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Parodia y caricatura en los orígenes de la farsa castellana

Humberto López Morales





La primera vez que la palabra farsa aparece documentada en suelo castellano es en 15141, fecha de publicación de una colección de piezas teatrales de Lucas Fernández: Farsas y églogas al modo y estilo pastoril y castellano2. Cuatro de las obrillas que integran el volumen también llevan por título el vocablo farsa3. Todo parece indicar que el uso oral del término antecede en varios años a esta datación, pues algunas de las piezas señaladas fueron compuestas y representadas en las postrimerías del siglo XV y muy a principios del XVI4.

Las documentaciones más tempranas de que disponemos en Europa para la palabra farsa carecen de sentido teatral, pues se trata de ciertas adiciones a algunas partes de la misa, especialmente el kyrie, las lectiones y la epístola, especie de tropos intercalados que fueron conocidos en toda Europa con el nombre de farsia, farsula, epistola farcita o farsa5, todos estos términos procedentes del latín farcire, «rellenar», como ya apuntó E. K. Chambers6. Posteriormente las farsas se extendieron a otros textos litúrgicos. La tradición arranca por lo menos desde el siglo XIII, en que las lectionis cum farsis aparecían ya con cierta frecuencia7. La nota que llegó a caracterizar a estas farsas fue la comicidad; en el mismo siglo XIII hay ejemplos de estos rellenos cómicos en lengua vernácula, pero no en Castilla. La documentación más cercana es aragonesa y del siglo XIV; así se designaba a unas preces rimadas cantadas al final de maitines el jueves santo, pero están en latín y carecen de elemento cómico alguno. En Castilla no se encuentran ejemplos de estas farsas hasta finales del siglo XV y en el XVI8.

J. P. W. Crawford ha señalado que estas interpolaciones jocosas alcanzaron tal grado de desarrollo e importancia que la palabra farsa pasó a designar cualquier tipo de escena cómica, pero tal sugerencia choca con serias dificultades debido a que el silencio de los textos que caracteriza a Castilla en los tiempos medios nos impide ver cuándo y cómo -de haber sido efectivamente así- farsa se despoja de su sentido litúrgico para pasar a la terminología teatral9.

Para Lucas Fernández el término farsa pareció haber tenido un sentido un tanto indeciso y hasta vago, pero, aunque no se acierte a ver sin ningún resquicio de duda el significado exacto de la palabra en el salmantino, parece seguro que haya que emparentarlo con el de «pieza cómica breve» que ya tenía el francés farse en esa época, situación un tanto paralela a la del portugués farça usada por Gil Vicente en los mismos años10.

Cuantos se han ocupado en descubrir el verdadero sentido del término en Lucas Fernández han terminado por rendirse. La empresa no era nada fácil pues el autor utiliza farsa como sinónimo de quasi comedia, de égloga y de auto. Pero tanto el examen de los contenidos argumentales de estas piezas -dos de tema amatorio y dos que giran en torno a la anunciación del nacimiento de Jesús- como el de los personajes -un rústico pastor, una dama, un caballero, un soldado fanfarrón de una parte, pastores igualmente zafios, un ermitaño erudito y un pastor ducho en profecías veterotestamentarias- y en el misterio de la encarnación por otra -como el de la lengua empleada- unos personajes hablan en un dialecto pastoril convencional, otros en castellano culto -señalan a direcciones diferentes y hasta encontradas. Nada sorprende entonces que los críticos hayan concluido que «estas vacilaciones en la terminología de las piezas dramáticas [sea] sintomática de la incertidumbre sentida en el mismo género [teatral] naciente»11.

A pesar de que poco después el mismo J. Lihani haya intentado especificar algo más -para Fernández, dice, farsa era algo menos que una comedia y tenía mayores semejanzas con el auto12- sus palabras no pasan de ser una glosa de los títulos puestos a sus obras por el autor.

Pero aunque la terminología teatral ande envuelta en esta nebulosa es lo cierto que el salmantino creó dos pequeñas farsas y que, a pesar del tema de la natividad, en otras introdujo dos momentos y escenas completas que podrían ser catalogadas como tal.

