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- VI -

A la mañana siguiente, Inesita y D. Braulio, mientras que doña Beatriz, menos madrugadora que ellos, estaba aún en cama, tuvieron una larga conversación acerca sin duda de la carta de Paco Ramírez.

Después fueron juntas a misa las dos hermanas; después almorzaron todos; y por último, D. Braulio, no sin prometer antes que aquella noche llevaría a las dos muchachas a los jardines del Buen Retiro, se fue al Ministerio de Hacienda. Aunque domingo, D. Braulio motivó su ida o dio pretexto a ella, suponiendo que tenía ocupaciones extraordinarias.

Ya en su despacho, donde nadie había acudido más que él, D. Braulio, en vez de estudiar expedientes, estuvo largo tiempo sentado, con los codos sobre su bufete y las manos en las mejillas, estudiándose a sí mismo. Este estudio   -77-   no debió de dar muy satisfactorio resultado. Don Braulio suspiró varias veces; frunció las cejas; mostró cierta cólera dando algunos puñetazos, y acabó por enternecerse y derramar dos lágrimas, que lentamente le surcaron el rostro.

Entonces, como por vía de desahogo y consuelo, escribió a Paco Ramírez la siguiente carta:

«Querido Paco: Anoche cumplí tu encargo con todos los requisitos y precauciones que me encomendabas. Beatriz ignora y seguirá ignorando el paso que has dado. Inés es muy sigilosa. En cuanto al efecto que la lectura de tu carta pueda haber producido en su ánimo, yo no sé qué decirte. Hoy de mañana he hablado con Inés; pero el corazón de una doncella es impenetrable, insondable como un abismo. El pudor, la candidez, la inocencia, todas esas prendas que los hombres estimamos mucho, forman, no ya un velo tupido, sino una muralla, alta y gruesa, que sirve de reparo al corazón para que no se descubra ni se lea lo que en él importa leer. De aquí el engaño que padecen con frecuencia los hombres más despejados; engaño que no ven, sino cuando ya no tiene remedio: después que se casan.

»Inesita parece, y yo creo que es, candorosa, buena, franca, todo lo que tú te imaginas; pero no deja descubrir, no ya si te quiere o no, sino   -78-   si tu carta la ha lisonjeado o no la ha lisonjeado. Eso sí: ella se ha mostrado muy agradecida al cariño y confianza que te infunde. De cuanto me ha dicho infiero además otra cosa muy importante. Si Inés reflexivamente hubiera pensado esta otra cosa, sería algo de censurar tanta reflexión; pero yo creo que ella la siente de un modo instintivo, sin darse cuenta completa, y atinando sin embargo con lo justo. En suma, Inés no calcula ni reflexiona, sino siente y percibe que tu plan es malo y ocasionado a error. Tú le propones que se decida en un mes, o por los placeres de esta capital, por los triunfos de amor propio que aquí pueda tener y por las esperanzas ambiciosas que puedan nacer en su alma, o por tu persona, tu amor y tu mano. Esto sería discreto si no hubiese una circunstancia que lo echa a perder y que ha descubierto ella en seguida.

»Es esta circunstancia tu ausencia. Ausente tú y presentes todos esos bienes, aparentes o reales, que ha de abandonar por ti, la partida no es igual. No eres tú quien lucha, sino tu recuerdo, el cual, si por un lado vale menos que la persona misma, por otro lado puede valer mucho más, si la poesía le hermosea. En resolución: Inesita no va a abandonar esto por ti, dado que te prefiera, sino por el recuerdo que tiene de ti, a quien no ve hace tres años. El recuerdo además tiene que ser confuso, incompleto,   -79-   de diversa suerte, y ella tendrá que completarle y transformarle con la fantasía. Ella no te puede recordar como una mujer recuerda a un hombre, como una novia recuerda a su novio, sino como una niña recuerda a su hermano mayor. Tiene, pues, que añadir imaginariamente la cualidad de amante y pensar en ti de otra manera que hasta ahora ha pensado.

»Todo esto, y más que tú comprenderás sin que yo lo diga, se agita en la mente de Inés. Yo interpreto; acaso me equivoque, pero se me antoja que ella se pregunta: "¿Me gustaba Paco cuando le veía en el pueblo, como debe gustar un novio a su novia? ¿Me gustaba sólo como hermanito? Y si me gustaba ya como novio, ¿era porque él se lo merece o porque en el pueblo no había yo visto a otros hombres que se lo mereciesen más? ¿No podrá acontecer que ahora poetice yo a Paco en mi recuerdo, y que le halle, cuando le vea, muy por bajo del recuerdo mismo? En su propia alma, ¿no puede darse un fenómeno semejante? Sea por lo que sea, explíquelo él como quiera explicarlo, es lo cierto que nada me dijo de que me amaba cuando vivíamos juntos, y ahora, que no me ve hace tres años, me declara su amor y quiere casarse conmigo. ¿En qué consiste esto?" Inés no responde a tales preguntas. No resuelve ninguna de las dudas que la asaltan.   -80-   Entiendo, pues, que lo que desea, aunque no se atrevió a decírmelo, es que tú vengas por aquí; único modo para ella de verlo claro todo; de convencerse de que la quieres, y de comprender si ella te quiere a ti, prefiriéndote a todos los encantos madrileños, los cuales, a la verdad, son mil veces menores de lo que tú piensas, para los pobres como nosotros.

»Inesita no ha expresado, repito, el deseo de que vengas. Yo soy quien creo adivinar en ella este deseo, que tiene razón para sentir y no expresar. Ella no puede decir: "Venga V. a ver si me gusta y luego hablaremos: luego le diré que sí o le daré calabazas". Esto, sin embargo, es lo razonable.

»Por lo demás, yo nada tengo que censurar en tus planes, sino mucho que aplaudir. Si te casas, debes quedarte ahí donde eres uno de los primeros, y no venir a grandes poblaciones, donde tendrás que ser de los últimos.

»Para hombre de cierta clase y casado con mujer de ciertas condiciones es terrible esta vida.

»A ti sólo, que eres mi amigo más íntimo y leal, puedo decírtelo; y a ti no puedo menos de decírtelo, a fin de aliviar el peso de mi angustiado corazón: soy muy desdichado.

»Beatriz se casó conmigo por amor. A pesar de la gran diferencia de edad, me quiso, no hallándome inferior a cuantos ahí había visto.   -81-   Creo que Beatriz sigue queriéndome; pero el temor de que me pierda el cariño, la sospecha de que el alto concepto que de mí formó vaya rebajándose de continuo, me tiene constantemente sobresaltado.

El Campo, N.º 24, 16 de noviembre de 1877

»El menosprecio es contagioso. A fuerza de mirar mi mujer el pobre papel que hago; lo desdeñado que estoy; la humilde posición que ocupo, ¿no acabará por desdeñarme también? ¿No acabará por odiarme, si considera que la hago víctima de mi mala ventura? Ahí, aunque pobre, era una señorita de las primeras. Aquí es la mujer de un oscuro y miserable empleadillo, de quien nadie hace caso.

»Yo tengo mi teoría, con que me consuelo de mi mala ventura y saco a salvo mi orgullo. Pero ¿cómo convertir a mi mujer y hacerla creyente de mi teoría? ¿No le parecerá falsa?

