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José María de Pereda


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de OO.CC., Madrid, Viuda e hijos de Manuel Tello, 1895, t. XV.]


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A la santa memoria de mi hijo Juan Manuel


Hacia el último tercio del borrador de este libro, hay una cruz y una fecha entre dos palabras de una cuartilla. Para la ordinaria curiosidad de los hombres, no tendrían aquellos rojos signos gran importancia; y, sin embargo, Dios y yo sabemos que en el mezquino espacio que llenan, cabe el abismo que separa mi presente de mi pasado; Dios sabe también a costa de qué esfuerzos de voluntad se salvaron sus orillas para buscar en las serenas y apacibles regiones del arte, un refugio más contra las tempestades del espíritu acongojado; por qué de qué modo se ha terminado este libro que, quizás, no debió de pasar de aquella triste fecha ni de aquella roja cruz; por qué, en fin, y para qué declaro yo estas cosas desde aquí a esa corta, pero noble, falange de cariñosos lectores que me ha acompañado fiel en mi pobre labor de tantos años, mientras voy subiendo la agria pendiente de mi Calvario y diciéndome, con el poeta sublime de los grandes infortunios de la vida, cada vez que vacila mi paso o los alientos me faltan:


«Dominus dedit; Dominus abstulit.
Sicut Domino placuit, ita factum est».



J. M. DE PEREDA

Diciembre de 1894.






ArribaAbajo- I -

Las razones en que mi tío fundaba la tenacidad de su empeño eran muy juiciosas, y me las iba enviando por el correo, escritas con mano torpe, pluma de ave, tinta rancia, letras gordas y anticuada ortografía, en papel de barbas comprado en el estanquillo del lugar. Yo no las echaba en saco roto precisamente; pero el caso, para mí, era de meditarse mucho y, por eso, entre alegar él y meditar y responderle yo, se fue pasando una buena temporada.

La primera carta en que trató del asunto fue la más extensa de las ocho o diez de la serie. Temía colarse en él de sopetón, y me preparaba el camino para sus fines, «tomando las cosas desde muy atrás, y como si nos tratáramos entonces, aunque de lejos, por primera vez».

«Mucho le estorbaba la pluma entre los dedos», y bien lo revelaban la rudeza de los trazos, la desigualdad de las letras y las señales de más de un borrón lamido en fresco o extendido con el canto de la mano; «pero con paciencia y buena voluntad se vencían los imposibles».

«Tus abuelos paternos -me escribía-, no lograron otros hijos que tu padre y yo. Yo fui el mayorazgo, y como tal, aquí arraigué desde el punto y hora en que nací. Tu padre, como más necesitado, echóse al mundo, y rodando mucho por él, adquirió buenos caudales y una mujer que no había oro con qué pagarla. De esta traza me la pintó cuando vino a darme cuenta de sus proyectos matrimoniales, y a tomar posesión, en pura chanza, de la pobreza que le correspondía por herencia libre de tus abuelos. Fuese a los pocos días de haber venido, y no he vuelto ni volveré a verle más en la tierra. Dios le tenga en eterno descanso.

»También yo me casé andando los días, y tuve mujer buena, e hijos que el Señor me iba quitando a medida que me los daba. Con el último de ellos se llevó a su madre. ¡Bendita y alabada sea su divina voluntad, hasta en aquello con que humanamente nos agobia y atribula! Como aún no era yo propiamente viejo y me sentía fuerte, y en estas angosturas y asperezas del terruño hallaban pasto y solaz abundante las cortas ambiciones de mi espíritu, aprendí a arrastrar con valentía la cruz de mis dolores, y hasta logré olvidarme, tiempo andando, de que la llevaba a cuestas: vamos, que me hice a la carga, y volví a ser el hombre de buen contentar y apegado a la tierra madre como la yedra al morio. De tarde en tarde nos escribíamos mi hermano y yo, y de este modo supo él mis venturas y desventuras, y yo tu nacimiento y el de tu hermana, el casamiento de ésta después con un americano rico que se la llevó a su tierra, la muerte de tu madre y los rumbos que tomabas con los libros de las aulas, según ibas esponjándote y haciéndote hombre.

»Una vez dio en faltarme carta vuestra más de lo acostumbrado, que era bien poco, y la primera que tuve al cabo de los meses fue tuya y para decirme que tu padre se había muerto de un tabardillo enconado, o cosa por este arte. Ausente tu hermana y cargada de familia y de bienes en la otra banda, quedábaste solo en la de acá, y aticuenta que en el mundo, aunque con medios de fortuna para bracear a tus anchas en él. Lo mismo que yo, salvo la comparanza de gentes y lugares. Te brindé con éste mío, desconfiando mucho, en verdad se diga, de que me quisieras el envite, hecho de todo corazón, porque barruntaba tu modo de vivir y conocía tu estampa por retratos que me habías ido mandando. Ni el uno ni la otra se amañaban bien con la pobreza y rustiquez de estos andurriales; me parecía a mí. Y no iba el parecer fuera de camino, porque eso resultó de tu respuesta, bien desentrañadas sus finezas y cortesías. Desde entonces fueron peras de a libra las cartas entre nosotros dos. Tú corriendo la Ceca y la Meca, y yo firme y agarrado a estos peñascales como barda montuna. Y así hemos ido tirando tan guapamente: tú sin acordarte dos veces al año del santo de mi nombre, y yo sin apurarme por ello cosa mayor, porque mientras tuve salud, tuve alegría, y a la luz de ella me tenía por bien acompañado con vivir entre estas gentes y estos riscos y hasta sus alimañas, que me parecían ya, a fuerza de verlos y palparlos, carne de mis huesos y sangre de mis propias venas. Pero tú eras mozo y tenías mucho tiempo y mucha tierra por delante; yo viejo y con muy pocas fantasías en la cabeza, y no sobrado de calor en la masa de la sangre; los muchos años hicieron al cabo una de las suyas, y ayer mañana, como quien dice, una pizca de nada, un sorbo de leche más de los acostumbrados, el aire de una puerta, el aletazo de un mosquito, me acaldó en la cama. Tardé en salir de ella, y salí como para entrar en la sepultura. El roble se bamboleaba como si le faltara la tierra que le sostenía, o se te despegaran de ella las raíces, o no pudiera con el peso de su propio ramaje. Ya me dan anseo las cuestas arriba con solo mirarlas, y la mano que ayer venteaba gustosa el apero o el hacha con que yo me entretenía en la tierra de labor o en la espesura del monte, hoy me pide el paluco del tullido, como el puntal de sostén el jastial resquebrajado; y lo que es peor que todo ello, que el ánimo va cantando al son de la osamenta que se descuajaringa y no puede ya con el pellejo. En suma, hombre: que en un dos por tres, y cuando menos lo esperaba, di el bajón que había de dar más tarde o más temprano. Es de ley que la tierra llame a lo que es suyo, y a mí no cesa de llamarme unos días hace. No te diré que tenga miedo, propiamente miedo, a ese vocerío que no calla día ni noche; pero es la verdad que a estas horas quisiera verme algo más acompañado de lo que me veo en la soledad en que me hallo. Soledad digo, porque con estar cada cosa de estos lugares en el punto en que siempre estuvo, y con ser estas buenas gentes lo que siempre fueron para mí, ahora resulta que tengo codicia de algo que me llegue más adentro que todo ello, por lo mismo que lo hay y sé por dónde anda. Sí, hombre, sí: has de saberte que toda la ley que tuve a mis hijos, y a su madre, y a tu padre, y a los míos, y que por tantos años ha estado como dormida en lo más hondo del corazón, se me ha despertado de repente, cebando su hambre envejecida en la única carne de la nuestra que conoce: en ti, para que lo sepas de una vez. Porque tu hermana, a la distancia que está de nosotros, es para el caso como si ya no viviera, y no quiero tener por de la casta nuestra a dos sobrinazos segundos míos, por parte de mi madre: dos bigardones de mala catadura y peor vivir. Hace no mucho tiempo bajaron de su pueblo a pedirme «algo», a tales horas y en tales términos, que tuve que darles el «Dios vos ampare» con la escopeta echada a la cara. Primera y única vez que los he visto.

»Pues bueno, y para fin y remate del camino que traigo y ya me cansa: creo que si tú te animaras y me dieras el regalo de tu compañía en esta casona, el vocear de la tierra me sería más llevadero. No hay cosa mayor con qué tentarte entre estos solitarios despeñaderos, a ti que estás avezado a las pompas y regalos de la corte; pero a todo se hacen los hombres cuando se empeñan en ello, sin contar con que también aquí hay su sol correspondiente; y aunque es cierto que tarda un poco por la mañana en trasponer los picachos que rodean el lugar, una vez arriba alumbra y calienta y regocija el ánimo como el sol más majo de cualquiera parte. Además, tu destierro no podría durar mucho por razones que yo me sé; y por último y finiquito, con salir de él en cuanto no pudieras resistirle, estaba el cuento acabado para ti.

»Ítem más: tengo ciertos planes en el magín, que me dan mucho que hacer. ¿Qué hombre anda sin ellos en mi caso? No tengo herederos forzosos, y no deja de haber en casa algo que echar a perder de mi propia pertenencia; algo que irá a parar Dios sabe adónde, si en mis últimas y postreras no topo al alcance de la vista con un ser que me haga un poco de cosquilleo en las entretelas del corazón.

»Por supuesto, que no trato de encender tu codicia con estas indirectas. ¡A buena parte iría! Pero es bien que todo se estipule y se tenga presente en horas como las que han empezado a correr para mí.

»En fin, hombre, anímate a venir por acá; y si no puedes hacerlo por gusto, hazlo por caridad de Dios.»

Menos lo del «bajón» y sus consecuencias, todo lo que mi tío me contaba en esta carta me lo tenía yo bien sabido; y sabía también, por lo que se deducía fácilmente de su anterior y escasa correspondencia con nosotros y lo poco que me había dicho mi padre, que su hermano Celso era un hombre campechano, de escasas letras y excelente corazón, agudo de magín y un tanto marrullero, como buen montañés, y más cuidadoso del cultivo y prosperidad de sus tierras y ganados, que del fomento de su cariño a la familia que le quedaba; dejadez que a ratos tocaba en una indiferencia que parecía rayana del absoluto olvido. Menos que de mi tío sabía yo de su tierra nativa y de nuestra casa solar, no tanto por culpa de mi poca curiosidad sobre estos particulares, como por obra de una de las flaquezas más salientes de mi padre. Le llamaban más la atención los apellidos que las condiciones personales de «los nuestros»: así es que al preguntarle por la vida y milagros de cualquiera de ellos, en lugar de responder derechamente a la pregunta, se encaramaba en la copa del árbol genealógico de la familia, y gateando de rama en rama hacia abajo, no paraba hasta dar, lo que menos, con la pata del Cid, si es que se conformaba con eso. De sus padres sólo pude sacar en limpio, en las diferentes veces que le pedí noticias sobre ellos, que habían sido el entronque de la casa «única» de los Ruiz de Bejos, de Tablanca, con la de los Gómez de Pomar, la más ilustre de las de Promisiones. Pocos caudales, eso sí, por parte de estos últimos principalmente, es decir, por la de mi abuela paterna, que sólo aportó al matrimonio unas gargantillas y unas arracadas de coral, dos relicarios de plata con una astilla de la Vera-Cruz, y un hueso de Santa Felícitas, respectivamente; tres mudas de ropa blanca, dos mantelerías de hilo casero, una cadena de oro cordobés, el vestido de gala con que se casó, y otro a medio uso para todos los días. Por parte de mi abuelo ya fue cosa muy diferente. Nuestra casa de Tablanca ejercía en todo el valle, por virtud de su condición benéfica amén de ilustre, cierto señorío indiscutible y patriarcal, y era el paradero obligado de todas las personas notables que pasaban por allí, incluso los obispos. Solamente en lo que recordaba mi padre, se habían hospedado dos en ella: el de Santander y el de León. Para estos y otros parecidos menesteres había en arcas y alacenas buena provisión de sábanas y mantelerías superiores, maciza y abundante plata de mesa y hasta dos colchas de damasco y un crucifijo de marfil y ébano. Nada faltaba allí de lo que no debía de faltar en la casa de una familia como la nuestra. Pero de su situación, de su forma, de su amplitud, de sus comodidades, ni una palabra: a lo sumo, que era grande, con solanas, escudo nobiliario y accesorias. Del terreno en que estaba enclavada y sus aledaños, de las condiciones y aspecto del paisaje, de su clima, de sus recursos para la vida algo más que animal, de las costumbres de sus habitadores, era ocioso inquirir cosa alguna por informes de aquel buen señor, que con estar tan pagado de su estirpe y poner en los cuernos de la luna los blasones de su casa y la tierra en que había nacido, sólo una vez y muy de prisa volvió a ella después de haberla abandonado, aunque por imperio de la necesidad, siendo muchacho todavía. Se remontaba a lo más alto de cuanto había oído y leído sobre aquella empingorotada región de la cordillera cantábrica, y era de ver cómo se las había, primeramente, con los celtas, nuestros supuestos progenitores, y se descolgaba enseguida de allí para enzarzarse mano a mano y como quien ventila y justiprecia ordinarios y corrientes asuntos de familia, con aquellas tribus montaraces, con aquel cántabro feroz que pasó los Alpes y luchó con Aníbal contra Roma y derrotó a Escipión en el Tesino. Después hablaba de Augusto y sus legiones, venidos a Cantabria expresamente para someternos al yugo romano; de que tal era nuestro empuje, tal «nuestro» valor y tal «nuestro» apego a la independencia, que el César había necesitado seis años para triunfar en un empeño que le había parecido obra de pocos días; de los horrores de esta guerra bárbara entre inaccesibles peñascales y profundos y sombríos barrancos, donde rugían las aguas tintas en la sangre de «los nuestros» y de los aguerridos legionarios. No faltaba lo de las madres que durante la guerra mataban a sus pequeñuelos para no verlos esclavos de los triunfadores extranjeros, ni lo de la muerte en cruz de tantos mártires entonando himnos de libertad entre maldiciones al conquistador, y con todo esto, un sinnúmero de pormenores sobre el tipo y las costumbres de sus héroes, pormenores que yo hubiera querido sobre la tierra que habitaron, tal y como era en mis días. Lejos de ello, sólo dejaba los cántabros para mezclar a sus sucesores en la epopeya de Covadonga o en los líos de los «Bandos» de Castilla; y ya puesto aquí con los ditirambos a sus ínclitos «antepasados», recorría con ellos las cinco partes del mundo, hasta no saber por dónde se andaba, ni yo tampoco. Porque sobre estas materias tenía mi padre una erudición abundante, pero un tanto sospechosa, obra de una voracidad que entraba con lo cierto lo mismo que con lo fantástico, por apego tenaz, aunque meramente platónico, a las cosas de su tierra.

De esta manera sabía yo de ella, al recibir la carta de mi tío, poco más de lo que se sabe, por conjeturas o por comparación, de otras semejantes que se han visto «al pasar», y muy de prisa.

Entre tanto, yo había cumplido ya los treinta y dos años; hacía seis que era doctor en ambos derechos, aunque sin saber, por desuso de ellas, para qué servían esas cosas; más de siete que campaba por mis respetos, y me daba la gran vida con el caudal que había heredado de mi padre. Porque de mi madre no heredé un maravedí. Fue una granadina muy guapa, hija de un magistrado de aquella Audiencia territorial. La conoció mi padre andando por allá una temporada, ocupado en negocios de minas, y se casó con ella de la noche a la mañana. El magistrado era viudo y pobre, y se murió dos años después de la boda de su hija.

Debo a Dios, entre otras muchas mercedes, la de un temperamento singularmente equilibrado de humores, que me ha permitido atravesar por las más peligrosas asperezas de la vida, sin dejar entre ellas la menor tira del pellejo. Muy pocas cosas me han llegado al alma, y rara vez me he apasionado por la mejor de ellas. Esta ha sido mi mayor fortuna en medio de la libertad y de la abundancia en que viví, siendo niño mimado y consentido, mientras fui «hijo de familia», y rico y desligado de toda traba en cuanto quedé huérfano de padre y madre y me declaré «mozo de casa abierta». En estas condiciones y con un temperamento más apasionado, sabe Dios lo que hubiera sido de mí y de mi dinero. Así y todo, no acrecenté el heredado de mi padre, y hasta le mermé en una buena tajada, porque no todos los tiempos corrían iguales para el vil ochavo; y yo, aunque sin perder de vista lo útil que es este ingrediente para vivir a gusto entre los hombres, no había nacido para esclavo de él y tenía muy arraigadas aficiones que no eran baratas. Me gustaba viajar, y viajaba mucho dentro y fuera de España; me gustaba el llamado «gran mundo» o «alta sociedad», y la frecuentaba en sus salones, en los teatros, en los paseos y hasta en los balnearios de moda, y en el deporte; me gustaban las Bellas Artes, aunque consideradas principalmente como artículo de lujo, y compraba cuadros y esculturas en las exposiciones; me gustaban ciertos hombres de la política y de la literatura, no por políticos ni por literatos precisamente, sino por la resonancia de sus nombres y el atractivo de sus conversaciones, y frecuentaba su trato y los acompañaba en sus círculos y en sus banquetes y en sus tertulias y francachelas... hasta me gustaban los toreros a cierta distancia, y a cierta distancia cultivaba la amistad de algunos de ellos.

Todo esto, y otro tanto más que de ello se sigue por ley forzosa, al fin y a la postre resultaba caro y producía hondos desgastes, si no del pellejo, cuando menos de la sensibilidad moral, aun tratándose de un mozo como yo, que en ningún cuadro aspiró a ser figura de primer término, ni a levantar media pulgada sobre la talla común de la masa de espectadores; y esto, no por virtud, sino por exigencias de mi temperamento.

Es muy de notarse que en la afición más acentuada de todas las mías, la de los viajes, me seducía mucho más el artificio de los hombres que la obra de la Naturaleza. Como buen madrileño, amaba a Madrid sobre todas las cosas de la tierra, y después de Madrid, a sus similares de España y del extranjero: las más grandes y más alegres capitales del mundo civilizado. Lo que quedaba entre unas y otras, me tenía sin cuidado, y pasaba sobre ello, para ir adonde fuera, como insensible proyectil que lleva el paradero determinado desde su punto de origen. Hijo y habitante de tierra llana, los montes me entristecían y los cielos borrosos me acoquinaban. Una vez sola había estado en la capital montañesa, disfrazando con el deseo de pisar «la tierra de mis mayores», como diría mi padre, la tentación de veranear en aquel puerto que comenzaba a ser «elegante». Atravesando en ferrocarril la cordillera cantábrica casi por encima de las fuentes del Ebro, recordé que «por allí», no sabía si a la derecha o a la izquierda, debía de andar mi casa solariega, en algún repliegue de aquellos montes encapuchados de neblinas y ceñidos de negros robledales. Y no tuvo entonces mayor resonancia que ésta en mi corazón el tan cacareado «grito de la sangre». Días después, y desde una de las alturas que dominan la ciudad, un santanderino, práctico en ello, me nombraba, señalándolos con el dedo, cada picacho y cada monte de la grandiosa cordillera que empieza al Oriente en Cabo Quintres y Galizano (la cola del enorme reptil), y acaba al Occidente metiendo entre las nubes los Picos de Europa (su cabeza).

Después, al trazar en el aire con el mismo dedo el curso de cada río de los que en ella nacen y por el fondo de sus negras barrancas se despeñan, llegó a encararse al Oeste; y marcando tres rayas casi verticales, me nombró el Saja, el Nansa y el Deva; y allí le atajé yo con el pensamiento, diciéndome a mí propio: «Junto a uno de esos tres ríos (creo que el Nansa), más arriba o más abajo, debe de andar el solar de mis mayores.» Y a esto solo se redujo, por segunda vez, «el grito de la sangre» que llevaba en las venas. Como decoración, me enamoraba aquel rosario de escalonadas montañas que de E. a O. por el S. sirven de marco grandioso a la admirable bahía; ¡pero como tierras habitables!...

Tales eran, pico más, pico menos, mis antecedentes personales cuando recibí la carta en que mi tío Celso me llamaba a su lado, y por tiempo indefinido, desde lo más recóndito y montaraz de la región cantábrica; y, sin embargo, no me causó la embajada impresión tan desagradable como pudiera presumirse tomando al pie de la letra lo dicho sobre mi modo de ser y de sentir.

Aparte de lo que me interesó el estado físico y moral de mi tío, no estaba yo tan enamorado de mi sistema de vida, que me espantaran los riesgos de trastornarle radicalmente por algún tiempo. Sin sentirme «cansado» de vivir como vivía, porque no cabía el cansancio en un andar tan reposado y, relativamente, metódico como el que había usado yo hasta llegar adonde había llegado por tantos y tan peligrosos caminos, comenzaba a notar a la sazón cierta languidez de espíritu, cierta inapetencia moral que no estaban reñidas seguramente con un paréntesis de reposo, y mucho menos con un cambio de impresiones y de «alimentos». Por este lado, la carta de mi tío no podía llegar más a tiempo de lo que llegó a mis manos. Lo grave, lo inesperado, lo terrible para mí estaba por otro lado: la calidad de lo que se me pedía en ella. Resuelto a cambiar de vida por algún tiempo, Dios sabe qué derroteros hubiera adoptado yo; pero es indudable para mí que jamás habría elegido el que mi tío deseaba y me proponía. Llegarme allá para hacerle una visita; pasar por allí de largo, siquiera por conocer de vista el solar de mis abuelos, menos mal; pero establecerme en él; hacer la vida de las fieras entre riscos y breñales; aclimatarme a ella de repente en la estación que corría (más que mediado el otoño), la antesala del invierno, ¡qué tendría que ver en Tablanca! recién llegado yo de Aguas-Buenas y de París y de medio mundo «distinguido», con las maletas atestadas de «novedades», lo mismo en ropas que en libros; reinstalado en mi «confortable» casita de soltero... Vamos, era el colmo de lo imposible soñar siquiera en trocar todo eso y de repente por lo que se me ofrecía desde Tablanca.