La primera de ellas, a la que vamos a dedicar nuestra atención aquí, se representa, no sabemos con certeza dónde, hacia 1496 o 1497. Meses antes, Juan del Encina había estrenado su égloga VII, «representada en requesta de unos amores», en el palacio ducal de Alba de Tormes. Encina se encontraba al servicio de los duques desde 1492, fungiendo allí de director artístico y creador de los entretenimientos palaciegos, entre los que sobresalían las representaciones teatrales. Lucas Fernández, por influencia de su tío materno, Alonso González de Cantalapiedra, logra entrar también al servicio ducal. Durante los dos años en que ambos hombres coincidieron en Alba de Tormes debieron haberse establecido relaciones profesionales; es muy posible que el joven Lucas actuara en algunas églogas de Encina13. Pero lo que no lograron fue crear una relación personal afectuosa.

El año 1498 marca la ruptura definitiva y aparatosa entre ambos artistas: los dos aspiraban a una plaza de cantor en la catedral de Salamanca y es Lucas quien obtiene el puesto, gracias -quizás- a influencias familiares. Encina había confesado sus dudas y temores en una égloga supuestamente dedicada a la natividad, pero que consumía la mayor parte de sus versos en contar su inseguridad con respecto al triunfo y a insinuar las influencias manejadas por su oponente14. La decepción de Encina fue tan grande que abandonó Salamanca y a los duques -a los que pareció hacer parcialmente culpables de su fracaso- y marchó a Roma.

Pero por mucho que este momento fuese tan dramático en las relaciones entre ambos, no debió haber sido una enemistad no cultivada con anterioridad. Uno de los capítulos de estas ásperas relaciones pudo haber sido causado por la parodia que hace Lucas de una égloga de Encina.

En su Égloga VII Encina nos ofrece una deliciosa pastorela dramatizada. Un pastor arde en amores por una hermosa pastora, pero ella lo rechaza por ser éste casado; entra en escena un escudero que queda subyugado ante tanta belleza y requiebra a la doncella; la pastora acepta con la condición de que el escudero abandone la vida de palacio y se haga pastor como ella; el escudero asiente. Toda esta temática preceptuada -excluyendo la ingeniosidad del triángulo amoroso- está concebida y elaborada en tonos muy líricos y delicados, inclusive los parlamentos del pastor Mingo, que siempre habla con galanura, requiebra a Pascuala muy gentilmente y le regala una rosa de «chapados colores»15.

Lucas Fernández, espectador o lector de esta pieza16, no deja pasar mucho tiempo para escribir y presentar su Farsa o quasi comedia [de la Donzella, el Pastor y el Caballero]. Las analogías primarias con la obra de Encina son muy evidentes y han sido señaladas reiteradamente por la crítica, a veces con cuidadoso pormenor17: también se trata de un triangulo amoroso y también un pastor ocupa uno de los ángulos. Es cierto que ahora la dama deseada es mujer de corte y que ésta se confiesa ya enamorada del Caballero al comenzar la acción, pero el paralelo externo es riguroso en cuanto al requiebro del Pastor. Aquí Lucas Fernández ha deshecho completamente el ambiente de galanura provenzal que impregna la obra de Encina para ofrecernos una visión, más que realista, zafia y caricaturesca18. Este pastor -aquí, innominado- tan pronto ve a la doncella se le encienden las apetencias sexuales: si la joven no encuentra a su galán, allí está él para sustituirlo. Y comienza el elogio de sus atributos físicos. Es cierto que es braguiuaxuelo, es decir, pequeño, sin embargo, repica bien el maçuelo, en lo que evidentemente es una alusión al buen uso que sabe hacer de su órgano masculino19; explica después que es de buen zemán20, por lo que cree que gustará a la doncella, y por si las especificaciones anteriores no fueran suficientes, añade -ya sin metaforizaciones- que si es buen mozo por fuera, bajo el sayal aún tiene algo más. Insiste en sus insinuaciones hasta que confiesa abiertamente que se muere de cachondez. La parodia del pastor Mingo no puede ser más evidente, y sin embargo, la crítica no se ha detenido a señalarla.

