado en la Hermandad Sindical de Labradores y Ganaderos (así se llamaba), sabíamos que tenía que ver algo con la Seguridad Social. Pero esto no se informaba a las claras, sino a hurtadillas y en secreto, pues el funcionario temía dar información por miedo a represalias. Así, unos decían que ese sello era como una iguala con el médico; otros, que era para pagar medicinas. Pero lo único claro es que ningún patrón quería pagar el sello. Y como nadie sabía para qué valía, pues nadie se molestaba en reclamarlo.

     Rafael escribió no sé a adónde; el caso es que recibió una información clara. Era de la Mutualidad Laboral Agraria, o algún organismo por el estilo, no recuerdo bien. La cartilla era para los seguros sociales: enfermedad, accidentes, subsidio de paro, jubilación, etc. Aunque para estas dos últimas cosas, era necesario tener cierta cantidad de sellos.

     Aquello era una cosa muy importante para nosotros, porque estábamos totalmente desprotegidos de todo. Teníamos que pagar una iguala con el médico para que nos atendiera; nos teníamos que pagar todas las medicinas; si no trabajábamos, no cobrábamos ni un céntimo, y cuando llegaba la vejez, nada de nada. A pedir por Dios lo que buenamente alguien nos quisiera dar. [25]

     Cuando Rafael recibió aquella información se indignó por la conspiración de silencio que habían hecho para que aquello no se supiera; pero al mismo tiempo se llevó una gran alegría. Por fin se iba a solucionar en parte nuestra precaria situación. Informó a todos los obreros de ello con entusiasmo, pero todos recibieron aquella noticia con escepticismo, con indiferencia y desinterés. Rafael se sintió decepcionado, pero no por eso dejaba de insistir en que había que reclamar el sello cada día que se trabajase. Pero nadie se atrevía a exigirlo por miedo a quedarse sin trabajar. Miedo, miedo, siempre miedo de todo; miedo a los ricos; miedo a los labradores; miedo a la Guardia Civil; miedo a decir una palabra sobre política o sindicatos. Esa era nuestra situación. Parecía como si estuviéramos en un campo de concentración. Y los ricos estaban a sus anchas porque no había nadie que les tosiera, y protegidos por una inmunidad permanente que les daba el Régimen. Sin embargo, Rafael no se resignaba y volvía cada día a insistir en que todos nos pusiéramos de acuerdo para defender nuestros derechos.

     Yo conocía bien el ambiente del pueblo y sabía de sobra que aquel afán de «desfacer entuertos» no iba a traer más que dolores de cabeza. Los obreros, yo entre ellos, no le hacíamos caso. Y los caciques empezaron a mirarle con recelo, pues aquella actitud les perjudicaba a ellos. Rafael tenía unos antecedentes muy malos, debido a que su padre había sido anarquista y aunque nunca antes noté nada extraño contra él, empecé a ver malos gestos en los ricos. Y temí que si seguía por ese camino le iban a hacer la vida imposible. Por eso le paré en seco antes de que el problema fuera a más: [26]

     -Tú deja las cosas como están; no revuelvas el charco y deja que cada uno pesque lo que pueda.

     -¿Pero no te das cuenta de lo que están haciendo con nosotros? ¡Es una injusticia!

     -Yo, de lo que me doy cuenta es de que aquí nadie se preocupa por nadie. Tú, a lo tuyo, y cada cual se las arregle como pueda. Si sacas la cara por los demás serás tú el que reciba las bofetadas, como los payasos.

     -Sebastián -dijo mirándome a los ojos con una mirada penetrante y sobrecogedora-. ¡Tienes espíritu de borrego!

     Su increpación no me hizo el menor efecto; le conocía bien y sabía cuáles eran sus reacciones cuando me oponía a sus ideas. Tranquilamente le respondí:

     -Soy realista, Rafael. ¿Qué crees que vas a conseguir con eso? Cuando los ricos se enteren de lo que quieres hacer, que ya lo están venteando, te aseguro que no vas a encontrar trabajo ni en cien leguas a la redonda. Tú estás casado y tienes un niño. No te puedes jugar el pan tan alegremente.

     -¿Pero no te das cuenta de que si no luchamos por nuestros derechos, nadie nos lo va a dar?

     -La ley esa la ha hecho el Gobierno, ¿no? Pues deja que sea el Gobierno quien se encargue de que se cumpla. Para eso está la Hermandad.

     -¿Y qué han hecho esos chupatintas? Ocultarlo a todos. Somos nosotros los que tenemos que exigir que se haga justicia. [27]

     -La justicia son los ricos. Ellos son los que mandan y los que gobiernan el pueblo. Anda, rompe ese papel y olvídate del asunto. Lo que sí puedes hacer es escribir otra vez al mismo sitio y decir que manden para acá a un inspector, y que se encargue él de arreglar este asunto. Y así, todos contentos. Bueno, todos, no. A los ricos se les va a poner una leche, que no veas. Aunque ni así creo que pase nada, porque al inspector ese le meten un jamón bajo el brazo y se va echando leches, tan tranquilo.

     Por más que le dije, no hubo manera. Seguía hablando diciendo que había que plantarse todos y exigir el sello. Todos decían que sí, que tenía razón; pero nadie se atrevía a pedirlo. Hasta que decidió pedirlo él en solitario. Los caciques le miraban de arriba abajo y con una sonrisa sarcástica le decían: «¡Sellero, que eres un sellero!».

     Y ocurrió lo que ya le había advertido yo: Le fueron dando de lado y muy pocos le cogían para trabajar. Pero eso no era lo peor. Yo, que jamás me atreví a pedir el dichoso sello de los demonios, como era amigo suyo y estaba siempre a su lado, sin comerlo ni beberlo, tampoco me cogía casi nadie.

     Ahí empezaron sus problemas con su mujer, que le había dicho lo mismo que yo, sin que nos hiciese caso. Rafael era implacable; no hacía caso a nadie, ni a los más íntimos. La situación llegó a ser angustiosa. Ya era mala de por sí estando las cosas normales, pero entonces se hizo ya insoportable. Yo estaba soltero y mal que mal, un plato caliente no me faltaba en casa; pero Rafael estaba casado y tenía que mantener a su mujer y a un niño pequeño. [28]

     Y así empezaron las peloteras: Rafael, con su mujer; yo, con mi padre, mi madre y, sobre todo, con la fiera de mi hermana, que a toda costa querían que me alejara de Rafael. Pero mi amistad con Rafael era muy profunda desde que éramos niños; yo le quería; era mi único amigo; le admiraba por su forma de ser, pero odiaba su forma de pensar y su manía de meterse en todos los charcos. ¿Por qué se metería en el maldito lío de los sellos? Aquello estaba bien, si todos lo hubieran exigido. Pero meterse él solo a enmendar cosas eran ganas de liarla. No me gustaba la forma de ser en ese aspecto de Rafael. Sin embargo, yo le quería, era para mí, más que un amigo, un hermano. En realidad era el único ser con quien me sentía a gusto. Le adoraba. Pero esa maldita manía de meterse en líos me fastidiaba. Yo se lo decía; pero su contestación era siempre la misma: «¡Tienes espíritu de borrego!».

*****

     Un día corrió por el pueblo la voz de que Encarnita, la hija del tío Ambrosio, estaba mala por un bulto que le había salido en la cabeza. [29]

     La tal Encarnita era una chavala de quince años, hermosa y más bonita que un San Luis. Su padre era un jornalero, como nosotros. La alarma surgió porque el médico, después de dos o tres meses de haberle puesto fomentos calientes, diciendo que si así no se le quitaba, le pegaría un tajo y se lo extirparía, al pasar el tiempo y ver que aquel bulto, en vez de quitarse, aumentaba, decidió enviarla al hospital. Pero para enviarla al hospital sin que a la familia le costara nada, el Ayuntamiento le tenía que hacer un certificado diciendo que era pobre de solemnidad. El Ayuntamiento se lo hizo, y se fueron a Badajoz. En el hospital le hicieron análisis, radiografías y todas esas historias. Le preguntaron al tío Ambrosio por qué no habían ido antes, y él le dijo que el médico del pueblo no le había dado importancia hasta entonces. Resultado de todo eso fue que el bulto era un quiste... no sé qué, en avanzado estado, pero que aún era posible curarla haciéndola una operación muy delicada. Mas esa operación no la podían hacer en Badajoz, porque allí no había esas especialidades, ni técnicas sanitarias adecuadas. Se la tenían que hacer en Madrid, en la Seguridad Social. Pero como el tío Ambrosio no estaba dado de alta, ni tenía cartilla, ni nada, no podían operarla. Ese mismo equipo médico de la Seguridad Social tenía una clínica particular, pero aquella operación costaba mucho más que lo que el tío Ambrosio había ganado en toda su vida. [30]

     Entonces recurrió a los patronos con los que había trabajado recordándoles lo del sello. ¡A buenas horas! Ninguno quería saber nada. Recurrió al alcalde, al médico y al cura. Éste fue el que abrió una colecta para recaudar fondos. Aquello fue muy comentado porque, según decían los que iban a la iglesia, echaba lumbre por su boca pidiendo apoyo para la causa de Encarnita. El cura, don Anselmo, un anciano a punto de que le jubilaran, logró reunir una buena cantidad de dinero, pero aún no era suficiente y la colecta seguía. Y todo el mundo tan contento por aquella solidaridad.

     Pero de nada sirvió. Antes de salir para Madrid el corazón de Encarnita había dejado de latir.

     Uno de los más importantes actos sociales de mi pueblo lo constituían los entierros. A un entierro asistía todo el mundo.

     Al cementerio iban todos los hombres; las mujeres asistían sólo a la casa a dar el pésame a la familia y acompañarla durante unas horas. Sólo en el caso de que la difunta fuera una mujer que hubiese pertenecido a una congregación de alguna virgen de esas que se le hacen novenas y tal, sólo en ese caso, digo, iban las mujeres cofrades hasta el cementerio como en procesión, con el distintivo colgado al cuello. He dicho antes de que nadie de mi clase iba a misa; pero tengo que matizar esa cuestión: No iban los hombres, pero sí muchas mujeres e hijas de obreros. [31]

     A los entierros en mi pueblo se asistía por cumplir, pero, principalmente, por ser visto, no solo por la familia sino por todo el mundo. Aquella persona que iba a todos los entierros se aseguraba que al suyo o al de un familiar, fuera todo el pueblo; de no ser así, pocos eran los que iban a dar el pésame a la familia. Era una toma y daca.

     En el entierro de Encarnita concurrieron todas estas circunstancias. Su padre no se perdía un entierro; era, además, un hombre muy apreciado por su talante risueño y servicial; todo el mundo estuvo pendiente de la enfermedad de su hija y contribuyó para que fuera operada, por lo que el fatal desenlace impresionó a todos. Y ella era cofrade de una congregación de esas, por lo que su entierro fue multitudinario y muy espectacular.

     Normalmente era un carpintero del pueblo quien solía hacer la caja para los muertos de los pobres; las llamaban así, cajas, porque no otra cosa eran: cuatro tablas clavadas y teñidas con una mano de pintura, blanca para los niños y negra para los adultos, y ¡santas pascuas! Pero lo de Encarnita era un ataúd como el de los ricos, de madera noble barnizada y con molduras. Flores se reunieron a montones de las que había en los corrales de las casas.

     El cortejo fúnebre iba precedido de las mujeres en fila a ambos lados del camino cantando cánticos religiosos. Delante del féretro iba el cura y los monaguillos, también cantando el gorigori de los funerales, y detrás del ataúd, el tío Ambrosio, pálido, lloroso, como idiotizado, mirando fijamente la caja donde su hija iba camino del pudridero. Detrás de él, todo el pueblo. [32]

     Cuando terminaron las exequias, todos volvíamos al pueblo detrás del tío Ambrosio y el cura. De pronto, Rafael se encaramó en un montón de piedras. Sólo se oía el trinar de los pájaros. Y en medio de aquel silencio sonó una voz atronadora.

     -¡Un momento!

     Los ricos, sus amigotes y sus monigotes se volvieron a mirar, pero al ver quien era el que hablaba, se fueron deprisa. Los obreros nos quedamos. Algunos, sin embargo, estaban indecisos, presintiendo que algo malo iba a suceder. Rafael arengó a los oyentes:

     -¡Es que nos vamos a ir de aquí como si no hubiera pasado nada!

     Todos se miraban entre sí. Recordaban la lata que les había dado con el sello de marras y sabían que por allí venían los tiros. Cuando Rafael insistía en pedir el sello, ninguno le hicimos caso; ahora, el drama del tío Ambrosio estaba latente en la mente de todos, pues se daban cuenta del desamparo ante el infortunio.

     -¡Esa muchacha está ahí porque nuestra cobardía la ha matado! ¡Porque no hemos tenido cojones para luchar por nuestros derechos! ¡Porque somos una partida de maricones, de gallinas, de cobardes!

     Aunque ya se había embalado, hizo una pausa mirando a todos y prosiguió con más furia:

     -¡Cuántas veces os habéis reído de mí cuando os decía que exigiéramos el sello! ¡Reíros ahora! ¡Vamos, reíros! -insistía mirando fijamente a cada uno-. ¡Claro! ¡Cómo os vais a reír ahora, si sabéis que vosotros y vuestras mujeres y vuestros hijos acabaréis así porque un puñado de hijos de putas se niegan a pagar tres pesetas! ¡Hasta cuándo! ¡Qué necesitáis para tomar una decisión! [33]

     Rafael estaba en su salsa. Recordé a su padre cuando en la República daba mítines en el pueblo, pues el mismo vigor y fuerza daba a sus palabras. Nos miramos todos sin saber qué responder. Esperábamos, deseábamos, y al mismo tiempo temíamos, que Rafael diera una consigna, que propusiera una solución.

     -¿Qué propones tú? -dijo uno.

     -Dar un escarmiento. Ir todos a la huelga y negarnos a trabajar si no nos dan nuestros derechos.

     -A lo mejor, con esto de Encarnita, nos lo dan. ¿No es mejor esperar un poco?

     -¿Esperar? ¿Después de tanto tiempo de espera, después de haber muerto esa niña, aún tenemos que seguir esperando? ¿Es que crees que van a darnos nada por las buenas?

     -La huelga está prohibida -dijo otro.

     -¡Claro! ¡Y robar bellotas del monte, también! ¡Y pescar y cazar! ¡No te jode! ¿No está prohibido negar los sellos, porque es ir contra la ley? Pues nosotros vamos a bellotas, cazamos y pescamos, y ellos se limpian el culo con la ley. ¡Estamos todos acojonados! ¡Ya es hora de que levantemos la cabeza y nos sacudamos el miedo! La clase obrera todo lo ha conseguido a base de luchar. Nada nos han dado gratuitamente. La huelga es necesaria, porque es la única fuerza que tenemos. Y ya no es sólo por conseguir el sello, sino por hacernos respetar.

     -Yo no estoy de acuerdo -dijo otro-. Si hacemos eso, nos machacarán vivos. Tu padre era un huelguista, como tú. ¿Y qué consiguió? [34]

     -Rafael sintió como un escalofrío que le estremeció. ¡Le habían nombrado a su padre! ¡Le habían ofendido en lo más íntimo de su ser! Se bajó del montón de piedras y se fue hacia el que había hablado. Le miro a los ojos, de frente.

     -Tú eres un cobarde, un baboso, un lameculos, un esquirol. Aquí están todos éstos que saben de sobra lo rastrero y lo pelotillero que eres. Por eso nunca te falta trabajo. Tienes miedo a enfrentarte a los ricos. Eres un egoísta. Te importa más perder unos privilegios conseguidos con tu servilismo, que ganar una causa justa que nos beneficia a todos, incluso a ti, y por la falta de solidaridad lo podemos perder. Anda, vete a tu casa y ponte unas enaguas de tu mujer, en vez de los pantalones que llevas. ¡Vete antes de que te hinche los morros! ¡Vete!

     El otro miró a todos, avergonzado, y temiendo que Rafael le diera un puñetazo, se fue. Rafael siguió dirigiéndose a todos con el mismo ardor:

     -Ahora mismo tenemos que tomar todos una decisión: O seguir como estamos, o plantarnos. Los que sean como ese que se ha ido; los traidores a la solidaridad obrera; los que quieran que nos sigan dando por culo, sin rechistar, que levanten la mano.

     Por supuesto, nadie la levanto. ¡Cualquiera la levantaba después de ver y oír lo que había dicho y hecho al otro!

     Pues entonces, mañana por la mañana nos veremos en la plaza. Se van a enterar esos de quiénes somos.

     Y todos volvimos al pueblo a dar el pésame a la familia de Encarnita. [36]



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- III -

La huelga

     [37] Al día siguiente por la mañana la plaza estaba llena, como todos los días; pero el aspecto de la gente era bien distinto. No se tenía el gesto sumiso y expectante de siempre, propio de los que esperan con angustia un jornal. Estábamos allí igual que por las noches, cuando no se esperaba nada. La mirada a los labradores ya no era de reojo, sino que se les miraba de frente, como si nos importara un pito que nos diera trabajo, o no. Para quien estaba habituado a aquel clima, el cambio se notó ostensiblemente. Los ricos se dieron cuenta inmediatamente, pues habituados a que los trabajadores les miráramos con la cabeza baja, aquello les parecía una actitud arrogante e insolente. Entraron en el bar y hablaron entre ellos. ¿Qué estarían tramando? Nadie se acercó a ofrecer trabajo a ninguno. Sólo el manigero de uno de ellos salió del bar y preguntó a Rafael:

     -¿Quieres trabajar?

     -Sí. Pero con el sello.

     -Yo de eso no sé nada; es cosa del patrón. Ven a trabajar y esta noche, cuando cobres, se lo pides.

     -No. Lo pido ahora.

     -Pues yo no te lo puedo prometer, porque eso no es cosa mía, sino del amo.

     Se dirigió a dos o tres más y todos le dijeron lo mismo. Se volvió al bar y estuvo hablando con su jefe y los amigos de él. Le dijeron no sé qué, y el manigero se fue sin decir nada. Poco después salieron los caciques. Uno de ellos, llamado «El Colorado», debido al aspecto de su cara y su pelo, se adelantó y preguntó a todos. [38]

     -Decís que queréis el sello. Pues vale; al que quiera el sello se lo daremos, pero se lo descontaremos del jornal. Ese sello vale tres pesetas y nosotros no podemos pagarlo.

     -Ese sello lo tienen que pagar ustedes -dijo Paredes. Así lo dice la ley.

     -Tú eres un sellero, un revuelve charcos, como tu padre. Eres tú quien tiene a todos los trabajadores levantados en contra nuestra. Pero eso te va a costar muy caro.

     -¡A mi padre no lo nombre! ¡Mi padre era un hombre honrado que sólo luchaba por la justicia!

     -¿Por la justicia? ¡Por el desorden y el caos! ¡Tu padre fue el fundador del anarquismo en este pueblo pacífico que nunca se metió en política, y tú quieres seguir sus pasos! ¡Pero eso no lo vamos a tolerar! -hizo una pausa mirando a todos-. ¿Qué decís todos los demás?

     Hubo un silencio. Nadie respondió, pero en ninguno se notó miedo, sino más bien una leve sonrisa.

     -¿Es que estáis mudos? ¿O es que le tenéis miedo a éste?

     -Si no dan el sello no iremos ninguno -dijo una voz surgida desde dentro del grupo.

     -¿Quién ha dicho eso? Que salga y de la cara.

     -He sido yo -dijo uno, adelantándose.

     -He sido yo -dijo otro.

     -¡Y yo! ¡Y yo! ¡Y yo!... [39]

     Las voces se hicieron unánimes. Era un clamor general. Los ricos se miraron inquietos. El primer asalto de aquel combate lo habíamos ganado. Nos sentimos todos más fuertes, más seguros, con más autoestima, con dignidad, cosa que habíamos perdido. Noté en la cara de todos una transfiguración, alegría y firmeza. El bastión de los caciques se resquebrajaba; ya no era inexpugnable.

     -Está bien -dijo El Colorado-. Os habéis puesto en plan gallito. Ni siquiera nos habéis sugerido una negociación serena, sino que os queréis imponer por cojones. Pues bien; mañana vendremos y daremos trabajo como siempre al que quiera trabajar. Pero sin condiciones. Os damos veinticuatro horas para que reflexionéis. Si persistís en vuestra actitud, ateneos a las consecuencias. No lo vamos a repetir más.