Pero yo no podía decir a mi tío estas cosas que le hubieran lastimado mucho en la situación de ánimo en que se hallaba; y le entretenía despachando sus apremiantes instancias con evasivas corteses, pretextando negocios que no tenía, y apuntando «veremos» sin el menor propósito de cumplirlos.

Ente tanto, la visión, a mi modo, de la casa de Tablanca, con sus montes y sus fieras y sus gentes y su desolación inverniza, no se apartaba un instante de mis ojos, porque las súplicas de mi tío, cada vez más vivas, llegaron a tocarme muy adentro; y por lo que pudiera suceder, sentía la necesidad de poner el caso en tela de juicio, que vale tanto, según las reglas de la experiencia, como empezar a transigir.

Lo cierto es que un día, el en que recibí la anteúltima carta de mi tío, que me comovió muy hondamente, di en el tema de buscar dentro de mí el porqué de ser yo tan poco sensible a los convenidos encantos de la Naturaleza. ¿Faltaba esa cuerda en mi organismo, o la tenía y no la había puesto en ocasión de que vibrara? Pues había que averiguarlo, porque comenzaba a mortificarme el temor de carecer de ella. Además, o es uno hombre, o no lo es; o tiene o no tiene entrañas de humanidad, agallas para ir por donde vayan y hacer lo que hagan otros; o sirve o no sirve para algo más útil y de mayor jugo y provecho que pisar alfombras de salones; engordar el riñón a fondistas judíos, sastres y zapateros de moda; concurrir a los espectáculos; devorar distancias embutidas en muelles jaulas de ferrocarril, y gastar, en fin, el tiempo y el dinero en futilidades de mujerzuela presumida y casquivana.

Encarrilado el discurso en este sendero, llegué a sentir un vigor de espíritu, una virilidad desconocida en mí; soliviantóse mi amor propio de mozo bien saneado de alma y cuerpo; y aprovechando la fiebre, por temor de que, si era pasajera, se llevara consigo mi ardimiento al desaparecer, escribí a mi tío diciéndole «allá voy» y hasta fijándole la fecha de mi salida de Madrid. Entre tanto haría yo mis preparativos de viaje, y me contestaría él dándome las necesarias instrucciones para llegar a su casa desde la última estación del ferrocarril.

Mientras anduve ocupado en hacer abundante provisión de ropas de abrigo, calzado recio, armas ofensivas y defensivas, libros de Aimard, de Topffer y de cuantos, incluso Chateaubriand, han escrito cosas amenas a propósito de montañas, de selvas y de salvajes, lo mismo que si proyectara una excursión por el centro de un remoto continente inexplorado, puedo responder de que no me faltó la fiebre. Menos seguridad tuve de ello cuando intenté «levantar» mi casa. Me parecía que esto equivalía a quemar mis naves, o, por lo menos, a darme ya por consentido en que había de ser muy larga mi permanencia entre los osos de Cantabria; y el temor de este riesgo me inclinó a dejar esas cosas como estaban, sobrándome buenos amigos en Madrid que mirarían por ellas. De todas suertes, nada más fácil que resolver lo contrario desde allá, si así lo pidieran las circunstancias.

En fin, temiendo que por este resquicio de mis flaquezas se me fueran colando otros aires aún más fríos y enervadores, cerré las puertas del discurso a toda reflexión contraria a lo convenido,

y Alea jacta est, me dije, como César, resuelto a pasar a todo trance mi correspondiente Rubicón.




ArribaAbajo- II -

Y acometí la empresa en la fecha convenida, un día de los últimos de octubre, frío y nebuloso en las alturas de la romana «Juliobriga». En la clásica villa inmediata, termino de mi jornada primera, y única posible en ferrocarril, hice un alto de media hora escasa: lo puramente indispensable para desentumecer los miembros y confortar el estómago; porque no había tiempo que perder, según dictamen del espolique que me aguardaba en aquel punto desde la víspera con dos caballejos de la tierra, espelurciados y chaparretes, uno para conducirme a mí y otro para cargar con mis equipajes.

Puestos en marcha todos, bien corrida ya la media mañana, delante el espolique llevando del ramal la cabalgadura que apenas se veía debajo de la balumba de mis maletas y envoltorios, sin salir del casco de la villa atravesamos por un puente viejo el Ebro recién nacido; y a bien corto trecho de allí y después de bajar un breve recuesto, que era por aquel lado como el suburbio de la población que dejábamos a la espalda, vímonos en campo libre, si libre puede llamarse lo que está circuido de barreras. De las cumbres de las más elevadas se desprendían jirones de la niebla que las envolvía, y remedaban húmedos vellones puestos a secar en las puntas de las rocas y sobre la espesura de aquellas seculares y casi inaccesibles arboledas, con el aire serrano que soplaba sin cesar, y tan fresco, que me obligaba a levantar hasta las orejas el cuello de mi recio impermeable.

Siguiendo nuestro camino encarados al Oeste, llevábamos continuamente a la izquierda, aguas arriba, el cauce del río, con sus frescas y verdes orillas y rozagantes bóvedas y doseles de mimbreras, alisos y zarzamora, y topábamos de tarde en cuando con un pueblecillo que, aunque no muy alegre de color, animaba un poco la monotonía del paisaje.

A la vera del último de los de esta serie de ellos, en el centro de un reducido anfiteatro de cerros pelados en sus cimas, se veían surgir reborbollando los copiosos manantiales del famoso río que, después de formar breve remanso como para orientarse en el terreno y adquirir alientos entre los taludes de su propia cuna, escapa de allí, a todo correr, a escondidas de la luz siempre que puede, como todo el que obra mal, para salir pronto de su tierra nativa, llevar el beneficio de sus aguas a extraños campos y desconocidas gentes, y pagar al fin de su desatentado curso el tributo de todo su caudal a quien no se le debe en buen derecho. Y a fe que, o mis ojos me engañaron mucho, o sería obra bien fácil y barata atajar al fugitivo a muy poca distancia de sus fuentes, y en castigo de su deslealtad, despeñarle monte abajo sin darle punto de reposo hasta entregarle, macerado y en espumas, a las iras de su dueño y natural señor, el anchuroso y fiero mar Cantábrico.

Debí pasar demasiado tiempo en meditar sobre éstas y otras puerilidades, y en paladear los recuerdos que despertaba en mí la contemplación de aquellas cristalinas aguas que tanto han dado que hacer a la Historia y a la fantasía de los poetas, porque el espolique, salvando todos los respetos de costumbre en su ruda cortesía, me apuntó la conveniencia de que continuáramos andando.

-Da grima -le dije obedeciéndole-, pensar en la conducta de este renegado montañés.

Tuve que descifrar la metáfora para que el espolique me entendiera lo que yo quería decirle; y en cuanto me hubo entendido, me respondió:

-Déjeli, déjeli que se vaya en gracia y antes con antes aonde jaz más falta que aquí. Pa meter buya y causar malis a lo mejor, ríus como ésti nos sobran por la banda de acá.

Explicóse a su vez el espolique para que yo le entendiera, y llegué a convencerme, con ejemplos que me puso de ríos montañeses desbordados a lo mejor sin qué ni para qué, arrollando casas, puentes y molinos en las alturas, y comiéndose en los valles las tierras que debieran de regar, de que bien pudiera ser obra meritoria lo que me había parecido en el Ebro falta imperdonable.

Por cierto que no se explicaba mal ni dejaba de tener su lado interesante mi rudo interlocutor, en quien apenas me había fijado hasta entonces. Era un mocetón fornido, ancho y algo cuadrado de hombros; vestía pantalón azul con media remonta negra, sujeto a la cintura por un ceñidor morado; y sobre la camisa de escaso cuello, un «lástico» o chaquetón de bayeta roja. Calzaba abarcas de tres tarugos sobre escarpines de paño pardo, y por debajo del hongo deformado con que cubría la abultada cabeza, caían largos mechones de pelo áspero y entrerrubio, casi el color de su cara sanota y agradable, cuyo defecto único era la mandíbula inferior más saliente que la otra, como la de nuestros Príncipes de la casa de Austria. Llevaba en la mano derecha un palo pinto, y debajo del brazo izquierdo un paraguas azul, muy grande y con remiendos.

Habíame dado noticias sumamente lacónicas de mi tío.

-¿Cómo anda de salud? -le había preguntado yo en cuanto se me puso delante y a mis órdenes.

-Tan majamenti -me había respondido él-. Es de güena veta, y hay hombri pa largu.

En concreto, sólo pude saber que quedaba muy alegre esperando mi llegada.

Dábame los nombres de pueblos y montañas cuando yo se los pedía, sin cambiar el ritmo airoso de su andadura ni volver por completo la cara hacia mí. Verdad que tampoco le miraba yo derechamente cuando le preguntaba alguna cosa, porque más que en él, llevaba puesta la atención en los detalles del paisaje y en el arrastrado vientecillo que me iba poniendo las orejas encarnadas.

Quejándome de ello una vez y mostrando recelos de que lloviera al cabo.

-No hay que temelu -me dijo levantando, tan alto como pudo, el índice de su mano derecha, después de haberle metido en la boca-. El aire es cierzu, y la niebla espienza a jalar parriba en los picachus.

Cuando intimamos algo más, supe que se llamaba «Chisco», que servía en casa de mi tío muchos años hacía, y que no era natural de aquel pueblo, sino de otro más abajo. Me admiraba, y así se lo dije, verle caminar suelta y desembarazadamente con un calzado tan pesado y tan recio, que sonaba en las lastras del camino como si las golpearan con un mazo.

-Por acá no se gasta otru en lo más del añu -me respondió saltando con la agilidad de un bailarín por encima de un jaral que le cortaba la línea recta que iba siguiendo-. ¡Y probes de nos con otra cosa más blanda en los pies pa trotear por estos suelus!

Desconcertado y pedregoso era a más no poder el que íbamos dejando atrás, y no le prometía más placentero la muestra del que teníamos delante. Por fortuna, el repliegue en que el sendero se arrastraba era relativamente descubierto y franco, en particular a nuestra izquierda.

-¿Será por este orden -pregunté a Chisco-, todo lo que nos falta por andar?

-¡Jorria! -contestó el espolique haciendo casi una zapateta-. ¡Qué yanu se lo pide el cuerpu! ¡Si estu es una pura sala!

¡Buen consuelo para mí, que llevaba ya los riñones quebrantados de cabalgar por tantos y tan repetidos altibajos, y comenzaba a sentir en mi espíritu madrileño el peso abrumador de los montes y la nostalgia de la Puerta del Sol y de las calles adoquinadas!

Andando, andando, siempre arrimado a las estribaciones de la derecha, fueron enrareciéndose los estribos de la izquierda, y dejándose ver, por los frecuentes y anchos boquerones, llanuras de suelo verde salpicadas de pueblecillos entre espesas arboledas, unos al socaire de los montes lejanos, y otros arrimaditos a las orillas de un río de sosegado curso que serpeaba por el valle.

-¿Es éste el Ebro? -pregunté a Chisco sin considerar que dejábamos sus fuentes muy atrás y sus aguas corriendo en dirección opuesta a la que llevábamos nosotros.

-¿El Ebru? -repitió el espolique admirado de mi pregunta-. Echeli un galgu ya, por el andar que yevaba cuando le alcontremus nacienti. Esti es el «Iger» (Híjar), que sal de aqueyus montis de acuyá enfrenti. Pero bien arrepará la cosa, no iba usté muy apartau de lo justu, porque si no es el Ebru ahora propiamenti, no tarda muchu ratu en alcanzali pa dirse juntus los dos en una mesma pieza por esus mundos ayá; y tan Ebru resulta ya el unu como el otru.

-Y este valle, ¿cómo se llama?

-Esta parte de él que vamus pisandu, pa el cuasi, Campóo de Arriba.

De buena gana hubiera revuelto mi cabalgadura hacia sus risueñas praderías, cruzadas de senderos blandos y tentadores; pero me arrastraba a la derecha el pícaro deber encarnado en aquel condenado espolique, siempre cosido a las faldas de los montes, como si de ellos tomara el vigor y la fortaleza que parecían crecer en él según iba caminando.

También llegó a interrumpirse la desesperante continuidad de la barrera de aquel lado, y entonces columbré sobre un cerro, encajonado en el fondo de un amplio seno de montes, un castillo roquero que, aunque ruinoso y cargado de yedra, conservaba las principales líneas de su sencilla y elegante arquitectura.

-¿Qué castillo es aquél? -pregunté al espolique.

-El de Argüesu -respondióme; y dicen si es obra de morus.

Para aquellos rudos montañeses, como pude observar más adelante, toda construcción de parecida traza es debida a los moros... o a «la francesada».

En éstas y otras, volvieron a unirse y apretarse los altos muros de la barrera; fue estrechándose el valle del otro lado, y cuando quedó convertido en un saco angosto, dimos en una aldehuela que llenaba todo el fondo de él.

-Aquí se acabó lo yanu y andaderu -me dijo Chisco entonces; y como tampoco hemos de jayar en más de tres horas otru lugar ni alma vivienti que nos estorbe el caminu, si algo le pidi el cuerpo pa levantar las fuerzas, no desaprovechi esta güena proporción de jacelu.

Nada necesitaba yo ni apetecía; pero estaba Chisco en muy distinto caso. Autoricéle para que se despachara a su gusto, y se satisfizo con medio pan de centeno y un cuarterón de queso ovejuno. Y fortuna fue para él que no se extendieran a más sus apetitos, porque hubiera jurado yo que no había otra cosa de mayor regalo en aquella desmantelada venta. Autoricéle también para que descansara un rato mientras despachaba la frugal pitanza, y para que ayudara la digestión con algunos tragos de vino; pero a todo se negó: a lo del reposo, porque con las paradas así se «enfriaban los gonces y se perdía el buen caminar, y los buenos caminantes debían de descansar andando»; a lo de la bebida, porque la más sana y mejor para él era el agua corriente y fresca de los regatos que hallaríamos «a patás» en los puertos. Con esto colgó de una muñeca el palo pinto, ató al correspondiente brazo las riendas de la cabalgadura, aprisionó el paraguas en el sobaco; y con el pan y el queso en una mano y en la otra una navaja abierta, me dio a entender, con un ademán y una mirada, que estaba apercibido y a mis órdenes.

Nos hallábamos entonces al pie de una altísima sierra que se desenvolvía, a diestro y a siniestro, en interminable anfiteatro.

-¿Por dónde tomamos ahora -pregunté a Chisco-, y adónde iremos a salir?

-¿Vey usté -respondióme levantando y extendiendo el brazo y apuntando con la navaja abierta mientras mascaba los primeros bocados de pan y queso-; vey usté, enfrenti de nos, ayá-rriba, ayá-rriba de tou, una coyá (collada) entre dos cuetus... vamos, al acabar de esta primera sierra?

-Sí la veo -contesté.

-Pos güenu: ¿vey usté tamién, por entre los dos cuetus de la coyá, otra lomba (loma) más alta, que cierra tou el boqueti?

-La veo.

-Pos por ayí hemos de pasar.

-¿Por entre los dos cuetos?

-Por encima de la lomba que va del unu al otru.

-¿Por encima de aquella última?

-Por encima de la mesma.

-¡Pero, hombre -dije estremeciéndome-, si sobre aquella loma no se ve más que el cielo!

-Pos crea usté -me replicó el espolique con gran prosopopeya-, que, así y con tou, hay mucha tierra que pisar al otru lau.

No quise estimar con la imaginación las dificultades que podían aguardarme en aquella empresa que acometía por mi propia y libérrima voluntad; y sin decir otra palabra, me puse en seguimiento del espolique.

El cual tomó a pecho, y a buena cuenta, los agrios callejones que parecían ser las raíces con que estaba el monte adherido al valle; callejones sarpullidos de cantos removidos y descarnados por el constante fluir de los regatos que por allí bajan desde sus cercanos manantiales.

A estas incómodas sendas, encerradas entre setos bravíos y desconcertadas arboledas, sucedió muy pronto el suelo blando y enteramente despejado de la sierra.

A veces era tan fino el tapiz de yerba menuda entre brezales rastreros y apretados, que resbalaban sobre él los caballos con mayor frecuencia que sobre los pedruscos y lastrales del camino andado por la finde del valle; pero como había espacio abundante y desembarazado en todas direcciones, aprovechaba yo bien estas ventajas para cuartear a mi gusto la subida e ir ganando la altura por donde mejor me pareciera. Chisco me precedía trepando sosegadamente por derecho, garantido por sus tarugos contra los resbalones de que no se libraba el caballo que conducía de las riendas, cuando pisaba sobre el atusado ramaje de los brezos. Poco a poco, el bombeo de la sierra, que desde abajo parecía continuo y uniforme, empezó a encoger el radio de su curva hasta quedar la trillada senda que nos era forzoso seguir como raya de mulo sobre su espinazo, y a cada lado una profunda «hoyada» con hermosas brañas en sus laderas, y arroyos cristalinos en el fondo, golosinas que saboreaban a sus anchas las yeguadas y rebaños que se buscaban la vida por allí.

Llevábamos ya más de una hora de subir y aún nos faltaba un buen tramo para llegar a la cumbre que habíamos de trasponer. Pasado el lomo de las dos hoyadas, empezó Chisco a dar señales de tener mucha prisa por llegar a algún sitio determinado, y al fin resultó ser un arroyo de aguas purísimas y transparentes como el cristal, en que bebieron a un mismo tiempo y en una misma poza, el espolique y su caballo. Noté, al acercarme a ellos, que andaba el mío algo codicioso del mismo regalo, y no traté de negársele. Mientras bebía con ansia la pobre bestia, quedé yo encarado en opuesta dirección a la que había llevado subiendo, y con un panorama a la vista que me dejó maravillado.

-¿Qué valle es ese? -pregunté a Chisco que se limpiaba los hocicos con la manga de su lástico.

-Pos el vayi por onde hemos pasau -me respondió-; sólo que como no vimus más que lo de la parte de acá, y esu en racionis...

Era verdaderamente hermosa aquella planicie que se perdía de vista hacia el Sur, circundada de altos montes de graciosas líneas y de calientes tonos, y adornada de cuantos accesorios pintorescos puede imaginar un artista aficionado a aquel género de cuadros: praderas verdes, manchas terrosas, esbeltos montículos, cauces retorcidos con orillas de arbolado, pueblecillos diseminados en todas direcciones, y uno más grande que todos ellos, con una alta torre en el medio, como en muestra de su señorío indisputable sobre la planicie entera. Aunque no fiaba mucho de mi memoria ni de mi sensibilidad artística, creía yo que aquel panorama, con ser montañés de pura casta, se diferenciaba mucho de los que yo había visto «abajo» alguna vez: era pariente de ellos, sin duda, pero no en primer grado. Desde luego no había, entre todos los valles que yo conocía de peñas al mar, uno tan extenso ni de tanta luz como aquél; y ya, puesto a comparar, me atreví a hallarle más semejante, en sus líneas y en la austeridad de su color, a los valles de Navarra cuando aún verdeguean en el campo sus sembrados. De todas suertes, era muy bello, y podía considerarse como una gallarda variante de la hermosura campestre de que tanta fama goza la Montaña, con sobrada razón.

Por las noticias no muy minuciosas que fue dándome Chisco, supe que aquel valle era el de los tres Campóes: el de «Suso», o de Arriba (el más cercano a nosotros), el de Enmedio, y el de «Yuso», o de Abajo; y el pueblo grande con la torre en el centro, que se veía en lo más lejano de la llanura, Reinosa, la villa en que yo había dejado el tren y encontrado a Chisco.

Cuando éste no tuvo más que decirme, continuó su acompasada marcha monte arriba, y no tardé en verle detenido con su caballo, y como encaramados los dos en el parapeto de una azotea, sobre el perfil de la loma, destacándose ambas siluetas en una mancha azul del cielo remendado de nubes cenicientas. Dejé yo entonces mis éxtasis contemplativos y piqué a mi dócil y resignada cabalgadura, que arrancó trotando a la querencia de la otra.

Pocos pasos antes de llegar yo al punto en que me aguardaba el espolique, volvióse éste hacia mí; y tendiendo el brazo derecho en dirección opuesta, me dijo con cierta solemnidad que entonaba muy bien con lo señalado por su mano:

-El Puertu.

