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ArribaAbajo- XVIII -

Me anuncié preguntándole desde la puerta si podía hablar con él cuatro palabras sin molestarle.

Volvió hacia mí la cara con la viveza ratonil que le era propia, y me contestó, enderezando cuanto pudo el cuerpecillo descarnado:

-¡Mira, hombre, qué casualidad!... Apuradamente estaba yo pensando en ir enseguida a preguntarte lo mismo para cumplirte después la promesa que te hice esta mañana por remate de nuestra conversación.

-Pues a cumplir otra promesa -añadí-, que no pude hacerle a usted entonces por falta de oportunidad, pero que quedó hecha en mis adentros, vengo yo ahora.

-Ya estás sentándote y hablando -me dijo a esto, arrojando sobre la cómoda los papeles que hojeaba, sentándose después en una silla junto a la caja del brasero e indicándome que hiciera yo lo propio en otra que estaba enfrente de ella.

-En lo de sentarme -le dije, haciéndolo-, le obedezco a usted desde luego; pero en lo de hablar... no tanto.

-¡Esta es buena, trastajo! ¿Por qué, hombre?

-Porque quiero darle a usted la preferencia, como debo, en lo que mutuamente tenemos que decirnos, según parece.

-Vaya, vaya, déjate de cumplimientos, y empecemos por el caso tuyo, que para el mío siempre hay lugar. Conque ¿qué es lo que se te ocurre, hijo mío?

-Pues lo que se me ocurre -dije yo comenzando a tocar las dificultades de acometer de frente un asunto de tan delicada naturaleza como aquél, cuyo punto de partida era nada menos que la muerte de mi venerable interlocutor-, se me ocurre, mi querido tío, algo que se relaciona con otro algo que le oí a usted esta mañana y me produjo muy honda y muy amarga impresión...

-A ver, a ver -interrumpió el pobre hombre acercando más su silla a la mía, mientras se pintaba en sus ojuelos chispeantes la curiosidad que le devoraba.

-No crea usted que se trata de una cosa del otro jueves -añadí sonriéndome.

-Sea del otro jueves o del otro sábado, ¡venga esa cosa por derecho y sin envoltorios, hombre! -me respondió con un brío inconcebible en su extenuación cadavérica.

-Corriente -le dije yo, no sabiendo cómo armonizar mis escrúpulos con sus impaciencias-; pero después de declarar, para la debida inteligencia, que yo tomo el caso en el punto mismo en que usted le puso y le dejó esta mañana.

-Declarado y entendido... ¡Adelante ahora!

-Me dijo usted entonces, metido en la injustificada aprensión de que iba a morirse pronto... y Dios no lo confirme.

-Ésa es cuenta de Él y mía... ¡Adelante, Marcelo!

-Me dijo usted, repito, confesándome además que esa... aprensión...

-Aprensión, ¿eh?

-Que esa... cavilación, si lo prefiere así, era la que le estaba matando; que a usted no le espantaba la muerte, sino el morirse, el cesar de vivir, el irse del mundo para siempre, porque hace mucha falta en él y no deja quien le reemplace en su labor de toda la vida. ¿No es ésta, tío, la sustancia de lo que usted me declaró?

-Justa y cabal, Marcelo; justa y cabal...

-Y por eso, por esa pena tan grande, por ese modo tan triste de ver las cosas, iba usted perdiendo la tranquilidad y el sueño... y hasta la vida...

-Ni más ni menos, ¡pingajo!... ¡hasta la vida!

-Una alucinación como otra cualquiera; pero, en fin, así lo ve usted, y esto basta para su martirio que, en definitiva, es real y verdadero. Pues bien: si usted tuviera un hijo que le sucediera en sus inclinaciones, en sus propósitos y en sus obras, no hubiera cabido en usted ese temor a la muerte, ni esa... aprensión de morirse... Creo que es esto lo que también me dijo usted esta mañana, o me lo dio a entender, por lo menos.

-No, no: lo dije; y si no resultó bien claro, fue porque no supe decirlo.

-Corriente; pero sucede que no existe ese hijo, y que tampoco me dijo usted si la falta de él puede sustituirse con... algo.

-¿Con qué, Marcelo? ¿Con qué?

Y aquí el bendito de Dios erguía su cabeza, alargando el pescuezo descamado y rugoso y devorándome con los ojos anhelantes.

La emoción es contagiosa, y no logré darle, sin descubrir algo de la mía, esta breve respuesta:

-Verbigracia, con un deudo de su mismo apellido de usted...

Se revolvió convulso entonces en la silla, comenzó a resobarse una contra otra las manos trémulas, avivó las llamas de sus ojos que no apartaba de los míos, y me dijo ansiosamente después de haber acudido en vano dos veces a los registros de su voz:

-Venga el nombre de ese deudo... si es que le conoces tú. Por lo que a mí toca, no conozco más que uno.

-Pues si le conoce usted... -apunté yo, prefiriendo, por un sentimiento harto fácil de estimar, que la insinuación partiera de él.

-Y ¿qué adelanto yo con conocerle? -exclamó aquí mi tío, detenido probablemente por el mismo reparo que yo.

Dándolo por cierto y con entera resolución de llegar cuanto antes al fin que me proponía, le añadí:

-Con franqueza, tío: aunque nada me ha dicho usted nunca de ello, muchos síntomas bien claros me han hecho creer que, en su opinión, no caería mal en esta casa, mañana u otro día, ese pariente a quien ambos nos referimos.

-¡Cascajo... pues yo lo creo!... ¡Como santo en su peana!

-Y ¿por qué no me lo ha dicho usted derechamente?

-Pues, hijo del alma, y franqueza por claridad, porque no me gustan santos a la fuerza; y para serlo de buena voluntad y de la clase que se necesitan aquí, no veía yo la mejor madera en ese pariente mío. ¿Lo quieres más neto?

Iba, entre tanto, difundiéndose por toda su faz, lívida y acartonada, una expresión de intensa alegría; pero con tal rapidez, que no parecía sino que le daban impulso los mismos vendavales que zumbaban entre los peñascos y jarales del contorno. Y cuando le dije terminantemente lo que pensaba decirle, se incorporó con la agilidad de un muchacho, me miró con unos ojos en que se pintaba la exaltación de su espíritu resucitado, y exclamó:

-¡Tú, Marcelo!... Nada menos que tú... ¡el hijo de mi hermano Juan Antonio!... ¡Un Ruiz de Bejos de pura casta, sano y garrido como un trinquete!... Pero ¿lo has pensado... lo has medido bien, hijo mío? ¿No hay en tu arranque algo... vamos, algo de caridá que te ciegue? ¿Sabes bien todo lo que pesa esa carga en un hombre de tu ropaje? ¿Será posible que Dios misericordioso lo haya sido conmigo también en esto que le he pedido tan de veras?

-Vamos a cuentas sobre ello, querido tío -le dije levantándome yo también según iba creciendo su exaltación, y tomando sus manos entre las mías-. Vamos a cuentas, y a cuentas claras: el simple deseo de usted, declarado con franqueza, me hubiera bastado, desde que estoy en Tablanca, para brindarme, sin esfuerzos ni violencias, a lo que me he brindado hoy, en el supuesto aventurado de que yo le sobreviva a usted...

-Déjate de supuestos, hijo, y dalo por cosa hecha... y para muy pronto: yo sé a qué atenerme sobre eso mejor que tú.

-Démoslo, por un momento, como usted quiere y para entendernos mejor; y digo que me comprometo, en ese triste y desgraciado caso que Dios aleje de nosotros tan allá como yo deseo, a poner de mi parte cuanto quepa en las fuerzas de mi decidida voluntad, para proseguir la obra benéfica de usted aquí, y desde luego, le empeño mi palabra de que la cadena, por de pronto, no ha de romperse por el eslabón que yo represento en ella... Después, sólo Dios puede saber lo que sucederá; Porque...

-¡Punto ahí, Marcelo!... porque ya me concedes hasta más de lo que yo me hubiera atrevido a pedirte... ¡Y Dios te lo pague en la medida de lo que yo lo aprecio!

Enseguida me abrazó muy conmovido; abracéle yo a él también al mismo tiempo, y no muy sereno que digamos, y abrazados estuvimos lo bastante para que yo percibiera el acelerado compás de su respiración.

Al desprenderse de mí, clavó la vista durante un buen rato en el crucifijo que estaba colgado sobre el testero de su cama. Se había descubierto la cabeza para eso, y yo, por respeto a lo que debía de estarse tratando en aquella escena sin palabras, me descubrí también.

En cuanto descendió con la atención a las cosas del bajo mundo, me dijo con voz entera y mucha tranquilidad:

-Vamos ahora a tratar del asunto mío.

Púseme gustoso a sus órdenes; rogóme que le ayudara un poco allí y salió del cuarto: llegóse al mío; metió la cabeza dentro de él; hizo lo propio en la alcoba del salón intermedio, y trancó luego la puerta de éste. Vuelto a su punto de partida, desde donde le observaba yo lleno de extrañeza, cerró también con llave la puerta, y me dijo placentero y sonriente, pero ahogándose de cansancio:

-¿Te asombrarán un poco estos husmeos de lebrel, eh?

Respondíle que sí, y añadió:

-Pues todos son necesarios, con lo curiosas que son las gentes, cuando el caso lo requiere como ahora. Por lo pronto, repara bien lo que yo vaya jaciendo, y ten la caridad de ayudarme cuando te lo pida.

Dicho lo cual, se dirigió a la alacena que estaba cerca de la ventana y en la misma pared, y la abrió con una de las llaves encadenadas en un llavero que sacó, pujando mucho, de un bolsillo interior de su chaleco.

La alacena era de poco fondo, y no tenía más que una balda a la mitad de su altura. Sobre la balda y debajo de ella había como una docena de legajos, arranciados los más de ellos y atados con bramante deshilado y medio destorcido.

-Son copias de escrituras -me dijo mi tío-, cuentas viejas de particiones de bienes, y otros papelotes de familia... Vete poniéndolo todo encima de esa cómoda, porque yo no tengo ya resuello ni para levantar los brazos solos... ¡Por vida de los demonios... del pispajo!...

Hice lo que me mandaba, y fue sacando de la alacena, además de los legajos, tres pares de candelabros de plata, varios cubiertos y una bandeja del mismo metal, y un rimero de porquerías, entre ellas más de seis libras de polvos de salvadera envueltos en un papel de estraza, y una jarra blanca como de media azumbre, con un paluco adentro. El interior de la jarra y el paluco estaban cubiertos de una costra negruzca muy removida y cuarteada. Pregunté a mi tío con una mirada para qué servía aquello, y me respondió:

-Eso es para hacer tinta... digo, era; porque ya con la última hecha el año que pasó, ha de sobrarme. La hacía con agallas y caparrosa, y la revolvía dentro de la jarra con ese paluco, que es de higar, porque de otra madera no sirve: saca la tinta mal color.

Después de desocupada la alacena, me mandó mi tío que sacara la balda tirando hacia mí. Saqué la balda, que era pesada y de castaño, como todo el interior de la alacena. Quedaban sobre el fondo de ella, en sentido vertical y uno en cada ángulo, dos anchos listones, que parecían estar allí para sostener los extremos de los otros dos horizontales y más estrechos, sobre los cuales descansaba la balda; pero era otro muy diferente su destino: estaban sueltos y servían para ocultar unos pasadores de hierro con que se sujetaba a los tableros laterales el del fondo. Sacado éste al fin, después de quitado el estorbo de los cuatro listones, y vencida la dificultad, no pequeña, de correr los pasadores oxidados, apareció un bulto negro en las entrañas de la pared.

-Jala de eso pa-cá, arrastrándolo -me dijo mi tío señalándome el bulto con la mano por encima de mis hombros medio embutidos en la alacena.

Embutílos todavía más para hacer lo que me ordenaba mi tío; llegué con las manos al bulto, que tenía cuatro caras, duras y frías, como que eran de hierro; doblé los dedos sobre las aristas del fondo, y tiré hacia mí-, pero no me bastó el primer tirón, porque era muy pesada la caja, y tuve necesidad de repetirle con mayor fuerza para arrastrarla hasta la boca de la alacena, donde la dejé por encargo de mi tío.

-Ahora -me ordenó-, dale media vuelta, de modo que quede hacia nosotros la cara de atrás.

Hícelo así, y apareció en ella la cerradura, que a la simple vista no tenía nada de particular. La caja mediría poco más de un pie de ancha, por cosa de pie y medio de alta.

-Corriente -dijo mi tío entonces-. Pues ahora déjame ponerme donde tú estás; pero repara bien lo que me veas hacer para enterarte mejor de lo que te vaya explicando.

Entonces eligió otra de las llaves de su llavero, y, con mano algo temblorosa, la dirigió a un punto determinado de la cerradura de la caja.

Todos estos procedimientos y detalles iban poniendo mi curiosidad y mi extrañeza en un grado de tensión extraordinario. El aspecto de la habitación, tan austero que rayaba en lo pobre; su puerta y las inmediatas, cerradas con llave; aquel hombre extenuado, envuelto en un ropaje burdo y desaliñado, sobre el que destacaban la cara lívida, de ojos hundidos y relucientes, y las manos cadavéricas; aquella alacena de fondos negros, y en otro fondo de ella, más negro aún, una caja de hierro oculta por una trampa más o menos ingeniosa; una luz tétrica iluminando la estancia, y fuera de ella los bramidos del huracán, me estaban pareciendo en conjunto un pasaje de melodrama, en el cual desempeñaba yo un papel de galán joven, protegido del desalmado usurero, por uno de esos incomprensibles antojos del corazón humano.

-Esta caja -me decía mi tío mientras me revelaba prácticamente el secreto de su cerradura, bien fácil de aprender, después de explicado-, la discurrió y la jizo un jerreru de aquí, muy amañante y de mucha idea, y se la regaló a mi padre; y para ella se abrió, tiempo andando, esta alacena en este morio, que no baja de cuatro pies de macizo. No hay memoria de intento de robo en esta casa; pero ya que había caja con secreto y algo que guardar en ella...

Tan pronto como quedó abierta, y a la vista una buena parte de lo que guardaba, se volvió mi tío hacia mí y me dijo, como si estuviera leyendo los pensamientos que bullían en mi cabeza:

-Lo que menos te has figurado tú, al ver lo que está pasando aquí rato hace, que tu tío es un avariento dejado de la mano de Dios, y que trata de deslumbrarte los ojos con los frutos de sus rapiñas. La verdad, Marcelo: yo me lo figuraría, puesto en tu caso.

Me sonreí sin decir una palabra, y continuó mi tío:

-Pero así y con todo, por esta vez fallan las señales. Esto que aquí ves, es, en suma y finiquito, el ahorro de tu tío Celso... y la puchera de los pobres de Tablanca. Estas alhajas sueltas son las que han ido llegando a mis manos, como llegaron otras semejantes a las de tu padre, por herencia de nuestros mayores, menos unas Pocas, estas arracadas de oro, y estas gargantillas de coral, y este relicario de plata con piedras finas, que le regalé yo a mi pobre mujer cuando nos casamos, y tuvo empeño en legármelos a su muerte. Estos cartuchos largos y cortos, gordos y flacos, son de monedas de oro todos ellos. No sé lo que componen en conjunto, porque nunca he querido cansarme en averiguarlo. Lo que sé es que las mermas de ello dependen de las necesidades que haya fuera de mi casa. A mí y a cuantos en ella vivimos, nos sobra con lo que nos da la tierra cada año, y eso que nos tratamos bien y a qué quieres, boca. Las fuentes que lo han ido manando, no están, como puedes comprender, en las pobres tierrucas y en los ganados de Tablanca: otras hay muy lejos de aquí, y viejas en la familia, de mejores manantiales. De todas ellas tendrás noticias, cuando las necesites, en papeles que están en esos legajos y hasta encima de la cómoda... velos ahí, porque un rato hace andaba yo con ellos entre manos. Lo que importa que sepas sin tardanza, por lo que pueda tronar, es que había en este joriaco lo que ya tienes a la vista y no está inventariado en ninguna parte; y que todo ello, alhajas y monedas, es de tu sola pertenencia desde este mismo momento.

Sorprendido con la ocurrencia, intenté hacer muy formales reparos a mi tío. No me consintió decir una sola palabra.

-Es asunto mío -me dijo, tapándome la boca con una mano, fría como piedra sepulcral-, y resuelvo sobre él lo que me da la gana. Además, estoy entrando en vena de hablar, y necesito hablar yo solo y sin que nadie me corte la palabra... ¡trastajo!, hasta para sacar los atrasos de estos días de murrias negras. Lo peor es ¡por vida del pispajo! que me va faltando el resuello... Deja que descanse un poco.

Sentóse en una silla apurado de respiración, más lívido que antes de cara, y trasudando. Aconsejéle que no volviera a hablar de aquel asunto ni de ningún otro, porque necesitaba reposo y tranquilidad; pero no me tomó en cuenta el consejo. A poco rato, aunque sin moverse de la silla, continuó así:

-Conviene que te advierta, para que lo tengas entendido, que no trato de corresponder con esta miseria al gran favor que me ofreciste poco hace. La prueba de ello, si no te basta mi palabra, la hallarás en mi testamento, hecho a las puertas de la muerte, cuando el primer ataque de esta perra enfermedad... Te repito que me dejes hablar a mí solo hasta que se acabe todo lo que quiero decirte. Otro día hablarás tú, y pata... Volviendo al caso, digo que de todo esto que ya es tuyo desde ahora, han salido muchos de los que estas gentes creen milagros míos; porque otras tantas veces he tenido que hacerme de rogar un poco, con la excusa del no poder; pues de blandearme a las primeras dejándoles descubrir el manantial, ¡pobre de él y pobre de mí, hijo del alma! porque, en finiquito, estos hombres, aunque buenos en lo principal, son rudos y de los que se rigen más por la boca que por el entendimiento... Tampoco te digo esto de la fuente para obligarte con ello a cosa alguna, sino porque es la verdad, y no sobra el que la conozcas... como conozco yo que cada uno tiene su modo de matar pulgas, y que tú tendrás el tuyo particular, por consiguiente, y sabrás hacer de tu capa un sayo, o dos, o los que se te antojen... o ninguno, si mejor te parece. Pero (y vaya el ejemplo para ver el asunto por las dos caras) por si te allanaras aquí algún día a seguir los mismos gustos que he tenido yo en lo tocante a este vecindario, no te he de ocultar que ha de costarte bastante trabajo al principio, y algunos disgustos después. Para ayudarte a orillar las primeras dificultades, te recomiendo al Cura, que sabe tan bien como yo, y hasta mucho mejor que yo, de qué pie cojea cada uno de sus feligreses. También te puede servir de ayuda, y buena, Neluco Celis, el médico; que aunque mozo, tiene una voluntad de perlas para estas cosas, gran ojo y mayor entendimiento. Te advierto también que el Cura es el único hombre, fuera de nosotros dos, que sabe lo que se guarda en esta pared. Creí conveniente declarárselo cuando no contaba contigo, porque no se lo comieran algún día los ratones, o fuera a parar, andando el tiempo, a manos que no lo merecen; porque no tengo herederos forzosos ni otros parientes pobres que esos dos bandoleros de que me hablaste el otro día, y no son merecedores más que de un grillete, que no les faltará, si viven... Déjame que se me pase este golpe de tos, y que tome otro respiro. ¡Ay, trastajo, qué miseriuca somos a lo mejor!

Esta vez fue más largo el paréntesis de mi tío, porque fue mayor la fatiga provocada por la tos. En cuanto se repuso un poco, continuó diciendo:

-Pues bueno, y a lo que te iba: ya estás al tanto de las cosas y tienes en marcha tu plan: aquí empiezan las alegrías de la buena entraña, pero también las desazones gordas, si no te armas mucho de paciencia, ¡pero mucho, pispajo! Porque vuelvo a decirte que estos hombres, como caerás tú prontamente en ello, no todos son santos. Pero cinco dedos tenemos en cada mano, y no hay dos que resulten iguales: lo mismo pasa entre los hijos de familia; y pasando así en una familia de pocos y de una sangre sola, ¿qué no pasará en una familia de muchos, como ésta en que hay hijos de tantas y tan diferentes madres? Toparás, de vez en cuando, hasta con desagradecidos, y verás que éste es el tropiezo que más duele y el que más obliga a cerrar los ojos para seguir adelante con el deber que uno tiene con Dios y con sus buenas intenciones; y obrando así, hasta llegarás a mirar a esos desdichados como a hijos que más necesitan por sus flaquezas, de amor y de la vigilancia del padre. De todas suertes, la prosperidad y el agradecimiento de los buenos te consolarán de la ingratitud de los que no lo son tanto; porque malos, propiamente, yo no los conozco aquí: la verdad sea dicha. Llevada de este modo la tarea, acabarás por tomarla mucha ley; pero guárdate bien de darla nunca por asegurada, por firme que la creas por todas partes, porque torres más altas y de esa misma hechura se han venido al suelo de la noche a la mañana. Tan seguros como yo a estos hombres, tenía a los de Coteruco mi gran amigo don Román de la Llosía, y ya te he contado cómo y por qué, dos años hace, en cuanto vinieron estas políticas nuevas que hoy nos gobiernan, en un abrir y cerrar de ojos se le fueron de las manos, y de hombres agradecidos y cariñosos, se convirtieron en fieras enemigas suyas, hasta el punto de verse obligado el caballero, más por dolor de lo que veía que por miedo que lo tuviera, a mudar su residencia a Santander con toda su familia. Y por allá se anda a las fechas, sin apartar los ojos de su pueblo, aunque con el consuelo, últimamente, de ver cómo van echándole de menos allí y suspirando por él los mismos que le vilipendiaron, según van volviendo las heces al fondo de la cuba, revuelta por manos viles.

Lo que te probará, por otra parte, hijo mío, que la semilla buena no puede dar nunca malos frutos, y que a la corta o a la larga, y después de haber sembrado así, lo bueno siempre triunfa y sale a flote por encima de todo. Con esto no te canso más por ahora, y vamos a dejar, si te paez, todos estos cachivaches como estaban.

Procedimos a ello, es decir, procedí yo, porque mi pobre tío no estaba para moverse de la silla, y a duras penas logró sacar de la argolla la llave de la arqueta después de cerrada y abierta por mí varias veces bajo su dirección, para que no se me olvidara el secreto de la cerradura, y mientras iba yo colocando cada cosa en su sitio y trancaba la alacena, cuya llave quiso separar también del llavero, y separé yo al fin, a sus instancias, por no tener él fuerzas ni paciencia para hacerlo.

Enseguida me entregó las dos llaves, sin consentirme la menor palabra en contra de su decisión irrevocable.

-Pero, alma de Dios -me dijo por último razonamiento-, ¿no te has enterado de que son inútiles ya en mi llavero? ¿No has visto que ni para mover las tablucas desclavadas de la alacena me quedan fuerzas ya? ¿Cómo, sin dar cuarto al pregonero, he de componerme para llegar con las manos a lo que hay dentro de la caja? ¿No lo consideras? Pues si (lo que no es de esperar) necesitara yo algo de ello en lo que me queda de vida, por no alcanzar lo corriente que anda más a la mano en los cajones de esa cómoda, con pedírtelo a ti estaba el punto resuelto. Conque basta de esta conversación, y a otra cosa... Quiero también que te lleves a tu cuarto estos papeles que estaba yo hojeando cuando entrastes aquí, para que te vayas enterando de ellos si no tienes cosa más divertida en qué entretenerte.

Hizo apresurada y torpemente con todos los que estaban desparramados sobre la cómoda, un revoltijo lastimoso, y me los entregó así. Mientras yo los plegaba y ordenaba un poco mejor, le exponía excusas y reparos que resultaban inútiles: no quería oírme. Cuando acabé mi fácil y breve tarea, me dijo:

-Ahora vuélvete, hijo mío, a tus quehaceres y a orear un poco la cabeza por la casa; y vete en la confianza de que si con lo tratado aquí entre los dos no me has quitado la enfermedad de encima, me has dado fuerzas y ánimo que ya no tenía para llevarla sin pena ni miedo hasta la misma sepultura; y esto, en mi modo de ver, vale más que una buena salud.

Después me abrazó, y todavía me dijo antes de moverme yo hacia la puerta de salida, volviéndose él hacia la solana:

-Mira, hombre; hasta la ira de Dios parece que se ha calmado también: ya no llueve tanto ni truena ni rebomba el viento como antes.

Y era la pura verdad: la misma luz de la estancia, a pesar de irse acabando la tarde, era menos triste que cuando yo había entrado en ella.




ArribaAbajo- XIX -

Al cerrar la noche de aquel día sólo quedaban del temporal unos rumores lejanos e intermitentes, a manera de jadeo de su cansancio después de una brega feroz y continua durante semana y media. Con este motivo fue la tertulia algo más animada que las anteriores últimas, y hasta el patriarca presidente de ella parecía otro por lo parlanchín que estuvo y lo espabilado de humor. Bien conocía yo la causa del milagro. Como conocía la de que Facia, al revés de todos los demás, anduviera tan alicaída y tétrica las pocas veces que se dejó ver en la cocina. Le faltaban a la pobre aquellos estampidos de la borrasca en la boca de la chimenea, que arrojaban sobre los recogidos llares costras de hollín tan grandes como la palma de la mano; aquel redoblar de los granizos en las puertas y en las ventanas de la casona; aquel chorreo incesante de los goteriales del tejado, y aquel fluir de los aguaceros por patios y corraladas, en regatos espumosos que se despeñaban después por los declives de afuera buscando el río que ya no cabía en su cauce. Mirábala yo compasivo algunas veces, y respondíame ella con una mirada melancólica, que parecía significar: «Ya está la bonanza ahí; ¿ve usted qué desgraciada soy?» Y esto era lo que más me preocupaba aquella noche, cuando tanto y de cuenta propia tenía en qué emplear la imaginación después de lo ocurrido dos horas antes en el aposento de mi tío. ¿No tiene cosas bien inexplicables la pícara condición humana? Pero luego se cambiaron las tornas y las pagué todas juntas, como decirse suele, porque apenas pegué los ojos en toda la noche, y eso que me había metido en la cama bastante descuidado por haber visto a mi tío en la suya durmiendo con la tranquilidad de un mozo. ¡Entonces sí que vi con los pormenores más nimios, y con toda su luz y su cortejo de premisas, deducciones y comentarios la escena de aquella tarde! No pude averiguar si en definitiva, el pensar tanto y tanto en ella me resultaba grato o me mortificaba: matices había para todo en el cuadro y en los pensamientos. Lo cierto fue que, desazonado y nervioso con la batalla de mis preocupaciones a oscuras, encendí la luz, y que no bien la hube encendido, me acordé de los papeles que mi tío me había dado en su cuarto al despedirnos, y había guardado yo después en un cajón de la cómoda.

-Buen recurso -me dije-, para sobrellevar estas largas horas de insomnio.

Levantéme enseguida, cogí los papeles y me volví a la cama, dispuesto a enterarme de ellos. Los principales eran tres: el testamento de mi tío, un inventario de sus propiedades valoradas en venta y renta, y una memoria dedicada a mí, de letra suya, con los renglones muy torcidos y bastante emborronada: estaba firmada con fecha posterior a la del testamento, y muy poco anterior a la de la primera carta que me había escrito después de enfermar.

Empecé por el testamento, que era largo y minucioso. Después de las mandas piadosas y benéficas, que eran muchas, entre ellas una muy importante relativa a la escuela municipal, hacía muy buenos legados a sus sirvientes, en particular a Facia, a la cual dejaba en propiedad, amén de su correspondiente legado en dinero, la casería, con tierras y ganados, en que había vivido recién casada con el bribón que la engañó; perdonaba todas las deudas a sus convecinos de Tablanca, y las rentas del año en que falleciera a los llevadores de sus haciendas, cabañas y rebaños. Dejaba a mi hermana una finca de dos que poseía en la provincia de León; y del remanente de su caudal, después de hechas éstas y otras menos importantes deducciones, me nombraba a mí heredero, por ser el único varón de la línea directa de los Ruiz de Bejos.