     Y se fueron deprisa. Nos quedamos mirándolos, y cuando desaparecieron, comentamos todos el incidente. Estábamos alegres. Rodeamos a Rafael esperando un comentario suyo. Este no se hizo esperar.
     -Hay que resistir. Es nuestro mejor momento. La siega está ya para empezar y hacen falta hombres. No tendrán más remedio que aceptar, si no quieren que las cosechas se pasen de sazón y las espigas se desgranen en los rastrojos. ¡El triunfo es seguro, compañeros! No os preocupéis y resistamos. [40]

     Tomamos una copa todos juntos y, muy alegres, nos fuimos todos a casa. Pero aquel día ninguno salió a las faenas de cuando no teníamos trabajo. La gente se sentía bien. Había un ambiente de amistad, de solidaridad. Las mujeres también nos apoyaban y su estado anímico era exactamente igual que el de los hombres. También entre ellas comentaban y se solidarizaban. Todo el mundo hablaba bien de Rafael; todos le admiraban y le querían.

     Al día siguiente fuimos a la plaza, como todas las mañanas. Los terratenientes tardaban en llegar. Seguro que habían mandado alguno de sus esbirros para tantear el ambiente. Un manigero llegó y preguntó cómo estaban los ánimos. Él no entraba ni salía en el tema. Simplemente preguntaba. Se acercó al que la tarde del entierro se había enfrentado con Rafael. Le preguntó que si él estaba también con nosotros. Se encogió de hombros e hizo un gesto de resignación. No se atrevía a ser esquirol por temor a los demás. Y eso mismo ocurría con otros como él. Pero ninguno se atrevía a romper la huelga. Rafael, esto no lo veía como yo. Él creía que todos eran solidarios por naturaleza; pero yo, no. Conocía bien a todos y sabía que había muchos que sólo se arrimaban al sol que más calentaba en cada momento. Se lo comenté así a Rafael, pero él me contestó:

     -La condición humana verdadera de todos es la que en este momento estamos mostrando. La otra, la habitual, es producida por la humillación que el hambre impone a los hombres. Cuando todos descubran la grandeza de su dignidad, cosa que ya empiezan a saborear, cambiará su autoestima. Y esa es mi obligación, Sebastián, y la tuya, y la de todos. Ahora que hemos empezado a perder el miedo, hay que mantener, nutrir, fortalecer los espíritus. [41]

     Yo me callé; pero no me convenció, tal vez porque yo era de los que harían cualquier cosa en beneficio propio sin tener en cuenta a nadie. Paredes estaba muy seguro de lo que decía, pero yo no. No tenía fe en lo que hacíamos. Estaba seguro que no lograríamos nada.

Llegaron, por fin, los ricos, muy amables.

     -Bueno, muchachos -dijo muy sonriente el Colorado-. Ha llegado la siega. Ahora hay buenos jornales para todos. Vamos a trabajar, y pelillos a la mar.

     -Nos dará el sello, ¿no? -dijo Rafael.

     -¡No hablo contigo, sino con todos! Dije ayer que sin condiciones. Eso del sello lo estudiaremos despacio. Esa es una norma que grava nuestros intereses, y el campo no está para más cargas. Pero os prometo que lo estudiaremos más adelante. Ahora hay que trabajar como siempre. Los que quieran trabajar que entren al bar. Invitamos nosotros.      Y se metieron en el bar. Pero ninguno de nosotros se movió. Minutos después salieron, ya con caras de pocos amigos.

     -Así que con cojones, ¿eh? ¡Pues para cojones, los nuestros! ¡Se acabaron las contemplaciones! -dijo otro rico hacendado.

     Y se fueron todos enfurecidos. Por un momento la gente la gente se miró recelosa, temiendo algo malo. Pero Rafael dijo:

     -No os preocupéis. Ayer, la negación fue rotunda; hoy ya aceptan pensarlo. No quieren dar su brazo a torcer por soberbia, pero hemos avanzado un poco. Dicen que estudiarán el tema. Debemos seguir resistiendo, ya no por el sello en sí, sino para mostrarles que estamos unidos y que no se puede jugar con nosotros. Exigimos respeto a nuestra dignidad. Esa es la reivindicación más importante. [42]

     El día siguiente transcurrió sin que pasara absolutamente nada. Ni siquiera nos miraron. Pero al salir del bar cuchicheaban entre ellos y al pasar delante de nosotros se echaron a reír a carcajadas. Y así se fueron. La gente estaba mosqueada y supusimos que algo estaban tramando. Pero el ánimo de los huelguistas no decayó. Volvimos a tomar una copa y nos fuimos a casa.

     Pasó otro día más en absoluto mutismo. Querían derrotarnos, sitiarnos, esperar nuestra rendición por el hambre y el agotamiento. Pero todos aguantábamos firmes.

     Un día entraron en la plaza dos camiones llenos de gente que, por la pinta, dedujimos que eran obreros. Se bajaron de los camiones y los labradores ricos les dijeron que tomaran en el bar lo que quisieran. Aquello produjo gran desconcierto entre todos nosotros. Eran jornaleros de otro pueblo que los habían traído para trabajar. El nerviosismo y la indignación nos sublevó a todos. Rafael trató de calmarnos. Se acercó a un forastero y le inquirió para saber qué hacían allí. Ellos no sabían nada de nuestra huelga. Pero a pesar de que Paredes trataba de informarles y persuadirles de que se fueran, ninguno quería irse. Esto levantó nuestras iras nuestras y empezaron los insultos, las increpaciones y las agresiones. [43]

     La plaza quedó convertida en un campo de batalla. De nada le valió a Paredes tratar de poner paz, pues aquellos obreros no eran culpables de nada. Los guardias municipales intervinieron porra en ristre y en vez de poner paz, recrudecieron la pelea. Las porras les fueron arrebatadas y le tomaron con ellas las medidas de sus propias costillas. Poco después llegó la Guardia Civil con fusiles y, a culatazo limpio, acabaron por detener la lucha. El cabo habló con los potentados y ordenó que inmediatamente los forasteros montaran en los camiones y se fueran. A Rafael, a mí y a cinco más nos condujeron al cuartel.

     A Rafael, nada más llegar, le cogió el cabo y sin mediar palabras le pegó dos hostias y después cuatro vergajazos, al tiempo que le decía:

     -A ti voy a bajarte tus humos revolucionarios. Tú eres el responsable de todo. Te voy a mandar a presidio, que es donde debe estar la gente de tu calaña.

     De nada le valió que yo le dijera que él era uno más entre todos. Al contrario: eso hizo que el cabo se fijara en mí y, sin decir ni una palabra, me pegó un tortazo en toda la cara, que casi me quedo sin sentido. Después se dirigió a todos y dijo:

     -Mañana les quiero ver a todos trabajando. Y el que no quiera trabajar, que venga aquí. ¿Entendido? Ya se pueden marchar.

     Tratamos de salir a toda prisa, pero el cabo dijo, dirigiéndose a Rafael y a mí:

     -No, ustedes dos, quédense. [44]

     Los otros se fueron. A nosotros nos esposó y después de estar un buen rato así, nos condujo de tal guisa hasta la cárcel, por el medio de todo el pueblo. Todo el mundo nos miraba en silencio. Nos introdujeron en el calabozo a vergajazos y nos encerraron. El cabo nos dijo que al día siguiente nos llevaría ante el juez de instrucción.

     Al día siguiente todos los trabajadores estaban en la plaza; pero no en la puerta del bar, sino en la del Ayuntamiento, que es donde estaba el calabozo. La unión era más fuerte. Nadie iría a trabajar si no nos soltaban. El cabo nos abrió la puerta y nos dijo que estábamos libres.

     -Pueden ustedes dar las gracias a don Anselmo, el párroco, que ha convencido al alcalde y a todos los labradores de que no procedamos contra ustedes. Por esta vez, que pase; pero a la mínima intención de alterar el orden público no haré caso a nadie y les mandaré a prisión. ¡Así que ándense con ojo!

     Al salir a la plaza fuimos aplaudidos por todos, incluso por las mujeres. Pero la expectación era de todo el pueblo, no solo de los jornaleros. Y toda la gente lo comentaba. Rafael se hizo famoso.

     Durante días la cosa siguió igual. Los ricos no daban trabajo. Quien quisiera trabajar, nos dijeron algunos manigeros, tenían que ir a pedirlo personalmente a casa de sus amos.

     En principio nadie fue; pero el hambre es mala consejera y, poco a poco, todos fueron a pedirlo y empezaron a trabajar, ya con el sello. Menos Rafael y yo. [45]

     Rafael no quiso ir a casa de nadie. Pero yo, presionado por mi familia, al fin, me sometí. Fui a casa del Colorado. Me abrió la criada, Teresa, una conocida mía, amiga de mi novia y de Antonia, la mujer de Rafael, y me dijo que pasara y esperara en el zaguán, porque el amo estaba hablando con otro.

     El cacique estaba sentado en un sillón de mimbre de alto y ancho respaldo, tomando un vaso de vino. Frente a él había un hombre mayor que yo, con la gorra en la mano y la cabeza baja y callado. Por fin, el Colorado le dijo con tono brusco:

     -¿Qué quieres?

     -Pues yo... como mi mujer me ha dicho que usted le dijo que... que viniera, pues... aquí estoy. Usted dirá.

     -¡Tu mujer es una jodida embustera! ¡Yo no le he dicho que vinieras! ¡Ella vino a pedir trabajo para ti, y yo le dije que el trabajo lo tienen que pedir los hombres!

     -Bueno, pues ya estoy aquí. Usted dirá.

     -¡El que tiene que decir eres tú! ¡Vamos, dime ya de una vez qué coños quieres!

     -Yo... yo quiero... trabajar -dijo por fin, tímidamente.

     -Conque quieres trabajar, ¿eh? ¿No te he ofrecido yo trabajo en la plaza y lo has rechazado? Ahora ya es tarde. La mies, si no es recolectada en su sazón, se estropea. Lo sabes, ¿no? Pues yo he perdido por vuestra culpa un dineral. Y esto lo vais a pagar caro.

     -¡Tengo cuatro hijos, don José! -gritó angustiado y llorando el hombre-. Necesito trabajar. ¡Por favor!

     El Colorado bebió un sorbo de vino, se levantó y dijo: [46]

     -Bien; te voy a dar trabajo. Pero, si me entero que te juntas con ese anarquista; si le hablas; si le dices adiós, simplemente; si le miras, no volverás a trabajar nunca más en este pueblo. ¿Entendido?

     -Sí, sí señor.

     -Pues ya te puedes marchar. Mañana, en la plaza, te dirán dónde tienes que ir.

     El hombre salió. Al verme en el zaguán se detuvo, me miró con una mirada angustiada y llena de vergüenza, y se marchó con la cabeza baja. Yo me quedé desconcertado. La misma escena me esperaba. Tuve una lucha interior muy intensa, pues no me decidía a pasar ni a marcharme. Teresa me dijo que podía pasar. Ella también había oído la escena y advertí en su cara indignación; pero no me dijo nada. La miré desconcertado, pues me daba vergüenza. Bajé los ojos y le dije que no, que me iba. Noté que su mirada cambió y hasta me sonrió.

     Esta escena que vi en casa del Colorado se hizo igual en casa de otros labradores ricos. De eso me enteré más tarde.

     De nada nos sirvió acudir a la plaza cada día. Nadie nos cogió para trabajar. Yo, que desde el principio le dije a Rafael que se olvidara del sello porque no iba a traer más que follones, al final todos salieron ganando, menos él y yo. Mi única culpa era ser amigo de Rafael. [47]

     Al tío Ambrosio le cogió fijo El Colorado. Le tenía para limpiar las cuadras, ir por agua potable al pozo (pues en las casas no había aguas corrientes y aunque en casi todas había pozo, el agua era salobre), cuidar el ganado y algunas cosas domésticas más; pero no hacía trabajos en el campo. El tío Ambrosio ya era mayor y lo de su hija le quedó como si le hubiesen quitado veinte años de encima. Le cogieron más que por su utilidad, por caridad, no del Colorado, sino de su mujer, Mari Pepa, una hermosa hembra veinte años más joven que él, y por insistencia del cura, don Anselmo, que era muy amigo de ellos.

     Una noche, cuando ya nos íbamos a casa, salió a nuestro encuentro un compañero. En la penumbra de la calle nos abordó:

     -Los compañeros hemos acordado reunir entre todos el jornal vuestro -y nos dio un pequeño envoltorio-. Para nosotros un real no nos hace nada, pero para vosotros es una ayuda -y sin esperar respuesta, rápida y sigilosamente se perdió en la oscuridad.

     Rafael quedó conmovido por el gesto de solidaridad y a mí se me saltaron las lágrimas. Rafael quiso darme la mitad, pero lo rechacé. Él estaba casado y tenía un hijo; yo estaba soltero y en casa no me faltaba un cacho de pan. Por otra parte no podía decir que los compañeros nos ayudaban, pues no hubiesen tardado en enterarse los ricos. Mi padre era un chivato; había odiado al padre de Rafael, más por envidia, que otra cosa, y no quería que yo me juntara con él. Yo sentía por Rafael un cariño muy grande desde la infancia; me repateaban sus ideas, pero nada ni nadie me separaría de él. [48]

     Mi padre, mi madre y mi hermana no paraban de calentarme la cabeza para que fuera a pedir trabajo; yo me negué. Las peloteras eran constantes por eso. También Antonia, la mujer de Rafael, insistía en lo mismo. Pero Rafael no pasaba por aquello. Yo sé que Antonia había hablado con el cura y algo le ayudaba por lo bajo. Mi hermana, que era amiga suya, me contaba que el cura quería ayudarle, que sólo tenía que ir a pedir trabajo, como lo habían hecho todos. Pero Rafael eso no lo hacía ni obligado por la Guardia Civil. ¡Menudo tío era! [49]



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- IV -

Represalias

     Dos meses después las cosas seguían igual. Estar en la plaza era insoportable porque no podíamos conversar con nadie. Pero estábamos seguros de la solidaridad de la mayor parte de ellos. La situación era angustiosa. Yo le decía a Rafael que nos fuéramos del pueblo, a Madrid, o adonde fuera; salir de aquella atmósfera asfixiante. Pero él decía que no. Antonia se lo decía también, pero nada.

     -Ahora -nos decía- pagan el sello, la gente es más respetada. Si yo me voy, será el triunfo que ellos desean para volver a las andadas. Saben que ante cualquier injusticia los puedo levantar otra vez, porque no son idiotas y saben que los compañeros me quieren. Saben que los compañeros nos ayudan de vez en cuando, pero no les pueden coger in fraganti. Soy para ellos un peligro, una mosca cojonera. Pero esto, algún día, se arreglará. Sólo hay que tener paciencia y aguantar. [50]

     Un día, al volver de la plaza fuimos hablando qué íbamos a hacer aquel día para llevar un duro a casa. Decidimos ir al monte por una carga de leña. Aquel monte era de un cortijo situado a una legua. Los dueños tenían poco contacto con el pueblo, y el encargado, de vez en cuando, nos dejaba cortar leña o hacer un saco de picón. Sin embargo, no nos hacía gran favor. La leña era de raíces de árboles talados, y el picón, de las ramas que nacían pegadas a la base del tronco. Ambas cosas eran un beneficio para la finca.

     Cuando entré en mi casa, Adela, mi hermana, estaba fregando el suelo de la habitación.

     -Buenos días -la saludé, pues cuando yo me iba por las mañanas ella aún estaba en la cama. Pero no me contestó. Llegué a la cocina donde mi madre preparaba la merienda de mi padre.

     -Buenos días, madre.

     -Hola, hijo -me contestó dando un profundo suspiro. Mi padre entró procedente del corral, como si no me hubiese visto. Ni siquiera me miró. Cogió la tartera, la metió en las alforjas que llevaba al hombro, disponiéndose a salir con la misma actitud que había entrado. Para mí, aquella situación no era nueva. Desde que empezó el lío de los sellos se repetía a diario. Yo no soportaba ya tanta tirantez y tanta frialdad, y aquel día exploté.

     -¡Bueno! ¡Pues estamos arreglados! ¡La niña no me habla, usted no hace más que suspirar y mi padre ni me mira! ¡Bonito cuadro!

     -Hijo mío -dijo mi madre suplicante-. No busques más problemas, que ya tenemos bastante.

     ¡Pero, madre! -grité-. ¿Usted cree que se puede aguantar verles de morros todos los días? [51]

     -¡Tú tienes la culpa de que en esta casa no haya alegría! -gritó mi hermana-. El que mal anda, mal acaba. Eso te pasa a ti por juntarte con quien no debes.

     -¡Ya estamos con el mismo son de todos los días! Tengo derecho a elegir mis amistades.

     -Haces mal uso de ese derecho -intervino mi padre-. Sabes de sobra que ya desde niño no me gustaba que anduvieras con él.

     -Rafael es bueno. Es mi amigo. ¡Mi único amigo!

     -¡Pues buen amigo fuiste a elegir! -dijo mi hermana sarcásticamente-. ¡Es un loco, un chulo, un fanfarrón que le gusta sobresalir, ser el centro de todo!

     -Ahora ya eras mayor de edad y sólo puedo aconsejarte -intervino mi padre-. Pero mira la situación que tienes y piensa un poco. Ese es un anarquista, como su padre. Por eso te prohibí que estuvieras con él.

     -¡Qué anarquista ni qué narices! Es un hombre bueno, honrado y valiente. ¡Qué poco decía usted que era anarquista cuando nos sacó a todos las castañas del fuego!

     -¡Eso fue una labor de conjunto, de todos en general! Entre todos lo logramos. Pero a él se apunta el triunfo, le gusta figurar, como a su padre.

     -¿No fue él quien dio el primer paso cuando nadie se atrevía? ¡Que le gusta figurar! Lo que le gusta es hacer el bien a todo el mundo porque es un hombre bueno y de nobles sentimientos.

     -Si de verdad tuviera buenos sentimientos -intervino Adela-, se compadecería de su mujer, de esa santa a la que va a matar a disgustos.

     -¡Esa no es más que una ñoña y una beata, como tú! [52]

     -¡No insultes a tu hermana! -me reprendió mi padre.

     -¡Pues que no insulte ella a Rafael! Si yo no tengo trabajo no es por culpa suya.

     -¿No? ¿Entonces por qué todos trabajan menos tú?

     -¡Porque en este pueblo no hay más que maricones! -exclamé furioso.

     -¡Mira qué machote es él, hombre!

     -¡Tú cállate y sigue fregando! -respondí.

     -¡No me da la gana callarme!

     -Bueno, bueno -apaciguó mi padre-. No chilléis, que se va a enterar toda la vecindad.

     -¡El que chilla es él! ¿No ve usted que es otro gallito como su amiguito del alma? ¡Más te valiera que trabajaras y ganaras el jornal en vez de andar con ese!...

     -Eso es lo único que os importa, que trabaje, que traiga dinero a casa. ¡Bastante os importaría mi amistad con Rafael si trajera todos los días dinero! ¡Maldito dinero! Estoy harto de este pueblo que se vende por dinero, que sólo piensa en el dinero.

     -¡Mira qué rico! ¡Qué asco le da el dinero! ¿No te juegas todas las semanas tres pesetas en la quiniela soñando con hacerte millonario? ¿De dónde sacas ese dinero, si no lo ganas?

     Aquella intervención de mi hermana me quedó paralizado. Era verdad que jugaba a las quinielas, que por aquellos años ya había salido, y el boleto costaba tres pesetas. No podía decirles de dónde sacaba el dinero porque hubiese delatado la solidaridad de los compañeros, que por otra parte disminuía cada semana. [53]

     -Sí; soy igual que todos. Pero si tengo ganas de dinero es para taparos la boca con dinero y que me dejéis vivir en paz. ¡Estoy harto de este pueblo, de esta casa, de vosotros!

     -¡Pues la puerta la tienes abierta -replicó Adela- y la carretera, ahí al lado! No estarás muy harto cuando no te has ido ya. No tenías bastante con tu pierna, que aún necesitas más.

     -¡Mi pierna me la rompí trabajando cuando sólo tenía siete años! ¡Siete años nada más!

     -Mi madre intervino y reprendió a mi hermana.

