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ArribaAbajoPoesía de la edad de oro, II


ArribaAbajoLuis de Góngora (1561-1627)




ArribaAbajo[La más bella niña]



   La más bella niña
de nuestro lugar,
hoy viuda y sola
y ayer por casar,
viendo que sus ojos
a la guerra van,
a su madre dice,
que escucha su mal:

      dejadme llorar
      orillas del mar.

    Pues me distes, madre,
en tan tierna edad
tan corto el placer,
tan largo el pesar,
y me cautivastes
de quien hoy se va
y lleva las llaves
de mi libertad:

       dejadme llorar
      orillas del mar.

   En llorar conviertan
mis ojos, de hoy más,
el sabroso oficio
del dulce mirar,
pues que no se pueden
mejor ocupar,
yéndose a la guerra
quien era mi paz:

       dejadme llorar
       orillas del mar.

   No me pongáis freno
ni queráis culpar;
que lo uno es justo,
lo otro por demás.
Si me queréis bien
no me hagáis mal;
harto peor fuera
morir y callar:

      dejadme llorar
       orillas del mar.

    Dulce madre mía,
¿quién no llorará
aunque tenga el pecho
como un pedernal,
y no dará voces
viendo marchitar
los más verdes años
de mi mocedad?

      Dejadme llorar
       orillas del mar.

   Váyanse las noches,
pues ido se han
los ojos que hacían
los míos velar;
vayanse y no vean
tanta soledad,
después que en mi lecho
sobra la mitad.

       Dejadme llorar
       orillas del mar.


    Hermana Marica,
mañana, que es fiesta,
no irás tú a la amiga
ni yo iré a la escuela.
    Pondráste el corpiño
y la saya buena,
cabezón labrado,
toca y albanega;
    y a mí me pondrán
mi camisa nueva,
sayo de palmilla,
media de estameña;
    y si hace bueno
traeré la montera
que me dio la pascua
mi señora abuela,
    y el estadal rojo
con lo que le cuelga,
que trajo el vecino
cuando fue a la feria.
    Iremos a misa,
veremos la iglesia,
darános un cuarto
mi tía la ollera.
    Compraremos de él
(que nadie lo sepa)
chochos y garbanzos
para la merienda;
    y en la tardecica,
en nuestra plazuela,
jugaré yo al toro
y tú a las muñecas
    con las dos hermanas
Juana y Madalena
y las dos primillas
Marica y la tuerta;
    y si quiere madre
dar las castañetas,
podrás tanto dello
bailar en la puerta;
    y al son del adufe
cantará Andrehuela:
«No me aprovecharon,
madre, las hierbas»;
   y yo de papel
haré una librea
teñida con moras
por que bien parezca,
    y una caperuza
con muchas almenas;
pondré por penacho
las dos plumas negras
    del rabo del gallo,
que acullá en la huerta
anaranjeamos
las carnestolendas;
    y en la caña larga
pondré una bandera
con dos borlas blancas
en sus tranzaderas;
    y en mi caballito
pondré una cabeza
de guadamecí,
dos hilos por riendas;
    y entraré en la calle
haciendo corvetas
yo, y otros del barrio,
que son unas de treinta.
    Jugaremos cañas
junto a la plazuela,
por que Barbolilla
salga acá y nos vea;
    Bárbola, la hija
de la panadera,
la que suele darme
tortas con manteca,
    porque algunas veces
hacemos yo y ella
las bellaquerías
detrás de la puerta.