Puestas las cosas aquí, y sin gran sorpresa mía después de lo tratado por la tarde mano a mano con el testador, entré en muy vivos deseos de conocer el valor aproximado del caudal hereditario. Al fin y al cabo, ¡qué demonio!, era yo también de carne flaca como los demás hombres. Según yo lo esperaba, por antecedentes que tenía adquiridos de mi padre, todo el caudal de mi tío, para un hombre de su modo de vivir, era muy considerable; pero para un Ruiz de Bejos de mis usos y costumbres, ya era cosa muy diferente: mejor dicho, aquel caudal, disfrutado en Tablanca como le disfrutaba mi tío, era una verdadera riqueza; viviendo como yo vivía en Madrid, sin ser manirroto ni mucho menos, me le hubiera comido en pocos años. Así y todo (¿a qué negar lo que no desagrada porque es inherente a la humana contextura?), me sentí muy satisfecho con la herencia, la cual llegaría a hacerme el primer hacendado de Tablanca. ¿A quién le desagrada ser el primero en cualquier parte del mundo habitado y habitable, por oscura y mínima que ella sea? Valga por compensación de esta flaqueza, la mortificación que sentía con los temores de que no fuera tan desinteresada como yo creía la gratitud cariñosa con que respondía mi corazón a las larguezas y distinciones de mi tío.

Su memoria, redactada con el espontáneo y agradable desaliño que le era propio, se reducía a exponerme, a grandes rasgos, el armazón de su obra benéfica, llamada por él «su deber»; los frutos principales de ella; lo que le costaba aproximadamente cada año en dinero, porque en paciencia, no tenía calo ni medida, y una relación de las familias de Tablanca más merecedoras, por sus especiales condiciones y virtudes, del amparo y la estimación de «la casona». Todo aquello me lo declaraba para mi gobierno solamente. El único encargo que me hacía, y muy encarecido, era el de procurar que no se desmembrara durante mi vida el patrimonio de los Ruiz de Bejos que pasaba a mis manos íntegro y tal como él le había recibido de las de su padre y éste de las del suyo, ni al heredarme mis hijos, si llegaba a tenerlos; y si no, que pasara a los de mi hermana con igual recomendación para los mismos fines, siempre que fueran compatibles con las leyes. Por de pronto y para «lo de puertas adentro» que me dejara guiar por las indicaciones del párroco don Sabas Peña; y si no vivía éste ya, de la persona que me buscaría por su mandato. Él no podía explicarse con mayor claridad allí, porque los papeles son cosas livianas que se lleva el aire fácilmente, «y vaya usted a saber en qué manos van a dar a lo mejor». Después me nombraba las personas encargadas de administrarle las fincas «que radicaban» fuera del valle y de la provincia, y concluía advirtiéndome que, como ya se declaraba en el testamento, a la hora en que escribía aquellos renglones no debía nada a nadie, como no fuera su alma a Dios, en cuya misericordia confiaba y a quien pedía que hiciera el milagro de que yo sintiera alguna vez el deseo de dejar los huesos en el campo santo de Tablanca, después de haber vivido muchos años en la casona de los Ruiz de Bejos.

Como los demás papeles, aunque relacionados con el caudal de mi tío, no me ofrecían gran interés, renuncié a su detenida lectura por entonces, y consagré el tiempo que tenía bien de sobra a espaciar la imaginación, a ojos cerrados, por el campo variadísimo de los sucesos de aquel día. Así me cogió el sueño muy cerca del amanecer. Cuando desperté, entraba la luz en mi gabinete por el cuarterón que siempre dejaba entreabierto en la puerta de la solana. Me pareció que la luz era más alegre que la que me había saludado en idénticos casos durante la última quincena, o que estaría el sol ya muy arriba, lo cual no sería extraño por lo tarde que me había dormido por la noche. Miré el reló que tenía a la cabecera de la cama, y vi que eran poco más de las ocho. A pesar de la falta que me hacía dormir un buen rato más, levantéme y abrí todo el cuarterón. El poco cielo que veía desde allí, estaba raso y azul como un paño de seda, y el sol bañaba ya todos los picachos del Oeste. Relucían las peñas y los troncos y los bardales y los suelos por todas partes, eso sí, y se sentía un frío húmedo y pegajoso que llegaba hasta los huesos; pero estaba risueña y en calma la Naturaleza, y esto levantaba mucho los ánimos.

Pensando más que en estas cosas en mi tío, a quien anhelaba saludar como todos los días al levantarme (especialmente desde que andaba tan alicaído, y me había recomendado mucho el médico la mayor vigilancia sobre él), y barajando con este sentimiento los recuerdos que se iban despertando en mi memoria, despaché en el aire mis operaciones de tocador.

«Y vamos a ver -decíame a mi propio en cuanto me hallé dispuesto a salir del cuarto-, ¿qué cara pongo a mi tío después de lo que ha pasado esta noche? ¿En qué temple de ánimo, en qué estilo he de expresarle «lo que procede»? Y ¿cuál es «lo que procede»? Porque él debe dar por hecho que a estas horas estoy enterado de todo; y en casos tales, un grado menos de lo justo en la expresión de lo que se siente, desnaturaliza la seriedad de un papel y hasta pone en ridículo al actor».

Afortunadamente se anticipó él mismo a sacarme del atolladero. Sin responder a la salutación que le hice en la cocina, adonde había ido el infeliz desde la cama, me dijo, porque estábamos solos en aquel momento:

-Como ya habrás leído los papeles que te entregué ayer tarde, por lo menos el principal de todos, quiero, y así te lo mando, que no me hables una palabra ahora ni después ni nunca, de esos particulares ni de ningún otro que sea pariente de ellos. Hazte la cuenta de que no ha pasado nada entre nosotros de dos semanas acá, y atente a ello si deseas darme gusto. ¿Entendístelo? Pues en la creencia de que sí, te digo ahora, respondiendo a tu pregunta de antes, que he pasado una noche de las buenas, ¡de las buenas, trastajo! He dormido más de cuatro horas, y no he tosido veinte veces.

Por este camino tan cómodo salí del compromiso que tanto me apuraba, y bien sabe Dios cuánto me alegré de ello. ¡Sobre que las resoluciones de mi tío habían de ser irrevocables!... Pero ¡qué malo estaba el pobre, no obstante la extraordinaria mejoría de su espíritu! ¡Cómo se iban conociendo de día en día, en su cuerpo aniquilado, las zarpadas de la muerte!

Hacia las once de la mañana aparecieron en la casona don Pedro Nolasco y toda su familia, es decir, su hija y su nieta, y fueron recibidos en mi habitación, donde también había brasero y nos hallábamos mi tío y yo con Neluco que había ido a hacerle su visita diaria. Lita llevaba la cabeza envuelta en una esponjada toquilla de color azul celeste, que realzaba la frescura de su linda cara sonrosadita por la crudeza del aire serrano, y todo el cuerpo gentil arrebujado en un chal de lana gris, de mucho abrigo. Según entraba y hablaba en su estilo regocijado y pintoresco, iba destocándose la cabeza y desenvolviendo el airoso cuerpo con sus ágiles manos medio cubiertas por mitones rojos de estambre. Mirándola a ella y mirando al sol que inundaba el valle, tras unos días tan negros y tan tempestuosos como los recién pasados, yo no sé por qué llegué a ver en la nieta de don Pedro Nolasco, algo así como la paloma que volvía al arca anunciando que había cesado ya la ira de Dios y que toda la Naturaleza surgía de los abismos de tinieblas purificada de las culpas e iniquidades de los hombres. Don Pedro Nolasco hacía temblar las paredes con el estruendo de sus ponderaciones de lo recio y de lo crudo del temporal. No recordaba otro como él de muchos años atrás. Había estado como sin sangre en aquellos días, y no hubo durante ellos lumbre que alcanzara a meterle en calor. Y bien se conocían, sin que él los ponderara, los chamuscones que se había dado, porque apestaba desde lejos a humo de cocina, y tenía la piel como los chorizos curados y hasta con hollín. Mari Pepa no veía motivos para tantas ponderaciones: aquel temporal había sido como otros muchos que habían pasado y que pasarían. Lo único de él que la mortificó verdaderamente, fue el privarla, y privar a todos los de su casa, de ir a hacer un rato de compañía a don Celso y ver cómo andaba de salud. Y a eso iban entonces, aprovechando el primer sol que se veía después de una quincena de aguaceros y «celleriscas», y sobre todo ello se habló mucho en muy poco tiempo, quitándose unos a otros la palabra, mientras Lita, corriendo su silla hacia la mía que estaba alejada del brasero, me contaba, casi al oído, lo alarmados que estuvieron todos en su casa con las noticias que Neluco les iba dando de mi tío, al pasar por allí de vuelta de sus visitas, y el trabajo que le había costado a ella disimular la pena que acababa de sentir al encararse de pronto con don Celso. ¡Qué «mortalón» le veía, Virgen y Madre de Dios! Y tras esto, me acosó a preguntas: si comía, si descansaba, si conocía su estado, si me daba mucho que hacer, si podían ellos hacer algo en alivio nuestro; porque ya se sabía que casa sin mujeres, andaba como Dios quería en los apuros graves. Buena era Facia, buena era Tona; pero... al cabo, al cabo. Vaya, que no era lo mismo. Su madre era una gran enfermera, y ella tenía buena voluntad; y cuando llegara el caso, si desgraciadamente llegaba, que no anduviéramos con miramientos que no pegaban bien entre vecinos amigos y hasta parientes.

Como a lo más de esto tuve que responder, y la conversación continuaba enredándose en el otro grupo con la inagotable verbosidad de Mari Pepa, y hasta se marchó Neluco de la visita, porque tenía que hacer otras dos antes de comer, y, sobre todo, porque estaba yo muy a gusto al lado de aquella criatura tan atractiva, lo tratado entre los dos se fue enredando también poco a poco, hasta extraviarse al fin por derroteros que ninguna comunicación directa tenía ya con el punto de partida.

Todas las mujeres que yo llevaba tratadas en el mundo, con más o menos intimidad, como formadas en un mismo plantel y educadas con unos mismos fines, salvas muy importantes diferencias plásticas, de esas que tocan más al cuerpo que al espíritu del observador, me habían dado en definitiva una suma de semejanzas morales que llegó a parecerse a la monotonía, según mi manera particular de ver esas cosas; y de aquí, es decir, de esa condición mía, de la desgracia o de la fortuna de no haber sido formada mi naturaleza del mismo barro que la de otros hombres llamados «impresionables» la falta de verdadera curiosidad y, por consiguiente, de hondo interés hacia aquellas mujeres, a pesar de haber vivido con ellas en continuo trato. Pero el caso de Lita ¡era tan diferente de los otros casos! Por de pronto, yo encontraba a su lado una complacencia, una delectación muy extraña y enteramente nueva para mí. Buscando una comparación para este sentimiento, veníanseme a las mientes ejemplos muy raros: verbigracia, los lienzos recién lavados y secos, el heno de las praderas con su fragancia «a salud y el agua de las fuentes rústicas con su pureza transparente. Aspirando la una, podían pasarse «las horas muertas» contando las pedrezuelas relucientes del fondo de la otra. ¡Placer bien primitivo y candoroso ciertamente! Pero era un placer, al cabo, para quien no había hallado otro equivalente entre los refinados artificios del mundo; y por eso sin duda, le daba ya tan alto precio en aquellas bravías soledades.

Ello fue que la tentación de contar las pedrezuelas de la fuente me entró aquel día con doblada fuerza que en otras ocasiones, y que no pudiendo resistirla, me lancé a la empresa, tomando por pretexto el temporal pasado, nuestras forzadas encerronas por su culpa, y los que nos esperaban a las puertas del lugar. Porque yo me preguntaba, viendo, admirado, aquella criatura de tan equilibrado organismo: pero, señor, ¿de qué se alimentan esta alma tan regocijada y satisfecha, y esa cabezita luminosa que irradia los pensamientos sin el estorbo de una sola nube, en el mismo campo en que yo, hombre atiborrado de lecturas y de recuerdos, no hallo con qué levantar un poco el espíritu en cuanto se nubla la luz del sol? ¿Qué cantidad de ideas puede haber en ese cerebro, de qué calidad serán y cómo las ha adquirido? No llegaba yo con mis preocupaciones de hombre mundano hasta el extremo de creer que no pudiera llevarse con resignación la vida desconociendo totalmente la magia del gran escenario de mis preferencias, porque tenía en contra de este absurdo el ejemplo de Mari Pepa y el de su amiga de Robacío, que eran el colmo de la felicidad dentro de ese mismo desconocimiento absoluto, sin contar las rudas y sedentarias labradoras que no sabían lo que era una pesadumbre. Pero Lita era mucho más que esto, y mucho más que su madre y que la hermana de Neluco, con no haber visto mayor cantidad del mundo, ni bebido las ideas en mejores fuentes que ellas. Tenía unas afinaciones, unas delicadezas de sentido y un alcance de vista en las honduras de las cosas, aunque tratadas medio en chanza y a la ligera, que solamente las concebía yo en las inteligencias muy cultivadas.

El caso fue, repito, que di principio a la investigación, movido de una curiosidad muy grande; pero teniendo buen cuidado por acomodarme en lo posible a las naturales condiciones del terreno, de allanarme yo mismo al nivel de lo más sencillo y rudimentario: casi, casi, me introduje en su conciencia por las puertas aprendidas en la infancia en el catecismo del Padre Astete. «Sitios por donde había andado, ocupaciones que había tenido». En sustancia, de eso vinimos a tratar en los comienzos de mi labor. De lo primero no supe más que lo que ya sabía por Neluco Celis: un mundo de cuatro leguas, escasas, a la redonda de Tablanca; dos o tres familias del pelaje de la suya, esparcidas por él; dos ferias cada primavera, si el invierno no había sido muy largo, y tres o cuatro romerías en el transcurso de cada verano. ¿Deseaba ver algo más que eso? ¡Psh!... por desear propiamente, no. Ahora, alegrarse de tener ocasión de conocerlo un poco, puede que sí, porque a nadie le amarga un dulce; pero de todas suertes, a ella se le figuraba que no había de encontrarse a gusto entre tanto y «tan pomposo» revoltijo. Una amiga suya, de más allá del Puerto, la mandaba algunas veces un periódico de modas que ella recibía cada semana: por los dibujos y las explicaciones de ese papel, estaba al tanto de cómo se vestían las señoras para ir a las grandes fiestas y al paseo. «¡Virgen la mi madre», cuánto dinero debían de gastar en esas galas y diversiones, y qué mal la sentarían a ella tantos lujos, avezada a las pobrezas de una aldeúca montés y qué avergonzada se vería en aquellos festivales tan resplandecientes, debajo de unos perifollos que no sabría manejar!... ¡Quita, quita! Bien se está San Pedro en Roma. Algo más que las estampas de aquellas señoras, la entretenían en el papel unos dibujos de labores que se hacían fácilmente y sin costar mucho dinero. De ésas había ido llenando la casa. También había aprendido en el mismo papel a cortarse los vestidos y chaquetas. ¿Qué mejores entretenimientos para pasar horas sobrantes? Porque cuando no tenía labor para sí propia o para los de su casa, se la daban bien abundante la mitad de las mozas de Tablanca. ¡Como ella no sabía negarse, y las otras pobres no conocían otro refugio cuando se trataba de las galas domingueras!... «¡Pero qué curiosón era yo, Virgen de las Nieves! ¿Si querría burlarme de ella?» ¿Por qué la preguntaba esas cosas, ni qué podían importarme a mí, que tanto había visto por el mundo y conocería a tantas damas de las lujosas del papel? Ya contaba yo con esta salida de los carriles del asunto, lugar común de toda clase de interlocutoras en diálogos por el estilo: pura modestia. ¿Cómo no había de interesarme a mí, más que todo lo que llevaba visto de lo que hay y se ve en todas partes, aquel hallazgo tan lindo y tan nuevo, donde menos se podía esperar? No eran adulaciones ni «cortesanías de madrileño» estas palabras: podía jurárselo, y esperaba ser creído sin que ella me pusiera en un extremo tan desfavorable para mi formalidad. En esa confianza, lejos de enmendarme, reincidía en el supuesto pecado, y a la prueba si no. Lecturas. ¿Cuáles eran las que más la gustaban? ¿Qué libros había leído?... ¡Libros ella!... Si yo me refería a los que se usaban ahora. No pasaban de tres: dos que le había prestado la amiga del papel de modas, y otro que había traído su padre de Andalucía. Los de la amiga trataban de amoríos muy tiernos que la pusieron algo triste, porque le daba lástima de los pobres enamorados: en los dos libros se veían y se deseaban las parejas de novios para salirse con la suya. El libro de su padre tenía estampas, y era una historia de bandoleros que robaban y mataban y eran al mismo tiempo muy blandos y muy nobles de corazón. Eso no lo podía entender ella bien... Pues estos libros y «los de casa» eran los únicos que había leído en toda su vida. Y ¿cuáles eran «los de casa»? Pues uno muy grande y muy antiguo de Cartas de Santa Teresa, que ya se le sabía de memoria; el Año Cristiano, que leía en alta voz su madre todas las noches por el capítulo del santo correspondiente al día; la Guía de pecadores, que su abuelo leía del mismo modo de vez en cuando, y de tal arte, que la llenaba de espanto y no la dejaba dormir con sosiego después, en media semana; y, por último, Don Quijote de la Mancha. Éste le leía ella sola para sí, aunque salteando algo la lectura, porque muchas cosas que había allí no eran para gustadas de pronto por una mujer tan ruda como ella. Sobre la calidad de las personas de su trato, ya me había dicho lo principal; el resto, «a la vista lo tenía...». «Pero, Señor de los cielos -volvía a decirme-, ¡ni aunque estuviera obligada a confesarme con usté!»

Y de este género eran todas las pedrezuelas que fui contando y estudiando en el fondo de aquella fuente cristalina y tentadora. Yo comprendía que con ello solo pudiera Lita conformarse y vivir alegre sin desear otra cosa mejor («mejor» según mi criterio), y que con una travesura natural y una inteligencia tan clara como las suyas, se pudiera llegar hasta el disimulo de muy apremiantes deseos; pero aquel arte delicado con que manejaba la escasez de sus recursos «exteriores», ¿dónde le había aprendido? ¿Cómo podían concebirse tantos y tan variados registros en una máquina tan simple? Este era el caso extraño para mí.

«¡Pero qué majadero soy! -me dije de pronto, al sentir el paso de un recuerdo por mi memoria-, ¿qué más escuela ni qué más libros necesita que Neluco?»

Sentí también remordimientos de conciencia, como si estuviera poniendo mis manos en el tesoro de un amigo, y me apresuré a dar un tajo a la conversación, llevando enseguida los restos de ella hacia la otra que ya estaba en la agonía por falta de materia o por sobra de cansancio entre los interlocutores.

Marcháronse poco después los visitantes, dejando a mi tío muy fatigado con la conversación en que había tomado, por rebeldías de su temperamento, más parte de la que debiera, y yo llevé mi cortesía en aquella ocasión al extremo de acompañar a la familia de don Pedro Nolasco hasta el pedregal en que empieza a descender la cambera hacia el pueblo. ¡Qué graciosamente pisaba Lita con sus primorosas almadreñas, y con qué donaire se recogía los pliegues airosos de su vestido, que apenas dejaban ver dos dedos de media blanca sobre el ancho y peludo ribete de las zapatillas!

Por la noche me dijo Chisco asaltándome en el pasadizo que seguía yo para ir a la cocina, de la cual salía él:

-¿No tenía usté ganas de probarse un pocu en algu de caza mayor?

Respondíle que sí, temblando sin saber por qué, y añadió:

-Pos a la manu tien la proporción de eyu.

-Explícate -le dije algo nervioso, sin duda por el exceso de mi curiosidad.

-Se ha vistu el osu.

-¿En dónde?

-Encima del mesmu rejoyón del Salgueru: a hora y media de aquí.

-Bien; pero... de paso.

-¡Quiá! no, señor: encuevándose.

-Conque... encuevándose... Y ¿quién le ha visto?

-Chorcus, esta mañana, viniendo del invernal de Picachus.

-¿Está bien seguro de haberle visto?

-Como yo de que estoy viéndole a usté ahora mesmu; y el oju suyu no falla pa esas visualis, ni el golfatu tampoco, porque lu tien de sagüesu finu.

-Corriente... y ¿qué pensáis hacer?

-Pos salir los dos de madrugá a dale los güenos días.

-¿Solos?

-Y ¿pa qué más? No será la primer vez... Pero como usté me tenía alvertiu de tiempus atrás que si se presentara una proporción de esas, la aprovecharía con gustu...

-Tienes razón, y has hecho muy bien en avisarme... ¡Vaya si te lo agradezco!... hasta por la reserva con que lo haces, sin duda para que no se entere mi tío. ¿No es verdad?

-Muchu que lo es... ¡como que por eso iba a buscali a usté a su mesma sala, cuando le he alcontrau en el caminu... pa que no se enteri el amu que está en la cocina!... Porque el recau no me lo dio Pitu hasta jaz un cuartu de hora.

-Perfectamente... Pues la palabra es palabra; y si la salud de mi tío lo permite, iré con vosotros con muchísimo gusto, ¡ya lo creo! Pero entendámonos: ¿cuánto durará esa expedición?... porque yo no puedo dejarle mucho tiempo solo.

-Ni yo tampoco faltar de casa más de lo regular. Aunque pa la amañanza del ganau, ya deju quien jaga mis vecis... Usté cuenti por seguru que, enterus o en peazus, estamus de güelta pa la hora de comer.

-¡Qué cosas tienes, hombre!... Conque enteros o en pedazos, ¡como si fuera tan arriesgado el lance!

-No es de bodas propiamenti; pero claru está que el dichu fue sólu por decir. Tocanti a lo demás, si tien usté el menor... vamus... el menor recelu por la bestia, que no deja de imponer un pocu la primera vez... y tamién las siguientis, no venga, que compromisu de eyu no hay firmau.

Me tocó en lo vivo la salvedad del mozón, que no estaba fuera de lo prudente ni dejaba de venir al caso, y me la eché de terne, preguntándole con brío bastante forzado:

-¿Qué armas hay que llevar?

-Pos la escopeta con cartuchu de bala, y güen acopiu de eyus; el cochillón de monti por si es casu...

-¿Crees que podrá hacer falta, eh?

-A mí me ha prestau güen serviciu más de una vez... y llévisi tamién esi cachorriyu de muchus tirus, que no sé cómo le yaman ustéis.

-¿El revólver?

-Esi mesmu.

-¿Y nada más?

-Y güen oju y mejor pulsu.

-Pero, hombre... me parece a mí que para una bestia sola, siendo tres los cazadores, no se necesita tanto arsenal...

-Si estuviera sola propiamenti, con el primer tiru le bastaba, si era míu; pero como está encuevá, ¡vaya usté a saber!... Hay que mirar las cosas.

-En resumen, ¡canario! ¿vosotros vais con alguna confianza?

-Y si no la yeváramus, no juéramus.

-Pues mañana, cuando sea hora de emprender la marcha, entras en mi cuarto; y si estoy dormido, me despiertas. Te prometo que si no tiene novedad mi tío, iré con vosotros; pero si desgraciadamente la tuviera... ya ves tú... Conque hasta mañana.

Yo no sé qué cara pondría Chisco oyéndome hablar así, porque en el pasadizo donde estábamos conversando a media voz, no se veía la mano delante. No sé más, sino que carraspeó un poquito y que, sin añadir una sola palabra a las mías, echó a andar hacia la escalera, mientras yo me dirigía a la cocina donde se oían ya los parleteos de los primeros tertulianos.




ArribaAbajo- XX -

¡Virgen santa, qué noche pasé! Antes de acostarme le había dicho a mi tío que si él se encontraba bien y no me necesitaba para alguna cosa, pensaba madrugar y subir a la montaña con Chisco para estirar un poco las piernas y quemar algunos cartuchos, si había ocasión de ello.

El pobre hombre, que se recreaba en hacerme agradable o, por lo menos, llevadera la carga de mi destierro, aplaudió con toda su alma mi propósito, ¡cuándo hubiera dado yo algo bueno porque me le quitara de la cabeza con un par de razones transmisibles «decentemente» a Chisco por mí! No lo podía remediar: el compromiso adquirido con él para el día siguiente, me inquietaba mucho; y al verme solo en mi aposento después de dejar en el suyo a mi tío, cuya condescendencia a mis declarados propósitos me había parecido algo como firma de juez al pie de una sentencia de muerte, me inquietó mucho más; y cuando metido ya en la cama, después de preparado el arsenal que me había recomendado Chisco para la batalla, me quedé a oscuras, la inquietud anduvo rayando con la fiebre. Y yo creo que el caso no era para menos. Dígasele a un hombre de las ciudades, hecho a todas las molicies de una vida regalona: «vas a vértelas mano a mano con una bestia de las más feroces y temibles, en el fondo de una caverna del monte, expuesto a que la fiera no esté sola y necesites defenderte de otra o de otras del mismo linaje»; y a ver qué carnes se le ponen a ese sujeto, por templado que sea. Cierto que Chisco y su camarada habían de llevar la mayor parte en el empeño brutal, y que ya no eran nuevos para ellos esos lances terribles; pero al cabo eran dos rudos montañeses con más corazón que entendimiento, sobre todo Pito Salces, que no tenía sentido común; y vistas las cosas por este lado, había mucho y muy grave que temer, racionalmente pensando.

Pues en cuanto me quedé dormido, ¡qué sueños! Manadas de osos por todas partes, y osos de todos tamaños y colores; y por remate de estas visiones, una caverna tremebunda llena de ellos: tres de los más lanudos y graves, sentados en una peña del fondo; los demás, en apretada masa, ocupando todo el ámbito hasta la boca de entrada, menos un espacio muy reducido entre la primera fila de la masa y los tres animalotes de la peña. En este espacio estaba yo, que era el reo en aquella especie de juicio oral, y aún quedaba junto a la peña y casi enfrente de mí el hueco suficiente para otro oso descomunal que se entretenía en afilar las uñas en un canto gordo del suelo, mientras se pasaba la lengua por los hocicos y me miraba con ojos sanguinolentos balanceando la cabeza. Aquel oso era el verdugo de allí, que esperaba a que los jueces dieran el berrido que me condenaba a muerte, para zamparse una buena ración de mis pedazos y arrojar los restantes a la muchedumbre que ya se había comido a Chisco y a Pito Salces, con escopetas y todo. Bien empleado les estaba, por andarse en guapezas temerarias con aquellos animales que no se habían metido con nosotros.

Intentando estaba el último esfuerzo sobrehumano para hacerme entender de aquel fiero tribunal, cuando me arrancaron de las garras del sueño unas cuantas sacudidas de Chisco que acababa de entrar en mi cuarto. Pues con verme así libre de tan angustiosa pesadilla, aún hallé cierta semejanza entre mi despertar y el del reo en capilla por la llegada del verdugo para vestirle la hopa.

