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Peculiaridades culturales e identificación de Andalucía en la obra de Salvador Rueda: músicas tradicionales y flamenco

Francisco Linares Alés





El propósito que mantengo en estas páginas, dentro del planteamiento general sobre «Lo andaluz popular como símbolo de lo nacional», es el acercamiento a la obra de Salvador Rueda (1857-1933) atendiendo a lo que dicha aportación literaria pueda significar en el proceso de construcción de la imagen de Andalucía y de la identidad andaluza. Dado que lo referido a la cristalización de la conciencia andaluza nos sitúa en un ámbito de estudio y discusión extensísimo, parece oportuno acotar el terreno limitándonos a un escritor muy prolífico y reconocido en su época, cuya elaboración al respecto, circunscrita al medio de la creación literaria, es sintomática de toda una tesitura histórico-cultural.

Se debe, por eso, evitar un acercamiento que atribuya su aportación a una supuesta personalidad creadora, y se ha de intentar reconocer en dicha aportación el tejido de unas ideas que circulan en su momento de manera insistente pero no del todo consciente ni bajo un sistema coherente. Algunas, como veremos, anticipadoras del modo hoy más aceptado de entender lo andaluz.

De las peculiaridades que dan pie a Salvador Rueda para la identificación de Andalucía tomaré solo una serie de las más evidentes: las que tienen que ver con la música, pues al fin y al cabo la poesía moderna -y Rueda contribuye a ella dentro del mundo hispano- cifra en buena parte su proyecto artístico innovador en la «música» y pretende entroncar con las raíces musicales populares.

Sin que ignoremos los antecedentes, el malagueño supo ya en los primeros años ochenta -las primeras aportaciones de Machado y Álvarez son de apenas unos años antes- de la imaginería y del simbolismo cultural del flamenco, de su autenticidad y de la superchería aneja, trasladándolo desde ámbitos minoritarios o del incipiente tópico literario a una palestra más reflexiva. El tiempo le ha dado totalmente la razón. No se trataba de un mero rasgo pintoresco, sino que el flamenco ha demostrado su importancia constitutiva en la cultura andaluza.

Por otro lado, no debemos perder de vista que la gestación de lo andaluz se da a través de una peculiar relación de servidumbre y al mismo tiempo de pugna con respecto a la gestación de lo español, ya que las evidentes peculiaridades andaluzas han sido vistas tanto en calidad de identificativas de la nación española, como, en menor medida, como representativas de un camino propio.


Folklore, literatura y construcción de la identidad

En un estudio como el presente, que pretende establecerse sobre una base empírica, conviene no obstante reflexionar previamente sobre algunos conceptos generales que justifican por qué tomar en consideración a un creador y por qué dicha consideración de la creación literaria es puerta de entrada a una problemática cultural y a la postre social. Ya no se trata del necesario actual cuestionamiento de los límites disciplinarios entre los estudios literarios y del folklore, así como de los de estos y el estudio de la sociedad, por más que detenten fundamentos y objetivos diferentes. Lo significativo es que estas disciplinas se consolidan a lo largo del siglo XIX cuando la burguesía controla todos los resortes del poder y a través de determinadas instancias culturales afirma la idea de pueblo, nación o patria que permita basar la organización del estado en un saber y un hacer ancestral y comunitario libre de condicionantes teocráticos o de linaje. Desde ese horizonte, diversas ciencias -y la apelación al cientifismo no es sino la manifestación de esa independencia del saber humano- contribuyen a legitimar la existencia de un alma popular a la que paradójicamente se la llega a dotar de una nueva sacralidad. Así podemos afirmar que las nuevas ciencias humanas y la creación artística confluyen en un mismo proyecto, aunque debemos tener en cuenta que esto tiene lugar con contradicciones e inevitables desfases entre los distintos niveles de la estructura social.

La creación literaria, en particular, que se constituye como un espacio cerrado sometido a las leyes que impone el arte -y solo indirectamente responde a intereses económicos- es un medio privilegiado para la manifestación de la identidad, individual y colectiva, pero, al mismo tiempo, al incorporar libremente otros discursos que remiten a prácticas de variado carácter social, transcribe las contradicciones ideológicas y sociales. Esto conlleva que nuestras actuales disciplinas tengan que ser aplicadas en colaboración, y que el estudio de la literatura sea también estudio social.

En el contexto decimonónico la literatura, por esa confluencia con otras disciplinas antes aludida, anticipa y acompaña la descripción del saber y los comportamientos populares que bajo otras restricciones disciplinarias se plantea el estudio del folklore. Al mismo tiempo, lo tradicional y popular es asimilado dentro de un concepto más amplio de literatura. Es un doble movimiento que tiene que ver con la ideología de lo nacional, pero que no está exento de las distorsiones que provoca el que no obstante la literatura sea concebida como un espacio de creación artística individual permeable a otros discursos distintos del folklórico; amén de que la subjetividad del artista pueda sintonizar con diversos supuestos sujetos colectivos nacionales.

Salvador Rueda es un ejemplo claro de estos fenómenos. Siendo ante todo un creador -con aportaciones menores como crítico- participa de un clima de interés etnográfico, y aunque él mismo solo adopta ocasionalmente las formas del folklore, en su representación de determinadas prácticas y la atribución del calificativo de genuinas e identificativas de Andalucía y/o España, es muestra fehaciente de cómo el campo específico de la literatura deja al descubierto aspectos interesantes del proceso de construcción de la identidad andaluza con base en la observación del folklore.




Salvador Rueda en el campo literario

Dado que la ideología y el imaginario literarios juegan un papel decisivo en esa construcción de lo andaluz, conviene plantearse cómo se integra Rueda en el campo literario, qué lugar ocupa y según qué dinámicas ve condicionada su posición en él.

Salvador Rueda nace y vive su infancia y adolescencia en un medio campesino, en la aldea de Benaque, de la comarca oriental de Málaga. En esos confines del mundo, evidentemente la literatura culta no tenía lugar, aunque en un tiempo la villa de Macharaviaya, y con ella su anexo de Benaque, favorecida por la poderosa e ilustrada familia Gálvez, había sido considerado un «pequeño Madrid». Mas sí existían saberes transmitidos oralmente y composiciones populares del tipo de los fandangos que se cantaban y bailaban en las fiestas: lo que después se conoce como verdiales. A esta familiaridad con los versos se unió el que nuestro poeta pudiera conocer algunos autores clásicos a través del padre Robles, párroco de Benajarafe que le enseñó un poco de latín y de literatura.

Cuando ya con dieciocho años, a finales de 1875, podemos considerarlo instalado en Málaga, aparte de conocer el medio urbano, con más variedad de hábitos, ocupaciones y diversiones, ensaya diversas profesiones y se decanta hacia la actividad literaria. Lo hace a través de colaboraciones en publicaciones periódicas, comenzando por El Mediodía, dirigido por Narciso Díaz de Escovar, o Andalucía. Revista ilustrada de literatura y artes. Málaga, a pesar de la crisis que, como en toda Andalucía, ya se dejaba notar, era una ciudad activa económicamente y tenía una considerable vida literaria. De esta surgieron escritores como Alejandro Sawa, y de ella parte también Rueda.