Subí lo que me faltaba, púseme junto a Chisco y miré... Tenía razón el espolique: era mucha la tierra que había que pisar por aquel lado. ¡Pero qué tierra, divino Dios! A mi izquierda, y en primer término, dos altísimos conos unidos por sus bases, de Norte a Sur, como dos gemelos de una estirpe de gigantes; enfrente de ellos, a mi derecha, las cumbres de Palombera dominadas por el «Cuerno» de Peña Sagra que extendía sus lomos colosales hacia el Oeste; y allá en el fondo, pero muy lejos, cerrando el espacio abierto entre Peña Sagra y los dos conos, las enormes Peñas de Europa, coronadas ya de nieve, surgiendo desde las orillas del Cantábrico y elevándose majestuosas entre blanquecinas veladuras de gasa transparente, hasta tocar las espesas nubes del cielo con su ondulante y gallarda crestería. Por el lado en que me encontraba yo, descendía la sierra blandamente hasta la base del primer cono, de la cual arrancaba hacia la derecha un cerro de acceso fácil, que resultaría montaña desde el fondo de la barranca en que terminaba bruscamente. Lo que había entre la loma de este cerro y el espacio limitado por las Peñas de Europa, no era posible descubrirlo, porque lo bajo quedaba oculto por el cerro, y lo alto me lo tapaba una neblina que andaba cerniéndose en jirones, de quebrada en quebrada y de boquete en boquete. Sin aquel obstáculo pertinaz, hubiera visto, al decir del espolique, maravillas de pueblos y comarcas, y hasta el mar por el boquete de Peña Sagra. Hacía más imponente el cuadro el contraste de la luz del sol iluminando gran parte de los altísimos peñascos más próximos y reluciendo a lo lejos sobre las veladuras de los Picos, con la tétrica penumbra del fondo de aquel brocal enorme, cuyo lado más bajo me servía a mí de observatorio.

Ni entonces supe ni sabré jamás definir las complejas impresiones que me produjo la súbita aparición de aquel espectáculo ante mis ojos, en cuyas retinas conservaba todavía estampada la imagen del risueño valle de los tres Campoés. Lo que recuerdo bien es que, sin apartar la vista del cuadro que tenía al alcance de ella, me fui con el pensamiento al otro, y me abismé en la contemplación del contraste que formaban los dos.

«Allá -me decía-, la llanura abierta, los campos amenos, el sol radiante, los frutos, las flores, la égloga, el idilio de la vida; aquí, la bravura salvaje, la lobreguez de los abismos, el silencio mortal de los páramos, la inclemencia de la soledad; allí, el hombre, rey y señor de la tierra fértil; aquí, siervo infeliz, sabandija miserable de sus riscos escarpados y de sus moles infecundas.» Y me sentí invadido de una profunda tristeza.

Lo que Chisco había hecho poco antes en el entrellano de la sierra, repitió en su loma: cuando agotó el caudal de sus informes, tiró de las riendas de su rocín y comenzó a sumirse con él en las honduras de aquel pozo.

Yo me resigné a seguir su ejemplo, mas no sin despedirme antes con una mirada cariñosa del esplendente panorama de la vega, contemplado entonces por mí desde una altura digna de las águilas.

Hecho el descenso de aquella parte del brocal muy fácilmente, no tardamos en subir la ladera del cerro que seguía a la primera hondonada. Arrastrábame hacia allí la fuerza misteriosa de una curiosidad que tenía mucho de la atracción de los abismos. Llegó Chisco a la loma antes que yo, según costumbre, y aguardóme en ella con el brazo extendido ya, como la otra vez, para mostrarme lo que desde allí se veía... ¡Y por Dios crucificado que no era poco! El pozo de antes se ahondaba por aquel lado mucho más, y su suelo, ondulante y caprichoso, se perdía en todas direcciones entre espesas neblinas sobre las cuales alzaban sus cabezas de granito las montañas del brocal. Toda aquella interminable superficie parecía un mar de lava cuajado de repente; un mar hasta con sus islotes y escollos; unos monolitos muy grandes que se destacaban, escuetos y descarnados, sobre la aridez del suelo entre matojos de «escobinos», de árnica o de regaliz. Abundaban los manchones verdes de las brañas de jugosos pastos, y no era ingrato a la vista el color de otros detalles; pero ¡lo demás!... Aquellos cantos pelados, tan grandes, tan secos, tan esparcidos en todas direcciones; aquella inmensa extensión calva, monda, rapada y desnuda de todo follaje; aquellas nieblas tenaces cerrando todas las salidas y surgiendo de todas las hoyadas; aquellos riscos inaccesibles y fantásticos elevándose sobre todo y por todos lados; aquel cierzo continuo y gemebundo que parecía el espíritu funerario de las grandes necrópolis, llevando consigo los jirones de la niebla como si fueran sudarios arrancados de las tumbas en los senos entenebrecidos de las barrancas; aquellos buitres que me señalaba Chisco, revolando en las alturas; aquel cielo que iba encapotándose poco a poco... todo ello, que era lo más, visto a través de las lentes pesimistas de mis ojos, se imponía al resto, que era, relativamente, muy escaso, y me presentaba toda la superficie del Puerto bajo un aspecto feroz y repulsivo. Yo no veía más que una llanura infinita, plagada de costras y tumores; y los monolitos solitarios y dispersos, se me antojaban erupciones de verrugas asquerosas sobre una inmensa piel de leproso.

Contemplando desde la sierra lo que se veía del panorama del Puerto, habíame comparado yo, por la fuerza del contraste, con un mísero gusanejo; pero al hallarme en el observatorio de más adentro, ¡qué cambio tan radical y tan súbito de ideas, y cuán extrañas las impresiones recibidas!... Creo que fue de espanto, de frío y de «arrepentimiento» la primera, y estoy seguro de que fue de melancolía la segunda, como lo estoy también de que la siguiente me infundió la sensación de lo que tenía a la vista, de tal modo y con tal intensidad y fuerza, que hubiera jurado yo que circulaban por mis venas líquidos pedernales, y era mi cuerpo una estatua de granito coronada con manojos de «loberas» y acebuches.

Dejándome llevar del único pensamiento racional que sobrevivía en mi cabeza, pregunté a Chisco:

-Dime, hombre, ¿se parece a esto nuestro valle?

-¡Quiá! -me respondió el espolique con el mayor desdén.

-Es más ancho, ¿eh?... y más...

-¡Quiá! Ni la metá siquiera.

-¡Demonios! -repliqué-. Pero serán más bajos los montes...

-Tampoco da en el jitu ahora -me contestó el arrastrado con una flema desesperante-, porque son hasta más altus; sólo que están más «tupíus»... más arrimaus unus a otrus.

-Pues entonces -exclamé hasta con ira-, ¿en qué está la ventaja de tu valle sobre este puerto, alma de cántaro?

-Pos la ventaja del nuestru vayi está -contestóme Chisco dulce y sonriente-, en que es de suyu más terreñu y más... vamus, más... Por últimu, ya verá lo que es el nuestru vayi; y si no le paez puntu menos que la gloria, no sé yo lo que sea cosa buena.

Convencido de que cuanto más ahondara en el informante, más negros habían de salirme los informes que buscaba, y deseando perder de vista cuanto antes aquel cuadro de desolación, dije al espolique:

-Y ahora ¿por dónde tomamos?

-Tou por derechu -me respondió.

-Pues hala, y a buen andar, si puedes.

-¡Jorria! -exclamó Chisco comenzando a descender la otra ladera con igual frescura que si no se hubiera movido hasta entonces. Seguíle yo sin titubear; y al verme luego en las honduras de aquel inmenso barranco, me pareció que se quebraba el último vínculo que me ligaba al mundo que yo conocía.

Estábamos indudablemente, si no en el corazón, en una de las vísceras más considerables de la cordillera. ¡Y en otra víscera por el estilo se escondería mi nuevo hogar!... ¡Santo Dios, en qué empresa me había arrojado un momento de sensiblería humanitaria! Por ver de todo, se podía ver hasta aquella espantosa desolación; ¡pero habitar allí!...

Este modo de discurrir a que me entregué cediendo a la fuerza de mis inveterados resabios de mal disfrazado egoísmo, resucitados en presencia de aquél, para mí, tan nuevo como aflictivo espectáculo, llegó a causarme cierto rubor. Acudí con todo el poder de mi memoria y de mi discurso al recuerdo de lo pactado con mi tío y a lo resuelto desde Madrid; requerí de nuevo el alto cuello de mi abrigo, porque la tarde avanzaba y el cierzo iba haciéndose por momentos más frío y más gemebundo, y arrimé dos espolazos a la bestia, precisamente en el instante en que ella daba una huida hacia la derecha, enderezando las orejitas y mirando recelosa hacia la izquierda: lo mismo exactamente que hacía el caballejo de Chisco; el cual espolique, notándolo y mirando en la misma dirección que los caballos, me decía con cierto matiz de alarma en el acento:

-¡Pique, pique, y tierra atrás!

Y me daba el ejemplo tomando un medio trotecillo delante de su rocín, que no necesitaba ruegos ni amenazas ni castigos para seguirle. Tampoco el mío echaba en falta esas cosas para seguirlos a los dos. Chocándome todo esto, pregunté al espolique la razón de ello.

-Poca cosa -me respondió-, y ná de malu, sino que la tarde va de caída, y nos quedan entoavía güenas tiras que medir con los pies.

No me satisfizo la respuesta, pero no insistí con nuevas preguntas.

Más de una hora tardamos en atravesar el Puerto, que mide, por aquella línea, cerca de dos leguas. Al fin de esta jornada fastidiosa, nueva sorpresa para mí, nuevo espectáculo, nuevas ideas y nuevas impresiones. Un despeñadero al frente, otro a la derecha, otro a la izquierda... ¿Por cuál de ellos tomaría Chisco...? Por el peor, por el primero, por el único que, aunque mala, tenía salida visible. Esta salida era la resultante de algo así como desmoronamiento de una colosal muralla construida por titanes para escalar nuevamente el cielo. Por uno de los intersticios de aquella escombrera de montes dislocados, musgosos unos y a medio revestir de avellanales, árgomas y acebuches otros, alguno de ellos bien poblado de hayas robustas o de esbeltos «mostajos» (el árbol de sabroso y encarnado fruto), con grandes manchas rojizas en la falda, impresas por los secos helechales, y todos con parte de sus esqueletos de roca asomando por los desgarrones de sus vestiduras, iba el camino que conducía al término de mi empecatada expedición. Mas para llegar a él teníamos que bajar una pendiente que daba vértigo. Por allí se deslizaba la vereda, de lastras resbaladizas lo más de ella, en ziszás, entre jarales y arbustos algunas veces; muchas al descubierto sobre la barranca, en cuyo fondo, entenebrecido por las malezas de ambas orillas, refunfuñaban las aguas de los regatos vagabundos encauzadas allí para ir a engrosar por caprichosos derroteros el caudal del río que se despeñaba a nuestra izquierda y al otro lado del Puerto.

A todo esto, la noche se aproximaba; el tinte amarillento del follaje que se moría, destacando sobre el plomizo obscuro de los montes, daba a los términos más cercanos una lividez cadavérica; y del fondo de los precipicios donde se pudría la vegetación que ya había muerto, subía un olor acre, un vaho de tanino que me crispaba los nervios.

En presencia de aquel nuevo espectáculo y con la llanura del Puerto a la espalda, ya no era yo la estatua de granito con sangre de líquidos pedernales: la contemplación de aquel laberinto de sierras bravías, de cuetos escarpados y de picachos inaccesibles; de ásperos y sombríos repliegues, de pavorosas quebradas y de abruptos peñascales, transportó súbitamente mis imaginaciones a los entusiasmos «arqueológicos» de mi padre: allí me sentí contaminado de ellos; allí concebí al cántabro de sus himnos en toda su bárbara grandeza, hasta vestido de pieles y bebiendo sangre de caballo; y aun llegué a verle: le vi, sí, resucitado en carne y hueso, en la carne y en los huesos de mi propio espolique. Aquel cuerpo fornido e incansable; aquellas guedejas estoposas, aquel palo pinto, que en su diestra remedaba un venablo; aquel paraguas azul que, bajo su brazo izquierdo, podía tomarse por un haz de flechas envenenadas; aquella mandíbula saliente; aquel mirar poderoso e imperturbable; aquella faz montuna y atezada... ¡oh! escarbando un poco en todo aquello, no había duda, resultaba el cántabro primitivo. Comprendí entonces su resistencia de seis años contra las invencibles legiones de Augusto; y las legiones enteras despedazadas en el fondo de los desfiladeros, o rodando por las agrias laderas, aplastadas por los peñascos desgajados de las cumbres; el sentimiento exaltado de su salvaje independencia; la muerte en cruz antes que el yugo del conquistador... todo, todo lo comprendí y todo lo sentí, lo mismo que lo había comprendido y sentido mi padre, menos que pudiera vivir entre tales vericuetos y tan esquivas soledades, un hombre de mi educación, de mis sentimientos y de mis hábitos.

Con estas fantasías en la cabeza y los ojos cerrados muy a menudo por no ver los abismos a mis pies, fui bajando la pendiente cómo y por dónde quiso mi caballejo, a cuya juiciosa firmeza me había entregado con ciega fe desde arriba, por encargo del propio Chisco, que me precedía caminando por el derrumbadero con igual desembarazo que yo por los pasillos de mi casa.

Metido ya en la grieta como una lagartija, apenas daba el camino, «usgoso» y desconcertado, para sentar sus pies, con grandes precauciones, mi jamelgo. A lo mejor, grandes doseles de granito con lambrequines de zarzas y escaramujos raspándome la cabeza, mientras que por el lado derecho me punzaban las espinas de los escajos, y el más ligero resbalón de mi cabalgadura podía lanzarme a las simas de la izquierda. Y mirando hacia arriba en busca de luz, que ya nos faltaba abajo, montes erizados de crestas blanquecinas, y conos encapuchados de espesa niebla, y gárgolas de tajada roca amenazando desplomarse sobre nosotros; y a todo esto, el camino estrechando y retorciéndose cada vez más, subiendo aquí, bajando allá, y sin poder yo darme cuenta de si, desde que habíamos descendido del Puerto, bajábamos o subíamos en definitiva.

¡Oh, condenados admiradores de la Naturaleza «en toda su grandiosidad salvaje»! -decíame yo, entumecido y quebrantado de alma y de cuerpo. Aquí os daría yo el pago de vuestras sensiblerías de embuste, poniéndoos a pasto de admiración durante media semana.

Al fin resultó que bajábamos; y esto lo noté cuando me vi en terreno un poco más abierto y despejado: una espaciosa rambla que terminaba en una vadera por la que corrían hacia el Nansa, aún no visto por mí, los acumulados tributos que le pagaban los montes de aquella vertiente.

Pasada la vadera, volvía a subir el terreno, que era un inmenso lastral como los montes áridos que le servían de fondo, particularmente hacia la izquierda. Recuerdo que el sonido de las herraduras de los caballejos y el de los tarugos de Chisco sobre las lastras de la subida, juntamente con el murmullo de las cristalinas aguas de la vadera, no me impresionaba en el espíritu, sino en el cuerpo: me daba frío. Hasta tal punto llevaba yo pervertidas las sensaciones por obra del tedio y del cansancio.

El espolique me sacaba, como siempre, una buena delantera; y cuando llegué a lo alto, encontréle esperándome, sombrero en mano, en el vestíbulo o «asubiadero» de un santuario que hay allí. Detrás de la reja que sirve de fondo al vestíbulo, veíase, no muy claramente, a la luz de una lamparilla que le alumbraba, porque la del crepúsculo podía darse afuera por extinguida, un altarcito con la imagen de la Virgen llamada de las Nieves, según informes de Chisco. Descubríme yo también, y sin obligarme a ello el mandato que leí en una mirada del espolique. El cual, vuelto enseguida hacia el retablo y después de persignarse con gran unción y parsimonia, cruzó las manos sobre el palo pinto y comenzó a rezar en voz muy alta por el alma de su padre. La oración era un Padrenuestro; y con ser tan usual y corriente entre todo fiel cristiano, sonaba en mi corazón y en mis oídos a cosa nueva en medio de aquel salvaje escenario, tan cerca de Dios y tan apartado de los ruidos, de las miserias y hasta del amparo de los hombres. Pero noté que Chisco, al concluir la primera parte de la oración, se detuvo en seco; lo cual quería decir que rezara yo lo restante. Por fortuna me cogía bastante pertrechado para salir airoso de compromisos como aquél, y recé lo que me pedía, aunque no tanto por su intención como por mis necesidades del momento. Tenía racional disculpa mi egoísmo en las emociones de la brega excepcional que traía y en la que me aguardaba entre las tinieblas de la noche, tan pavorosa en aquellas abruptas soledades.

Pero hubo tiempo y oraciones para todo y para todos; porque tras el rezo por el alma de su padre, rezó por la de su madre, y después por las de abuelos, y enseguida por las de todos sus parientes, y luego por las de cada uno de los míos, y, finalmente, por las necesidades de la cristiandad entera. Con ello, «una Salve a la Virgen de las Nieves» y un «Viva Jesús sacramentado», santiguámonos, cubrímonos, acabó de cerrar la noche y nos dispusimos a continuar la interminable jornada.

Según Chisco, nos faltarían, para terminarla, tres cuartos de hora; el camino, «por el arte» del que habíamos andado entre el Puerto y la vadera; pero siempre bajando hasta la misma puerta de casa, lo cual «era una ventaja», porque se andaba ello solo «tan guapamente». Además, mi caballo se le sabía de memoria, y con dejarme llevar por él, estaba «al cabo del negocio».

-Corriente -dije a Chisco por todo comentario a sus informes, que me dieron escalofríos-; pero ¿de qué se espantaron los caballos en el Puerto, y por qué me aconsejabas tú que picara al mío de firme?

-Y ¿por qué es la pregunta a estas horas, si se pué saber? -preguntó a su vez el espolique, no poco sorprendido.

-Porque ha vuelto a clavárseme el caso de repente, ahora mismo, en la memoria, y la ocasión me ha parecido de perlas para que respondas aquí lo que no quisiste responderme en el Puerto.

-Pos espantáronse -dijo Chisco algo roncero todavía-; espantáronse (y no hay por qué se niegue ya), espantáronse... del osu.

-¡Del oso! -exclamé con los pelos de punta-. ¿Dónde estaba?

-Estaba... como a cincuenta brazas de nos, jechu un reguñu, a la vera de un busquizal. Tomaríale usté por un cantu gordu de los muchus que hay en el Puertu: el que no está avezau a verli de esi arti, confúndilos. Sueli asomar en veces por ayí; gústali el oreu a lo mejor, y soleáse un pocu, si tien ocasión de eyu. Pero no hay que temeli cosa mayor, porque del hombri ajuyi siempri como el hombri no se meta con él. Con too y con esu, güenu es teneli a distancia, por un por si acasu... Conque vamos palanti, si le paez, y no arreceli alcuentrus talis, que por aquí no se usan, y de nochi mayormenti.

Con el saboreo de aquellas noticias y de estas «seguridades», sin un astro visible en el cielo, la tierra envuelta en la más cerrada y tenebrosa de las noches, y empezando a lloviznar, me dejé sumir en la barranca que se abría a corta distancia del santuario, encomendando mi alma a Dios y mi vida al instinto del cuadrúpedo que me conducía.

Y así llegué, sin saber cómo ni por dónde ni a qué hora, al suspirado fin de mi jornada memorable.




ArribaAbajo- III -

Un silbido muy original de Chisco; el latir de un perrazo poco después; una luz tenue y errabunda aparecida de pronto; la detención repentina de mi caballo, tras el último par de resbalones con las cuatro patas sobre los lastrales «pendíos» de la vereda; bultos negros en derredor de la luz y rumor de voces ásperas y de distintas «cuerdas»; mi descenso dificultoso del caballo, al cual parecía adherido mi cuerpo por los quebrantos de la jornada y los rigores de la intemperie; mi caída sobre un pecho y entre unos brazos envueltos en tosco ropaje que olía a humo de cocina, y la sensación de unas manazas que me golpeaban cariñosamente las costillas, al mismo tiempo que los brazos me oprimían contra el pecho; mi nombre repetido muchas veces, junto a una de mis orejas, por una boca desportillada; mi entrada después, y casi a remolque, en un estragal o vestíbulo muy obscuro; mi subida por una escalera algo esponjosa de peldaños y trémula de zancas; mi ingreso, al remate de ella, en otro abismo tenebroso; mi tránsito por él llevado de la mano, como un ciego, por una persona que no cesaba de decirme, entre jadeos del resuello y fuertes amagos de tos, cosas que creería agradables y desde luego le saldrían del corazón, advirtiéndome de paso hacia dónde había de dirigir los míos, o dónde convenía levantar un pie o pisar con determinadas precauciones, sin dejar por ello de pedir a gritos y con interjecciones de lo más crudo, una luz que jamás aparecía, porque, como supe después, toda la servidumbre andaba en el soportal bregando con los equipajes y las cabalgaduras; de pronto un poco de claridad por la derecha, y la entrada en otro páramo de fondos negrísimos con una lumbre en uno de sus testeros; después, el acomodarme, a instancias muy repetidas de mi conductor, en el mejor asiento de los que había alrededor de la lumbre; y el ponerse él, pujando y tosiendo, a amontonar los tizones esparcidos, y a recebarlos con dos grandes, resecas y copudas matas de escajo.