     -¡No vuelvas a decir eso que has dicho! ¿Me oyes? Él no tiene por qué marcharse de casa.

     -¿Pero no lo ha oído usted? ¡Dice que está harto de nosotros! ¡Pero quién se ha creído que es éste mierda!

     -¡Te digo que te calles! ¡Basta ya de discutir! Eso lo dice porque está disgustado. A él le duele más que nosotros no tener trabajo.

     -¡Bueno! -resopló mi hermana. Y cogiendo el cubo salió a la calle a tirar el agua al arroyo. Mi padre tampoco quiso seguir discutiendo y se fue. Noté que había cambiado el gesto cuando hablé de mi pierna. Mi madre se me acercó y con gran ternura me dijo:

     -No te pongas así, hijo mío, serénate. Ya se arreglarán las cosas poco a poco. Ya verás como don Anselmo nos ayuda.

     Y me acarició las mejillas con ambas manos, arreglándome un mechón de pelos que me colgaba en la frente. El gesto cariñoso de mi madre me hizo abandonar mi estado irascible por la tensa situación. Aquel era un gesto que no tuvo conmigo nunca. Me quedé sin fuerzas, deprimido, y tuve que hacer fuerza para no llorar.

     -Madre -susurré-. Ya no puedo más. [54]

     -Nosotros te queremos, hijo. Lo que te decimos es por tu bien. Ahora estás soltero y mientras yo viva no te faltará un trozo de pan. Pero algún día tienes que casarte. Rafael es fuerte y está sano. Tú tienes el defecto de tu pierna y eso te resta posibilidades para algunos trabajos. Tienes que tener cuidado y ser humilde. ¿Qué te cuesta ir a pedir trabajo? ¿No lo han hecho todos?

     -A mi no me cuesta ir a pedir trabajo, pero lo que quieren es que me separe de Rafael. ¿Qué quiere usted? ¿Que le abandone yo también, para que se desespere y se pudra, o se tire a un pozo? No, madre. Yo le quiero como si fuera mi hermano. ¡Es mi amigo! El único amigo que he tenido en esta perra vida.

     -En fin, hijo; no te digo nada más, ¿vas a salir a algún sitio hoy?

     -Sí; voy a ir por una carga de leña.

     -Te echaré un poco de merienda.

     -Se fue suspirando a la cocina. Yo entré en mi cuarto para cambiarme de ropa. Ya, a solas, no pude aguantar más y me desahogué hartándome de llorar. Lo que más me humillaba era que me llamaran inválido. Estaba cojo, sí; pero trabajaba en todo como el primero, aunque me tuviera que esforzar más que los demás. Nadie me negó trabajo por eso nunca. ¿Por qué refregarme lo de mi cojera? Sólo era por la mala leche de mi hermana. [55]

*****

     Un verano, después de la recolección de la cosecha en la era, yo trabajaba acarreando la paja al pajar del amo. Era un niño, sólo contaba siete años. Mi trabajo consistía en subirme al carro e ir extendiendo y tupiendo la paja que me echaban desde abajo. Al carro se le ponían cuatro palos, uno en cada esquina, de dos metros de altura, y en torno a ellos se colocaban unas redes que sobresalían por los cuatro costados. Yo tenía que repartir, tupir y remeter bien la paja entre las redes. Cuando el carro estaba lleno, yo me quedaba arriba para descargarlo al llegar a su destino, lo cual era más fácil, pues bastaba con desatar unas cuerdas y las redes se abrían, cayendo toda la paja de golpe; solo había que descargar la que quedaba en la caja del carro.

     En uno de los viajes el carro cogió un bache y se inclinó de golpe hacia un costado. Yo, que iba arriba, salí despedido y caí. Me rompí la pierna derecha por encima de la rodilla. El médico me la escayoló. Pero a los diez días me entraron unos picores, cada vez más insoportables. Cogía un sarmiento y lo metía entre la escayola, me rascaba y así me aliviaba un poco.

     Rafael frecuentaba poco mi casa, pero en aquella ocasión estaba conmigo todos los días para hacerme compañía. Me leía libros y me enseñó a leer y a hacer cuentas. Jamás olvidaré aquella prueba de amistad y de cariño. El único cariño que he tenido en mi perra vida. Una amistad que nada ni nadie fue capaz de destruir, por más que algunos lo intentaron. Sobre todo mi padre. El padre de Rafael era un activista y revolucionario. Hizo cosas muy buenas en el pueblo. Pero mi padre no le apreciaba. [56]

     Cuando los picores ya no me dejaban vivir, pues por las noches no podía dormir, ni dejaba dormir a nadie por los gritos que daba, le dije a mi madre que llamara al médico para que me quitaran aquello; pero no me hacían ni caso. Entonces cogí unas tijeras de podar de mi padre y me corté la escayola. Rafael me ayudó. Estaba totalmente negra por dentro de la cantidad de piojos que tenía, muchos de ellos muertos y pegados a la sangre seca de las heridas que me había hecho al rascarme con el sarmiento.

     Llamé a mi madre a gritos y con zotal mataron todos los piojos. Mi padre y mi hermana se pusieron como fieras contra mí, y contra Rafael, por ayudarme. Mi madre me lavó la pierna y la vi llorar. Me abrazó y me dio un beso. Un rasgo de ternura que jamás volvió a repetir.

     Muchos años después recordaba con nostalgia el día que mi madre me besó, y con gusto hubiera padecido los mismos sufrimientos a cambio de sus caricias. ¡Con lo poco que cuesta dar un poco de cariño y qué pobre he sido hasta en eso!

     Me llevaron al médico para que me escayolara de nuevo, pero yo no quería ir ni a tiros. Les dije que ya tenía la pierna bien. Y para demostrarlo, me levanté y di unos pasos. En mala hora se me ocurrió tal osadía. La pierna se me quebró. Aunque me la escayolaron de nuevo, ya no quedó bien nunca. Tal vez si me hubiesen operado... Pero a pesar de ello, yo trabajaba en lo que fuera, con molestias, pero trabajaba. [57]

     Yo soy de los que piensan que cuando llegamos a la vida nos apuntan para un destino, como pasa en la mili. Yo estaba convencido que a mí me habían apuntado para pobre y desgraciado y por más que hiciera, nadie me iba a sacar de allí.

     El trabajo del carro que he contado no fue el primero que hice. Ya, desde los seis años me ocupé de múltiples actividades. Pero una de las que más influyó en mi vida, o por lo menos, la que más tengo grabada en la memoria fue a los ocho años.

     Yo trabajaba de pastor con un rebaño pequeño a las afueras del pueblo, en el ejido, o lejío, tierras comunales del Ayuntamiento cuyos pastos eran arrendados cada año por los carniceros que tenían rebaños de ovejas. Ya tenía el defecto de mi pierna. No sé si por ello me pagaban un sueldo, pues de eso era mi padre quien se encargaba. Pero me parece que sólo me daban la comida.

     Por las mañanas sacaba el ganado y todo el día andaba con él, hasta anochecido. Me echaba el amo un mendrugo de pan y algo que les hubiera sobrado de la cena; pero poca cantidad. Para satisfacer mi siempre voraz apetito cazaba lagartos, los asaba en un poco de lumbre y me los comía. [58]

     Un día me descuidé un poco y el rebaño se fue a la orilla de un sembrado. En ese momento llegó el amo, y con una vara de olivo me molió a palos. Cuando pude liberarme de sus garras, salí corriendo, y llorando llegué a mi casa y se lo conté a mi padre, buscando protección y venganza. Pero mi padre se quitó el cinturón y me pegó una zurra tan grande como la que me dio el amo, por haber dejado que las ovejas se metieran en el sembrado y por abandonar después el trabajo. Me obligó a volver y a pedirle perdón al amo, prometiéndole que no me volvería a distraer. Ya nunca jamás miré a mi padre como padre. Por la lesión de mi pierna me libré de ir a la mili. También Rafael se libró por ser hijo de viuda. [59]



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- V -

Senén

     Aquella mañana en que había tenido la trifulca en mi casa fuimos al monte por una carga de leña. En el camino, montados en los burros fuimos charlando. Rafael notó en mi cara que algo me pasaba. Fue directamente al grano.

     -Has tenido disgustos en casa -yo me encogí de hombros como no dándole importancia; pero él insistió-. Tienes que plantearte la cuestión de una vez y para siempre, Sebastián. Estás sufriendo por algo que no has hecho, por algo que sólo yo he provocado. No es justo que tu pagues culpas que no te pertenecen.

     -¿Y qué quieres que haga, que te abandone y te deje solo? No. Por encima de todas las cosas tú eres mi amigo. El problema de mi casa no es de ahora. Mi casa ha sido siempre un infierno para mí. Allí no hay hogar, no hay calor familiar; no hay afectividad. Por eso cuando niño estaba más tiempo en tu casa que en la mía. A tu padre yo le quería como si fuera mi padre. En tu casa se respiraba amor, alegría, felicidad. Yo creo que mi padre le envidiaba, le sentaba mal el que yo estuviera tanto tiempo allí.

     Hubo una pausa mientras liábamos un cigarro caminando montados en los burros. De pronto le pregunté:

     -¿Por qué no me has dicho nada de tus entrevistas con Senén? [60]

     Noté que aquella pregunta le sorprendió muchísimo. Me miró extrañado y un tanto desconcertado, pues aquello era un secreto muy bien guardado por él. Pero en mi pueblo no hay manera de hacer nada en secreto. No sé de qué forma, la gente se entera de todo y lo cotillea después.

     -¿Cómo sabes que me he entrevistado con él?

     -Lo sabe ya mucha gente. En este pueblo se sabe todo al instante.

     -Sí; le he visto cinco o seis veces desde que llegó -hizo una pausa y prosiguió-: No quise decirte nada porque es un hombre muy marcado políticamente y no quería implicarte a ti. Bastante lo estás ya.

     -¿Averiguaste algo de tu padre?

     -No. Bueno, Senén no lo volvió a ver desde que salieron del pueblo. Pero ha iluminado una zona oscura que yo no conocía bien de mi padre. Recuerdo muchos de los jaleos que tuvo, de reuniones aquí y en otros pueblos; pero yo no tenía idea de lo que significaba todo aquello. Ahora tengo clara la figura íntegra de mi padre y conozco aspectos que yo ignoraba.

     -¿Puedo saber yo todo eso, o me lo quieres ocultar?

     Hizo una pausa; lo pensó; estuvo dudando. Al fin dijo:

     -El saber eso no ha de perjudicarte. Por otro lado, tal vez me comprendas mejor a mí. Senén me ha dicho que soy una copia exacta de mi padre, pero después de lo que me contó, no lo creo. Mi padre era demasiado grande y yo no serviría ni para descalzarle.

     -Ya estoy deseando que me cuentes esa faceta desconocida de tu padre. Lo que más grabado tengo en mi memoria era su faceta humana. ¡Era tan cariñoso conmigo! [61]

     Dos o tres meses antes de la muerte de Encarnita había llegado al pueblo un hombre llamado Senén. Yo tenía de él un vago recuerdo, pero se había borrado de mi memoria, hasta el día en que llegó. Pronto me enteré de que aquel hombre acababa de salir de prisión por motivos políticos. No era el primero ni el último en llegar de prisión por los mismos motivos. Rafael se interesaba por todos los que volvían. Les visitaba a todos con el mismo objetivo: preguntarles si habían visto a su padre o sabían algo de él. Nadie le había visto desde la guerra.

     Senén influyó poderosamente en Paredes. Rafael fue el único que le visitó con frecuencia, aunque sus visitas las hacía de noche, a última hora. Parece ser que aquel hombre había sido compañero y amigo de su padre y era temido y odiado por los caciques, a pesar de que había cumplido su condena.

     Yo nunca le pregunté nada a Rafael sobre aquellas visitas, pero sé que tuvieron sobre Rafael una poderosa influencia. Tal vez por eso se metió en el maldito embrollo de los sellos. Yo sentía curiosidad por conocer más a aquel hombre. Por eso insistí en preguntar a Rafael.

     -¡Anda, cuéntame!

     -Pues allá por el año 1930 un hombre que había sido desterrado por la dictadura de Primo de Rivera y expulsado de su tierra, fue confinado en este pueblo. Aquel hombre era aragonés, de un pueblo de Teruel. Le deportaron por causas políticas. [62]

     «Aquí, antes de llegar él, no existía nada político dentro de los obreros. Pasaba como ahora, que no se movía ni dios. Él iba a la plaza, se juntaba con todos y comentaba temas sociales de actualidad y hablaba de temas culturales en general. De política no hablaba nada al principio, pues la Guardia Civil estaba al acecho y cualquier chivatazo hubiese dado con él en el calabozo. Se tenía que presentar todos los días al cuartel.

     »Los jornaleros se quedaban embobados escuchándole. Más tarde mi padre y Senén se reunían con él, muy en secreto, en la casa donde se alojaba y allí les hablaba de política en general y de anarquismo en particular. A éste hombre, de vez en cuando le visitaban forasteros y le traían periódicos, revistas y libros que los daba a leer a Senén y a mi padre.

     »Así fue como el anarquismo se introdujo en el pueblo. La casa de aquel hombre era un ateneo para los trabajadores, que jamás habían ido a la escuela porque desde niños habían tenido que trabajar. Para mi padre fue una universidad, pues allí se formó y salió lo que después sería: un líder creativo en iniciativas sociales revolucionarias que asombraron, no solo en este pueblo, sino en toda la comarca donde se fueron difundiendo las ideas libertarias y el colectivismo agrario.

     »Cuando aquel hombre se marchó al proclamarse la República, había quedado un fértil sedimento que dio abundantes frutos en la actividad social. [63]

     »En 1932 hubo una reunión en Medellín con gentes de varios pueblos con el fin de poner en práctica las ideas colectivistas que aquel hombre había traído. Entre los asistentes había obreros y muchos pequeños propietarios de tierras que no les daba para vivir y tenían que trabajar como jornaleros. Ante la idea de hacer una colectividad muchos se mostraron recelosos, pues no acababan de ver la utilidad de ponerlo todo en común, sino la inconveniencia de que iba a producir roces entre ellos. Pero en aquella reunión, los representantes de Guareña se decidieron a empezar. Se juntaron 450 trabajadores y pequeños propietarios y pusieron en explotación 650 hectáreas, algunas de ellas en arriendo y otras roturadas clandestinamente, sin el permiso de sus amos, por lo que la Guardia Civil iba y los echaban de la finca. Pero volvían de noche y seguían.

     »Los resultados fueron tan espectaculares que al año siguiente la experiencia de Guareña se puso en práctica en Valdetorres, Mengabril, Medellín, Santa Amalia, Oliva de Mérida, San Pedro, Torre mejías, Zarza de Alanje, Villagonzalo, Almendralejos, y varios pueblos más, con excelentes resultados.

     »Mi padre era el alma de todas aquellas comunidades, recababa información de otras regiones, como Aragón, Valencia, La Rioja, Navarra y Cataluña y de vez en cuando llegaban forasteros que inspeccionaban la marcha y estimulaban dando ánimos y transmitiendo experiencias similares en otros sitios. [64]

     »La reacción de la población era de lo más variada. Los ricos veían aquello, no como un sistema de trabajo y vida comunitaria, sino como una organización en la que se tramaban ideas revolucionarias para degollarlos. Esa tremebunda idea no era gratuita. Por entonces ya habían ocurrido hechos como los de Castilblanco, en el que la población mató a todos los guardias civiles del pueblo.

     »El movimiento colectivista era pacífico. Pero los ricos no lo veían así. Estaban pendientes de las reuniones, de las concentraciones y las imaginaban como confabulaciones contra ellos. Y, claro, no paraban de criticar diciendo que los anarquistas eran los que ponían bombas, los que asesinaban; que eran terroristas, en una palabra. Y que si entonces se mostraban pacíficos era porque estaban tramando la revolución.

     »Aquello, en efecto, era una revolución en sí misma, pues jamás se había visto un sistema igual, ni en España ni en el mundo. Allí no existía «lo mío y lo tuyo», sino lo de todos. Pero esa revolución pacífica no la vieron los ricos, ni siquiera el cura, que estaban obcecados en que aquellas organizaciones terminarían cortando el cuello a medio todos los ricos del pueblo. [65]

     »Los obreros y pequeños propietarios que no se habían incorporado a la comunidad, por el contrario, veían con envidia los resultados obtenidos y muchos se interesaban por saber qué hacía falta para entrar en las colectividades agrarias o para crear una nueva. Mi padre era el encargado de informar, de persuadir, de emocionar, de estimular a seguir el ejemplo de los libertarios. Y las colectividades agrarias se multiplicaban. Pero en el 34 empezó el bienio negro con el Gobierno de las derechas y todo eran dificultades, trabas y zancadillas. Aquello no solo produjo un freno para las comunidades agrarias, sino que algunos las abandonaron por miedo. Pero Senén y mi padre siguieron.

     »Si la dictadura de Primo de Rivera quiso quitarse un problema desterrando a aquel hombre, les salió el tiro por la culata, pues gracias a eso entró el anarquismo en este pueblo.

     »Los ricos de aquí odian a Senén, y le temen porque es un hombre con una grandísima cultura, que él mismo se ha ido haciendo. Es autodidacto».

     -¡Arrea! ¿Y eso qué es? ¿Alguna enfermedad?

     -No. Autodidacto significa hecho a sí mismo. Es decir, que no ha tenido maestros.

     -¡Ah! Entonces, ¿yo soy un autodidacto también?

     -Cuando estés hecho, cuando tengas cultura, cuando realices algo importante, sí.

     -O sea, cuando sea un hombre hecho y derecho. Pues entonces, la jodimos, tía Paca. Porque hecho así, no lo voy a estar nunca, y lo que es derecho, con mi pata coja, ya ves.

     -Pues todo eso es lo que me ha contado Senén. [66]

     -Parece un cuento maravilloso.

     -Pero la guerra lo destruyó. Ten en cuenta, además, que la experiencia se puso en práctica en 1933 y al año siguiente vino el bienio negro, en que gobernaron las derechas. Por eso, aquellas comunidades no se pudieron desarrollar como las de Aragón, que habían empezado en 1931. Por eso, el anarquismo extremeño es menos conocido. Y por si fuera poco, esta gente quemó todos los documentos de las comunidades para borrarlas de la memoria histórica. Pero ahí está Senén para recordarlo. Por eso estos fascistas le odian y le temen. Está escribiendo sus memorias. Será una cosa buena, aunque nunca las podrá publicar, por la censura.

     -Ahora no existe libertad. Ya ves, por pedir el sello, una cosa justa y legal, cómo nos tienen. Si intentaras hacer aquí algo de lo que hizo tu padre, o sólo predicar esas ideas en público, te fusilarían. Así, lo mejor es que te vean poco con él.

     -No me verán mucho con Senén. Está enfermo, muy enfermo. El día menos pensado se nos va.

     -¿Qué enfermedad tiene?

     -Ni él mismo lo sabe. Creo que es la tuberculosis. Le han sacado de la cárcel para que se muera en su casa.

     -¿Te ha dicho él eso?

     -Sí.

     -¡Qué pena de hombre! [67]

     Seguimos camino del monte. A mí, la historia del padre de Rafael me gustó, pero me llenó de zozobra e inquietud. Porque después de oírla estaba seguro de que los ricos la conocían bien, por haberla visto de cerca. Si Senén decía que Rafael era una copia exacta de su padre, cosa que yo no dudé nunca, lo mismo dirían los caciques.

     Entonces fue cuando realmente calibré el problema en que estábamos metidos. Lo de los sellos fue el pretexto para hacernos un cerco asfixiante para que no tuviéramos otra salida que irnos del pueblo. Rafael no era un peligro, pues ya la Guardia Civil se encargaba de reprimir cualquier intento de subversión contra el orden establecido.