    Entre los sueltos caballos
de los vencidos Cenetes,
que por el campo buscaban
entre la sangre lo verde,
    aquel español de Orán
un suelto caballo prende,
por sus relinchos lozano
y por sus cernejas fuerte,
    para que lo lleve a él,
y a un moro cautivo lleve,
un moro que ha cautivado,
capitán de cien jinetes.
   En el ligero caballo
suben ambos, y él parece,
de cuatro espuelas herido,
que cuatro alas le mueven.
    Triste camina el alarbe,
y lo más bajo que puede
ardientes suspiros lanza
y amargas lágrimas vierte.
    Admirado el español
de ver cada vez que vuelve
que tan tiernamente llore
quien tan duramente hiere,
    con razones le pregunta,
comedidas y corteses,
de sus suspiros la causa,
si la causa lo consiente.
    El cautivo, como tal,
sin excusas le obedece,
y a su piadosa demanda
satisface de esta suerte:
    «Valiente eres, capitán,
y cortés como valiente;
por tu espada y por tu trato
me has cautivado dos veces.
    Preguntado me has la causa
de mis suspiros ardientes,
y débote la respuesta
por quien soy y por quien eres.
En los Gelves nací, el año
que os perdisteis en los Gelves,
de una berberisca noble
y de un turco matasiete.
    En Tremecén me crié
con mi madre y mis parientes,
después que perdí a mi padre,
corsario de tres bajeles.
    Junto a mi casa vivía,
porque más cerca muriese,
una dama del linaje
de los nobles Melioneses,
    extremo de las hermosas,
cuando no de las crueles,
hija al fin de estas arenas
engendradoras de sierpes.
    Cada vez que la miraba
salía un sol por su frente,
de tantos rayos ceñido
cuantos cabellos contiene.
    Juntos así nos criamos,
y Amor en nuestras niñeces
hirió nuestros corazones
con arpones diferentes.
    Labró el oro en mis entrañas
dulces lazos, tiernas redes,
mientras el plomo en las suyas
libertades y desdenes.
    Apenas vide trocada
la dureza de esta sierpe,
cuando tú me cautivaste:
¡mira si es bien que lamente!»


    En los pinares de Júcar
vi bailar unas serranas,
al son del agua en las piedras
y al son del viento en las ramas.
    No es blanco coro de ninfas
de las que aposenta el agua,
o las que venera el bosque,
seguidoras de Dïana:
    serranas eran de Cuenca,
honor de aquella montaña,
cuyo pie besan dos ríos
por besar de ella las plantas.
    Alegres corros tejían,
dándose las manos blancas
de amistad, quizá temiendo
no la truequen las mudanzas.

       ¡Qué bien bailan las serranas!
       ¡Qué bien bailan!

    El cabello en crespos nudos
luz da al sol, oro a la Arabia,
cuál de flores impedido,
cuál de cordones de plata.
    Del color visten del cielo,
si no son de la esperanza,
palmillas que menosprecian
el zafiro y la esmeralda.
    El pie (cuanto lo permite
la brújula de la falda)
lazos calza, y mirar deja
pedazos de nieve y nácar.
    Ellas, cuyo movimiento
honestamente levanta
el cristal de la columna
sobre la pequeña basa,

       ¡qué bien bailan las serranas!
       ¡qué bien bailan!

    Una entre los blancos dedos
hiriendo negras pizarras,
instrumentos de marfil
que las musas le invidiaran,
    las aves enmudeció
y enfrenó el curso del agua;
no se movieron las hojas
por no impedir lo que canta:
«Serranas de Cuenca
iban al pinar,

       unas por piñones,
       otras por bailar.

    Bailando, y partiendo,
las serranas bellas,
un piñón con otro,
si ya no es con perlas,
de Amor las saetas
huelgan de trocar,

       unas por piñones,
       otras por bailar.

    Entre rama y rama,
cuando el ciego dios
pide al sol los ojos
por verlas mejor,
los ojos del sol
las veréis pisar,

       unas por piñones,
       otras por bailar.»


       Andeme yo caliente
       y ríase la gente

    Traten otros del gobierno
del mundo y sus monarquías,
mientras gobiernan mis días
mantequillas y pan tierno;
y las mañanas de invierno
naranjada y aguardiente,

       y ríase la gente.

   Coma en dorada vajilla
el príncipe mil cuidados,
como píldoras dorados;
que yo en mi pobre mesilla
quiero más una morcilla
que en el asador reviente,

       y ríase la gente.

    Cuando cubra las montañas
de blanca nieve el enero,
tenga yo lleno el brasero
de bellotas y castañas,
y quien las dulces patrañas
del rey que rabió me cuente,

       y ríase la gente.

   Busque muy en hora buena
el mercader nuevos soles;
yo conchas y caracoles
entre la menuda arena,
escuchando a Filomena
sobre el chopo de la fuente,

       y ríase la gente.

    Pase a media noche el mar,
y arda en amorosa llama
Leandro por ver su dama;
que yo más quiero pasar
del golfo de mi lagar
la blanca o roja corriente,

       y ríase la gente.