Es precisamente este afán caricaturesco del personaje del pastor el que termina convirtiendo la pieza en una auténtica farsa. Claro que no puede esperarse aquí una caracterización puntual y acabada puesto que estamos en los orígenes del género. Por ejemplo, no hay juego de situaciones, ni movimiento aparatoso y truculento, ni acciones rápidas y exageradas. En lugar de todo esto se nos ofrece un largo diálogo entre dos personajes seguido de otro, más corto, donde interviene un tercero21. El momento de desarrollo en el que se encontraba el teatro castellano no permitía más. En realidad, apenas si hay argumento: la doncella vaga perdida en busca del amado, encuentro con el pastor que la requiebra, negativa de la dama, aparición del caballero y villancicos finales.

Se observará que a pesar de esta circunstancia ajena a la farsa, aparecen otros recursos de incuestionable filiación, muy especialmente los recursos cómicos, la concepción del personaje y el instrumento expresivo utilizado.

Comencemos por subrayar lo relativo al humor visual. Como en toda farsa, el autor saca provecho del aspecto físico de sus personajes, de sus cuerpos, en los que deseos y funciones primarias suelen ser una fuente valiosa de comicidad. Según T. W. Hatlem, la farsa visualiza al hombre como una víctima de su naturaleza biológica, no sólo del sexo, sino de otros apetitos que lo hacen parecer ridículo. «Farcical characters -dice- move in an active physical world, they are out of place in the rarefied atmosphere of intellectual cerebration»22.

El pastor de nuestra obra, ya se ha visto, es un tipo extremadamente bajo de estatura, procaz, un tanto lujurioso, que en vano -ya sexualmente excitado- intenta convencer a la doncella para que alivie su «dolor». Que el pastor quiere pronto pasar de la retórica a la acción es un hecho que provoca el enojo de la dama: «dejémonos ya de tanto palabreo y vayamos al asunto» es lo que el jovenzuelo viene a decir mientras se abalanza sobre la joven, quien lo detiene y le riñe:

PASTOR
Aýna, ya dexayvos d[e] esso,
y atravessá el ojo acá
DONZELLA
¡Apart'allá!
No te hagas tan trabiesso.

(vv. 132-135.)                


Con esta actitud el pastor no tiene sitio alguno en el mundo de la doncella, que si bien no está rodeado de una atmósfera intelectual, está en cambio inmerso en el ambiente fuertemente topicalizado del amor cortés. Lucas Fernández pinta a la doncella con fuertes tintas caracterizadoras; sus parlamentos, quintaesenciados de tradición libresca, son el paradigma por excelencia de una postura literaria falsa, un tanto hueca ya, y un mucho almibarada. No es posible el diálogo verdadero entre estos mundos opuestos: la rudeza, la sensualidad más descarnada, lo primario, en violento contraste con la delicadeza más artificial, la espiritualidad más decorativa y el refinamiento más rebuscado.

Aunque no poseemos información referida a la puesta en escena de esta pieza y su texto sólo ofrece una indicación escénica, es fácil imaginar que los parlamentos del pastor irían acompañados de abundante gesticulación, gesticulación quizás obscena, si como puede sospecharse la obrita fue representada ante un público popular o ante el risueño y festivo estudiantado salmantino23.

Otro recurso típico de la farsa es el uso de la violencia física, y nuestra obrita nos regala una escena en la que el encuentro entre el caballero y el entusiasmado pastor llega a riña verbal primero y a golpes después. En efecto, tras producirse el feliz hallazgo, el pastor irrumpe en expresiones desafiantes para el caballero, a quien acusa de querer llevarse a su zagala. El diálogo entre ellos va subiendo de tono y los insultos se intercambian con intervalos cada vez menores. El caballero le llama grosero, majadero, villano avillanado, don bobazo y bobarrón, además de echarle en cara que diga gentiles vadajadas. El pastor, por su parte, comienza llamando palaciego a su oponente, para después tildarlo de don rapiego, hydalgote pelado, llazerado, y por fin, lo que termina por exasperar al caballero, asnejón. Tras este último insulto, en la única acotación de todo el texto, se nos dice que el caballero da de espaldarazos al pastor.