     La presencia de Rafael en el pueblo era una afrenta para los ricos de siempre, y mucho más para los nuevos ricos, para los que se hicieron ricos en dos días a fuerza de robar, de rapiñar, de extorsionar obligando a que algunos les hicieran un contrato de venta de sus bienes bajo amenaza de muerte, y después de estar firmada la venta, pegarle un tiro, amparados en el poder político que el nuevo régimen les había otorgado. De los que se habían hecho ricos comprando pequeñas propiedades por una saca de harina o una arroba de aceite. De los que habían envilecido a muchas mujeres por sólo una comida. Y así, muchas otras tropelías. La presencia de Rafael, pareciéndose tanto a su padre, era para ellos un espejo donde se reflejaban todas sus miserias, todas sus bajezas, toda la indignidad de sus innobles corazones. Pensé que aquello iba para largo y se me esfumaron las esperanzas de que pasado algún tiempo volvería la normalidad. [68]

     Lo que no me explico es por qué no fueron más duros con Rafael al movilizar a la gente a una huelga. Por mucho menos que eso iba entonces un tío derecho a la cárcel, o deslomado de una paliza en el cuartel. Eso estaba muy castigado por el Régimen. Más tarde comprendí quién era nuestro escudo protector: El cura, don Anselmo. Él no había cometido las tropelías de los otros, pero no se opuso a ellas ni jamás lo denunció. Yo creo que se sentía culpable por omisión, y trataba por todos los medios de favorecer a Rafael, como si cada cosa que hiciera por él le sirviera para redimir sus culpas pasadas.

     Pero Rafael no era amigo del cura, sino, más bien, lo contrario. Sin embargo, don Anselmo, en la sombra, le protegía y ayudaba en secreto a su mujer, Antonia, llevándole donativos en dinero o especias. Pero de todo esto Rafael no sabía nada. Ni yo, hasta que me enteré más tarde por el sindicato del cotilleo.

     Pasamos toda la mañana cavando la tierra alrededor de un tronco talado para apoderarnos de la leña. Aquel trabajo costaba el doble del producto que obteníamos, por eso los dueños de la finca no pagaban jornales por arrancarlo y nos permitían hacerlo gratis, con lo cual se beneficiaba el terreno. Pero, al fin y al cabo, suponía un dinero que ganar, aunque penoso.

     También nos dejaban hacer picón con las ramas que surgían pegadas en la cepa del tronco. Así les quedábamos limpias las encinas de ramas parásitas.

     Al medio día paramos a merendar. Nos sentamos debajo de una encina y abrimos las tarteras. Rafael llevaba un puñado de aceitunas y un trozo de pan. La mía no era más suculenta. [69]

     Comimos lo que había, y de postre, como complemento, unas bellotas asadas en una lumbre que encendimos. A las bellotas les hacíamos un corte para que no explotaran al hincharse y romperse la cáscara. Las bellotas asadas, y sin asar, nos habían matando el hambre muchas veces. ¡El hambre! ¡Siempre con el hambre a cuesta! Recordé una cosa que no se la había contado a nadie; ni siquiera a Rafael.

     Yo tendría 10 años o poco más. Estaba trabajando de peón con un albañil haciendo unas cuantas chapuzas en una casa en la parte de las cuadras. La casa era de un labrador. Tenían una zahúrda con cuatro cerdos que estaban cebando para la matanza. El maestro albañil me dijo:

     -Sebastián, ¿tienes hambre?

     -¿Que si tengo hambre? ¡Qué preguntas me hace usted! ¡Estoy desmayado siempre! ¡Nunca me he hartado de comer!

     -¿Te gustaría hartarte de carne unos cuantos días?

     -¡Claro que sí!

     Yo puedo hacer que comas carne. Pero me tienes que guardar el secreto. Mira que si nos descubren, voy a la cárcel.

     -¿Quiere usted robar?

     -Sí, y no. Bueno, sí, pero no.

     -Explíquese usted.

     -¿Ves esos cuatro cerdos? Pues ese más chico amanecerá muerto mañana y me lo darán a mí para que lo entierre en secreto en el campo.

     -¿Y por qué se va a morir?

     -Ese es nuestro secreto. [70]

     Y, efectivamente, aquel cerdo se murió. El dueño estaba disgustado. Si se lo decía al veterinario era capaz de hacérselos matar todos inmediatamente por sospecha de epidemia de triquinosis. O por lo menos, hasta que lo averiguara, ponerlos en cuarentena y hacer cundir la alarma en el pueblo. El maestro le dijo que él se lo podía llevar y enterrarlo sin que nadie supiera nada. Y el dueño se lo pidió por favor. Aquella misma noche fuimos los dos y nos llevamos el cerdo metido en un saco. No era muy grande. No pesaría más de veinte kilos. Lo llevamos a su casa y allí lo descuartizó. A mí me dio un jamón y él se quedó con el resto. Pero antes de irme le pregunte:

     -¿Se puede comer esta carne sin miedo?

     -Con toda tranquilidad, pero con todo sigilo. Esto no lo debe saber lo nadie.

     -¿Y no puedo saber yo por qué se ha muerto? Me da miedo comerla.

     -No tengas ningún miedo. Este cochino lo he matado yo. ¿Recuerdas que ayer por la tarde cuando los echaron de comer te dije que me hicieras una gaveta de yeso? Pues era para mezclarla con la masa de harina de cebada. El yeso, al endurecerse taponó el estómago y los intestinos -y sacando las tripas del cerdo me las mostró: estaban duras como piedras-. Hice que se la comiera éste, pero que no la tocaran los demás. Después lavé el dornajo para hacer desaparecer los restos de yeso. Si se enteran de esto nos denunciarán y vamos derecho al cuartel. [71]

     Salí de casa del albañil con mi jamón envuelto en un saco de papel de los del yeso de la obra, sin saber qué hacer con él jamón. Me fui a un viñedo que estaba cerca del pueblo y, como la tierra estaba blanda, hice un hoyo. Si hacía lumbre para asar la carne me verían. Así que me la comí cruda. Tenía tanta hambre que me supo a gloria. Después enterré el resto.

     La noche siguiente volví con un poco de sal y comí. Así durante varios días. Pero una noche, al ir a comer vi a un perro vagabundo y esquelético comiéndose la carne. Traté de ahuyentarlo, pero huía sin desprenderse de la pieza. A pedradas, corriendo tras él conseguí que la soltara. Se la había comido casi toda y apenas sí quedaba el hueso pelado.

     Rebañé con los dientes lo que quedaba; pero ya olía y sabía mal porque estaba casi corrompida. Le entregué el hueso al perro, que me miraba con envidia, suplicante. Aunque le ofrecí el hueso, no se fiaba, pues antes le había apedreado. Lo dejé en el suelo y me fui. Y mis comilonas de carne se acabaron.

     Abstraído en mis recuerdos no me había fijado en Rafael que estaba sentado a mi lado con la mirada triste y meditabunda, contemplando las llamas. Le noté demacrado, con ojeras. Era un hombre al que nunca le oí quejarse, pero yo sabía lo que estaba sufriendo.

     -¿En qué piensas? -le dije.

     -¡En tantas cosas!... -hizo una pausa y prosiguió-: Tú has leído el evangelio. Bueno, te lo he leído yo. [72]

     Aquello fue tan sorprendente como inesperado para mí, pues jamás pensé que a él le pudiera interesar el evangelio, aunque sí es cierto que me leyó algunas cosas cuando estaba con la pierna escayolada, hacía ya muchos años.

     -Sí -le dije-. Los únicos libros que he leído me los has leído tú. Tengo uno que me dejaste y me es muy útil. Cuando estoy desvelado me pongo a leer y en la segunda página ya me quedo frito. Pero ese libro que dices, no lo recuerdo bien. Nunca he ido a misa; lo poco que sé leer y escribir me lo enseñaste tú.

     -Yo tampoco he ido nunca a misa. Pero tengo uno que tenía mi padre. Uno de los pocos libros que, por temor, no quemó mi madre. Mi padre me dijo que era un libro muy interesante y que debía leerlo. Lo leí cuando chico, cuando iba a la escuela, pero lo había olvidado. Ahora Senén me lo ha recordado y he vuelto a leerlo. Jesucristo fue un gran hombre que luchó por la libertad del pueblo. Por eso le asesinaron.

     -¿Senén cree en Dios?

     - No. Él dice que Dios es una idea que la gente se inventó. Unos lo llaman Dios; otros, Alá; otros, Buda... Y en todos los casos sirve para adormecer la conciencia de los pueblos. La angustia de la criatura humana oprimida se refugia en algo superior del que espera protección. Y mientras más atrasados son los pueblos, más se refugian en la religión. Si de verdad existiera un Dios todopoderoso el mundo no estaría como está.

     -Pues yo le he oído decir a mi hermana que Jesucristo y Dios eran la misma persona.

     -Eso no es más que un cuento de los curas para mantener al pueblo amordazado con la resignación. [73]

     -Yo de eso no sé nada. Nunca me ha preocupado. Pero los pobres no vamos a misa; sólo van los ricos. Y los ricos siempre van donde hay negocio. La religión debe ser un negocio de cojones. ¿Tú no ves cómo viven los curas? A mí, porque me da vergüenza y no sé cómo entrar; pero me gustaría tener relación con don Anselmo. Los curas tienen mucha influencia.

     -¡No seas borrego, Sebastián! Si pides algo a los curas o a los ricos tienes que estar siempre agradecido y eso te coarta la libertad para ser tú mismo.

     -Pues yo creo que algo tiene que haber por encima de nosotros, se llame Dios, o el sol, o la luna, o lo que sea.

     -Tú puedes creer lo que quieras. Pero para mí solo existe la Naturaleza y el hombre. Como me ha dicho Senén, la Naturaleza tiene sus leyes y los hombres, las suyas. Las ovejas nacen con lana y los pájaros con plumas; los niños de los pobres están desnudos y pasan frío. Los pájaros y los peces tienen cuanta comida necesitan; los pobres pasamos hambre. Los animales nacen con unas defensas para protegerse; la defensa del hombre es su inteligencia; los pobres no tenemos acceso a la cultura.

     -¿Y para qué queremos la cultura los pobres? Para trabajar de jornalero no hace falta ir a Salamanca. [74]

     -¡Qué ignorante eres, Sebastián! En fin, te contaré otras cosas que me ha dicho Senén. En la Naturaleza no hay propiedad privada, lo que hay en la Naturaleza es para todos los seres que la componen, animales y vegetales; en las leyes de los hombres existe la propiedad privada, el acaparamiento, la acumulación, el acopio sin límites. Ahí radica el mal de la sociedad. Pero ese mal se puede destruir mediante la lucha de los trabajadores, de los pobres. Y esa lucha es un deber sagrado para nosotros, Sebastián, y para todo hombre que tenga un mínimo de honradez y decencia.

     -No, si a mí eso de la lucha me parece bien; pero es que no nos dejan. ¡Ah si nos dejaran!

     -¿Cómo quieres que nos dejen? Se sublevaron contra la República precisamente para atarnos y amordazarnos.

     -Pues tienes razón, pero los ricos tienen la sartén en una mano y en la otra la Guardia Civil, que vela por sus intereses.

     -¡Los ricos! He ahí el problema. Todo rico es un ladrón. Eso lo dice el evangelio. Y no veas la forma como Jesucristo los atacaba. Por eso se lo cargaron. Todos los seres humanos tienen derecho a vivir y a gozar de todos los bienes de la Naturaleza, pero unos cuantos se han apoderado de todo.

     -Entonces, tú crees en Jesucristo, pero no crees en Dios. Sin embargo, mi hermana dice que Dios y Jesucristo son uno solo y los curas dicen que son tres. ¿Tú entiendes eso? ¡Esto es un lío! [75]

     -¡Claro que es un lío! Todo en la religión es misterio, y el misterio no deja paso a la razón. La religión es un insulto a la inteligencia. Los curas -como dice Senén-, sólo tienen cara dura y muchas contradicciones. Jesús vino a estar con los pobres; los curas están con los ricos y a los pobres no nos quieren ni ver. Bastante hacen con enterrarnos cuando morimos.

     -Eso serán algunos. Don Anselmo es buena persona y hace muchas obras de caridad con los pobres. Visita a los enfermos y les lleva cosas para comer.

     -Lo que hace es llevarles las migajas que los ricos le dan. ¡Eso es denigrante! Es acostumbrar a los pobres a someterse a la caridad de los ricos, en aceptar su condición de parias en vez de rebelarse. Eso es matar el espíritu de lucha, lo más noble que tiene el hombre, porque ese espíritu le lleva a superarse, a enaltecer su dignidad, a reclamar una sociedad en la que todos los hombres sean hermanos iguales y tengan el mismo derecho a disfrutar de los bienes de la Naturaleza y de la sociedad. Por eso hay que luchar.

     -Eso está muy bien; pero mientras se lucha no viene mal que te den un pan o una manta. Yo lo único que sé es que los curas tienen mucha influencia. A mí me gustaría tener una recomendación suya para colocarme en Madrid.

     -Sebastián -dijo mirándome de una forma especial, muy conocida por mí. Y como sabía lo que iba a decir, que era siempre lo mismo, yo me adelanté: [76]

     -¡Lo sé, lo sé! Tengo espíritu de borrego. Pero el estómago lo tengo de persona. Tenemos que pensar en nuestro porvenir, Rafael. Yo no quiero pasarme la vida arrancando raíces y pasándolas canutas. Aquí en el pueblo ya sabes lo que nos espera: puta miseria y vivir gracias a la confianza de los comerciantes que te dan fiado. ¿De qué me vale a mí el que Jesucristo fuera amigo de los pobres y que viniera a salvar al mundo, como dicen las beatas?

     -No puedo responderte a eso. No lo sé. Ya te he dicho que ese libro lo leí en la niñez y lo conozco superficialmente. Pero recuerdo que mi padre me dijo antes de irse a la guerra que lo debía leer. También Senén me habla bien de ese libro. Algo bueno tendrá, pero yo no he descubierto el mensaje. Nadie predicó antes que él el amor a los pobres. Eso distingue a Jesucristo de los demás hombres de la Historia. Eso es lo que dice Senén.

     -A mí, eso del mensaje me la trae floja. Yo lo que quiero es que el cura, que tiene mucha influencia, me dé una recomendación para colocarme. Lo demás me tiene sin cuidado.

     -Ve tú, si quieres. Pídele al cura una recomendación. Mi porvenir está aquí, en el pueblo. Si me voy ahora, los compañeros lo verán como una derrota colectiva y un triunfo de los ricos. Ellos tienen trabajo, pero son más esclavos que nosotros. Quiero demostrarles mi libertad. Y seré libre mientras haya leña en el monte, peces en el río y pájaros en el aire. Ahora todos tienen miedo, están sometidos; pero también tenían miedo cuando pedimos los sellos, y lo superaron, y vencimos. Así, con lucha permanente conquistaremos lo que nos pertenece. Ese es mi porvenir, Sebastián: el porvenir de todos, no el mío sólo. [77]

     -Tú vives en las nubes. Eso que tú dices es algo que nunca se podrá lograr. Eso es muy duro para mí.

     -También lo es para mí. No creas que no sufro. Sobre todo, y eso es lo que más me duele, por mi mujer. Ella no comprende este ideal que llevo dentro de mí.

     -Tu mujer piensa de manera distinta a ti. ¿Es que ella no tiene derecho a pensar de otra forma? ¿Tú crees que tienes derecho a sacrificarla a ella por tu ideal?

     -Sí.

     -Eso es sacrificar a una persona en contra de su voluntad. ¿Por qué la tienes que obligar a ella a opinar y actuar como tú? Tú, que tanto amas la libertad...

     -Sí, es cierto. Pero la libertad no puede ser individual, sino es, al mismo tiempo, colectiva, de todo el pueblo. Cuando un pueblo es libre, todos los ciudadanos lo son. Y ese es un esfuerzo exigible a todos, porque es el destino de todos. La gente que no tiene conciencia plena de su dignidad no tiene autoestima. Es por eso que descubrir la propia dignidad es como encender una luz en una oscuridad tenebrosa. Senén me lo ha dicho.

     -¿Sabes la sensación que me da oírte hablar de Senén? Me parece que es como si tu padre hubiera resucitado. Sólo te faltaba a ti que apareciera el dichoso Senén para complicarnos la vida más de lo que la tenemos. Admiras demasiado a Senén.

     -Es verdad. ¡Senén me recuerda tanto a mi padre! Es un gran hombre. No parece un ser humano normal y corriente. Tan delgado y tan pálido por la enfermedad, parece un espectro, un ser de otro mundo. Para mí es como un dios. [78]

     -Bueno, sigue con el rollo que ibas diciendo.

     -El exigir libertad cuesta sacrificio y dolor. Pero a la gente le duele más el remedio que la enfermedad. Cuando un niño está enfermo y tiene anemia hay que pincharle hierro. Pero él, en su ignorancia, no conoce su enfermedad, no sabe lo que le pasa, y lo que le duele es el remedio, los pinchazos, que son los que le van a curar. Exactamente igual que el pueblo: no sabe lo que le pasa, no conoce su enfermedad, que es la alienación, y no teme a la enfermedad, sino a los pinchazos; es decir, a la toma de conciencia para luchar y conseguir la promoción colectiva; pero a enfrentarse con los que le explotan le temen más que a la salvación. La clase obrera necesita gente desinteresada y sacrificada dispuesta a luchar por una nueva sociedad. Mi padre era así. Senén es así.

     Rafael había dado un salto cualitativo, una profunda transformación a raíz de la aparición de Senén. Le adoraba. Le quería tanto como a su padre. ¡Sólo le faltaba a Rafael que alguien como Senén le viniera a estimular en sus ideas!

     Yo, que sólo había visto a Senén una o dos veces, y de lejos, estaba deseando conocerle más a fondo. Pero sólo por curiosidad, porque para mí todas esas historias de luchas, no digo que me dejaran frío, me producían dolor de cabeza y miedo. [79]

     -Pues yo, ¿qué quieres que te diga? A mí eso no me va. Tus ideas son bonitas; me gustan. Pero los tiempos de tu padre eran otros y sus ideas no cuajan hoy, entre otras razones, porque están muy perseguidas. Eso de la lucha está bien. ¿Tú no ves lo ricas que están las bellotas asadas? Son muy buen alimento y nos han quitado mucha hambre a veces. Pero sacarlas de la lumbre te producen quemaduras, o por lo menos, escozor. Pues el que quiera bellotas asadas que se las saque del fuego él. Mi abuelo me decía que a todos los hombres, cuando nacen los montan en un burro. Yo me tiré hace tiempo. ¿Por qué no te apeas tú también?

     La filosofía de mi abuelo le hizo gracia a Rafael, y riendo nos levantamos para continuar la faena. [80]

*****



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- VI -

Antonia

     Antonia, la mujer de Rafael, tenía cuatro años menos que él. Cuando era moza estaba muy bien, era guapilla y hermosota. Un poco simplona, eso sí; pero su simplismo le daba cierto encanto. A mí, particularmente, que siempre tuve que soportar a mi hermana, que para mí, venía para macho, pero en el camino se hizo hembra, me gustaba ese tipo de mujer modosita, calladita, humilde. Pero a mí, no sé por qué fatalidad del destino, siempre me ha tocado bailar con la más fea, cargar con cosas que no me han gustado y verme envuelto en líos que, no solo no deseé, sino que por todos los medios traté de evitar. Eso me ocurrió al elegir novia. Claro, que aquello estaba condicionado por varias cosas: por mi complejo de la pierna y mi amistad con Rafael. Éramos tan amigos, nos gustaba estar siempre tan juntos, que hasta en el noviazgo se buscó la forma de no separarnos. Antonia y mi novia eran amigas y siempre iban juntas. Él se arrimó a Antonia y yo le acompañaba poniéndome al lado de la otra, la que después fue mi novia, pero sin intenciones, entonces, de hacerme novio. Iba con ella por la costumbre. [81]

     La costumbre que había en mi pueblo para hacerse novios era un rollo de mucho cuidado. Desde el primer contacto de los jovencitos hasta el día de la boda, se sucedían una serie de acontecimientos, ritos y ceremonias que constituían todo un espectáculo. Un espectáculo idiota, pero espectáculo al fin, en el que de forma directa o indirecta participaba todo el pueblo, pues el cotilleo era el placer morboso que a todos apasionaba. Todo el mundo se enteraba al instante hasta del más leve suceso que le ocurriera a alguien. Y mucho más en los asuntos amorosos.