»Mi teoría es como sigue. Yo creo que el entendimiento es uno, y me figuro un instrumento para medirle semejante al termómetro. Pongamos en él 100 grados, que es número redondo, y con 20, en mi sentir, bastará para todo lo práctico de la vida si la fortuna sopla y las circunstancias son favorables. Con los 20 grados se llega a ser ministro celebradísimo, príncipe de gran mérito, presidente de república, banquero poderoso y hasta cardenal y papa. Para hacer todos estos papeles medianamente, basta con la mitad de los grados; basta   -82-   con 10. Seamos, no obstante, pródigos, y concedamos 20 a las más altas notabilidades de la vida social y política. Todos los grados de entendimiento que tengas por cima de los 20, no sólo te serán inútiles, sino nocivos; te distraerán de lo que importa a tu interés; te harán pensar en multitud de asuntos inútiles en que no piensan los tontos; te concitarán el odio de los demás hombres, o harán que te miren como a un bicho raro y estrafalario; y de nada podrán servirte si no llegan a los 100, que son ya los grados del genio. Podrán también perjudicarte excitando tu amor propio y haciéndote pensar que eres genio o estás cerca de serlo, con lo cual es probable que te pongas en ridículo. Para ser genio se requieren los 100 grados bien cubiertos, y aun así, el genio suele quedar latente si el hado propicio no le saca a relucir. Entonces aparecen Cervantes, Newton, Shakespeare2, Hegel y otros tales. Mientras esto no aparece, no hay ser más deplorable y cómico que el hombre que tiene, en nuestro siglo, más de los 20 grados de entendimiento, necesarios para llegar a lo más sublime de la vida práctica, en el medio o ambiente de civilización que nos circunda. Claro está que, según progrese el género humano, subirá el nivel y serán menester más grados para lo práctico, así como, en antiguas edades, se requerían menos. En el estado salvaje, pongo por caso, bastarán   -83-   dos o tres grados. No se requería para cazar y pescar, para estratagemas guerreras, etc., sino cierta astucia, cierto instinto poco superior al de las bestias feroces. Todos los grados de entendimiento que sobre esto tenía entonces un hombre, eran don funestísimo y absurdo lujo. Ahora, como ya se han aplicado a la guerra las matemáticas y otras ciencias, y se caza y se pesca en la Bolsa, en los Congresos, en sociedades mercantiles e industriales, no disparando flechazos, sino creando valores, acciones, obligaciones y otros proyectiles más complicados, los grados que se necesitan son 20. Repito que, como el mundo va de prisa, dentro de un par de siglos se necesitarán 40; mas por lo pronto, ya está aviado el que pasa de los 20. ¡Qué estorbo tan horrible en los grados que le sobran! El sentido más hondo, más filosófico, más trascendental de la frase pasarse de listo, consiste en esta superioridad lastimosa. Todos los tiros que se disparan se escapan por cima del blanco. La crítica asesina precede además a toda inspiración y te la mata. No haces mil cosas porque te parecen tonterías; otro las hace, y medra. En cambio, lo que tú haces por parecerte discreto, o mal comprendido, o juzgado sólo por el éxito, que suele ser deplorable, parece tonto a todo el mundo.

»Tal es, en resumen, mi teoría. Con ella trato en balde de consolarme de mi corta ventura,   -84-   teniendo la inocente vanidad de creerme con más de los 20 grados y de pasarme de listo en el sentido más profundo y filosófico de la frase.

»Esta triste satisfacción que yo me doy es por demás alambicada para que le valga a mi mujer. Ella no mira sino que va a pie, que vive en pobre casa, que nadie la atiende, y que el respeto, la consideración y la lisonja de que anhela verse rodeada, le faltan por mengua mía.

»Yo noto, mido, calculo instante por instante el rápido progreso que hace este mal en el corazón de ella. En esto también me paso de listo. Soy listo para atormentarme. Me comparo al médico cuando advierte los progresos de la tisis en una persona querida; prevé los estragos que va a hacer, y no sabe ni evitarlos ni remediarlos.

»De sobra veo patente el desprecio de mí que poco a poco va entrando en el corazón de Beatriz y devorando el afecto que me tiene. Pero ¿cómo impedir esto? ¿Cómo probarle que valgo más que los dichosos y encumbrados y ricos? Cuanto discurso haga contra ellos parecerá sugerido por la envidia y me hará más despreciable a sus ojos.

»Si yo fuera joven, hermoso y robusto, me quedaría la esperanza de que por ello siguiese Beatriz amándome, aunque dejase de tener elevada opinión de mis prendas intelectuales; pero   -85-   estoy viejo y achacoso, y soy enclenque y feo como el demonio. Me aplico, pues, con amargura aquella pregunta del poeta:


   ¿Qué le queda al demonio ¡vive Cristo!
Si se le quita la opinión de listo?

Y sin vacilar respondo: Nada. Pronto no quedará nada para mí en el corazón de ella, sino ofensiva compasión, si no gasta toda la que tiene en compadecerse a sí misma. Y más vale que no me compadezca. Bien dice nuestro inmortal novelista: "Y sobre todo, el cielo te guarde de que nadie te tenga lástima".

»Yo estallaría, me ahogaría si no comunicase con alguien mis penas. Por eso te las confío. Beatriz no advierte nada. ¿Cómo, de qué, por cuál motivo quejarme con ella y de ella?

»Yo la amo con toda mi alma, y necesito para ser feliz que ella me ame y me respete. Pero aquello de que el amor impone el amor, es una mentira. Y tampoco quiero yo que me ame y me respete, para cumplir una obligación, en virtud de un contrato.

»Veo, pues, que voy perdiéndolo todo en el alma de Beatriz, y no le doy a conocer que lo veo. Percibo claramente el abismo en que voy a caer, y sigo caminando hacia él sin que me sea posible torcer por otro camino o cegar el abismo.

»Esta es mi horrible situación. A nadie, ni a   -86-   ti mismo, debiera confiarla; pero necesito depositar en alguien mi secreto dolor. Ven por aquí a consolarme. Ven también por Inesita. Acaso te ame. Es buena y cariñosa como Beatriz, y no tiene ambición como Beatriz. Además, tú eres joven y buen mozo... ¡Qué desatino hice en casarme? Pero ¿qué había de hacer, si estaba enamorado! ¿Quién me quitará la gloria de haber sido amado de ella? Ella me ha amado; ella me ama todavía. ¿De qué voy a arrepentirme? ¿Quién, por temor de perder el bien, se lamenta de haberle logrado?».

Tal era la carta que escribió D. Braulio, que cerró cuidadosamente y que certificó para que no se perdiera, antes de confiarla al correo.

Hechas ya sus delicadas y lastimosas confidencias, se sintió algo más aliviado y sereno, y se dispuso resignado a cumplir la promesa de llevar aquella noche a Beatriz y a Inesita a los Jardines del Buen Retiro.



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- VII -

El Campo, N.º 1, 1 de diciembre de 1877

Los poetas dramáticos tienen que hacer hablar a sus personajes según el carácter, condición y pasiones que representan, sin que en tan estrecho cuadro, como es el de un drama, haya fácil modo de poner correctivo a las malas doctrinas o sentencias inmorales que dichos personajes puedan emitir. Así es que los pobres poetas dramáticos fluctúan entre dos escollos. O bien convierten a sus héroes en enojosos y pesados predicadores, o bien, si les dejan hablar lo que la pasión naturalmente les inspira, se comprometen a responder ante la posterioridad, y si sus obras no llegan tan lejos, ante sus contemporáneos, de todos los extravíos, delirios y ensueños que ponen por fuerza en boca de los hijos de su fantasía, acalorados y vehementes. Así, para ilustre ejemplo de lo dicho, citaremos a Eurípides, a quien, desde muy antiguo, han acusado de corruptor. Sabido es que César, a fin de justificar todas las insolencias   -88-   y maldades de que se valió para apoderarse de la dictadura, repetía con frecuencia ciertos versos del trágico mencionado.

El Campo, N.º 1, 1 de diciembre de 1877

Yo, en general, soy muy opuesto a enseñar nada en obras de amena literatura, y mil veces más opuesto si la enseñanza es de máximas pecaminosas. Por esto escribo novelas y no dramas. En la novela caben todas las explicaciones: en pos del veneno se administra la triaca. El autor puede tomar la palabra en medio de la narración y contradecir a sus personajes, mitigando o ahogando en seguida el mal efecto que las opiniones de cualquiera de ellos hayan producido.

Prevaliéndome de este permiso, y para aquietar mi conciencia, harto escrupulosa, tengo que hablar ahora de D. Braulio y de su carta, la cual contiene proposiciones aventuradas sin duda, y que creídas por el cándido lector, pudieran pervertirle con una de las más feas perversiones que se conocen, la de considerarse genio no comprendido; ser superior desatendido injustamente.

Don Braulio trabajaba como un negro en su oficina, pasaba por un empleado probo e inteligente, y no descubría sus humos de genio o semigenio sino con el mayor sigilo y a su amigo más íntimo.