A esto se reducen todos los recuerdos que conservo de mi llegada al «solar de mis mayores». La noción exacta de cuanto me rodeaba allí en aquellos momentos, y aun la de mí propio, no la adquirí hasta que al calor de la fogata descomunal que resultó del hábil manipuleo de mi tío, se desentumecieron mis ateridos miembros, volvió a circular mi sangre con su acostumbrada regularidad, y revivieron con ella y se enquiciaron todos los componentes de la entorpecida máquina de mis ideas.

Dueño y señor ya de ellas y comenzando a orientarme, reparé que la cocina era enorme, y que sus negras paredes relucían como si fueran de azabache bruñido; que la lumbre, cuyos penachos de llamas subían lamiendo los llares recubiertos de espesos copos de hollín, hasta rebasar de la ancha campana de la chimenea, estaba arrimada a un poyo con bovedilla, que era la jornía o cenicero, sobre una espaciosa y embaldosada meseta, en uno de cuyos bordes de empedernida madera, y a menos de un pie de altura sobre el suelo general, apoyaba yo los míos; que a mi sillón, grande y con brazales derechos, seguían, hasta cerrar todo el perímetro de la meseta, bancos y escabeles de madera desnuda y muy brillante por el uso, lo mismo que el sillón, y que este hogar ocupaba la cabecera más abrigada de la cocina. Después pasé la vista por todos y cada uno de los innumerables e inconexos trastos, enseres y chirimbolos que había en aquel recinto, y hasta me interesaron dos ollones y tres cazuelas de barro, cuyas coberteras temblaban entre espumarajos al impulso de lo que hervía debajo de ellas, arrimados a la lumbre y calzados con sendos morrillos por detrás; por último, y cuando ya nada tenía que examinar en la cocina y sus accesorios, fijé toda mi atención en mi tío, que andaba a mi vera, o tan frontero a mí como se lo permitía la fogata que ambos teníamos delante, buscándome la palabra y colmándome de atenciones cariñosas. ¡Vaya usted a saber de qué capricho inconsciente, de qué evolución desacordada, nació aquel procedimiento tan descortés con lo más interesante y, desde luego, lo más estimado y respetable para mí, entre cuanto había, en aquella ocasión, al alcance de mis ojos!...

Eran chiquitos y garzos los de mi pariente, y miraban con la vivacidad de los del raposo, a la sombra de unas cejas grises, muy espesas y erizadas; la nariz, aguileña; la boca, nunca enteramente cerrada ni quieta, parlanchina como los ojos, aunque callara; la tez, muy pálida y rugosa; la barbilla, redonda y algo prominente debajo del labio inferior; las orejas, formidables y muy velludas en las cercanías de los oídos; la cabeza, bastante plana por detrás, y el pelo (descubierto en el instante de examinarle yo, por haberse quitado don Celso la gorra casera con que de ordinario se cubría, para pasarse ambas manos por él, cosa que le gustaba mucho, como puede observarse más adelante), de la misma casta y de igual color que el de las cejas, cayendo en recios mechones sobre la frente, y sin visibles muestras de calva en sus alturas. El cuerpo era proporcionado a la cabeza, de regular tamaño, y daba señales de recientes y muy considerables mermas de robustez, en los excesivos sobrantes del chaquetón y de los pantalones pardos con que le vestía; como las daban de pérdidas de vigor y fortaleza, la cerviz algo humillada y el andar no muy seguro. Calzaba medias azules y zapatillas de «cintos» negros y tenía echado sobre los hombros un gabanote obscuro, forrado de tartán de muchos colores. Nada de corbatín ni siquiera de cuello alto ni planchado.

Indudablemente había más vida en el espíritu que en la materia de mi tío; pero así y todo, entre sus pronósticos pesimistas y el de Chisco, más risueño, a juzgar yo por aquel conjunto de alma y cuerpo, inclinéme más al dictamen de mi espolique, aunque sin acercarme mucho a él: podía haber «hombre para largo»; y aun más halagüeño todavía se lo puse por comienzo de nuestra conversación.

-¡Ay, hijo de mi alma! -me respondió, sentándose a mi lado y palmoteando sobre mi espalda con su mano derecha-. ¡Cómo te engaña el bien querer! Cierto que no soy lo que te pinté en mis cartas, sin faltar a la verdad, porque desde que me diste el sí que te pedía en ellas, esponjé de pronto medio palmo, por un respingo de la alegría que aún me dura... ¡Qué cosas, hombre! ¡Quién había de decirme a mí, poco tiempo hace, que el caer o no caer de repente un roble viejo, podía depender de!... Vamos, que cuanto más se vive, más se aprende. Pero adentro de la viga anda la carcoma; asegúrotelo yo que la siento roer sin hora de descanso. (Aquí un amago de tos convulsiva.) ¿No te lo dije? Pues a la vista le tienes ya. ¡Éste, éste es el ujano pícaro que me acaba!... En fin, Dios es Dios, y lo que Él quiera ha de ser, y lo que debe de ser... Conque dejemos el punto para tratarlo en su ocasión, y vamos a otros particulares más urgentes por ahora.

Con esto empezó a descargar sobre mí una granizada de observaciones y de preguntas que casi se empalmaban unas con otras, sin dejarme el menor espacio para ingerir una respuesta. Si era yo alto, si era bajo; si resultaba más o menos parecido a los retratos que conservaba él; si más guapo, si más feo; si «salía» más a mi padre que a «la andaluza» (mi madre), de la que también conservaba retrato; cuántos «pedimentos» habría hecho desde que me recibí de abogado; si tenía novia y si era maja y rica; qué tal era «París de Francia»; cuánto costaba un viaje «desde Madrid allá», y qué capitales del mundo había visitado; a cuántos reyes conocía de vista, y quizás de trato; qué me había parecido el camino desde Reinosa; si traía ganas de cenar; en dónde nos había anochecido; por qué usaba toda la barba y no el bigote solo como en el retrato... Y así; y todo ello entreverado de golpeteos sobre mi espalda, de gestos indescriptibles y de injurias contra la tos que le amagaba, de admiraciones estruendosas, de risotadas... y de «ajos», porque los echaba por ristras el buen don Celso y como la cosa más natural y corriente.

Yo tenía noticia, por mi padre, de lo regocijado y expansivo de su carácter cuando no le daba por ponerse hecho un erizo y hacer andar a todos en un pie; pero no creí, vistas sus cartas y su lacia catadura, que le quedara en el cuerpo tanto acopio de aquellos ingredientes retozones. Terminó la escena porque se movió gente en los pasadizos inmediatos y entró en la cocina una mujer de cierta edad, gris de pelo y gris también de envolturas de pies a cabeza, y con un farol en la mano, para decirnos con voz algo hombruna:

-Aqueyu ya está ayí.

Y como «aqueyu» era mi equipaje, y «ayí» mi habitación.

-¡Jorria! -exclamó mi tío volviéndose hacia la mujer-. Pues pica a poner una luz... pero una luz de vela... ¿Entiendes? Porque tú -añadió dirigiéndose a mí-, tendrás que hacer algo en tu cuarto... siquiera conocerle de vista; a más de que «hacienda, tu amo te vea...» y como hay noche larga por delante, tiempo nos queda de sobra para que vuelvas a la cocina a darte otro chamuscón, si te le pide el cuerpo... ¿Todavía estás ahí, fantasmona de los demonios?

-Es que tamién está ya la luz ayí -respondió la mujer que no se había movido del vano de la puerta.

-¡Acabaras de resollar!... Pues entonces, dáca el farol y quédate aquí tú a cuidar de estos potingues... ¡Mira, mira cómo se va esa olla!... ¡Quítale la cobertera en el aire y échala un poco atrás! Y a ver cómo está la cena en punto para cuando se te pida... Porque tú (por mí) querrás cenar temprano, ¿no es verdad?... Digo yo: con lo que has andado, y en ayunas desde tan lejos... Yo que tú, hubiera tomado a buena cuenta el tente en pie que te ofrecí según llegaste; pero ¡que si quieres!... porque las gentes finas vivís del aire y sois así... ¿Conque andando?... Digo, si te parece.

Cogió en esto el farol que le entregaba la mujer gris; y como yo, que ya estaba de pie, hiciera ademán de seguirle, echó por delante hacia la puerta y fuime tras él, medio a tientas, en cuanto salimos de la cocina, porque la desmayada luz del farol apenas se veía en las densas oscuridades de afuera. Andando así a lo largo de un pasillo, llegamos a desembocar en otro que se cruzaba con él, y le seguimos hacia la derecha. Por este lado terminaba en un salón que me pareció más negro que los pasillos, porque en sus ámbitos desmesurados parecía la luz del farol la de una pajuela.

-Esta es la salona, o comedor -dijo mi tío al entrar en él-. ¡Comedor! ¡Qué comedor ni qué cuartajo!... Le llamo así porque de eso sirve cuando se alojan en esta casa personajes finos como tú, o algún señor Obispo de acá o de allá, o cuando hay boda en ella y algunos días después... hasta que llega la confianza y se arregla uno tan guapamente en la «perezosa» de la cocina: en invierno, al amor de la lumbre, y en verano... por la frescura... ¡Cascajo!, no te rías, porque en la cocina de mi casa se tirita de frío en agosto en cuanto se dejan de par en par las dos puertas y la ventana que tiene... ¡Figúrate tú lo que pasaría si hiciéramos otro tanto esta noche, y eso que todavía estamos al acabarse el otoño! ¿Ves una puerta en esa pared de la izquierda? Pues es la de mi cuarto: ahí duerme tu tío sesenta años haz; los restantes, quiero decirte, los primeros de la vida, me los dormí en esa alcoba de este lado de la entrada: mucha parte de ellos con tu padre, en una misma cama, hasta que, por andar a testerazos muy a menudo los dos debajo de la ropa sobre quién estorbaba a quién... ¡qué pernear el de aquel arrastrado, hombre! nos separaron, y le echaron a él a dormir solo en un cuarto de los de atrás... Aquí tienes la mesa, de encina pura, como los bancos... Bien retallados de espaldar, ¿eh?... como los bordes de la mesa y las cuatro patas; digo, no, que las patas están como torneadas en rosca, igual que los fierros cruzados que tiene por debajo... También tienen algo de torneo las sillas arrimadas a las paredes. En fin, cosa rústica todo ello, pero de firmeza y buena calidad, como corresponde a gentes de nuestro porte. ¡Trabajo le mando al que se empeñe en buscarle la fe de bautismo! ¡Zancajo, cómo estará de polillas!... Esta es la puerta de la sala: vamos, la pieza de respeto. Por eso te la he dado a ti... Es cortesía de obligación, sin contar con el cariño... Ya lo ves, frente por frente de mi cuarto. ¿Te enteras? Pues jala para dentro.

Y entramos. Allí ya se veía más claro, no solamente por la doble luz del farol y de la vela, la cual ardía en candelero de azófar muy bruñido, sobre una cómoda con columnitas de basas y capiteles de bronce dorado, sino porque la sala tenía cielo raso y no de viguetas al descubierto como el salón contiguo, y estaba, lo mismo que los muros, muy bien blanqueado. Arrimados a ellos había un canapé, varias sillas y otros muebles contemporáneos de la cómoda; colgado sobre ésta, un Eccehomo entre dos cornucopias de buena talla dorada; sobre el canapé, una Purísima, y enfrente de estos cuadros, otros dos, de santos también, todos ellos al óleo y en marcos dorados, pero sumamente deslucidos ya. La sala tenía una gran alcoba, y la puerta de ingreso a ella cortinas blancas recogidas en pabellones sobre grandes clavos romanos. En el fondo de la alcoba, una cama de madera de altísimo testero con molduras doradas y medallones pintados, colcha de damasco rojo y sábanas muy finas con puntillas y bordados en el embozo de la encimera.

-Vas a dormir -me dijo mi tío paseando el farol sobre todos aquellos lujos-, en la misma cama en que han dormido los Obispos de Santander y de León... ¿Eh? ¿qué tal?

-Que es gran honra para mí -le contesté-. Pero yo dormiría más a gusto en ella sin la colcha de damasco y las sábanas bordadas, principalmente sin la colcha.

-¡Hombre! Pues ¿para qué se quieren las cosas buenas sino para las ocasiones como la presente?

Me costó algún trabajillo hacer comprender a mi tío, que tomaba mi resistencia a desaire, que se duerme mejor y más descuidadamente que entre encajes y damascos, bajo las coberturas sencillas que usamos a diario los simples mortales.

-Pues anda, hijo -díjome al fin-: lo primero, tu gusto, y ése es el que ha de hacerse en esta casa mientras en ella estés... ¡A buena parte vienes, cuartajo!... Irá fuera la colcha y cuanto te estorbe con ella en la alcoba. Aquí tienes un felpudo para los pies... Creo que no te vendrá mal al acostarte, porque estos suelos de castaño viejo son fríos como ellos solos... ¿eh? Pues esta lacenuca, o como la llaméis vosotros «allá», a la cabecera de la cama, para poner la luz encima y meter adentro... ¿ves? el ingrediente éste, no pienso yo que te estorbe... ni tampoco esta sillona del rincón... ven acá, ven acá a verla... Como somos mortales y nadie está libre de un apuro, y las noches son tan largas ahora, y los carrejos tan obscuros y tan fríos y no los conoces tú mayormente... En fin, no hay que decirte más. Pues bueno: aquí tienes perchas, con su guardapolvo correspondiente, clavadas en la pared... y en la de enfrente ese armario desocupado, en que puedes meter una tienda de ropa... Me parece,¡pispajo! que por mucha que traigas, entre él y la cómoda y las perchas, con sobras te ha de caber... Para tus rezos, porque alguno usarás, como buen cristiano que eres, al meterte en la cama y al salir de ella, ahí tienes, a la cabecera, a Dios Nuestro Señor en cruz, y la benditera al lado, con su agua correspondiente, y su ramuco de laurel bendito, por si quieres rociarla por el cuarto; porque el demonio no descansa un punto, y se cuela por el ojo de una cerradura. Aquí el palanganero con todos los avíos de limpieza... y todavía sobra campo para otro tanto más... Y con esto, lo dicho: en tu casa estás. Lo que te estorbe, fuera con ello; si algo deseas y no lo tienes, pídelo, que, como lo haya a mano, tuyo será... Y ahora te dejo en paz y a tus anchuras. Cuando acabes, avisa, que en la cocina estamos.

Y se fue, zarandeando el farol en una mano y requiriendo con la otra el abrigo que se le deslizaba de los hombros; pero tosiendo mucho y muy anheloso de respiración. Aquel cuerpo caduco y herido de muerte ya, no podía resistir sin grandes quebrantos y protestas los ajetreos en que le empeñaba la vivacidad del espíritu encerrado en él.

Mientras anduve trajinando en aquél mi aposento, pensé mucho, y no todo de color de rosa. La última parte de mi viaje, de noche y lloviznando; los pasillos negros de la casona; la cocina tan grande, tan oscura al principio, de tan extraño aspecto después a la luz de la enorme fogata; el pelaje y las cosas de mi tío; la mujer gris aparecida de repente; el tenebroso páramo del comedor, explorado a la luz mortecina del farolillo de cuatro cristales empañados por la roña; el silencio de «afuera»... peor que el silencio absoluto: un rumor lejano e intermitente, bronco, algo por el estilo del que puso espanto en el esforzado pecho de Don Quijote cierta noche en las proximidades de Sierra Morena, y el otro silencio de la casa en cuanto cesaba de hablar mi tío, me habían impresionado de mala manera. Lo mejor del cuadro era mi habitación, amplia, sin llegar a lo enorme, como su colindante y la cocina, blanca y bien provista de muebles; pero ¡qué frío se sentía en ella! ¡Y aún no había empezado el mes de noviembre! Instintivamente palpé el espesor de las ropas de mi cama; y aunque era muy considerable, retiré la colcha de damasco rojo y puse en su lugar mi pesada manta de viaje en dos dobleces. Sentía los pies helados, y me calcé unas zapatillas forradas de piel; y no me envolví el cuerpo en un abrigo ruso de que iba provisto, porque estaba resuelto a darme otro chamuscón en la cocina inmediatamente. En lo que llamaba sala mi tío, además de la puerta que comunicaba con el comedor, había otras dos que debían corresponder a otras tantas fachadas de la casa. Por curiosidad abrí el ventanillo o «cuarterón» de una de las hojas del claro más próximo a mí, y todo lo vi negro, negrísimo, al través de un mezquino cristalejo; abrí después la hoja entera, que daba a un balcón con repisas de piedra, y aún me pareció más negro que antes lo que de este modo se veía. En cambio, los rumores que desde adentro se percibían lejanos y con intermitencias, desde allí resultaban continuos, más acentuados y más próximos. Debía producirlos el río despeñándose a corta distancia de la casona. A este murmurio incesante que casi era bramido ya, servía de fastidioso acompañamiento el golpeteo de la lluvia, vertida en el suelo por las canales del tejado. Me daba esta «música» gran tristeza y cerré la puerta del balcón más que de prisa.

Al salir a la salona con el candelero en la mano, me encontré con la mujer gris ocupada en poner la mesa, a la luz de un velón de tres mecheros, colgado de un listón de madera, sujeto por una de sus extremidades a una vigueta del techo. No era antipática, ciertamente, la cara de aquella sirviente; y bien mirada, hasta se hallaban en ella vestigios de haber sido guapa en sus mocedades. Expresábase con un laconismo que tenía ciertos matices clásicos, y respondía con agrado a las preguntas que me arriesgué a hacerla, por hablar de algo y alegrar un poco el tedioso colorido de mis ideas. Así supe que se llamaba Facia; que desde muy joven servía en casa de mi tío y que en ella pensaba morir, si esa era la voluntad de su amo, a quien quería y respetaba como a padre y señor, y aun con eso no le pagaba bastante los grandes beneficios que le debía. Él y su señora la habían recogido huérfana y desamparada, dándola desde entonces buena enseñanza y poco trabajo, pan abundante, y lo que vale más que eso, cariño y sombra. Todo esto me lo iba declarando como a la descuidada, en periodos cortados y sin mirarme a la cara, pero reflejando en la suya cierta expresión de dulzura melancólica que la hacía muy interesante, mientras se movía lentamente de acá para allá, poniendo aquí un plato después de pasarle con un lienzo blanquísimo, y allí un vaso o un tenedor. De este modo, y echando yo la conversación hacia ese lado, llegó a decirme que su amo había tenido siempre una salud «de fierru», hasta que una noche, pocos meses hacía, después de una semana de resfriado que no le privó de andar por el mundo, se había despertado «ajuegándose de anseo, con un jirvor de pecho, un color de cera en la cara, y un mirar de espanto en los ojos que desaflegía». Salió de aquello, pero para no levantar cabeza. «Tristezón y acobardao», ya era otro hombre. La tos le sofocaba de noche, y se pasaba en vilo la mitad de ellas. «Entróle malenconía» de las más negras; y si llego a no acudir yo a su lado, se va «como los sospiros». «Con ello y con too», Dios sabía hasta dónde llegaría el carro sin atollarse para siempre.

Y la pobre mujer, con los ojos empañados, apenas hallaba voz en su garganta para decirme esto. ¡A buena puerta había llamado yo para curarme de tristezas!

Agravadas las que había sacado de mi habitación con el contagio de las de Facia, apartéme de ella con dos fórmulas de consuelo, que para mí hubiera querido yo, y fuime en derechura a la cocina.




ArribaAbajo- IV -

Estaba allí mi tío, sentado en el sillón de cabecera, y a su izquierda, en el banco que le seguía inmediatamente, un señor Cura muy corpulento, con balandrán de paño, gorro de terciopelo raído, y entre manos una cachavona muy recia; frontero a los dos, con la lumbre entre ambos, otro personaje más corpulento aún que el señor Cura, de cabeza canosa y gorda, cara cetrina y ojos muy saltones; en el mismo banco, pero a respetuosa distancia de este sujeto, Chisco secándose el barro de sus perneras a la lumbre; y junto a ella, y acurrucada en el suelo sin estorbar a nadie, con una cuchara de palo en la mano derecha, y en la izquierda el mango de una sartén colocada sobre las trébedes, una mocetona de ojos azules, hermoso y abundante pelo rubio y cuerpo bien metido en carnes.

Al aparecer yo en la cocina, cesó el recio clamoreo de la empeñada conversación que me había parecido disputa desde el pasadizo inmediato, y todas las personas del grupo se encararon conmigo de repente. Descubríme yo entonces y avancé algunos pasos hacia la meseta del fogón.

-¡Hola, hola! -exclamó mi tío al verme-. Ya vienes en busca de la gracia de Dios, ¿eh? Me alegro, hombre, me alegro... A ver, toma, cógele... Bien que tú no puedes, porque estás ocupada... Tú, Chisco, cógele ese candelero que trae en la mano... Vaya -añadió mirando alternativamente al Cura y al hombrón del otro banco-, aquí le tenéis ya: éste es mi sobrino Marcelo, el hijo de mi difunto hermano Juan Antonio. ¿Eh? ¿Qué tal? ¿Qué hay que pedirle en estampa ni en ropaje?... Mira -me dijo a mí-, estos señores vienen a visitarte...