     La elección de la novia se hacía en el paseo. El paseo era la plaza del pueblo y consistía en dar vueltas y más vueltas alrededor. Los mozos paseábamos en sentido inverso a las mozas. Esto permitía que a cada vuelta los futuros pretendientes se examinaran mutuamente con el rabillo del ojo, mientras que los que estaban ya a punto de dar el paso recibieran achuchones y ánimo de sus compañeros y amigos para que pasara al ataque, diciéndole: «¡Vamos, que ya te ha mirado!». [82]

     En el caso de que fueran dos o tres amigas juntas, se colocaban en los extremos aquellas que habían visto en el paseo a quien el decir de la gente, la quería, y las amigas le advertían que era mirada con pasión por él. Este «decir de la gente» era un punto importante y tenía su fundamento. Los rumores de que una pareja se quería corrían en torno a la insistente mirada a una muchacha por parte del pretendiente, o bien por un comentario de éste sobre ella. Pero la gente, antes de dar rienda suelta a sus cotilleos, analizaba la posición económica de los futuros amantes. Eso se miraba mucho, sobre todo en los labradores, funcionarios y artesanos, pues cada cual procuraba que su futuro consorte estuviera en mejor posición que él, y si lo conseguía, se decía que había dado un braguetazo él, o muy buena boda, ella.

     Esto entre gente de mi clase no se miraba tanto, porque estábamos todos pelados. Pero también era comentado entre vecinos y amigos. Cuando la gente veía que el noviazgo era posible por ambas partes, ya que el uno no desmerecía económicamente del otro, los rumores pasaban a comentarios directos. Las amigas de ella le hablaban de él, de su forma de mirarla, de su arrogante figura, de sus virtudes como trabajador, de los comentarios de la gente acerca de lo bien que cuadraba la pareja. [83]

     Por su parte, los amigos de él le hablaban de ella, de lo buena que estaba, de su caída de ojos, de lo modosita que era, de su buena disposición como mujer de su casa y, sobre todo, de que nadie antes que él había gozado de la fragancia de sus primeros amores y, por fin, para que decidiera, de la convicción firme de que no le daría calabazas, rematando con aquello de que de ningún cobarde se ha escrito nada.

     Con esta predisposición por ambas partes, sólo se esperaba la oportunidad, para lo cual ella facilitaba el camino poniéndose en un extremo del grupo, si es que iban más de dos, indicando con ello al ardiente donjuán que ya tenía libre el paso para el inicio formal de las relaciones amorosas.

     Mas no bastaba con esto para que el mozo se decidiera. Uno de sus amigos debía acompañarle para que al otro extremo distrajera la atención de las otras, pues el sentirse observado y, sobre todo, oído por ellas, le producía un gran nerviosismo.

     Por supuesto, a la amiga que le tocaba pasear con el otro se prestaba a ser acompañada por el furtivo galán, sin por eso considerarse pretendida por él. Era un requisito que también otro día ella iba a precisar para idéntico menester. [84]

     Por fin, después de aplazar una y otra vez para la próxima vuelta el arrancarse definitivamente, se acercaba a ella aturdido por los agitados golpeteos de su amante corazón. Él, que durante días había ensayado lo que tenía que decir para empezar la conversación con una frase original e ingeniosa, acababa, inexorablemente por decir una gansada, lo que contribuía a ponerle más nervioso aún. Sin embargo, dicha tontería, tenía la virtud de tranquilizarle a ella, que igualmente durante días había estado pensando la respuesta genial, que tampoco sabía dar. Es por eso por lo que la bobada de él -que por otra parte le gustaba, pero no por eso dejaba de reconocer que era una memez- la tranquilizaba a ella por no sentirse obligada a contestar con una frase que no encontraba.

     A decir verdad, sólo esa noche y las que la habían precedido tenían interés y emoción. Pasado ese día, lo demás era aburrirse dando vueltas y vueltas a unas plantas que el Ayuntamiento se empeñaba en hacer pasar por jardín.

     Sin embargo, todo eso no era más que el prólogo. Durante algún tiempo más o menos largo -eso dependía de la edad y de las prisas que tuvieran por casarse-, el contacto se reducía al ámbito de la plaza, y allí mismo, llegada la hora, se despedían.

     Pasado algún tiempo ya él la acompañaba hasta la esquina más cercana a su casa. Más tarde se ponían ya en la puerta un buen rato pelando la pava. Pero sin entrar en casa aún. [85]

     Hasta aquí el noviazgo era sabido y consentido por las familias, pero no reconocido oficialmente. Para ese reconocimiento oficial se montaba todo un espectáculo. A esta ceremonia en mi pueblo se le llamaba «hacer la pregunta». Las familias se ponían de acuerdo y, en el día convenido, la familia del novio iba a casa de la novia. Se reunían todos los familiares: padres, hermanos, tíos, primos, etc. Y como iban todos juntos por la calle, parecía una procesión sin santo y sin cura. La gente se asomaba a cotillear. En la casa de la novia también se juntaba toda la familia de ella y se hacía un banquete. El banquete era por lo general, en gente de mi clase, unos pestiños borrachos y una botella de anís de garrafa. En la de los ricos hacían caldereta y bebían buenos vinos.

     «Hacer la pregunta» consistía en preguntar a los padres de la novia si aceptaban las relaciones formales y si su hijo podía entrar en casa en lo sucesivo. Pero al final nadie preguntaba nada. La ceremonia en sí era la pregunta y la respuesta.

     Cuando me tocó a mí hacer la pregunta lo pasé mal, me dio mucha vergüenza. Y daban ganas de salir corriendo, pero me abstuve de tan peregrino intento, pues el escándalo hubiese sido de aúpa. ¡Si yo en el fondo no quería a mi novia! Pero, por otra parte, ¿qué otra cosa podía hacer? No estaba enamorado. ¿Pero yo qué sabía lo que era el amor? Había que echarse novia; había que casarse; era ley de vida. Total, ya digo. La «pregunta» me resultó larguísima. Menos mal que era una pregunta -pensé para mí-. Si llega a ser un interrogatorio... ¡Y todo eso para hacerse novios! [86]

     Ahí ya estabas cogido en la trampa. Si después de hacerse novios formales el novio la dejaba, el follón que se armaba entre las familias era de aúpa. La cosa no era tan grave si era ella quien tomaba la decisión; pero si era de él, la muchacha ya tenía difícil volver a tener novio, pues nadie quería ser plato de segunda mesa. En tal caso, era un forastero el que cargaba con la compuesta y sin novio.

     La última ceremonia antes de la boda era la de «llevar el dinero». Es decir, la pedida de la novia. Pero más que pedida, hubiesen debido llamarla venta de la novia, como hacen los moros. El rito en sí era igual que el de la pregunta, pero ese día, la familia del novio y los familiares llevaban la dote y el dinero para la boda.

     Antes de pasar a comer, un familiar de la novia iba recogiendo el dinero que cada uno entregaba y lo iba cantando, como en el sorteo de la lotería. Al final se sumaba todo. Si la cantidad era del agrado de los padres de ella, éstos aplaudían y se pasaba al convite; pero si no era suficiente, según su criterio, exclamaban indignados que su hija valía mucho para tan poco dinero; que lo cogieran y se marcharan. De estos casos no es que se dieran a troche y moche, pero yo conocí dos, pero no de gente de mi clase, sino de clases acomodadas.

     En fin, tanto lío para soportar durante toda la vida la pesada carga de un matrimonio mal avenido, como le ocurrió a mi menda lerenda.

     Rafael estaba enamorado de su mujer, eso lo puedo asegurar. Pero el asunto de los sellos vino a ensombrecer su matrimonio. Ella insistía en que fuera a pedir trabajo, como lo habían hecho los demás, pero Rafael no pasaba por el aro. Y claro, en casa se pasaba hambre y todo eran discusiones por lo mismo. Exactamente lo que me ocurría a mí con mi familia. [87]

     Pero las riñas de Antonia con Rafael eran transitorias por la situación a que había llegado por el maldito embrollo de los sellos. Desde que se casaron todo fue paz y felicidad entre ellos. Y mucho más, cuando nació el niño. Era un matrimonio bien avenido y se querían. En cambio, en mi casa, el asunto de la huelga sólo fue una piedra caída de un edificio ruinoso. Jamás conocí el cariño, la ternura, el calor del hogar. Sólo mi madre, en muy contadas ocasiones me hizo alguna caricia. [89]



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- VII -

El cura

     Cuando volvimos del monte aquella tarde que fuimos por leña, en el camino, cerca del pueblo, nos tropezamos con el cura. Don Anselmo era un hombre de setenta y tantos años. La gente le quería. Hacía muchas obras de caridad, visitaba a los enfermos, aunque fueran pobres. Yo nunca había tenido trato con él, nada más que decirle adiós, como a todo el mundo. Que yo sepa, jamás antes había tenido contacto con Rafael. Con su padre sí lo tuvo cuando la República, pero discusiones, no contactos afectivos. A mí me caía bien el cura. Nos vio llegar y, cerrando su breviario, nos saludó muy sonriente:

     -Buenas tardes, muchachos. ¡Buena carguita de leña lleváis!

     -No está mal, don Anselmo -le dije yo con la mejor de mis sonrisas-. A falta de otra cosa, algo hay que hacer para ganar los garbanzos.

     -¡Hola, Rafael! -le dijo a mi amigo, pues éste no había contestado al saludo.

     -Hola -dijo Rafael secamente.

     -Te veo un poco triste.

     -¡Qué raro! -contestó con cierta ironía-. Pues no tengo ningún motivo. [90]

     -Don Anselmo también captó su mordacidad, y acercándose a él le dio un golpecito en la espalda.

     -¡Levanta el ánimo, hombre! Ya verás como todo se soluciona. Y antes de lo que te imaginas.

     -Yo nunca pierdo la esperanza.

     -¡Muy bien! ¡Así me gusta, muchacho! -miró los burros cargados y me preguntó-: ¿Tenéis ya vendida la leña?

     -No señor, no -dije yo-. Ya buscaremos a alguien que nos la compre.

     -Ya tenéis comprador. Llevadla a mi casa directamente.

     Ni siquiera ajustamos el precio. A mí no me importaba, pues sabía que nos la pagaría muy bien.

     -Pasaros esta noche por mi casa a cobrar. Además, tengo que hablar contigo, Rafael. Con los dos. Tengo cosas muy importantes que comunicaros; estoy seguro que os alegrará.

     Yo me alegré por adelantado sin saber lo que nos iba a decir. En muchas ocasiones tuve la tentación de ir a pedirle una recomendación para irme a trabajar a Madrid, pero no me atrevía. Él mismo me facilitó el camino. ¡Menuda suerte!

     -¿No me las puede decir aquí? -dijo Rafael, sin pizca de entusiasmo.

     -Por poder, sí. Pero prefiero que charlemos tranquilos en casa, sin prisas. Nos tomaremos una botella de vino entre los tres.

     -No sé si podré ir -se excusó Rafael.

     -¡Sí que podremos! -dije yo con vehemencia, pues por nada del mundo quería perder aquella ocasión de hablar con don Anselmo-. ¡Esta noche no tenemos nada que hacer! [91]

     -Podéis ir anochecido, cuando yo termine de rezar el Rosario. Así estaréis libres después.

     -¡Sí señor, sí! -le dije yo- ¡En cuanto termine usted el rosario, estamos en su casa! ¿Verdad que sí, Rafael?

     -Está bien, iremos -dijo de mala gana-. Pero me gustaría saber para qué.

     -Ya te lo he dicho antes. Tengo proyectos. Varios proyectos y posibilidades para vosotros.

     -¡Estupendo! -dije yo frotándome las manos.

     -El más urgente es para el domingo. Organizan una cacería en Zarzarromero y necesitan ojeadores. Ya hay varios que irán. Yo he conseguido que vayáis vosotros. Y Senén también. No es más que un día, pero esa gente paga bien.

     -No cuente usted conmigo -le cortó Rafael-. No iré.

     -¿Que no cuente contigo? -exclamó el cura sorprendido. A mí me ocurrió igual. No sabía por qué había dicho eso.

     -¿Qué dices?

     -He dicho que no cuente conmigo; no quiero ese tipo de trabajo. Yo no soy un espantapájaros para divertir a nadie.

     -¡Deberías pensar más en tu mujer y tu hijo! -le increpó el cura-. ¡Te sientes humillado por ese trabajo, que otras veces has hecho, sólo por tu odio a los ricos! ¡Pero tu mujer y tu hijo están por encima de tus conceptos, porque son seres que necesitan comer y vivir!

     «¡Muy bien!» -dije yo para mí.

     -¡Yo hago trabajos de hombres: siego, vendimio, podo, aro, o subo material a los albañiles! ¡Pero no quiero ser un monigote para que esa gentuza se divierta pegando tiros! ¡Tengo mi dignidad! [92]

     -Eres tan anarquista como tu padre.

     -¡Mi padre era un hombre honrado! -gritó.

     -Yo no digo que no fuera honrado, pero...

     -¿Qué tiene usted en contra de la pureza y la integridad de mi padre?

     -Nada, nada. No quiero discutir.

     -Usted no le apreciaba porque atacaba a la religión.

     -Te equivocas. Yo siempre le aprecié, era él quien me atacaba diciendo que era defensor de los ricos y adormecedor de la conciencia de los pobres.

     -¿Y no es verdad eso?

     -¡No! ¡De ninguna de las maneras! ¡Rechazo esa acusación!

     -Bueno; mejor será no seguir hablando.

     -¡La iglesia es la casa de Dios y está abierta a todos los hombres de buena voluntad!

     -¿Y éstos ricos del pueblo, que se sientan en las primeras filas, son hombres de buena voluntad?

     -Todos tenemos defectos, hijo. Yo predico el amor y la paz entre los hombres.

     -¡Bonito amor y bonita paz la de los hambrientos junto a los poderosos!

     -Hoy nadie pasa hambre en este pueblo.

     -¡Yo! ¡Yo paso hambre! ¡Y mi mujer, y mi hijo!

     -La culpa es tuya. Si fueras de otra manera tendrías trabajo, a pesar de lo que pasó.

     -¿Y cómo tendría que ser? ¿Un rastrero, un cobarde, un baboso que se humillara y pidiera clemencia? ¡No daré tal gustazo a ese hatajo de bandidos! [93]

     -Hay que olvidar, Rafael. También ellos tienen ese maldito orgullo de no dar su brazo a torcer. Pero no te odian tanto como tú te imaginas. Te darían trabajo con mucho gusto si fueras y les dijeras simplemente: «pelillos a la mar». Tú tenías razón al reclamar el sello. Ellos lo saben y lo reconocen. Era una mala acción, pero se ha corregido. ¿Por qué seguir odiando y guardando rencor?

     -¿Yo guardo rencor? Son ellos los que me lo guardan a mí; ellos, los que tanto van a la iglesia, los que se dan golpes de pecho. Ellos. ¡Los ricos! ¡Los malditos por Jesucristo! ¡Los que han desplazado de la iglesia a los pobres, a los que Jesucristo amó hasta morir asesinado! ¡Pero la zorra se ha hecho guardiana del gallinero y así van las cosas!

     Rafael estaba muy excitado y vi en don Anselmo una expresión de dolor, como si las palabras de Rafael fueran en realidad una puñalada. Pero se sobrepuso e hizo esfuerzo para esbozar una sonrisa amable.

     -Serénate, hijo. Sé lo mucho que estás sufriendo. Yo estoy luchando para que la paz y la concordia vuelvan a este pueblo. Sé que todos los trabajadores están en tensión por verte sufrir; no dicen nada, pero se les nota en la cara, en los gestos; ellos tampoco tienen paz porque tienen el sentimiento de que tú estás pagando por todos. Y ese resentimiento puede explotar algún día. ¡Ya hemos pasado el horror de una guerra fratricida! ¡Que haya paz, Dios mío! ¡Por lo que más quieras! ¡Que haya paz! No faltéis esta noche. Os espero.

     Y con su paso torpe y menudo se marchó meneando la cabeza con preocupación. Le vi sacar el pañuelo y limpiarse, no sé si la nariz o las lágrimas. A mí, sinceramente, no me gustó la forma como le habló Rafael. No me pareció respetuosa con un anciano que, además, era el cura. Y así se lo dije a Rafael. [94]

     -Si no te gusta, lo siento -respondió.

     -Él te aprecia, Rafael. Y ese trabajo del domingo es estupendo. Mejor que arrancar sacar la leña de las raíces; mejor que segar o subir mortero a los andamios. Lo hemos hecho otras veces.

     -Pues, ve tú. Yo no voy.

     -Encima que el hombre ha venido a ofrecértelo con tanta ilusión.

     -No quiero limosnas.

     -¡Pero qué limosna ni qué coño! ¡Es un trabajo! Y, sobre todo, que es lo más grande, el cura te aprecia. ¿No has notado que te aprecia? Hoy la amistad con un cura es un chollo cojonudo. ¡Pues menudas influencias tienen los gachones! ¿No has oído que tiene planes para nosotros? Ya verás como es algo bueno.

     -¡Tienes espíritu de borrego!

     -¡Nos jodió mayo con las flores! ¡Ya estoy hasta los cojones de que me digas que tengo espíritu de borrego! ¿Te enteras?

     -Bueno, perdona. No te enfades. Yo no confío tanto en las bondades del cura. No es más que un instrumento en manos de los ricos. ¿Acaso no sabía él, incluso antes que yo, que era obligatorio para los ricos dar los sellos? Si él quiere amor y paz, como dice, ¿por qué no utilizó sus influencias entonces? ¿Por qué no denunció aquella injusticia que se estaba cometiendo contra los pobres?

     -Él es cura y su misión es decir misa, bautizar a los muchachos, casar a la gente y enterrar a los muertos. [95]

     -A Jesucristo no le asesinaron por hacer esas cosas. Reflexiona, Sebastián. La influencia que tienen los curas es el precio que han puesto a su silencio. ¿Tú sabes la fuerza que tiene sobre las conciencias el púlpito? ¡Es una tribuna! ¿Has pensado lo que podía suponer para la gente del pueblo si a esa tribuna se subiera Senén y pudiera hablar libremente de sus ideas, como hace el cura con las suyas? Pues supondría que los ricos saldrían huyendo y los pobres llenarían la iglesia. ¿No estaría eso más acorde con las ideas de Jesucristo?

     -A mí, déjame y no me metas en más líos de los que tenemos.

     -Está bien, Sebastián. Dejemos de hablar. Vale.

     -Bueno, pues vale. Pero por ir esta noche a su casa no nos va a pasar nada. Digo yo.

     -Está bien, iremos -proseguimos la marcha-. Tengo que cobrar y llevar el dinero a la mujer- hizo una pausa y musitó como para sí mismo -: Tengo más hambre que un león. ¡Me cagüen!...

     Caminábamos detrás de los burros. Vi a Rafael arrugar el entrecejo y arquear las cejas. Sus ojos estaban empañados. A mí Rafael me producía a veces unos cabreos impresionantes. Ese fue uno de esos días. A veces me daban ganas de pegarle un porrazo. Pero por otra parte le admiraba y le quería.

     Aquella escena me recordó otra parecida, pero con el cura y el padre de Rafael en tiempos de la República. [97]





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- VIII -

El padre de Rafael

     Del tiempo de la República sólo recuerdo algunos hechos vagos e imprecisos del padre de Rafael. Pero lo que se me quedó grabado fueron algunos enfrentamientos que tuvo con don Anselmo. No entendí nunca el fondo de aquellas discusiones. Algo así le pasó a Rafael, hasta que Senén le habló de él. La discusión de Rafael con el cura lo trajo a mi memoria.

     El tema era casi siempre el mismo y por las mismas causas. Cada vez que ocurría algún suceso de levantamientos de obreros en cualquier provincia de España, o quemas de iglesias -y eso ocurría con frecuencia entonces-, el cura iba a hablar con él, ante el temor de que ocurriera lo mismo en nuestro pueblo. También le llamaban al cuartel de la Guardia Civil pidiéndole que controlara a sus gentes.

     Una tarde, ya anochecido, estábamos esperando Rafael y yo a su padre en un camino de las afueras del pueblo. Don Anselmo solía pasear por las tardes por aquel y otros caminos; pero me sorprendió la hora en que le vi aquella tarde. Normalmente a esa hora estaba siempre en la iglesia rezando el rosario, y una vez terminado, si no había una misa de funeral, cerraba la iglesia y se iba a su casa. Estaba allí porque esperaba a Paredes. Cuando el padre de mi amigo llegó le dijo que quería hablar con él. [98]

     -Usted dirá.

     -Sólo es para recordarte los sucesos acaecidos con los obreros de...- ahora no recuerdo de dónde. ¡Había tantos por entonces!

     -¿Desde cuando se interesa usted por los obreros?