Pero la escena no termina aquí. Ante el susto de la doncella continúa la violencia. Uno de los editores modernos de este texto, J. Lihani, supone que tras la paliza, el pastor saca la lengua al caballero para burlarse de él, y que a eso se debe la reacción del joven noble que dice airado: «!Y cómo! ¿lengua tenéys?» (v. 442.), con lo que se inicia nuevamente la trifulca, Se trata, por supuesto, de una posibilidad interpretativa que acercaría más esta pieza al tono habitual de la farsa. Sin embargo, expresiones paralelas a la de lengua tenéys?, contemporáneas y posteriores, cuya interpretación literal no es posible aceptar, nos pide cautela.

Lo que parece suceder aquí es que el caballero, furioso con las impertinencias y los insultos del rústico, le pega con rabia mientras pronuncia su verso 442, con el que haría referencia, no al hecho físico de que el pastor le sacara la lengua en señal de burla (situación un tanto extraña tras haber sido golpeado) sino a la audacia verbal del simple que a tanto se atreve con un caballero. Si se acepta esta interpretación que propongo, la escena debe visualizarse de la siguiente manera: el caballero golpea al simple mientras lo increpa por su ligereza expresiva, la dama, angustiada, lanza una invocación a Santa Brígida y a Jesús; el pastor huye de las manos del caballero, como se deduce claramente del verso 444, en el que el noble le dice: «Asperá un poco, ¡veréys!», que es un mensaje mixto, de orden para que se quede y de amenaza. Tras la paliza, el tono del pastor pierde agresividad y el desenfado lingüístico de antes, aunque se mantiene graciosamente desafiante. A la orden y, sobre todo, a la amenaza de su oponente, el pastor contesta con la pregunta «¿Qué me aréys?» (v. 445.), dicha sin duda en actitud combativa puesto que causa la reacción del caballero: «¿Y aún abláys?» (v. 446.) La intervención de la doncella evita que se repita la violencia física, pero no la verbal, pues el caballero sigue insultando al pastor -hy de puta, albardán, tosco, hosco, melenudo, patudo, xetudo, brusco, don villano- mientras éste hace sus últimos alardes de valentía. Todavía por segunda vez, aunque lo único fuerte que le dice el pastor es que «[enfenge] de agudo y sesudo», la ira del caballero se manifiesta de nuevo con la pregunta «¿Y aún hablas?» (v. 456.), a la que el rústico responde: «Y aún habro» (v. 457.)

El hecho de que el caballero, apenas comenzado el debate, diga al simple «¿No queréys vos oy callar?» (v. 425.), y que después insista, en medio de su enojo, en que el pastor tenga la osadía de hacerle frente, replicando constantemente su discurso, me hace asegurarme de que el «¿lengua tenéys?» del v. 422 forma serie -semánticamente hablando- con las preguntas «¿no queréys vos oy callar?», «¿Y aún ablásys?», «¿Y aún hablas?».

Sea como sea, no cabe duda de que toda la escena es completamente fársica. El hombre -aquí el Pastor- es presentado preso de sus limitaciones y movido por instintos primarios, no sólo los del deseo carnal, sino los de la defensa física de un bien que cree adquirido: la doncella. Pero, como se trata de una atmósfera jocosa, en su intento, queda convertido en un personaje ridiculizado, insultado y golpeado. Sus amenazas y sus gestos de agresión son de mentira; estamos ante un personaje un tanto bufonesco. El autor quiere -y lo consigue- las estrepitosas risas del auditorio.

El pastor es un personaje de farsa. De entre la nómina de caracteres simples, no pensantes, de que la farsa ha hecho uso, siempre ha sobresalido el rústico (además de extranjeros, viejos tontos, hipócritas, etc.), y nuestro personaje no puede serlo más.