Entonces se enderezaron a una los aludidos, que me parecieron dos gigantes, particularmente el seglar, que metía la cabeza hasta los hombros dentro de la campana de la chimenea; pero ni el Cura se quitó el gorro, ni el otro el chambergazo con que tapaba una parte mínima de la blanquísima greña que se le desbordaba por todo el perímetro de la cabezota. Me dieron sendos apretones de manos, que me hicieron ver las estrellas; y mientras volvían a sentarse, a mis ruegos, y me sentaba yo también a los de mi tío entre él y el señor Cura, continuó diciendo el primero, señalando al segundo:

-El señor don Sabas Peñas, párroco de este pueblo desde que cantó misa... ¡ya hace fecha! porque te advierto que no baja una peseta de los tres duros y medio... Se los llevo bien contados... Buen amigo, buen cumplidor de sus deberes, eso sí, y muy docto en latines de todas clases... y en poner una bala en el corazón de un oso sin que le tiemble el pulso... No se le conoce otro vicio.

El Cura soltó aquí una carcajada que retumbó en el embudo de la chimenea, y hasta farfulló unos latines de breviario que no pude entender.

Después dijo mi tío refiriéndose al hombrazo del banco frontero:

-El señor... Hombre -añadió encarándose repentinamente con él-, ¿me dejas entregar todo tu pasaporte de una vez, para acabar primero y entendernos mejor? Ya sabes que le tengo bien aprendido en la memoria...

El hombrazo se revolvió en su banco gruñendo un poco, y dijo al fin, con voz cavernosa y resonante:

-En ese que tú llamas pasaporte no hay cosa que me agravie, y puede estamparse siempre a la misma luz del sol: bien lo sabes tú. ¡Pero cuidado con el retintín! porque hay bocas que hasta el mismo «Credo» de la misa hacen sonar a lo que no es...

-Esa boca no es la mía, ¡cuidado con ello!

-Digo que hay esas bocas, y no digo más que eso -replicó el hombrazo.

-Santo y corriente; pero yo vuelvo a preguntarte si va o no va, para conocimiento de mi sobrino, todo tu pasaporte, ¡cuartajo!

-Y yo te respondo que lo que es honra para mí, no puede ofenderme. Con que allá te veas, y no hay más que decir.

-Pues escucha, Marcelillo, que allá va el documento: don Pedro Nolasco de la Castañalera, alcalde que fue de este Real Valle en mil ochocientos treinta y dos, regidor en mil ochocientos treinta, teniente de alcalde en mil ochocientos veintisiete, síndico en mil ochocientos veinticinco, antiguo empleado en el lavadero de lanas de los señores Botifora y Compañía, extramuros de la ciudad de Valencia... Ordeno y mando.

-¿Lo ves? -saltó aquí el hombrazo, con un vozarrón que aturdía. ¡Ya sacastes la pata!... ¡ya la jicistes!

-¿En qué? -preguntó mi tío, fingiendo extrañeza, mientras el Cura reía a borbotones y lanzaba latines y yo no sabía qué pensar de todo aquello...

-Oiga, usted, caballerito -díjome entonces don Pedro Nolasco, algo tembloroso de voz-: es la pura verdad que yo he sido, y a mucha honra, todas esas cosas que usted ha oído... pero contra el «ordeno y mando» del remate, protesto una vez, y dos veces, y dos millones de ellas.

-Consta en papeles -afirmó mi tío con gran entereza.

-Y mucho que consta -respondió don Pedro Nolasco-; pero con su cuenta y razón: en bandos que yo publiqué en su día, cuando las cosas andaban a paso más firme que ahora... sí, señor; allí estaba bien y en su punto; pero no lo está donde tú acabas de ponerlo con la mala intención que siempre tuvistes...

-¡Eso es agraviarme! -exclamó mi tío sofocado por la tos.

-¡De que me faltaras tú sin motivo me estoy quejando yo!

-¡Yo no te he faltado!

-¡Yo aseguro que sí!

La cosa estuvo a punto de encresparse de veras por este camino; pero con la intervención del Cura y con la mía, conjuróse a tiempo la tempestad, que no era nueva en aquella cocina entre los mismos contrincantes, según luego supe; porque los dos eran sulfurosos de genio, y las cosas del don Pedro Nolasco una continua tentación para el espíritu marrullero de mi tío.

Puestos en paz bien pronto, continuó éste:

-Por lo demás, llévame dos años de fecha, aunque niégalo el arrastrado, sin pizca de temor de Dios, y tiene ya los cuatro duros bien corridos de peso. Fue siempre de mucho odre, buen apetito y mejor conducta. Así ha llegado él tan acá, sin un mal retortijón de tripas. Nunca le tomó apego, como el Cura, a la caza mayor... en los breñales, se entiende, porque a la vera de su casa o al amor de la lumbre, se zampa un buey en dos sentadas, si hay quien se le ofrezca. Por eso y otras cosas, le llamamos los que bien le queremos, sin que a mal lo tome ni se ofenda, «Marmitón».

-¡Celso! -rugió aquí don Pedro Nolasco, dando patadas en el borde de la meseta en que apoyaba los pies, calzados con zapatillas de cintos negros, lo mismo que el señor Cura y que mi tío.

Y entonces me fijé yo en que debajo de las zapatillas calzaba medias alagartadas, verdes, con grandes pintas negras.

-Eso es lo único que te afea, salvo la cara -díjole mi tío serenamente-: el genial... En ese punto eres una jabalina celosa, a lo mejor de una chanza. Salimos de una chamusquina, y ya te quieres meter en otra...

-¡Barájolas! -exclamó don Pedro Nolasco santiguándose-. ¿Ustedes han visto otra como ella? Trapalón de los demonios, ¿pues me he metido yo contigo ni tanto así, desde que se acabó lo otro?

Mi tío no le hizo caso, y me preguntó a mí:

-¿Le has visto ya bien? Pues con esas cerdas y todo, es el vecino más noblón del pueblo y el mejor amigo de sus amigos, y además es uva de la nuestra cepa. Lleva el corazón en la mano, y dará la piel cuando no tenga capa que partir con el pobre. Te lo digo yo, Marmitón de los demonios, aunque me pegues -añadió encarándose con el gigante-; te lo digo yo, ¡cuartajo!, yo, que tengo buenas pruebas de ser verdad: y te lo digo con el alma y vida. Si quieres creerme, me crees, y si no, peor para ti. ¿No es así, Cura?

-Est Deus in nobis -respondió éste moviendo la cabeza de un lado a otro, como quien afirma algo bueno que es además indiscutible-. No hay que darle vueltas, est Deus in nobis, semper et ubique. Y si no fuera así, pobres de nosotros a cada chapucería de las que arma Satanás en las disputas de los hombres.

-Pues bueno -repuso mi tío volviéndose hacia su amigo que no chistaba ni se movía, con los ojazos clavados en la lumbre-. Ahora quiero que te quedes a cenar con nosotros, no por mí, que no lo merezco, sino por honrar a mi sobrino.

-¡A buen tiempo! -murmuró el gigante revolviendo un poco la mirada hacia don Celso y descargando mucho los celajes de su faz.

-¿Lo dices porque has cenado ya? -le replicó mi tío.

-Naturalmente.

-Pues por eso mismo, porque lo presumía, te convido yo. En estómagos como el tuyo, ceba llama ceba... Y para animarte más y hacerla redonda y cabal esta noche, también te convido a ti, Cura.

-Eso ya es otra cosa -dijo entonces don Pedro Nolasco, entrando de frente a la porfía-: si él se queda...

Negábase el Cura a ello de todas veras; pero a fuerza de insistir mi tío y de empeñarme yo también, aceptó al cabo.

-¿Lo has oído, Tona?... Pues llévale el cuento a Facia para que ponga dos platos más en la mesa, y añade tú lo que falte, si es que falta algo en la cocina.

Tona respondió que sobraba con lo que había arrimado a la lumbre, siempre que cada cual comiera «como Dios mandaba»; y mi tío, mientras el hombrón recibía con carraspeos la condicional que la sirviente había echado hacia allá con los ojos, dio por rematada la historia y mandó que se tratara de otra más divertida.

No lo fueron ni tanto siquiera, para mi gusto, las pocas que salieron a relucir después, mientras la mocetona rubia, y Facia, la mujer gris, que entraba y salía a menudo, daban los últimos toques a los condumios arrimados al fuego. Por mi parte, y «para ir tirando de la conversación» tuve que suministrar, a instancias del Cura y de don Pedro Nolasco, cuatro vaguedades sobre «esos mundos de Dios», por los que tanto había rodado, al decir de los mismos señores; y menos interesado ya que al principio en lo que allí se trataba, y pudiendo llevar mi atención a otros términos del cuadro, observé, entre otras cosas, que Tona y Chisco no tomaban parte en ello más que con los ojos y alguna que otra exclamación o risotada, y que la tal sirvienta, por su cara y por su talle, de pies a cabeza, en fin, era lo que se llamaba una buena moza.

-Ya ves -llegó a decirme mi tío-, que aquí no se pasa el rato del todo mal, después de hecho el hombre a estas cosas tan diferentes de las de «allá». Y mejores se pasan todavía, como irás viendo, porque esta noche no hace regla: no es sazón de ello hoy por hoy, en que no aprieta el frío y está mucha de la maíz sin deshojar, y hay que deshojarla, porque lo primero es lo primero; pero déjate que corran días y empiece a empardecerse el cielo y a «rebombar» el pozón de Peña Sagra, ¡trastajo! y verás acudir gente a esta cocina, hasta haber noche de no caber en estos bancos, cada cual con su avío y con su tema... toda gente montuna, por de contado: puros jastialones. Hay que armarse a veces de mucho aguante, eso sí, porque en un rebaño, ¡zancajo! no todas las bestias son de una misma condición; pero las mejores de éste son las más; y con tal de no pedir castañas al camueso... Vamos, que te ha de entretener, si es que te avezas a ello... y Dios lo haga así.

-¡Pues no ha de jacerlu! -exclamó don Pedro Nolasco, asombrado de que se pusiera en duda lo que él tenía por indudable.

-A custodia matutina usque ad noctem speret Israel in Domino -confirmó don Sabas-, sin contar con lo que tengo dicho y no me cansaré de repetir: est Deus in nobis; y por eso no hay que desesperar de nada que sea honrado, conveniente al hombre de bien y conforme a la santa ley de Dios.

Cuando llegó el momento de irnos a cenar, preguntó don Pedro Nolasco muy sorprendido:

-¿Pero, cómo?... ¿No cenamos aquí?

-¡No señor! -respondió mi tío empujándonos hacia la puerta.

-Pero ¿por qué? -insistió aquél erguido sobre el fogón.

-Curiosón de los demonios -replicó el otro volviéndose hacia él desde la mitad de la cocina-. En primer lugar, a zoquete regalado no debieras ponerle tachas; y, por último, has de saberte, traga-aldabas del jinojo, que ni todos los tiempos corren unos, ni todos los hombres son iguales. ¿Me entiendes ahora?

Esto ocurría en el instante en que Chisco, por mandato de Tona, se acercaba a la pared que yo había tenido enfrente, a la cual estaba adaptado un tablero, soltaba la taravilla que le sujetaba por arriba, le hacía girar sobre el eje que tenía en el lado de abajo, y le dejaba en posición horizontal sostenido por un tentemozo. Pidiendo informes sobre el uso de aquel aparato, averigüé que era la mesa «perezosa» a quien había aludido mi tío en el comedor.

-Y ¿para qué la ponen ahora? -preguntéle.

-Para cenar los criados en cuanto nosotros nos larguemos de aquí -respondióme.

Me gustó el artefacto, que quedaba armado a muy corta distancia del fogón; tentóme la novedad aquella, y desde luego uní mi parecer al bien notorio de don Pedro Nolasco.

-Pues por mí -dijo mi tío con firme resolución-, que levanten los manteles de la otra mesa y los tiendan en ésta. Por regalarte el gusto, mandé que se cenara allá: ya sabes que el mío es muy diferente. Además, para lo que he de cenar yo... Conque si te gusta más esto...

Convinimos, a mis ruegos, en que por aquella noche quedaran las cosas como estaban, cenando en adelante en la perezosa y dejando la mesa del salón para la comida del mediodía; bajóse de su pedestal don Pedro Nolasco, y salimos de la cocina los cuatro comensales en ringlera, siguiendo a Tona que nos alumbraba el camino con el candil que había descolgado de la campana de la chimenea.

Y sucedió lo que yo estaba temiendo rato hacía, por lo que había ido observando alrededor de la lumbre y en los trajines de la repolluda cocinera; que la cena dispuesta en honor mío era para servir de espanto más que de tentación y de consuelo a un comensal de mis tragaderas, hecho y avezado a las sabrosas parvidades de la cocina mundana. Comenzando a contar por los cubiertos y dos cucharones de plata de anticuada forma, una torta de pan «casero», ocho vasos de cristal verdoso y un botellón muy negro, todo cuanto había y fue apareciendo sobre la mesa era macizo y grande y abundante hasta lo increíble. Primeramente, un cangilón de sopas de leche, después una fuente muy honda, de un potaje de nabos en ensalada; luego una tortilla de torreznos, seguida de una asadura picante, y, por último, una compota descomunal de manzanas, y mucho queso curado de ovejas. Lo único que escaseaba allí eran la luz y el calor, porque la de las mechas del velón casi se perdía en el negro espacio antes de llegar a la mesa, y el chamuscón que yo me había dado en la cocina sólo me servía en el comedor para sentir doblemente la glacial temperatura de aquel páramo.

El Cura, contra lo que yo esperaba de su tamaño, comía nada más que regularmente, y era limpio y reposado en el comer. Mi tío probaba de todo sin gustarle nada, y yo satisfice mi necesidad, más que apetito, de doce horas, casi tanto con la vista de tan copiosos alimentos, como con las parvidades que de ellos tomé... ¡Pero don Pedro Nolasco!... No tenía calo ni medida su estómago de buitre; devoraba hasta con los ojos; y mucho de lo que no le cabía en la boca mientras funcionaba su gaznate, corríale en regatos por el exterior hasta sumirse bajo la sobarba entre cuero y camisa, o mezclarse gota a gota con la mugre del chaleco.

Se habló poco en la mesa, y de esto poco la mayor parte fue de mi tío para decir injurias al glotón, que no le contestaba, ni creo que le oía, y para ponderarme su asombro por lo melindroso que le parecí en el comedor, y muy especialmente por el «plan» de cena mía, para en adelante, que le tracé. No podía comprender el buen señor que un mozo de mis años y con mi salud, no comiera cuanto se le pusiera delante a cualquier hora del día o de la noche. «Abundante y sustancioso» era la divisa del bien comer entre los hombres rumbosos del pelaje de mi tío.

Andando en esto y «regoldando» ya el gigante por no tener su estómago cosa de más jugo en que entretenerse, oyóse una campanada de reló hacia lo más obscuro y remoto de la estancia.

-¡Las diez y media! -dijo mi tío revolviéndose en el banco-. Me parece que ya es hora de que te dejemos en paz. El viaje te habrá molido bien los huesos, y tendrás ganas de tumbarlos en la cama. Por lo demás, no te creas: entre el laberinto del ganado abajo, y la tertulia de arriba después de rezar el Rosario, rara es la noche en que nos acostamos más temprano... Ya verás, ya verás, ¡pispajo! cómo sabemos vivir aquí, aunque montunos y pobres, a uso de pudientes de ciudad... Conque ¿entendístelo, Marmitón? Pues, ¡jorria! ya que estás jartu, y a su casa el que la tenga.

Levantámonos todos, dio gracias el Cura, respondímosle cumplida y devotamente, y se fue con don Pedro Nolasco, no sin haberme hecho volver a ver las estrellas con los apretones de manos que me dieron por despedida.

Poco tiempo después, encerrado yo en mi cuarto, paseábame a lo largo de él intentando pensar en muchas cosas sin llegar a pensar con fundamento en nada, no sé si porque realmente no quería, o porque no podía pensar de otra manera. Con esta oscuridad en mi cerebro y el continuo zumbar del río en su cañada, acabé por sentirme amodorrado, y me acosté.

Blanca de ropas y limpia como un sol era mi cama; pero ¡qué fría... y qué dura me pareció!




ArribaAbajo- V -

Sin embargo, dormí toda la noche de un solo tirón; pero soñando mucho y sobre muchas cosas a cual más extravagante. Recuerdo que soñé con el oso del Puerto; con desfiladeros y cañadas que no tenían fin, y tan angostas de garganta, que no cabía yo por ellas ni aun andando de medio lado. Obstinado en pasar huyendo de la fiera que me seguía balanceándose sobre sus patas de atrás y relamiéndose el hocico, tanto forzaba la cuña de mi cuerpo, que removía los montes por sus bases y oscilaban allá arriba, ¡muy arriba! las cúspides pedregosas, y hasta se desplomaban muchas de ellas sobre mí, pero sin hacerme daño. También soñé con mi tío bailando en la cocina, junto a la lumbre, unas seguidillas que cantaba la mujer gris tañendo una sartén muy grande; y después con don Pedro Nolasco, el cual comía becerros crudos y troncos de abedul y peñascos de granito con bardales, mientras iban comiéndome a mí, fibra a fibra y muy poco a poco, el Tedio y la Melancolía, un matrimonio de lo más horrible, que vivía en el fondo de un abismo sin salida por ninguna parte.

Quizás por haber sido éste mi último sueño de la noche, fue tan triste mi despertar por la mañana. ¡Porque fue triste de veras! Pero me había dormido con la curiosidad recelosa de conocer de vista la tierra en que voluntariamente acababa de sepultarme; y sintiendo revivir de golpe aquel vehemente deseo al ver un poco de luz que se filtraba por los resquicios de las puertas, levantéme de prisa, lavéme tiritando de frío, envolvíme en el abrigo más espeso de los varios que tenía a mi alcance, y me asomé al mismo balcón a que me había asomado por la noche.

Ya no llovía; pero estaba el mezquino retal de cielo que se veía desde allí levantando mucho la cabeza, cargado de nubarrones que pasaban a todo correr por encima del peñón frontero y desaparecían sobre el tejado de la casa. Entre nube y nube y cuando se rompía algún empalme de los de la apretada reata, asomaba un jironcito azul, salpicado de veladuras anacaradas; algo como esperanza de un poco de sol para más tarde, si por ventura regían en aquella salvaje comarca las mismas leyes meteorológicas que en el mundo que yo conocía.

Dejando este punto en duda, descendí con la mirada y la atención a lo que más me interesaba por el momento: lo que podía verse de la tierra en todas direcciones desde mi observatorio de piedra mohosa con barandilla de hierro oxidado. ¡Bien poco era ello, Dios de misericordia!

Delante y casi tocándole con la mano, un peñón enorme que se perdía de vista a lo alto, y aún continuaba creciendo según se alejaba cuesta arriba hacia mi izquierda, al paso que hacia la derecha decrecía lentamente y a medida que se estiraba, cuesta abajo, hasta estrellarse, convertido en cerro, contra una montaña que le cortaba el paso extendiendo sus faldas a un lado y a otro. Rozando las del peñón y la del cerro hasta desaparecer hacia la izquierda por el boquete que quedaba entre el extremo inferior del cerro y la montaña, bajaba el río a escape, dando tumbos y haciendo cabriolas y bramando en su cauce angosto y profundo, cubierto de malezas y de misterios. Inclinado hacia el río, entre él y la casa, debajo, enfrente y a la izquierda del balcón, un suelo viscoso de lastras húmedas con manchones de césped, musgos, ortigas y bardales. A la derecha y casi a plomo del balcón, el principio de un corral que seguía fachada abajo y daba vuelta en ángulo recto hacia la otra, lo mismo que el cobertizo que le cercaba por el lado del río, y estaba destinado, por las muestras visibles, a cuadras, leñeras y pajares. Por el estorbo de estos tejadillos y de la larga línea de fachada de la casona, sólo se alcanzaba a ver, por la derecha, una estrecha faja de terreno cultivado, paralela al río y perteneciente al valle que, según todas las trazas, se extendía hacia aquella parte, es decir, a la derecha del río. Y a todo esto, el patio y sus tejados, y el terreno de afuera, y las zarzas y los helechos y la baranda del balcón, en fin, cuanto se veía o se palpaba desde mi observatorio, húmedo, reluciente y goteando.

No habiendo cosa más risueña en que poner la vista por aquel lado, fuime a la otra fachada, la que correspondía al claro frontero a mi alcoba. Por esta puerta salí a un largo balcón o «solana», de madera encajonada entre dos «esquinales» o mensulones de sillería, llamados también «cortafuegos». En el de mi derecha resaltaba el grueso y tallado canto de un escudo de armas, cuyo frente no podía ver por lo que sobresalía el esquinal de la baranda del balcón. No pudiendo ver tampoco desde allí, y por idéntico motivo, el resto de la fachada, supuse, y no sin fundamento, que la parte de edificio habitada por mí formaba un cuerpo saliente. El balcón caía sobre un huerto del mismo ancho que aquella fachada de la casa, y muy poco más de largo, con sus correspondientes inclinaciones hacia ella y hacia el río; una docena de frutales en esqueleto; un cuadro de repollos medio podridos; algunas matas de ruda, de mejorana y de romero; un rosal vicioso y en barbecho lo demás; un muro viejo para cercarlo todo; y por encima del muro, surgiendo las moles de un negro anfiteatro de fragosos montes, que allá se andaban en altura con el peñón de la derecha, que formaba parte de él. Y no se veía otra cosa.