Su teoría orgullosa le servía de consuelo, o al menos de alivio en ciertas amarguras y sospechas,   -89-   que le atormentaban cruelmente, sin que sepamos aún hasta qué punto doña Beatriz había dado motivo para ello.

Don Braulio, por último, si se juzgaba víctima, no culpaba a la sociedad en su conjunto, ni a ningún individuo singularmente, sino suponía que todo emanaba, por manera fatal e inevitable, de la misma naturaleza de las cosas.

En suma, D. Braulio, melancólico por temperamento, poco favorecido de la fortuna, y enamorado y celoso sin saber de quién, deliraba acaso forjando teorías; pero no dejaba que dichas teorías trascendiesen a la práctica; y parecía a la vista del más lince, como un empleado modesto, que sabía todo cuanto importa saber y hacía cuanto importa hacer para ganar el sueldo en conciencia y no estafar al Tesoro público o tomar las oficinas por hospicios destinados a gente de levita o a mendigos de privilegio.

En cuanto a la teoría en ella misma, no hay poco que decir en contra; pero aquí no vamos a filosofar, sino a narrar. Diré, con todo, que aun suponiendo que en cada grado de cultura a que va llegando la sociedad, se requieren sólo ciertos grados de entendimiento para lo práctico y diario, y que los demás grados son del todo superfluos, inútiles y hasta nocivos, salvo3 en casos excepcionales, todavía habrá que conceder que el entendimiento no es la   -90-   única potencia del alma que vale al hombre para lograrse; la voluntad, el carácter, entran también por mucho.

Por otra parte, el entendimiento, en su esencia, es semejante a Dios; nadie le ve, nadie le conoce, nadie le reverencia y acata sino en sus obras. Así es que D. Braulio, o cualquiera otro, podría tener más de los veinte grados de entendimiento, que, en su sentir, eran necesarios o convenientes para lo práctico, pero cuando este plus, cuando esta sobra intelectual no se manifiesta en nada, sino en echar a perder el entendimiento que está en uso, no hay razón para quejarse de que el mundo no aplauda ni se pasme de lo invisible y recóndito que no puede sondear, ni penetrar, ni desentrañar. ¿Quién sabe si el amor propio engaña y hace creer a muchos que poseen ese entendimiento excesivo y superfluo, y tal vez no poseen sino una dosis superlativa de fatuidad? Y si no engaña el amor propio, si en realidad tenemos ese superior entendimiento, y no llegan las circunstancias favorables en que se muestre, lo mejor es callarse, resignarse y vivir como viven los hombres menos despejados, sin presumir de genios, sino trabajando humildemente para ganarse la vida, tratando de igual a igual con los seres vulgares, y reservando el superior entendimiento para hablar con Dios o con seres sobrenaturales, o para conversación interior   -91-   con uno mismo, si no cree en nada el semigenio, o si a pesar de su categoría mental no se dignan los ángeles ni los númenes bajar del cielo o del Olimpo a fin de tener con él un rato de palique.

Voy a poner por caso la vida de Spinoza. Esto explicará mejor mi idea. Figurémonos que aquel sabio no hubiese escrito sus obras filosóficas; que por cualquier motivo se hubiese llevado al sepulcro el secreto de su admirable, aunque extraviada aptitud para las más profundas especulaciones metafísicas. Claro está que, abrumado dicho hombre extraordinario por sus sublimes y extraños pensamientos, no hubiera sido en la vida práctica ni rico fabricante, ni mercader dichoso, ni hábil hombre político, ni nada por este orden; pero hubiera trabajado en pulir vidrios para lentes o en hacer zapatos, o en cualquiera otro oficio o menester mecánico, y no hubiera tomado por pretexto lo de sentirse genio para ser un vago sin oficio ni beneficio, y lo que es peor, no un vago divertido y alegre, sino un vago quejumbroso y llorón o maldiciente, mordaz y ponzoñoso como las víboras.

Disculpemos, pues, o al menos seamos indulgentes con nuestro D. Braulio, cuyo orgullo se quedaba escondido en el centro del alma, revelándose sólo al más íntimo de sus amigos en el momento en que se mostraban también   -92-   las heridas más profundas de su corazón.

Don Braulio había sentido la necesidad de confiar sus penas a un amigo, a fin de no ahogarse; pero salvo esta confidencia, si pecaba por algo, era por reconcentrado y lleno de disimulo.

Su mujer no había advertido aquel disgusto, aquella sospecha que le atosigaba el alma.

Su mujer parecía que le amaba; sin embargo, su carácter alegre y su temprana juventud la excitaban al regocijo y la impulsaban a que tratara de distraerse y divertirse.

No era doña Beatriz despilfarrada, sino ordenadísima y económica. Era, sí, ambiciosa y amiga del lujo y de las galas; y si bien no la atormentaban la envidia ni el despecho al ver a otras mujeres, menos bonitas y menos distinguidas por naturaleza, lucir joyas, sedas y encajes, ir en coche y circundarse de la resplandeciente aureola que ofrece el lujo a la hermosura, anhelaba gozar de todo esto, y no acertaba a ocultarlo a su marido.

De aquí el dolor y el punto de partida de las sospechas de D. Braulio.

Si D. Braulio no hubiera amado a su mujer, si hubiera creído este anhelo un capricho irracional, quizás le hubiera importado poco de todo: pero D. Braulio la amaba, y además, según su modo de considerar las cosas de la vida, doña Beatriz tenía razón de sobra para ambicionar.   -93-   Su anhelo, aunque la llevase hasta el extremo más lastimoso para él, era, según él, fundado, y sobre fundado, involuntario, fatal, preciso.

Don Braulio se culpaba a sí mismo y no culpaba a doña Beatriz. ¿Por qué doña Beatriz le había amado? ¿Por qué se había casado con él? No era por lo lindo, ni por lo joven, ni por lo galán, ni por lo rico, ni por lo glorioso; era sólo por el entendimiento superior que la había seducido. Si este entendimiento se evaporaba, si no servía para nada, si doña Beatriz dudaba de él, y quizá con razón, ¿qué fundamento le quedaba para seguir amando a D. Braulio? Antes tenía fundamento para aborrecerle. Aunque sea mala comparación, nadie, que no esté demente, compra un rico vaso de china, un artístico jarrón de porcelana de Sèvres para ponerle en el corral y echar en él afrecho que coman las gallinas. Para esto basta y sobra con un lebrillo o con un tinajón de Lucena. El vaso artístico requiere un bello salón donde colocarle: pide flores peregrinas que luzcan en él. Así una mujer, como doña Beatriz, estaba pidiendo lujo, regalo, elegancia, adoración, incienso; pasear en coche y no a pie; vivir en un palacio y no en un piso tercero; no ocultarse entre el vulgo, sino resplandecer en la sociedad más elevada.

Al pensar D. Braulio en esto, decía siempre   -94-   para sí: ¿por qué me casé con ella? Y él mismo se contestaba lo que ya decía en la carta a Paco Ramírez: yo la amaba, y esto lo explica todo: ella me ha amado, quizá me ama todavía; su amor, aunque hubiera sido sólo de un día, compensa todos los males que presiento y que en adelante pueden sobrevenirme.

Con tales sentimientos ocultos en el seno, D. Braulio, aparentemente gustoso y hasta regocijado, llevó a su mujer y a su cuñada a los Jardines, a eso de las nueve de la noche.

Ambas iban de mantilla, con vestidos de seda oscuros, sin nada chillón ni disonante, en colores ni adornos; con una innata elegancia que se exhalaba como perfume de la misma sencillez y modestia de sus trajes.

Don Braulio era en el suyo, aunque limpio, harto descuidado. Su levita y su sombrero tenían la forma en moda hacía ocho o diez años. Su corbata negra estaba algo raída, y el cuello de la camisa, recto y sobrado grande, le llegaba casi hasta las orejas.