   Pues Amor es tan cruel
que de Píramo y su amada
hace tálamo una espada,
do se junten ella y él,
sea mi Tisbe un pastel
y la espada sea mi diente,

       y ríase la gente.




ArribaAbajoDe la «Fábula de Faetón» que escribió el conde de Villamediana


   Cristales el Po desata,
que al hijo fueron del Sol,
si trémulo no farol,
túmulo de undosa plata;
las espumosas dilata
armas de sañudo toro,
contra arquitecto canoro,
que orilla el Tajo eterniza
la fulminada ceniza
en simétrica urna de oro.




ArribaAbajoAl nacimiento de Cristo nuestro Señor



   Caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso que está el heno,
porque ha caído sobre él!

   Cuando el silencio tenía
todas las cosas del suelo,
y coronada del yelo
reinaba la noche fría,
en medio la monarquía
de tiniebla tan crüel,

   Caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso que está el heno,
porque ha caído sobre él!

   De un solo clavel ceñida
la Virgen, aurora bella,
al mundo se le dio, y ella
quedó cual antes florida;
a la púrpura caída
sólo fue el heno fiel.

   Caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso que está el heno,
porque ha caído sobre él!

   El heno, pues, que fue dino,
a pesar de tantas nieves,
de ver en sus brazos leves
este rosicler divino,
para su lecho fue lino,
oro para su dosel.

   Caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso que está el heno,
porque ha caído sobre él!


   Mientras por competir con tu cabello,
oro bruñido al sol relumbra en vano,
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lilio bello;

   mientras a cada labio, por cogello,
siguen más ojos que al clavel temprano,
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello;

   goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, cristal luciente,

   no sólo en plata o vïola troncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.


   La dulce boca que a gustar convida
un humor entre perlas destilado,
y a no invidiar aquel licor sagrado
que a Júpiter ministra el garrón de Ida,

   amantes, no toquéis, si queréis vida,
porque, entre un labio y otro colorado,
Amor está, de su veneno armado,
cual entre flor y flor sierpe escondida.

   No os engañen las rosas que, a la Aurora,
diréis que aljofaradas y olorosas
se le cayeron del purpúreo seno;

   manzanas son de Tántalo, y no rosas,
que después huyen del que incitan ora;
y sólo del amor queda el veneno.




ArribaAbajoA Córdoba



   ¡Oh excelso muro! ¡Oh torres coronadas
de honor, de majestad, de gallardía!
¡Oh gran río, gran rey de Andalucía,
de arenas nobles, ya que no doradas!

   ¡Oh fértil llano, oh sierras levantadas
que privilegia el cielo y dora el día!
¡Oh siempre glorïosa patria mía
tanto por plumas cuanto por espadas!

   Si entre aquellas rüinas y despojos
que enriquece Genil y Darro baña,
tu memoria no fue alimento mío,

   nunca merezcan mis ausentes ojos
ver tu muro, tus torres y tu río,
tu llano y sierra, ¡oh patria!, ¡oh flor de España!


   Duélete de esa puente, Manzanares;
mira que dice por ahí la gente
que no eres río para media puente,
y que ella es puente para muchos mares.

   Hoy, arrogante, te ha brotado a pares
húmedas crestas tu soberbia frente,
y ayer me dijo humilde tu corriente
que eran en marzo los caniculares.

   Por el alma de aquel que ha pretendido
con cuatro onzas de agua de chicoria
purgar la villa y darte lo purgado,

   me di cómo has menguado y has crecido,
¿cómo ayer te vi en pena, y hoy en gloria?
-Bebióme un asno ayer, y hoy me ha meado.




ArribaAbajoDe un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado


   Descaminado, enfermo, peregrino,
en tenebrosa noche, con pie incierto,
la confusión pisando del desierto,
voces en vano dio, pasos sin tino,

   Repetido latir, si no vecino,
distinto oyó de can siempre despierto,
y en pastoral albergue mal cubierto
piedad halló, si no halló camino.

   Salió el Sol, y entre armiños escondida,
soñolienta beldad con dulce saña
salteó al no bien sano pasajero.

   Pagará el hospedaje con la vida;
más le valiera errar en la montaña
que morir de la suerte que yo muero.