     -Siempre me han interesado.

     -No. Jamás le he oído gritar contra las injusticias antes de la República, porque entonces estaban ustedes en el poder.

     -¡Yo no he estado nunca en el poder!

     -Lo ha estado su clase.

     -Yo no estoy con ninguna clase, sino con la Iglesia, al lado de la Verdad.

     -¿De la verdad? No, don Anselmo, se equivoca usted. El hecho de que sea usted sacerdote no le da autoridad moral para considerarse en la verdad. Puede que el evangelio sea la Verdad. Pero la Verdad no es nada, si no está encarnada en quien dice seguirla.

     -¿Qué te hace suponer que yo no esté encarnado en la Verdad? ¿Sabes tú acaso lo que es la Verdad? ¿Tú, que nunca has entrado en la iglesia? [99]

     -He leído el evangelio muchas veces. Se lo puedo recitar de memoria. Y lo que me hace decir que usted no está en la Verdad son sus propias contradicciones. Antes de nacer Jesucristo, su madre, la llamada virgen María, dijo en el Magníficat que Jesucristo venía a llenar de bienes a los pobres; nació en un pesebre; no tenía, según sus palabras, donde reclinar su cabeza; ensalzó a los pobres, a los humildes, a los que lloran, a los que tenían hambre y sed de justicia, a los perseguidos; a sus discípulos les dijo que no llevaran alforjas, que lo repartieran todo entre los pobres. Y a la clase dirigente la atacó con furia por lo que hacían con el pueblo. Usted, en cambio, vive en un acomodado bienestar, es amigo de los ricos, bendice sus mesas, y sus casas, y sus cortijos, donde tantos y tantos pobres son explotados desde que sale el sol hasta que se pone, con jornales miserables.

     -A ti te gustaría que yo fuera clasista, como tú; que estuviera inmerso en la lucha de clases; que tomara opción por uno de los bandos en el litigio social.

     -Jesucristo fue clasista al preferir a una clase: a los pobres.

     -¡La postura de Jesús fue de naturaleza distinta a como tú la interpretas! ¡No blasfemes!

     -Está bien; no soy docto en la materia. Le he dicho que usted bendice los cortijos; eso lo he visto yo. ¿Ha bendecido nuestra comunidad?

     -No me habéis llamado.

     -Ni le llamaremos. Pero sería bien recibido, como hombre, si usted se dignara ir a visitarnos, a interesarse por lo que hacemos y cómo lo hacemos. Y que proclamara en el púlpito el estilo de vida que allí llevamos.

     -Esa comunidad vuestra es de naturaleza política. [100]

     -Sí; eso es cierto. Pero usted le da un sentido peyorativo a la palabra política.

     -Se lo doy al anarquismo.

     -Yo no soy anarquista. Soy libertario, ácrata. La palabra anarquismo la han hecho ustedes sinónimo de libertinaje, de terrorismo, de desorden y de caos. No; yo no soy ese tipo de anarquista. Pero ya que usted no se interesa por nuestros asuntos, nada más que cuando se cometen hechos luctuosos, quiero informarle de lo que hacemos, porque se entera usted muy pronto en dónde hay muerte, pero no dónde hay vida. Se entera usted del levantamiento de algunos campesinos desesperados por el hambre en cualquier parte de España, pero no se entera usted de las realizaciones comunitarias que se hacen en Aragón, en La Rioja, en Navarra, en Valencia, en Cataluña y aquí en Extremadura. Unas comunidades donde reina la libertad, la igualdad y la fraternidad. Donde no existe «lo mío y lo tuyo», sino lo de todos. ¿Es eso mala política? Pues esa política viene en el evangelio.

     -¡No mezcles el evangelio con la política!

     -No lo mezclo. La religión no me interesa. Ustedes han hecho de ella el opio del pueblo. Pero Jesucristo sí me gusta. Y gracias a su doctrina se llevaron a cabo comunidades como la nuestra.

     -¡Eso es otra blasfemia! ¡Jesús no vino a determinar ningún sistema de organización social! [101]

     -¿No son del evangelio los Hechos de los Apóstoles? Pues en esos Hechos se dice que los primeros cristianos se organizaban en comunidades donde todo lo tenían en común. Esas comunidades las han hecho después los curas y los frailes, en órdenes religiosas, pero con la diferencia de que viven sólo para ellos, aislados de los demás, acumulando riquezas y más riquezas mientras el pueblo vive en la miseria. Son antisociales, parásitos.

     -¡Es un dolor de cabeza hablar contigo! ¡Todo lo tergiversas a tu antojo! ¡Todo lo llevas a tu terreno! ¡No me extraña que envuelvas a la gente, que los líes y los embauques! No he venido para hablar contigo de religión, sino para impedir que en este pueblo ocurra lo de Castilblanco o lo de Casas Viejas. Tú eres el líder de los trabajadores y sólo a ti te hacen caso. Te ruego que no haya disturbios. ¡Por Dios, que haya paz!

     -Está bien, don Anselmo. No quiere usted conflictos, ni disturbios. Quiere que todo siga igual que siempre: los ricos dominando y subyugando, y los pobres aguantando, soportando la miseria, desesperados por no poder dar de comer a sus familias; sufriendo por el dolor de ver que sus hijos nunca tendrán acceso a la cultura.

     -Todas esas cosas podrán lograrse mejor con paz que con guerras.

     -Si no gritar contra ese estado de cosas; si no rebelarse contra la injusticia de ver a hombres hundidos en la abyección; si ver mujeres envilecidas otorgando «favores» a cambio de trabajo para sus maridos; si contemplar todo eso con resignación bovina si ver todo eso y no sublevarse contra ello es ser hombre de paz, tiene usted razón: ¡Yo no soy hombre de paz!

     -¡Eso es demagogia! [102]

     -Le he hablado del evangelio, pero parece que nadie más que usted está autorizado para interpretarlo. El evangelio no es propiedad de la iglesia, sino patrimonio de la Humanidad.

     -¡Es imposible hablar contigo!

     -Está bien, don Anselmo. Yo le garantizo que ni por mi parte, ni por los que están conmigo, en este pueblo habrá conflictos. Pero le aconsejo que, de la misma forma que viene a mí, vaya a hablar con los fascistas que nos están provocando, que no paran de decir que algún día fusilarán a todos los anarquistas, a los socialistas, a los comunistas y a todos los rojos. Y si algún día tomaran el poder, no dude que lo harán, como lo hizo durante la dictadura el miserable asesino Martínez Anido. Si es verdad eso que dicen ustedes de que Jesucristo es Dios, están cometiendo sacrilegios al bendecir a los que explotan. Jesucristo dijo que lo que hicieran con los pobres, a él se lo hacían.

     -Eres injusto conmigo, Rafael. Te aprecio más de lo que te imaginas. Si no fuera así, no vendría a verte y a hablarte de mis temores. Sé lo que estáis haciendo; sé cómo es tu comunidad agraria; lo sé, y te felicito por ello. Jamás me oirás hablar una palabra contra ti, en contra de tus ideas y de tus actividades. Pero me preocupa la situación general de España, los levantamientos y revoluciones que hay por doquier, la cantidad de iglesias quemadas.

     -¿No le parece a usted extraño que los obreros quemen iglesias en vez de quemar bancos, empresas y propiedades capitalistas? No creo que las iglesias las queme el pueblo, sino los fascistas para desprestigiar la República. [103]

     -Es mucho suponer eso. Esto no conducirá a otra cosa que a una guerra fratricida. Por eso te ruego a ti; por eso ruego a Dios todos los días y a todas las horas. Perdona si te he ofendido.

     -Perdóneme usted a mí, don Anselmo. Tal vez he sido demasiado duro y arrogante con usted. Lo siento. No era esa mi intención. No es ese mi estilo. Yo también estoy preocupado, y tampoco me gusta cómo van las cosas. No me gusta esta República burguesa ni todos los burgueses que nos gobiernan. Yo también estoy preocupado. Pero, pase lo que pase, quiero asegurarle que siempre tendrá un amigo en mí. Aunque tengamos ideas distintas. Me gustaría que dejase de considerarme su enemigo.

     -Te conozco desde siempre y sé cómo eres y cuáles son tus sentimientos. Pero esas ideas tuyas han producido y están produciendo mucho malestar.

     -¡Ojalá todos los hombres tuvieran mis ideas! Por fortuna las comunidades agrarias se están implantando en todas las regiones. Pero los fascistas no dejan de conspirar contra nosotros. En fin, don Anselmo, vaya usted tranquilo. En lo que a mi organización respecta, nunca tendrá el pueblo problemas, sino todo lo contrario: nadie más que nosotros deseamos la paz. Estamos construyendo paz.

     Se dieron la mano y se separaron. Íbamos todos hacia el pueblo, pero me dio la sensación de que ninguno de los dos quería que se les viese juntos.

     La última vez que los vi discutir fue ya al declararse la guerra. [104]

     La noticia de la sublevación del ejército llenó de inquietud a todo el pueblo. A los señoritos se les veía ir juntos de un lado para otro; los trabajadores hacían lo mismo, se les veía discutir en grupos. Así pasó el primer día. Al día siguiente por la mañana la gente rodeó el cuartel de la Guardia Civil, pensando que los civiles eran insurrectos. Pero la sorpresa fue que allí no había nadie. Por la noche habían huido. Aquel cuartel representaba para los pobres un centro de tortura y represión en el que habían recibido palizas, sobre todo los belloteros. Los trabajadores los temían y los odiaban. Si hubiesen estado allí lo más seguro es que los hubiesen linchado, como ya ocurrió en Castilblanco cuatro años antes. Fueron a buscar a Paredes y le nombraron presidente del comité revolucionario y máxima autoridad del pueblo. La primera medida de Paredes fue detener a todos los sospechosos de subversión y los encerró en la iglesia. Allí fueron confinados todos los ricos, el alcalde, el boticario, el médico y el cura. Este quedó rezagado para hablar con Rafael Paredes.

     -¿Qué vais a hacer con nosotros?

     Los que estaban dentro de la iglesia gritaban aterrorizados: «¡Van a incendiar la iglesia! ¡Nos van a quemar vivos!»

     -No quiero derramamiento de sangre en el pueblo. La gente está indignada y temo que alguno de ustedes pueda ser agredido. Les encierro para protegerlos de la multitud. Los sublevados no tardarán en ser aplastados y en cuarenta y ocho horas volverá la normalidad, como ocurrió con la sublevación de Sanjurjo. Toda esa gente odia la República y desde que se proclamó no han dejado de conspirar.

     -Espero que todos los tuyos respeten tu cordura. [105]

     -La respetarán. Pero si triunfaran los fascistas nos fusilarían a todos, y usted, tal vez, iría a bendecir sus fusiles.

     -¡Eso es un insulto! ¡Es una infamia!

     -¡Ojalá lo fuera! ¡Ojalá me equivoque! Pero el tiempo será testigo.

     Pasaron las cuarenta y ocho horas y la guerra seguía. En mi pueblo no se notaba nada, excepto el encierro de los ricos. Se escuchaban los partes del general Queipo de Llano que eran muy alarmantes.

     Un mes y medio después llegaron hombres armados con escopetas. Venían huyendo del acoso de los «nacionales». Dijeron que había que fusilar a los recluidos en la iglesia, porque los otros lo iban haciendo con la gente del pueblo por todos los sitios por donde pasaban. Aquel intento de los forasteros fue impedido por Paredes.

     Una semana más tarde el pueblo se vio invadido por una multitud de fugitivos. Recomendaban a todos los del pueblo huir porque los atacantes no daban cuartel y fusilaban a todo sospechoso de ser rojo, para lo cual, los falangistas locales los señalaban. Rafael abrió la puerta de la iglesia y llamó a don Anselmo. Éste salió muy asustado. Paredes, le tranquilizó.

     -Nos vamos todos. Hombres mujeres y niños. Yo me voy también, pero dejo aquí a mi mujer y a mi hijo. Si a ellos les pasa algo, usted será responsable, ante mí, y ante su Dios. Veremos si mis predicciones se cumplen. Tenga usted la llave y cierre por dentro. No salgan, por lo menos en seis horas. [106]

     Paredes fue el último en salir. Su mujer y mi amigo querían ir con él, pero no quiso. Lo que más grabado se me quedó fue cuando se despidió de su hijo. Cogió a mi amigo y de cuclillas les sentó sobre sus rodillas. Mirándole de frente a los ojos con aquella mirada electrizante, le dijo con gran seriedad:

     -Hijo mío: No sé si volveré a verte; pero, por si acaso, quiero que recuerdes algunas cosas. La lucha por la liberación del proletariado es un deber sagrado para todo obrero que se tenga por hombre. Esconde todos los libros que te dejo, menos uno que no es peligroso: El evangelio. Léelo. Es el código ético más hermoso de la Historia. Sigue sus consejos. Jesucristo fue el hombre más grandioso, más excelso y admirable que ha dado la Humanidad.

     Su mujer, la madre de Rafael, estaba a su lado, llorosa.

     -Deja que nos vayamos contigo. Tengo miedo.

     -No. Yo voy al frente. Hay que parar a esa jauría. Cuida de nuestro hijo porque es el mayor bien que tenemos. Edúcale como lo he hecho yo. Que estudie. Que no falte a la escuela. Que sea, sobre todo, honrado.

     -No quiero que te vayas, papá -dijo lloroso Rafael. [107]

     -Sí, hijo. Tengo que ir a defender España. Tengo que luchar para realizar la sociedad comunitaria que hemos empezado aquí. Muchas cosas te he enseñado y lo más seguro es que no las entiendas aún. Pero, guárdalas en tu corazón, que porque cuando te llegue la madurez las comprenderás. Dio un beso a su mujer y un fuerte abrazo a su hijo. A mí también me besó, cosa que jamás hizo mi padre. Por eso al padre de Paredes yo le tenía como padre mío también. La mayor parte de las cosas que hablaba con su hijo yo las oía también. La única diferencia fue que yo las eché en ese saco roto que es la memoria. Pero Rafael, como le dijo su padre, las guardó para siempre en su corazón y Senén vino a aclararle y explicarle todo el significado de aquellas palabras de su padre. [109]



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- IX -

Trabajo a la vista

     Cuando volvimos de descargar la leña en casa del cura entré en la de Rafael. Yo había cogido una talega de bellotas y buscaba en el corral un cacharro para dejarle la mitad. Mientras estaba allí -¡en qué mala hora entré!- oí una discusión de Antonia con Rafael. Siempre me ha desagradado ver riñas entre marido y mujer. Pero no era cosa de mediar ni de salir corriendo.

     La cosa empezó por lo de la cacería. Antonia le había dicho que don Anselmo había estado allí a buscarle.

     -Ya me lo ha dicho a mí -contestó Rafael-. Pero no iré.

     -¿Por qué? -preguntó Antonia, a quien la sonrisa del principio se le había helado en los labios.

     -Porque no. Yo no sirvo para eso.

     -¡Qué no vas a servir! -gritó airada.

     -Sin voces, ¿eh? No soy sordo -dijo severamente.

     Antonia hizo una pausa. Estaba desconcertada, sin saber qué decir. Después, dulcificando su tono dijo casi suplicante:

     -Dan un sueldo estupendo, Rafael. Te dan, además, la comida y hasta puedes traerte algún conejo para casa.

     -¿Pero no te das cuenta que es un trabajo para humillarme? [110]

     -Más humillante es pasar hambre -dijo acongojada-. Todos los hombres están deseando que les avisen para trabajar. Todos irían de cabeza donde fuera con tal de ganar el pan para su familia. Pero, tú, no. ¡Tú tienes tu dignidad! -esta última frase la dijo con sarcasmo en un tono hiriente.

     -¡Basta ya! -gritó Rafael dando un puñetazo en la mesa.

     -¡Eso es! ¡Basta ya! Así lo arreglas todo. Tú ordenas y mandas y yo me tengo que callar y morirme de vergüenza cuando voy a la tienda y veo cómo las demás se llevan llena la cesta y me miran con lástima; y el tendero deja de sonreír cuando me ve entrar porque sabe que un día más le voy a pedir fiado. ¡Cuántas veces me han dado ganas de tirarle la cesta a la cabeza cuando me preguntaba con una sonrisita mirándome los pechos, con qué iba a pagarle! Pero me muerdo la lengua y lloro en silencio esas humillaciones escondida en la alcoba- se sentó, y hundiendo la cabeza en su propio regazo, dijo en tono desgarrado-: ¡Y nunca te he dicho que yo también tengo mi dignidad!

     Rafael la contempló en silencio, compadecido. Se acercó a ella y, acariciando sus cabellos, le dijo con ternura:

     -Yo te comprendo, Antonia; pero quiero que tú me comprendas a mí. Yo lucho para que los obreros seamos respetados y conquistemos los derechos que nos pertenecen.

     -Eso me lo has repetido muchas veces; pero mientras tú luchas, los demás trabajan. [111]

     -Lo sé. Pero tengo que ser fiel a ese ideal. Ellos trabajan, es verdad; pero están sometidos a las condiciones que les imponen y no se atreven a chistar. Es necesario que aumenten su autoestima, que enaltezcan su dignidad, que descubran la grandeza de su condición de hombres; que se liberen de sus miedos y su cobardía. Yo les estoy dando ese ejemplo. Mi padre murió por ese ideal.

     -¿Y de qué valió que tu padre muriera por eso? ¿Hemos dejado los pobres de ser pobres?

     -No. Por eso, precisamente, hay que seguir luchando. Esta gentuza sube el precio de las cosas cuando les da la gana, pero nosotros, los trabajadores, para que nos suban una peseta el jornal tenemos que sudar sangre. Sólo la fuerza del proletariado unido puede acabar con este estado de cosas.

     -Eso también me lo has repetido muchas veces. La única solución está en trabajar en lo que te quieran dar, o en marcharnos de este pueblo para siempre.

     -No. ¡Eso es lo que ellos quisieran! Mi puesto está aquí. Aquí nací y aquí seguiré siendo fiel al ideal de mi padre.

     -¡Tu padre, tu padre, tu padre! ¡Siempre tu padre! ¡Tu padre ya está muerto! ¡Es tu hijo el que vive y el que necesita comer! Los muertos no piden pan.

     -Mi padre era un hombre honrado. Tenía talento para haberse situado bien en la sociedad, pero prefirió estar al lado de sus compañeros para lograr la promoción colectiva y no la individual.

     -¿Y qué es ahora de muchos compañeros de tu padre? Unos están en Francia, otros en Méjico viviendo tan ricamente. Si tu padre hubiese vivido habría hecho igual. [112]

     -¡No te consiento que manches la memoria de mi padre! -gritó desaforadamente.

     Pero Antonia no se arredró; se levanto de la silla, se acercó a él, y poniéndose de puntillas para mejor mirarle a los ojos, le dijo en el mismo tono en que le había hablado Rafael:

     -¡Tú no eres más que un loco! ¡Un fanático lleno de rencor, y de resentimiento, y de soberbia! ¡Dices que luchas por los pobres y consientes que yo pase hambre y no tenga ni un cochino vestido decente que ponerme! ¡Consientes que tu hijo pase hambre! ¡Qué clase de hombre eres tú! ¡Loco! ¡Más que loco! ¡Me vas a matar a disgustos!

     La discusión se recrudecía y ya no pude aguantar más. Sigilosamente me marché procurando pasar inadvertido.

........................................