Beatriz se había medio peleado con su marido para obligarle a llevar más bajos los cuellos y a comprar nuevo sombrero y nueva levita. No había podido conseguirlo. -¿Qué quieres?, decía D. Braulio; manías de señor mayor. Así iba yo cuando muchacho y no quiero variar. Así te enamoré; así me quisiste; así te casaste conmigo.

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Doña Beatriz no sabía al cabo qué responder; se callaba, y dejaba ir a D. Braulio como le daba la gana.

Aquella noche, pues, no hizo la menor observación sobre el traje de D. Braulio; pero no por eso dejó de anudarle con gracia el lazo de la corbata, ni de alisarle el pelo, ponerle pomada y peinarle lo mejor que supo.

Los tres tomaron un cochecito con bigotera y se fueron a los jardines. En el camino decía D. Braulio:

-Me parece, y lo siento, que se van ustedes a fastidiar. No tenemos amigos. Ni siquiera tenemos conocidos. En medio de aquel bullicio vamos a estar como en un desierto. ¿Quién ha de hablarnos? ¿Quién ha de acercarse a nosotros?

-Hombre, no te apures por tan poco, respondía doña Beatriz. Si no conocemos a nadie, si nadie nos habla, a bien que ni tú ni yo nos sabemos aún de memoria. Hablaremos; nos diremos cosas nuevas; nos haremos la tertulia entre los tres; oiremos la música y tomaremos el fresco.

-Para tomar el fresco, replicó D. Braulio, lo mismo es ir allí que al Prado.

-Y aún se ahorraría el dinero de las entradas, dijo doña Beatriz.

Inesita iba silenciosa, y dejaba que siguiese el diálogo entre marido y mujer.

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-No lo digo por la miseria del gasto, Beatriz. Ya sabes tú que no soy mezquino, aunque soy pobre.

-Lo sé. No creas que sospeche yo que te duela gastar el dinero en obsequiarnos. Lo digo sin ironía. Lo digo sólo para que comprendas que, vistas las cosas como tú las ves, es una tontería ir a los Jardines; pero yo, y sin duda Inés más que yo, las vemos a través de otro prisma. Gustamos de ver gentes, aunque no reparen en nosotras. La animación, la alegría, el espectáculo del lujo nos recrean. Aunque no nos forjemos la ilusión, ni esperemos, ni deseemos siquiera ser vistas y admiradas, queremos ver y admirar la gala, la hermosura y la elegancia de los otros.

-Tienes razón, hija mía, tienes razón. Yo me olvido de que eres una muchacha. Tus gustos son como de muchacha. Mal hiciste en casarte con un viejo... y con un viejo pobre y oscuro. ¿Querrías tú ser conocida y celebrada por ti, quedando tu marido en su oscuridad y en su pobreza? ¿Querrías tú que llegase yo a ser conocido como el marido de doña Beatriz?

-No lo quiero, ni eso es posible. Todo el que me conozca habrá de conocerte a ti; y, conociéndote, no podrá menos de estimarte por lo que tú vales, que es mucho, y no porque seas mi marido. Los que son sólo conocidos como maridos es porque de otro modo no merecen   -97-   serlo. Nadie se acordaría de ellos a no ser por sus mujeres. En cuanto a tu vejez, a tu oscuridad y a tu pobreza, me enamoran más, bien lo sabes, que la juventud, la brillantez y la riqueza en cualquiera otro. Si algo vale mi cariño, baña en él tu alma y te sentirás remozado. ¿No me hablas a veces de la dulce luz de mis ojos? Pues ilumina con esa luz tu oscuridad. ¿No afirmas que mi cariño es un tesoro? ¿Pues cómo te atreves, ingrato, a sostener que eres pobre?

Don Braulio, que iba sentado en la bigotera, al oír tan cariñosas frases en tan linda boca, no pudo contener la emoción; se le saltaron las lágrimas, y tomando la mano de su mujer, la besó fervorosamente.

Doña Beatriz sintió en su mano una lágrima, que cayó sobre ella al dar el beso D. Braulio.

Entonces dijo doña Beatriz:

El Campo, N.º 1, 1 de diciembre de 1877

-Vamos, vamos... dejémonos de niñerías. No me pruebes ahora, no ya que eres viejo, sino que eres mucho más niño que yo. Alegrémonos, serenémonos, y vamos a divertirnos hasta donde sea posible. Apliquemos al caso presente aquel refrán que dice: «En casa del pobre, más vale reventar que no que sobre». Es menester sacarle bien el jugo a las pesetillas que vamos a gastar. ¡Pues no faltaba más! Sería un despilfarro hacer el gasto y no divertirse luego.

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Don Braulio se serenó siguiendo los consejos de su mujer: procuró reír y mostrarse contento, y hasta excitó a su mujer y a Inesita a que se divirtieran.

De esta suerte llegaron a los Jardines, tomaron billetes y entraron.



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- VIII -

Aquella noche había en los Jardines más gente que de costumbre.

Unos estaban sentados en sillas formando grupos, corros o pequeñas tertulias; otros iban girando por el paseo circular, en cuyo centro está el kiosco de la orquesta. Esta tocaba con bastante maestría el rondó final de la Cenerentola.

Nuestro D. Braulio y sus niñas no vieron una sola cara conocida.

En vez de sentarse se pusieron a girar por medio de aquella concurrencia.

Pronto notó D. Braulio que, aunque no conociera a nadie, no era lo mismo pasear solo que acompañado por mujeres tan guapas. Aquello distaba mucho de parecer un desierto.

Con frecuencia, sobre todo al pasar grupos de hombres, llegaban a los oídos de D. Braulio vagos murmullos lisonjeros, y de vez en cuando palabras y hasta frases enteras de admiración y de encomio.

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En España, no me meteré a moralizar sobre esto ni a decidir si está bien o mal, pero los hombres, sin creer que ofenden, suelen requebrar al paso a las damas, en particular cuando van solas.

En esta ocasión, o por no fijarse en D. Braulio, o por dar poca importancia a su persona, o por juzgarle distraído y que no oiría, Beatriz e Inés recogieron buena cosecha de piropos.

Ambas hicieron la recolección tan impasibles y con tan fría dignidad, que pronto, como si hubiese corrido la voz de que aquellas criaturas no pedían guerra, los piropos terminaron, aunque no terminó el abrir calle cuando pasaban ellas. Siguieron asimismo los murmullos de entusiasmo y simpatía.

Habían dado ya tres vueltas nuestras muchachas, cuando en un grupo de jóvenes elegantes divisaron las dos a la vez al Conde de Alhedin. Inesita conservó su serenidad olímpica: doña Beatriz se puso muy colorada.

-¿Viste al Condesito?, dijo Inesita al oído. de su hermana, y añadió con su terrible sencillez:

-¡Ay, ay, qué colorada te has puesto!

Otra nueva onda de roja sangre subió entonces al rostro de doña Beatriz, que se puso más colorada.

-Estás como una amapola, dijo Inesita.

El grupo en que habían visto al Conde venía hacia ellas de frente. El Conde iba sin duda a   -101-   pasar al lado. ¿Quién sabe si les hablaría? ¿Quién sabe si les diría alguna palabra atrevida que D. Braulio oyese? Por este recelo quizás se había puesto tan colorada doña Beatriz.

Lo singular fue que el Conde desapareció de pronto del grupo, el cual, al encontrarse con nuestras heroínas, se abrió para dejarles paso, oyéndose por ambos lados murmullos lisonjeros y respetuosos, semejantes a los que de otras personas habían ellas oído ya.

Inesita dijo al paño a su hermana:

-¿Dónde se habrá escabullido el Condesito?

-¿Quién sabe?, contestó doña Beatriz.

-Pues así, hermana, no es posible que yo le diga con los ojos todo aquello que me recomendabas anoche que le dijese.

No habían andado mucho trecho después de este breve diálogo, cuando vieron que de un corro, donde había sentada mucha gente, se levantó y destacó una señora elegantísima, aunque ya algo jamona. No había engruesado, y conservaba su esbeltez y gran parte de su hermosura, a pesar de los años. Estaba sin galas impropias de aquel sitio público; pero todo lo que llevaba puesto era de exquisito gusto: rico sin ser vistoso.