La formación que adquiere nuestro escritor incluye los más variados ingredientes: ya se ha producido la Restauración borbónica, con esa recogida de velas hacia el conservadurismo que realiza la burguesía, pero se mantienen los aires de renovación intelectual que trajo la revolución de 1868 y la Primera República, que se notaba sobre todo en la mentalidad cientificista que ya era imparable y tiene ecos en la literatura de Salvador Rueda. En la literatura del momento, el realismo-naturalismo así como cierto idealismo estetizante, se mezclan con un fuerte rescoldo romántico, que en el caso de Gaspar Núñez de Arce, mentor de Rueda, sirve a una poesía retórica y de tema civil y filosófico. El otro gran ejemplo del malagueño es José Zorrilla, del que toma la veta descriptiva, sonora y cromática, más que la temática heroico-nacional. Pero el romanticismo había desencadenado además un interés por lo local que en el medio realista había dado lugar al cuadro de costumbres. Este será uno de los géneros preferidos del primer Rueda. Por otro lado, de raigambre romántica es también el interés por los cantares o coplas populares que aunque en Rueda por lo general no dan lugar a una recreación culta, sí lo hace receptivo hacia el flamenco y le lleva a componer coplas de tipo popular.

La influencia del naturalismo, con matices, hace que la temática local pase a ser entendida según la estética naturalista. Así, El gusano de luz, de 1889, será el puente entre el cuadro y la novela, género por el que se va decantando dentro de la prosa.

En la década de los noventa nuestro autor adquiere su perfil más personal y aplaudido como poeta. La visita de Rubén Darío a España en 1992 lo hace consciente de su protagonismo -aunque no claramente orientado- en la renovación de la poesía en lengua española. Pero de adelantado de la nueva poesía, con el cambio de siglo pasa a ser reemplazado por poetas jóvenes. De la posición central en el sistema literario, es desplazado a un lugar secundario, aunque mantiene el atractivo popular.

Se dedica en la primera década del siglo también al teatro -había publicado ya una obra en 1891- y emprende una serie de viajes por América y Filipinas como embajador de la cultura hispana. Publicará en colecciones de novela popular, pero a pesar de su nombradía, sus libros de poesía y el interés que despiertan entre los jóvenes escritores serán cada vez más escasos. Es sintomático que El milagro de América, libro donde recoge poemas relacionados con su periplo americano, se tuviera que publicar con bastante retraso con respecto a las fechas de su redacción.

La ocupación literaria, no obstante, no fue la única de Rueda. Después de trabajar como redactor en diversas publicaciones periódicas, e incluso dirigir la revista madrileña La Gran Vía entre 1894 y 1895, fue funcionario del Cuerpo de Archivos, Bibliotecas y Museos. Su ocupación como periodista le ayudó a su proyección como escritor, aunque más decisiva quizás para su autoconciencia de escritor fue su condición de funcionario ubicado en Madrid. La temática andaluza, en particular, se verá modulada desde el medio literario de la capital.




La música en la obra de Salvador Rueda


Estudios actuales sobre la materia

Después de que Urbano despertara la actual atención con su artículo (1978), la primera monografía que desvela las relaciones de Rueda con el flamenco y la música tradicional es una antología de coplas de nuestro autor llevada a cabo por Ricardo M.ª Sánchez Naranjo (1982). Agrupa las coplas en «Soleares», con subapartados temáticos, y «Seguiriyas», en número de 110 y 54 respectivamente, e indica en bibliografía sin mayores precisiones los textos utilizados para su selección antológica y prólogo.

En 1983 Virgilio Márquez editor saca a la luz con el título de Flamenquerías (notas de color), una antología de cuadros y artículos de Rueda sobre flamenco que recoge textos aparecidos en la revista Blanco y Negro.

José Luis Buendía López en un artículo de la revista Candil (1987) relaciona el interés de Rueda por el flamenco, como el de otros escritores andaluces, con el intento noventayochista de construir España sobre la base de lo castizo y la esencia intemporal. Afirma que bajo la forma de la soleá y, con más pasión, de la seguiriya, el poeta malagueño aborda una temática que en parte es andaluza y modernista, y, decantándose en la línea simbolista del modernismo -aunque no creemos que sea así exactamente-, por otra parte entronca con la tradición popular de lo jondo. Así, el artículo trata de llamar la atención sobre las modulaciones entre lo literario y lo popular ejemplificadas en una serie de coplas, destacándose en ellas precisamente el ascendente popular.

El apartado que Francisco Gutiérrez Carbajo dedica a Rueda en su libro sobre la copla flamenca (1990) se basa explícitamente en las dos antologías arriba mencionadas, y además de referirse a los pensamientos y la plasticidad descriptiva de los artículos y cuadros sobre el flamenco, profundiza en algunas cuestiones ya planteadas: el trasvase de las coplas de autor de Rueda al medio popular, del que se hacen eco estudiosos como Antonio Machado y Álvarez y Francisco Rodríguez Marín, incluso confundiendo su procedencia. También aborda ciertas imágenes y la temática de carácter popular tradicional empleadas por nuestro autor.

Alfredo Arrebola (1990) afirma de Rueda que «el flamenco no fue superficial en su obra, sino que formó parte integral de ella» ya que su aprendizaje vino de formas de poesía popular como son las del flamenco. De las experiencias dolorosas del pueblo andaluz y su actitud mostrada a través del flamenco participa Rueda, aunque sea también poeta culto. Estas consideraciones, así como las referidas a la importancia que atribuye nuestro poeta a las seguiriyas -matriz de muchos poemas suyos aunque no sean coplas flamencas-, las hace siguiendo el trabajo de José Luis Buendía arriba citado. Es interesante la afirmación de Arrebola sobre el sentido que el flamenco tenía para los autores modernistas, quienes no lo abordaban como estudiosos sino como artistas prolongadores del mismo.

Miguel López Castro en 2007 con Salvador Rueda y el flamenco, sin aportar novedades hace sin embargo un valioso trabajo destinado a la didáctica del flamenco y de la figura del poeta.

Antonio Sánchez Trigueros (2007: 250-253) en un estudio sobre el poeta malagueño José Sánchez Rodríguez ha explicado con breves pero clarificadoras páginas las «relaciones dinámicas que se establecen entre los cantares flamencos y la poesía del novecientos». Distingue tres tipos: primero «los cantares flamencos de imitación», en segundo lugar las «coplas ensartadas, incorporadas al romance costumbrista cuyas características narrativas, escenario, ambiente, tipos, objeto y acción permanecen intocados y presentes en primerísima línea» -menciona el poema de Salvador Rueda «La jarra», de Sinfonía callejera, de 1893-, en tercer lugar cuando «el romance no sólo introduce muestras de cantares en su espacio, sino que viene a ser construido según el modelo lírico del cantar; el cantar entra en contacto con el romance y lo que era en su origen romance costumbrista andaluz se transforma en romance de sentimientos, romance lírico». Según sostiene, este último paso, dado por José Sánchez Rodríguez y que hallará continuidad en Juan Ramón Jiménez, no lo dio Salvador Rueda.

Por último hay que mencionar un estudio sobre la «fiesta» de verdiales en la obra poética de Rueda, cuya autora es Ana M.ª de Martos Jiménez. Con ser un trabajo que ilumina la base de realidad que tienen los poemas que tratan sobre el tema, no obstante debe ser completado con la toma en consideración de otros textos del escritor.