*****

     Tan pronto como echamos el pienso a los burros, nos lavamos un poco y nos cambiamos de ropa, fuimos a cobrar a la casa de don Anselmo. Ya había anochecido. [113]

     La casa del cura estaba situada cerca de la iglesia, en una de las calles adyacentes. Por su aspecto y estructura debía ser muy antigua. La puerta de entrada y las ventanas laterales estaban guarnecidas por piedras de granito y con el umbral del mismo material. Las dos ventanas estaban protegidas por rejas de hierro forjado y llegaban hasta el suelo. El zaguán era ancho y comunicaba directamente, sin cristalera o pared intermedia, con el ancho pasillo que era la columna vertebral de la casa. Tenía tres gruesos pilares a cada lado en donde se apoyaban las bóvedas de los techos. El pasillo estaba artísticamente solado con pequeños guijarros haciendo dibujos, y entre pilar y pilar el pavimento lateral estaba solado con baldosas de cerámica. La casa tenía tres naves; la primera y la última, con habitaciones a cada lado del pasillo, con sus correspondientes puertas de cuarterones. La segunda era diáfana y lo constituía el salón comedor y cuarto de estar con una chimenea en el fondo. En un lateral partía desde el centro un tramo de escalera para acceso a la planta de arriba. Esta planta normalmente no era habitable en ninguna de las casas de los ricos sino que constituía lo que llamábamos el doblado, un desván, donde, aparte de trastos viejos, era utilizado para guardar grano. Pero no era silo, sino más bien hórreo donde quedaban protegidas de la humedad las semillas para la siembra. Y colgados de la empalizada del techo estaban los jamones, los lomos, los morcones, los chorizos, salchichones y tocinos de la matanza. En casa del cura esa planta no la vi, pero en otras casas parecidas en las que había trabajado, era así. Todas por el estilo. Las casas de los ricos, se entiende. Porque la de los pobres no tenían más que la planta baja y muchas de ellas, ni siquiera bóvedas, sino el tejado pelado. En aquel [114] salón había muebles antiguos; sillones de madera con asientos de cuero; perchas de patas de ciervos; un armario con figuras de cabeza talladas y un bargueño, o arcón, y una mesa de nogal. Al lado de la chimenea, un sillón de orejas.

     Una señora mayor, familiar de don Anselmo, nos abrió la puerta y nos condujo hasta el comedor. Allí nos esperaba sentado en el sillón al lado de la lumbre de la chimenea. Se levantó y nos invitó a sentarnos a la mesa. Él se sentó también junto a nosotros. [115]

     La mujer trajo un azafate lleno de queso y embutidos. Volvió y trajo un pan candeal redondo, como de un kilo de peso, y una jarra de vino con tres vasos. Ni aquel pan, ni los embutidos, ni el queso los había yo probado antes de entonces. La boca se me hacía agua. Sin embargo, aquello me hizo recordar toda el hambre que había pasado. Desde la comida que hicimos al mediodía en el monte no habíamos probado bocado. Yo estaba desmayado y el olor de aquellas viandas me hacía perder el sentido. Recordé a Rafael cuando en el camino musitó que tenía más hambre que un león; con el disgusto que tuvo en casa con Antonia no creo que hubiese comido nada. Le estuve observando y vi cómo la nuez bajaba y subía en su garganta tragando saliva. Recordé también la conversación del monte: Jesucristo había sido pobre, como nosotros, pero el cura no vivía como Jesucristo: vivía como Dios. Don Anselmo nos sirvió vino y nos dijo que tomáramos una tapa. ¡Pero, sí, sí, tapa! Nos liamos a comer y nos cargamos el azafate en un santiamén. A mí me dio vergüenza por lo que pensaría el cura de nosotros; pero la vergüenza se nos pasó al sacar otra canastilla con pan y más comida, lo cual, en vez de desaprobación, era invitación a comer más. Todo estaba riquísimo. Y el vino, mucho más. Era de pitarra. También se agotó y sacó otra botella. Yo no recuerdo haber comido nunca tanto ni con tanta voracidad.

     Me vino a la memoria el año del hambre -que no sé por qué citaban el año del hambre en singular, si años de hambre fueron todos, hasta bien entrados los cincuenta. [116]

     En aquel año, creo que fue el cuarenta, en mi pueblo murió gente de hambre. Morían hinchados. Las estampas que ahora se ven de África con esos niños esqueléticos y barrigones, las vi yo allí. ¿Qué digo que las vi? Yo era uno de aquellos niños. Íbamos a comer al Auxilio Social.

     Para entrar los primeros había empujones, insultos, bofetadas entre nosotros, y golpes con una vara de mimbre que daban los organizadores para imponer orden y que se respetara la fila. Entrábamos con prisas para coger buenos puestos. Una vez dentro permanecíamos firmes al lado de la mesa, hasta que una mujer tocaba un silbato, que era la señal de que podíamos sentarnos.

     Durante la comida no se podía ni chistar, pues al que hablara le echaban a la calle y se quedaba sin comer. Nos servían la comida hirviendo, pero el hambre no nos permitía esperar a que se enfriara y sorbíamos en la cuchara para no abrasarnos vivos. En muchos se veían los ojos congestionados y lagrimosos por el ardor del gañote. [117]

     Yo pasaba bien las patatas con boniatos, incluso el arroz, que tenía gusanos, pero para no verlos, no miraba el plato. Dentro de la boca todo sabía a lo mismo. Las lentejas tenían cucos, unos bichitos negros que flotaban ya muertos en el caldo. El primer día que las comí me dio asco, casi vomité; al masticar la primera cucharada trituré a varios, que crujían en mi boca; pero había que optar por aquello o quedarse sin comer. Lo que ya no podía tragar eran las almortas; las guijas, al ser más gordas que las lentejas, los inquilinos que las habitaban eran, lógicamente, mayores; hacían honor a su nombre: dientes de muertos, que también así se llaman. Al masticarlos parecían garbanzos tostados o cacahuetes, y esa es la idea que nos hacíamos para comerlas sin echar el bofe con los vómitos. Al Auxilio Social le llamábamos el «auxilio granjal», pues las sobras se las echaban a los cerdos de algunos de los organizadores.

     Por todo aquello, aquella noche me pareció mentira comer como comí. ¡Joder, cómo vivía el cura! Pensé que si «pasar a mejor vida» era mejor que aquello, no me importaba morirme. Quien no podía pasar a mejor vida era el cura. A Rafael y a mí nos bañaba la cara el sudor y estábamos colorados, un poco por la vergüenza y un mucho por la comida y, sobre todo, por el vino.

     -¿Queréis un poquito más? -nos dijo don Anselmo con una amplia sonrisa de satisfacción.

     -¡No, no! -dijimos nosotros. Aunque por mi parte me hubiese trincado otra jarra de vino. Pero eso ya me parecía demasiado morro y dije que no. [118]

     -¡Bueno, muchachos! -dijo frotándose las manos y sacando después su petaca y librillo de papel. Ahora un cigarro, mientras nos preparan un café. ¿Qué habéis decidido sobre lo de la cacería?

     -Yo, por lo menos, sí voy -dije mirando a Rafael para oír su respuesta.

     Rafael no dijo nada; lió el cigarro lentamente, mojó con la punta de la lengua la doma del papel y cogiendo una brasa con las tenazas lo encendió; dio una chupada larga y se deleitó contemplando el humo que expulsaba por la boca.

     -De acuerdo -dijo, por fin.

     -¡Me alegro mucho! -exclamó el cura. Y agregó-: Estoy contento porque he conseguido este trabajo para vosotros dos y para Senén. Él está enfermo, pero este trabajo al aire libre, respirando el aire del monte le vendrá bien. Él era amigo y compañero de tu padre en la comunidad agraria que habían formado. Senén era el número dos, aunque a él le repugna ese calificativo, porque dice que allí eran todos iguales y no había números uno ni dos. Ha salido de la cárcel hace poco y por sus antecedentes le avisan poco para trabajar. Sólo los particulares le avisan para sacar el estiércol de las casas y algún que otro trabajo de pequeños labradores. He intercedido mucho por él. Si algo hizo ese hombre ya lo ha pagado con muchos años de prisión.

     -Senén es un gran hombre con una gran cultura.

     -Sí. Una cultura autodidacta. De eso no me cabe la menor duda. Es igual que tu padre.

     -Para mí es mi segundo padre. En el poco tiempo que hace que llegó de prisión me ha enseñado más que seis años de bachillerato. [119]

     -No, Rafael. El bachillerato es una enseñanza global que abarca todo. A ti ese hombre te ha enseñado lo que él es: un humanista. No estaría mal que en el bachillerato se enseñaran más humanidades y menos cosas inútiles, que poco tiempo después se olvidan para siempre. Ese hombre, igual que tu padre, da sopas con honda a muchos universitarios, incluso a sacerdotes. Pero no solo de humanidades se compone la cultura.

     -Pero los pobres estamos condenados a no tener acceso a los bienes de la cultura. Sólo los ricos pueden estudiar. ¿Usted considera justo eso?

     -¡Por Dios! ¿Cómo voy a considerarlo justo? No, Rafael, no. La Iglesia ha sido pionera en la enseñanza a través de la Historia. Antes de la encarnación de Cristo no había hospitales en Israel. Los enfermos eran considerados impuros, como un castigo de Dios. Fue la iglesia la que consideró a los enfermos como seres humanos a los que había que considerar como hijos de Dios. La iglesia abrió caminos nuevos para la Humanidad en todos los aspectos. Los países que rechazaron el cristianismo quedaron anclados, relegados en la Historia. Y hay montones de santos que se consagraron a llevar el mensaje de Cristo a esos pueblos, como San Francisco Javier, y a la enseñanza de los pobres. Santos que fueron y santos que son. Ahí están los misioneros.

     -Sí, claro; en África. Allí hay mucha gente que bautizar y convertir al cristianismo. Aquí en España, como somos todos católicos, apostólicos y romanos, no hacen falta misioneros. Por eso el colegio de los curas de Villafranca de los Barros está sólo para los ricos de Extremadura. [120]

     -No quiero discutir contigo, Rafael. Dejémoslo estar. Hablemos de cosas más prácticas. Me imagino que estaréis impacientes por conocer los proyectos de los que os hablé esta tarde. Pues bien, tengo varias cosas. ¿Os gustaría un puesto de trabajo fijo en una fábrica?

     -Me lo imaginaba -musitó Rafael.

     -¡A mí, sí! -dije yo muy alegre-. ¡Ya lo creo que me gustaría! ¡Y mucho más si es en Madrid!

     -Pues en Madrid es en donde tengo posibilidades de lograr algo para vosotros. Tengo un amigo en Cáritas que hará lo imposible por ayudarme. Le tengo que escribir explicándole lo que quiero y él tendrá que hacer gestiones; entre unas cosas y otras pasarán, por lo menos, un mes, o dos. Encontrar un puesto de trabajo en estos tiempos, no es cosa fácil.

     -Tiene usted mucho interés en que nos vayamos de aquí.

     -Sólo quiero favoreceros, hijo.

     -¿No será que quieren echarnos del pueblo?

     -No es esa mi intención, ni nadie me lo ha sugerido. Pero tenéis dificultades y esta situación es insufrible. He tratado de que ambas partes os reconciliéis, pero ninguno quiere dar su brazo a torcer. ¿Qué necesidad hay de que tu mujer y tu hijo soporten esta situación? Tú crees que marcharte supone una derrota. Pero derrota, ¿de qué y por qué? No tiene sentido nada de lo que está ocurriendo. El mundo es muy grande y hay sitio para todos. ¿Por qué empeñarse en mantener una situación hostil? ¿Te juegas algo con ello? Yo creo que es irracional seguir por ese camino. Es una contumacia por ambas partes; una obstinación que a nada positivo va a conducir. [121]

     Rafael no dijo nada; permaneció con la cabeza baja, y ante un silencio en el que sentía nuestras miradas clavadas en él, dijo por fin:

     -Lo pensaré; de todas formas, se lo agradezco.

     -Eso no hay que pensarlo, Rafael -le dije yo con ardor-. ¡Es la oportunidad que he estado esperando toda mi vida y no estoy dispuesto a desperdiciarla!

     -He dicho que lo pensaré.

     -Tengo otra cosa para ti, Rafael. Pero no quiero que te hagas ilusiones. No sé si será viable, porque algo has de poner tú de tu parte y ni aun así estoy seguro del resultado.

     -Depende de lo que tenga que hacer.

     -Tu situación la he expuesto en el púlpito muchos días. Nadie ha dicho nada. Pero esta mañana, después de misa, ha venido a verme Mari Pepa, la mujer del Colorado. Ella está interesada por ti. Ella fue la que abogó porque el tío Ambrosio trabajara en su casa, fijo, más que nada, por caridad.

     -¿Y qué es lo que quiere?

     -Te quiere dar trabajo.

     -¿Sí? Bueno. ¿Y a qué espera? Yo estoy deseando trabajar.

     -Ella... ¡Ejem!... Ella... Verás: Ella quiere que tú trabajes en su casa de mozo de mulas, o manigero, no sé... Quiere darte trabajo... Bueno, quien lo tiene que decidir es su marido; pero ella está dispuesta a convencerle, si tú quieres. Ella quiere estar convencida si tú estás dispuesto a aceptar. No es cosa de que ella haga una labor con su marido para que tú después no aceptes. ¿Qué te parece?

     -Veo por su parte cierta generosidad. ¿Qué tengo que hacer? [122]

     -Ahí está el quid de la cuestión. Quiere que vayas a su casa ahora -y ante un gesto de rechazo de Rafael, dijo-: ¡Su marido no está! Ha salido de viaje y no volverá hasta el sábado.

     -Eso se llama voluntad de mediar para negociar. Y puesto que ya hay un mediador, que es usted, ¿qué falta hace que yo vaya a su casa? Diga que sí, que estoy dispuesto a trabajar.

     El cura hizo un gesto de impaciencia. Meneó la cabeza con desaprobación.

     -Yo he mediado ya todo lo que he podido. Ella quiere que vayas a su casa, te aseguro que su marido no está. No hay trampa, si es eso lo que piensas; nadie te espera allí para humillarte. Ella quiere allanar el camino, preparar el terreno para que tu vuelta al trabajo sea normal para ti y para su marido. Eso es todo. Te vuelvo a repetir que su marido no está. Tampoco está la criada, porque Teresa se va a las siete y media. El único que podría estar sería el tío Ambrosio terminando de echar de comer al ganado. En fin, no puedo decirte más. ¡Si quieres, vas, y si no, no vayas!

     Don Anselmo ya empezaba a cansarse de tanta insistencia y parecía molesto. Rafael lo notó igual que yo y, lo mismo que yo, se sintió incómodo. Se puso de pie resueltamente y dijo.

     -Voy ahora mismo a su casa. Muchas gracias por todo, don Anselmo.

     Y salimos a la calle. El fresco de la noche fue un gran alivio para nuestros sudores, y para la tensión que ya tenía yo por la indecisión de Rafael de aceptar la oferta del cura. No sabía si Rafael había dicho que iba para no enfadar al anciano sacerdote, o porque realmente estaba decidido a ir. Yo tenía mis dudas. Y como no estaba seguro de que fuera, quise cerciorarme yendo con él. [123]

     Para mí era muy importante, cualquiera que fuera el resultado, porque por lo menos don Anselmo vería buena voluntad por nuestra parte de querer arreglar las cosas. Si no iba Rafael, con el cariz que ya presentaba el final de la conversación, nos podíamos despedir para siempre de la ayuda del reverendo. ¡Y eso sí que no lo podía consentir yo! Ya que tenía al cura en la mano dispuesto a ayudarme, no le soltaba yo ni aunque me cortaran el brazo.

     Esa recomendación, que durante tanto tiempo yo ansiaba, la tenía ya. ¿Iba yo a perder una oportunidad como esa? ¡De ninguna manera! ¡Ni por Rafael ni por San Pedro bendito! Así que me pegué a él dispuesto a que, de grado o por fuerza, fuera a casa de Mari Pepa. Aún estaba dubitativo, pero iniciamos el camino en aquella dirección. En una puerta falsa, o de entrada de carruajes, para entendernos, se paró. Le empujé para que siguiera, pero me dijo que estaba que reventaba ya. Y se puso a mear. Yo estaba igual que él y aproveché.

     Ya cerca de casa del Colorado, vimos al tío Ambrosio. El hombre al ver a Rafael levantó los brazos alborozado con una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja.

     -¡Hombre, Rafaé! ¡Dichosos los ojos! ¡Qué alegría me da verte, hijo! Es que como no voy más que de casa al trabajo y del trabajo a casa, no veo a casi naide.

     -¿Qué tal, tío Ambrosio?

     -Pues ya lo ves, hijo; tirando. Pos que hoy el ama m'ha despachao antes porque está sola y lo mesmo quié salí a arguna parte y quiere cerrá. Y como no es mu tarde pos me dije, digo; ¡coño, me viá a tomá un vaso vino paí arriba!

     -¿Qué tal sigue su mujer? [124]

     -Iguá. La probecina no me levanta cabeza ni pa Dió dende que murió mi Encarnita.

     -Bueno, por lo menos, el trabajo no le falta.

     -Sí, eso sí. Dende que murió mi niña, el Colorao me cogió pa trabajá fijo. Lo han querío arreglá, pero lo mío ya no tiene arreglo. ¡Si, por lo menos, mi mujé estuviá güena, entavía se poía orviá argo! Pero, ¡quiá! Ella me lo recuerda a ca momento. Y sin queré, porque la probe es más güena quer pan; una malva, vamos. Pero dende que murió mi Encarnita está baldá y joía de los cascos. Y lo malo es que tamién me va gorvé loco a mí.

     -¿Por qué no la lleva a que la vea un médico?

     -¡Qué va! Eso quiso mi ama, la Mari Pepa; pero no. Pos ahí está la cosa: que ella está güena; güeno, no está güena; pero lo que sus quió icí es que en la salú no le pasa ná pa tené que dil a un hospitá. Lo que le pasa es que no me come ná, ni tié gana de ná, ni gusto pa ná y to el día se lo pasa jaciendo puchero como una muchachina chiquinina.

     -Eso se le pasará con el tiempo.

     -Eso creo yo tamién; pero como no se le pase pronto el que va a está joío de los cascos viá sé yo. ¿Y tú, que tal, Rafaé? ¿Entá vía no te dan trabajo?

     -Todavía no. Ahora parece que empiezan a querer arreglarlo. [125]

     -Yo le hablo mucho a mi ama de ti. Al Colorao no le digo ná, porque no me habla mucho. No tengo confianza con él. Pero la Mari Pepa es güena, se preocupa siempre de tó el mundo. Es mu güena. Tié mu güen corazón. Como la probe ha sío probe, pos comprende a los probes. El Colorao, no. Es un tío mu jediondo. Como siempre ha estao podrío de dinero, pos claro. Ese tío sólo es güeno na má que con su mujé. La quié mucho. ¡Claro! ¿No la va a queré, si vale mil veces más que él? Una mujé guapa, y joven, y güena, y educá, y palrrando como se tié que hablá a to el mundo: con educación y buenas maneras, y no como el jediondo de su marío, que con tó su dinero no vale ni pa descalzala. Lo que pasa que la probe era probe y por eso se casó con un vejestorio, que si no ¡buah! Pos como te iba iciendo, ella me pregunta por ti. Que qué tal te va, que si ties trabajo, y así.

     -¿Dice usted que le pregunta por mí? Si yo no he hablado nunca con ella.

     -¿Lo ves? -dije yo-. Don Anselmo te ha dicho la verdad; así que no tengas miedo. Esto lo arregla ella, ya verás.

     -Sí; de verdad -prosiguió el tío Ambrosio-. Te mienta muchos días. Yo le he dicho que lo que te pasa a ti es por curpa de tos los que habemos aquí, en el pueblo, empezando por mi, que soy un joío cagón y un cobarde.

     -¡No diga usted eso, tío Ambrosio! Usted ya es viejo y no puede hacer otra cosa.

     -¡Porque soy un cagón y un miedoso, Rafaé! ¡Que te lo igo yo! Si yo fuera otro, ya m'había cargao a unos pocos d'este pueblo, porque motivo no m'han fartao. ¿Pero que quiés que jaga? ¡Si jasta me dá mieo de mentá a mi niña en delante de la gente! [126]

     -Hay que olvidar, tío Ambrosio -dije yo.

     -Yo no te orviaré nunca, Rafaé. Tú eres un tío mu cojonúo. ¡Cuánto me recordaste a tu padre el día del cementerio! Y eso que no te oí na má que ar prencipio, porque iba agilando pa casa con toa la trupe detrás de mí. Tu padre era un hombre güeno. Lo de la colectiviá esa, era una cosa mu bien maginá. Yo conocí mu bien aquello y a punto estuve de entrá, porque pa entrá no jacía farta ná, na má que los brazos. Allí to era de tos; to el mundo trabajaba y to el mundo vivía sin egoísmo ni ná. Tos se llevaban como hermanos. ¡Júy, que cosa má güena! Pero vino la guerra y se joió to. Bueno lo joíeron los tíos éstos. ¡Estos creminales! Tu padre jablaba mu bien y mu clarito. Pero hoy no se pué jablá asina. Es mu peligroso. ¡Estos tíos son mu malos, Rafaé! No tién concencia ni corazón. Ellos temían a tu padre, pero envidiaban su jorma de palrrá y su jarabe de pico. ¡Sin dil a la escuela ni ná! Que ellos sí que estaron en Villafranca de los Barros, en el colegio ese de los curas, pero gorvieron más burros que cuando se jueron. ¡Y menos má que estudiaron con los curas, que palrran cosa güenas y cosas de Dió! ¡Anda, que si llegan a estudiá en un colegio de los ateos esos, pa qué quiés má! ¡Son tíos mu malos, Rafaé! ¡No te fíes ni un pelo d'ellos!