En vez de la mantilla tenía sombrero. Su rostro era gracioso. Su tez sonrosada, aunque algo morena. Tenía en la cara dos lindos lunares,   -102-   que parecían dos matas de bambú en un prado de flores. Sus ojos, grandes y fulmíneos, relampagueaban más, merced al cerco oscuro con que había ella pintado los párpados. Su talle era majestuoso a par que ligero y flexible. En resolución, todo el porte y el aspecto de aquella dama denotaban que era una lionne, una verdadera notabilidad de la corte.

¡Cuál fue el asombro de Inés y de Beatriz cuando advirtieron que la notabilidad venía flechada a ellas! Un caballerete de 25 a 30 años, cargado con un abrigo y con una cajita, la seguía como si fuese un lacayuelo.

Apenas llegó la dama, se puso delante de Beatriz, la miró con ternura, y exclamando: -¡querida mía!-, le echó al cuello los brazos y la besó en ambas mejillas.

Beatriz se quedó por un momento mirando a quien así la acariciaba. Reconociéndola al fin, dijo: -¡Rosita!-, y le pagó sus besos con otros.

Tal vez el curioso y paciente lector que conozca y recuerde la historia del Dr. Faustino haya caído ya en quién era esta Rosita. Era la famosa Rosita Gutiérrez, hija del escribano de Villabermeja, que tan principal papel hace en la mencionada historia.

Rosita parecía inmortal, según se conservaba. Lejos de perder con la edad, podíase asegurar que había ganado.

Poquito a poco se había ido amoldando y   -103-   ajustando por tal arte a los usos de lo más elegante de Madrid, que ya no se atrevía casi nadie a llamarla la Reina de las cursis, que era el dictado que al principio le daban.

Su marido había atinado en los negocios, y se había enriquecido más aún. Ambos esposos se habían hecho muy aristócratas, religiosos y conservadores. Idolatraban a Pío IX, y tenían un título romano. Eran Condes de San Teódulo. Habían ido en devota peregrinación a Lourdes y a Roma, y de allí habían traído varias reliquias del referido Santo, el cual había sido uno de los seis mil mártires de la Legión Tebana; y por dicha, resultaba probado con evidencia que fue natural del pueblo más importante del distrito por donde el marido de Rosita solía salir diputado. Con las reliquias trajeron los peregrinos la efigie del dicho San Teódulo, y todo lo llevaron al pueblo, donde hubo un júbilo inmenso y fiestas estrepitosas. Nada más natural después de esto que el que Rosita y su marido llegasen a ser Condes de San Teódulo.

Sin embargo, no contentos ellos con ser Condes por Roma, anhelaban ser Marqueses en Castilla, y hacía tiempo que lo pretendían con ahínco. Entre tanto, cumpliendo con el refrán de niño no tenemos, y nombre le ponemos, habían cavilado mucho y disputado más los Condes sobre el nombre que había de tener el   -104-   marquesado. Convenían los dos en que el nombre había de ser el de alguna finca rústica que ellos poseyesen; pero, por desgracia, los de las fincas del marido de Rosita eran imposibles. Se llamaban: la Biznaga, el Hinojal y la Macuca. No era prudente titular con títulos tan feos. Habían resuelto, pues, que titularían sobre un cortijo de Rosita llamado Camarena; y ya soñaban con ser Marqueses de Camarena, conformándose por lo pronto con el condado de San Teódulo, mártir tebano y andaluz a la vez, lo cual, entendido como aquí debe entenderse, no implica contradicción.

Titulada Rosita y más rica y boyante que nunca, sintió desenvolverse en su alma el amor más puro hacia las letras y las artes. Llamó a sus salones a los artistas y poetas, y se hizo una a modo de Lorenza la Magnífica o de Mecenas hembra.

En cuanto a la antigua cursería, hemos dicho que apenas osaba ya nadie acusarla de este defecto; defecto, por otra parte, tan vago e indefinible, que depende casi siempre del criterio de las personas el hallarle o no hallarle en otras. Lo que sí ocurre, por lo común, es que las acusaciones son mutuas. No se da apenas sujeto que, al calificar a alguien de cursi, haga más que pagarle, porque es seguro que los calificados por él le califican a boca llena de lo mismo.

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¿Será esto porque la cursería es una cualidad indeterminada y confusa? Yo creo que no, pues he notado que sucede lo propio con otras cualidades harto determinadas. Siempre que he oído a una mujer hablar de las intrigas galantes, de los enredos y travesuras de las otras, he visto que de ella decían las otras mil veces más. Y en los labios de todo aquel de quien me han referido mil horrores por su conducta poco limpia en los empleos públicos, he oído también las diatribas más enérgicas, acusando a los otros del mismo pecadillo.

Ora por bondad natural, aunque no ingénita, sino adquirida con los años y la experiencia; ora por desdeñar un arma embotada y mellada a fuerza de que todos la usen, la Condesa de San Teódulo no tenía mala lengua. ¡Cosa rara! No hablaba mal de sus amigos. Sólo hablaba mal de sus enemigos declarados y acérrimos. Entonces se esmeraba y lo hacía con mucho chiste. De vez en cuando, aunque su prosa hablada era exquisita, solía apelar al verso, y mandaba a su poeta favorito que escribiese aleluyas contra la persona a quien quería ella ridiculizar.

Apartada tiempo hacía de la amistad del general Pérez, la Condesa no intervenía en la política; no disertaba sobre estrategia, poliorcética y castrametación. Ahora consagraba todo su ingenio a las musas. Y además, desde su   -106-   viaje a Roma, donde había estado tres semanas, había adquirido profundas nociones en el dibujo, pintura y artes plásticas, y se había hecho una arqueóloga más que razonable.

Tal, en resumen, era la amiga que, sin esperarlo, se encontraron en los Jardines Inesita y Beatriz.

Rosita, hacía ya ocho años, había estado en la feria del pueblo de ambas, no lejos del pueblo de ella, y había sido hospedada en la casa del señor cura, amigo de su padre. Pero ¿cómo no se le habían olvidado aquellas mujeres, que eran niñas cuando ellas las conoció, y que debían de haber cambiado bastante? ¿Cómo acudía a ellas con tanta llaneza y bondad? ¿Por qué se las llevaba, como se las llevó, a su corro, sentándolas a su lado?

De todo esto D. Braulio estaba tan pasmado o más pasmado que nosotros. La diferencia está en que nosotros sabremos la causa en el capítulo siguiente, y D. Braulio se quedará a oscuras y cavilando.



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- IX -

El Campo, N.º 2, 16 de diciembre de 1877

Todas las presentaciones se hicieron con las ceremonias debidas, según la liturgia de la sociedad elegante. Doña Beatriz presentó a su marido a la Condesa, y la Condesa presentó a los caballeros que formaban el corro, primero a doña Beatriz y después a Inesita y a D. Braulio. De esta suerte los tres se vieron lanzados en el gran mundo en un periquete, en un abrir y cerrar de ojos.

No estaba allí el Conde de San Teódulo ni había más señora que la Condesa. A ésta, como a casi todas las señoras de alto fuste y suprema elegancia, no le gustaba el trato con las mujeres sino en raros casos. Tanto más de agradecer y de estimar, por consiguiente, la extraña excepción que había hecho de Beatriz y de Inesita.

Sentados todos de nuevo en el corro, el poeta favorito de la Condesa, a quien llamaremos Arturo, dio conversación a Inesita, sin que dejasen   -108-   de hablar también con ella otros galanes.

Don Braulio, si bien sobresaltado ya y receloso de empezar a hacerse célebre por su mujer, habló con los señores más serios y machuchos.

Doña Beatriz y la Condesa de San Teódulo hablaron largo rato entre sí y en voz baja, recordando su amistad antigua.

A los pocos minutos, la Condesa había exigido de doña Beatriz que se volviesen a apear el tratamiento, que se volviesen a tutear como ella recordaba que allá en el pueblo se habían tuteado.

¿Por qué negarse a tamaña amabilidad? Las dos amigas se tutearon en efecto. Ya recordará el lector lo campechana que era Rosita de lugareña. De Condesa seguía lo mismo con quien lo merecía.