Revisión de la producción de Rueda en relación con el flamenco y las músicas tradicionales

Salta a la vista que es conveniente una revisión de los textos, a pesar de las dificultades; y sobre todo conviene consignar cuáles podemos tomar en cuenta en una obra tan amplia, dispersa y hoy tan desatendida editorialmente. Desde hace un tiempo trato de reunir las coplas de Rueda del modo más exhaustivo posible con indicación del texto de procedencia y su marco, y también con los índice necesarios. Aquí sin embargo interesa más mostrar cuáles son los géneros y las temáticas que contemplan el flamenco -y que por supuesto le llevan a incluir coplas- así como las calificaciones y valoraciones identitarias.

Para llevar a cabo mi exposición distinguiré tres etapas. Aunque no establecida por los estudiosos sobre Rueda, propongo esta distinción porque, además de su utilidad expositiva, no está desasistida de razones objetivas si tenemos en cuenta cómo se ubica el escritor dentro del espacio de la literatura y su oscilante posición respecto a lo andaluz. Volveremos sobre esto.


Primera etapa (1880-1892)


Poesía

En el transcurso de estos años en que se está labrando su éxito como escritor, publica, entre algunos otros, libros de poemas que ya son significativos por sus mismos títulos: Cuadros de Andalucía (1883) y los titulados Poema nacional. Costumbres populares (1885) y Poema Nacional. Aires españoles (1890).

Se comienza a reconocer la temática musical, de raigambre romántica costumbrista, en los romances «El ciego de los romanes», «La romería» y «La juerga», todos ellos incluidos en Poema nacional. Costumbres populares. El dedicado a la juerga está firmado en la temprana fecha de 1883 y revela el esquema repetido del romance que recrea un marco festivo o amatorio en el que se introducen las coplas a través de las cuales los personajes se expresan. De las cuatro colecciones de coplas de factura propia que Rueda intercala en sus libros, tres corresponden a este periodo inicial: la primera bajo el nombre de «La poesía popular» es el Canto VIII de Poema nacional. Costumbres populares; la segunda, «Poesías cortas», está incluida en Estrellas fugaces, primera parte de Bajo la parra; y la tercera, «Coplas», en Estrellas errantes. La cuarta, «Poema en coplas (a una mujer)», en El país del sol (España), es ya de aproximadamente 1900.




Cuadros de costumbres

Son seis los libros dedicados total o parcialmente a cuadros de costumbres y cuentos, muchos de estos publicados antes en revistas: El patio andaluz (1886), El cielo alegre. Escenas y tipos andaluces (s/a), Bajo la parra, (s/a), Granada y Sevilla. Bajorrelieves (1890), Tanda de valses (1891), Sinfonía callejera (1893).

1.- En el cuadro inicial dedicado al patio andaluz, que da título al primer libro, un hombre lee en el sillón y una joven animosa borda y canta por lo bajo malagueñas. Es la misma joven que luego a la noche hablará con su novio tras la reja. Antes, por la tarde, se reúne la familia y oye la música de la guitarra, mientras que tras la cancela se ve la calle llena de representantes de distintos tipos andaluces.

El coloquio en la reja a la noche, con el ruido de fondo de una ronda, voces y risas, sin que pase desapercibido en el cuadro ni siquiera el goteo de las macetas recién regadas, termina completando una visión condensada de Andalucía que aunque no es nueva, después se seguirá repitiendo hasta la saciedad.

Todo ello hace exclamar al narrador como cierre del cuadro y preludio del libro, «¡Oh costumbres de Andalucía!, ¡Oh patio alegre y delicioso!».

No ha de pasar desapercibida en tal patio la guitarra, «que exhalando sus lamentos árabes, llena el corazón de melancolía y hace desfilar por la imaginación las ruidosas zambras moras y el mundo de recuerdos históricos esparcido por el suelo de Andalucía». Se trata, pues, de un instrumento y una música que sirven de puente imaginativo con el pasado de Andalucía, del que conservan su carácter de «lamentos árabes». En razón de esto, al narrador, ya alejado de Andalucía, le sirve esa música como desencadenante y acompañamiento de la evocación de su tierra, así como acompañamiento con «sus lamentos» de la pena que siente por hallarse alejado de ella. En la siguiente copla de malagueña cree cifrar el narrador su sentimiento de desplazado en el espacio y en el tiempo:


Cuando salí de mi tierra
volví la cara llorando
y le dije «tierra mía
¡qué lejos te vas quedando!».

Los cuadros son de temática religiosa, laboral, lúdica o festiva, aunque el componente festivo se mezcle en todos ellos. La actividad musical, presente en casi la mitad de los cuadros, se muestra en su contexto sociocultural y circunstancia, así el flamenco en «El café flamenco» y en el trabajo y velada de los gitanos («Cuadro bohemio»); los fandangos -más folklóricos- en la fiesta de «El bautizo», en «El columpio», en la ronda nocturna de «La parranda», y seguramente está también junto con otros cantos en la celebración de «La nochebuena». Quedan muy bien descritos la fiesta de fandangos y el espectáculo flamenco.

La primera, hoy conocida como fiesta de verdiales y con un sentido ya transformado, es evocada por Rueda en el medio campesino en que se daba en el siglo XIX, en el cuadro titulado «El bautizo», ya que estas fiestas se organizaban, entre otras ocasiones, por la celebración de un bautizo.

Entre ofrecimientos de aguardiente y bizcochos a los convidados tiene lugar el cante y el baile, con acompañamiento de platillos, violín y guitarra, más las castañuelas de las chicas. Después de danzar en el centro con varios mozos, la que baila, «con el mayor recato, y siempre los ojos fijos en el suelo, dio al terminar, a cada mozo, un tocamiento en el hombro, en señal de abrazo, paga a la que la bailarina se sometía de buen grado, siguiendo la costumbre establecida». No falta en un determinado momento el disparo de escopeta que efectúa el novio de una de las chicas que bailan, despertando en las demás mozas miradas de envidia, y en ella rubor de recato y orgullo a un tiempo.

Los gitanos protagonizan el titulado «Cuadro bohemio», donde se describen la labor de la fragua y la fiesta subsiguiente con comida seguida de cante y baile, sin que a tal actividad le aplique nunca el calificativo de flamenco. No se utilizan en esta ocasión instrumentos que no sean las palmas y chasquido de las yemas de los dedos así como el martilleo sobre el yunque. Las coplas, con métrica de seguidilla gitana, se disponen en serie siguiendo el coloquio-disputa amorosa.

«Café flamenco» se abre con una anécdota-reflexión sobre el poder evocador de la guitarra que es toda una teoría estética, pues la guitarra que desencadena la nostalgia ha de alimentarla mostrando un fondo de verdad, posibilitando un retorno a lo perdido, una experiencia abisal de la pena con la que se trasciende la pena circunstancial. Así, a propósito de dos tocaores «diestros» pero sin gancho dirá:

como yo tengo ahora la nostalgia de mi tierra, echo de menos aquel fondo de tristeza y dejadez oriental que en seguida pondría de manifiesto en una mala guitarra cualquier mozo de los barrios del Perchel o de Triana.