Amanecía ya, y, por las trazas, un día de los más esplendorosos y templados que podían concebirse en aquella estación y en aquel pueblo. Por esta puerta no había escape, y me vestí con la resolución de un héroe; pero no me eché encima el armamento sin saber antes cómo había pasado la noche mi tío, que de seguro estaba ya despierto, si no levantado, según su costumbre de madrugar tanto como el sol mientras le quedaran fuerzas bastantes para arrojar sus huesos de la cama. Me dirigí en el acto a su habitación, por las rendijas de cuya puerta se veía luz. Llamé, y en seguida oí su voz que me mandaba entrar. ¡Que Dios me perdone si en algún rinconcillo de los más obscuros y remotos de mi corazón, se ocultaba un germen siquiera de inconsciente deseo de hallar en la salud del pobre hombre algún ligero trastorno que justificara en mí una resolución terminante de no salir de casa «por entonces»!

Tan ricamente había pasado la noche y tan animado le hallé acabando de rezar sus oraciones acostumbradas, que me costó mucho trabajo reducirle a que no me acompañara hasta el portal. En vista de ello, despedíme hasta el mediodía, y me volví a mi cuarto donde me aguardaba Chisco... y el café caliente, con tostadas, que por encargo del mozón me había preparado Tona... En fin, que media hora después estábamos Chisco y yo, armados hasta los dientes, en el portal, donde Pito Salces, con su espingarda al hombro y una perruca faldera al lado, entretenía sus impaciencias oliscando a Tona en sus trajines de arriba.

Soltó Chisco el Canelo que ya latía en su perrera, oliéndose lo que se estaba fraguando entre nosotros, y me mostró su regocijo, al verse libre, poniéndome las manos sobre el pecho... y a riesgo de perder el equilibrio con la fuerza de sus cariñosas demostraciones.

Andando ya monte arriba, me declaró Chisco, en respuesta a una insinuación mía, que no habían querido, él y Chorcos, enterar a nadie más que a mí del hallazgo del oso, porque tal como se presentaba el lance, era «cosa curriente» y a «cañón posau...» y cuantos menos bultos, más claridad. No era yo de su parecer, y creía que, cuando menos, la compañía, por ejemplo, de don Sabas, nos hubiera venido de perlas. Que no y que no, y que ellos sabían muy bien lo que se pensaban. No dije una palabra más sobre el caso.

Tampoco tenía duda para mis acompañantes que el animalote aquél debía haberse dado, durante el temporal, la gran vida en su refugio, porque harto lo parlaban el esqueleto fresco y casi mondo de una yegua, visto por Pepazos en una «rejoyá» de las cercanías de la cueva, y una becerruca extraviada de la cabaña, al ir al abrevadero desde el invernal de Escajales, que no había vuelto a aparecer. Era, por más señas, de Maquileros, un vecino del Tarumbo. De manera que se trataba de un oso cebado en carne fresca y a qué quieres, boca. ¡Excelente ocasión la de nuestra visita para afinar el apetito de su merced!

Enlazado naturalmente con esta conversación, vino el plan de ataque a la fiera en su misma guarida después de cerciorados nosotros de que estaba en ella. La cosa no podía ser más fácil, tal como la ponían los dos cazadores que conocían a palmos la cueva y sus inmediaciones. También se discurrió sobre la eventualidad de que su merced hubiera salido de paseo o en busca de provisiones al llegar nosotros a su casa, en la cual habría señales infalibles de su modo de vivir y de la mayor o menor frecuencia con que la abandonaba. Pero si había familia en el domicilio, como era también de creerse, serían muy contados los ratos que faltara de él la madre... «u el padre». De modo que resultaban posibles contra nosotros tres, en aquel desatinado empeño, dos osos, sin contar la prole, que podía ser abundante y talludita. Por supuesto que me guardaba muy bien de apuntar estas observaciones que se me iban ocurriendo a medida que hablaban los dos mozallones: tenía empeñado mi amor propio en aquella empresa, y no quería que se interpretaran mis razones de sentido común, por señales de encogimiento.

Después vinieron los consejos y las instrucciones para mí, que jamás me había visto en otra. Me parecían muy bien, sólo que todos ellos se fundaban en una misma base: la serenidad y el buen pulso. ¡Como si estas pequeñeces se llevaran, en lances tan peliagudos, en el morral de las provisiones o en el cinto de la cartuchera! Acordábame yo entonces, de algo semejante que había visto en una piececita francesa muy graciosa. Cierto mercader de pieles se presenta en una aldehuela del Pirineo con un buen acopio de ellas, adquirido en Argel: por esto, y por llevar los fardos y las maletas determinadas iniciales, y por algo que él dice sobre el clima africano y las cacerías en aquellas selvas, tómanle los sencillos aldeanos, que eran muy aficionados a la caza, por un famoso matador de leones. Déjase correr él que lo ha notado, porque le tiene cuenta la equivocación para sus fines mercantiles, y comienza el asedio de preguntas de aquellos admiradores entusiastas del perínclito francés. «Pero, vamos a ver -llegan a preguntarle-, ¿cómo puede un hombre ponerse cara a cara con un león y atreverse a soltarle un tiro?» A lo que responde muy sosegadamente el peletero: «De la manera más sencilla. ¿No se han visto ustedes alguna vez cara a cara con una liebre? Pues imagínense, en cuanto estén delante del león, que el león es una liebre... y no hay más.» «Efectivamente -replica el menos optimista de los preguntantes, rascándose la cabeza-; sólo que me parece un poco difícil hacer esas suposiciones delante del león.»

La montaña, desde que yo no andaba por ella, había cambiado mucho de aspecto: los robledales que dejé bastante bien vestidos todavía, aunque con el ropaje mustio y amarillento, se hallaban completamente desnudos, y lo mismo les pasaba a las hayas y a los arbustos de «hoja mudable». El suelo estaba «deslavado»; la yerba de las brañas, tendida y atusada como el pelo de una cabeza recién sacada del agua, y era cada hondonada un torrente. Según íbamos ganando altura, encontrábamos más a menudo grandes placas o «tresechones» de granizo congelado en las laderas sombrías, y desde los picos de Europa hasta los de Sejos, todas las cumbres que se alcanzaban a ver estaban cubiertas de nieve, en la que centelleaba el sol al herirla de frente con sus rayos.

Así era el aire ambiente, frío y cortante como una navaja de afeitar. Pues con todo ello y con lo penoso que era de andar el camino que llevábamos, por lo resbaladizo del suelo y la multitud de obstáculos que nos oponían los desbordados arroyos, no me iba pareciendo largo. Puede que consistiera esto en las pocas ganas que yo tenía de llegar al fin de nuestro viaje; porque desde luego no consistía en lo divertido de mi conversación con los dos mozones ni en los extremos de regocijo a que se entregaba Chorcos a cada instante, como si fuera a sus propias bodas. Tal era su irracional inquietud, que andaba dos o tres veces el camino, igual que los perros que iban con nosotros. Intentando pararle los pies un poco, pero muy principalmente lanzar la conversación a otro terreno más agradable, solté entre ambos el tema de sus amoríos con las respectivas mozonas. Pito acudió a mi llamada como un mastín a la mano que le ofrece medio pernil. Chisco, que caminaba a mi lado sin perder el compás de sus aplomados movimientos, apenas dejó descubrir en una mirada sosona y descolorida, que se había enterado de la alusión. Chorcos me declaró sin ambages que estaba «amerluzaón del too» por la criada de mi tío; la tenía en las «telucas de los ojos» y «metía de patas en el corazón. Vamos, ¡puches!, que si no se salía con la suya, no sabía lo que sería de él». Ella, hasta la presente, no le había dicho que no... ni tampoco que sí; verdad que él, por su parte, no había sido todo lo claro que debía de ser... «¡Puches, lo que le encogía el respeto en cuanto se veía a la vera de ella! Pero la madre... y don Celso... y la cara que la mesma Tona le ponía a lo mejor... ¡y pué que por verle tan acobardao!... De toas suertes, ¡puches!, Tona era Tona, y él acabaría por salirse con la suya, o por ajuegarse de hipu amorosu, pero no con el ñudo del pasapán...»

Era lo mismo, plus minusve, que ya me había dicho otras dos veces andando conmigo por los montes. De manera que en aquellas fechas no había adelantado su negocio un solo paso.

Tampoco el de Chisco, según éste me confesó muy sereno, y eso que le tenía algo más adelantado que Pito Salces el suyo. Tanasia había llegado a decirle claramente que «por su parte, sí, y de aquí no intentaba pasar el de Robacío, porque sabía que el Topero le rechazaba por no ser de Tablanca y por ser pobre, dos cosas que él no podía remediar. Acordéme yo entonces de que la segunda tenía remedio en el testamento de mi tío, y le dije:

-Es verdad que la primera es irremediable; pero la segunda ¿por qué ha de serlo, Chisco? A lo mejor amanece por lo más obscuro... o si no suben los muladares, bájanse los adarves, y allá salen los unos con los otros en altura.

-Psh -me contestó encogiéndose de hombros-, y, por último, que se queden las cosas como están. A mí no me ajondan tantu como a Pitu esus malis en la entraña. No val Tanasia menos que Tona; pero tan rogá, tan rogá, se van quitando pocu a pocu las ganas de eya... y tamién, esu de que le pongan a unu en puja y en remati con un jastial como Pepazus... vamus, que jaz mal estómagu... Y, en finiquitu, el güey sueltu bien se lambe, y pué que sean permisión de Dios esos trompiezus, pa librarme en el día de mañana de otrus que me descalabraran pa toos los días de mi vida... Dende que tuvi dientis pa royeli, estoy ganandu el pan en casa ajena, y no me ha idu mal así. ¿A qué apurase un hombre por cambiar de suerti cuando no sabi lo que han de dali por lo que deja?

Con estas filosofías de Chisco y las intemperancias de Pito Salces, acabamos de subir una ladera de suelo escurridizo, y nos vimos al comienzo de una ancha sierra que descendía en suaves ondulaciones hacia nuestra izquierda. Atajábala por allí el frontispicio pedregoso de un alto monte que la dominaba en toda su longitud, y estaba separado de ella por una barranca. Sobre ésta se alzaba, y como al medio de aquel perfil de la sierra, un peñón blanquecino que parecía la capucha, vista por detrás, de un manto de titanes, pardo obscuro, extendido allí para secarse a los rayos del sol que iluminaba toda la vasta superficie.

A la derecha del peñón comenzaba una mancha verdinegra, como de monte bajo, que desaparecía pronto en las sombras de la barranca; y a la izquierda, un pedregal de poco relieve entretejido de malezas.

Apuntando al peñón me dijo Pito Salces en cuanto nos vimos en la sierra, porque Chisco ya lo sabía por serle bien conocido el escenario:

-Ayí está la cueva aonde vamus.

Me temblaron las carnes. Y luego añadió apuntando al perfil más elevado de la sierra, hacia nuestra derecha y refiriéndose al oso:

-Bajandu de ayí y como dende la metá del caminu hasta onde nos jayamus nusotrus, lu vi ayer. Salía de aqueyus carrascalis y se jue por delanti del peñascu onde está la boca de la cueva; y no pasó al lau de acá, ni se golvió por el otru, porque yo no aparté el oju de ayí mientras anduve a güen pasu el caminu, ni en la media hora larga que aquí mesmu estuvi parau.

Chisco, sin decir una palabra, ató el Canelo con un cordel que llevaba liado a la cintura, y mandó a Chorcos que hiciera otro tanto con la perruca, antojándoseme a mí que había leído en la actitud sobresaltada de aquellos nobles animales, la confirmación de los supuestos de Pito, al cual advirtió, con la amenaza de amarrarle a él también si no tomaba en serio la advertencia, que no hiciera cosa alguna sin que se la mandaran hacer.

Con todos aquellos preparativos y mandatos, y muy singularmente con lo raso y desamparado de la extensión que había entre el peñasco y nosotros, acabé de amilanarme. ¿No era una barbaridad asaltar a pecho descubierto la guarida de una fiera? Se lo dije a Chisco y me respondió, muy secamente, que no, añadiéndome que lo importante era que no le faltara a nadie la serenidad: en teniéndola, todo lo demás corría de cuenta de él.

La alusión no podía ser más directa a mí, porque Pito, de tan bruto como era, pecaba precisamente por el extremo contrario. Entendíla, dolióme, hice de tripas corazón, y dije al de Robacío:

-Por donde vaya otro hombre, iré yo: tenlo entendido así.

-Pos con eyu basta -replicóme-, y pechu al agua cuantu antis.

Se hizo una breve inspección de armas y municiones. De las primeras no llevaban los dos montañeses más que las escopetonas y unos cuchillos enormes, cuyas empuñaduras, de asta de ciervo, asomaban por encima de los ceñidores de sus cinturas. Los cartuchos con bala, toscamente preparados la noche antes por ellos mismos, los llevaban sueltos en los bolsillos del lástico y los pistones a granel en las faltriqueras del pantalón: todo seguro y a la mano, como ellos decían. Yo les sacaba de ventaja el revólver y un cañón en la escopeta.

-Nunca dispari los dos a un tiempu -me recomendó Chisco-, y guardi el segundu pa si convien repetir en mejor sitiu, sin quitar el arma de la cara.

Fuera por haberme echado la cuenta del perdido, o porque hubiera realmente causa racional para ello, es lo cierto que llegué a tener gran confianza en la imperturbable serenidad de Chisco, y que no fui el último en romper a andar hacia la peña cuando éste dio la orden en estas palabras solemnes, después de santiguarse:

-¡A la mano de Dios!

Bajábamos los tres en ala y a buen andar, con los perros atados muy en corto, porque a medida que nos acercábamos al peñasco, costaba mucho trabajo contenerlos, y mucho mayor acallar sus latidos. Era plan acordado ya atacar a la fiera en su guarida, entrando por el lado izquierdo de la boca, y no convenía que los perros se nos anticiparan, por razones, que se habían discutido también.

Cerca, muy cerca ya del peñasco, el Canelo arrastraba materialmente a Chisco, que tiraba de él con todas sus fuerzas en sentido contrario, y ni amordazándole con una mano podía hacerle callar. La perruca faldera latía y vociferaba también, a su modo, y zarandeaba el cordel que la sujetaba a la manaza de Pito; pero temblaba mucho... aunque no tanto como yo. Era indudable que la fiera estaba en su guarida ¿Nos habría oído ya? ¿Saldría a recibimos a la puerta? Pero, a todo esto, ¿dónde estaba la puerta?

Al hacerme yo esta pregunta mentalmente, fue cuando Chisco se adelantó a Pito y a mí; y con encargo de que me colocara el último de los tres, comenzó a andar con mucha cautela y muy arrimado al peñasco, lo poco que nos faltaba de camino hasta la orilla de la quebrada. Canelo iba delante de él, loco de inquietud, olfateando en el suelo y en el aire, batiéndose los ijares con el rabo y con medio palmo de lengua fuera de la boca cuando no latía. Chorcos no estaba menos sobreexcitado que el sabueso, y seguía a Chisco pisándole casi los tarugos traseros de sus abarcas. Canelo desapareció pronto al otro lado de la peña, y Chisco, después de detenerse unos instantes a observar desde la esquina, hízonos señas de que podíamos seguirle, y desapareció también. Entonces al avanzar nosotros, fue cuando pude yo darme la respuesta a la pregunta que me había hecho poco antes: ¿dónde estaba la boca de la caverna?

¡Dios eterno, qué cúmulo de barbaridades las de aquel día! Pues la boca estaba en un tajo de la peña, casi a pico, sobre el barranco. De modo que venía a ser la cueva como la buhardilla de una casa muy alta, ¡muy alta!, a la cual buhardilla hubiera que entrar por la ventana, andando por la cornisa de la fachada correspondiente. Salvo que la cornisa de la peña tendría como cinco pies de anchura y un festón de jaramagos por afuera que velaba un poco la visión aterradora del abismo, la comparación es exactísima.

Por aquella cornisa, que corría hasta perderse en el carrascal del otro lado de la cueva, vi pasar a Chisco y a su perro, a Pito Salces detrás de su perruca faldera, y cómo iban desapareciendo, uno a uno, en el antro tenebroso los hombres y los animales, después de muy leves precauciones del mozón de Robacío.

No ofrecía grandes dificultades a mi paso aquel camino cuya longitud no excedería de quince o veinte varas; pero la consideración racionalísima de lo que íbamos a hacer después de recorrerle, sin otra retirada que el abismo en el caso muy posible de salir escapados de la cueva, si no quedábamos hechos jigote allá dentro, clavó mis pies en el suelo a los primeros pasos que di sobre él. Vi todo lo brutalmente temerario que había en nuestra empresa desatinada, y formé serio propósito de volverme atrás. Pero Chisco y Pito Salces se habían sumido ya en la caverna; y aunque temerarios y muy brutos los dos, no era honrado ni decente dejarlos sin su ayuda un hombre que acababa de prometerles ir tan allá como fuera otro.

Duraron muy pocos instantes estas vacilaciones mías; y cerrando los ojos de la inteligencia a todo razonamiento de sentido común, es decir, bajándome al nivel de aquellos dos bárbaros, avancé resuelto por la cornisa y llegué a la boca de la cueva, dentro de la cual latían desesperadamente los dos perros, y me hallé a Chisco y a su camarada disponiendo el plan de ataque. La cueva, como ya sabía yo por referencias de los dos mozos que la conocían muy bien, tenía dos senos: el primero, a la entrada, era espacioso y no muy alto de bóveda, con el suelo bastante más bajo que el umbral de la puerta, muy escabroso y en declive muy pronunciado hacia el muro del fondo, en el cual se veía la boca del otro seno o gabinete de aquel salón de recibir. Olía allí a sótano y a musgo y a perrera... y a hombres escabechados. No tenía ya duda para Chisco que era «la señora», es decir, la osa, lo que rezongaba en el fondo del antro invisible, respondiendo al latir desesperado de los perros; y la señora con su prole, porque sin este cuidado amoroso, ya hubiera salido al estrado para hacemos los honores de la casa. En este convencimiento, se trató en breves palabras, casi por señas, porque no había instante que perder, de si sería más conveniente soltar la perruca que el sabueso; y acordado lo primero, el bárbaro de Pito, sin oír otras razones, se fue hasta la boca del antro en el cual metió la cabeza al mismo tiempo que a la perruca. Ésta había desaparecido, algo vacilante e indecisa, hacia la derecha; y no sé cuál fue primero, si el desaparecer la perruca allá dentro, o el oírse dos chillidos angustiosos y un bramido tremebundo, o el retroceder Pito cuatro pasos del boquerón, exclamando hacia nosotros (yo creo que con regocijo), pero con el arma preparada:

-¡Cristo Dios!... ¡Vos digo que aqueyus no son ojus: son dos brasales!

Comprendió Chisco al punto de qué se trataba; soltó el sabueso y me mandó a mí que me quedara donde estaba (es decir, como al primer tercio de la cueva, muy cerca del muro de la derecha), pero con el arma lista, aunque sin disparar antes que ellos dos, y avanzó él hasta colocarse en la misma línea de Chorcos, de manera que sus tiros se cruzaran en ángulo bastante abierto en el centro del boquerón del fondo.

Como toda la prudencia y la reflexión que podía esperarse de aquellos dos rudos montañeses había que buscarla en Chisco, yo no apartaba mis ojos de él, y no podía menos de admirarme al observar que ni en aquel trance de prueba se alteraba la perfecta regularidad de su continente: su mirada era firme, serena y fría, como de ordinario; su color el mismo de siempre, y no había un músculo ni una señal en todo su cuerpo que delatara en su corazón un latido más de los normales; al revés de Pito Salces, que no cabía en su ropa, no por miedo seguramente, sino por el deleite brutal que para él tenían aquellos lances.

Tomando yo por guía de mi anhelante curiosidad la mirada de Chisco, y sin dejar de oír los ladridos de Canelo apenas metido éste en la covacha, pronto le vi retroceder, pero dando cara al enemigo con las cuatro patas muy abiertas, la cabeza levantada y casi tocando el suelo con el vientre. Lo que le obligaba a caminar así no era difícil de adivinar: tras él venía la fiera gruñendo y rezongando; y al asomar al boquerón, no me impidió el frío nervioso que corrió por todo mi cuerpo, estimar la exactitud con que Pito había calificado el lucir de los ojos de aquel animalazo: realmente centelleaban entre los mechones lanudos de sus cuencas, como las ascuas en la oscuridad. La presencia nuestra le contuvo unos instantes en el umbral de la caverna; pero rehaciéndose enseguida, avanzó dos pasos, menospreciando las protestas de Canelo, y se incorporó sobre sus patas traseras, dando al mismo tiempo un berrido y alzando las manos hasta cerca del hocico, como si exclamara:

-¡Pero estos hombres que se atreven a tanto, son mucho más brutos que yo!

Al ver que se incorporaba la fiera, dijo a Pito Salces Chisco:

-Tú al oju; yo al corazón... ¿Estás? Pues... ¡a una!

Sonaron dos estampidos; batió la bestia el aire con los brazos que aún no había tenido tiempo de bajar; abrió la boca descomunal, lanzando otro bramido más tremendo que el primero; dio un par de vueltas sobre las patas, como cuando bailan en las plazas los esclavos de su especie, y cayó redonda en mitad de la cueva con la cabeza hacia mí. Corrí yo entonces a rematarla con otro tiro de mi escopeta; pero me detuvo Chisco, diciéndome mientras cargaba apresurado la suya igual que hacía Pito por su parte:

-Guarde esas balas por lo que puede suceder de prontu. Pa lo que usté desea jacer, con el cachorriyu sobra.

No me halagaba mucho aquel papel de cachetero que se me concedía y casi por caridad; pero con el deseo de poner algo de mi parte en aquella empresa feroz tan pronta y felizmente rematada, aceptéle de buen grado, y hasta sentí muy grande complacencia en ver que con un balín de mi revólver encajado en el oído de la osa, la había producido yo las últimas convulsiones de la muerte. Y algo era algo, y otra vez sería más.

Pito silbaba y pataleaba de gusto en derredor de la fiera mientras cargaban su espingarda. Chisco no se daba todavía por satisfecho, a juzgar por lo receloso de sus aires.

¿Qué quedaba allí por hacer? Lo que hizo Chorcos enseguida con su irreflexión de siempre; llamar a Canelo y meterse con él en la cueva desalojada por la osa. ¡Puches! había que acabar igualmente con las crías... y saber lo que había sido de la perruca, que ni salía ni «agullaba...» Bueno estaba de entender el caso; pero había que verlo, ¡puches!

Por mucha prisa que se dio Chisco en seguir a su camarada para acompañarle, no habiendo podido contenerle con razonamientos, cuando llegó al boquerón ya volvía Pito con la perruca faldera abierta en canal en una mano, en la otra un osezno como un botijo, y la escopeta debajo del brazo. Dijo que quedaban otros dos como él, y se volvió a buscarlos, después de arrojar el que traía contra un lastrón del suelo, y de entregar a Chisco lo que quedaba de la perruca para que viéramos, él y yo, si aquello tenía compostura por algún lado. ¡Puches, cómo le afligía aquella desgracia!

La caverna tenía muy poco fondo: se veía bastante en ella con la luz que recibía por la boca, y por eso se hacían muy fácilmente todas aquellas maniobras de Pito. El cual reapareció al instante con las otras dos crías de la osa, asegurando que no quedaban más que huesos mondos en la cama.

Por el aire andaban aún los dos oseznos arrojados por Pito desde la embocadura de la covacha, cuando Canelo salió disparado como una flecha y latiendo hacia la entrada de la cueva grande. Yo, que estaba muy cerca de ella, miré a Chisco y leí en sus ojos algo como la confirmación de un recelo que él hubiera tenido. Observar esto y amenguarse la luz de la cueva como si hubieran corrido una cortina delante de su boca, por el lado del carrascal, fue todo uno.

-¡El machu! -exclamó Chisco entonces.

Pero yo, que estaba más cerca que él de la fiera y mereciendo los honores de su mirada rencorosa como si a mí solo quisiera pedir cuentas de los horrores cometidos allí con su familia, sin hacer caso de consejos ni de mandatos, apunté por encima de Canelo, que defendía valerosamente la entrada y a riesgo de matarle, disparé un cañón de mi escopeta. La herida, que fue en el pecho, lejos de contenerle, le enfureció más; y dando un espantoso rugido, arrancó hacia mí atropellando a Canelo, que en vano había hecho presa en una de sus orejas. Faltándome terreno en que desenvolver el recurso de la escopeta, di dos saltos atrás empuñando el cuchillo; pero ciego ya de pavor y perdida completamente la serenidad. Desde el fondo de la cueva salió otro tiro entonces: el de la espingarda de Pito. Hirió también al oso, pero sólo le detuvo un momento: lo bastante para que el mozón de Robacío le hundiera la hoja de su cuchillo por debajo del brazo izquierdo, hasta la empuñadura. Fue el golpe de gracia, porque con él se desplomó la fiera patas arriba, yendo a caer su cabeza sobre el pescuezo de la osa, donde le arranqué, con otro tiro de mi revólver, el último aliento de vida que le quedaba.

A pesar de ello, los dos mozones volvían a cargar sus escopetas. ¿Para qué, Señor? ¿Era posible que quedaran en toda la cordillera ni en todo el mundo sublunar, más osos que los que allí yacían a nuestros pies, entre chicos y grandes, vivos y muertos? Después nos miramos los tres cazadores, como si tácitamente hubiéramos convenido en que era imposible cometer mayores barbaridades que las que acabábamos de cometer, y que solamente por un milagro de Dios habíamos quedado vivos para contarlas. Esta escena muda, que fue brevísima, acabó por echar Pito el sombrero al aire, es decir, por estrellarle contra la bóveda erizada de puntas calcáreas; Chisco hizo lo propio, y yo no quise ser menos que los dos. Luego nos dimos las manos, y juro a Dios que al estrechar la de Chisco entre las mías, latió mi corazón a impulsos del más vivo agradecimiento. ¿Qué hubiera sido de mí sin su empuje sereno y valeroso?

Canelo, a todo esto, cuando no se lamía los arañazos, poco profundos, que le rayaban la piel en muchas partes, jadeaba y gruñía, con el hocico descansando sobre sus brazos juntos y tendidos hacia adelante, pero con los ojos clavados en los oseznos que rebullían entre las asperezas del suelo y charcos de sangre, como gusanos muy gordos. No contaban, por las trazas, más de una semana de nacidos. Cogiólos uno a uno Chisco por el pellejo del cerviguillo, y los fue arrojando a la barranca por encima de la cornisa desde el fondo de la cueva. Iba a hacer lo mismo con la perruca, después de asegurar a Pito que «aqueyu» no tenía costura ni remedio posible, porque había quedado «vacía por aentru», como a la vista estaba; pero Pito quiso dar mejor destino que el de los oseznos al cadáver del pobre animalejo, tan inicuamente sacrificado, y propuso que le enterráramos en la sierra; y a ello asentimos de buena gana Chisco y yo. ¡Puches, cómo amargaba a Pito aquella pesadumbre el placer de la victoria!

Y como nada quedaba que hacer allí por entonces para nosotros, salimos de la caverna y aspiré, con ansias de cautivo de mazmorra, el aire libre de las tierras soleadas. Sepultamos la perruca en un hoyo abierto a punta de cuchillo a la sombra de un matojo de la sierra; y, sin movernos de allí, apuramos más de la mitad del contenido de mi frasquete. Después se sacaron algunas provisiones de boca que llevaba Chisco por encargo mío en un morral; dimos a Canelo una buena parte de ellas, y el resto nos le fuimos comiendo, andando a buen andar, a fin de llegar a Tablanca al mediodía, conforme se lo tenía yo ofrecido a mi tío Celso.

Y llegamos, antes aún de lo esperado; y todas las gentes que nos encontraban al acercamos al pueblo, presumían, por el aire que llevábamos, que habíamos hecho alguna muy gorda; pero cuando les contábamos la verdad, no la creían. ¡Tan bestialmente gorda la consideraban, con muchísima razón!