-No acabo de comprender, decía Beatriz, cómo has podido conocerme entre tanta gente, y después de tantos años.

El Campo, N.º 2, 16 de diciembre de 1877

-Hija mía, contestaba la Condesa, yo tendré corto entendimiento; pero tengo mucha memoria, y sobre todo, mucha y buena voluntad para aquellos a quienes estimo. Te hubiera reconocido entre cien mil personas, sin antecedentes, sin estar prevenida, sin aviso de que estuvieses tú entre ellas. Además, ¿qué mérito hay en mí? Quien te ve una vez no es posible que te olvide.

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-Gracias, gracias: me confundes con tus elogios indulgentes y generosos.

-Digo la verdad. Y luego tú no has cambiado en la cara. Tu cuerpo es otro; te has desenvuelto; has embarnecido algo; estás hecha una hermosa mujer. Praxíteles te hubiera tomado por modelo. Estas prendas, sin duda, son hoy otras en ti. Cuando nos tratamos en el lugar eras una niña. Yo vi entonces el fresco y tierno capullo; ahora veo la rosa que ha desplegado todo el lujo exuberante de su aromática corola. Pero repito que la cara, la expresión, el mirar... nada de esto ha cambiado. Cuando hablas pareces una mujer casada... pero en silencio... pareces una niña, más cándida... más inocente que tu hermanita, que también es muy mona.

-De todos modos... es singular... sin antecedentes... sin saber que yo estuviese en Madrid...

-No; eso no. Yo no gusto de jactarme de lo que no debo. Yo he sabido hace poco que estabas en Madrid. Si antes lo hubiera sabido, hubiera ido a verte a tu casa.

-¿Y quién me conoce? ¿Quién ha podido hablarte de mí? Mi marido es un pobre empleado...

-Será lo que dices; pero su inteligencia y su laboriosidad tienen encantado al Ministro y lleno de envidia a todo el personal de la secretaría.   -110-   El Ministro no hace más que hablar de tu marido. Y lo que es de ti, aunque vives tan retirada, hablan ya muchos desde que, pocas noches ha, te vieron en estos jardines.

-¡Es posible, mujer! ¿Quieres burlarte de mí?

-Harto sabes tú que no me burlo.

-No te burlarás porque eres buena, pero querrás embromarme. Es cierto que vine aquí pocas noches ha, mas nadie me conocía.

-Entonces te conocieron y te admiraron. Alguien, que se precia de hastiado, de descontentadizo, de difícil, quedó tan hechizado que os siguió.

Doña Beatriz se puso colorada otra vez.

-¿Cómo sabes eso?, dijo.

-Él me lo ha dicho.

-¿Quién?

-¿Quieres que te regale el oído? El Conde de Alhedin; la flor de los elegantes; el más guapo de nuestros pollos.

-Sería por mi hermana.

-De eso no me ha dicho el Conde palabra. Se ha limitado a decirme que os siguió, y me ha hecho de vosotras el más brillante encomio. Asegura que jamás ha visto dos mujeres más bellas y más aristocráticas por naturaleza. Antes de llegar hasta mí había el Conde tomado informes, y yo no sé cómo diablos se las había compuesto que, a pesar de vuestra fuga precipitada en un pesetero, sabía ya cómo os llamabais,   -111-   dónde vivíais, quiénes erais, quién era tu marido, y mil cosas más. Claro está que al decírmelas caí en la cuenta de que erais las niñas que tanto había yo querido en el lugar, y entré en deseo de volver a veros. Si he de hablarte con franqueza, sólo he venido esta noche por aquí a ver si os hallaba. En casa tengo gente: un círculo de amigos. Allá me aguardan, y mi marido está con ellos. En fin, gracias a Dios que os he encontrado. Bien suponía yo que habíais de venir por ser noche de domingo, en que tu marido no tendría quehaceres. La otra noche fue una locura lo que hicisteis, creyendo que nadie lo notaría. ¡Venir solas... dos niñas... exponiéndose a la persecución de cualquier majadero mal educado!... No todos son la crema de la cortesía. No todos son como el Conde del Alhedin, que sabe distinguir a escape con quién ha de habérselas.

-Tienes razón, dijo Beatriz; fue un disparate, fue una imprudencia lo que hicimos la otra noche. No lo volveremos a hacer.

-De aquí adelante sería imposible. Os desentonaríais. Ya a estas horas os conoce todo Madrid; esto es, la sociedad. Debéis venir, o con tu marido... o conmigo. Os traeré en mi coche si os divierten los Jardines. Mi poeta y algún otro nos escoltarán. Es menester darse tono. No es cosa de venir aquí dos muchachas como dos aventureras.

  -112-  

-Mucho tengo que agradecerte, exclamó doña Beatriz.

-No, niña mía, no me agradezcas nada. Lo hago por egoísmo. Aquí, para entre nosotras, la vanidad no me ciega; voy siendo ya cotorrona. No tengo amores, ni celos, ni aspiro a nada, y necesito la amistad y la compañía de mujeres jóvenes como vosotras. Mi casa es un casino del cual soy presidente con faldas; pero me voy cansando de hacer este papel. ¿Quieres compartirle conmigo? ¿Quieres ayudarme a presidir mi tertulia?

-Ignoro si Braulio querrá y podrá...

-¿Cómo no ha de querer? Parece afable, alegre, buen señor y discreto. Ya reconocerá que su mujer no ha de estar siempre metida en casa. Cuando se casó con una criatura como tú, se haría cargo de todo esto. No le cogerá de susto.

-Sí... es verdad... dijo doña Beatriz; pero Braulio tiene razones poderosas. ¿Por qué he de avergonzarme de decírtelas? Somos pobres... ¿Cómo gastar en trajes?...

-¿Y para qué esos trajes? En mi casa... estamos de toda confianza... Puedes ir como estás ahora... menos lujosa aún... y hasta puedes llevarte allí la labor... Ya verás cómo te distraes allí por las noches. Tu hermanita se distraerá también, porque van a casa pollos proporcionados a su edad e irán más cuando sepan   -113-   que va ella. En cuanto a tu marido... no es un requisito indispensable que te acompañe siempre. Esto sería ridículo por varios motivos; porque haría sospechar que era un celoso desconfiado, lo cual redundaría en menosprecio tuyo; o porque haría presumir que era un hombre incapaz, baldío, que no tenía negocios en que emplearse; pero, en fin, aun cuando tu marido fuera a menudo a mi casa, doy por cierto que, lejos de pesarle, se alegraría. Allí van no pocos sujetos de su posición. Se daría a conocer, ganaría amigos y hablaría de política, de hacienda, de ciencias, de todo, luciendo lo mucho que dicen que sabe... y que hasta lo presente, dicho sea en paz y sin que te enojes, no le ha servido de nada. Tú lo confiesas... no estáis muy lucidos.

-Estamos contentos... y no deseamos más.

-Esa es una virtud... pero infecunda. Cuando no se aspira no se alcanza. Es menester aspirar a todo... Mira tú mi marido... Ya te le presentaré... No vale la vigésima parte de tu D. Braulio. Y sin embargo... ¡cómo sabe ingeniarse!... Es un gerifalte... Yo hablo contigo con el corazón en la mano. Es menester que saquemos a tu marido del limbo en que vive. Tiene elementos... ¿Por qué no ha de aprovecharlos? Para filósofo, menospreciador del mundo y de sus pompas vanas, hubiera hecho mejor en no casarse con un pimpollo como tú.

  -114-  

-¿Qué quieres? ¡Me amaba tanto!

-¡Lástima fuera que no te amase! ¿A quién no infundirás amor? Tú, sin embargo, agradecida...

-No sólo agradecida... enamorada también...

-Conque ¿le amabas mucho?

-Y le amo todavía.

-Su claro talento te sedujo: doble motivo para que le emplee en hacerte feliz, para que se deje de vagas meditaciones y acuda a lo que importa. No sé qué agudo escritor ha comparado al filósofo especulativo con un mulo que da vueltas a una noria, atado a ella por el diablo de la metafísica, sacando agua que no bebe, y sin comer la abundante hierba y lozana hortaliza que por todas partes le rodea. Pues peor es aún cuando el filósofo o el mulo, siguiendo la pícara comparación, tiene una compañera, y la lleva de reata, y no la deja pacer tampoco.