Dado que habla de un café de Madrid, El Imparcial, comenta como originaria de Andalucía la costumbre de poder ir a un café para oír flamenco y no tener que pagar nada más que la consumición. Costumbre que califica de «liberal» y «simpática». Sin embargo considera que las figuras flamencas que aparecen en el tablao aparentan unas condiciones que no tienen, y que el público profano se siente allí encantado y como si estuviera en Andalucía, cuando oye los jaleos y los «¡Vamos allá!» proferidos a destiempo. Se da cuenta de lo que el espectáculo tiene de falso. Aun así, cuando describe las siete figuras del escenario, y ejerciendo de crítico de flamenco, reconoce las cualidades positivas. De una de las cantaoras elogiará que «mete la voz sin compasión carne adentro», de otra:

Una serrana, envuelta en pañolón de Manila, y esta sí que debe ser malagueña o sevillana, porque rebosa donaire toda su persona, y porque canta además de todo lo que Dios crió, con una verdad y una maestría que aquello es pura canela.



De otro -¿Juan Breva quizás?- dice: «En la punta del tablao está, por último, el rey de los cantadores españoles».

Más información podíamos extraer sobre la decoración del local, el vestuario o los palos que se cantaban, pero lo que cabe destacar es que para Rueda el flamenco genuino es el de Sevilla y Málaga. Es un dato que se ha de tener en cuenta para la necesaria reivindicación del papel en la creación del flamenco de lugares fuera del triángulo prodigioso que excluye la parte oriental de Andalucía.

2.- En El cielo alegre, se trata «El casorio» del gitano Aniceto, también amigo de zambras, celebración que acaba trágicamente. «El organillo» es la historia de Lorenzo, un joven aspirante a gran músico que creó una melodía de bolero maravillosa (evocadora de las cartageneras, dice), pero que no pudiendo hacer más, la fijó en un organillo hasta que hastiado de repetirla convirtió el organillo en su propio ataúd. «La trilla» incluye las coplas que el trillador canta a las mozas que ocasionalmente suben con él a la trilla. También se incluye «Elogio de la copla» y «La cantaora», que son más bien notas de estudioso tomadas, según afirma, de la observación entre la «gente del bronce» y en «la cátedra de El Burrero», de Sevilla, donde dice haber profundizado en lo que veía y no quedarse en lo superficial. La canción andaluza, viene a decir, aloja un sentimiento profundo de pena que la guitarra activa y transmite («La cantaora»). Con las coplas expresa el pueblo sus sentimientos, y si están compuestas por autores cultos, el pueblo las despoja de artificios y las hace suyas («Apología de la copla»). Nos haremos eco de estas ideas cuando hablemos de la valoración y la afirmación identitaria que conllevan, pero me parece oportuno recordar por ahora que Rueda ahí explica cómo es efectivamente ese proceso de asunción de la copla y de las interrelaciones entre el compositor culto y popular. Y con respecto a la cantaora, explica con perspicacia una cuestión de técnica vocal: cómo el cantaor, a medida que va perdiendo facultades, y para poder seguir demostrando tersura en la voz, elige coplas cuyos finales de verso tengan vocales más abiertas.

3.- Bajo la parra se compone de poemas (Estrellas fugaces) y una serie de 30 cuadros y cuentos titulados propiamente Bajo la parra. Solo en uno de los cuadros, «Las cédulas del año» se trata la «fiesta» de fandangos, una vez que se han abierto las cédulas y producido los emparejamientos.

4.- Granada y Sevilla. Bajorrelieves (1890), en la parte dedicada a Granada «Zambra de gitanos» recrea una zambra en la Torre de la vela organizada en 1887 por Seco de Lucena para agasajar a Rueda y otros invitados. También experiencias del mismo Rueda dan lugar a la parte dedicada a Sevilla, que incluye algunos «bajorrelieves» que prosiguen la temática musical: «Tragedia», sobre una fiesta de gitanos con el final que indica el título; «Padrenuestros y pinceladas», sobre la Semana Santa; y «Feria de Sevilla». En cada uno de ellos, las coplas introducidas son respectivamente seguiriyas, saetas y sevillanas.

5.- Tanda de valses (1891) está compuesto de 22 cuadros y cuentos. Varios de ellos refieren conexiones singulares de la fiesta: «El castillo de Santiago» es un juego del día del Apóstol en que los jóvenes forman un tablado en la plaza del pueblo adornado con macetas, y ahí tiene lugar la fiesta de fandangos de la que nos sigue hablando en el texto; «El baile de las nueces» se singulariza porque los mozos que cantan echan a los pies de la moza que ha bailado una pañolada de nueces, gesto con el cual rivalizan para llamar la atención de la chica. Se alude aquí al «atronador estruendo en el toque alegre del fandango», y al mismo tiempo se afirma que los chiquillos hacen rueda «en torno del bajo», que, por los detalles que da, es una tuba, y aunque pueda parecer incongruente quizás tenga que ver con la información previa sobre el desfile de la procesión del rosario «con sus músicos pertenecientes a distintas murgas».

En «De tejas arriba», una ronda en la calles sirve con sus coplas de contrapunto al galanteo de un chico y una chica que se hallan en una ventana y un tejado próximo.

6.- Sinfonía callejera (1893) en «El zapateado» describe el baile de Concha la Carbonera en el café El Burrero, de Sevilla, y «Casorio y zambra» es el mismo cuadro titulado «El casorio» aparecido anteriormente.




La novela

Las tres primeras novelas de Salvador Rueda son las que más referencias tienen a la música, en este caso de carácter más folklórico.

En El gusano de luz (1889), que se desarrolla en ambiente campesino de Málaga, hay una descripción de la fiesta de fandangos que se celebra en el cortijo donde vive la joven Rosario, y a la que acude de noche el bracero Roque, su enamorado. Además de las alusiones a la vestimenta de los mozos y al uso de la guitarra y palillos como instrumentos, se resalta el disparo que realiza Roque en honor de la joven. El último capítulo de la novela está dedicado a la cencerrada que le tocan a don José, el protagonista, que se casa con su propia sobrina. Debido a la extensión, al carácter etnográfico y a que de la descripción se resaltan los aspectos musicales, son páginas de mucho interés.

La reja (1890), como indica el título, otorga un lugar central al lugar por donde los enamorados entablaban su plática, y a donde se cantaban coplas de ronda. Como en el cuadro titulado «La parranda», el grupo que lleva a cabo esta música es denominado «parranda», nombre parecido al que se le da al intérprete de los actuales verdiales, y si tenemos en cuenta que la música incorpora también los platillos -en una ocasión la bandurria- y que las letras son de fandango, en la práctica no es diferenciable de las demás «fiestas» nada más que por su carácter de ronda. Son varias las parrandas que cantan ante la reja de Rosalía, la moza protagonista de la historia y por quien compiten los jóvenes, entre ellos Bernardo, con quien al final de la historia terminará casándose bajo el ritual del «sacorio». Una de las parrandas es la de Primores, mozo que cifra gran parte de sus dotes persuasivas en el cante, y despierta los celos de Bernardo, y otra la de los amigos de este, quienes celebran con una ronda la decisión de organizar el sacorio.

La fiesta que se celebra en un tablado en la plaza del pueblo el día de la Virgen es denominada «fandangazo», pero de lo que se nos habla es de la actuación de la banda de música con los instrumentos de viento y percusión al uso.

La gitana (1892) fue redactada en 1891, y su temática da cabida a una fiesta. A diferencia del aire malagueño de las anteriores, esta historia se desarrolla en una casa de campo de la sierra de Sevilla, donde sirve la protagonista, Mercedes, trianera de origen gitano. Las coplas que se cantan son, en consecuencia, sevillanas a las que se llaman también seguidillas. Tras un capítulo titulado «Apología de la guitarra», se dedica otro a «La fiesta» o «zambra», donde no escasea el vino, y donde a las coplas de requiebro de los hombres presentes responde el ingenio y la mordacidad de Mercedes.