Se la referí a mi tío, aunque ocultándole detalles que pudieran impresionarle demasiado; pero como al fin era montuno el buen señor, perdonóme la temeridad por lo grande del suceso, y tuve al último que contársela con todos sus pormenores. Se entusiasmó de verdad. Puestas ya las cosas tan arriba, invité, con su permiso, a Pito Salces a que comiera aquel día con su camarada. Vio el mozón, como yo lo esperaba, el cielo abierto, porque comer con Chisco era comer con Tona. ¡Puches, qué doble panzada se dio! Yo, que asistí al final de la comida, añadí con gustosa aquiescencia de mi tío, al surplús con que ya se había obsequiado a los comensales, en honor del nuevo, una botella del más rancio «tostadillo» lebaniego que se guardaba en la bodega de la casona. Brindé con los dos mozones, y canté alabanzas hiperbólicas a la bravura de Pito, para que Tona las oyera bien; con lo cual y el tostadillo, se puso el alabado que ardía; y allí mismo pidió por mujer a la hija de Facia, que no hacía más que llorar; así fue que Tona, colorada como un pimiento por lo uno y angustiada por lo otro, llamó a Pito «jastialón desvergonzau»; y no alcanzó mejor respuesta la fogosa demanda del rendido pretendiente. Pero como él decía después: «lo importanti pa el casu no era lo que eya pudiera contestame, sino lo que había de cantala, y al cabo la canté yo; y esu, ¡puches!, ayá lo tien.»

Como en la tertulia no se habló aquella noche de otra cosa que del lance de la cueva, al salir al día siguiente, antes que el sol, Pito Salces y Chisco con dos carros en busca de los dos osos muertos, sin necesidad de invitaciones los acompañaba medio escuadrón de gente moza; con cuyo auxilio pronto se vencieron las muchas dificultades que hubo para sacarlos de la cueva. Andando de vuelta, fueron los acompañantes adornando las carretas y los bueyes con ramajos de la montaña, y así desfiló la alegre comparsa por delante de la casona y para que viera mi tío los gloriosos trofeos de nuestra bestial hazaña; y así bajó al pueblo, donde hubo cánticos y bailoteo por largo, con la «salsa» a mis expensas por especial encargo mío. Obsequiáronme al otro día con las pieles, y regalé yo a Chisco y a Pito Salces sendos centenes isabelinos, con lo que pensaron enloquecer de alegría.

Así acabó aquella memorable y descomunal aventura, que debió de haber acabado conmigo tan pronto como la acometí.




ArribaAbajo- XXI -

Si nos descuidamos un poco, en el monte se queda el sangriento botín de nuestra batalla, porque apenas despellejadas las fieras en el lugar, el sol, como si nada tuviera que hacer ya después de haber alumbrado tantas barbaridades, se envolvió la cara en crespones cenicientos que fueron dilatándose por la bóveda celeste, al impulso de un remusguillo que dio en soplar a media tarde. Arreció mucho el frío y comenzaron a pasar por delante de los cristalejos de mi gabinete unos copitos blancos que danzaban en el aire, como si se resistieran a mancharse con las inmundicias de la tierra. Por si me quedaba alguna duda sobre la naturaleza de aquellos síntomas que me supieron a rejalgar entró Facia muy diligente y hasta risueña, con la disculpa de llevarse mi brasero, que ya estaría muriéndose, para «rescoldarle» un poco, y me dijo, mientras se acurrucaba para cogerle por las dos asas:

-Está nevandu, y va a haber temporal de eyu.

-Y usted -la respondí con ganas de meterle la cabeza en el rescoldo-, tan alegre como unas pascuas por eso mismo. Pero ¿qué casta de criatura es usted?

-¡Señor -replicó ahogándose de repente con un sollozo-, lo único que sé es que soy una mujer muy desdichá!

Salió llorando, y yo me quedé con remordimientos de haber despertado en ella aquel dolor con la sequedad de mi pregunta. Después acabé de amurriarme, viendo desde un cuarterón de la solana cómo iban espesando los copos y desapareciendo todos los montes entre las espesas veladuras que bajaban del cielo. ¡Otro temporal en perspectiva y otra encerrona como la pasada!

Cuando volvió Facia con el brasero chisporroteando, entró mi tío detrás de ella. Iba a hablar conmigo de la nevada que estaba encima. Le apenaba, primeramente, por mí, que volvería a hallar eternas las horas, Dios sabía por cuánto tiempo, entre los paredones de la casa; porque las nevadas que venían de repente como aquélla, y a traición, lo mismo podían ser pasajeras que durables; y en segundo lugar, ¿para qué había de ocultármelo? el mucho frío le calaba más «jondo» de lo que él pensaba con los buenos ánimos que tenía para resistirle... Pero «el hueso, el pícaro hueso envejecido como el suyo, era tierra pura, ¡tierra pura y mala que se reblandecía y desborregaba en cuanto le faltaban las lumbraducas de sol!». Otra cosa: todos los años se sacaba la nieve en los puertos su correspondiente ración de carne viva; y siempre que vio nevar por primera vez en cada invierno, se preguntó a sí mismo: ¿a qué infeliz le tocará este año la suerte? Porque nunca faltó, de una banda o de la otra quien, por descuido, por desgracia o por necesidad, se viera cogido y sepultado en la montaña por una cellerisca de nieve; y eso que no se le regateaban los socorros, sin miedo a los ejemplos de muchos que allá se habían quedado con los socorridos, envueltos en una misma mortaja. Siempre le apenaron a él estas reflexiones, hechas sobre recuerdos de desgracias que le dolieron en lo más vivo; «¡pero ahora, ¡cuartajo!, desde que soy lo que soy y he visto caer el primer trapo de nieve!... Ná, hombre, ná, chocheces de viejo apolillao hasta los tuétanos... ¡Pues mira que te vengo con buenas coplas para una ocasión como ésta!... ¿Has visto hombre más simple que tu tío Celso? ¡Pispajo con la rociná de los demonios!».

La triste verdad era que, a pesar de los alientos que había cobrado mi tío, los temporales crudos le mataban, y que los quebrantos de su cuerpo se le reflejaban en el espíritu por más que se empeñaba en disimularlo. Mientras me hablaba así y yo le respondía dando vueltas por el gabinete, se pegaba al brasero como la zarza vieja a la grieta del peñasco, y no dejaba en paz a la badila pareciéndole poco el calor que le daban las ascuas en reposo. Cada vez que llegaba yo a la puerta de la solana, miraba maquinalmente por uno de sus cuarterones, y veía cómo iban espesando los copos y se amontonaban los que el aire depositaba sobre la baranda del balcón, hasta que en una de mis vueltas noté que se formaban grandes remolinos sobre el huerto; que los copos crecían de volumen, y, por último, que empezaba a «trapear» con tal pujanza, que en un instante emblanqueció la poca tierra que se veía desde allí, y se apagaron los mortecinos destellos de la luz del sol que llevaban dos horas de luchar inútilmente con la espesura del nublado.

-Pura tiniebla -oí decir a mi tío desde el brasero-, y a poco más de media tarde. Lo siento por ti, Marcelo... y mira, llama a esas condenadas mujeres para que te traigan una luz y te sea menos triste la soledad...

Y en esto golpeaba el suelo desesperadamente con su cachava, haciéndome creer que las tinieblas le entristecían a él más que a mí. Había sobre la cómoda una bujía en su palmatoria, y me apresuré a encenderla con una cerilla de mi fosforera.

-Hombre -continuó diciéndome, mientras miraba de hito en hito cómo prendía la llama del fósforo en el pálido enteco y congelado de la vela-, yo que tú, aprovecharía estas carceladas para leer tantos libracos como trajiste contigo, y responder a tantas cartas como recibes... Porque de mí no tienes que cuidarte para nada; para nada, ¡trastajo! En arrimándome a la lumbrona de la cocina, ya tengo todo lo que necesito... Y si no, con verlo basta.

Con lo que se levantó de la silla y rompió a andar el bendito de Dios, sin darme apenas tiempo para alumbrarle con la vela en lo más obscuro de los pasadizos.

¡Leer! ¡escribir! No sabía el pobre señor que cuando un hombre da en hallar tedioso el curso de las horas, no puede dedicarse a nada que le distraiga, porque necesita todo el tiempo para aburrirse, por mandato de una ley de la pícara condición humana.

Aquella noche no vino un alma a la tertulia, y la cara menos triste que hubo en la cocina fue la de Facia, la incomprensible y misteriosa mujer gris. Mi tío y yo, como lo solíamos hacer a menudo, cenamos en la perezosa: él su correspondiente ración de leche, alimento único que te había prescrito Neluco últimamente, por convenir tanto a su invencible inapetencia como a la índole de su enfermedad, y yo los ordinarios condumios de Tona y de su madre, a los que se había ido haciendo mi estómago agradecido.

Como la noche era tan larga y yo sabía bien lo interminable que le parecía a mi pobre tío la parte de ella que se destina por las gentes que tienen buena salud al reposo en la cama, procuré que nos acostáramos lo más tarde posible, después de haber cenado los tres sirvientes y recogídose la vasija, y vuelto todos a arrimarse a la lumbre, y probado yo, con poca fortuna, sacar a Tona de la esclavitud de una modorra que la tenía en continuo cabeceo, y a Chisco de su impasibilidad sospechosa. Pero mi tío, que todo lo observaba, dio pronto la voz de «vámonos», y se levantó de su sillón, más agradecido que satisfecho de aquel tan notorio como inútil sacrificio que todos estábamos haciendo por él.

Antes de acostarme salí un momento a la solana para ver cómo quedaba la noche. Continuaba nevando, y todo lo vi negro por el cielo y blanco por la tierra, sin que turbaran la serenidad de aquel cuadro melancólico otros rumores que los del río, muy encrespado con los tributos de las pasadas celliscas y el que estaba recogiendo de la nieve que se deshacía a su contacto con él.

Me desperté muy temprano al otro día, y por satisfacer una curiosidad en que había mucho de pueril, me asomé al balcón, bien arropado. Había cesado de nevar, pero estaba el cielo encapotado, «de color de panza de burra». Yo había visto nevadas en Madrid y en París y en San Petersburgo,... muchas nevadas, pero siempre en terreno llano y entre calles: es decir, una alfombra de lienzo algo sucio sobre la vía pública, y mantas de vellones blancos tendidas en los tejados de enfrente; nevadas, en fin, de teatro, sin la más remota semejanza con lo que estaba viendo desde la solana de mi tío. Parecía que las montañas del contorno habían triplicado su altura, y la unidad de color de todas ellas con la redondez de formas que les daba la acumulación de la nieve sobre sus naturales y bruscas asperezas, cambiaba a mis ojos todos los términos y todas las líneas del panorama que tan conocido me era. No hallaba en el nuevo un solo detalle con que orientarme para reconstruir el que se había borrado en pocas horas. Arboledas, senderos, cañadas, todo había desaparecido, o debajo de la nieve, o por los engaños de la luz sin claro-obscuro; cielo, montes, valles... todo era lo mismo, a modo de descomunal cantera de sal refinada o de cal viva, en cuyo fondo estuviera yo. Ni un ave en el espacio, ni un ser viviente en el suelo en cuanto abarcaba la vista, y el rumor continuo, igual, monótono, del invisible río, como si fuera el estertor de la naturaleza, que se moría tiritando, anémica y abotargada por la frialdad.

Me volví pronto al gabinete, muy mal impresionado, y hallé en el relativo calor de la alcoba un momentáneo remedio al frío glacial que en la solana había penetrado como una saeta en mi cuerpo y en mi espíritu.

Lavoteándome estaba aún para buscar por este medio una reacción consoladora, cuando entró Facia de puntillas por creerme todavía durmiendo, con el brasero que había sacado del gabinete por la noche, según costumbre, antes de acostarme yo. Viéndome levantado, me dijo que se alegraba, porque tenía que darme una noticia, y no buena. Pensé que se trataba de mi tío, y me alarmé.

-No es del amu, gracias a Dios -me dijo respondiendo a una pregunta que la hice, que ha pasau bastante bien la noche, y ya está calentándose en la cocina.. Es del probe Pepazos.

Preguntéla qué le había ocurrido a Pepazos, y me contestó que no había vuelto a casa desde que había salido de ella la tarde anterior.

-Pero ¿por qué camino tomó al salir? -volví a preguntar.

-Por el de los puertus -me respondió la tétrica mujer muy apenada.

Me estremecí recordando lo que me había dicho mi tío sobre los tributos que cobran cada año las nieves en las montañas. Entrando en más explicaciones, supe que Pepazos, en cuanto vio caer los primeros copos de nieve, salió en busca de unas yeguas de su casa, que antes del mediodía andaban pastando en una hoyada a menos de una hora del pueblo, monte arriba. Las había visto él mismo. Tienen las yeguas libres la extraña condición de huir de las nevadas hacia las cumbres, al revés que todos los animales domésticos. Dícese que lo hacen por aversión instintiva al cautiverio. Será o no será así; pero es un hecho constante aquella singular costumbre. Por tenerlo Pepazos bien sabido, salió en busca de sus yeguas cuyo paradero conocía. Suponíase que los cerriles animales, presumiendo la que su amo trataba de jugarles, huirían hacia las alturas. Otro que Pepazos, al ver esto y pensando en la nevada que se venía encima, porque bien claras estaban las señales de ella, habría dejado que el diablo se llevara las yeguas y vuéltose al pueblo por de pronto; pero era, tras de poco avisado, muy terco, nada aprensivo y confiado con exceso en su robustez de encina, y se las apostaría a los veloces animales como si todos fueran unos; y así, corriendo tras ellos de cañada en cañada y de loma en loma, a lo mejor, se vería entre la oscuridad de la noche y con los caminos borrados por la nieve. De modo que si no había tenido la fortuna, como también se creía, de caer en algún invernal, covachona o cosa así, era hombre muerto a aquellas horas, porque debía de haber en los montes más cercanos cosa de una vara de nieve. ¡Era mucho lo que había trapeado desde la caída de la noche!

No me pareció mal razonado este triste pronóstico, y pregunté si se pensaba hacer algo en vista de él; a lo que me respondió Facia que ya estaba hecho cuanto podía hacerse. Al romper el alba habían salido del lugar, no todos los hombres que se brindaron a ello, porque hubieran sido demasiados, sino los que se escogieron por más a propósito por su robustez y por su experiencia: cosa de una docena de ellos en junto. Pidiéndola nombres de aquellos valientes y caritativos convecinos, citóme el primero a don Sabas, que no faltaba nunca a esas llamadas, por considerarse necesario como cualquier otro para atender al negocio de la vida del socorrido, y único en su parroquia para el negocio del alma, si llegaba a tiempo y desgraciadamente no alcanzaba ya para otra cosa; después me nombró al médico, que no cabía en su casa en cuanto sabía que estaba algún convecino en la apurada situación de Pepazos; luego a Chisco, uno de los hombres más arrojados, más fuertes y más entendidos para aquella casta de faenas; y después de nombrarme a otras personas que no me eran tan estimadas, por haberlas tratado menos, cerró la cuenta con Pito Salces, mozo capaz de los imposibles, siempre que hubiera a su lado quien le impidiera hacer una barbaridad; y tres perros de buena nariz, uno de ellos Canelo.

Me pareció aquella empresa harto más alta que la mía de la antevíspera, no sólo por la calidad del enemigo, sino por la grandeza de los fines, y pedí a la mujer gris algunos informes sobre la manera de llevarlo a cabo. Iban los expedicionarios provistos, ante todo, de «barajones», unas tablas con tres agujeros cada una, en los cuales se meten los tarugos de las abarcas. No había nada como ello para andar sobre la nieve sin que se hundieran los pies ni se formaran pellas entre los tarugos. Llevaban también palas, azadas, cuerdas y otros útiles para abrirse paso donde no le hubiera descubierto, o mandar algún auxilio desde arriba adonde no pudiera bajar un hombre por sus pies; no se les olvidaría el aguardiente ni algo de alimento sólido, ni de ropa seca si la había a mano... ni un poco de botiquín, puesto que iba el médico; porque había que pensar en todo. De esta manera emprenderían la marcha hasta la «joyá» adonde había ido Pepazos a recoger las yeguas, y después tomarían el rumbo que más acercado creyeran al que pudo tomar él, corriendo detrás de los fugitivos animales. Por de pronto, ya había la casi seguridad de que el camino le habían llevado uno y otros cuesta arriba. Con estas precauciones y la buena voluntad de todos, se podía esperar algo... aunque no mucho, si Dios no tomaba el caso de su cuenta. De todas suertes, no cabía hacer cosa mayor que la que se había hecho, en la pequeñez de las fuerzas humanas.

Me advirtió también Facia que mi tío no sabía una palabra del suceso, y yo la recomendé mucho la necesidad de que no llegara a conocerle, inventando una disculpa cualquiera para explicarle la ausencia de Chisco si la notara. Y en eso quedamos.

Cuando la mujer gris me dejó solo en mi cuarto, me empeñé obcecadamente en considerar por su lado más negro la generosa empresa acometida por aquellos abnegados tablanqueses, y volví a asomarme al balcón. No nevaba entonces, pero se me oprimió el espíritu al ver el aspecto ceñudo y amenazador que presentaba el cielo; y, sin embargo, sentí cierta mortificación del amor propio por no haberse contado conmigo para formar parte de aquella denodada legión, ¡como si no hubiera sido yo un verdadero y continuo estorbo en ella! Pero si no la acompañé materialmente, no la aparté un instante de mi memoria; y por eso, al asomarme a los cristales de mis observatorios (y lo eran todos los claros de la casa), cada copo solitario e indeciso que pasaba al alcance de mis ojos, me inquietaba mucho por creerle mensajero de otros mil y mil millones de ellos. Afortunadamente estaba el aire en calma, lo cual hubiera hecho menos temible en el monte un recrudecimiento del temporal.

Así continuaron las cosas hasta muy cerca del mediodía. A esa hora aparecieron por el Noroeste unos celajes negros, sucios, tormentosos; vi, casi al mismo tiempo, que las arboledas y puntas salientes de los montes que cercaban el valle por el lado opuesto, como por la fuerza de un estremecimiento instantáneo se desnudaban de sus envolturas de nieve, las cuales caían en cataratas, levantando al caer blanquísimas polvaredas que arrastraba el aire embravecido ya; y a muy poco rato, que de la nube más baja y más lejana y más negra, se desprendía una masa en forma de cono invertido, y que su cúspide se unía con la de otro que ascendía de la tierra. Fundidos así los dos conos, formaron una gigantesca columna, la cual, girando al mismo tiempo vertiginosamente sobre su eje, vino avanzando hacia el valle y llegó a él y le atravesó a lo ancho, tocando casi el suelo con su base y elevando el capitel enorme por encima de los más altos picachos del Este. Acompañábala un siniestro rebramar, y una luz tétrica que apenas me dejó ver el estrago de su choque contra el obstáculo inconmovible de los montes, sobre los cuales se deshizo en negros y deshilados jirones. ¿Qué sería de los infelices errantes por sus cumbres y laderas?...

Bajo el peso terrorífico de esta idea, pasó una hora, durante la cual volvió a reinar la calma en la Naturaleza; pero no llegó al valle ninguna noticia de los infelices expedicionarios.

Me llamaron a comer, sentéme a la mesa y no comí, ni siquiera supe disimular bien las inquietudes que eran la causa de ello delante de mi tío que no me quitaba ojo; inventé para tranquilizarle una mentira sandia y mal zurcida, y al fin me levanté de la perezosa, dejando al pobre señor persuadido de que mi resignación estaba a punto de agotarse en presencia de aquel negro temporal. Preferí que creyera esto a descubrirle la verdad; le dejé reposando lo que él llamaba su comida, y me volví a mi ronda, de claro en claro, por todos los ventanillos de la casa. Continuaba encalmado el viento y nevaba muy poco; pero Chisco no asomaba por ninguna parte, ni una noticia de las que yo esperaba con un ansia que tocaba en lo febril.

Llegó la media tarde, sombría, oscura, tétrica y como preñada de horrores para cuantos la contemplaran con ojos como los de mis recelos.

Ni nevaba ni ventaba ya, ni se oía una voz, ni una pisada ni un golpe, ni a la casona ni al pueblo se encaminaba alma nacida por ninguna senda de las visibles. Todo era silencio y lobreguez y amenazas de una noche tremenda para el infeliz que anduviera vivo y errante entre las inclemencias de la montaña. Mis inquietudes no cabían ya dentro de mí, ni yo dentro de la casona. Me calcé y me abrigué convenientemente; bajé al portal con muchas precauciones para que no lo notara mi tío, y emprendí resueltamente el camino del pueblo, borrado en absoluto por la nieve. Me costó el descenso del pedregal más de cuatro costaladas; pero llegué vivo y pronto. No aspiraba yo a otra cosa. ¿A qué puerta llamar? A la primera. Llamé. Iguales temores allí que los míos, y ni una noticia más; es decir, ninguna noticia. Internéme en el lugar y llamé a otra puerta, que resultó ser la del Topero. Buena fuente para los informes que yo iba buscando. Hallábase la familia vagando por la casa y por el portal, sin hablar una palabra y tropezando unos con otros, asomándose a los esquinales, mirando por aquí y escuchando hacia allá, y volviéndose adentro y tornando a salir. Tenía los ojos Tanasia como puños, de tanto llorar; y en cuanto me vio a mí se llevó el delantal a ellos; y tal fue su desconsuelo, que parecía echar el alma en cada sollozo. Por lo demás, estaba muy guapa. Temiéndome lo peor, la pregunté por qué lloraba, y me respondió, entre jipidos y lagrimones, que si me parecían pocos los motivos.

-Ya pué ver -me dijo el Topero viniendo en su amparo-, con la cellerisca negra de jaz pocas horas, y lo que está en el monti sin sabese de eyu...

Me acordé de Pepazos; pero también de Chisco. ¿Por cuál de los dos lloraría Tanasia? No pudiendo preguntárselo (aunque hubiera sido ociosa la pregunta), traté de consolarla. No lo conseguí de pronto, porque era mucha tempestad para calmarla en un solo conjuro; pero a los dos o tres que la hice, no quedaron de ella más que la hinchazón de los ojos y algún que otro suspiro mal devorado en el pecho. Utilizando el influjo que indudablemente había alcanzado yo en esta prueba sobre el ánimo de Tanasia, sentí como esperanzas de arrancarla el secreto de su corazón a poco que me empeñara en ello; pero estaba el mío vivamente interesado en otro asunto muy diferente, y me pareció el empeño hasta una profanación. ¿Qué importaban ya las preferencias amorosas de la hija del Topero, cuando Chisco y Pepazos, con todos los que habían subido a la montaña con el primero en busca del segundo, podían no ser más, a aquellas horas, que un montón de rígidos cadáveres mal envueltos en la mortaja de la nieve? Arrastráronse hacia este lado todos mis anhelos, y acosé a preguntas ociosas a todos y a cada uno de los de la casa. Lo único que saqué en limpio y de nuevo fue la noticia de que tan pronto como pasó la tromba de mediodía, había salido otra expedición de valientes; pero no más que «contra eyus», «contra» los que faltaban; es decir, a su encuentro, o ver si los columbraban desde cierta distancia. No se podía hacer otra cosa, ignorándose, como se ignoraba, su rumbo y su paradero en una tarde tan corta, tan amenazante y con el temor de una noche como la que se barruntaba. Lo cierto es que había motivos sobrados para estremecerse y temblar, como me estremecía y temblaba yo pensando en don Sabas, en Neluco, en Chisco, en Pito Salces... Dios piadoso, ¡qué sería de ellos y de cuantos los habían acompañado en su denonada empresa!

Y pensé también en la nieta de don Pedro Nolasco y en el mismo octogenario Marmitón, y en su hija, si eran sabedores de lo que ocurría. Pero ¿cómo ignorarse en aquella casa lo que era tan sabido y tan llorado en todas las del lugar? Y en esta situación, ¿quién se acercaba, sin un consuelo racional, a aquella familia, sobre todo a Lita, que debía de hallarse tocando el cielo con las manos, y no de ira, sino de espanto, de consternación, al pedir a Dios por la vida de todos, y particularmente por la de Neluco? Por eso no me acerqué yo, al cabo de los tres cuartos de hora bien corridos que pasé en casa del Topero luchando con la duda.

Así llegó el crepúsculo, torvo, silencioso, amenazante, como ladrón asesino que aguarda las tinieblas de la noche para consumar el crimen forjado en su cerebro. Cuantos cálculos hacíamos para engañarnos unos a otros, resultaban increíbles en presencia de la realidad de tantas horas transcurridas sin saber nada de los ausentes, y, sobre todo, de aquella noche espantable que se venía encima de Tablanca y que, si llegaba antes que ellos, podía considerarse ya como su losa funeraria. Yo sostenía que no, contra todas mis convicciones, porque era muy duro rendirse sin protesta en tan apurada situación de espíritu, y no alentar un poco el de aquellas honradas gentes, harto más competentes que yo en el punto que ventilábamos.

-Pase -llegué a decirles-, que Pepazos, que está «allá» desde anoche, solo, desprevenido... ¡Pero los otros!... bien pertrechados de medios de defensa, con víveres abundantes... En fin, que de éstos casi respondo yo.

Observé que le gustaba el razonamiento a Tanasia, aun en la hipótesis de dar por difunto a Pepazos, y esto me animó a distinguir y encarecer las valentías de Chisco entre las de todos los valientes que le acompañaban, lo cual fue menos del agrado del Topero que del de su hija, señal bien evidente de que el Tarumbo no estaba mal informado acerca de este delicado particular. Pero no di al descubrimiento la importancia que le hubiera dado en otra ocasión, porque las impaciencias nos consumían, y notaba que, como si allí no hubiera más ánimos que los míos, a medida que se los infundía a Tanasia y a su familia, iba quedándome yo sin ellos. Pensaba al propio tiempo que cambiando de lugar cambiarían de cara los sucesos, con noticias que podían salirme al paso cuando menos lo creyera; pensaba también en mi pobre tío, a quien había dejado solo y entristecido por mis mal traducidas preocupaciones; y pensaba, por último, en la tenebrosa noche que estaba ya llegando, y en los peligros de que me cogiera en el camino, aunque no muy largo, de mi casa.

Salí, pues, de la del Topero, salpicándome el vestido los copos de nieve que empezaban a caer; y apretando bien el paso y aprovechando la escasísima luz que quedaba del día para mirar en todas direcciones buscando con los ojos lo que no encontraba por ninguna parte, llegué pronto a la casona, en la cual hallé a mi tío muy apurado por mi ausencia, que le expliqué como mejor pude, y a la mujer gris que me devoraba con los ojos pidiéndome noticias que esperaba yo obtener de ella. Ni había vuelto Chisco, ni por allí había pasado alma viviente que diera cuenta de él ni de los otros. Y a todo esto, mi tío echándole ya en falta y Facia y Tona y yo viéndonos negros para ocultarle la verdad de lo que ocurría, y la nieve espesando, y avanzando las tinieblas de la noche... ¡Dios eterno, qué anhelación la mía! Cuando se cerraran los portones de la casa, y Chisco no estuviera dentro de ella, y aquel infeliz señor lo supiera, y tuviéramos que enterarle de la verdad... ¡qué puñalada para él!

Y acabó la noche, al fin, de envolver la casona y el valle y las montañas en la más densa e impenetrable oscuridad; se cerraron los portones, se avivó la fogata de la cocina, se arrimó a ella mi tío en el sitio de costumbre, pero inquieto y alarmado también, porque nos veía alarmados e inquietos a todos los que vagábamos como sombras, más que andábamos como personas, en su derredor... y ¡nada, ni una voz afuera, ni un golpe, ni un silbido!... El silencio, la soledad, el frío de los sepulcros, ¡la muerte por todas partes! Jamás me había parecido la majestad de Dios tan imponente, ni le había rezado con más fervor que entonces, mientras andaba yo de puerta en puerta mirando y escuchando, sin ver ni oír más que la insondable negrura de la noche, el incesante bramar del Nansa, que, más que ruido, parecía la respiración del silencio y los latidos descompensados de mi corazón.