ArribaAbajoA la «Arcadia», de Lope de Vega Carpio



   Por tu vida, Lopillo, que me borres
las diez y nueve torres del escudo,
porque, aunque todas son de viento, dudo
que tengas viento para tantas torres.

   ¡Válgante los de Arcadia! ¿No te corres
armar de un pavés noble a un pastor rudo?
¡Oh tronco de Micol, Nabar barbudo!
¡Oh brazos Leganeses y Vinorres!

   No le dejéis en el blasón almena.
Vuelva a su oficio, y al rocín alado
en el teatro sáquele los reznos.

   No fabrique más torres sobre arena,
si no es que ya, segunda vez casado,
nos quiere hacer torres los torreznos.


   Hermosas damas, si la pasión ciega
no os arma de desdén, no os arma de ira,
¿quién con piedad al andaluz no mira,
y quién al andaluz su favor niega?

   En el terrero, ¿quién humilde ruega,
fiel adora, idólatra suspira?
¿Quién en la plaza los bohordos tira,
mata los toros, y las cañas juega?

   En los saraos, ¿quién lleva las más veces
los dulcísimos ojos de la sala,
sino galanes del Andalucía?

   A ellos les dan siempre los jüeces,
en la sortija, el premio de la gala;
en el torneo, de la valentía.




ArribaAbajoAl puerto de Guadarrama, pasando por él los condes de Lemos


   Montaña inaccesible, opuesta en vano
al atrevido paso de la gente,
o nubes humedezcan tu alta frente,
o nieblas ciñan tu cabello cano,

   Caistro el mayoral, en cuya mano
en vez de bastón vemos el tridente,
con su hermosa Silvia, sol luciente
de rayos negros, serafín humano,

   tu cerviz pisa dura; y la pastora
yugo te pone de cristal, calzada
coturnos de oro al pie, armiños vestida.

   Huirá la nieve de la nieve ahora,
o ya de los dos soles desatada,
o ya de los dos blancos pies vencida.




ArribaAbajoA don Francisco de Quevedo


   Anacreonte español, no hay quien os tope,
que no diga con mucha cortesía,
que ya que vuestros pies son de elegía,
que vuestras suavidades son de arrope.

   ¿No imitaréis al terenciano Lope,
que al de Belerofonte cada día
sobre zuecos de cómica poesía
se calza espuelas, y le da un galope?

   Con cuidado especial vuestros antojos
dicen que quieren traducir al griego,
no habiéndolo mirado vuestros ojos.

   Prestádselos un rato a mi ojo ciego,
porque a luz saque ciertos versos flojos,
y entenderéis cualquier gregüesco luego.




ArribaAbajoDe las muertes de don Rodrigo Calderón, del conde de Villamediana y conde de Lemos


   Al tronco descansaba de una encina,
que invidia de los bosques fue lozana,
cuando segur legal una mañana
alto horror me dejó con su rüina.

   Laurel que de sus ramas hizo dina
mi lira, ruda sí, mas castellana,
hierro luego fatal su pompa vana
(culpa tuya, Calíope) fulmina.

   En verdes hojas cano el de Minerva
árbol culto, del Sol yace abrasado,
aljófar sus cenizas de la yerba.

   ¡Cuánta esperanza miente a un desdichado!
¿A qué más desengaños me reserva?
¿A qué escarmientos me vincula el hado?




ArribaAbajoInfiere, de los achaques de la vejez, cercano el fin a que católico se alienta


   En este accidental, en este, oh Licio,
climatérico lustro de tu vida,
todo mal afirmado pie es caída,
toda fácil caída es precipicio.

   ¿Caduca el paso? Ilústrese el juïcio.
Desatándose va la tierra unida;
¿qué prudencia del polvo prevenida
la ruïna aguardó del edificio?

   La piel no sólo, sierpe venenosa,
mas con la piel los años se desnuda,
y el hombre, no. ¡Ciego discurso humano!

   ¡Oh aquel dichoso, que la ponderosa
porción depuesta en una piedra muda,
la leve da al zafiro soberano!




ArribaAbajoAl excelentísimo señor el Conde Duque


   En da capilla estoy y condenado
a partir sin remedio de esta vida:
siendo la causa aun más que la partida,
por hambre expulso como sitïado.