Por la dirección de la luz y otras señales bien fáciles de estimar, di por seguro que aquella fachada de la casa miraba al Sur, y que por el lastral que bajaba a mi izquierda, es decir, al Este, entre la pared del huerto y el monte de aquel lado desde un alto desfiladero que se veía algo lejano, había venido yo la noche antes. Por este viento nada tenía que observar, pues bien a la vista estaba la montaña que corría paralela a la casa asombrándola con su mole. Había, pues, que buscar por el Norte del «solar de mis mayores» la perspectiva del valle entero, que le parecía a Chisco «punto menos que la gloria».

Con este propósito me retiré de la solana de mi aposento, y salí al comedor. Estaban abiertos los dos claros de él que daban al exterior de la casa. Acerquéme a uno de ellos, y vi que correspondían ambos a otra solana muy escondida al socaire de la pared de mi habitación que, efectivamente, sobresalía mucho de la línea general de la fachada. Entre esta pared y otro mensulón mucho menos saliente que ella al extremo opuesto, corría la solana, a la que daba también una puerta del dormitorio de mi tío.

Estaba abierta y me colé dentro. No había allí más que una cama del mismo estilo que la mía, pero grande, de las llamadas de matrimonio; un crucifijo y una benditera en la pared del testero, una cómoda, dos perchas, un palanganero, un sillón de vaqueta, dos sillas y un felpudo. La cama estaba ya hecha, el suelo barrido y todas las cosas en orden, señal de que mi tío había madrugado más que yo. Me asomé a una ventana abierta en la pared del Este junto a una alacena, y vi lo que ya me había imaginado: el peñascal negro, jaspeado de grietas con vegetaciones silvestres y separado de la casa por un callejón pendiente, de lastras resbaladizas.

Al volver al comedor por la salona, halléme con mi tío que entraba en él por la puerta de enfrente. Llegaba fatigoso y se apoyaba en un bastón. A la luz del día parecíame su traza muy otra de lo que me había parecido a la luz artificial. El blanco y fino cutis de su cara tenía un matiz azulado, y había en sus ojos y en su boca una muy marcada expresión de anhelo. Sin embargo, su «humor» era el de siempre; y si era disimulo de lo contrario, no se le conocía. Se admiró de hallarme levantado tan temprano. Venía a ver qué era de mí; si se me oía revolverme en la cama, para entrar, en este caso, a abrirme los balcones, si lo deseaba, y si no, para tener el gusto de darme los buenos días. Le agradecí mucho su cuidado, y después de abrazarle le pregunté cómo había pasado la noche y por qué madrugaba tanto.

-Como siempre, hijo del alma -contestóme entre toses y jadeos-. Y no me las dé Dios peores. En buena salud, me levantaba con el alba; desde que tengo tan mal dormir, madrugo mucho más que el sol, y con todo y con ello, me sobra tiempo de cama.

Parecióme que el relente frío de las madrugadas no debía de sentarle bien, y así se lo dije, aconsejándole que se guardara de él.

-Eso será entre vosotros -me contestó con su aire chancero de costumbre-, avezados a vivir entre cristales; ¡pero entre los montunos de por acá!... ¡Pobre de tu tío Celso el día en que no pueda desayunarse con una tripada de esa gracia de Dios! Pero, vamos a ver, ¿y tú? ¿te has desayunado ya con algo más de tu gusto? Porque no falta de ello en casa, como te dije anoche. Y si no has pensado en eso, ¿en qué trastajo has pensado?... ¡Mira que como sea falta de franqueza!...

Díjele en qué me estaba entreteniendo desde que me había levantado y lo que llevaba visto ya, y me replicó, agarrándome por un brazo al mismo tiempo y tirando de mí hacia los carrejos interiores:

-¡Por vida del ocho de copas, hombre!... Pues, mira, en parte me alegro de que hayas empezado por donde empezaste: así te queda lo mejor para lo último... ¡Ven acá, ven acá!

Y me llevó a remolque hasta la cocina, donde me hallé a la mujer gris, a Tona y a Chisco, sentados a la perezosa y almorzando unas fritangas con borona. Diéronme risueños los buenos días, levántandose muy corteses, y apenas me dejó tiempo mi tío para cambiar con ellos algunas palabras; porque tan pronto como abrió una puerta cercana a la mesa y en la misma pared, comenzó a llamarme a su lado.

Obedeciéndole, salí a un balcón de madera de mucha línea y muy volado, la mitad del cual caía sobre el patio de las cuadras, que no pasaba del centro de aquella fachada, y la otra mitad afuera. De este modo podía ver el panorama completo y sin estorbos. Formaban la barrera de enfrente la montaña atravesada delante del cerro de la izquierda, y otra que la seguía hacia mi derecha, bien poblada de vegetación en su base, de color pardo muy obscuro en la mitad, de alto abajo, de lo que pudiera llamarse su tronco; de verde crudísimo en la otra mitad, y con la enorme cabeza gris, como un cráneo despellejado y seco, entornada hacia el hombro izquierdo, con la blanca osamenta al aire también. Me hacía el efecto aquella vasta mancha verde, fina y jugosa, iluminada entonces casi de frente por un rayo de sol, de un remiendo de terciopelo riquísimo en un vestido de tosco sayal. Formando ángulo con esta montaña y quedando un boquete entre las dos, terminaba, coronada de crestas y picachos, la que descendía por el Este de la casa rozándola el costado con sus bardales.

Dentro de todo este marco, que parecía una contradanza de colosos encapuchados, se extendía una tierra de labor tijereteada en pedazos, de pradera y de boronales, los primeros de un verde aterciopelado, y los segundos con la nota pajiza que les daban los tallos secos, aún no cortados, del maíz recién cogido. Entre mi observatorio y esta mies, que descendía en rampa hacia los montes de enfrente, y muy inclinada al mismo tiempo hacia el río, un pedregal erizado de malezas y surcado de senderos y camberas de comunicación con el pueblo, cuyas casitas se veían, hechas un rebaño, en lo más alto de la mies, con la iglesia en medio, que parecía, y lo era en sustancia, su pastor. En todos aquellos edificios, con las fachadas muy lavaditas y las puertas y ventanas de par en par, veía yo otras tantas caras de seres desdichados y enfermizos, con la boca y los ojos muy abiertos, ávidos de aire y de luz que les iban faltando. Y entre aquellas caras las había de varias expresiones, desde el patético compasible, hasta el cómico y el grotesco. Daba gana de echar a algunas de ellas una limosna, para calmarles las angustias del estómago, o un sombrero de desecho para sustituir la ruinosa chimenea, y a todas un asidero para sostenerse, sin rodar hasta el monte, en la postura violenta en que yo las veía.

Tan embebido me hallaba en este linaje de visiones, que ni siquiera me enteraba de los informes que iba dándome mi tío sobre cada cosa de las principales del cuadro. Parecíame todo el valle, relativamente a la altura de su marco, de una pequeñez asfixiadora, y considerábame caído de las nubes en el fondo de un dedal enorme. ¿Qué idea tendría Chisco de la Gloria celestial, cuando la ponía solamente un punto más arriba que aquello en la escala de lo hermoso y admirable?

¡Dios eterno, qué envidia tuve entonces a los pájaros porque volaban!

-Dígame usted, tío -preguntéle de golpe, y sin reparar en que le cortaba a lo mejor un entusiástico discurso precisamente sobre la anchura y salubridad del valle-, ¿por dónde se sale de aquí?

-¿Jacia ónde? -me preguntó él a su vez.

-Pues... hacia... hacia fuera, hacia el mundo, vamos -respondíle yo aturullado como un chicuelo imprudente, temeroso de que me descubriera los pensamientos que me habían arrancado la pregunta.

-¡Jacia el mundo! -repitió él soltando una carcajada-. Pues me hace gracia la ocurrencia, ¡pispajo! ¿Estamos aquí en el limbo, o qué?

-He querido decir -repuse celebrando con una risotada contrahecha la pregunta de mi tío-, que cuáles son las salidas principales...

-Ya, ya: ya te había calado yo el pensamiento -respondióme él, dejando de pronto el aire jaranero-, sino que como la ocurrencia tuya se acaldaba bien en una chanza, y yo soy así... Pues te diré: una de las salidas principales es el camino por donde tú has venido anoche, éste de al lado nuestro.

-Corriente.

-Y la otra es la que se ve allá abajo, a la mano izquierda: la misma salida del río. ¿No ves un camino que va por encima de él siguiendo toda la ladera? El puente está aquí a la izquierda, entre aquellos jarales. Puede que le confundas con ellos por lo viejo que es... Pues por ese camino se va...

-¿Hasta dónde?

-¡Hasta dónde!... ¡Trastajo! hasta la mar, si te conviene.

-Bien; pero ¿por dónde?

-Pues río abajo, río abajo... de pueblo en pueblo. ¿Quieres que te los nombre uno a uno?

-No hay necesidad.

-Hasta que llegas a un camino real. Si quieres seguirle por la derecha, porque te jale lo mundano, le sigues; y si te contentas con menos, le cruzas; y no apartándote de la vera del río, en un dos por tres darás con los jocicos en la mar... Mira, hombre, aquí donde me ves y con los años que tengo, no llegan a cuatro las veces que he estado en Santander. La primera con tu tía, recién casado con ella. Entonces no había el camino real de que te hablo, que es de ayer, y había que ir a buscarle más lejos. Íbamos a caballo, como siempre se ha ido desde aquí por los pudientes. Ella, en un sillón de terciopelo azul y clavillos sobredorados, con las galas de novia, a la moda de entonces. Campaba de veras, porque era guapetona de firme... ¡trastajo, si lo era! No nos comía la prisa y jicimos noche en la villa de San Vicente, que al otro día abrió puertas y ventanas para vernos salir... Mira, hombre, poco más de un mes antes había salido de España, a tiro limpio, el último ladrón de los de Pepe Botellas... Cabalmente. Pues bueno: paramos poco en la ciudad, porque no nos gustó aquello. La segunda vez fue a raíz de lo del veintitrés, con un pariente de los de Promisiones, que deseaba, como yo, ver cómo andaban las cosas del mundo, después de la taringa que habían llevado los botarates de la «Pitita». ¡Cuartajo, qué cumplida se la dieron... y qué merecida la tenían los arrastrados! Pues la tercera fue ayer, como quien dice, no más que por el gusto de saber por mí propio qué era eso del camino de fierru que acababa de estrenarse... Y para de contar, después de enterarte de que no pasan de doce las que he salido del valle más allá de dos leguas... Y te aseguro que nunca que dormí fuera de él, jice sueño con arte, y toda comida que no sea la de mi casa, me ha sabido siempre a condumio sin sustancia; y en no viendo yo estos picachones encima de la cabeza por donde quiera que ando, me hago cuenta que no veo cosa de gusto ni de traza, y hasta la mar de la costa me parece una pozuca, comparada con las anchuras de este valle... De las casas en ringle no se me hable, ¡trastajo! porque solamente de mentarlas me falta la respiración y me ajoga el hipo... La verdad, Marcelo... Cada uno a lo suyo, y con su cada cual. Y a este respective, has de saberte que hay en este valle gentes que se caen de viejas sin haber salido de él más allá de lo que corre de una «alentá» un perro con asma. Y se morirán tan satisfechas como si murieran de jartura del mundo que tú conoces: igual que ha de pasarme a mí en el día de mañana. Créeme, hijo: cuanta menos carga de antojos se saque de esta vida, más andadero se encuentra el camino de la otra. Hay quien jalla la mina cavando en un rincón de su huerto, y hay quien no da con ella revolviendo la tierra de media cristiandad. Ahora, tú dirás quién es más afortunado de los dos y más digno de envidiarse... ¡Cascajo! y vamos adelante con la historia, que como dé yo en irme por los atajaderos. ¿Dónde habíamos quedado con ella? ¿Qué más deseas saber?

-Por de pronto -respondíle, maravillado de aquélla su vivacidad de imaginación y soltura de «pico», que parecían incompatibles con la dolencia que le acababa-, si se ensancha el paisaje más allá del boquete por donde se cuela el río.

-Al contrario -respondióme-: en cuanto doblas el recodo, vuelven a encalabrinarse los picachos a la vera del río, tan pronto a un lado como a otro, cuando no a los dos a un tiempo. Anchuras de éstas no se encuentran hasta el camino real: medio día de rodar, agua abajo, en una caballería de buenos pies; un paseo, como quien dice, y de los cortos... Enfrente de ese boquete tienes aquel otro de la mano derecha, por donde se mete una tira que va a acabar en punta allá dentro. ¿Le ves? al pie mismo de la montaña manchada de verde por arriba. Pues por ese callejo hay otra salida que va trepando por los breñales... en fin, hombre, hazte cuenta que en cada resquebrajo que veas en un monte de éstos, hay un sendero por donde andan estas gentes como por el portal de la iglesia, y se pasean y toman el aire y recrean la vista los hombres desocupados y sanos de pecho, como tú. Ya verás, ¡trastajo! ya verás lo que es bueno.

-Así lo espero -respondí faltando a la verdad de lo que pensaba-. Y diga usted -añadí apuntando al mismo tiempo con el dedo hacia allá-, ¿qué significa aquella mancha verde en que ya me había fijado yo antes que usted me la mencionara?

-¡Oh! -contestóme alzando los dos brazos a un tiempo-, ¡eso es la gran riqueza del lugar, amigo! Eso es el «Prao-Concejo» de aquí, porque también hay otros pueblos que tienen el suyo correspondiente; pero no como el nuestro. ¡Quia! ¡Pispajo, ya le quisieran! Es de todos y cada uno de estos vecinos: un caudal de yerba que se reparte «por adra» todos los años. Ya verás, ya verás qué romería se arma el día de la siega, si te coge aquí el primer agosto que llegue...

-Pero ¿cómo demonios -pregunté verdaderamente asombrado de lo que me contaba mi tío-, se puede segar en aquel precipicio, ni bajar al valle lo que en él se siegue, ni mucho menos subir allá para segarlo y recogerlo?

Rióse mi tío de lo que él llamaba mi inocencia, «con tanto como yo sabía del mundo», y prometiéndome la explicación de lo que me asombraba para cuando la pidiera «sobre el terreno», no quiso decirme más.

-Y en finiquito -concluyó-, ¿qué te parece de todo lo que has visto?... porque creo que no falte nada en que no hayas puesto los ojos.

-Sí, señor -le respondí al punto-: falta algo que busco con ellos desde que me puse a mirar esta mañana, y no hallo por ninguna parte.

-Y ¿qué cosa es ella, hombre?

-Pues un palmo de tierra llana.

-¡Trastajo! -exclamó aquí mi tío, mirándome con el asombro pintado en los ojos-, ¿cómo demonios ha de jallarse lo que no hay?

-¡Que no! -exclamé yo a mi vez.

-No, hombre, no -insistió él con la mayor seriedad-. Entendí que conocías el dicho que corre aquí como evangelio.

-Y ¿qué dicho es ése?

-Que no hay en todo este valle más llanura que la sala de don Celso. ¿Oístelo ahora? -añadió riéndose y mirándome a la cara con sus ojillos de raposo-. Pues atente a ello.

Y volvió a reírse, y me reí yo también, pero de dientes afuera, con lo cual, dejando ambos el balcón, volvimos a la cocina, en cuya perezosa se me antojó desayunarme aquella mañana.

En aquel desayuno y en la comida del mediodía adquirí dos nuevos datos, que no resultaban de escasa cuenta sumados con los que ya poseía: el pan era de hornadas hechas en la taberna cada media semana, y no había otra carne que la de cecina, con excepción del domingo, en que se mataba una res en el pueblo. Allí no se conocía fresco, bueno y a diario, más que la leche y sus preparados... precisamente lo que estaba reñido con los gustos de mi paladar y con los jugos de mi estómago.

Pocas noches he pasado en mi vida tan largas, tan tristes y de tan insoportable desasosiego, como la de aquel día. Porque visto y reconocido ya en todas sus fases, a lo ancho, a lo largo y a lo profundo, el terreno en que tenía yo que dar la batalla, pero batalla a muerte, contra los hábitos y refinamientos de mi vida de hombre mundano, comodón, melindroso y «elegante», había para que las carnes me temblaran.

¡Ay! toda aquella mi fortaleza levantada en Madrid al calor de un entusiasmo irreflexivo y sentimental, se desmoronaba por instantes; y los fríos razonamientos a que yo me había amparado en horas de sensatez para defenderme de los asedios de mi tío cuando me llamaba a su lado hasta por caridad de Dios, revivían en mi cabeza con un empuje y un vigor de colorido que me espantaban. Sucedíame entonces lo que al temerario que por un falso pundonor, por un arranque nervioso y de mal disfrazada vanidad, desciende al fondo de un precipicio. Ya está abajo, ya hizo la hombrada, ya demostró con ella que llega hasta donde llegue el más intrépido... Corriente. Pero ahora hay que subir. ¿Cómo? ¿Por dónde?... ¡Y allí es ella, Dios piadoso!

Sólo de tres maneras podía volver a la luz y a la libertad del mundo: o por el fin y acabamiento de... (¡qué barbaridad! hasta el tropezar con el supuesto sin haberle buscado yo con el deseo, me repugnaba); o por el restablecimiento del pobre señor, cosa imposible a sus años y con lo mortal de la dolencia que padecía; o por meterlo yo todo a barato a lo mejor, liar el equipaje cuando me diera la gana y volverme a Madrid por el camino más corto, lo cual me parecía una canallada que podía costar la vida al bondadoso octogenario, para quien mi presencia en su casa parecía ser el pan y el sol que le nutrían y le alegraban. Es decir, dos salidas con la puerta cerrada, Dios sabía hasta cuándo, y una que no se me franquearía jamás, por repugnancias de mi conciencia. En definitiva, una eternidad.

Si entre tanto hubiera habido en mí alguna inclinación natural, alguna aptitud de las que hacen hasta placentera a muchos hombres, sin ser aldeanos, la vida campestre, menos mal; pero, por desgracia mía, me faltaban todas en absoluto. Yo no era cazador, ni había manejado otras armas que las de adorno en los salones de tiro; ni entendía jota de ganados, ni de labranzas, ni de arbolados, ni de hortalizas, ni pintaba ni hacía coplas; y por lo tocante a la señora Naturaleza, la de los montes altivos y los valles melancólicos y los umbríos bosques y las nieblas diáfanas, y las sinfonías del «favonio blando» entre el pelado ramaje, y los rugidos del huracán en las esquivas revueltas de los hondos callejones, vista de cerca, mejor que madre, me parecía madrastra, carcelera cruel, por el miedo y escalofrío que me daban su faz adusta, el encierro en que me tenía y los entretenimientos con que me brindaba... Y a todo esto había que añadir que el invierno con sus fríos, con sus nieblas, con sus aguaceros y con sus nevascas, estaba ya cerniéndose encima de los picachos del contorno y de la casona de mi tío... Y aunque, por misericordia de Dios, no pasara yo allí más que él, ¡sería tan largo, tan largo!... ¡Cuántos libros devorados sin sacarles pizca de sustancia! ¡cuántos chamuscones en la cocina! ¡cuánta indigestión de bazofia! ¡cuántos paseos en corto! ¡cuántas rendijas del suelo contadas maquinalmente con los ojos! ¡cuántas rúbricas echadas con el dedo en los empañados cristalejos de mi cuarto!... ¡Virgen de la Soledad, qué perspectiva!

Y así, por este orden, batallando horas y horas. ¿Cómo hallar una breve, ni momento de reposo, ni bien mullida la cama, con semejante gusanera entre los cascos?




ArribaAbajo- VI -

Dios, que, como dice el adagio, aprieta, pero no ahoga, permitió que a aquella triste noche siguiera un día muy risueño, con el cielo barrido de nubes y un sol que, aunque pálido y frío, iluminaba el valle y decoraba las cumbres de los montes envolviéndolas en nimbos de luz reverberante. Yo recibí la primera salutación del astro vivificador de la madre tierra como uno de los mayores beneficios que podía otorgarme el cielo en medio de la oscura soledad en que me veía, y mi tío se apresuró a aconsejarme que aprovechara la «escampa», que había de ser de larga «dura» por señales que él consideraba infalibles, para «hacerme a las armas y tomar la tierra como era debido y cuanto más antes». Diome con el consejo informes y programas que me parecieron excelentes; y como no tenía a mis alcances otros recreos más tentadores y de mi gusto, opté por lo que se me proponía, y me dispuse en el acto a echarme a la montaña, que vale tanto allí como en el mundo culto y refinado «echarse a la calle», es decir, a la ventura de Dios, «a matar el tiempo».

Antes de salir de casa entró en ella el médico, que iba a saludarme aprovechando la oportunidad de la visita casi diaria que hacía a mi tío, particularmente desde su última y grave enfermedad. Era un mozo que andaría con los treinta años, no muy corpulento, pero de recia complexión; de pelo y barba cortos, negros y fuertes; de mirada firme, pero sin dureza; agradable de cara y de voz; muy sobrio de palabras; limpio, holgado y modesto de traje, y natural de un pueblo de los ribereños del Nansa. Esto fue todo lo que de él supe en aquella ocasión. Su visita fue breve, y nos despedimos muy afablemente, quedando yo muy complacido de aquel hallazgo en Tablanca, más por lo que se leía en la cara y en el aire del mediquillo, que por las ponderaciones que de sus prendas hizo mi tío al presentármelo. Bajamos juntos hasta el portal, echando él enseguida por la cambera del pueblo y yo por otra diametralmente opuesta, hacia la montaña.