-Mi obligación y mi gusto es seguir a mi marido por donde quiera que vaya: así me lleve a un desierto estéril como a la tierra de promisión. Por dicha, no creo que esté tan hundido en inútiles ensueños, que desconozca la realidad de la vida.

-Mejor es así. Me alegro. Sin lisonja: me va siendo muy simpático tu marido. Tiene buena facha. Se conoce que es pájaro de cuenta. Lo   -115-   único que debiera reformar es el sombrero y los picos del cuello de la camisa. Son enormes. ¿Por qué no haces que se los recorten un poco?

-Es un capricho. Insiste en llevarlos así: pero no es terco en asuntos de más importancia.

-Entonces... bueno va. Con picos y todo me parece bien... muy curiosito... muy pulcro...Hasta la enormidad descomunal de los picos se me antoja ya que le da cierto carácter original y grave. Pero, señor, ¿dónde se habrá escondido el Conde?

-¿Qué Conde?, preguntó Beatriz.

-Tu más fervoroso admirador. Apenas te vio, vino a decirme que habías llegado. Lo singular es el miedo que te tiene. Es absurdo en hombre tan corrido y tan atrevido. Nada... le da vergüenza de que le presente a ti y se ha escapado. Está retardando lo que más desea... ¡Gracias a Dios! Ya viene por allí.

Beatriz dirigió la mirada hacia donde indicaba su interlocutora, y vio que se acercaba al corro el lindo y elegante Conde de Alhedin.

-¿No es verdad que es muy gentil?, preguntó la Condesa.

Beatriz hizo un gesto gracioso que nada significaba.

-Y luego, añadió la Condesa, ¡si vieras qué bueno es y qué sencillo, y qué caballero!

  -116-  

Nada dijo Beatriz tampoco para corroborar estas alabanzas.

Llegó en esto el Conde, y la de San Teódulo le presentó sucesivamente a Beatriz, a su hermana y a D. Braulio.

No era el Conde de la reciente escuela y última cría, que hace gala de gastar pocos miramientos con las mujeres, o si lo era, sabía distinguir ocasiones y personas, y conociendo que no ganaría con abatirse intrépida y bruscamente sobre su presa, estuvo hasta cortado y tímido en los primeros instantes. Se limitó a decir algunas palabras corteses a cada una de las dos hermanas, sin acercarse demasiado a ellas, y sobre todo, sin incurrir en la insolente ordinariez, en que ahora incurren con frecuencia los hombres, de alargar la mano a las señoras, apenas los conocen, obligándolas a que los desairen o a venir de buenas a primeras a términos de amistosa confianza.

Después buscó el modo más natural de entablar conversación con D. Braulio; y como si fuese un señor tan formal y de peso como él, le entretuvo más de media hora sobre materias importantes. Hizo más aún. Hizo algo que parecía imposible, dado lo parlanchín que era: supo callarse, escuchar con atención, y obligar a D. Braulio a que hablara, de lo cual D. Braulio salió encantado.

Por último, haciendo la conversación general,   -117-   soltó el Conde la rienda a su buen humor, ensartó mil chistosos desatinos, dentro siempre de los límites, no ya sólo de la decencia, sino de la más delicada urbanidad, y divirtió y regocijó a la reunión, logrando hacerse simpático a todos.

Preparados así los ánimos, cuando acababan de dar las once, la Condesa propuso abandonar ya los Jardines e ir todos a su casa a tomar el té. D. Braulio, a pesar de que había reído las gracias del Conde y estaba contento de que le hubiese escuchado discretear, se escamaba de tanto obsequio y sentía no poco sobresalto de ver cómo se iba metiendo en los trotes del gran mundo; pero no supo resistirse. La Condesa le iba a llevar hasta la casa de ella en su coche. Después, desde la casa de la Condesa a la de D. Braulio había pocos pasos que andar. Allanadas así las dificultades, hubiera sido una grosería no aceptar el convite.

D. Braulio aceptó pues; y en compañía de su mujer y de Inesita, los cuatro en el mismo landó abierto, fue aquella noche a la tertulia íntima y diaria de la Condesa de San Teódulo.



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- X -

Por lo general, no hay tertulia o reunión para divertirse donde no se baile o se juegue a los naipes. Sin tresillo para los viejos y sin polkas y valses para los jóvenes, todos por lo común se aburren. Es de admirar, por lo tanto, una tertulia, como la de nuestra Condesa, donde sólo con charlar se divertía la gente. La mujer que logra tener una tertulia así, puede jactarse de haber puesto una pica en Flandes. Cuantos sepan de estos negocios mundanos tendrán que reconocer en la mujer que presida tal tertulia, no comunes dotes de entendimiento.

El Campo, N.º 2, 16 de diciembre de 1877

Otras singulares virtudes resplandecían también en Rosita. Era tan buena para amiga, como mala para enemiga. A su marido le quería, le cuidaba y le mimaba como la consorte más fiel y más amante. No había impedido esto que hubiese estimado después y querido de   -119-   otra manera, y con otros tonos y matices de cariño.

Las mujeres, por lo común, no entienden que haya más que un solo cariño, que dan por completo a alguien o que reparten de este modo o del otro. Rosita no era así. Rosita entendía y sentía varios cariños, que no se destruían entre sí y que se armonizaban lindamente. Al Conde de San Teódulo le quería de un modo; a su poeta le quería de otro; y sobre estos afectos, propios y exclusivos de la mujer, surgían otros que parecían arrancar del fondo esencial del espíritu, donde ya no hay diferencia de mujer y hombre: del principio neutro, antes de que adquiera determinación sexual. Quiero decir con esto, que Rosita amaba a muchos de sus tertulianos con una amistad parecida a la que un hombre puede sentir por otro hombre, con más cierta dulzura inefable que ella, por ser mujer, y mujer bonita aún, atinaba a poner en esta amistad, completamente ajena a todo sentir amoroso.

El primero de estos amigos de Rosita era el Conde de Alhedin. Entre Rosita y el Conde no había secretos. Todo se lo confiaban. El Conde buscaba en su amiga consolación para sus disgustos, y consejos para sus dificultades. Rosita admiraba el talento del Condesito; le reía todos los chistes; hallaba que nadie era más discreto que él; ni su poeta, ni su marido, valían un pitoche   -120-   al lado del Conde, y por él hubiera hecho Rosita cualquiera sacrificio. Nunca, sin embargo, ni el Conde había pensado en enamorar a Rosita ni ésta en enamorar al Conde.

Fundadas tan poéticas relaciones en la estimación mutua, para Rosita era el Conde de Alhedin como un oráculo, sobre todo, cuando se trataba de una ciencia que nos atreveremos a llamar Estética social: esto es, de calificar a las personas y a las acciones y a las cosas de elegantes, de distinguidas y de bellas. Una sentencia del Conde de Alhedin sobre feo o bonito, sobre buen tono o mal tono, sobre distinción o falta de distinción, era inapelable para Rosita.

De este modo se comprenderá su entusiasmo súbito por sus antiguas amigas del lugar. El Conde se se las había descrito como dos portentos, y Rosita había dado por cierto que lo eran.

Deseosa entonces de lucirlas en su tertulia, alegre de ver que el entusiasmo de juez tan competente como el Conde recaía en sus casi paisanas, y anhelando que el Conde las conociera y tratara, buscó y halló, como hemos visto, a Beatriz y a Inés.

El Conde mismo, en cuanto las vio, había ido a avisar que venían, por donde fue harto fácil a Rosita reconocerlas.

Por lo demás, ni en esto hubo plan pecaminoso, ni propósito maquiavélico, ni concierto alguno entre el Conde de Alhedin y su confidente.   -121-   Nada se había tramado ni contra la virtud de Beatriz, ni contra la inocencia de Inés, ni contra el honrado reposo de D. Braulio.