   Culpa sin duda es ser desdichado,
mayor de condición ser encogida;
de ellas me acuso en esta despedida,
y partiré a lo menos confesado.

   Examine mi suerte el hierro agudo,
que a pesar de sus filos me prometo
alta piedad de vuestra excelsa mano.

   Ya que el encogimiento ha sido mudo,
los números, señor, de este soneto
lenguas sean, y lágrimas no en vano.




ArribaAbajoFábula de Polifemo y Galatea


   Estas que me dictó rimas sonoras,
culta sí, aunque bucólica, Talía
-¡oh excelso conde!-, en las purpúreas horas
que es rosas la alba y rosicler el día,
ahora que de luz tu Niebla doras,
escucha, al son de la zampoña mía,
si ya los muros no te ven, de Huelva,
peinar el viento, fatigar la selva.

   Templado, pula en la maestra mano
el generoso pájaro su pluma,
o tan mudo en la alcándara, que en vano
aun desmentir el cascabel presuma;
tascando haga el freno de oro, cano,
del caballo andaluz la ociosa espuma;
gima el lebrel en el cordón de seda,
y al cuerno, al fin, la cítara suceda.

   Treguas al ejercicio sean robusto,
ocio atento, silencio dulce, en cuanto
debajo escuchas del dosel augusto,
del músico jayán el fiero canto.
Alterna con las Musas hoy el gusto;
que si la mía puede ofrecer tanto
clarín (y de la Fama no segundo),
tu nombre oirán los términos del mundo.

   Donde espumoso el mar sicilïano
el pie argenta de plata al Lilibeo
(bóveda o de las fraguas de Vulcano,
o tumba de los huesos de Tifeo),
pálidas señas cenizoso un llano
-cuando no del sacrílego deseo-
del duro oficio da. Allí una alta roca
mordaza es a una gruta, de su boca.

   Guarnición tosca de este escollo duro
troncos robustos son, a cuya greña
menos luz debe, menos aire puro
la caverna profunda, que a la peña;
caliginoso lecho, el seno obscuro
ser de la negra noche nos lo enseña
infame turba de nocturnas aves,
gimiendo tristes y volando graves.

   De este, pues, formidable de la tierra
bostezo, el melancólico vacío
a Polifemo, horror de aquella sierra,
bárbara choza es, albergue umbrío
y redil espacioso donde encierra
cuanto las cumbres ásperas cabrío
de los montes, esconde: copia bella
que un silbo junta y un peñasco sella.

   Un monte era de miembros eminente
este (que, de Neptuno hijo fïero,
de un ojo ilustra el orbe de su frente,
émulo casi del mayor lucero)
cíclope, a quien el pino más valiente,
bastón, le obedecía, tan ligero,
y al grave peso junco tan delgado,
que un día era bastón y otro cayado.

   Negro el cabello, imitador undoso
de las obscuras aguas del Leteo,
al viento que lo peina proceloso,
vuela sin orden, pende sin aseo;
un torrente es su barba impetuoso,
que (adusto hijo de este Pirineo)
su pecho inunda, o tarde, o mal, o en vano
surcada aun de los dedos de su mano.

   No la Trinacria en sus montañas, fiera
armó de crüeldad, calzó de viento,
que redima feroz, salve ligera,
su piel manchada de colores ciento:
pellico es ya la que en los bosques era
mortal horror al que con paso lento
los bueyes a su albergue reducía,
pisando la dudosa luz del día.

   Cercado es (cuanto más capaz, más lleno
de la fruta, el zurrón, casi abortada,
que el tardo otoño deja al blando seno
de la piadosa hierba, encomendada:
la serba, a quien le da rugas el heno;
la pera, de quien fue cuna dorada
la rubia paja, y -pálida tutora-
la niega avara, y pródiga la dora.

   Erizo es el zurrón, de la castaña,
y (entre el membrillo o verde o datilado
de la manzana hipócrita, que engaña,
a lo pálido no, a lo arrebolado,
y, de la encina (honor de la montaña,
que pabellón al siglo fue dorado)
el tributo, alimento, aunque grosero,
del mejor mundo, del candor primero.