Acompañábame Chisco, por donación muy recomendada de su amo, con la misma vestimenta y el propio calzado con que le había conocido yo en el paso de la cordillera, y nos acompañaba a los dos un perrazo sabueso; llamado Canelo, de una casta para mí singularísima por lo grande, que iba perpetuándose en casa de mi tío desde que su padre fue mozo y cazador. Chisco llevaba una escopetona de pistón con anchas abrazaderas reforzadas con bramante encerado sobre el larguísimo cañón roñoso, un cuerno para la pólvora y una bolsa de badana verde para el perdigón y las postas que iban mezcladas con él. Yo una elegante y fina Lafaucheux de dos cañones, canana correspondiente, cuchillo de monte, borceguíes de ancha y recia suela claveteada, polainas de cuero inglés, y todo el equipaje, en suma, de un cazador de figurín. Chisco me miraba de reojo y hasta se sonreía un poquillo, particularmente cuando se fijaba en mi calzado, y, sobre todo, cada vez que me veía resbalar en la arcilla blanda o sobre las lastras de los encalabrinados senderos. Al fin llegó a declararme que para pisar firme no tendría más remedio que apechugar con un par de almadreñas como las suyas; que lo de mi ropa, «podía pasar», y que, en cuanto al armamento, «ya se vería». ¡Vaya si tenía camándulas el mozallón! Por de pronto, ni él ni yo íbamos entonces propiamente «de caza», sino de paseo; sólo que así como en las tierras llanas se pasea un hombre con un bastón en la mano o con las dos desocupadas, allí se pertrecha el paseante de armas y de municiones por lo que pueda acontecer.

Como la excursión me resultó muy entretenida y también muy provechosa, porque me dio buen apetito y mejor sueño, al día siguiente la repetí, aunque por distinto lado de la montaña, pero sin extender mucho más que en la anterior el radio de mis valentías, porque el teatro de mis experiencias era vastísimo, y el aprendizaje muy duro de pelar.

A los tres o cuatro días de andar en estas pruebas y continuando el tiempo alegre y primaveral, se unió a nosotros Pito (Agapito) Salces, «Chorcos» de mote, hijo de un casero de mi tío; buen cazador también, como casi todos los hombres de aquel valle; algo torpe de magín y muy largo y deslavazado de miembros. Le había conocido yo en casa una noche, y me habían caído muy en gracia su catadura y sus «cosas»; por lo que mi tío, que pescaba en el aire las ocasiones y los medios de agasajarme, dispuso que desde el día siguiente se agregara a Chisco para acompañarme en mis correrías. Era además muy amigo de éste, y a los dos les supieron a gloria el licor de mi frasquete y los cigarros de mi petaca en cuanto los cataron.

A todo esto, yo no había estado en el pueblo más que una sola vez, y ésa muy de pasada y muy temprano, casi de noche todavía, yendo a la misa primera de don Sabas; ni conocía de cerca a otras personas que las que frecuentaban la cocina de mi tío, con el cual no había hecho nunca conversación empeñada sobre cosa alguna... ni siquiera sobre Facia, cuyo aspecto singular y un tanto misterioso me llamaban mucho la atención, particularmente desde una noche (la del tercer día de mis excursiones a la montaña) en que la hallé, saliendo yo de mi aposento, como extraviada en los pasadizos, con el farol en la diestra, la mirada de espanto y el andar de una sonámbula. Se estremeció al verme de improviso junto a ella, y me pidió perdón por haberme tomado por... No me dijo por qué ni por quién; pero rompió a llorar y huyó a ocultarse en el cuarto frontero a la puerta de la escalera, el cual habitaban ella y Tona. En un momento en que me hallé a solas con mi tío, antes de recogerme aquella noche, le hablé del suceso. De pronto me pareció algo picado de la curiosidad; pero enseguida cambió de aspecto, se encogió de hombros y me dijo:

-Está mema la infeliz. Cosas de ella. Siempre es por ese arte.

También se me había antojado que Chisco miraba a Tona con muy buenos ojos. De esto no hablé a mi tío; pero sí al mozallón, y por hablar de algo, subiendo los dos solos una vez al «Prao-Concejo».

-¡Jorria! -me contestó trepando delante de mí, sin detenerse un punto ni volver la cara, pero sacudiendo al aire su mano derecha.

No me sacó de dudas la respuesta, y le pedí otra más terminante. Diómela en estos términos:

-No estarían mal puestus en eya los pensaris de unu... ¡y esu que!... Pero van los míos jacia muy otra parti. Los de Pitu, pongo el casu, ya es pleitu difirente.

-Conque Pito... Y ella, tan repolluda y tan guapota, ¿le corresponde?

-Esu es lo que yo no sé... ni pué que lo sepa él tampocu.

-Es muy posible... aunque antes has puesto una tacha a esa buena moza.

-¡Una tacha!... Y ¿cuál fue eya?

-No la pintaste muy clara, pero la diste a entender. Después de ponderar por cosa buena a la moza, añadiste «y eso que...» como quien dice: «no es oro todo lo que reluce».

-Lo diría yo, si es casu, por su padre... o por su madre.

-Y ¿qué tienen su padre o su madre que tachar?

-¡Qué sé yo! Historias.

-Conque historias... ¿Y quién es el padre?

-Echeli usté un galgu.

-¡Anda, morena! ¿Y la madre?

-¡Ahora sí que panojó! ¡Y la tien él en casa!

-¿Quién, hombre de Dios?

-Usté.

-¿Yo?

-Usté mesmu... ¿Pa qué demontres quier los ojus de la cara, si no es pa ver lo que está delanti de eyus?

-Acaba de decirlo con mil demonios que te lleven: ¿quién es la madre de Tona?

-Pos Facia.

-¡Facia! -exclamé lleno de asombro-. Pero ¿Facia es casada?

-Por lo vistu -me respondió el mozallón con mucha flema.

-¿Con quién? -volví a preguntarle.

-Esa es la historia -respondióme él apuntando al suelo hacia atrás con el índice de su diestra, sin volver la cara ni disminuir el paso.

-Pues cuéntamela enseguida -le dije yo entonces, sentándome a horcajadas en el pico de una roca que sobresalía a un lado del sendero, no tanto por oír más a gusto lo que Chisco me relatara, como por descansar de la fatiga que me iba dando aquel nuestro incesante subir por la ladera del agrio monte. Habíamos ganado el primer tercio de su altura, y estábamos ya dentro de los términos de la gran mancha verde que se veía desde la casona «de mis mayores», es decir, del «Prao-Concejo», que desde allí me parecía interminable, inmenso, en la dirección oblicua de la senda que llevábamos. Chisco, cuando notó que yo me había sentado, se detuvo, volvióse hacia mí, se sonrió a su manera al verme tan bien acomodado, y, por último, retrocedió lentamente.

-Cuéntame eso -le dije en cuanto se detuvo a mí lado-; pero con todos sus pelos y señales.

Para infundirle buenos ánimos le di un trago de los de mi frasquete, que era la mejor golosina para él, y un cigarro de los mayores de mi petaca. Bebió y paladeó el confortante licor, relamiéndose de gusto, y echó después una yesca, mientras yo contemplaba a vista de pájaro el vallecito de Tablanca, con sus casitas trepando mies arriba detrás de la de mi tío, sola y encaramada en lo alto, como si se hubiera detenido allí para animarlas con la voz y algunas cuchufletas de don Celso; y, por último, recostándose contra el terreno y estribando con las abarcas en las asperezas del camino, me refirió lo siguiente, que yo traduzco, poco más que en sustancia, al lenguaje vulgar, con verdadero sentimiento, porque no me es posible, por falta de memoria y de costumbre, reproducir al pie de la letra aquel pintoresco lenguaje, cuyo sabor local excedía con mucho, en interés, al asunto relatado.

Facia era, en efecto, una huérfana desvalida cuando la recogieron mis tíos en su casa. Educóse y creció en ella; llegó a ser una gran moza, porque tenía de quién heredarlo, lo mismo que el ser honrada y discreta; y por buena moza, y por honrada, y por discreta, y hasta por muy agradecida, pasaba, y con razón, en el pueblo, cuando se presentó en él, como llovido de las nubes, cierto galán, un baratijero que asombró a Tablanca, no sólo por las maravillas, jamás vistas allí, de la tienda que plantó en un ferial del valle, sino por el encanto de su pico, por la «majura» de su cara y por el rumbo de su porte. Como moscas acudían a su tenducho reluciente los pobres papanatas de la feria, y como moscas caían en la miel de sus ponderaciones y lisonjas, dejando en el cebo engañador hasta el último maravedí de los ahorrados para fines bien distintos. Para las mujeres, sobre todo, tenía el charlatán un anzuelo irresistible; y para las buenas mozas, en particular, un «aquel» que las atolondraba. Tan bien le fue al indino en aquel empeño, que acabada la feria trasladó el tenducho al pueblo y le abrió en un cobertizo que improvisó junto a la iglesia. A creerle por su palabra, él no era traficante por necesidad, sino por lujo. Le gustaba correr el mundo y ver de todo, y para lograrlo a su antojo, como era rico por su casa y le sobraba el dinero, le corría de aquella manera, comprando alhajas «a todo coste» en las grandes ciudades de la tierra, para cedérselas a los pobres hombres y a las buenas mozas de los lugarejos por un pedazo de pan. Así daba él perlas finísimas de Oriente al precio de los garbanzos de Castilla; puñalitos de Damasco y relojes de oro, más baratos que las navajas de Albacete y las coberteras de hojalata. Como había visto muchas tierras y estudiado muchos libros, sabía un poco de todo cuanto había que saber, y daba remedios, y aun los vendía, al «desbarate», por supuesto, para toda casta de enfermedades... y de contratiempos, porque, en su opinión, nada existía verdaderamente incurable, sabiendo buscar a las cosas su motivo, como lo sabía él, por haber estudiado muchos libros y haber corrido muchas tierras. Aquella segunda campaña de baratijero fue una barredera en el lugar. Ni una mota dejó el pícaro en Tablanca. Particularmente Facia, que era de suyo sencillota y noble, se despilfarró. Gastó en gargantillas de todos colores, en sortijas, espejucos y alfilerones de todas hechuras, un dineral: todo lo ahorrado de sus soldadas y algo más que pidió a cuenta, afrontando valerosa las indignidades con que la apostrofaba su amo. Porque resultaba que aquellos antojos insaciables y aquel atrevimiento inconcebible en la, poco antes, tan modesta, comedida y respetuosa muchacha, dimanaban de un «qué sé yo de mal aquél», a modo de maleficio, y que «la jalaba, la jalaba» contra su gusto hacia las baratijas de la tienda, y muy particularmente hacia los donaires del baratijero. Como éste le había notado la inclinación y era ella (sin ofender) la mejor moza entre las muchísimas y muy buenas que había en el lugar, apretó el pícaro las lisonjas y los chicoleos, y hasta la rondó la casa por las noches y la cantó unas coplas «finas» al son de una guitarra «que propiamente hablaba entre sus manos». En fin, que la inocente borrega llegó a prendarse en tales términos del hechicero galán, que solamente le quedó una pizca de juicio, lo puramente indispensable para responderle en uno de sus asedios más obstinados, que «en siendo como Dios mandaba y por delante de la Iglesia y para vivir en Tablanca a la vera de su amo, cuando lo tuviera por conveniente».

Contuvo el hombre sus ímpetus con la respuesta; meditóla durante algunos días; resolvió al cabo que sí; corrióse la noticia por el pueblo; envidiaron a Facia su loca fortuna todas las mozas de él; llegó el caso a oídos de don Celso; tocó el cielo con las manos; puso a la infeliz enamorada de loca y de sin vergüenza que no había por dónde cogerla; juró y perjuró que el baratijero era un bribón de siete suelas; que no había más que mirarle a la cara para convencerse de ello; que sabe Dios dónde sería nacido, de dónde vendría y por dónde habría andado hasta entonces, y que por la cruz de Jesucristo considerara esto y lo otro y lo de más allá... Como si callara. El hechizo estaba tragado, y Facia no cejaba un punto en su empeño. Bien persuadido entonces su amo de que no había razonamiento capaz de convencerla, ni medida rigurosa, como la de plantarla en la calle, que no empeorara el destino de la infeliz, entre verla perdida o desgraciada, optó por lo menos malo al cabo de los días: arregló un casucho que tenía medio abandonado al extremo inferior del valle; agrególe tierras y ganado; hizo, en fin, cuanto puede hacer un padre por un hijo en casos tales, y dijo a Facia después de haberse negado a recibir al novio y a verle al alcance de su voz:

-Cásate cuando te dé la gana, y meteos ahí para que, siquiera, siquiera, cuando las pesadumbres te maten, tengas cama propia en que morir después de haber pedido a Dios perdón de tus ingratitudes y locuras.

A los pocos días de casado, y con gran pompa, el baratijero, ya era otro hombre distinto de lo que fue en el lugar antes de casarse: hasta la cara parecía diferente, sobre todo cuando hablaba con su mujer lo poco que hablaba; miraba bajo y mal, y parecía que le estorbaba hasta su sombra. Al mes de esto, como no sabía trabajar la tierra ni manejar el ganado, y de aquellas riquezas que tenía «por su casa», según dijo de soltero, no se veía un maravedí para levantar las cargas de su nuevo estado, cogió lo que le quedaba de su tenducho y se fue a correr ferias y mercados con ello. Volvió a los dos meses, muerto de hambre, mal encarado y peor vestido. Hízose temible para su mujer, a quien golpeaba con el más leve pretexto, y sospechoso a todo el vecindario, que no estaba hecho a ver en aquel honrado suelo holgazanes y renegados de semejante catadura.

A los diez meses de casados, tuvo Facia una niña; y sin llegar a cumplirse el año, su marido, que había desaparecido del pueblo una semana antes, volvió a casa de noche, roto y desgreñado; dio dos bofetones a su mujer porque le preguntó cariñosamente cómo le había ido, por dónde había andado y a qué venía; y mientras la amenazaba con abrirla en canal si contaba a nadie que no le había visto el pelo desde la semana anterior, hizo apresuradamente un lío con las baratijas que le quedaban en casa y con otras, al parecer, semejantes que fue sacando de los anchos bolsillos de su ropa, y sin despedirse de Facia desapareció de la casa y del pueblo, perdiéndose en la oscuridad de los montes... hasta hoy.

A los dos días de esto, llegó al pueblo una pareja de la guardia civil y una requisitoria del juez del partido preguntando por él. Se trataba del robo de una iglesia y de unas puñaladas al pobre sacristán que intentó impedirle... Dos pájaros de la cuadrilla habían caído ya en el garlito, y se buscaba al tercero, al capitán de ella, al famoso baratijero casado en Tablanca... y en otras tres o cuatro parroquias más de España y sus Indias, según resultaba de sus antecedentes procesales.

Con este golpe se espantó el vecindario, se llevó don Celso las manos a la cabeza, y envejeció de repente quince años la pobre Facia.

Del pícaro fugitivo sólo volvió a saberse que anduvo por las repúblicas de América, recién escapado de España, y se le daba por muerto muchos años hacía o arrastrando una cadena.

A poco de verse abandonada, triste y arrepentida la desventurada Facia, recogióla otra vez don Celso por caridad de Dios; y por caridad de Dios también no la dijo una palabra desde entonces que se refiera de cerca ni de lejos a su locura ni a su desgracia; y a su lado fue creciendo la niña Tona, ignorando los verdaderos motivos de las tristezas y amarguras de su madre, y viviendo en la creencia de que su padre había sido un hombre de bien que, como otros muchos, se había marchado a «la otra banda» para mejorar la fortuna, y que allí había muerto sin conseguirlo, al cabo de los años.

Tal es la sustancia de lo que me refirió Chisco. Con ello sólo podía explicarse el arrechucho aquel de Facia, y podía también no explicarse: de todas suertes, el caso, aun después de conocida la historia de la mujer gris, que no dejaba de ser interesante, no era para meterme en escrupulosas indagaciones; y no me metí.




ArribaAbajo- VII -

Con dos guías tan complacientes y tan expertos como los míos, pronto conocí las principales sendas, cañadas y desfiladeros, la fauna y la flora de los montes más cercanos del contorno; perdí el miedo que me infundían los «asomos» u orillas descubiertas de los precipicios, siendo de advertir que allí no hay camino chico ni grande que no sea un asomo continuado, y adquirí la soltura y la fortaleza de que mis piernas carecían al principio para soportarme lo mismo en las cuestas arriba que en las cuestas abajo; es decir, siempre que andaba, porque es la pura verdad el dicho corriente en el lugar, de que en aquella fragosa comarca no hay otra llanura que la sala de don Celso. No subí a grandes alturas, porque no me tentaban mucho los espectáculos de esa casta, ni tampoco hicieron mis rudos guías grandes esfuerzos para animarme a vencer las inclinaciones de mi complexión relativamente perezosa; pero no dejé por eso de satisfacer mi escasa curiosidad en la contemplación de hermosísimos panoramas. Por último, conocí también los principales puertos de invierno y de verano, a los cuales envían sus ganados los valles circunvecinos, y admiré la lozanía de aquellas brañas («majadas») de apretada y fina yerba, verdaderas calvas en medio de grandes y tupidos bosques de poderosa vegetación. Cada una de estas calvas tiene, en los puertos de verano, una choza, y en los otros un «invernal»: la choza para albergue de las personas que pastorean el ganado, y el invernal, edificio amplio y sólido, de cal y canto, para establo y pajar de una buena cabaña de reses. Por lo común, cada invernal corresponde a los ganados de ocho o diez condueños de las «hazas» o partes de la braña contigua. Algunos de esos invernales estaban ya ocupados. De noche come el ganado prendido en la pesebrera, de la «ceba» del pajar, segada en las hazas en agosto; de día pasta al aire libre, mientras el tiempo lo consiente, al cuidado de sus dueños, que después de dejarlo recogido al anochecer, bajan a dormir al pueblo; al revés que en verano, durante el cual duermen amontonados en la choza, quedando la cabaña «acurriada», es decir, reunida en la majada circundante. Las yeguadas hacen vida más independiente y libre, y las hallábamos, en estado semisalvaje, donde menos lo pensábamos.

Pito era muy bruto, y aconteció más de una vez ir yo muy descuidado y sentir a mi espalda un estampido feroz que me hacía dar dos vueltas en el aire. Era la espingarda del gaznápiro: un escopetón más viejo y remendado que el de Chisto, que había hecho una de las suyas. Pito no se cansaba en avisar a nadie ni en tomar la más leve precaución cuando una pieza se le ponía a tiro, es decir, en cuanto él la atisbaba, lo mismo en los aires que entre los matorros, que atravesando la sierra escampada, porque para un arma de las dimensiones de la suya y con la metralla de que la atascaba, no había lejos ni cercas: se la echaba a la cara, y por encima de un hombro mío o entre las piernas de Chisco, según lo pedía la situación de las cosas y de las personas, sin cansarse en decir «allá va eso», «¡puuunnn!» Aquello parecía el fin del mundo: los montes retemblaban, y quedaba la pieza, no sólo muerta, sino hecha trizas, porque él no perdía golpe, ni la pieza un solo grano de la metralla del escopetón.

Y la pieza era una liebre, una zorra, un gato montés, un «esquilo» (ardilla), un faisán o una alimaña de regular cuantía, pues es muy de notarse que de ese y otros linajes parecidos son los animales con que se topa uno yendo de paseo, aun por los sitios más inmediatos al pueblo, como se topa en cualquier otra parte del mundo, que no sea aquélla, con el gato doméstico, el perro cariñoso o las aves de corral.

Chisco se conducía de muy distinto modo que su camarada: todo lo hacía sin alterar en lo más mínimo aquella su placidez de continente. Si se me ponía una pieza a tiro, con una mano me detenía suavemente, con la otra me la señalaba, y con un gesto expresivo o con media palabra me daba a entender que me la cedía. Si yo erraba el golpe, como sucedía casi siempre, él me le enmendaba, si no se le había anticipado la espingarda de Chorcos desde donde menos podíamos esperarlo; y notaba yo, en el primer caso, cierta complacencia maliciosa en la mirada que me dirigía, mientras pataleaba la víctima en el suelo o descendía de los aires dando tumbos, como si quisiera decirme: «¿Vey usté cómo no val un pitu esa escopeta, con ser tan maja como es?» Pero Chisco se engañaba grandemente, porque el arma era inmejorable, y las municiones muy dignas de ella. Lo que fallaba era el cazador, que siendo tan diestro como yo lo era en el tiro al blanco, no sabía por dónde se andaba cuando había que tirar a la carrera o al vuelo. El caso es que llegó a mortificarme esta torpeza; y contribuyeron mucho a ello, más que las miradas dulzonas de Chisco, las risotadas brutales con que solemnizaba Chorcos cada enmienda que hacía su espingardón roñoso a los fracasos de mi escopeta. Y tan adentro me llegaron las mortificaciones, que poniendo mis cinco sentidos en el negocio aquel, conseguí pronto, ya que no la destreza de mis acompañantes, portarme de tal manera, que no fueran «enmendables» por ninguno de ellos los tiros que yo desaprovechara. Con esto cesaron las sonrisas del uno y las risotadas del otro, y sentí yo descargado el ánimo de un gran peso; porque así vienen hilvanadas las flaquezas de la vida, y jamás se ha dicho verdad como la del pedante don Hermógenes: «No hay poco ni mucho en absoluto.»