Así pasó una hora que me pareció un siglo; y ya iba yo a preparar a mi tío (que languidecía por momentos sin atreverse a preguntarnos una palabra) para la terrible noticia con un discurso muy mal hilvanado, cuando quiso Dios que se oyeran dos recios golpes en el portón que da a la calleja. Aquello era, cuando menos, una tregua en la espantosa agonía que estábamos sufriendo todos dentro de aquellos ennegrecidos muros. Pero si el que llamaba no era Chisco o quien nos trajera noticias suyas y de los demás ausentes, ¿no había para matarle, fuera quien fuera?

Yo mismo cogí el farol que estaba encendido desde mucho antes por un lujo de precauciones tomadas a falta de cosa mejor y más tranquilizadora en que ocuparme, y bajé de tres en tres los peldaños de la escalera; llegué al portón al mismo tiempo que se repetían en él los garrotazos, y con mano torpe y acelerada solté el barrote que le aseguraba por dentro, destranqué y abrí. Dos bultos aguardaban afuera. Levanté el farol para reconocerlos antes de dejarlos entrar, y conocí ¡Dios misericordioso! a Neluco y a Chisco... También Canelo estaba allí, acurrucado. Entraron, me abalancé a ellos y los abracé casi llorando de alegría. ¡Pero en qué estado se hallaban! Chisco, macilento, desalentado, con la cabeza vendada y un brazo en cabestrillo. Neluco, despeado y lacio; y los dos empapados en agua de pies a cabeza, yertos, amoratados de frío... Invadiéronme de nuevo los sobresaltos y las inquietudes, y les pregunté con un miedo horrible a las respuestas:

-¿Y don Sabas?

-Bueno -me respondió Neluco con voz empañada.

-¿Y Pito Salces?

-También.

-¿Y Pepazos?

-¡Por el amor de Dios! -interrumpió el médico empujándome hacia el fondo del estragal-. Ropa seca y un poco de lumbre para mí, y una cama para éste, antes de todo; y calentándonos hablaremos después.

-Es que está mi tío en la cocina -repliqué temiendo que no pudiera decirse delante de él todo lo que Neluco tuviera que contar.

-No importa -respondió impaciente y andando, llevándose por delante a Chisco que parecía insensible a cuanto le rodeaba.

Cerró Facia el portón, y subimos todos.




ArribaAbajo- XXII -

El relato que hizo Neluco al amor de la lumbre y vestido ya con ropas mías, fue lacónico, expresivo y pintoresco en sumo grado; y bien puede asegurarse que aun sin estas excepcionales condiciones, no le hubiera faltado la hondísima atención con que le oímos mi tío, sus dos criadas y yo.

Según el médico, la quedada de Pepazos en el monte había corrido por el lugar hacia las diez de la noche, con la rapidez de un reguero de pólvora inflamada, y con la misma brevedad se examinó el suceso, fue estimada su importancia y se acordó y dispuso el único socorro que podía prestársele y se le prestaría tan pronto como Dios mandara a la tierra una chispa de luz con que guiarse para emprender el camino un poco menos que a tientas. Así se hizo al alborear el nuevo día. Los nombres de los expedicionarios eran los mismos que me había dado Facia pocas horas después de haber salido de Tablanca la expedición. A Chisco, que no estuvo presente en «las juntas», se le dio por «conforme», y se le avisó con las debidas precauciones para no alarmar a su amo.

Se conocía el punto de partida de Pepazos detrás de sus yeguas, y cierta querencia que éstas y otras del lugar tenían a determinados sitios de los altos; y una vez colocados los exploradores sobre aquel terreno, ni siquiera pusieron en duda la dirección que habían tomado las unas huyendo y el otro persiguiéndolas para «atajarlas». Por un palmo de nieve más o menos, no dejaba Pepazos de volver a su casa, por alejado que estuviese de ella y por muy negra que fuera la noche; y el no haber vuelto era señal de que cuando cayó en la cuenta de que estaba nevando de firme y pensó en volverse, el espesor de la nieve no bajaba ya de media vara, lo cual no podía haber ocurrido, según dictamen de los que habían visto «el aire de nevar» aquella noche, antes de las ocho y media o las nueve. Sumando las horas transcurridas desde el comienzo de la empresa de Pepazos hasta entonces; midiendo el andar que llevaría monte arriba, y deduciendo de ello los ziszás que haría, probablemente, en sus varias intentonas de «ataje» por las laderas, salía la cuenta justa: si Pepazos no estaba en el invernal de «Peñarroja», estaba en la «Cuevona» del «Pedregalón de Escajeras», o se le había zampado el lobo, lo cual no era verosímil habiendo cerca del mozallón bestias de tan sabrosa carne como las que él iba persiguiendo. Ni el hambre ni el frío eran capaces de acabar en una noche sola con una vida tan dura de roer como la de Pepazos. Nadie lo dudó, y la caravana emprendió la subida de los montes sin atender otra cosa que a pisar en firme y ganar tiempo. Por misericordia de Dios, el día, aunque pardo, se presentaba relativamente sereno, y apenas chispeaba la nieve por entonces.

Tres horas duró la subida más agria, y otra el paso de la primera loma a lo largo de ella. De estas cuatro horas, la segunda y la tercera fueron de prueba, porque hubo en ellas de todo lo malo que abunda en el monte durante las nevadas del calibre de aquélla: aires que entumecen, torbellinos que ahogan, nieblas que desorientan y extravían, sendas borradas, suelos traidores, caminos franqueados con las palas o adivinados por los más expertos; caídas inesperadas, cómicas muchas y de riesgos mortales algunas de ellas; sustos frecuentes y fatigas incesantes... La hora que duró el paso de la hoyada entre la primera y la segunda loma, fue más llevadera. Al fin de esta hoyada, es decir, a los comienzos de la loma segunda, está el Pedregalón, con la boca abierta a muy poca altura del suelo y encarada a la ruta que llevaban los expedicionarios. Se columbró muy pronto la mancha gris del pedregal sobre el fondo blanquísimo y esponjado de la nieve; diez minutos después se dibujó perfectamente la boca de la cueva, y desde un poco más adelante, algo que no estaba enteramente quieto dentro de sus mandíbulas abiertas y desencajadas; cincuenta pasos más, y hasta los menos sutiles de vista conocieron en lo que parecía mendrugo de aquel gaznate descomunal y olfateaban ya los perros de la caravana, a Pepazos en cuerpo y alma. Allí estaba el pedazo de bruto lo mismo que un ídolo japonés acurrucado en su hornacina, con los brazos en jarras, los mofletes muy colorados, la boca de oreja a oreja y los ojos muy risueños, viendo llegar a sus convecinos, tan tranquilo y descuidado como si los hubiera citado él para que acudieran a aquel sitio y a la hora en que llegaban. Correspondiente a esta actitud irracional, fue el saludo que le dirigieron los recién llegados, que no podían ya con los barajones ni con los propios cuerpos: una tempestad de injurias y de motes, y hasta de ladridos de los perros.

-¿Por qué no te golvistes a tiempu, animal, más que animal? -preguntóle uno.

A lo que respondió Pepazos al instante:

-Porque me había empeñau en atajar las yeguas; y como la nievi me servía pa columbralas bien dimpués que cerró la noche... jala, jala, jala, parriba detrás de eyas; torna aquí y ataja acuyá...

-Y ¿dónde están esas bestias a la presente? -le preguntó el Cura.

-Sábelu Dios -contestó Pepazos entristecido con la pregunta-. Al ayegar yo a esa joyá, tresponierum eyas la otra cumbri como si las yevaran los demontris... y échilas un galgu... Apretaba la ventisca, espesaba la nievi, había muchu que andar hasta Tablanca, tenía cerca esta cuevona, y aquí me acaldé tan guapamenti.

-¿Y habrás sido capaz de dormir? -le interpeló el médico.

-Como que no tenía otra cosa que jacer... -respondió el mozallón admirado de la pregunta.

-Sin acordarte maldita la cosa -insistió Neluco-, del susto que dabas a tu familia y a todo el pueblo...

Se encogió de hombros el interpelado, como si entonces cayera en ello por primera vez. Al notarlo, dijo don Sabas descomponiéndose un poco:

-Y si todos hubiéramos sido tan cernícalos como tú, ¿qué hubiera sido de ti, si no hoy, mañana, cuando el hambre y el frío te acometieran?

Otro encogimiento de hombros por respuesta, como si tampoco hubiera cruzado señal de semejante idea por el meollo de Pepazos.

En fin, que no había atadero en aquel hombre... ni mucho tiempo que perder; por lo que se metieron los de afuera en la cuevona, obra bien fácil, porque le llegaba ya la nieve a media vara de la boca; descansaron y comieron todos, poniendo a raya la voracidad de Pepazos, sin lo cual no hubieran alcanzado las provisiones para él solo; y como el cielo iba ennegreciéndose por mala parte, después de un ligero reposo salieron todos de la cueva apercibidos para la marcha, y la emprendieron a buen andar montada abajo.

Al principio todo fue bien, y hasta abundaron las zumbas, las indirectas y las ironías enderezadas a Pepazos, que no se enteraba de la mayor parte de ellas por natural torpeza de su magín. Pito Salces se desató en barbaridades contra él, y, sobre todo, contra el Topero, que le abría la puerta, mientras se la cerraba a un hombre tan avispado como uno que él (Chorcos) conocía «igual que a sí mesmo», y que, aunque otra cosa se dijera por ciertas lenguas, era el que plantaba el jito en el corazón de Tanasia. Esto, dicho entre cabriolas, manoteos y risotadas, delante de toda aquella gente, y sin respeto alguno a la autoridad del señor Cura, dejó desconcertado y mohíno a Pepazos, y a Chisco del color de la nieve, y no de frío, sino de santa indignación que puso a Chorcos en grave riesgo de bajar rodando una ladera «pendía» que asomaba a diez varas de ellos.

Pero pasó la gresca, como pasaban a cada instante ciertas rachas de cierzo que flagelaban las caras con manojos (tales parecían) de la nieve seca que llevaba consigo.

Lo que no pasaba era aquella negrura que se veía sobre el horizonte frontero: lejos de pasar, iba avanzando y extendiéndose en todas direcciones; y cuanto más avanzaba y se extendía, «más de ella» quedaba a la otra parte; vamos, como la «jumera» de un calero muy grande que acabara de encenderse detrás de los montes lejanos. Y esto era lo que no perdían de vista don Sabas y los que, aunque no tanto como él, eran muy entendidos en aquella casta de nublados; y por esto husmeaba el Cura el paisaje con avidez, y cortaba las apuntadas conversaciones con mandatos secos de avivar la marcha. Hasta los perros encogían el rabo y se ponían a la vera y al andar de la gente, sobre todo cuando se oyó bramar el cierzo entre los pelados robledales y en las gargantas de la cordillera, y se enturbió de repente la luz, como si fuera a anochecer enseguida, y se vio desprenderse de lo más negro y más lejano de las nubes aquel pingajo siniestro que había visto yo desde mi casa, y unirse luego con el otro pingajo que ascendía de la tierra, y comenzar, fundidos ya en una pieza los dos, a dar vueltas como un huso entre los dedos de una «jiladora» y andar, andar, andar hacia ellos, los peregrinos del monte, como si lo empujara el bramar que se oía detrás de ellos, si no era ello mismo lo que bramaba, repleto de iras y de ansias de exterminio, muertes y desolaciones.

Don Sabas miró entonces a Neluco con ojos de alarma; Neluco al Cura; Chisco y Pito Salces a los dos; y todos se miraron unos a otros, y todos se detuvieron de repente como si obedecieran al impulso de un mismo resorte. Canelo y sus congéneres se detuvieron también y se arrimaron al grupo, mirando a todas las caras y exhalando entrecortados aullidos quejumbrosos.

-Aquello -dijo Sabas apuntando a la tromba-, ha de pasar por aquí sin tardar mucho... ¡Y en qué sitio nos coge!

Estaban a la sazón en el centro de una altura, casi una meseta, desamparada por todas partes y dominada hacia la izquierda por un picacho, entre el cual y la sierra se abría la boca de una barranca profundísima. Cerca de la barranca y en el lado de la sierra, había un robledal bastante espeso y de recios troncos. Escaso refugio era aquél y peligroso en sumo grado para defenderse de un enemigo tan formidable como el que se les iba encima a paso de gigante; pero como no tenían otro mejor a sus alcances, a él acudieron sin tardanza. Eligió cada cual su tronco, en la seguridad de que lo mismo podía servirle de amparo que de verdugo; y allí se estuvieron, encomendándose a Dios y respondiendo a las preces que en voz resonante le dirigía don Sabas, pidiéndole por la vida de todos, aunque fuera al precio de la suya propia.

Lo tan temido y esperado no tardó en llegar, negro, espeso, rugiente, furibundo, como si toda la mar con sus olas embravecidas, y sus huracanes y sus bramidos, y su empuje irresistible, hubiera salido de su álveo incomensurable para pasar por allí. Temblaron hasta los más valientes (y lo eran mucho todos los de aquella denodada legión), y ninguno de ellos supo darse cuenta cabal del principio ni del fin del paso de aquel tan rápido como espantoso huracán. ¡Y que solamente les había alcanzado uno de los jirones de la tromba, desgarrada en su primer choque contra las moles de la cordillera!

Hubo en el robledal ramas desgajadas y troncos removidos, y apareció desfigurado el suelo, barrido de nieve donde antes hubo mucha, y enormes cúmulos de ella donde había escaseado más. Esto fue lo primero que se metió por los ojos de los infelices, tan pronto como los abrieron para buscarse con la vista unos a otros. Nadie estaba en el sitio que había ocupado antes de la tormenta, y Pepazos yacía sepultado de medio abajo en una pila de nieve, fuera del robledal y a muy pocos pasos de la barranca... ¡Pero faltaba uno! ¡faltaba Chisco! y no respondía a las voces con que se le llamaba, ni se le veía por ninguna parte... ¿Dónde buscarle? ¿Qué sitio había ocupado en el robledal? ¿Quién estuvo cerca de él? ¿Quién le había visto al reventar la cellerisca negra?

En aquel mismo instante sacó Pepazos sus zancas de la nieve y rompió a hablar. Él se había salido del robledal por creerse más seguro afuera al sentir en la cara los primeros latigazos de «la nube». Observólo Chisco, que estaba a su lado, y le llamó para que se volviera al robledal antes con antes, si no quería salir volando por encima de la barranca o caer en ella sepultado, que tanto daba: Pepazos que no, y Chisco que sí, échase sobre el otro para meterle adentro por buenas o por malas; revienta en esto la cellerisca, y no volvió Pepazos a oír ni a ver ni a sentir cosa alguna de este mundo hasta lo que estaba viendo y oyendo a la presente.

Pito Salces, que no quitaba ojo a Pepazos ni perdía una sola palabra de las que iba diciendo el mozallón, en cuanto éste cesó de hablar se plantó de un saltó en la orilla de la barranca, y allí se puso a husmear, con la avidez de un perro de buena nariz, en todas direcciones y hasta en las negras profundidades del abismo. El dolor, la consternación de aquellas generosas y honradas gentes, no son para pintados. Se corría de acá para allá; olfateaba desesperadamente Canelo (a los otros dos canes los había barrido el huracán); se llamaba a Chisco en todos los imaginables tonos de la angustia humana, y se removían los montones de nieve con la pala, con la azada, con los pies, con las uñas... ¡y nada!

En esto se oye un grito de Pito Salces, y estas palabras que volvieron la vida a todos:

-¡Aquí está, puches! o yo no tengo ojos en la cara.

Hallábase el bueno de Pito esparrancado en el borde mismo de la quebrada y mirando ansiosamente hacia abajo. Allí, en el estrecho lomo de la única peña que avanzaba sobre el abismo y se arraigaba en la orilla, a cosa de treinta pies más abajo de donde afirmaban los suyos para mirar Pito y los que habían acudido a su llamada, se veía un cuerpo humano medio cubierto por la nieve. Indudablemente era el de Chisco, por las señales de su vestido y de su tamaño; pero ¿quedaría algo de vida en aquel ser que parecía inanimado? Pito sostenía que sí, porque se atrevía a jurar que había pescado cierta «movición» de brazo en él. De todas maneras, había que sacarle de allí. ¿Cómo? ¿Por dónde? Y aquí las ansias y la desesperación, porque el socorro era dificultoso y el tiempo apremiaba inexorable. El corte de la montaña por aquel lado era casi vertical, a pico sobre el barranco, y sólo había un ligero tramo, de talud muy enlomado, precisamente a plomo de la peña con la cual se unía por su base. Entre la peña y la base del talud había un espacio de algunas varas. En aquel espacio, muy arrimado a la peña y con bien marcada inclinación hacia el abismo, estaba lo que se parecía a Chisco boca abajo e inmóvil; parecer que confirmaba Canelo desde arriba latiendo desaforadamente y buscando una senda por donde lanzarse en ayuda de su dueño. Por razones de suma prudencia, mandó Neluco que se sujetara al perro en el acto y se le tuviera lejos del sitio en que se hallaban don Sabas, Pito Salces y él, discurriendo sobre el problema de la bajada. Ésta no era imposible, ni mucho menos, para aquellos arriesgados y duchos montañeses con los recursos auxiliares que tenían a su disposición; pero en aquellos instantes ofrecía un peligro tremendo, no para el que bajara, sino para el que se hallaba abajo ya, indefenso e inerte. El talud estaba cubierto, hasta la arista de arriba, de una capa de nieve que no mediría menos de vara y media de espesor, y debía de medir mucho más tal vez el doble, la que había en la explanada de abajo, en uno de cuyos lados yacía Chisco sin dar señales de vida, por más que siguiera jurando Chorcos que sí las daba. Remover la nieve de arriba, siquiera fuese ligeramente (y de aquí la precaución de Neluco tomada con Canelo), equivalía a producir un corrimiento de ella, que, ganando peso y velocidad de palmo en palmo, llegaría a la peña como un alud de bastante empuje para arrastrar a Chisco a los profundos de la barranca. Esto, que estaba en la mente de todos, era lo que los tenía febriles y consternados. Todos estaban dispuestos a bajar, pero a nadie le era permitido. Pito Salces, que no cabía dentro de sí mismo y andaba leguas por segundo en los tres palmos de suelo que ocupaban sus pies, se dio de pronto un puñetazo en la frente. ¡Puches! ya tenía la idea.

-¿Están las cuerdas listas? -preguntó.

Respondiéronle que sí.

-¿Alcanzará ca una de eyas hasta abaju?

Se le respondió que con sobras de otro tanto. Pidió luego una pala. Examinó la cuerda, midiéndola braza a braza; la dejó después enroscada en el suelo cerca del borde del barranco; puso la pala sobre la rosca, y volvió a asomarse al precipicio. Enseguida preguntó a los más cercanos de los que le miraban a él silenciosos y llenos de curiosidad:

-¿Habrá siquiera, siquiera, dos varas de nieve en la yanauca de ayá baju?

-Y más que más -se le respondió.

Quitóse los barajones en un periquete; los arrojó a un lado, enderezóse y dijo:

-Los rayos, ¡puches!, son pa cuando truena, y las oraciones, señor don Sabas, pa cuando se nesecitan como ahora mesmu.

Besó la mano al Cura; arrimóse otra vez a la orilla de la barranca; dijo a los que le contemplaban atónitos, por ignorar los planes que le movían a hacer aquellas cosas tan raras, que tuvieran listas la pala y la cuerda para cuando las pidiera él; miró un instante hacia abajo, santiguóse rápidamente, invocó a «Jesús crucificado...» ¡y allá va eso! Se lanzó al abismo entre el asombro y el espanto de todos. Hay que advertir que desde que se notó la falta de Chisco hasta aquella sublime barbaridad, no pasaron diez minutos. ¡Tan de prisa se andaba, se discurría y se obraba allí!

Los que vieron caer a Pito Salces (que fueron todos los que de la caravana quedaban arriba, Canelo inclusive) derecho, rígido como un huso, y haciendo de los brazos alas y balancín para gobernarse en los aires, no lograron averiguar cuál fue primero, si el hundirse en la nieve hasta la cruz de los calzones, o el echar las dos manos sobre el cuerpo inmóvil de su amigo, haciendo presa en él. Enseguida tiró del cuerpo con todas sus fuerzas, logró arrastrarle a su terreno y le dejó sobre la nieve en lugar más seguro y boca arriba. Todos conocieron a Chisco en cuanto le vieron así; pero ¡horror de los horrores! en el sitio en que había estado apoyada su cabeza quedaba un manchón de sangre que se distinguía perfectamente sobre la blancura deslumbradora de la nieve. Casi al mismo tiempo que se hacía este triste descubrimiento, gritaba Pito desde abajo volviendo la mirada hacia los de arriba:

-¡Hay hombre, puches, y hasta con su resueyu correspondienti!

-¡Arriba con él sin tardanza! -gritó Neluco entonces desde lo alto.

-¡Hay que barrer primero el camino! -contestó Chorcos desde abajo-. Échenme una pala antes con antes, porque ya tengo la idea, ¡puches!, y vaigan jiciendu por arriba lo que a mí me vean jacer por acá abaju... en cuanto yo avise.

Cayó la pala enseguida, perfectamente a plomo y en el sitio mismo que Chorcos señalaba con la mano; apoderóse de ella, y comenzó a expalar nieve a diestro y a siniestro, arrojándola por encima de los bordes de aquella aérea y minúscula península unida al continente de la montaña por un istmo que no tenía tres varas de anchura. En dos minutos quedó el istmo despejado y abierta una senda en el campizo que tapizaba por allí los raigones del peñasco, hasta el montón de nieve sobre el cual yacía Chisco. Enseguida se arrimó el intrépido muchacho a la base del talud, y allí, como si se hallara en el huerto de su casa, sin inquietarse lo más mínimo por la visión de los abismos horrendos que se abrían a media vara de cada uno de sus pies, púsose a expalar la nieve del talud, a un lado y a otro, mandando al propio tiempo que se hiciera arriba lo mismo, en cuanto alcanzaran las palas. Sin base ya la nieve del talud y removida por lo alto, empezó a escurrirse hasta el istmo, donde se partía en dos cascadas que desaparecían en el barranco. Despejado y limpio el talud en breves momentos y desembarazado, por consiguiente, de los peligros que se temían antes, echóse abajo la cuerda que pidió Chorcos; ató como debía y él sabía hacerlo, a su amigo por los sobacos, y tirando con tiento los de arriba y ayudando él con cariño desde abajo, quedó Chisco, que no podía hacer nada por sí, arrimado al talud.

-¡Arriba ahora con él! -voceó Pito Salces, y a pulsu, porque si no yeva un brazu cascau, ha de faltali pocu.

Llegó Chisco felizmente a lo alto, volvió a descender la cuerda, atóse con ella Chorcos, subiéronle; y sin detenerse nadie a ponderarle la hazaña, ni ocurrírsele a él que lo que acababa de hacer mereciera tal nombre, corrieron todos a rodear a Chisco, de quien ya se había apoderado el médico en el robledal, asistido de don Sabas principalmente. La herida de la cabeza resultó insignificante, y lo del brazo ni siquiera llegaba a dislocación del hombro. Lo peor era la sangre perdida que le debilitaba mucho, y lo que pudiera haber de conmoción cerebral, aunque era buen síntoma lo dócil que iba mostrándose todo el organismo a los remedios que Neluco le aplicaba. A los tres cuartos de hora se sentaba el enfermo por su propio esfuerzo y por su libre voluntad; otro cuarto de hora después, pedía minuciosas noticias de todo lo que le había pasado; a la hora y media, comía con gran apetito y bebía cuando le daban; y sin cumplirse las dos horas, ensayaba sus bríos de caminante pataleando sobre la nieve y rogando al Cura y a Neluco que se rompiera la marcha cuanto antes.

Caminando ya, decía don Sabas al médico:

-¡Y se dirá que ya no se hacen milagros! Haber en el paredón liso de la barranca una sola peña saliente; ir a dar Chisco a esa peña arrastrado por la cellerisca; tener la peña un colchón de más de dos varas de nieve, y envolverle a él la cellerisca en cobertores de más de otro tanto, para que la caída fuera blanda. ¿No son milagros éstos? Y, por último, ¿no es el mayor de todos la ocurrencia de Pito? Porque ¿de qué hubieran servido los otros sin esa barbaridad?

Como había que acomodarse al andar de Chisco, que no era su andar ordinario, la bajada a Tablanca duró bastante más de lo calculado a la salida de la «Cuevona» del «Pedregalón de Escajeras»; y como, así y todo, el mozón de Robacío no era de hierro, llegó a cansarse mucho y a no sentirse bien a medida que avanzaba la noche y el frío arreciaba.

Hubo temores de que no pudiera llegar a Tablanca por sus pies, y se buscaron atajos para llegar cuanto antes. Cómo llegaron, al fin, Neluco y el enfermo, ya lo habíamos visto nosotros. Se calentó la cama de Chisco, se le despojó de sus ropas húmedas, se le dieron unas fricciones de aguardiente; y en la cama seguía reposando al referir Neluco en la cocina estos sucesos que más de una vez empañaron los ojos de Facia, e hicieron estremecerse de pavor y de entusiasmo a su hija Tona, mientras a mi tío le temblaba la barbilla y le chispeaban los ojuelos clavados en los del narrador. En cuanto a mí, con admirar tanto como admiré la atrocidad heroica de Pito Salces, y con sentir tan hondamente como sentí el percance tremendo del pobre Chisco, aún me resultaba poco todo ello en comparación del cuadro de horrores que yo había estado forjándome en la cabeza durante el día y una buena parte de la noche.

Terminado el relato, con minuciosos comentarios de los oyentes, y reanimado ya Neluco con el calor de la lumbrona, diose una vuelta por la alcoba de Chisco; vio y vimos todos que dormía profundamente un sueño tranquilo y reparador sin señal de calentura; dionos instrucciones para lo que pudiera acontecer hasta que volviera él a la mañana siguiente; pidió el farol que ya le tenía Facia preparado; despidióse y se fue a su casa, donde estaría su ama de gobierno llorando por él y hasta encomendándole a Dios. Expliqué yo luego a mi tío, con la razón de estos sucesos, mi conducta de todo el día; pareció tranquilizarse con ello; nos arrimamos poco después a la perezosa; cené yo con un apetito como no había sentido otro en mi vida, y una hora después nos retirábamos a dormir.

¡A dormir!... ¡Buenas andaban para ello las horas de aquel día y de aquella noche memorables!

Habíame yo metido en la cama con la cabeza atiborrada de sucesos extraordinarios y el corazón henchido de impresiones; veía la tempestad rugiendo entre las montañas, desgajando peñascos y desarraigando troncos seculares, y a una docena de hombres, sencilla y naturalmente generosos, envueltos entre remolinos de nieve y de granizo, rodando por los suelos, como la hojarasca muerta de los árboles; veía a Chisco moribundo en el lomo de una roca, sobre el fondo negro de un abismo espantoso; veía las ansias desesperadas de sus compañeros de fatigas, que no hallaban la manera de sacarle de allí, y veía, por último, al noblote Pito Salces volando por los aires y jugándose la vida en aquel arranque brutalmente sublime, por el intento solo de salvar la de su amigo, que de seguro hubiera hecho una barbaridad idéntica por él; consideraba yo todo lo que representaban y valían a la luz del buen sentido estas cosas, y la simple acometida de la excursión a la montaña en un día como aquél, por puro y santo espíritu de caridad, como el hecho más natural y sencillo, sin la menor protesta, sin la más leve duda y sin idea siquiera de la más remota esperanza de lucro ni de aplauso; y, sin poderlo remediar, me acordaba de lo que había leído y oído tantas veces en mi mundo; del clamoreo resonante que solía moverse en tertulias, casinos y papeles, y de los honores y cintajos que se pedían y se otorgaban para premiar una «hazaña» que no valía dos cominos en buena venta; pensaba también en mi pobre tío, a quien las dudas primero, y después el conocimiento de la realidad con todos sus pormenores, habían afectado muy profundamente, y en que le había dejado yo a la puerta de su dormitorio mucho más abatido y macilento que de costumbre, más fatigoso y más perseguido por la tos; en fin, hasta pensé en lo que, en buena justicia, habrían ganado Chisco en la estimación de Tanasia, de quien no era digno un animalote como Pepazos, y Pito Salces en la de Tona, que no habría echado en saco roto las heroicas atrocidades del mozallón que tan de veras la quería.