Rosita buscó con alegría y orgullo a sus semi-paisanas, fiada en los encomios del Conde. Cuando las halló, o sea porque estuviese bien predispuesta, o sea porque ellas lo merecían todo, le parecieron mejor aún, cada una por su estilo, que lo que había dicho el Conde. Y como Rosita no era envidiosa, cuando no había celos ni emulación de por medio, deseó todo bien a sus amigas, y fue sincera en cuanto con Beatriz había hablado. Le pasó por la cabeza que en su casa podría hallar Inesita un buen novio; consideró posible que en su casa saliese D. Braulio de su oscuridad, y como le juzgaba pájaro de cuenta, vino a fingírsele en breve tiempo o Director general o Ministro, haciendo mil negocios útiles a la patria, y sobre todo a su marido; y no le pareció tampoco inverosímil que en su casa Beatriz y el Conde de Alhedin llegasen a enamorarse perdidamente el uno del otro; pero en esto no atinaba a ver Rosita, dado que ocurriese, y que ocurriese con la debida circunspección, nada de trágico, ni siquiera de desagradable para don Braulio, quien, según ella misma había declarado, le era simpático de veras, y de quien ya formaba elevadísimo concepto.

Con tales ideas respecto a sus nuevas, o mejor   -122-   dicho, renovadas amigas, la Condesa de San Teódulo se deshizo en amabilidades.

Beatriz estuvo en la tertulia encantada y encantadora. Satisfecha de verse atendida y mimada por todos, desechó la cortedad y tomó la tierra, como si hiciera ya años que asistiese en aquellos salones. Todos, hasta los más difíciles, admiraron su ingenio a par de su belleza, y celebraron la natural sencillez de su trato, su no aprendida sino ingénita elegancia, y su espontánea gracia andaluza. Aunque con la embriaguez del éxito propendía Beatriz a hablar demasiado, sabía contenerse y templarse para no pasar por desenvuelta y parlanchina. Merced a su reflexiva prudencia, estuvo, pues, inmejorable.

Inesita, por su estilo, estuvo asimismo muy bien. Su serenidad olímpica, su calma divina, no la abandonó ni un instante. En medio del lujo y los esplendores de aquella casa, antes desconocidos para ella, no sintió, como su hermana, que le subía a la cabeza algo semejante a los vapores del Champagne; y sin la indiferencia selvática del rústico, y sin el afectado desdén del vano y orgulloso, no se maravilló de nada, dejando ver que lo comprendía y lo estimaba todo, aunque no lo hallaba extraño a su condición. En suma, Inesita estuvo en la tertulia como pudiera haber estado una princesa real, para quien todas aquellas magnificencias   -123-   eran elemento propio, o más bien, quedaban por bajo del elemento que ella respiraba y en que su alma vivía.

Esta serenidad de Inés hubiera podido pasar por orgullo si no estuviese suavizada por una mansedumbre angelical; tal vez se hubiera confundido con la necia apatía, si en la luz de sus pupilas, claras y profundas a la vez, no destellase la inteligencia. Quien fijaba su mirada en la de ella, creía penetrar a través de mágicos cristales en el seno de un encantado palacio, lleno de misterios, o imaginaba hundirse hacia el fondo de transparente lago, poblado de hermosas y vagas creaciones, cuyos divinos contornos no atinaba a comprender con fijeza, porque el más leve suspiro del aura rizaba las puras ondas, y éstas, sin perder ni en claridad ni en pureza, desvanecían y esfumaban toda imagen.

En cuanto a D. Braulio, menester es confesar que estuvo bastante encogido y fuera de su centro en la tal tertulia.

Ya sabemos que era muy escamón, como dicen en su tierra. Así es que, si bien disimulaba con habilidad, andaba con la barba sobre el hombro, y le parecían los dedos huéspedes. Era listo, pero presumía de ladino, y llegaba a ser sobrado malicioso. Formó, pues, de la tertulia un concepto muy diferente del que doña Beatriz había formado.

  -124-  

Aunque D. Braulio había vivido casi siempre en lugares y pequeñas ciudades de provincia, y aunque en Sevilla, durante los primeros años de su matrimonio, había estado retiradísimo, sin tratar nunca con lo que llaman el gran mundo, él le concebía y le comprendía más bello de lo que ahora se le presentaba. Dudó, por consiguiente, que aquel fuese el gran mundo puro, sino un remedo falso de él, como el similor es remedo del oro. Y ya en este camino, fue más allá de lo razonable, e hizo juicios aventurados, entendiéndolo todo grotescamente y trabucando las cosas.

Los Condes de San Teódulo le parecieron un si es no es Condes de pega, y aunque en la tertulia había sujetos de verdadero valer y clase, el concepto un poco turbio que tenía don Braulio de los amos de la casa, hubo de proyectar cierta sombra oscura sobre los que a la casa asistían. De casi nadie pensó bien. ¡Extraña condición de los seres humanos! Uno sólo se ganó desde luego toda su confianza; uno sólo le pareció elegante, distinguido, noble por completo, discretísimo, ilustre, ameno, dulce y leal: el Conde de Alhedin.

Viéndole cuchichear a menudo con Rosita y estar en la casa con más desenfado que los otros, D. Braulio, pasándose de listo en esta ocasión, hizo un arreglo allá en su mente, y decidió que el Conde de Alhedin representaba   -125-   en aquella casa el papel que en realidad representaba el poeta Arturo.

Allá en su interior, D. Braulio perdonó benignamente al Conde este extravío, y considerando sus excelentes prendas, y sin recelo de nada por este lado, casi intimó con él.

En cambio, al poeta, que era muy entrometido, que desde luego trató con la mayor confianza a las dos hermanas, que se acercaba muchísimo para hablar con ellas, así por mala educación como por ser algo corto de vista, y que echó a Beatriz en verso y en prosa una infinidad de piropos, D. Braulio le tomó tirria y le miró como a un D. Juan Tenorio menesteroso y de tercera o cuarta clase.

De todos modos, a D. Braulio no le encantó la tertulia; pero D. Braulio tenía una pauta para su conducta, de la que había decidido no apartarse.

Tal como está la sociedad, y fuese cual fuese el ideal que él tenía del gran mundo, lo cierto era que la casa de los Condes de San Teódulo era una casa respetable, donde cualquiera otro en su posición se hubiera quedado contentísimo de ser admitido. D. Braulio podía pensar lo que se le antojase de Rosita y de su marido; podía denigrar, allá en el fondo de su severa conciencia, la tertulia con sus tertulianos; pero ante el mundo, dentro de las condiciones de esta vida que vivimos, no podía oponerse, sin   -126-   pasar por hurón, por celoso y por tirano, a que su mujer siguiese yendo a dicha tertulia.

D. Braulio no quería además contener a su mujer con sermones, ni con severidad, ni con mandatos. Quería sólo de ella amor por amor. Su plan estaba trazado. No podía ni debía oponerse a que Beatriz tratase a Rosita ni a que estrechase lazos de amistad con ella. Conveníale, por último, dar aviso a su mujer acerca del valor moral de Rosita, a fin de que no se engañase; pero disimular luego su disgusto, si su mujer seguía tratándola. Y esto hizo don Braulio.

Habrá quien crea que D. Braulio hizo mal y que era débil de carácter. Aquí no le damos como dechado de fortaleza. Le pintamos tal como es.

Diremos, no obstante, en su abono, que son muy raros los Catones. Todos se informan de la conducta de los criados que van a recibir en casa, y nadie de la de aquellas personas con quien tratan e intiman su mujer y sus hijas, siempre que dichas personas salven las apariencias y no estén mal vistas en el mundo.

En suma, ya con la tolerancia, ya con el beneplácito de D. Braulio, doña Beatriz e Inesita, desde aquella noche en adelante, siguieron yendo con frecuencia a la tertulia de la Condesa de San Teódulo, y siendo su más preciado ornato y atractivo.

  -127-  

Rosita, además, las llevaba a veces en su compañía, ya al teatro, ya a los Jardines, ya al paseo, ya a comer en su casa.

D. Braulio, según sus quehaceres o su humor, iba o no iba con su mujer y su cuñada a estas diversiones y fiestas, a las que Rosita tenía buen cuidado de convidarle siempre.



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