Segunda etapa (1893-1910)

Es la de madurez y máxima influencia literaria de Salvador Rueda, que se inicia con el éxito de su libro En tropel. Cantos españoles (1892) y, en lo personal, el acceso al funcionariado en 1894. El género protagonista de su producción será la poesía, a lo que se sumará el teatro a partir del cambio de siglo, momento de cierto desconcierto e inflexión en su proyecto.


La poesía

Después de algún poema como «La fiesta», de Cantos de la vendimia, en el libro antes mencionado titulado En tropel el tratamiento de la música, y el flamenco en particular -uno de los poemas es «El tablao flamenco»-, entra dentro de un plan que incluye tres grandes apartados titulados «Cantos del Norte» -con el poema «La gaita», por ejemplo-, «Cantos de Castilla» y «Cantos del Mediodía». Rubén Darío resalta esta veta en su «Pórtico» al libro:



Busca del pueblo las penas, las flores,
mantos bordados de alhajas de seda,
y la guitarra que sabe de amores,
cálida y triste querida de Rueda.

(Urna amorosa de voz femenina,
caja de música de duelo y placer:
tiene el acento de un alma divina,
talle y caderas como una mujer.)

Va del tablado flamenco a la orilla
y ase en sus palmas los crótalos negros,
mientras derrocha la audaz seguidilla
bruscos acordes y raudos alegros.

Queda ya claro traslado de las peculiaridades andaluzas al imaginario de una cultura nacional española, donde entran otros cantos regionales. Sirvan de ejemplo algunos de los poemas de Sinfonía callejera (1893), el arriba comentado libro de cuadros que dedicó al político Antonio Maura, y donde junto a poemas de un folklorismo más aséptico de ambientación andaluza como «La jarra», hay otros como «La jota», donde considera este canto como un himno a la patria española y un aliento para su resurrección, o «La mantilla blanca», donde antes de ocuparse de esta «otra bandera» que arrastra almas, comienza con una alabanza de la bandera «oficial» roja y gualda. Se puede leer en «Cuadro de feria» cómo Sevilla queda como representación y compendio de todas las maravillas y glorias de España.

Tras de la aparición de algunos poemas de éxito -«Bailadora», de 1893, ha sido muy reproducido y habría que ponerlo en relación con el cuadro «El zapateado»-, el libro El país del sol (España), publicado hacia 1900, se convierte no ya solo en exponente de patriotismo, sino en la muestra más completa de todas las facetas del tratamiento de la música por parte de Rueda: música culta y música popular relacionadas con varios ambientes; reflexión sobre el carácter musical del poema; imágenes de la música e instrumentos -«Enjambre» se refiere a la guitarra, «La música de Granada» la hace el agua-; y hasta tres décimas que son letras de guajiras («La Giralda»). Si sumamos el poema «En la vendimia», del libro del mismo título, el repertorio queda casi completo, aunque el tema no sea nuevo en nuestro autor ni termine aquí, pues después Fuente de salud, Trompetas de órgano y Poema a la mujer -«Mujer popular»- ofrecerá nuevos ejemplos.




El teatro

Salvador Rueda escribió siete obras de teatro cuya publicación se conoce; la mayor parte de ellas y las más logradas, en la primera década del siglo XX. Ya en La musa (1902), su segunda obra, se recrea un ambiente popular de la Axarquía de Málaga aunque el protagonismo lo desempeñen personajes de cultura y alta extracción social. La acción que llevan a cabo dichos personajes viene a servir a la idea de que la sencillez, carácter natural, paz, vitalidad y poesía inherente a ese medio popular y natural, con lo que la participación en dicho medio tiene de integración espiritual en una comunidad nacional, es vía de consecución de otros objetivos espirituales más elevados. Esta idea de que la luz española es la mejor para «bautizar almas», la vierte la protagonista, la Musa, en una copla:


Con una concha de oro
bautizaron a mi alma,
y la regaron tres veces
con luz bendita de España.

Luz (1904), además de obra de teatro modernista también permite hacer de ella una lectura política, pues la protagonista, representante de la oligarquía terrateniente andaluza establecida en Madrid, canaliza su inquietud dedicándose a la poesía y a la vida del espíritu como forma de superación de la distancia entre ricos y pobres.

En El poema de los ojos (1908), de ambiente marengo malagueño, todos los personajes hablan andaluz -aunque en el personaje principal, Rosalía, con ser también de extracción popular, «puede ser correcta la pronunciación, si gusta la actriz»- pero en La guitarra (1907), también de ambientación andaluza, será donde además se aborda directamente el tema del flamenco. La protagonista, «guitarra humana», es una famosa bailaora requerida de amores por un hombre ante el que ella reprime su propio amor y se resiste a corresponderle por no causarle daño. A pesar de ser un melodrama, La guitarra tiene mucho de estudio sobre el ambiente profesional de los tablaos y colmaos, así como sobre la manera en que el cantaor administra sus facultades.




La novela

De las que publica en este periodo, La cópula (1908, 2.ª ed.) recrea un ambiente de la Andalucía mora, y en la segunda de ellas, El salvaje. Poema campestre (1909), uno de los vendimiadores hace coplas, y otro de los personajes, Antonio, cuenta entre sus habilidades el saber tocar la guitarra y cantar.






Tercera etapa (1911-1933)

La publicación de Poesías completas, con lo que supone de balance, y la realización de una serie de viajes por Hispanoamérica y Filipinas marcan el comienzo de esta etapa.


La poesía

Poesías completas (1911), como se sabe, es un libro antológico más que una compilación total, lo mismo que en buena medida Cantando por ambos mundos (1914). Entre los poemas nuevos que aparecen en ambos, aunque más en el segundo, están los que representan un nacionalismo hispanoamericanista, estimulado por la realización de sucesivos viajes a América a partir de diciembre de 1909. Convendría leer a este respecto poemas como «El escudo de Castilla» -Poesías completas, págs. 26-28- o «Las nuevas espadas» -id., pág. 292-294-. En el primero, el escudo es una alegoría de la relación de Castilla con las otras regiones de España, entre ellas Andalucía. A pesar de que Castilla guarda las esencias, es Andalucía


la que es gloria de la tierra y de las almas,
la que suma, y representa, y simboliza
toda España.

El segundo poema es un llamamiento a la defensa de una patria común formada por España y los estados de la América hispana, para el que utiliza imágenes de la guerra y de la cultura, incluso de la comunión eucarística.

Este hispanoamericanismo será la actitud central del libro de poemas El milagro de América (1929).

Volviendo al tema de la música, por varias razones merece especial atención el poema «Trenos gitanos» -Poesías completas, págs. 418-421-. Este es el poema en el que se basó Manuel Alvar para decir que Rueda no tenía conocimiento del flamenco, pero fuera de que el poeta confundiera seguiriyas con soleares y martinetes, dicho poema tiene otros valores. Según se dice en la misma composición, métricamente es una «silva flexible / de versos elásticos» inspirada en las seguidillas gitanas, pues la voz poemática -la personalidad y voz que adopta Rueda como enunciador del poema- no solo refiere los avatares dolorosos de la historia del gitano y reproduce sus coplas de queja, sino que cuenta cómo él mismo aprendió de niño oyendo a Juan el gitano cantar soleares en la fragua.