Hasta bien pasada la media noche no empezaron los amagos del sueño a confundirme y amontonarme estos pensamientos y aquellas imágenes en la cabeza; y entonces fue, precisamente, cuando oí unos golpes dados en el suelo del cuarto de mi tío. Solía él llamar así con un palo que le ponían arrimado a la cabecera de la cama. Pero en los golpes de aquella noche había algo que los distinguía de los golpes de otras veces, oídos por mí sin alarma. Podía ser esto verdad, o producto de una alucinación mía; pero yo, en la duda, me atuve a lo primero y me levanté de un salto, encendí la bujía, me vestí en el aire y acudí a la llamada. Y resultó lo que yo me temía. Hallé al pobre señor incorporado en la cama, de color de lirio, con la mirada de angustia, la boca entreabierta, la respiración anhelosa y difícil, y un estertor en el pecho que parecía el de la muerte. Recitaba, sílaba a sílaba, salmos del Miserere... y yo no supe qué hacer ni qué decirle en los primeros momentos: me imponía aquel cuadro que nunca había visto, y sentía al mismo tiempo mucha compasión. Contando con ataques de aquella especie, había en casa varios medicamentos y nos había dado Neluco algunas instrucciones para combatir el apuro en los primeros instantes mientras se le avisaba a él; pero yo no acertaba a hacer ni a disponer cosa con cosa. ¡Tan aturdido me veía!

Llegaron a esto las dos criadas, que también habían oído los golpes, y, por ver a su amo desde la puerta, me dijo Facia al oído:

-¡Lo mesmu que la otra vez!

Volvióse Tona volando hacia la cocina a cumplir un mandato de su madre, y se quedó ésta conmigo en el cuarto del enfermo.

Éter, maniluvios, sinapismos... ¡qué sé yo cuántos recursos se pusieron en juego allí! A todo se prestaba el angustiado señor, menos a que se avisara a Neluco ni a don Sabas, porque después de la brega que habían tenido desde el alba, necesitaban el descanso tanto como él. ¡Y cuidado con que se enterara el pobre Chisco de lo que estaba pasando! porque era capaz de levantarse con riesgo de ponerse peor; y Chisco y el Cura y Neluco y yo y Facia y todos y cada uno de los que dormían o descansaban a aquellas horas o andaban sanos y buenos por la casa, hacían falta en el mundo; todos menos él, que viéndose en aquel trance se veía en lo suyo propio y en lo que era natural.

Todo esto nos lo iba diciendo poco a poco, mientras clavaba en nosotros su vista cristalizada y anhelosa y hundía sus manos cadavéricas en una palangana llena de agua muy caliente, aprovechando el alivio que iban produciéndole éste y otros remedios heroicos que le aplicábamos sin cesar.

-Además -nos dijo-, esto no es la muerte todavía; lo conozco yo bien; y si creyera otra cosa, ya estaría aquí el Cura por mi orden, por la cuenta que me tiene.

¡Cascajo!... Pero es otro aviso de ella... vamos, el segundo toque; al tercero, la misa... y no miento, la misa de cuerpo presente; el cuerpo de tu tío, Marcelo, de tu amo, Facia, que ya está de sobra en esta casa y en el mundo... ¡Bendita sea la voluntad de Dios por siempre jamás, amén!

Después se puso a rezar por lo bajo; y a medida que se le calmaban las angustias iba cerrando los ojos, hasta que acabó por quedarse dormido; y así dormitando y despertando a cada instante, pasó mucho tiempo. Hacia la madrugada desapareció por completo el ataque, y durmió el enfermo tranquilamente y de un tirón, cerca de dos horas. ¡Pero qué ganas había tenido yo durante la noche de avisar a Neluco, y qué ansiedad la mía por que amaneciera!

Cuando amaneció, al fin, tiritaba yo de frío... y de tristeza, sentado a la cabecera de la cama de mi tío, después de haber visto desde la solana de mi cuarto que no se presentaba el nuevo día más risueño que el anterior, y de enviar recado a Neluco para que anticipara la visita cuanto le fuera posible.




ArribaAbajo- XXIII -

En cuanto mi tío se halló libre del ataque al despertar del sueño, relativamente tranquilo, que yo le había velado desde el amanecer, y vio el cuarto alumbrado por la luz del día, aunque parda y melancólica, olvidóse de las mortales angustias que había sufrido pocas horas antes, y no tuvo ni declaró otro deseo que el de saltar de la cama para hacer la vida de costumbre. Dios y ayuda nos costó reducirle a que siquiera nos escuchara las razones que teníamos para oponernos a su irreflexivo y peligroso empeño. Neluco, que ya se hallaba presente y bien enterado de todo lo ocurrido durante la noche, tuvo que enfadarse de veras y hasta faltarle un poquillo al respeto. Si no por las buenas, por las malas tendría que quedarse aquel día en la cama, y el siguiente, y el otro, y todo el tiempo que durase el temporal de nieve. Había que evitar a todo trance los enfriamientos... Después, ya se vería. A lo cual respondió don Celso, echando lumbre por los ojillos de raposo y apretando los puños de coraje:

-¡Para ti estaba! ¡para ti y para todos los de tu arrastrado oficio, mediquín trapacero del cascajo! ¿Por quién me tomas? ¿De qué madera te has pensado que soy yo? Me levantaré... o no me levantaré, conforme y según me vea de agallas; pero no porque se le antoje así o asao a ningún enterrador de vivos... porque enterrar en vida es ¡cuartajo! tener en la cama días y días a un hombre como yo, sin calentura ni dolores.

Al cabo se entregó, más que por convencimiento, por falta de fuerzas para salirse con la suya; pero volvió la cara hacia la pared refunfuñando protestas e improperios como un chiquillo contrariado.

Despachado este asunto y mientras íbamos a ver a Chisco, decía yo al médico que acaso tuviera razón mi tío en su porfía con nosotros. ¡Era tan extraordinaria su naturaleza!

-No hay naturaleza que valga -me respondió Neluco-, a cierta edad de la vida y con determinadas enfermedades.

-Pero ¿tan grave es ésta que padece mi tío? -le pregunté.

-Ya le he respondido a usted en otra ocasión a esa pregunta.

-Efectivamente.

-Pues aténgase usted a ello, y sírvale de gobierno para su mejor inteligencia, que de cada cien enfermos de esta clase, aun siendo mozos, se mueren... ciento y uno; conque figúrese usted si habrá que andar con cuidado, siquiera para detener la muerte de don Celso unos cuantos días. Lo que aquí se necesita ahora para disciplinarle un poco, es organizar la asistencia modificando al propio tiempo la vida de este hogar. Usted no puede acomodarse a ciertas faenas, impropias de sus hábitos y hasta de su naturaleza; Facia es la estampa de la melancolía, y su hija Tona incapaz de suplir con la más cariñosa de las solicitudes, la habilidad y el pulimento que le faltan. Además, ni la madre ni la hija pueden, por su condición de sirvientes, imponerse a los caprichos impetuosos de su amo, que, por otra parte, se las sabe ya de memoria, lo mismo que a usted. Más que con caldos y con drogas, hay que atender a este enfermo con entretenimientos que le distraigan y alegren y le obliguen a ser dócil, hasta por la cortesía. En fin, que he pensado en Mari Pepa. Mari Pepa vendrá aquí de enfermera con mil amores, y viniendo ella, vendrá Lita también; y con el pretexto de acompañar a don Celso, se pasarán a su lado todo el día y harán de este caserón una pajarera. A usted ¿qué le parece?

De perlas me pareció, y así se lo declaré a Neluco. Quedó él en convertir el plan en cosa hecha, y llegamos en esto a la alcoba de Chisco.

El cual no estaba ya en ella ni en sus inmediaciones. Preguntando por él a Tona, supimos que andaba, buen rato hacía, arreglando el ganado. Bajamos a las cuadras y allí dimos con él. Algo le dolía el brazo todavía «jancia el hombral»; pero como era el izquierdo, se manejaba bien para sus quehaceres. Tenía buena «apetencia», se «jallaba» firme de los otros remos, y por eso se había levantado como todos los días. Ya sabía lo de su amo, y le llevaban «los diantris» al considerar que mientras el pobre señor pasaba las de Caín, él estuviera durmiendo a pierna suelta toda la noche, y por culpa de «blanduras y arreparus» que se habían tenido «malamenti» con un hombre de su correa. Pulsóle el médico y le reconoció el brazo y la herida de la cabeza; diole por sano y bueno si se obligaba a observar ciertos cuidados que le prescribió; despidióse de mí hasta «más tarde», y se fue. Antes de salir me dijo muy quedo:

-Creo que hice muy mal anoche en referir ciertas cosas delante de su tío de usted, con lo impresionado que ya estaba el pobre señor.

Sospeché lo mismo, volvíme al lado del enfermo y me senté a la cabecera de su cama. Le hallé más «humano» que antes, sin duda porque también estaba más abatido. Como no le tentaba el deseo de hablar, ni era conveniente provocársele, según encargo muy encarecido de Neluco, dime a meditar yo por no tener otra cosa en qué ocuparme allí. Era indudable que yo había llegado a querer de veras a mi tío: a la vista estaba lo que me dolía la gravedad de su estado y el peligro en que se hallaba de quedársenos entre las manos a la hora menos pensada; y, sin embargo, la perspectiva de aquella serie de días de cama, impuesta por el médico al enfermo, con la sujeción a que me obligaba esta medida, en el menguado y tétrico recinto de aquella alcoba, y la tenaz y espesa nevada que tenía el cielo en tinieblas, la tierra sin suelo en que pisar y encarcelados a sus habitadores, me preocupaba y me dolía ¡a qué negarlo! mucho más. El corazón humano adolece con frecuencia de estos achaques, no por maldad propiamente, sino por falta de educación de los sentimientos, por desuso de los más delicados de ellos, por resabios del egoísmo adquiridos en la libertad de una vida sin trabas ni linderos. Explicábame yo aquella debilidad, que me parecía hasta pecado grave, con estas reflexiones, y con ellas me consolaba, aunque no tanto como con la esperanza de que se realizaran los planes de Neluco y vinieran Lita y su madre, sobre todo Lita, a aliviarme del peso de la cruz, renovando el aire y los sonidos y las caras y hasta la luz de aquellos ámbitos entristecidos, mudos, negros y monótonos. Pero ¿se prestarían a venir Mari Pepa y su hija, no obstante sus buenos y caritativos deseos? ¿No les arredrarían los obstáculos de la nieve y del frío, de aquel frío como no le había sentido yo ni en Rusia quizás, por no haber en Tablanca otro recurso que el de la cocina y un mal brasero para combatirle? ¡Mal conocía yo los alientos de las señoras tablanquesas! A media mañana entraban por la puerta del salón de la casona la hija y la nieta de don Pedro Nolasco, poco después de haberlas oído yo «gorjear» y llenar el pasadizo de voces argentinas y armoniosas. También las había adivinado mi tío.

-¡Jesús!... ¡la cellerisca! -había exclamado, al oírlas, en un tono que revelaba más alegría que pesar.

Salí a su encuentro y las recibí sin disimular una pizca el alegrón que con su visita me daban. Los ojos y la nariz era lo único que se veía de sus personas: todo lo demás era un conglomerado de faldas, chaquetas, toquillas y mantones de lana espesa y dulce. Preguntando y exclamando, ora en voz baja (cuando no era conveniente que lo oyera mi tío), ora casi a gritos (por convenir que lo oyera), iban desliándose la cabeza y descubriendo la cara, hasta que apareció la de Lita (me fijé poco en la otra) como luna de enero entre nubes grises, o más propiamente, como una manzanita de agosto arrebujada en las hojas de su ramo: así estaba de coloradita, de tersa y de apretada la redondez de sus carnes por allí.

Como venían bien informadas e instruidas por Neluco, poco o nada hablamos del papel que les correspondía en la comedia que íbamos a representar delante del enfermo. Don Pedro Nolasco no había podido acompañarlas; mejor dicho, no se lo habían permitido ellas, por temor a una caída que hubiera sido mortal en un hombrazo de sus años... porque estaban los caminos ¡Virgen María, la nuestra Madre! que daban miedo. Se «eslociaban» los pies en la nieve como anguilas en la mano. Solamente en la subida del pedregal se había caído ella (Lituca) dos veces, y sobre una misma rodilla, que debía de estar hecha una compasión. No lo había visto todavía, pero podía jurarse por lo que la «resquemaba», aunque no la impedía los movimientos, gracias a Dios. Por lo demás, ya sabían ellas que al enfermo no le convenía la charla, aunque la pidiera: de vez en cuando, alguna chunga, como si el mal fuera de broma; a tiempo y con amor, las medicinas y el alimento; y que perdonáramos la franqueza si se daban por convidadas a comer, porque ellas, con el pretexto de la nevada, pensaban quedarse hasta la noche sin que don Celso maliciara la verdad del motivo. Venían provistas de labor para hacer más entretenidas las horas sobrantes alrededor del brasero.

Mi tío las recibió con cuatro cuchufletas y algunos lamentos. Aunque vivo todavía, se daba por muerto ya. Protestaron ellas contra el supuesto, asegurándole que lo que le había «encamado» entonces era la frialdad de la nevada, y puede que también algo del sentir que le diera el conocimiento de lo ocurrido en el monte el día antes.

-No lo niego -respondió a ello mi tío-, y por lo mismo no tiene vuelta de hoja lo que vos acabo de decir; porque ¿qué puede esperarse ya de un hombre de mi veta cuando se deja acaldar, como yo estoy acaldado, por chapucerías como esas?

Era la pura verdad; pero, así y todo, insistieron las bonísimas mujeres en negarla, aunque no con los bríos necesarios para lograr sus caritativos fines, porque eran cariñosas en extremo y se sentían impuestas y conmovidas ante aquella extenuación y aquella lividez cadavéricas del pobre don Celso, que ni por afán de mantener sus derechos desconocidos por la tiranía profesional de Neluco, se acordaba ya de levantarse.

Dejáronle al fin en el sosiego que necesitaba; instalámonos en el salón contiguo; llegó la mujer gris con el brasero encogollado de ascuas resplandecientes; púsole en la caja que estaba allí, y nos sentamos alrededor de ella, sin perder de vista al enfermo, Mari Pepa, su hija y yo. Mari Pepa sacó de un bolsillo muy grande de su delantal los avíos de hacer media; Lita (no supe de qué repliegue de sus complicadas envolturas) los de hacer puntilla, y ambas comenzaron a trabajar en sus respectivas labores y a hablar al mismo tiempo, pero más con los ojos y por señas que con la boca, en lo que tuviera relación con el estado de mi tío. De «lo de ayer», se habló mucho más, y también con cierto cuidado para que no fuera oído desde la alcoba lo que podía impresionarle nuevamente. Y fue un milagro de Dios que no nos oyera lo más de ello, porque con el obstinado empeño que yo tenía en que había de haber algo entre Lita y el médico, estuve verdaderamente pesado y machacón en ciertos pasajes del diálogo; particularmente durante las escapadas de Mari Pepa a la alcoba, porque había tosido mi tío o se creía que había llamado... o para ver si necesitaba alguna cosa, sin que tosiera ni llamara. En casa de don Pedro Nolasco se había sabido todo, poco antes de pasar «la nube» que los había aterrado. Habían vivido en la misma angustia que yo hasta muy entrada la noche. Yo referí a Lita las dudas que había tenido en casa del Topero; y aquí fue donde mi tenacidad rayó en impertinencia. Lo conocí en una mirada de extrañeza con que respondió mi linda interlocutora a una indirecta mía en que se clareaban demasiado mis intenciones. Me impuso aquella serenidad que me pareció protesta contra un mal entendido derecho de preguntar «ciertas cosas» por muy evidentes que fueran.

En esto llegó don Sabas, quejándose desde el pasadizo de los miramientos que se le habían guardado en nuestra casa aquella noche. ¿Quién nos había dicho que por un viaje más o menos a la montaña, no quedara él con agallas suficientes para cumplir con su deber a cualquier hora que se llamara a su puerta? Y si la cosa hubiera apretado un poco más de lo que apretó, ¿qué hubiera sido del cristiano en peligro de muerte? ¿De quién hubiera sido la responsabilidad? ¿Qué se hubiera dicho de él y qué de todos nosotros?... Y aunque la cosa no apretara, ¿para cuándo son los buenos amigos?

-Pues, mira -añadió arrimado ya a la cama de don Celso-, lo que es ésta no te la perdono.

-¡Bah, bah! -refunfuñó el aludido revolviéndose un poco-, no me rompas la cabeza. Tú puedes jacer lo que te acomode, que yo bien sé lo que me hice.

-¡Jinojo! -replicó don Sabas-, es que el miramiento ése fue tal, que si no topo ahora mesmo con Neluco, se pasa el santo día sin que yo me entere de lo que a ti te pasó anoche.

Intervine yo, desenojé al Cura, quedóse con mi tío a solas y continuamos los demás alrededor del brasero, como antes, charla que charla, sobre «lo de anoche» sobre «lo de ayer» y hasta sobre cierta promesa hecha por mí a mis interlocutoras el día en que las había conocido, de comer en su casa alguna vez; promesa que todavía estaba sin cumplir, por culpa bien notoria de la agitada vida que llevaba monte arriba y monte abajo, cuando no de los fieros temporales que me tenían bloqueado en la casona. Al mediodía volvió Neluco, que no halló en el enfermo nada de particular ni de nuevo, ni quiso acceder al ruego que le hice de quedarse a comer con nosotros; ruego que, por su parte, me había desairado ya el Cura. Marcháronse los dos juntos, después de prescribirnos el primero el plan de asistencia para la tarde, y de conjurarnos el segundo a que por ningún motivo ni miramiento humano dejáramos de avisarle a la menor novedad; volvieron Lita y su madre a la alcoba del enfermo para ponderarle la mejoría que notaban en él (y bien sabe Dios cuánto mentían a sabiendas en sus ponderaciones), y a darle Mari Pepa unos sorbos de leche mientras su hija le arreglaba las ropas de la cama y entraba la mujer gris en el salón a poner la mesa en las cercanías del brasero, y a poco rato nos sentamos a comer.

Comiendo y hablando, tuve yo que decir, porque me lo preguntaron mis locuaces comensales, qué cosas se comían por los pudientes, y a qué horas, en «esos mundos de Dios». De todo se admiraban aquellas sencillísimas mujeres; y yo, al notarlo, me complacía en apurar la nota, y así llegué a ponderarles el exquisito sabor de las ancas de rana y de los nidos de golondrina, entre otras distinguidas y elegantes porquerías alimenticias que cité. Y era de ver entonces la cara que ponía Mari Pepa y los gestos de asco que hacía Lituca mirando a su madre y volviendo a mirarme a mí, como si dudara de la verdad de lo que yo refería.

-Puro vicio, hija, puro vicio -decía al cabo Mari-Pepa-; puro vicio de la jartura en que viven esas gentonas, de cuanto Dios crió.

Como estaba tan enlazado lo uno con lo otro, tirando del modo de comer salió el modo de vivir y el modo de viajar. Nuevas admiraciones y nuevos asombros. También extremé bastante la tesis aquí, y hasta sospecho que mentí un poco, aunque dentro de lo verosímil y perdonable. Lo de acostarse cerca del amanecer y levantarse después del mediodía para no salir de casa hasta el anochecer, les maravilló tanto como la sopa de nidos de golondrina y las frituras de ancas de rana.

-¡María la mi Madre! -exclamó Lita al enterarse de ello-, pues si esas gentes no ven nunca jamás el sol, ¿qué diantres pueden ver que las alegre y las engorde? Yo creo que eso es vivir contra ley.

-Vicio, hija, vicio -insistía Mari Pepa-; vicio de no saber qué jacerse en una vida tan regalona.

Preguntóme Lita si yo también tenía «por allá» esas malas costumbres; respondíla que sí, y me dijo, por todo comentario, con una ingenuidad y una llaneza verdaderamente infantiles:

-Pues buen picaronazo estará usté... ¿Verdá, madre?

Celebré yo el dicho con una risotada no menos ingenua, dando enseguida las gracias por el piropo, casi al mismo tiempo que respondía Mari Pepa a la pregunta:

-¿Quién sabe, hija del alma, quién sabe? Quien se jaz a comer «niales» de golondrina sin reventar de «duda», bien puede jacerse a vivir de ese modo sin ofender a Dios ni quebrantar la salud.

Con esta salvedad de su madre se puso Lita muy colorada, y quiso enmendar lo que pudo haberme parecido impertinencia suya; y yo, sin dejarla concluir, la allané el camino de sus deseos ofreciéndola por añadidura una declaración, no desprovista de sinceridad, de mis grandes desencantos.

-No le pasaría tal ahora -me objetó Mari Pepa-, si se hubiera casado a tiempo, para vivir como Dios manda. ¿A qué diantres quieren el saber y los posibles cuando se ven solitarios de familia y mozones de casa abierta?... Pues mire, don Marcelo: dicen que para estas casas, por muy cerradas que estén, siempre tiene el diablo una llave.

-Podrá tenerla -repliqué yo muy formal-; pero en la mía no ha entrado nunca.

-¡Jorria, trapacerón de satanincas!

Soltó después la carcajada, y la soltó Lita al mismo tiempo. Ayudélas yo con otra, por la gracia que me hacían las dos; y enseguida comenzaron los «picadillos» y tiroteos que no podían faltar allí, entre los tres. Porque estas quisicosas son ingénitas en la mujer de todas castas y latitudes; y puestas todas ellas en una misma situación, todas, salvo las diferencias de lugar y de estilo, vienen a escarbar en el mismo terreno y con los propios fines. Siempre las iniciativas y la fuerza del atrevimiento, las marrullerías y el tesón, en la madre; la estudiada reserva, la mal disimulada curiosidad, el elocuente silencio, el mirar de soslayo, la pinchada sutil, en la hija. Así llegaron las dos a dar por hecho que no habría tenido yo menos de cincuenta novias, ni bajarían de tres las que quedaban en Madrid llorando mis ausencias y tal vez mis ingratitudes. Pero si en el fondo no era nueva la escena para mí, éranlo, hasta embelesarme, aquellos pintorescos matices de lengua; aquella dialéctica a la buena de Dios, sin andamiajes retóricos ni artificios convencionales; aquellas malicias sanotas que brotaban del regocijado palabreo, espontáneas, frescas, airosas y transcendiendo a «la tierra» como las rosas del huerto entre la virginal y espléndida hojarasca del cercado que las protege. Por eso sentí en el alma que se acabara aquel originalísimo «discreteo». Y se acabó por acudir Mari Pepa a mi tío que tosía y se quejaba, mientras Lituca, a la vez que escuchaba los quejidos y las toses, me mandaba callar poniendo un dedín muy mono sobre la boca, y llegaba Facia a recoger los mendrugos y levantar los manteles de la mesa.




ArribaAbajo- XXIV -

Pasó pronto lo de mi tío, y pasaron dos horas más sin otro suceso digno de notarse en la casona y fuera de ella, que unas rachas de vendaval húmedo que «ennegrecieron» un poco la nevada, cosa que nos llenó a todos de complacencia, menos a la mujer gris, por ser el fenómeno señal de próximo desnieve. Cerca del anochecer, cuando Mari Pepa y su hija recogían las respectivas labores y se sacudían las hilachas agarradas a los vestidos y apercibían las «nubes» y los mantones, diciéndole de paso a mi tío muchas cuchufletas por animarle, y goteaban las canales del tejado la nieve «derretida» por la lluvia que iba espesando, vino el médico otra vez. Examinó al enfermo, y nada de particular ni de alarmante halló en él que hiciera temer una noche como la pasada; pero tampoco se atrevió a prometérnosla más tranquila, porque todo cabía en una enfermedad de tan mala casta en un doliente tan aniquilado e indefenso como mi tío. Esto me lo dijo aparte después de darme, delante de Facia y de Mari Pepa, el plan de campaña hasta el día siguiente, sin perjuicio de volver él a última hora, por lo que pudiera ocurrir. La madre de Lita insistió mucho en quedarse a velar; pero yo no lo consentí, porque tampoco lo hubiera consentido el enfermo ni le hubiera sentado bien la mera sospecha de tratarse de ello, con lo receloso y aprensivo que se ponía a medida que las tinieblas iban invadiéndole la alcoba. Se acordó que velara Facia, que no se acostara Chisco y que durmiera yo como las liebres; y con ello se marcharon Lita y su madre con Neluco, despidiéndose ellas «hasta mañana» y él «hasta luego»; se fueron quedando a oscuras aquellos destartalados y fríos ámbitos de la casona; creció con las tinieblas el silencio, y pasó un buen rato, mientras la mujer gris aderezaba el velón, sin que yo viera otra cosa en derredor mío que las mortecinas ascuas agonizando entre las cenizas del brasero, ni oyera otros rumores que los de la trabajosa labor del respirar de mi tío en el fondo de la alcoba, y los del acompasado y monótono fluir de las canales sobre el encharcado goterial.

Cuando hubo luz en la alcoba, me acerqué a la cama del enfermo y le hablé para desentristecerle un poco y animarle. Trabajo perdido. Me agradecía mucho la intención; pero él solo sabía todo lo mal que se encontraba y lo imposible que era salir de aquel atolladero sin un milagro de Dios. Me suponía agobiado por la carga de mi sujeción a su asistencia, y se empeñaba en tranquilizarme con la promesa de que no sería largo mi cautiverio; me pedía perdón por los malos ratos que me daba entre tanto, y me conjuraba nuevamente a que cuando recobrara mi libertad, no echara en olvido lo que tan rogado me tenía; porque lo de menos era él en aquel pueblo, si había quien ocupara en la casona el puesto que quedara vacío con su muerte. Me parecería ya pesado el tema; pero eso mismo me demostraría la importancia que él le daba... Todo esto, dicho entre quejidos y pausas anhelantes, con voz apagada y sepulcral, a la luz extenuada del velón colocado sobre la cómoda, que sólo servía para extremar la palidez cadavérica del enfermo, entre olores de éter y romero, mientras seguían fluyendo las canales y rezongando el vendaval afuera, resultaba bien triste ciertamente. Por obra de la casualidad se producen a menudo contrastes muy curiosos que parecen chanzas muy pesadas del destino. Sobre la cómoda y debajo del mechero encendido del velón, había un rimero de cartas y periódicos que había puesto yo allí la noche antes para ir entreteniendo con su lectura mis largas horas de vela después que, pasado el ataque de asma, pudo conciliar el sueño mi tío. Pues la mayor parte de aquellas cartas y de aquellos papeles impresos, estaban atestados de noticias, reseñas y juicios de bailes en proyecto, recepciones suntuosas y comedias nuevas en los salones y teatros de Madrid, como si todo se hubiera escrito para que yo me enterara de ello en tan oportuna ocasión.

