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Pepe Rubianes


Marcos Ordóñez





Rubianes sale a escena a los acordes de Bad Moon Rising de los Creedence y el público le aclama como a una estrella de rock. Rubianes lleva seis años, seis temporadas, que se dice pronto, en el Club Capitol de Barcelona, un auténtico «club de la comedia», llenándolo noche a noche. Si esto lo hubiera hecho un actor (o una actriz) «de verso», todos (y ellos los primeros, faltaría más) estarían hablando ahora del «enorme esfuerzo» realizado, y hasta puede que les diesen una medallita. Pero no se habla bastante de Rubianes. ¿Por qué? Porque es un cómico, y aún queda gente que sigue pensando que un cómico no es un «actor». Cliché: un cómico no se convierte en actor hasta que no hace llorar a la gente; entonces hablan de él como «formidable actor dramático». Para algunos, el cómico apenas se diferencia de aquel compañero de la mili que podía estar contando «historias divertidas» sin parar durante horas: un pequeño don, «agradable pero sin importancia», como la habilidad de construir catedrales con palillos. Un actor, para algunos, es un «artista», un ser que tiene línea directa con la divinidad. Un señor (o señora) que «se esfuerza»; memoriza textos larguísimos, «entra en el personaje», «se entrega». «crea». Pregunta: «¿Y Rubianes no hace todo lo que acabas de decir?». Respuesta: «Rubianes sube al escenario, cuenta historias divertidas, la gente se ríe, y ya está». Justamente eso me dijo un tipo, a la salida del teatro; un tipo que no había parado de reír durante más de dos horas. Le hubiera estrangulado. «¿Cómo que ya está? ¿Te parece poco? ¿Sabes lo difícil que es llegar a ese ya está?». El don de la gracia, como cualquier don, se tiene o no se tiene. Pero la gracia, para sostenerse durante más de dos horas, y durante meses y meses en cartel, y durante los veinte años que lleva este cómico subiéndose a un escenario, necesita dos elementos añadidos que no se aprenden en un cursillo: Arquitectura y Energía. A lo largo de todo ese tiempo, Rubianes ha aprendido a rebajar los adornos más prescindibles de su arquitectura y los tabiques que frenaban la expansión de su energía, que ahora circula más ácida pero también más relajada que nunca. La mejor prueba de su éxito es el reloj: han pasado dos horas en escena y parece que hayan pasado tan sólo veinte minutos. O parece que Rubianes «haya acabado de empezar». Lo mejor de Rubianes solamente, su último espectáculo, es que su arquitectura es tan sólida y su energía tan fluida que parece «estar comenzando» continuamente, como las buenas novelas, sin caídas de ritmo ni bajadas de tensión. Y con la digresión, la gloriosa digresión, elevada a categoría: las historias se ramifican, se entrelazan y echan a volar como cometas de las que el cómico nunca suelta el hilo, anudándolas y reanudándolas en el momento más inesperado, como un mago. El espectáculo cambia cada año y cambia cada noche. Cada año, porque hay un método en su locura: durante seis meses, el cómico «da el espectáculo», y dedica los seis meses restantes a vivir a lo grande, a viajar por el mundo, a observar, a llenar los diques, y luego vuelve para contarnos lo que ha visto y lo que ha vivido. Y cambia cada noche porque otro de sus grandes talentos es la imprevisibilidad: nunca sabes «por dónde saldrá», ni en qué desmesurado jardín acabará; puede empezar hablando de su abuela, electrocutada y convertida en murciélago, y acabar advirtiéndonos de los peligros de los lagartos de Tasmania y su venenosa saliva. Rubianes modifica el orden de los números según le apetece, aparca o recupera monólogos «clásicos», presenta material que ya ha «rodado» pero que ha seguido creciendo; poda o alarga, ensaya la eficacia del material nuevo, que inventó ayer o anteayer, y que ya no será el mismo pasado mañana o a la semana siguiente. (Los listos llaman a eso work in progress, mientras se embolsan una subvención de Cultura). Por suerte para él, Rubianes (como la mayoría de los grandes cómicos) no necesita «listos» que le categoricen, le clasifiquen y, en definitiva, le perdonen la vida: tiene a su público. Un público en el que coinciden sus admiradores de siempre (los que ya han probado y repiten), los que habían dejado de ir al teatro y vuelven, convencidos de que al fin van a pasar un rato estupendo, y el matrimonio de mediana edad que se escandaliza ante sus barbaridades pero que acaba riendo a carcajadas, liberado; y los jóvenes que no le conocían y se sorprenden ante la virulencia de ese extraño hermano mayor, con ojos de megagolfo y sonrisa de conejo de Alicia, todavía más bestia descreído que ellos. El Rubianes actual, delirantemente imaginativo, es un hijo legitimísimo de San Miguel Gila Que Estás En Los Cielos, y un hermano de sangre de Wyoming (por su locuacidad desbordada e hipercrítica, por su maestría a la hora de sacarle punta al lápiz más romo) y un heredero transoceánico, españolísimo, de Lenny Bruce: virulento en la inmediatez de su respuesta a las intolerables agresiones de la actualidad, feroz en sus exabruptos, en su voluntad de llamar a las cosas por su nombre. Como en los monólogos de Bruce, esa grosería, esa incorrección permanente y militante, jamás resulta sucia porque no obedece al cálculo televisivo ni al oportunismo demagógico: cada una de las «palabras gruesas» que salpican sus monólogos suenan en el escenario como felices taponazos de un champán que ha acumulado presión durante demasiado tiempo.








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