Incluye una recreación verbal de cómo suena la copla:


«Antes que agonice,
taparme la cara;
si me ve la muerte, temo que no quiera
llevarse mi alma».
Es en la subida
del verso más largo
en donde se queda la voz quejumbrosa,
como gallardete de luto, ondeando;
es una fermata
personal la que tiene lo mágico
de las soleares llenas de amargura,
de sudores de muerte y de llanto;
y al bajar de la altura del cielo,
la voz se recoge llorando,
y en el pecho otra vez se acurruca,
como el ala sedosa de un pájaro.

Este poema, por otra parte, aunque diferencia el texto de la descripción ambiental y el de las coplas, atenúa su descriptivismo e impregna el marco con el lirismo de las coplas mismas, siguiendo la línea del poeta José Sánchez Rodríguez (Sánchez Trigueros). Así comienza:


Dice a la guitarra
su pena el gitano;
canta soleares, como las saetas
del Miércoles Santo.
Desoladas, las cuerdas sollozan
su dolor amargo,
dolor sin consuelo del que ya ha perdido
lo que fue su encanto.




El teatro

La epopeya del templo (1914) dramatiza, con abundancia de medios plásticos y musicales, la erección y defensa que el poeta y otras figuras, capitaneados por la Inspiración, hacen del templo del arte y de la espiritualidad frente a las hordas bárbaras e insensibles. El poeta es de origen español, lo mismo que la mayor parte de los obreros que trabajan en la obra, y a él Inspiración lo incita a que componga una jota como himno aglutinador, pues además de representar la braveza de la raza española, puede aglutinar a todos en la defensa del templo. Después de una delirante recitación sobre la guitarra y la jota, termina con este grito: «¡Españoles, la jota enloquece; / cantadla, cantadla!». Cualquier comentario que podamos hacer sobre esto sería superfluo.

También se utiliza la alegoría de la conjunción armónica del canto de los pájaros. Inspiración tiene en una jaula pájaros que representan a los países del mundo, de América, España y Andalucía; tres en especial: Garcilaso, Zorrilla y Bécquer. Al final, cuando el templo está en llamas, estos pájaros quedan a salvo representándose así la libertad de los pueblos.

En La vocación (1922) es meramente anecdótico la presencia del sacerdote Alegrías, amigo de jaranas, ocasionalmente cantaor y bailaor él mismo, así como de otros personajes también aficionados al flamenco.




Entre música andaluza y española

Basándonos en los contenidos descritos podemos extraer una serie de conclusiones referidas a los ámbitos temáticos que nos habíamos propuesto considerar, ámbitos que se pueden agrupar del siguiente modo: 1.- cantes de fiesta (le doy aquí el sentido restringido de fiesta de fandangos), 2.- de gitanos, 3.- de espectáculo flamenco 4.- ronda, columpio, labores agrarias, etc. anexionables al grupo 1, con su acompañamiento o no de música instrumental y baile, 5.- y formas paramusicales variadas como los romances de ciego, los pregones, la cencerrada, etc. Es evidente que con esto no agotamos la cuestión musical en el escritor malagueño, pero la atendemos en buena medida. Por otra parte, el flamenco y las músicas tradicionales cuantitativamente hablando no llega a ocupar ni la décima parte de la gran variedad de materias tratadas por Rueda, pero cualitativamente es muy importante porque él tiende a legitimar su «canto», es decir, su cometido como poeta, entroncándolo en la genuina tradición de la patria y en última instancia en la naturaleza.

Debemos tener en cuenta por tanto en primer lugar que la canción tradicional popular en el escritor malagueño no es solo tema al que se refiere, sino que también crea coplas bajo esa forma, y algunas de ellas pasaron al acervo popular. Suelen estar dentro de un marco, y así encontramos que aparte de las colecciones de coplas independientes (las cuatro colecciones a las que aludimos en su momento), numerosos textos suyos componen un marco ambiental -el coloquio amoroso en un clima festivo suele ser el más común- o argumentativo que justifica la inclusión de coplas creadas generalmente por el mismo Rueda. Así el contexto evidencia una funcionalidad del saber tradicional que porta la copla incorporada, y juntos conforman una imagen de una vida colectiva plena a la cual, sea idílica o trágica, esté presente ocasionalmente la música o no, muestre virtudes o defectos, se debe el «canto» del poeta.

En los casos en que Rueda trata de la música tradicional y del flamenco y opina sobre ellos, les otorga, unas veces como supuesto y otras de modo explícito, un valor y un carácter identificativo nacional. Ambas cosas van unidas, pues tienen un valor porque identifican a una comunidad, e identifican a una comunidad porque representan sus valores estéticos y espirituales, hecho que se puede ejemplificar en la expresión «El clásico fandango de mi tierra, que vale más que todas las farándulas y rigodones traídos de extranjis», pág. 25 de El patio andaluz. Pero ¿de qué tierra o comunidad se trata? ¿Cómo la caracteriza su música?, o lo que viene a ser lo mismo, ¿cuál es el valor estético de su música? Veamos.

En primer lugar, la dimensión lingüística es relevante porque las coplas revelan formas populares de habla, y aunque Rueda en muchas ocasiones -y no solo en las coplas- trascribe estas hablas y utiliza expresiones y léxico de las mismas, parece que responde a un mero interés costumbrista, sin que se comprometa con su defensa. Por más que los personajes que hablan andaluz sean bellos y nobles, nunca ocupan una posición influyente en la sociedad, al contrario, desempeñan ocupaciones subalternas. En la acotación inicial de El poema de los ojos se revela esta conciencia negativa del andaluz cuando indica la forma de hablar que puede seguir la protagonista: «Todos los personajes hablan andaluz, pero en Rosalía puede ser correcta la pronunciación, si gusta la actriz». Dicho esto, también se ha de tener en cuenta que Rueda recurre al léxico popular con más asiduidad y complacencia de lo que le reconoce Manuel Alvar (1971).

En cuanto a los artífices y a la música, es obvio que nuestro escritor conocía mejor los ambientes campesinos de su primera juventud donde primaba el folklore. La observación siguiente revela ese conocimiento de primera mano:

Con frecuencia, sobre todo en los pueblos fiesteros, se tropieza en Andalucía con personas que improvisan, mal o bien, cuando se ven precisadas a ello; y una idea que conciben, un sentimiento que desean descubrir, los exponen hecho arte vivo y genial.


(La gitana, pág. 222)                


Sin embargo otros ambientes y formas de músicas fueron sobrevenidas. Así su actitud con respecto a la «gente del bronce» y los gitanos es ambigua.

De las costumbres gitanas dice conocerlas porque «una de las cosas más frecuentes de mi tierra es la de toparse de manos a boca, al volver de una esquina, con la airosa figura del gitano». De este transmite una visión tópica: le atribuye buena planta y labia pero falta de verdad y tendencia a robar; exactamente dice que «en cuanto a verdad y a dejar las cosas en su sitio, perdone usted por Dios, hermano, que no está el señor en casa». Por otro lado, el «Cuadro bohemio», donde se resalta el fondo oscuro y el fuego, establece una relación entre la fiesta y la orgía satánica, imagen solo atenuada por la representación simpática de los dos jóvenes cantadores enamorados. Varias de estas fiestas acaban, además, en reyerta y muerte.