La recaída de mi tío; el descenso de la temperatura, con el subsiguiente despejo de sendas y caminos, y la salsilla de «lo de ayer» llevaron a la cocinona aquella noche un gran golpe de tertulianos. Asistió hasta el Tarumbo, que rara vez iba por allí, harto más intranquilo y desazonado con la enfermedad de don Celso y la burrada de Pepazos, que por habérsele ensanchado en más de otro tanto, con el peso y la destilación de la nieve, el boquerón que ya tenía su casa en el jastial del Poniente. También concurrió Pito Salces, que se quedó como sin pulsos cuando Tona, con la faz inundada de sonrisas y los ojos de dulzuras, le ponderó la hazaña de la víspera y le declaró sin remilgos que «de ese aquél y de esos prontos le gustaban a ella los hombres». ¡Puches, cómo se puso enseguida el mozallón con la alabanza! Si no le contengo con una reflexión imperiosa y una sacudida recia de su lástico, hace otra barbaridad allí menos laudable que la del monte. Jamás había pensado él (me lo juró así, entrelazando los dedos de sus manos, por aquéllas que eran cruces) que una cosa «tan jacedera y currienti» pudiera valer tantos caudales. ¡Con lo dura de pelar que Tona había sido hasta entonces! ¡Puches, qué suerte la suya! Pensando que se la envidiaría Chisco, acordéme del descubrimiento hecho por mí en casa del Topero y en el corazón de Tanasia, y fuile con el cuento al mozón de Robacío, en un aparte que tuve con él. Respondióme que me había tomado yo un trabajo bien ocioso, aunque me le agradecía mucho.

-Las cosas -concluyó en el tono sentencioso que tan propio le era-, pa rodar bien, han de rodar por sí mesmas jancia unu.

Aquel hombre era la parsimonia y la imperturbabilidad en carne y hueso, y las mismas pulsaciones tenía delante del oso en su caverna, que al calorcillo de la novia.

Por encargo de mi tío andaba yo muy a menudo en la cocina, más que por hacer los honores a la tertulia, para evitar que los tertulianos le invadieran a él la alcoba. Los quería mucho; pero no hubiera podido soportarlos en la angustiosa situación de cuerpo y de espíritu en que se hallaba. Por eso, aun sin la prohibición terminante del médico, no habría querido recibir a ninguno de ellos durante el día. Cuando se tratara de despedirse de todos, ya sería diferente.

A última hora llegaron don Sabas y Neluco: el primero resuelto a quedarse allí, sin que lo notara el enfermo, favor que le habría pedido yo si no se hubiera anticipado él a ofrecérmele; el segundo a informarse del estado de las cosas antes de retirarse a descansar. Como las tales cosas no ofrecían aspecto nuevo ni muy alarmante, se despidió de mi tío, y de los que con él nos quedábamos en la casona, y se fue con los últimos tertulianos, uno de los cuales era Pito, que tropezaba con gentes, bancos, puertas y tabiques, de puro aceleradote y desatinado que le habían puesto las alabanzas y los arrumacos de Tona.

Pasó la noche mejor de lo que todos esperábamos, y amaneció el día siguiente sin una nube en el cielo ni una ráfaga de aire en la tierra; y cuando el sol traspuso los picachos del Este y saludó al valle con sus rayos que chisporroteaban sobre la nieve que no había deshecho la lluvia, mi pobre tío mandó que se abrieran de par en par los cuarterones de su alcoba, ya que no le era permitido hacer otro tanto con las puertas y ventanas para que entraran la luz y el aire en la abundancia que necesitaba él para salir a flote en aquella mar de angustias «que le ajogaba», por culpa del arrastrado mediquillo que parecía empeñado en matarle. Y lo cierto era que si en el cuerpo no se notaban cosa mayor los milagros de la panacea que con tanto afán solicitaba el enfermo, los hacía en su espíritu muy considerables. Era «otro hombre» desde que el sol se había colado en su alcoba como por las rejas de una cárcel, y veía flotar, danzando dentro de la faja luminosa que atravesaba la habitación por delante de su lecho desde el cuarterón de la ventana, las pelusillas y el polvo vagabundos. No apuntaba siquiera el propósito de levantarse, porque no se lo permitía la extenuación de sus fuerzas; pero creía en la posibilidad de volver a tomar el sol antes de morirse, aunque fuera sacándole en un cesto a la solana si le duraba al tiempo aquel buen semblante unos cuantos días.

Y le duró más de siete, y se templó en tales términos y se arregló la envejecida y desconcertada máquina de mi tío de tal manera, que, no en un cesto, sino bien sentado en el sillón de vaqueta de su dormitorio, y bien forrado y envuelto en mantas y capotes, consiguió darse más de cuatro «panzadas de sol» al aire libre en el abrigado rincón de la solana, adonde le sacaba yo poco menos que en vilo, por la puerta de su alcoba, entre las tempestades de votos y reniegos con que protestaba contra «la perra acabación» que en tan miserables extremos le ponía.

Tuvo muchas visitas en ese tiempo, y la familia de don Pedro Nolasco se las hacía por mañana y tarde. En las en que se hallaba el vejancón de la Castañalera, cada vez menos socorrido de palabra y de asuntos de conversación, solía interrumpir los largos paréntesis de silencio con descargas como ésta y dos cachiporrazos en el suelo:

-¡Vaya, vaya con el bueno de don Celso que se nos quiere morir sin más ni más! No, no; pues como valga la mía, no te sales tú con la tuya. Eso te lo juro yo.

Lituca, si se hallaba presente, salía al quite de la impertinencia con una broma algo forzada en que me aludía a mí con los piadosos fines de que rematara ya la suerte para tranquilidad de mi tío. Y éstos y otros parecidos lances eran el único lado agradable que tenía para mí aquel cuadro de continuas e interminables tristezas, sobre las cuales iba descollando de día en día y a medida que la temperatura se templaba y surgían riscos y laderas por los anchos desgarrones abiertos en el espeso tapiz de nieve por los rayos del sol, la figura, de suyo melancólica, de la mujer gris, particularmente hacia la caída de la tarde, y, sobre todo, al descolgar el calderón y empuñar los dos cántaros de barro para ir a la fuente entre día y noche, según costumbre inmemorial en ella. Como se había hecho tan visible para mí esta agravación de los espantos de la pobre mujer, la observaba con cuidado desde lejos, y por eso pude notar que eran de prueba terrible para la infeliz aquellos momentos: parecía un reo de muerte que caminaba hacia el patíbulo cada vez que se alejaba del cantaral con el calderón sobre la cabeza y una «escala» en cada mano.

De uno de aquellos viajes volvió que daba compasión y susto mirarla, y más tarde que lo de costumbre. Se la conocía en los ojos que había llorado mucho, y anduvo toda la noche por la casa de acá para allá sin saber hacer cosa con arte. A ratos se quedaba como alelada, y a ratos se sentía acometida de una inquietud que no la dejaba parar en ninguna parte. La vi, sin que ella lo notara, más de dos veces, en la penumbra del carrejo, llevarse con desesperación ambas manos a la cabeza, y la oí invocar al mismo tiempo, en voz enronquecida y mal dominada, al «devino Dios de las misericordias grandes» y a «la Virgen Santísima de las Nieves, la su madre clemente y amorosa». Deseaba morir de pronta muerte, si en el deseo no pecaba, antes de ser testigo «de eyu» y manchar la vista de los sus ojos en una vergüenza tal. Temí por su razón; y movido de un sentimiento de lástima, me hice el encontradizo con ella. No se sobrecogió al verme, como solía en tales casos; al contrario: parecía calmarse un poco y reanimarse con mi presencia, y hasta noté en ella como deseos de decirme algo. Tomándolo por motivo, la hablé, primero para tranquilizarla, después para indagar, para descubrir la casta siquiera de aquellos misterios que en trance tan angustioso la ponían.

-¡Ahora no! ¡ahora no! -me dijo después de vacilar un poco-; cuando no pueda más... cuando la carga me rinda de too, ¡estonces! ¡estonces!... y a usté solo... Y, por caridá de Dios, don Marcelo: que, hoy por hoy, no sepa ná de estos espantos que me acaban, el señor su tío... ¡ni naide, si ser pudiera!...

Apartóse de mí con esto y huyó a encerrarse en su cuarto, mientras volvía yo al de mi tío seriamente preocupado y sin saber qué pensar de aquellas cosas tan raras.

Nada ocurrió, por fortuna, que hiciera necesaria la presencia de la infeliz mujer en ninguna parte de la casa aquella noche. La cual debió ser bien terrible para ella; porque apenas me hube levantado yo de la cama al día siguiente, y eso que madrugué tanto como el sol, apareció como un fantasma en mi cuarto, después de haberme pedido permiso para ello entreabriendo la puerta con mucho cuidado. Tenía los ojos hundidos y circundados de una aureola cenicienta; parecía que le habían chupado las brujas los pocos jugos de la cara, sobre la que caían, por debajo del pañuelo atado a la cabeza, encrespados mechones de cabellos grises; le temblaban los resecos labios, y salía de su garganta la voz enronquecida y como rechinando. Dejóse caer de rodillas delante de mí, y pidió por todos los santos del cielo que la oyera como en confesión.

-Porque -me dijo por último, entre sollozos mal comprimidos y espasmos de todo el cuerpo-, ya no puedo más con la carga, y llegó la hora de quitármela de encima o de morir debaju de eya.

Hice, ante todo, que se incorporase y que se sentara en una silla, cerré por dentro la puerta del gabinete, sentéme yo enseguida junto a la infeliz mujer, y me dispuse a oírla, conforme ella lo deseaba, después de dirigirla palabras de conmiseración y de aliento.




ArribaAbajo- XXV -

Dos partes tuvo la confesión de Facia. En la primera me declaró todo lo que yo sabía perfectamente por boca de Chisco: la historia de su desdichada unión con el pícaro baratijero contra la voluntad y las sabias advertencias de mi tío, que era como su padre y señor. Por desoírle, decía la infeliz, había faltado a la ley de Dios, y por esta falta había venido el castigo de sus desventuras; desventuras que ella había sufrido, aunque con muchas lágrimas, sin una sola queja. Era su deber. Que arrastrara la vida como una carga ofrentosa; que las pesadumbres y los dolores fueran minándola y consumiéndola por donde nadie más que ella lo notara; que encanecieran sus cabellos fuera de sazón y que no hallara, para reponer las fuerzas gastadas en los trabajos y cavilaciones del día, el descanso de la noche, la tranquilidad del sueño que no le falta al pordiosero que mata el hambre llamando de puerta en puerta y errando de monte en monte, con un zurrón a la espalda y un paluco en la mano, ¿qué importaba? Desconociéralo su hija, tuviérase por huérfana de un padre honrado, y esto solo la daba gran consuelo y las fuerzas necesarias para llevar su cruz como una carga redentora de sus delitos, imperdonables en la otra vida sin una dura penitencia en ésta. Cuando, con las miras puestas en estos fines, vacilaba un poco, porque, al cabo, era tierra frágil y miserable, y desconfiaba de sus bríos y se vela a punto de tropezar y de caer, acudía al amparo de don Sabas; y allá, a la reja del confesonario, en los profundos de la iglesia, al romper los primeros albores del día, ella, después de besar el polvo de los suelos y de regarle con sus lágrimas, declarando sus pesadumbres y flaquezas, y él reprendiéndola y exhortándola con la sabiduría y la dulzura de un padre cariñoso a un hijo muy desdichado, hallaba siempre los perdidos alientos para continuar la subida de su Calvario con la carga de su cruz... Así estaban las cosas cuando yo había llegado a Tablanca.

Preguntéla por qué en la gran cuita que de tal modo la atribulaba entonces no había buscado, como otras veces, los consejos y la ayuda de don Sabas. Respondióme que eran casos muy diferentes unos y otros; que no dependía de su resignación ni de sus ánimos el que en tales congojas la ponía, y que yo era el único ser viviente de los de ella conocidos, llamado a entender en él antes que nadie. Asombréme, lloró desconsolada, golpeóse la cabeza con las manos, se mordió los puños apretados convulsivamente, volvió a hincarse en el suelo para pedirme perdón abrazada a mis rodillas, creció mi asombro, conseguí con trabajo que se sentara de nuevo, y la conjuré, por todos los santos de la corte celestial, a que me declarara enseguida todo cuanto tenía que declararme.

Rehízose algo a fuerza de empeñarse en ello, y comenzó así entre suspiros muy hondos y sollozos mal reprimidos, la segunda parte de su extraña confesión:

-Estando las cosas de esta suerti, una tarde, al abocar ya de la noche... (a los tres días, por más señas, de venir usté a Tablanca), cogí yo los cántaros, como los cogía todas las tardes al caer el sol y los cojo a la presente y los he cogido dende que tuve fuerzas pa eyu, y fuime por el agua. La fuenti, tal que usté lo sabe, está cayeju arriba de aquí, a medio cuarto de hora de un buen andar, subiendo, y en una rinconá muy jonda a la derecha, según se sube. Por estar tan a trasmanu del lugar y tan placentera de esta casa, solamente nusotros bebemos de eya; de suerte y modu, que es una soledá de las más solas a toas las santas horas del día y de la noche. Pos quién le diz, señor don Marcelo de mi alma, que andando, andando, y bien a la descuidá por cierto, en aqueya tardezuca que le pinto, malas penas aboco a lo más obscuro de la rinconá, cuando me doy con los jocicos... ¡Virgen María la mi Madre de las Nieves! con la estampa de hombre más desastrá que en los jamases había yo visto ni veré. Túvele por salteador facinerosu. Dime por fenecía ayí mesmu, y clamé al devino Dios, soltando los botijos de las manos y en un puro temblor de todo el cuerpo. Alzóse en esto el hombre, que estaba sentau en una peña debajo del binquizal más tupío que hay ayí, y habló pa chunguease con los mis ajuegos que bien a la vista estaban, y pa jurame que venía de paz, si no se le ponía en extremos de venir de guerra... porque él a too se amañaba... Y entonces, entonces, señor don Marcelo, entonces fue cuando yo entendí que se me enturbiaba la vista, y se me cuajaba la sangre en las venas, y se jundía el suelo en que pisaba... Aqueyu fue el espantu de los espantus, y las congojas de las agonías de la muerte... Porque ¡Santa Virgen la mi Madre celestial! aquel enemigo de hombre tan jaraposu y tan mal encarau, por voz y moviciones y palabras, resultó ser él, ¡el mesmu en huesu y carne, en alma y vida!

-¿Quién?-pregunté a Facia, más con la intención de distraerla del paroxismo en que había vuelto a caer, que por la curiosidad de una respuesta que casi adivinaba yo.

-Pos él, señor don Marcelo -me dijo la infeliz retorciéndose las manos entrelazadas y con el espanto en los ojos, como si tuviera al hombre aquél delante de ellos-; el propiu causanti de mis penas sin consuelo; ¡el mal padre de la hija infeliz de las mis entrañas!

-Pero ¿está usted segura de que era él? -pregunté a Facia fingiendo unas dudas y un asombro que no sentía.

-¡Ay, señor! -me respondió sollozando-; aunque no lo hubiera estau entoncis, que bien lo estuve, ¡he tenío tantos motivos pa estarlu dimpués acá!

-Corriente -añadí-. Pero ¿de dónde venía... y para qué... y por qué?

-Pos venía, según relate que me jizo con aquel palabrear zalameru que siempre tuvo y a mí me entonteció en su día, de por esus mundus ayá; lejos, ¡muy lejos!... hasta más lejos, a veces, que la otra banda. Ya ve usté si será bien lejos. Siempre buscándose el bien vivir, y nunca dando con él. Llegó a verse hasta en cadenas, años y años, aunque nunca por culpa suya, sino de otros, malos amigos y piores compañerus de trabajo. Al cabo de los tiempos, alcontróse libre de prisiones y señor de sí mesmo; pero se vio solo y desamparado, envejecío de cuerpo y falto de salú; le jalaba esta tierra porque, al cabo y finiquito, aquí le quedaban peazos de las sus entrañas; y en busca del amparo de eyus le puso el su corazón que no le mentía. Tomando lenguas a tiempo, supo de mí... ¡ay, señor don Marcelo! creo que hasta más de lo que sé yo mesma. Por saber de too, sabía desde que me lo había oído a mí en horas mejores, aunque bien contás fueron, que el señor mi amo entrega a sus sirvientis las soldás de tiempo en tiempo, pa que hagamus de eyas lo que más nos venga en gusto. Con este saber y el del vivir de nusotras dos, traía el indino de él ajustá la cuenta, año por año y día por día, del montante del agorro que yo debía guardar, y guardaba en verdá de Dios, como oro en paño, pa el mejor acomodo de mi Tona el día de mañana. No quería darse a ver por entonces en el pueblo; pero vivía en otro no muy lejanu y podíamos entendernos él y yo muy a menudo si el caso lo pedía.

Hasta aquí fue lo dulce de la entrevista, según el relato de Facia. Para la pintura de lo amargo de ella y mucho de lo sucedido después, ya no tuvo la infeliz relatora ni colores ni arte ni fuerzas. Perdía el hilo de los sucesos y me embrollaba el asunto. Deseando yo conocerle a fondo y por derecho, acudí a confortarla y a dirigirla con reflexiones de cariño y con preguntas de indagación minuciosa. Me salió bien el procedimiento, y la sustancia de mi labor fue ésta:

Bien ajustada por el marido la cuenta de los haberes de su mujer, vino la exigencia del primer «donativo». Por entonces tenía bastante con ello; después, ya se vería. Facia no lo traería a mano, porque no contaba al ir a la fuente con aquella urgencia repentina; pero él se comprometía a volver a recogerlo allí mismo al día siguiente a la misma hora, y era igual. Si ella deseaba callarse como una muerta en lo tocante a aquel encuentro y a lo que fuera siguiéndose de él «por respetos equis o tales» el hombre no se opondría a ello, porque era «de un natural caballero y generoso, y sabía ponerse en todos los casos». Pero debía de tener Facia entendido (y le encarecía mucho la advertencia, por su bien) que él, con las carceladas y cadenas que había sufrido, tenía saldadas todas sus cuentas con la justicia. Era libre como el aire, y estaba en posesión de todos sus derechos, incluso el de vivir con su mujer o el de reclamar a su hija para llevársela consigo, si lo primero no le convenía. Si la decían otra cosa por lo de las requisitorias llegadas a Tablanca a raíz de faltar él de allí, no le dirían la verdad: primero, porque era inocente de todo lo que se le achacaba; y segundo, porque, aunque no lo fuera, pagado con sobras lo tenía ya en montón con otros pecados... que tampoco había cometido. Pero él (volvía a repetirlo) no intentaría prevalerse de su derecho: conocía las cosas, y no se apartaría del gusto de su mujer, si le tenía en que lo tapado no se descubriese ni por las moscas. Así, y con este sacrificio de su parte, podía llegarse también a los fines que él iba buscando con su vuelta a Tablanca.

Para la desdichada mujer, que ya se había considerado libre de aquel padrón de afrenta, y sólo aspiraba a que en el pueblo se fuera olvidando, como se olvidaba, que había existido, y a que su hija no tuviera jamás la menor sospecha de él, la aparición repentina de aquel hombre superaba con mucho a todo cuanto podía imaginarse en la escala de las humanas desventuras. Creyó a puño cerrado cuanto el pícaro la afirmó, y desde aquel instante quedó indefensa esclava suya, como el pájaro de la sierpe que le fascina y aterra. La hacienda, la vida: todo le parecía poco para comprar el silencio del infame y poner entre él y su hija un muro tal, que ni las águilas fueran capaces de volar tan alto.

Y todo se fue haciendo como el bribón lo pedía. En la fuente y al anochecer, las entrevistas; y en cada entrevista, un «donativo» de Facia y nuevas baladronadas del tunante sobre el sacrificio que hacía por el bien y el sosiego de su «familia», viviendo sin hogar y a salto de mata. Como su «prestado domicilio» estaba lejos de Tablanca (aunque tenía para las ocasiones de apuro «un apeadero» a la mitad del camino, bien abrigado de los temporales y a cubierto de la curiosidad de las gentes), las apariciones del hombre aquél sólo ocurrían en tiempo bonancible; y de aquí lo que angustiaban a Facia los días soleados y lo que la deleitaban los borrascosos, pues aunque no eran diarias, ni mucho menos, las entrevistas en los primeros, se hacían imposibles en los segundos.

Uva a uva, pronto se acabó el racimo de los ahorros de la desventurada mujer; y cuando ya nada la quedó que ofrecer a la insaciable voracidad del vampiro, comenzó éste a esbozar otras exigencias que tardó en comprender el ofuscado y nunca muy sutil entendimiento de Facia.

Cuando llegó a comprenderlas por declararlas el otro sin ambages ni repulgos, las angustias de la desventurada fueron tales, que le parecieron de juego las sufridas hasta allí. Él no podía, en conciencia, conformarse con la miseria recibida de su mujer. Su abnegación y sus sacrificios en bien de la tranquilidad de su «adorada familia» valían mucho más, y había que buscarlo donde lo hubiera; y como lo había abundante en casa de su amo, de mi tío, de allí había de salir, y mucho, y enseguida, y con el ingenio y por la mano de su misma sirviente, de la propia Facia. Sentía muchísimo llevar las cosas por ese lado y tan de prisa; pero la pícara necesidad le obligaba a ello. Era, ante todo, leal y agradecido, y debía grandes favores, que quería pagar, a otros dos caballeros que habían compartido con él sus trabajos de presidio y no le habían abandonado después hasta el momento en que así lo declaraba.

Aquí me asaltó de pronto un recuerdo, y pedí a Facia las señas «particulares» de su marido. Comenzó por la de un chirlo en la cara que le partía un ojo y la nariz, y no necesité de las restantes para dar por conocido al personaje. Sin descubrirle mis sospechas, la reprendí duramente por haberme ocultado hasta entonces lo que me estaba declarando. A él, más que a ella, le importaba callar, porque tenía grandes cuentas pendientes con la justicia. Todo lo que la había dicho en contrario, era un embuste para explotar su candorosa ignorancia. Se le podía haber cogido en una de sus emboscadas, como a un zorro en el cepo, como se le cogería de seguro si aún andaba por allí...

A esto se estremeció de espanto la angustiada mujer y volvió a caer de rodillas delante de mí, para pedirme por Dios crucificado que no se hiciera tal cosa. También a ella se la había ocurrido alguna vez que podía no ser verdad todo lo que él la decía «al auto de aquellos particulares»; pero ¿y qué?... Si lo que la acongojaba no era eso, sino el temor al ruido y al escándalo; a que el lugar se enterara del caso, y después don Celso y, sobre todo, su hija, ¡Oh, esto nunca!... ¡Tapar, tapar y no más que tapar!... Por ello, la vida suya y cien vidas y mil vidas; el suplicio en cruz, en la lumbre de un horno; descuartizada viva... enterrada en salud, entre sapos y serpientes.

-¿Y el robo también? -la interrumpí con mal disimulada dureza.

-¡Señor! -me respondió como aterrada por el sonido de la pregunta-. Aunque capaz fuera de eyu, ¿qué sé yo ónde guarda las riquezas el mi amo, ni si las tiene en casa tan siquiera?

Aquí me refirió, espiritada y convulsa, después de sentarse otra vez, por mis reiterados mandatos, cómo, no teniendo valor para hacer lo que el infame la proponía, ni resolución bastante para negarse a ello, había ido entreteniéndole las impaciencias con aquel reparo y con el de la continua presencia mía y de otras gentes en la casa con motivo de la recaída de su amo (porque esto ocurrió en los días que siguieron a la nevada); pero, aunque de todo estaba enterado él, a nada de ello daba la menor importancia: al contrario, sostenía que al amparo de aquellos quehaceres y preocupaciones, era como mejor podía ella lograr sus intentos, si los ponía por obra. Esto, por las buenas; porque si aún la parecía mucho, acudiría a las malas, pues, por las malas o por las buenas, ello había de hacerse, y en el aire.

La infeliz no sabía qué partido tomar dentro de aquel estrecho círculo de hierro candente, abrasador; y como las impaciencias del pícaro no daban la menor tregua, un día, la víspera del en que Facia me lo contaba, la había dicho él: «Puesto que no te resuelves a cogerlo con tus manos, «hemos» resuelto «nosotros» robarlo con las nuestras. Hacia la media noche de mañana, cuando ya no quede señal de hombre en la cocina ni chispa de rescoldo en el hogar y duerman todos en la casa, llegaremos al portón de la calleja. Entonces oirás un silbido de este aire (y silbó por lo bajo de cierto modo). Sin más que oírle, te llegas callandito al estragal y me abres la puerta, con tal finura y cuidado, que ni las mismas bisagras se enteren de ello. Lo demás corre de nuestra cuenta. Ya daremos con el gato, por escondido que esté. Si hay alguno demasiado ligero de sueño, boca abajo para in saecula en cuanto se despierte, y el primero tu amo, si es que no ha habido que empezar por su sobrino... o no se dejan amarrar todos con la docilidad que pide el caso. Conque ya estás advertida, y bien te consta cómo las gasto. Sabiendo que me juego la vida en el trance, figúrate lo que se me importará de la tuya si hay que ponerla en pleito porque se te haya ido un poco la lengua en todo el día, y por razón de ello no encontramos la casa por la noche en el sosiego y la tranquilidad que siempre tuvo a tales horas.»

Dicho todo esto con un cinismo feroz, marchóse, dejando a Facia más muerta que viva. Y así estaban las cosas; y estando así, ¿cómo gozar hora de sueño ni minuto de tranquilidad, ni cómo dejar de confesarlo al fin y al postre, ni a quién, sino a mí?

Interesóme de veras el caso, porque vistos los antecedentes del «caballero» aquél y de sus fidalgos camaradas, no era para tomarlo a risa; y después de meditar un poco mientras Facia gemía y se retorcía las manos cadavéricas, la dije:

-¿De manera que eso ha de suceder esta misma noche?

-Así fue la amenaza -respondióme, casi sin voz para ello.

Notaba yo que la pobre mujer estaba en aquellos instantes bajo la doble tortura de los sucesos mismos declarados, y del temor a lo que pudiera alcanzarla del mal juicio que yo hubiera formado de todo ello; inspirábame honda compasión, y con el fin de aliviarla un poco de ambos tormentos, la hablé así:

-En primer lugar, del dicho al hecho siempre hay gran trecho, y mucho más si los hechos son de la magnitud de éste que a usted la espanta; de manera que las amenazas de venir esta noche esos bandoleros a desvalijar a mi tío, se cumplirán... o no se cumplirán; y bien pesado y medido todo, quizás fuera preferible que vinieran, particularmente para usted, por aquello de que «muerto el perro, se acabó la rabia». En segundo lugar, con la confesión que usted me ha hecho, y ¡ojalá se le hubiera ocurrido hacérmela la primera vez que topó con su marido en la fuente! si no viene por aquí esta noche a liquidar todas sus deudas en una sola partida, tengo todo lo que necesito saber para obligarle, por la cuenta que le trae, a que abandone esta comarca callandito la boca y a buen andar por donde nadie le vea, y la deje a usted en santa paz por todos los días de su vida. De manera que no hay para qué gemir ni angustiarse, como usted gime y se angustia. Déjelo, pues, todo a mi cargo; obedézcame en cuanto yo disponga; comience por arreglarse el tocado y el vestido, después de alegrar un poco los sombríos celajes de la cara; vuelva a ocuparse desde ahora en sus ordinarios quehaceres con el remango que solía; atienda a mi tío como siempre, y cuide mucho de que Tona no empiece a poner en duda las disculpas con que, en éstos y otros días de tormenta, ha estado usted engañando su candidez. Conque ya está usted absuelta de todo pecado por lo que a mí toca; y ánimo, y a cumplir la penitencia que la acabo de imponer.