La figura del pastor había sido acuñada ya por Encina en sus églogas24. Las características que lo conforman eran el tocar con habilidad instrumentos musicales, el cantar villancicos y chançonetas y el bailar la difícil çapateta; son, demás, aficionados al juego, poseen un cariñoso apego a la vida campestre, practican con frecuencia el picaresco escape de sus obligaciones pastoriles y son víctimas de un pertinaz enamoramiento. Algunos de estos rasgos están presentes en el pastor de nuestra pieza, pero hay aquí una nota significativa: la ignorancia. Este pastor desconoce todo aquello que quede al margen de su pequeño mundo, y muestra su ignorancia a cada paso; unas veces, a base de preguntas directas un tanto grotescas, otras, por la incomprensión mostrada a los parlamentos de la doncella.

«Y qué cosa es cauallero? / ¿Es algún huerte alemana, o llobo rabaz muy fiero, / o vignadero, / o es quiçás musaraña?» (vv. 19-23.); así responde el rústico a la joven, que acaba de preguntarle si ha visto al caballero. Y más adelante pregunta de nuevo: «Requiebro ¿qué cosa es? / Requebrar y esperezar todo deue de ser uno, / y de consuno / bocesar y sospirar» (vv. 302-306.) Más graciosos que estos momentos directos son aquellos en que el simple malinterpreta el parlamento de la doncella y otros en que no es capaz de entender sus mensajes. Así, por ejemplo, tras la declaración del pastor de todos los sufrimientos que causa el amor, la doncella declara:

Sí, más aunque padecéys,
cierto, falta os lo mejor;
pues criança no tenéys,
no podéys
bien mostrar vuestro dolor.

(vv. 289-293.)                


El pastor entiende que la criança a que la joven hace referencia es la física, y le replica descontento que sin duda no lo ha mirado bien, pues está bien relleno y bien gordo. Las incomprensiones del pobre rústico llegan a su clímax cuando la doncella, atribulada y acongojada, acude a las comparaciones de rigor con las heroínas clásicas y modernas, encabezadas todas por la reina Dido, como era de esperar, o cuando, en verdaderos alardes retóricos de congoja, describe lo que será su cruel vida en lo adelante: sus cabellos crecidos serán su ropa, sus pies se endurecerán de caminar por piedras y montes, los graznidos de las aves y sus propios gritos serán cantos suaves y dulces, los bramidos de los osos serán su melodía, etc. Las reacciones del pastor, atónito ante tal panorama, no se hacen esperar: se espanta, lanza exclamaciones de pena, e intenta en vano consolarla ofreciéndole cantarcillos, y priscos, bellotas, madroños, nueces, castañas y avellanas. Su simplicidad no puede ser más evidente; es la incomunicación total creada por una férrea barrera que separa mundos distintos.

Además de lo señalado hasta aquí, conviene examinar de cerca el tercer factor apuntado: el instrumento expresivo. Es evidente que Lucas Fernández ha querido oponer lingüísticamente al pastor que, por lo general, habla un dialecto convencional literario de base castellana con algunos fenómenos fonéticos y morfológicos leoneses25 y con un vocabulario salpicado de arcaísmos castellanos, rusticismos, regionalismos de León y algunos lusismos; es el impropiamente llamado sayagués26. Por el contrario, doncella y caballero (salvo algunas de las expresiones de ira de este último) manejan una lengua literaria, también artificial y fiel a una retórica conocida, pero de base culta. Lucas Fernández ha pretendido -y conseguido- elaborar la ilusión lingüística de dar dimensión diatópica y diastrática a este pequeño episodio dramático: corte versus ruralía, sociolecto alto versus manifestación dilectal baja en el espectro campesino. Esto permite que la lengua del simple esté plagada de vulgarismos de todo tipo, lo que junto a un lenguaje insultante es un puntal importante de la constitución de la farsa. Muy graciosos debieron resultar los versos en los que el pastor hace una versión «a lo rústico» del tópico amor omnia vincit, indiscutible parodia de un bellísimo monólogo que Encina pone en boca del Amor en otra de sus églogas27. Aquí, el poder del amor es tal, que a los pastores les quita el rententivo, les roba los mamoriales, trae muertos a los más vivos, como al pobre herrero, a quien el año pasado le dio un golpazo tan grande en un costado que lo dejó medio contrahecho, o como al crego, que anda muy aborrido por Juana, la desposada!