A los gitanos además de tener que rendirle un ya obligado tributo romántico, no los puede ignorar si quiere tratar del flamenco, aunque conviene tener en cuenta que nunca utiliza el término «flamenco» para referirse al cante, toque o baile de los gitanos, prefiriendo denominaciones como «fiesta de gitanos», «zambra», etc. Tampoco alude a la presencia de esta condición racial entre los artistas de los tablaos, con excepción de «los ecos gitanos» del poema «Bailadora». Sin duda Rueda fue conocedor del abigarrado mundo del flamenco, pero da la impresión de que lo entiende como algo separado de los ambientes familiares gitanos y al mismo tiempo, por su conexión con cierto hampa, distanciado de su mundo personal, aunque eso no impide que elabore descripciones muy convincentes y que ofrezca notas de lo que podemos leer como una teoría del flamenco.

En el primero de los párrafos con los que concluye el «Elogio de la copla» expresa esta distancia, por cuanto hay una doble mención a la gente del bronce, por un lado, y a «nuestro pueblo y nuestra raza», por otro:

Llegaría a alcanzar unas proporciones verdaderamente desusadas este artículo, si fuese yo a decir en él cuanto tengo observado en la gente del bronce, y entrase a hablar de estilos, escuelas, tendencias y matices del cante y del baile, en relación con nuestro pueblo y aun con nuestra raza.


Aunque en principio parece no dejar claro a qué pueblo se refiere, en la continuación del texto, lleva la cuestión al ámbito de la copla en cuanto composición lírica, y ahí sí que hay una tradición anterior no ya andaluza sino hispánica, de la que el flamenco no vino sino a aprovecharse parcialmente. En esa tradición tendría una prevalencia la copla folklórica campesina que además a él le permite explicar la raíz natural de su poesía -y sin duda se hizo creer, si tenemos en cuenta cómo sus críticos han repetido hasta la saciedad lo de su condición de poeta natural-.

Por hoy, baste saber, como todos lo saben, que en España, donde se cultivó y se cultiva la poesía retórica, hija de poetas sin inspiración, y donde se cultiva también la poesía clásica, hija del estudio e incubada sobre los libros, no tenemos, aparte de Zorrilla, más poesía nacional y genuinamente española que los cantares. Ellos dan la vuelta a España entonando el zortzico y la muñeira en el Norte; entran en Aragón sonando al compás de las rondallas; bajan por las costas de Levante alegrando a Valencia, a Murcia, a Alicante; corren hacia el Atlántico volviéndose cartageneras; y llegan a Andalucía, su verdadera patria, puede decirse, porque Andalucía, al modo que el Estrecho manda sus bandadas de pájaros a toda la Península, envía bandadas de coplas a toda España.

Punteadas en la cítara; ejecutadas en el piano; hechas arabescos musicales en la bandurria; algo desfiguradas en el violín; callejeando con los organillos; acompañadas por el estrépito de las panderetas; enronquecidas por la zambomba; picoteadas por la gaita; hechas melifluas notas por el acordeón; sublimadas por el órgano en la Noche buena; metalizadas por los platillos de las parrandas; y amarradas al mástil de la vihuela, las coplas, nacidas principalmente en Andalucía, en mi tierra, suben de Cádiz, de Sevilla, de Málaga, como cantos de patriotismo y de gloria, y repercuten en todas las provincias de España.


Al final vuelve a mezclar los términos literarios y musicales, y si bien es muy plausible la afirmación de que el flamenco se origina en Andalucía, no tiene sentido decir que la lírica tradicional -que es en realidad de lo que está hablando- es originaria de Andalucía. Puede, no obstante, hacerlo porque en ese momento las peculiaridades andaluzas se han convertido en características identificativas de lo español, con el efecto inverso de que se hagan radicar en Andalucía manifestaciones que no son estrictamente andaluzas. El instrumento y la música de guitarra, que en Rueda constituye casi de por sí un tema literario, es un claro ejemplo. Consideremos estos pormenores:

Se observa sin duda un intento de hallar un denominador común de lo español, así ocurre en el cuadro «Visiones de la borrachera», donde por efecto de la ebriedad atraviesan la bodega «en nacional concierto» tipos españoles con sus trajes y sus músicas y juntos cantan y bailan el «clásico fandango». Toda España se identifica en la música de la Nochebuena: «el estrépito de almireces, el fragor acompasado de sus zambras y el ruido de sus cien mil panderetas, cuyo estruendo, unido al de los villancicos alegres, al de las canciones populares y al concierto de bandurrias y guitarras, forman un extraño conjunto, vago y poético, que en vísperas de Pascua caracteriza a la hermosa nación española». Esta alusión a la nación española está unida a la evocación de un clima religioso que, además de en la iglesia, se palpa en «el hogar, templo de lo más santo en esta noche». En otras ocasiones un cante como la jota se erige en identificativo de lo español por razones ideológicas más circunstanciales como es la defensa numantina de Zaragoza ante los franceses. El caso de lo andaluz, y la música andaluza, es más amplio y complicado.

No es necesario recordar que hay una base de verdad, por cuanto la música culta reconocida como española ha tomado muchas de sus características de la música andaluza, e independientemente de que esto vacíe de contenido propio a la cultura andaluza y la deje en una posición subalterna, lo cierto es que Andalucía y España ocupan posiciones intercambiables.

Por otro lado, la música andaluza tiene su singularidad y su universalidad. Leamos otro pasaje:

Llámese flamenco, húngara, cubana o andaluza, existe una canción o una serie de canciones que, ajustadas a distinto compás y sujetas a diferentes ritmos, recorren todo el mundo y producen el mismo efecto en todos los oídos. Esas canciones son los aires andaluces.

Atadas a las cuerdas de instrumento morisco, cautivas en las cajas de otros instrumentos extraños, o dormidas en los trastes de la guitarra, siempre guardan el mismo sentimiento. Cuando un gitano las entona, producen escalofrío de pena; cuando las lanza desde el calabozo un preso, parten de tristeza el corazón; cuando las modula un campesino lloroso en las misteriosas soledades del campo, hay que contener los sollozos.

¿Quién ha dado a esas coplas ese poder mágico? ¿Quién las ha compuesto? ¿Hay un músico colectivo formado por millones de seres de todas las razas, que escribe en pentagrama no visto ese lamento armonioso que se repite de pueblo en pueblo, e imprime en todas las almas el mismo dejo de tristeza?


Aquí parece hablar en términos estrictamente musicales y destaca la universalidad, sin mediaciones, de lo andaluz. Esto nos da pie a plantearnos cuál es el alcance de la estética del toque, cante y baile andaluz que Rueda plantea, y preguntarnos qué continuidad ha tenido.

La universalidad es debida a que en la música andaluza hay un poso de sentimiento, que como ha sido decantado (formado) por la experiencia dolorosa de millones de seres de todas razas, es capaz de conmover a todo el mundo. La raza gitana sería una de ellas (ver «Trenos gitanos»). Esta visión idealista e hiperbólica de poeta encierra una cierta verdad que después han demostrado los hechos: Andalucía es el resultado de avatares culturales milenarios y el flamenco hoy cada vez es más tenido en cuenta en la cultura global.