Con esto la di dos palmaditas en la espalda; logré que las angustias desesperadas de antes se trocaran en copioso y sosegado llanto; incorporóse al fin con cierto brío; intentó, y no se lo consentí, besarme las manos; y después de prometerme que emplearía todos los alientos que la quedaban de los suyos y los que yo la había prestado, en obedecer mis mandatos, se dirigió a la puerta. Pero yo no sé qué vio de pronto en la luz del aposento, que se lanzó, con aquella fuerza que siempre la arrastraba, un tiempo hacía, a leer los fenómenos meteorológicos en la bóveda celeste, a uno de los cuarterones de la puerta de la solana. Allí se estuvo unos instantes devorando el espacio con los ojos. Acerquéme yo al otro cuarterón, y exclamó ella entonces:

-¡Ay, señor don Marcelo!... Si las señales no mintieran, ¡qué suerte la nuestra!... ¡Miri, miri esas nieblas que abajan por ayí... y por ayí, y por toas partes; miri esi cielu encenizau y escuru; miri aqueyas motas negras de ayá arriba, que son butres que pasan cara acá!... Pos lo unu y lo otru y too eyu en juntu, y ese frío que ahora noto que se sienti, too es nieve, nieve pura que se cuez y está pa caer de una hora a otra. ¡Si el Señor y mi Padre de los cielos fuera tan misericordiosu que tampocu esta vez fallaran los barruntus!...

Y con esto abandonó el observatorio sin esperar mi respuesta, y salió del gabinete casi batiendo las palmas y con una agilidad desconocida en ella mucho tiempo hacía.

Yo me quedé ¿a qué negarlo? haciendo votos porque los barruntos no fallaran; después medité un rato sobre los sucesos que podrían ocurrir aquella noche; y con el esbozo de un plan en la cabeza, dejé mi cuarto y pasé al de mi tío.




ArribaAbajo- XXVI -

En aquel momento entraba Neluco. Yo no había visto al enfermo más que un instante después de saltar de la cama; nada había respondido a mis preguntas porque dormitaba, y a la escasa luz que entonces aclaraba un poco las tinieblas del dormitorio, nada tampoco me había chocado en su aspecto; pero al observarle nuevamente y a mejor luz, ya me pareció cosa muy distinta. Estaba mucho más anheloso que por la noche, más azulado de color, más vidrioso de mirada, y, sobre todo, muy atormentado por la tos y muy inquieto en la cama. Miré a Neluco, que le estaba pulsando, y leí en su cara sombría la confirmación de mi diagnóstico. De pronto, nos dijo él con voz tenue y silabeando casi las palabras por no alcanzar a más sus alientos:

-Hoy no me gusto pizca, muchachos.

Nos miramos el médico y yo, y le preguntó éste:

-¿Por qué lo dice usted?

-Porque me encuentro peor que el día en que más malo me he visto.

-Aprensiones de usted, -dije yo, por decir algo que le animase.

-Eso ha de verse pronto -respondió el enfermo.

Neluco, entre tanto, continuaba pulsándole, ora en una muñeca, ora en la otra; arrimó el oído a su pecho, encima del corazón, y le descubrió y palpó las piernas hasta la rodilla; hízole varias preguntas luego, y, por último, se quedó un buen rato arrimado a la cama y mirándole fijamente, con la cabeza algo caída, como si no supiera qué decirle o lo estuviera discurriendo en vista de los fenómenos que observaba. Yo estaba enfrente de Neluco, arrimado a la cama también; y a la puerta de la alcoba, con los brazos cruzados y en pie, como dos estatuas de la melancolía y de la curiosidad, Facia y su hija esperando órdenes. Las primeras fueron de mi tío para pedir «otra almohada», y eso que pasaban de tres las que le servían de apoyo para sus espaldas y cabeza.

Mientras las dos mujeres cumplían el mandato y mullían y arreglaban el montón resultante para menor incomodidad del enfermo, salió Neluco del dormitorio y yo tras él, por una seña que me hizo.

-Esto va por la posta -me dijo, de modo que no lo oyera el enfermo.

-¿Tan grave le halla usted? -preguntéle.

-Gravísimo -me respondió-. Cuestión de horas más o menos. Así es que si apunta el menor deseo de confesarse, no se le contraríen por ningún miramiento; y si no le apunta... procuren ustedes apuntársele. No le dispongo nada nuevo, porque todo sería inútil, incluso la mortificación de una cantárida. La hinchazón de las piernas, como usted habrá visto, ha tomado esta noche un gran incremento... el propio y natural del avance repentino que ha dado la enfermedad, quizás por el rápido descenso que ha habido en la temperatura esta madrugada... porque no sé si habrá usted notado que hace un frío desde el amanecer, que corta un pelo.

Esto del frío produjo en mi imaginación un trastrueque súbito de ideas; y olvidando al enfermo, no me acordé más que de la intentona dispuesta por los tres forajidos para aquella noche; y así es que pregunté a Neluco con la misma avidez que pudo hacerlo Facia en sus «mejores días» de espantos y congojas:

-¿Cree usted que nevará?

-Y de firme -me respondió Neluco-. Todos los síntomas son de una nevada de las más copiosas y duraderas que se descuelgan por acá.

-¿Y cree usted también -insistí-, que empezará hoy mismo?

-Como que ya empezaba cuando yo he venido -me contestó-. ¡Vea usted!

Y me condujo a la puerta de la solana, desde cuyos cuarterones vimos pasar, llevados por el airecillo glacial que soplaba afuera, algunos copos, idénticos a los que yo había visto al empezar la otra novela. Sin embargo, el cielo no estaba tan «encenizado» ni sombrío como entonces. Así se lo advertí al médico, y él me replicó:

-Pero todo se andará, y pronto, no lo dude usted. Por lo mismo -añadió-, hay que tener mucho cuidado con el abrigo de estas habitaciones. Que no falte de aquí el brasero bien quemado, de modo que se conserve inalterable la temperatura que ahora hay en el cuarto del enfermo. No ha de sanarle la precaución, ni de mejorarle siquiera, por supuesto; pero hay que poner de nuestra parte, en bien de él, todo cuanto sea posible... Otra cosa: en vista de lo que ocurre, y, particularmente, de lo que pueda ocurrir, hace aquí falta más gente que ustedes, por razones que en otra ocasión análoga le di, y pienso avisar a Mari Pepa para que venga enseguida con su hija... Es posible que le diga también algo a don Sabas, para que esté prevenido siquiera.

Con poco más que esto y unas advertencias que me hizo concernientes al enfermo después de pasar otra ratito a su lado, se fue Neluco y quedéme yo sumido en las más endiabladas cavilaciones. El mismo Satanás, puesto a discurrir un conflicto para la casona, no le hubiera hilado tan bien como lo estaba el que yo temía para aquella noche, si las amenazas del baratijero se realizaban, o no venía a impedirlo y arreglarlo todo el deus ex machina de la nieve, en la dosis en que me la había pronosticado Neluco. Porque de otro modo, «¡Virgen la mi Madre celeste!», como habría dicho en igual caso la mujer gris. Don Celso, agonizante quizás a aquellas horas, o tal vez cadáver ya; Lita y su madre a su lado, asistiéndole o rezando por él; Facia en los paroxismos de su reproducida tribulación; tres bandoleros asaltando la casa, y yo, con Chisco y Pito Salces, a tiro limpio con ellos, acabando de matar con el susto a mi tío, si aún vivía, y poniendo a punto de morir de congoja a las mujeres, a dos de las cuales, por lo menos, estaba yo obligado a defender de todo riesgo mientras me quedaran un soplo de vida, un cartucho que quemar o un asador que esgrimir. Recién oída por mí la confesión de Facia, me había imaginado este cuadro mucho más sencillo. Chisco, Pito Salces y yo, armados hasta los dientes y bien apercibidos, en acecho y sin respirar, en las tinieblas del portalón; uno de nosotros abriendo la puerta con las precauciones convenidas en cuanto se dejara oír afuera el silbido del baratijero, y luego los tres, según iban entrando los bandidos... ¡fuego a quemarropa sobre ellos! Ni el primer peldaño de la escalera habían de profanar con su pie los infames. Para que no se sobrecogiera mi tío con el estruendo, le habría engañado yo antes con un embuste cualquiera: le habría dicho, por ejemplo, que se había visto la noche antes el lobo rondando la casa por aquel lado, y que pensábamos matarle en las altas horas de la inmediata si volvía. Las agallas de Chisco y de Pito Salces me eran bien conocidas, y no había para qué avisar más gente ni dar cuarto al pregonero. Nos bastábamos los tres para aquella empresa por de pronto: lo demás, es decir, el recoger los despojos de la batalla, los cadáveres achicharrados y hechos jigote, ya lo haría la justicia oportunamente avisada. Y a esto se reduciría todo. Pero con el nuevo aspecto de las cosas, ignorado por los bandidos; con la casa llena de mujeres, y la muerte, con su cortejo de lágrimas y de ceremonias y accesorios patéticos, enseñoreada de ella, ¡qué perturbaciones y qué escándalos y qué profanaciones y sacrilegios no produciría una batalla en el estragal, a tiro seco, con sus correspondientes blasfemias y alaridos, y cadáveres ensangrentados y palpitantes! En fin, que si no arreglaba el conflicto la nevada, había para volverme tarumba y tener por cuerda y resignada a la mujer gris en sus recientes apuros. Por lo pronto, y esto me calmaba algo las inquietudes, había muchas horas por delante; se vería qué rumbos iba tomando y cómo se portaba el temporal insinuado, y qué marcha seguía durante la mañana la agravación de mi tío. Yo bien provisto estaba de armas y municiones; Chisco también, y a mi lado vivía en casa; y a Chorcos, ya cuidaría yo de avisarle a tiempo para que se quedara a velar con el pretexto del grave estado de don Celso. No dejó de ocurrírseme que, en lugar de esperar a los salteadores en el portalón de la casa, se les podía armar una emboscada en los peñascos inmediatos a ella, y fusilarlos a mansalva en cuanto se arrimaran a la puerta los tres. Pero este plan era menos «concluyente» que el otro, y estaba expuesto a quiebras que podían salirnos caras a los acometedores, por más que nos asistiera la justicia, según todas las leyes divinas y humanas. Así y con todo, se pesarían y medirían ambos planes si llegaba el caso y en su hora, y se optaría por el mejor.

Esto y mucho más lo meditaba yo voltejeando maquinalmente por el interior de la casona después de haber despedido al médico. Dando, de repente, por bien examinado el punto por entonces, resolví volver a ver cómo andaba mi tío de sus angustias mortales. Pero no entré en su cuarto sin asomarme antes a uno de los vidrios de la puerta que daba a la solana por el comedor. El cielo continuaba obscureciéndose y el chispear de la nieve espesando. Me gustó el síntoma. Mi tío, aunque entre amagos continuos de la tos, parecía más sosegado, y dormitaba. Facia, sentada lejos de él y atenta a cuanto pudiera ocurrirle, después que yo hube contemplado al enfermo acercándome de puntillas a su cama, me dijo con la mirada:

-Bien va eso, ¿eh?

A lo que yo respondí con otra mirada y un gesto:

-De lo mejor.

Pero bien sabe Dios que ni la pregunta ni la respuesta se referían al estado del enfermo, sino al aspecto del temporal.

Pasaron dos horas sin que dentro ni fuera de la casona ocurriera novedad digna de ser notada, y llegaron, pero sin el estrépito de costumbre, Lita y su madre y hasta el propio don Pedro Nolasco. Esta peripecia, relativamente alegre, en el sombrío drama que se desenvolvía, y a todo andar, en aquellos envejecidos ámbitos, me levantó mucho el espíritu. Venían los tres personajes hondamente impresionados por las noticias que les había dado Neluco. El gigante, por todo saludo, me estrechó la mano en silencio, con dos tremendas sacudidas que a poco me desarticulan el brazo por el hombro; su nieta y su hija, con los ojos empañados, me pidieron, mientras comenzaban a desliarse los abrigos, y en voz muy baja algo temblorosa, las noticias de cajón sobre el estado actual de mi tío. Díselas, no tan malas como las que esperaban ellas, y esto las animó a acercarse muy quedito hasta la puerta de la alcoba. Desde allí estuvieron contemplando el batallar que no cesaba dentro de las ruinas de don Celso, entre el sueño que le amodorraba y la tos que se lo prohibía, hasta que se revolvió en la cama por uno de aquellos choques, del que salió medio sofocado, con la boca y los ojos muy abiertos y acopiando el aire para respirar, hasta con las manos. Entonces se ocultaron rápidamente, casi de un salto, en la salona, y se volvieron ambas hacia mí, que no las perdía de vista, con la pena y la conmiseración pintadas en la cara. A todo esto, don Pedro Nolasco, de pie, rígido, inmóvil y silencioso, en el mismo sitio en que se había plantado al entrar. Pasó en breve el acceso, y volvió el enfermo a caer en el marasmo de antes... Pero ¿qué diablos veía yo en Lituca que me cautivaba más la atención en aquellos momentos que el pasmo de su abuelo y la angustiosa situación de mi tío? ¿Qué había en ella de nuevo y de extraño para mí? Pues, lisa y llanamente, las lágrimas de sus ojos y la expresión dolorida de su cara infantil; y yo me preguntaba en cuanto salí de mis dudas: «Pero ¿cuándo está más mona esta chica? ¿cuando ríe y gorjea como los pajaritos del monte, sin penas ni cuidados, o cuando siente, como ahora, a falta de dolores propios, la compasión que le inspiran los ajenos?» Y no sabiendo por cuál de estos extremos optar, quedéme con los dos, porque es lo cierto que, riendo o llorando, estaba monísima aquella criatura.

Temiendo que la impresionara con exceso la contemplación frecuente de aquel cuadro aflictivo de la miseria humana, tan nuevo para ella, la aconsejé que se abstuviese de entrar en el cuarto del enfermo. A lo que me respondió con una fuerza de resolución que se imponía:

-¡Pues mire que tendría que ver, señor don Marcelo!... ¡Vaya! ¡vaya!... ¿Piensa que soy yo de melindres, por si acaso? No diré que al principio no me encoja un poco; pero después... ¡vaya! ¡vaya! Y, por último, para las ocasiones son las valentías; y ahora o nunca. ¡El mi pobre señor don Celso!...

-Déjela, déjela -me decía casi al mismo tiempo la rozagante Mari Pepa, arrojando el último de sus abrigos flotantes sobre una silla, encima de los que acababa de arrojar Lituca-; déjela que entre y salga cuando quiera, que es bueno jacerse a todo, como ella se irá jiciendo, porque la conozco bien. Al que hay que tener a raya sobre ese punto, es al mi padre. Cayóle la noticia como una peña en la nuca, y aturdióse como usté le ve. Yo no sabía si dejarle en casa o traerle; pero vile roncero de quedarse solo y muy arrimao a venirse, y jícele su gusto, que era también el nuestro; porque puestas aquí, podemos tardar más o menos en volver a casa, y mejor que en parte alguna estará el venturao con nosotras donde quiera que ello sea. Lo que está él es aterecío de frialdá, ¿no es cierto, padre? Y mire, en la cocina habrá buena lumbre, ¿no es verdá, don Marcelo? y estará usté más apartao de estas cosas que le amurrian y acobardan, sin dejar de estar bien acompañao con los que entran y salen... y de paso, mire, que añada Tona buen por qué al ollón grande, que somos tres bocas más... ¡Hija, qué bobás se le ocurren a una cuando no sabe lo que diz, ni tomar los tiempos como vienen! Conque ¿entendióme, padre?... Y a usté, don Marcelo, ¿qué le paez de este disponer mío, como si estuviera en la mi casa?

Todo me pareció bien, hasta el estilo, y las precauciones que tomaba Mari Pepa para no ser oída del enfermo, y la decisión de Lituca, y, en particular, la cara que ponía para declarármela. Yo mismo conduje a la cocina a don Pedro Nolasco, que se dejaba traer y llevar como un niño atolondrado, y le senté en el sillón de mi tío, dejándole al cuidado de Tona y de Chisco, que andaba por allí entonces, con encargo de que le entretuvieran y animaran... y le dieran de comer cuanto pidiera, si lo pedía. Yo volvería por allí muy a menudo, y las señoras lo harían también de vez en cuando. En el ínterin, mucha leña a mano y buena lumbre sin cesar.

Antes de salir de la cocina, miré por los cristalejos de la puerta que da al balconazo de aquella fachada, y vi que continuaban ennegreciéndose los celajes y que ya blanqueaban un poco los picachos de enfrente y hasta las praderas del valle por algunos sitios.

Cuando llegué al cuarto de mi tío, ya se habían apoderado de él y de sus aledaños Lituca y su madre, y enviado a Facia a sus ordinarios quehaceres, por no ser necesaria allí su presencia por entonces. Ordenaban adentro muebles, ropas y frascos y botellas de potingues; enderezaban felpudos y alfombrillas, que abundaban en el suelo; graduaban y dirigían la luz de los cuarterones de la ventana y la que entraba por la puerta, de modo que no diera de lleno en la cara del enfermo, y hasta le limpiaban el sudor viscoso y frío que relucía en su frente, y le arreglaban las coberturas y las almohadas; pero todo ello, lo mismo que cuando trabajaban afuera, sin hacer ruido ni levantar polvo ni causar la más leve mortificación al paciente. Me daba gusto contemplar aquel trabajo de hadas bienhechoras. Mi tío, sofocado por la tos, despertaba algunas veces de su letargo, abría los ojos, clavaba en nosotros su mirada entorpecida y voraz, y volvía a cerrarlos enseguida para caer de nuevo en su modorra. Cuando se aprovechaba una de estas coyunturas para darle unos sorbos de caldo o la «cucharada» medicinal que «le correspondía», tomábalo entre quejidos y balbucía protestas iracundas.

Cerca del mediodía se despejó un poco y nos ponderó mucho lo mal que se encontraba. Llegó en esto Neluco, y ni por cortesía intentó convencerle de lo contrario. Pero le exhortó a que llevara con paciencia sus trabajos, pues no estaba obligado a menos un hombre de su fe y de su correa. A lo que contestó el enfermo, con toda la iracundia que pudo hallar entre el montón de sus propias ruinas:

-¿Todavía te paez cosa de ná la mi paciencia, condenao? Con la mitá de lo que tengo te quisiera yo ver, mediquín, matasanos de los demonios, a ver qué cara ponías... ¡Pues hombre!...

Intervinimos todos, Neluco inclusive, para calmarle, y se calmó pronto; pero no apuntó la menor idea de prepararse a bien morir. Sobre este punto venía muy contrariado el médico. Me dijo, al despedirse, que don Sabas estaba ausente del lugar, auxiliando a un moribundo de otro pueblo, cuyo párroco se hallaba enfermo. Al saberlo le había mandado un propio; pero como hasta el pueblo había muchas varas de camino que medir y la nevada iba espesando por instantes, aunque don Sabas procuraría no perder uno solo en cuanto se enterase de lo que ocurría en la casona, ¡fuera usted a saber a qué hora de la tarde llegaría, y si llegaría a tiempo ya!

Por no acercar demasiado al gigantón de la Castañalera al cuadro que tan tristemente le impresionaba, comimos todos con él en la perezosa de la cocina, servidos por Tona, mientras su madre cuidaba del enfermo. No fue aquella comida tan sabrosa para mí como otra que yo no olvidaba, más que por lo reciente de su fecha, por lo regocijada que la hicieron aquellas dos comensalas que en la última, algo por respeto a la tristeza «oficial» de la casa, y algo más por la pena que los motivos de esta tristeza les daban, comieron muy poco y hablaron menos. Menos habló todavía que ellas, don Pedro Nolasco, que no habló palabra; pero, en cambio, ¡qué engullir el suyo tan formidable!

Antes de que acabáramos de comer, supimos por Facia que el enfermo había vuelto a dormirse y que «el trapeu de la nieve iba tan a más, que daba gustu». Yo me acordé de la ausencia de don Sabas y de la falta que hacía al lado de mi tío, y no recibí la noticia con tanto placer como el que sentía la madre de Tona al dármela.

Según corrían las horas de la tarde, apretaba el temporal y también las ansias del enfermo, que seguía luchando con ellas a ojos cerrados y sin conciencia, al parecer, de lo que estaba pasando. Bien sabe Dios lo que nos inquietaban estos síntomas y que ardíamos en deseos de insinuarle lo que Neluco deseaba, ya que no se anticipaba él a insinuarlo; pero ¿de qué serviría la insinuación mientras no tuviéramos a mano al Cura? Entre estas dudas y las consiguientes inquietudes, llegó la noche cerrada, a poco más de las cuatro, con una tercia de nieve sobre el valle y un nevar espeso y continuo que ya me iba alarmando mucho, porque suponía a don Sabas en camino y pensaba en los peligros que podía correr. Entre tanto la cocina se llenaba poco a poco de gente que acudía a saber de don Celso y a ofrecerse para toda clase de menesteres en la casa en aquellas horas de prueba, y a mí no me disgustaba verme tan bien acompañado en ocasión de tantos apuros. A don Pedro Nolasco le sucedía lo propio, y hasta rompió a hablar con los contertulios y se permitió ciertos vaticinios risueños acerca de la enfermedad del viejo amigo y casi pedazo de su alma... precisamente en el instante en que mi tío saliendo de su modorra pertinaz y después de recorrer la estancia con los ojos azorados, dijo entre angustias de la respiración, como si no le cupiera ya en el pecho una burbuja de aire sin haberle desocupado de otra igual:

-Ahora... ahora es la de irse de veras, hijos míos, y la de prepararme al viaje en toda regla. Hacedme la caridad de decirle al Cura que le llamo yo para lo que él sabe... si no es alguno de los bultos que yo distingo malamente desde aquí, no sé si por culpa de la poca luz del cuarto, o porque ha empezado a apagarse ya la de mis ojos... ¡Sabas!... ¡Sabas!...

Todos los allí presentes oíamos y callábamos, y nos mirábamos unos a otros sin saber qué contestar. ¿Cómo decirle que el Cura no estaba en la casona ni en el pueblo?... Pero ¡qué ofuscación tan absurda la nuestra! ¿Qué inconveniente había en entretenerle las impaciencias, respondiendo que habían ido a avisarle y que estaba a punto de llegar? Esto iba a responderle yo al mismo tiempo que me acercaba a su cama con Lita y Mari-Pepa, hechas un mar de lágrimas, mientras quedaba Facia arrimada a la pared del fondo con los brazos cruzados, la cabeza inclinada sobre el pecho y los ojos, secos, entristecidos e inmóviles, clavados en la faz cadavérica de su amo, cuando éste volvió a exclamar, pero con un brío inconcebible en su estado miserable:

-¡Sabas! ¡Sabas!...

En esto oí un rudo golpeteo, como al desembocar del carrejo en la salona, y al mismo tiempo una voz que respondía a estas llamadas enérgicas:

-¡Allá va, jinojo!...

Conocí la voz, retrocedí de un salto hasta la puerta, y vi que por la del salón avanzaba un bulto que lo mismo podía ser un jaral de la montaña, tal y como debían estar todos en aquellos instantes, que un hombrazo del calibre y los talares de don Sabas, porque venía nevado por la cabeza y por los hombros y por donde quiera que asomaba un relieve, por mínimo que fuera, en sus luengas y espidas vestiduras; y al andar y sacudirse de propio intento, arrojaba en el suelo la nieve en cascadas polvorosas, como cae de los matorros cuando los sacude y zarandea el cierzo enfurecido. Salí a su encuentro para ayudarle a sacudirse y a enjugarse... y a nada, porque de dos bativoleos se desprendió de todo lo flotante que goteaba sobre él. Así quedó, en un periquete, liso y mondo de pies a cabeza, es decir, de chaqueta corta y en pelo. Mientras se iba despojando de aquellas envolturas y accesorios, me decía:

-¡Ah! pues gracias a que el tordillo tiene más agallas de lo que paez, y pudo con el espolique que a medio camino le cargué a las ancas, que si no... ¡jinojo! dígote que no llegamos vivos ninguno de los tres; porque nevadas he visto en lo que llevo de vivir; pero como ésta, ¡vaya, vaya!... ¿Y qué le pasa al pobre don Celso, hombre? Cuando allá me lo fueron a decir, no me cogió de susto, porque me lo venía yo temiendo de día en día. Lo peor del caso fue que aquel infeliz agonizante no acababa, y no era cosa de abandonarle en trance tal... Pues ¡cuidado si le da por no acabar en toda la tarde de Dios!... A todo esto, la nieve espesando y cerrándose los caminos. ¡Mira tú qué ocasión para ponerse este otro en la agonía!... ¡Si lo que hace Satanás para jincar el diente a las almas, es mucho cuento! A bien que no ha sido ello por falta de advertencias mías; pero este Celso, con ser tan hombre de fe, es de suyo tan...

Todo eso lo decía ya, y casi lo gritaba, el bueno del Cura a la puerta del dormitorio de su amigo, donde le interrumpió el descosido razonamiento otra llamada como la de antes.

-¡Sabas! ¡Sabas!

-¡Aquí estoy, hombre! -respondió el Cura-. ¡Cuidado que es tema!... Pues mira, con esas prisas en mejor salú, no las tuvieras ahora...

-¡Eso es! -refunfuñó mi tío-. Para consuelo de mis ajogos, tíñeme y vociférame, ¡pispajo!

-¡Qué te he de reñir, hombre, qué te he de reñir! -díjole entonces don Sabas, que enfrente de aquellas ruinas miserables del amigo y camarada de toda su vida, no acertaba a contener los lagrimones que le brotaban en los ojos-, ¡ni cómo te he de vociferar!... ¡Pues bueno estaría ello, jinojo!... sino que, como he venido, pude no venir, por causa de fuerza mayor. ¡Y figúrate tú entonces! ¡figúratelo, Celso!... Vaya -añadió interrumpiendo de pronto su discurso y pasando la mirada por el cuarto y acentuándola con un movimiento de sus brazos, muy significativo-: aquí sobran todos menos el enfermo y yo; porque lo que va a pasar entre nosotros, no admite más testigo que uno, que es el Señor y juez de vidas y almas.

Salimos los que sobrábamos y cerró don Sabas la puerta por dentro. Yo no sé lo que pasó por mí entonces; pero declaro que me sentí muy conmovido y que hasta lloré, disimulándolo mucho, como si fuera una debilidad indigna de los hombres fuertes.

¿Procedían aquellas lágrimas vergonzantes del contagio de otras más francas? ¿Eran arrancadas de mi corazón por la pena de ver a aquél, mi pariente en estado tan mísero y compasible? ¿Me las producía aquella rara escena que acababa de presenciar entre el Cura y el enfermo, a través de cuya tosca urdimbre se dejaban ver fondos y lejanías admirables? Quizás hubiera en ellas algo de todos y cada uno de estos ingredientes; pero el hecho es que yo lloraba, aunque no tanto como las mujeres que se agrupaban junto a mí, mientras iban entrando de puntillas en el salón en que estábamos muchos de los tertulianos de la cocina que se habían amontonado en el carrejo después de la llegada del Cura, transidos de pesadumbre... y de curiosidad.

La luz que Facia había encendido en la lamparilla del dormitorio al salir de él, y que aún conservaba en la mano, iluminaba un poco aquellas fauces entenebrecidas; y así pude entreverlas atascadas, materialmente, de figuras apiñadas y oscilantes que miraban hacia nosotros con impaciencias voraces; y aun hubiera jurado yo que allá en el fondo, detrás de toda la masa, pero alzándose un codo sobre la cabeza del más talludo, relucían, como dos linternas en un túnel, los ojazos verdes y saltones del gigantón de la Castañalera.



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