Dos veces nos acompañó en estas expediciones, mixtas de exploración y de caza, el cura don Sabas; pero sin más arma que el cachiporro pinto que le servía de bastón. Hallaba él algo como mengua en gastar la pólvora en aquellas salvas de puro recreo, y llamaba «animalitos de Dios» a cuantos había en la escala de magnitudes, desde el jabalí o el corzo para abajo. Pero ¡cuánto sabía de toda la escala entera y verdadera, y de aquellos montes y de otros tales, y con qué respeto le oían los dos mozos que, como cazadores, tanto se crecían a mi lado, y con qué gusto le oía y le contemplaba yo a ese propósito... y otros muchos, para los que no tenían ojos ni oídos las rudas entendederas de Chisco y su camarada!

Porque es lo cierto que aquel hombrazo tan soso de palabra y tan pobre de recursos en la tertulia de mi tío; algo más agradable y suelto oficiando en la iglesia, donde hablaba desde el altar mayor bastante al caso y a la medida del entendimiento de sus rústicos feligreses, en las alturas de la montaña no se parecía a sí propio. Lo de menos era en él, con ser mucho, el interés que sabía dar en pocas y pintorescas frases a las noticias que yo le pedía, por no satisfacerme las que me suministraban Chisco y su compañero, acerca de las grandes alimañas, sus guaridas en aquellos montes y la manera de cazarlas; los lances de apuro en que se había visto él y cuanto con esto se relacionaba de cerca y de lejos; sus descripciones de travesías hechas por tal o cual puerto durante una desatada «cellerisca» sus riesgos de muerte en medio de estos ventisqueros, unas veces por culpa suya y apego a la propia vida, y las más de ellas por amor a la del prójimo: lo demás era, para mí, su manera de «caer» sobre la montaña, como estatua de maestro en su propio y adecuado pedestal; aquél su modo de saborear la naturaleza que le circundaba, hinchiéndose de ella por el olfato, por la vista y hasta por todos los poros de su cuerpo; lo que, después de este hartazgo, iba leyéndome en alta voz a medida que pasaba sus ojos por las páginas de aquel inmenso libro tan cerrado y en griego para mí; la facilidad con que hallaba, dentro de la ruda sencillez de su lengua, la palabra justa, el toque pintoresco, la nota exacta que necesitaba el cuadro para ser bien observado y bien sentido; el papel que desempeñaban en esta labor de verdadero artista su pintado cachiporro, acentuando en el aire y al extremo del brazo extendido, el vigor de las palabras; el plegado del humilde balandrán, movido blandamente por el soplo continuo del aire de las alturas; la cabeza erguida, los ojos chispeantes, el chambergo derribado sobre el cogote, la corrección y gallardía, en fin, de todas las líneas de aquella escultura viviente... ¡Oh! diéranle al pobre Cura en el llano de la tierra, en el valle abierto, en la ciudad, una mitra; la tiara pontificia en la capital del mundo cristiano, y le darían con ellas la muerte: para respirar a su gusto, para vivir a sus anchas, para conocer a Dios, para sentirle en toda su inmensidad, para adorarle y para servirle como don Sabas le servía y le adoraba, necesitaba el continuo espectáculo de aquellos altares grandiosos, de aquella naturaleza virgen, abrupta y solitaria, con sus cúspides desvanecidas tan a menudo en las nieblas que se confundían con el cielo.

Nada de esto, que tan hermoso era y tan a la vista estaba, sabían leer ni estimar los dos mozones que tan profundo respeto tenían a don Sabas solamente por ser cura de su parroquia y hombre de indiscutible competencia en cuanto se les alcanzaba a ellos.

Mi temperamento, en la escala de lo sensible, ni siquiera llegaba al grado de los innumerables que para «sentir el natural» necesitan verle reproducido y hermoseado en el lienzo por la fantasía del pintor y los recursos de la paleta; y, sin embargo, yo leía algo que jamás había leído en la Naturaleza cada vez que la contemplaba a la luz de las impresiones transmitidas por don Sabas encaramado en las cimas de los montes. Y era muy de agradecerse y hasta de admirarse por mí este milagro del pobre cura de Tablanca; milagro que nunca habían logrado hacer conmigo ni los cuadros, ni los libros, ni los discursos.

En la última ocasión de aquéllas, volviendo a casa los dos, yo rendido y descuajaringado, y él tan fresco y tan brioso como si no hubiera salido del lugar, díjome que todo lo visto por mí hasta entonces era como no ver nada y que había que ver algo de lo que me tenía prometido.

-Lo que usted quiera y cuando usted quiera -respondí yo temblando, por el compromiso que adquiría con aquel hombre para quien eran cosa de juego excursiones que a mí me descoyuntaban.

-Pues queda de mi cuenta el caso -me replicó-; y no hay más que hablar.




ArribaAbajo- VIII -

Mis visitas de exploración minuciosa al pueblo las hice solo y por mi propia cuenta, dejándome aparecer en él como a la descuidada, para sorprenderle mejor en sus intimidades. Al conocer «de vista» a su vecindario en la misa del domingo anterior, ya me había llamado la atención muy vivamente cierta uniformidad monótona de «corte», digámoslo así, y hasta de indumentaria. Todos los mozos usaban el «lástico» encarnado, y verde todos los viejos, y todas las mujeres llevaban la «manta» o chal de parecido color y cruzado de igual modo sobre el pecho y los riñones; en todas y en todos abundaban el tipo rubio y la línea curva, no sin gracia, con tendencia al cuadrado hacia los hombros; todos y todas andaban, hablaban y se movían con la misma parsimonia, y en todas las caras, viejas y juveniles, se notaba la misma expresión de bondad con cierto matiz de sobresalto, como si la continua visión de las grandes moles a cuya sombra viven aquellas gentes, las tuviera amedrentadas y suspensas. Pues no tuve que rectificar un ápice de estas impresiones, recibidas de un simple vistazo al conjunto del vecindario aquél, cuando traté de estudiarle en detalle y más a fondo; al contrario, resultóme que a la monotonía de su manera de ser y de vestir, bien confirmada de cerca, hubo que agregar otra monotonía no menos saliente por cierto: la de sus habitaciones. Todas las casas de Tablanca, con excepciones contadísimas, me parecieron construidas por un mismo plano: la planta baja, destinada a cuadras del ganado lanar y cabrío; en el piso, la habitación de la familia, y la cocina sin más techo que el tejado, y en lo alto el desván, limitado por un tablero vertical sobre el borde correspondiente a la cocina, formando con las tres paredes restantes lo que pudiera llamarse «caja de humos». Afuera, una accesoria para cuadra y pajar del ganado vacuno, y pegado a ella o a la casa, un huerto muy reducido.

De igual modo que en la cocina de mi tío se hablaba en todo el lugar por chicos y grandes, viejos y mozos. Como nota característica de aquel lenguaje, las haches como jotas y las oes finales como úes; verbigracia: «jermosu» y «jormigueru» por hermoso y hormiguero. Pero tan acompasada y tan melódica es la cadencia que dan a la frase, que no resultan las asperezas de la palabra desagradables al oído: al contrario; y tienen expresiones y modismos de un sabor tan señaladamente clásico, que con ello y el sonsonete rítmico de que las acompañan, oyendo una conversación entre aquellos montañeses, se me venía a la memoria la «música» de nuestros viejos romanceros.

Es también muy de notarse que ninguna de estas singularidades en el modo de ser y de expresarse, sufre visible alteración por el cambio de lugares o de costumbres. Es allí muy corriente la de emigrar durante el verano los hombres mozos a provincias tan lejanas como las de Aragón, para ejercer el oficio de serradores de madera, o las de Castilla, con aperos de labor o con castañas, para cambiarlos por trigo o por dinero. Yo hablé con hombres de estos, recién llegados al valle tras de muchos meses de ausencia de él, y no hallé la menor diferencia que los distinguiera en el vestir ni el hablar, ni en la manera de conducirse en todo, de sus otros convecinos; ni tampoco he hallado después, buscándolas de intento, muy notorias señales de que les interese, fuera de sus hogares, más que el asunto que los saca de ellos, como si sólo tuvieran ojos y corazón para ver y sentir el terruño nativo.

La raza es de lo más sano y hermoso que he conocido en España, y yo creo que son partes principalísimas de ello la continua gimnasia del monte, la abundancia de la leche y la honradez de las costumbres públicas y domésticas. Supe con asombro que no había en el lugar más que una taberna, y ésa de la propiedad del Ayuntamiento, que vendía el vino casi con receta y para que cada consumidor lo bebiera en su casa; de donde resultaba, por la fuerza de la costumbre, que era muy mal mirado el hombre que mostraba instintos «taberneros», y mucho peor el que se dejaba arrastrar de ellos, aunque fuera pocas veces. No me asombró tanto la noticia de que allí escaseaba mucho el dinero, por ser un linaje de escasez muy común en todas partes; pero me pareció muy de notarse la de que, en cambio, eran moneda corriente los frutos de la tierra, como en los pueblos primitivos; y así sucede que hay servicios muy importantes que se pagan con media docena de panojas o con un maquilero de castañas. Lo que tampoco hay en aquel valle son patatas; pero, en cambio, se cosechan abundantes en el de Promisiones, el valle de mi abuela paterna y aguas arriba del Nansa, donde no se da el maíz, que es la principal cosecha de Tablanca, por lo cual estos dos valles, separados entre sí por cuatro horas de camino a buen andar, están en frecuente trato para cambiar aquellos importantes frutos de la tierra.

Casi todos los hombres de Tablanca son abarqueros, algunos de los cuales, sin dejar de ser labradores, hacen una industria de aquel oficio. Éstos acampan, durante el verano, en el monte, en cuadrillas de ocho a diez; cortan la madera, preparan en basto las abarcas a pares, y así las bajan al pueblo, donde, después de bien curadas, van concluyéndolas poco a poco. En esta tarea hallé ocupados a algunos de ellos; y me embelesaba viéndolos manejar la azuela de angosto y largo peto cortante, o sacar con la legra rizadas virutas de lo más hondo e intrincado de la almadreña, o «pintar», las ya afinadas, a punta de navaja sobre la pátina artificial del calostro secado al fuego. Otros son más carpinteros, y acopian también y preparan en el monte madera para rodales y «cañas» (pértigas) de carro, o aperos de labranza que luego afinan y rematan abajo.

Otra singularidad de aquellas gentes sepultadas entre montes de los más elevados de la cordillera: llaman «la Montaña» a la tierra llana, a los valles de la costa, y «montañeses» a sus habitantes.

Una de las primeras personas con quienes me puse «al habla» en aquella ocasión, fue un hombre que resultó muy original. Le hallé recogiendo cantos del suelo y cerrando con ellos el boquete de un «morio» que se había desmoronado por allí. Trabajaba con gran parsimonia, y pujaba mucho, sin quitar la pipa de su boca, a cada esfuerzo que hacía, porque ya era viejo. Me saludó muy risueño al verme a su lado, y hasta me llamó por mi nombre, «señor don Marcelo».

Bastaba mi cualidad de «señor» y de forastero para merecer aquellos homenajes de una persona de Tablanca, donde son todos la misma cortesía; pero yo era además sobrino carnal de don Celso, hijo «del difunto don Juan Antonio», sangre de los Ruiz de Bejos, de la enjundia nobiliaria de Tablanca, de la «casona» «de allá arriba...», vamos, de los Faraones de allí; algo indiscutible, prestigioso y respetable per se y como de derecho divino; pero no a la manera autoritaria y despótica de las tradiciones feudales, sino a la patriarcal y llanota de los tiempos bíblicos.

No me extrañó, pues, ni debía extrañarme, vistas las cosas por este lado, el cariñoso acogimiento que me dispensó el hombre del morio.

Estaba «amañandu aqueyu» porque le daba en cara verlo «en abertal». No eran hacienda suya, «como podía comprender yo», ni aquella tierra ni aquel cercado; pero había visto un día removido el primer canto de los de en medio; después otros dos de los «apareaos» con él, y luego «otros de los arrimaus a eyus», y por último, se había dicho, «a las primeras celleriscas que vengan, o a la primera res que jocique una miaja pa lamberse estus verdinis, se esborrega el moriu por aquí». Y así había sucedido. Tres días estuvo el boquete abierto sin que lo viera el dueño de la finca; otros cuatro «pedricándole» él sin fruto para que le echara arriba antes que se picaran las bestias a aquel portillo y acabaran con la «pobreza» del cercado... hasta que pasando el «moriu» semanas enteras en aquel estado «bichornosu», se había resuelto él a cerrar el boquete. Porque era de ese «aquel», y no lo podía remediar. No en todas las ocasiones llegaba a tanto el interés que se tomaba por lo ajeno; pero siempre le daban en cara y le metían en grandes cuidados los descuidos de los demás. Ya sabía él cuándo había llegado yo a Tablanca y la vida que había hecho desde entonces. Le gustaba mucho verme apegado a la tierra y a la casa de mis abuelos. Chisco era buen compañero para andar por donde yo andaba con él; también Pito Salces, pero no tan «amañau» como el otro «pa el autu de rozasi con señores finus». Si Chisco fuera de Tablanca como era de Robacío, no habría nada que pedirle. Así y con todo, fiel, honrado y trabajador como era y sirviendo donde servía, ningún padre de aquel lugar debía, en «josticia de ley», cerrarle la puerta de su casa. Pues había quien, si no la cerraba propiamente, tampoco se la abría de buena voluntad. Temas de los hombres. La moza era maja, y algunos bienes tenía que heredar en su día; pero no se encontraba «al regolver de cada calleju» un hombre de bien, que era un caudal «de por sí mesmo». Bien lo conocía ella, y por eso miraba a Chisco con buenos ojos; pero era muy otro el mirar de su padre, y él se entendería. La madre iba por caminos diferentes que su marido, y se arrimaba más a los de la hija... En suma y finiquito, ya lo arreglaría don Celso, si la cosa era conveniente para todos. Pero ¡qué «amejao» a mi padre resultaba yo! Le había conocido él poco más que de «mozucu», porque el señor don Juan Antonio le llevaría, si viviera, al pie de diez años. Se había marchado del lugar sin tener pelo de barba todavía; después volvió, «jechu un mozallón arroganti»; pero «entrar por aquí y salir por ayá, como el otru que diz». «Le jalaban muchu jacia lo mundanu los dinerales que había apañau por esas tierras de Dios», y la mujer que le aguardaba para casarse con él. Había vuelto a quedarse solo «el mayoralgu» que nunca quiso raer de Tablanca. «Aunque no era mujeriegu de por suyu», la soledad y otras penas le habían obligado a casarse también. ¡Bien casado, eso sí, «por vida del Peñón de Bejo»! con lo mejor de Caórnica, de la casa de los Pinares: doña Cándida Sánchez del Pinar. Le parecía que estaba viéndola, tan arrogantona y tan... y luego con su blandura de entraña... Pero Dios no había querido que las cosas pasaran de allí; y hoy un hijo y mañana otro, le había llevado los tres que había ido teniendo, y por último a ella, que valía un Potosí de oro puro, y con ella, la luz y la alegría de la casona, que fenecería «mañana u el otru» con el pobre don Celso, que ya había estado a punto de morir. Y en feneciendo este último Ruiz de Bejos, y en cerrándose la casona o pasando a dueños desconocidos, ¿qué sería de Tablanca ni qué vivir el suyo, sin aquel arrimo, tan viejo en el valle como el mismo río que le atravesaba? Por eso se alegraba él tanto de mi venida. Bien podía ser permisión de Dios. Porque si yo tomara apego a aquella tierra, ¿qué mejor dueño para la casona, ni más pomposo señor para el valle entero, cuando don Celso faltara? ¡Ah, cuánto se alegraría él de que yo fuera animándome! Por lo pronto, allí le tenía para servirme en lo que quisiera mandarle... Nardo Cucón, el «Tarumbo», si lo quería más llano y conocido, porque así le llamaban de mote, no sabía por qué, pero era la pura verdad que no le ofendía... En fin, ya estaba cerrado el boquete...

Entonces fue cuando el Tarumbo se incorporó del todo, aunque algo encorvado de riñones todavía y bastante esparrancado, y se encaró conmigo. Su charla había durado tanto como su labor, y yo no había hecho más que mirarle y oírle. Se quitó la pipa de la boca después de restregarse ambas manos contra el pantalón; golpeóla boca abajo sobre la uña del pulgar de la izquierda, y me enseñó en una sonrisa toda la caja desportillada de sus dientes. Era un vejete de rostro plácido y greñas muy canas, algo atiplado de voz y muy duro de «bisagras»; es decir, torpe de todos sus movimientos. Para un hombre tan cuidadoso como él de la hacienda de los demás, no me pareció muy bien cuidada la propia que tenía a la vista. Dígolo por el desaliño y desaseo de toda su persona, que eran muy considerables... Así y todo, resultaba interesante y muy simpático el vejete.

Hablé con él un buen rato todavía, porque me entretenía mucho su conversación pintoresca, y acabé por preguntarle por la casa del médico.

-Vela ahí -me respondió dando media vuelta hacia la derecha, y apuntando con la mano hacia un edificio algo más aseñorado que los del tipo corriente en el pueblo-. De dos zancajás está en ella.

-¿Y la de don Pedro Nolasco? -preguntéle después.

-Vela a esta otra manu -respondióme apuntando con la suya al lado opuesto-. Por encima del tejau de esa primera que tien frutales en el güertu, asoma el aleru vencíu y el jastialón detraseru de eya, con su balconaje de fierru.

En esto venía hacia nosotros de la parte alta del lugar, cuyas casas, como las de todos los lugares montañeses, no guardan orden ni concierto entre sí, una moza de buena estampa, con un calderón de cobre muy bruñido sobre la cabeza, y un cántaro de barro en cada mano. El Tarumbo, después de conocerla, me guiñó un ojo, la volvió la espalda y me dijo mientras cargaba de tabaco su pipa:

-Esa es Tanasia.

-¿Y quién es Tanasia? -le pregunté yo.

-La hija mayor del Toperu -respondióme.

-¿Y quién es el Toperu? -volví a preguntarle.

-Pos es el padre de Tanasia... Vamos, de la mozona que corteja Chiscu.

-¡Ajá! -exclamé mirándola con mucha atención, porque precisamente pasaba entonces por delante de nosotros.

La mozona, que debió presumir algo de lo que tratábamos el Tarumbo y yo, se puso muy colorada y se sonrió, bajando los ojos al darnos los buenos días. Alabé de corazón el buen gusto de Chisco, y no me expliqué bien el del Topero.

-Pues ¿qué demonios quiere para su hija? -pregunté al Tarumbo.

-A un tal Pepazus -me respondió éste-. Un mozallón como un cajigu, que remueve dos hazas de una cavá, come por cuatru cavones, y descurre menos que este moriu que tenemus delante. Dícese que tien el Toperu esta manía: no es porque yo sea capaz de juralu, que como usté, señor don Marcelu, pué cavilar, a mí ya ¿qué me va ni qué me vien en estas cantimploras?

Poniéndome en marcha hacia la casa del médico, a quien deseaba pagar su visita aquel día, despedíme del Tarumbo; pero éste, atajándome a la mitad de la despedida, díjome que «payá» iba él también, porque cabalmente estaban las dos casas, la suya y la del médico, frente por frente, y echó a andar a mi lado. Pasamos una calleja con muchos bardales, y al desembocar en una plazoleta de suelo verde y contorneada en su mayor parte de morios con yedras y saúcos, dijo mi acompañante, apuntando hacia la izquierda y al fondo de un saco que se formaba allí por dos cercados, uno de «busquizal» (zarzal espeso) y otro de pared medio derruida entre malezas:

-Esta es la mi casa.

Y volviéndose al lado opuesto, añadió, mientras apuntaba hacia otra que cerraba la plazoleta por allí:

-Y ésta es la del méicu.

La casa del Tarumbo arrimaba por un costado al muro ruinoso, y allá se andaba con él en achaques y quebrantos y con los atalajes de su dueño. Con estos pensamientos en la cabeza, miré al Tarumbo sin decirle nada; pero debió de leérmelos él en la cara que le puse, porque me dijo enseguida:

-No se espanti de eyu, porque es de nesecidá. Quedamos yo y la mujer, que no sal ya de la cama; los hijus, entre casaus y ausentis, lo mesmu que si no los tuviera; y a mí no me alcanza el tiempu pa ná con el quehacer que me dan los cuidaos ajenus... Porque, créame usté, señor don Marcelu, lo que pasó con el moriu que me ha vistu usté levantar, pasa aquí con las mil y quinientas a ca hora del día y de la nochi; y si no juera por el Tarumbu, créame usté don Marcelu, créame usté y no lo tomi a emponderancia: si no juera por el Tarumbu, la metá del vecindariu de Tablanca andaría por estus callejonis devorá por la jambre y en cuerus vivus.

Guardéme bien de ponérselo en duda siquiera; me despedí de él muy afable, y me dirigí a la casa del médico, que estaba a dos pasos.



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