El flamenco y la copla, como pronto pusieron de relieve algunos ensayos (Cansinos Assens), es una manifestación individualista e indolente del carácter andaluz, pero al mismo tiempo es manifestación de un dolor motivado por una pudorosamente oculta frustración material y social.

Queda, pues, claro que Rueda es también un artífice de la imagen de Andalucía como la Andalucía de la pena, con lo que queda desmentida esa visión idílica superficial que parecía anunciaba al comienzo de El patio andaluz. Pero esta no es sino la otra cara de la construcción de la imagen de Andalucía en el siglo XIX. Tan relativa es una como la otra, aunque en razón del curso que iban tomando los acontecimientos sociales a finales del siglo XIX está más en auge que la de la Andalucía feliz. Véase cómo Rubén Darío, nada proclive al flamenco, en Tierras solares se refiere al sur resaltando estas notas de sufrimiento.

Esta visión que Rueda tiene de Andalucía, como se ve, no es continua ni permanente. A este respecto, aparte de las ambigüedades mencionadas, el escritor no puede sustraerse a los avatares de la Historia.










Lo andaluz popular y el simbolismo de lo nacional

Hasta donde se puede llegar atendiendo a los cambios en el contexto político, y teniendo en cuenta que Rueda no tendría un criterio formado sobre los avatares de su identificación de (y con) Andalucía -en cualquier caso nunca lo sabremos y es menos relevante lo que pudiera sentir que lo que podemos entrever en sus escritos-, en líneas generales para las tres etapas que hemos diferenciado se puede decir lo siguiente a modo de balance:


El regionalismo cultural

La primera etapa de la producción de Rueda, la del ascenso en el panorama literario, es fundamental en su aportación a la conciencia de la identidad cultural andaluza, de la que hemos tomado en cuenta su interés por las músicas tradicionales y el flamenco. Aunque responde a la tendencia de filiación romántica del apego sentimental a la tierra y del costumbrismo, no obstante se puede colocar a la altura del movimiento de los años ochenta del siglo XIX que es denominado andalucismo cultural. No otras eran las motivaciones iniciales de los planteamientos más científicos de la Sociedad Antropológica Sevillana (1871) y Folklore Andaluz (1881-1883), de Antonio Machado Álvarez, Joaquín y Alejandro Guichot, etc., dentro del contexto de legitimación de las identidades nacionales.

Rueda publica cuadros de costumbres en prosa -no lo volverá a hacer a partir de 1893-, cuadros en verso y novelas donde tiene gran importancia la temática de la música popular por más que obedezca a algunos condicionamientos de formas y tópicos ya existentes. El hecho de que viva en Madrid, donde prácticamente pasará toda su vida profesional distanciado espacialmente de Andalucía -en una dimensión regional y local- tiñe la consideración de su tierra de un tinte sentimental, de tristeza y añoranza del paraíso perdido, al tiempo que depende y sirve para su carrera como escritor a un ámbito nacional español. Es este sentimiento romántico de la pérdida, y no otras razones de carácter político, lo que determina en él una temprana consideración del flamenco como cifra de la pena y el llanto además de por el atractivo de su plasticidad y color.

En este periodo de su obra quedan ya fuertemente establecidos unos motivos andalucistas que serán recurrentes.




1898 y el protagonismo de la política

La adscripción de Rueda al movimiento moderno -al parnasianismo, por ejemplo, con La Bacanal (1893)- le lleva a atenuar el costumbrismo regionalista convirtiéndolo en una materia más de las sometibles al tratamiento estético. Por otro lado, sin embargo, el vértigo de esas apuestas y el deseo de reivindicarse frente a los modernistas que lo relegan, le hace -sobre todo después del conflicto con Rubén Darío en 1898- presentarse como poeta de fuerza natural y seguidor de una tradición cultural y poética nacional española.

Aunque Rueda se consideró desde un primer momento portavoz de distintas identidades culturales de España, y por tanto de una España común -En tropel (1892) y Sinfonía callejera (1893) representarán un hito-, será a raíz del desastre de 1898 y del clima intelectual creado, cuando esto se acentúa. Así alrededor de 1900 Salvador Rueda publica El país del sol (España), libro significativo de su afianzamiento en el modernismo, donde por lo demás tiene gran cabida la música, pero a mi parecer significativo también de lo definitivo de su tendencia a subsumir los rasgos culturales andaluces bajo la generalidad de lo español. La crisis por la derrota en Cuba y Filipinas refuerza en los intelectuales una tendencia regeneracionista de crítica y esperanza en que el alma española quintaesenciada en Castilla y por el momento agotada, renazca. También se piensa en que los pueblos de la periferia desempeñen su papel de motor, si bien esto es visto también como una amenaza separatista. Rueda estaría pues, pienso, en sintonía con este que Álvarez Junco llama «nacionalismo reactivo» producido por la crisis del 98. Es un nacionalismo emprendedor (estableciendo una escuela pública dependiente del Estado, por ejemplo) pero a la defensiva, conservador realmente, y cuando en la segunda década del siglo XX llega la hora de la reivindicación del lugar de Andalucía, está en la obra de Rueda no es sino una pervivencia temático-literaria.

Los noventayochistas tratan de superar la cultura superficial de pandereta y acceder al alma, y en lo político romper la corteza de la oficialidad y acceder a los problemas de fondo. Esto supone un cambio en la percepción del folklore y el flamenco. Por un lado se le rechaza como cliché cultural, pero por otro se reinterpreta en atención a su dimensión más profunda. En este sentido la posición que hemos visto que Rueda mantiene con respecto al flamenco queda en la ambivalencia: es susceptible de ser visto en su superficialidad, pero al mismo tiempo, sostengo, en él está ya esa idea del flamenco como representación de la Andalucía del llanto que en ese momento pasa a primer plano.




El hispanoamericanismo

Una forma de proyección exterior del nacionalismo español es el panamericanismo, o unidad de toda la América hispanohablante incluida la vieja metrópoli colonial. En su vertiente más liberal se veía la posibilidad de regenerar a España proyectándola hacía América. Hubo un importante protagonismo de los países de América en este proceso que aunque no quedó en nada tangible llevó a que en España, por iniciativa de la Unión Iberoamericana, se declarara el Doce de Octubre como «fiesta de la raza», convertida en fiesta nacional en 1918, y en definitiva a que se creara el mito de «La Hispanidad» (Álvarez Junco).

Todo esto es necesario recordarlo porque Salvador Rueda se convierte en vocero artístico de este movimiento precisamente cuando, aunque de forma minoritaria, en la segunda década del siglo XX se estaban fraguando nuevos impulsos para el andalucismo.

En el momento en que estaba siendo apartado del primer plano de la literatura creyó vivir la apoteosis de su trayectoria a través de cinco viajes a Hispanoamérica y Filipinas con los cuales se ganó el título de «Poeta de la Raza».

Para las nuevas generaciones literarias Rueda ya no tiene predicamento, y en lo que al folklore y el flamenco se refiere, es muy significativo que en el programa provisional del concurso de cante jondo que en 1922 se celebró en Granada, Falla había establecido que el 13 de junio el certamen se abriría con un discurso de Salvador Rueda, también que la jornada segunda sería iniciada con el «Elogio del cante jondo», del mismo autor, y sin embargo los planes fueron cambiados y el poeta malagueño desapareció de los actos. Un joven Federico García Lorca que ya venía empujando lo desplazó (Eduardo Molina Fajardo; Alfredo Arrebola).










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