     -Bueno, hombre, me alegro de verle. [127]

     -¡No, Rafaé, no te vayas! ¡Espera un poco! Yo te quieo aconsejá una cosa: No estés más en este pueblo. Cójete la maleta y agila pa Madrí. Tú eres un hombre que vales pa abrilte camino por ande quiá que vayas. ¡Y anda que le den por culo a esta gentuza! Ayé mesmo se lo icía yo a la Mari Pepa. La ije, igo: Ese hombre es el tío con más cojones de este pueblo. Güeno, no le ije cojones, que yo tengo educación pa no icí palabrotas en delante de mujeres de respeto.

     -Como debe ser, sí señor -dije yo mirando a Rafael, pues a él le venía bien eso de ser moderado al hablar.

     -Los amigos del Colorao jablan mu mal de ti. Y sin embargo, sus mujeres, que vienen argunas veces por aquí, jablan mu bien. Pero son unas guarras, porque no icen que eres güeno, sino que estás mu güeno. ¡Serán guarras! Pos como te iba iciendo... No, eso no te lo he dicho. El Colorao está de viaje. Se jué esta mañana mesmo. ¿Y sabes ande s'ha ío? Pos s'ha ío a Madrí. Paece sé que el domingo va a organizá una cacería con gente gorda. Me paece que van a vení falangistas mu altos que tienen cargos mu importantes en no sé qué menisterio.

     -No sé. Me han avisado a mí. No me gusta ese trabajo en este momento. Lo he hecho otras veces, pero ahora no me gusta.

     -¡Ni a mí! ¿Que tú vas a dil a la cacería esa? ¡Ni jablá! ¡Ni te se ocurra! -dijo casi gritando-. ¡No vayas!

     -¿Por qué? [128]

     -¡No sé; pero tengo el presentimiento de que argo malo te va a pasá! En esas cacerías, a veces, hay accidentes. Esos tíos cuando están en los puestos, ven conejos y perdices por tos sitios y pegan tiros a to lo que se menea. ¡No vayas, Rafaé, no vayas! ¡Jazme caso!

     El temor del tío Ambrosio se me contagió a mí, pues, ciertamente, no era nada extraño que pudiese tener un «accidente» Rafael. ¡No debíamos ir!

     -Bueno, tío Ambrosio; no se preocupe usted; no pasará nada. Mire, para tranquilizarle, ahora voy a casa del Colorado. Parece ser que ella está interesada en que trabaje en su casa.

     -¡Hombre! ¡Eso sí que es güeno! A mí eso no me extraña ná, porque ya te he dicho que jabla mu bien de ti. Pero no me fío de que el Colorao pase por el aro. Claro, que si ella se empeña, si ella dice que entras a trabajá, es que entras, ¡eso, seguro! Y mejó trabajaó que tú no van a encontrá. Yo ya le he dicho que me quiero jobilá ya. Pa mi mujé y pa mí solos que semos ya tenemos pa viví. ¡Pues, hala, agila deprisa, no sea que se vaya de visita en cá una amiga!

     - Dé usted recuerdos a su mujer.

     -Gracias hijo. Se los daré y se alegrará tanto como yo. ¡Andá con Dió, hijos! ¡Andá con Dió!

     Y con su paso menudo se fue calle arriba, hacia la plaza.

     -¡Este tío Ambrosio! -comentó Rafael sonriente.

     -Pues yo pienso lo mismo que él. ¡Y no vamos a la cacería, ea!

     -¿Pero es que vas a hacer caso del tío Ambrosio? Es un hombre temeroso, acobardado. [129]

     -Pues yo también tengo miedo. Ni siquiera se me había ocurrido lo que a él. Puede ocurrir algo malo. Así que, lo he pensado mejor, y no vamos.

     -¡Pues iremos! Y tú vendrás conmigo. Por nada del mundo me pierdo yo ahora esa cacería.

     -¡Que me maten si te entiendo! Antes, para convencerte de que fueras nos ha costado un triunfo a don Anselmo, a tu mujer y a mí. Y ahora...

     -Ahora es distinto.

     -¿Por qué es distinto?

     -No sé si lo vas a entender. Mi padre decía que no hay que tener miedo a nada ni a nadie. «Cuando tengas miedo a algo -me decía-, hazle frente inmediatamente, enfréntate con él, o ese miedo te perseguirá, te anulará, te hará huir hasta de tu sombra». Una vez en el campo vimos un cardo borriquero, esos que tienen unas alcachofas muy espinosas y que los burros se las comen muy bien. Me dijo que la cogiera con la mano; lo intenté, pero pinchaba mucho. «Es verdad -me dijo-; pero es más tu miedo que el peligro de pincharte. Agárrala con firmeza y rapidez». Después de dudarlo un poco, le hice caso: la cogí apretándola con energía y no sentí ni un pinchazo. «¿Ves? -me dijo-. El peligro está en tu miedo, no en el cardo borriquero. Pues así debes actuar con todo en la vida». Esa es la razón por la que no quiero irme del pueblo. Eso sería una huida que me arruinaría psicológicamente para siempre. Igual que, si por miedo, no voy a esa cacería. Vamos a casa del Colorado.

     -¿Pues sabes lo que pienso? Que ahí hay gato encerrado. Que eso de que el Colorado se ha ido a Madrid es una trola. [130]

     -No seas cobarde. Me voy.

     -¿Quieres que te acompañe?

     -Si no me das más la lata, bueno. [131]



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- X -

Mari Pepa

     Mari Pepa era una mujer de unos cuarenta años. Pertenecía a una familia venida a menos. En su casa, el hambre era fiel compañera; pero era una de aquellas mujeres para las cuales el vestir y calzar era lo más importante. Cuidaban con esmero su atuendo personal y sus exquisitos modales. Varias como ella eran del mismo talante. Su único defecto era ser pobres, pero eran personas cultas y muy educadas. Se codeaban con los ricos, por lo cual gastaban más de lo que tenían y estaban siempre a la cuarta pregunta. Parecían de esas mujeres destinadas a ser princesas y cuidaban toda su persona con una exhaustiva meticulosidad. Ellas no iban para princesas, pero el sueño de todas era hacer una buena boda con algún rico.

     He dicho que se codeaban con los ricos, pero destacaban de ellos de forma notoria, en todos los aspectos. Eran pobres, ya digo; pero ninguno de mi clase se hubiese atrevido a pretenderlas.

     Sin embargo, los mozos ricos alternaban con ellas, paseaban juntos, se reunían en casa de ellos con una amistad sincera. Pero de casarse, ¡nanay! Todos buscaban lo mismo: una tía con mucho dinero, a ser posible, más rica que ellos. ¿Que era más fea que un muerto y más basta que unas bragas de esparto? ¡Eso no importaba! Lo único que importaba es que estuviera podrida de dinero. [132]

     Muchos de esos matrimonios no se iniciaron en el paseo que ya cité antes, que aunque un poco tontorrón, tenía su encanto. La mayoría de esos matrimonios los apañaban las propias familias.

     Y aquellas mozas elegantes, guapas, educadas, pero sin un duro, se quedaban para vestir santos. Algunas de ellas se casaron con mozos viejos ricos. Eso le ocurrió a Mari Pepa. Tenía treinta años cuando se casó con el Colorado, que ya rondaba los cincuenta. El verlos juntos de paseo los domingos hacía daño a la vista. Ella, toda una señora; él, un paleto al que si se le meneaba un poco caían bellotas. Ella, aparte de guapa y hermosa, era más alta que él. Y eso que no se ponía tacones.

     El Colorado, que en su juventud no había encontrado ninguna mujer de su clase que le hiciera caso, menos la iba a encontrar ya de cincuentón. Así que se arrimó a Mari Pepa y se arreglaron dos vidas: Él, por tener una mujer de bandera; ella, por tener un confortable bienestar con el que sacaba a su familia de la miseria.

     Llegamos a la puerta de su casa. Un llamador de bronce con figura de león colgaba en cada una de las dos hojas del enorme portalón. Yo agarré uno, di dos golpes y me puse detrás de Rafael. Cuando abrió la puerta la vi vestida con una gruesa bata de lana muy ceñida y con unas solapas que dejaban ver el principio de sus bien dotados pechos. Tenía una hermosa melena recogida hacia atrás. Sonrió al ver a Rafael con una sonrisa que dejaba ver una dentadura blanca y bien cuidada que contrastaba con sus labios rojos.

     -Buenas noches -dijo tímidamente Rafael.

     -¡Hola, Rafael! ¡Cuánto gusto verte por esta casa! ¡Pasa, hombre, pasa! [133]

     Rafael entró, y yo detrás de él; pero me quedé tieso en el umbral. Mari Pepa me miraba de arriba abajo, ya sin la sonrisa del principio. Se subió las solapas para taparse el escote.

     Me quedé paralizado porque aquel gesto era una señal evidente de que yo no era bien recibido. Pero, a no ser que me echara, estaba dispuesto a entrar, más que nada, por cotillear.

     -¡Ah! No vienes solo.

     -Don Anselmo nos dijo que viniéramos los dos -dije yo, reivindicando mi derecho a estar presente.

     -Bien; pasad.

     Nos condujo al cuarto de estar, el cuarto donde un día vi, o mejor dicho, oí la desagradable escena del Colorado con aquel hombre que iba a pedir trabajo.

     La casa, aunque con distinto mobiliario y pavimentos, era muy parecida en su estructura a la de don Anselmo. Las puertas de las habitaciones eran de dos hojas, muy anchas y altas. Encima de las puertas había un montante de cristal. Nos indicó unas sillas y nos sentamos. Ella estaba en un sillón en el centro de ambos y se colocó mirando a Rafael, por lo que yo la veía de perfil, casi de espaldas.

     -¿Queréis tomar algo?

     Y sin esperar respuesta sacó una botella de coñac envuelta en celofán y dos copas grandes. Se volvió a sentar. Yo eché coñac a Rafael y a mí; sólo media copa. Eché un trago, pero eran tan grandes que engañaban. [134]

     -Bueno, Rafael. ¿Qué tal te va? Te veo pasar casi todos los días a la plaza -me miró a mí de soslayo, con no muy buena cara. Era evidente que mi presencia le resultaba muy poco grata. Pues, don Anselmo me habló de ti. Está muy preocupado por tu situación. Nos pidió a todos terminar con este asunto de una vez por todas. Y por eso te he hecho venir.

     -¿Su marido me dará trabajo?

     -Eso es lo que intento. No va a ser tarea fácil; más que por él, por lo que dirán sus amigos. Pero espero poder convencerle. Ya sabes que tenemos al tío Ambrosio, pero le tenemos ocupado en las labores de la casa: ir por agua, por leña, cuidar del ganado, en fin. En esta casa necesitamos un hombre joven y fuerte, como tú. La tarea es mucha y mi marido ya no está para bregar con los obreros ni para tantas preocupaciones. Necesita un manigero.

     -¿Y qué tengo que hacer para que me den trabajo?

     -Ya sé por donde vas. No te preocupes, no tendrás que arrodillarte ante nadie. Mi propósito es que sea él el que te busque. Yo me encargaré de prepararle y le acompañaré a tu casa para que le resulte menos violento. Pero lo que no me perdonaría es que después de ir a buscarte, tú dijeras que no. Eso sería demasiado humillante para él.

     -No haré eso, se lo aseguro.

     -Me alegro. Sus amigos le criticarán; pero ya no es como al principio, cuando aquello de los sellos. Sé, por las mujeres de sus amigos, que ya no están en ese plan, pero ninguno quiere dar el primer paso. Al final todo saldrá bien y volverá la normalidad. Pero tú tienes un carácter muy especial. Si después de hacerle ir a tu casa, tú te negaras sería una tragedia. [135]

     -No se preocupe; no me negaré.

     -Mira que para mí eso sería muy grave. Necesito plena seguridad en ti.

     -Le doy mi palabra de que puede estar tranquila. Las condiciones las dirá él, claro.

     -Sí, eso es cosa suya y tuya.

     -Supongo que las condiciones serán razonablemente buenas.

     -Sí. Eso te lo puedo asegurar. Pero, perdona que lo repita, yo no estoy tan segura de tu reacción.

     -Le he dado mi palabra. No sabe usted cómo se lo agradezco. No sé cómo podré pagarle este gran favor.

     -¡Bah, bah! No tiene importancia. Para mí es una verdadera satisfacción. Pero yo quería hablarte de otros detalles. Si tu amigo tiene prisa, puede irse.

     -¡No, yo no tengo ninguna prisa! -dije yo arrellanándome en la silla. Eso me parecía demasiado morro, pero no quería irme.

     -De todas formas lo que quiero decirte ha de ser en privado. Ven.

     Y levantándose, se fueron los dos a una de las habitaciones. La verdad es que yo me tenía que haber marchado, pues insinuaciones no faltaron. Y me sentía incómodo. Me levanté dispuesto a marcharme y me dirigí a la habitación para despedirme. Pero no entré. Me asomé por el ojo de la cerradura. Pegué un bote por una enorme sensación de sorpresa; mi cerebro no daba crédito a lo que vieron mis ojos. Volví a mirar. ¡La vi a ella desnuda! Bueno, la bata no se la había quitado del todo, pero la tenía abierta y debajo no tenía nada. La vi todo. Y vi cómo le echó los brazos al cuello a Rafael.

     -Mi marido no está. Estamos solos. [136]

     -Pero está ahí mi amigo.

     -¡Pues sal y dile a ese pelmazo que se largue!

     Yo pegué un salto y me senté donde estaba. Paredes se acercó a mí, pálido y nervioso, y me dijo que le esperara en el bar. Salí sin hacer ningún gesto ni comentario.

     El frescor de la noche me alivió del calor del coñac y del sofocón de haber visto desnuda a Mari Pepa. Yo en aquel tiempo no había visto nunca una mujer empelote. A mi novia, claro, la tocaba las tetas y lo otro, pero por encima de la ropa. Me fui con paso rápido para el bar. Pero no había andado cincuenta metros cuando, de pronto, me paré. Me puse a pensar.

     -«¡Claro! ¡Ahí está la trampa!" -me dije-. «Ahora llega el marido, o vienen los amigos, ella da gritos de que la quería violar, llaman a la Guardia Civil y me lo meten en prisión para toda la vida. ¡Canallas! -grité para mi fuero interno-. ¡Más que canallas! ¡Ah! ¡Pero no se saldrán con la suya! ¡Yo lo evitaré!

     Me volví sobre mis pasos y me puse a vigilar cerca de la puerta. Si veía al marido o a alguien sospechoso, golpearía la puerta y le diría a Rafael que escapara de aquella miserable encerrona.

     Reconstruí en mi mente toda la escena desde que llegamos. Cuando me vio a mi no pudo disimular su desagrado, porque eso no entraba en sus premeditados planes y podía echarlos por tierra. [137]

     Decir que me marchara, sin más, era demasiado. Tenía que buscar un medio para quedarse con él a solas. ¿Y qué mejor medio que el que empleó? Así no era ella quien me echaba, sino él mismo. Para obnubilarnos nos dio a beber coñac en unas copas enormes para emborracharnos antes. Así aturdía a los dos y nos podía manejar a su antojo. Con ese truco se deshacían de él para siempre. ¡Canallas! ¡Pero no se saldrían con la suya! ¡Allí estaba yo para impedirlo!

     Y con estos y parecidos razonamientos me chupé media hora dando vueltas como un león enjaulado y mirando por todas partes por si alguien se acercaba.

     Pero por allí no apareció el Colorado ¡ni la madre que lo parió!

     De pronto oí ruido dentro y corrí a esconderme en el portal de más arriba. La puerta se abrió y por allí salió Rafael más fresco que una lechuga y hasta peinado. Al pasar por donde yo estaba me dieron ganas de saltar sobre él y estrangularle por el rato que me había hecho pasar.

     -¡Será cabrón el tío!

     Pero él me cogió por el brazo y me hizo andar rápido, casi en volandas. Tenía prisas en alejarse de allí.

     -¡Calla y anda ligero!

     -¿Que me calle, encima? ¡Me haces pasar el peor rato de mi vida creyendo que te iban a tender una trampa y me dices que me calle! ¡Te partiría la cabeza ahora mismo si no fuera por!... ¡Yo sufriendo como un gilipollas en la calle, mientras tú te estabas poniendo morado con la tía esa! ¡Soy el tío más tonto que ha parido madre! ¡Eso no le ocurre a nadie, más que a mí!

     -Lo siento, Sebastián. [138]

     -¿Que lo sientes? ¡Eso no te lo crees ni tú! ¡Con el festín que se ha dado el tío y ahora dice que lo siente! ¡Tendrá cara!

     -¿Qué quieres que hiciera? Ella me dijo que quería hablarme en privado. Lo normal es que tú te fueras.

     -Si a mí me llega a decir alguien que ibas a hacer lo que has hecho, no me lo creo.

     -Yo no tengo la culpa. Ella me dijo que fuera.

     -Yo que te creía un hombre serio, un hombre íntegro, un hombre honrado. ¡Sí, sí!

     -¿Qué habrías hecho tú?

     -¡Toma! ¡Pues lo mismo que has hecho tú! Pero es que tú no eres yo. Tú eres tú.

     -Serénate, Sebastián.

     -¿Que me serene? ¿Después de lo que he visto? ¡Vamos hombre! ¡Que me serene, dice!

     -Tampoco ha sido tanto el desprecio por dejarte solo. Tú tenías que haberte dado cuenta de que ella quería estar sola conmigo.

     -¡Si no ha sido por eso! ¡Ha sido por lo que he visto!

     -¿Y qué has visto para que estés tan alterado? ¿Has visto, acaso, al Colorado?

     -¡No! ¡Al Colorado, no! ¡Al negro!

     -¿A qué negro?

     -¡Al negro de Mari Pepa! ¡Joder, qué chocho tiene la tía! ¡Qué tetas más enormes!

     -¿Qué quieres decir? ¿A qué te refieres?

     -¡Que os he visto por el ojo de la cerradura! [139]

     -¿Que nos has visto por el ojo de la cerradura? ¿Y tú te dedicas a mirar por el ojo de las cerraduras? ¿Qué has visto?

     -La he visto desnuda, echándote los brazos al cuello.

     -¡Eso es una guarrería, Sebastián!

     -¡Sí, sí, guarrería! ¡Pues tú bien que te la has zampado! ¡Qué tía más hermosa y más bien hecha, madre mía! ¡Tienes tú una potra!

     -Si lo has visto, más razón para que me comprendas. Una debilidad la tiene cualquiera.

     -¡Hombre, a esa debilidad me apunto yo todos los días y hago horas extras, además!

     -Pues yo, no. No volveré más a esa casa.

     -¡Sí, eso lo dices ahora porque te has puesto como un chivo y estas harto! Ya veremos mañana.

     -¡No volveré! ¡Te lo juro!

     -Bueno, bueno; no vuelvas si no quieres. Pero, si no quieres volver, recomiéndame a mí. Claro, que lo que ella necesita no es un manigero, sino un semental. Y yo para eso estoy muy canijo.

     -Esa mujer es muy desgraciada, Sebastián. Es una mujer infeliz en su matrimonio; infeliz e insatisfecha de sexo, de amor, de afectividad, de cariño. Me da pena de ella. Olvídate de esto.

     -¿Que me olvide? ¡Pues no dices tú nada! ¿Pero tú crees que se puede olvidar un monumento como ese con el sofocón que me ha puesto en el cuerpo? ¡Qué tía más hermosa! Yo nunca creí que una mujer fuera tan bonita por dentro.

     -Vamos a tomar un vaso de vino.

     -¿Todavía tienes más gana de vino, con todo lo que hemos tomado ya? No. Yo me voy a buscar a la novia, que ya es tarde. [140]

     Y sin más, nos separamos. Él se fue hacia la plaza y yo me fui para abajo a buscar a la novia.

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