La vulgaridad de sus expresiones se torna más contrastiva cuando responde o aconseja a la doncella. Si se encuentra desesperada porque no encuentra a su galán, le recomienda que haga pregonar su pérdida y que ofrezca un maravedí como recompensa, que así encontró él una burra que había perdido. La doncella, claro está, se molesta con la comparación y califica de grosero el consejo del pastor. Pero éste no se arredra y le sugiere que encargue el trabajo al monstranquero, especie de pregonero que pregona lo perdido, animales y cosas, por supuesto.

Los arranques y manifestaciones de dolor de la doncella le parecen rarísimos -inesperados y poco familiares, otra característica de la farsa- y su primera reacción es creer que son locuras; después lanza juramentos a Satanás, invoca a Jesús y se santigua28. Piensa que Dido era una boba por matarse así, y le recomienda a la doncella que no haga ella lo mismo, pues si se mata, no podrá resolgar (respirar).

Hay un momento crucial en la trama en que el pastor se apercibe de los desenfrenos y exageraciones de la dama: eso de que el dolor de la doncella sea tan grande que las fuentes dejen de dar agua dulce y sabrosa para darla amarga, que las flores pierdan color y aroma y desaparezca el verdor de los frescos campos, unido a la imagen calamitosa que de sí misma ha pintado antes, le parece demasiado, y ya medio en serio medio en broma le dice:

¡Qué retrónica passaýs
tan incrimpolada y fuerte!
Dezid, ¿n'os despepitáys
y cansáys?

Se comprende entonces que la doncella termine de dialogar con él, que se concentre en su pena, prorrumpiendo en un auténtico monólogo en el que no cuentan las intervenciones del pastor. Tan notable es su indiferencia, tan sin en cuenta tiene a su supuesto interlocutor, que el pastor reacciona con enojo: «Como no me respondéys / a cosa alguna que digo? / No me, no me desdeñeys. / ¿Por qué lo azéys? Ignoraysme, digo, digo» (vv. 172-176.)

Y el pastor comienza a imitar la lengua cortesana en evidente burla de tanta retrónica (retórica) hueca y altisonante. Debía parecer muy gracioso y hasta hilarante ver al gañán todo zafiedad imitar -y con éxito- el lenguaje exquisito de la cortesanía, aunque con pronunciación rústica. Lucas Fernández parecía burlarse de todo: del pastor, naturalmente, pero también de aquella idílica y acartonada atmósfera.

¿Hay algo más que una divertida farsa en esta obrita? Se esconde entre sus versos algún propósito ajeno al de ridiculizar un tema y unos personajes elaborados poco antes por Juan del Encina? A. Hermenegildo ha insistido en llamarnos la atención hacia el contenido crítico y satírico, de denuncia, que advierte en ésta y en otras obras de Lucas Fernández29. Cree que bajo todo este artificio se encuentran temas muy serios, como el problema de las castas -la campesina, cristiana vieja, limpia de sangre, y noble y letrada, que aspiraba a serlo, no consiguiéndolo siempre- y el de la discriminación social, con el consiguiente desprecio de la aristocracia hacia las clases populares. Se trata en realidad, de interpretaciones un tanto subjetivas que no parecen asentarse en el texto mismo. A un admirador de Lucas Fernández, tradicionalmente considerado -no sin cierta injusticia por parte de la crítica- como de segunda fila, siempre a la sombra de Encina, le habría gustado que su obra estuviera preñada de serias preocupaciones sociales, que debajo de la risueña máscara hubiese algo más. Pero el demostrar esto tropieza con un gran escollo: el texto mismo de la obra, que lejos de fomentar tales interpretaciones, parece señalar a Lucas Fernández como el creador de la farsa en Castilla.





 
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