   Cera y cáñamo unió (que no debiera)
cien cañas, cuyo bárbaro rüido,
de más ecos que unió cáñamo y cera
albogues, duramente es repetido.
La selva se confunde, el mar se altera,
rompe Tritón su caracol torcido,
sordo huye el bajel a vela y remo:
¡tal la música es de Polifemo!

   Ninfa, de Doris hija, la más bella,
adora, que vio el reino de la espuma;
Galatea es su nombre, y dulce en ella
el terno Venus de sus Gracias suma.
Son una y otra luminosa estrella
lucientes ojos de su blanca pluma:
si roca de cristal no es de Neptuno,
pavón de Venus es, cisne de Juno.

   Purpúreas rosas sobte Galatea
la Alba entre lilios cándidos deshoja:
duda el Amor cuál más su color sea,
o púrpura nevada, o nieve roja.
De su frente la perla es, eritrea,
émula vana. El ciego dios se enoja,
y, condenado su esplendor, la deja
pender en oro al nácar de su oreja.

   Invidia de las ninfas y cuidado
de cuantas honra el mar deidades era;
pompa del marinero niño alado
que sin fanal conduce su venera.
Verde el cabello, el pecho no escamado,
ronco sí, escucha a Glauco la ribera
inducir a pisar la bella ingrata,
en carro de cristal, campos de plata.

   Marino joven, las cerúleas sienes,
del más tierno coral ciñe Palemo,
rico de cuantos la agua engendra bienes,
del faro odioso al promontorio extremo;
mas en la gracia igual, si en los desdenes
perdonado algo más que Polifemo,
de la que, aún no le oyó, y, calzada plumas,
tantas flores pisó como él espumas.

   Huye la ninfa bella; y el marino
amante nadador, ser bien quisiera,
ya que no áspid a su pie divino,
dorado pomo a su veloz carrera;
mas, ¿cuál diente mortal, cuál metal fino
la fuga suspender podrá ligera
que el desdén solicita? ¡Oh, cuánto yerra
delfín que sigue en agua corza en tierra!

   Sicilia, en cuanto oculta, en cuanto ofrece,
copa es de Baco, huerto de Pomona:
tanto de frutas ésta la enriquece,
cuanto aquél de racimos la corona.
En carro que estival trillo parece,
a sus campañas Ceres no perdona,
de cuyas siempre fértiles espigas
las provincias de Europa son hormigas.

   A Pales su viciosa cumbre debe
lo que a Ceres, y aún más, su vega llana;
pues si en la una granos de oro llueve,
copos nieva en la otra mil de lana.
De cuantos siegan oro, esquilan nieve,
o en pipas guardan la exprimida grana,
bien sea religión, bien amor sea,
deidad, aunque sin templo, es Galatea.

   Sin aras no: que el margen donde para
del espumoso mar su pie ligero,
al labrador, de sus primicias ara,
de sus esquilmos es al ganadero;
de la Copia -a la tierra, poco avara-
el cuerno vierte el hortelano, entero,
sobre la mimbre que tejió, prolija,
si artificiosa no, su honesta hija.

   Arde la juventud, y los arados
peinan las tierras que surcaron antes,
mal conducidos, cuando no arrastrados
de tardos bueyes, cual su dueño errantes;
sin pastor que los silbe, los ganados
los crujidos ignoran resonantes,
de las hondas, si, en vez del pastor pobre,
el céfiro no silba, o cruje el robre.

   Mudo la noche al can, el día, dormido,
de cerro en cerro y sombra en sombra yace.
Bala el ganado; al mísero balido,
nocturno el lobo de las sombras nace.
Cébase; y fiero, deja humedecido
en sangre de una lo que la otra pace.
¡Revoca, Amor, los silbos, o a su dueño
el silencio del can siga, y el sueño!

   La fugitiva ninfa, en tanto, donde
hurta un laurel su tronco al sol ardiente,
tantos jazmines cuanta hierba esconde
la nieve de sus miembros, da a una fuente.
Dulce se queja, dulce le responde
un ruiseñor a otro, y dulcemente
al sueño de sus ojos la armonía,
por no abrasar con tres soles el día.

   Salamandria del Sol, vestido estrellas,
latiendo el Can del cielo estaba, cuando
(polvo el cabello, húmidas centellas,
si no ardientes aljófares, sudando)
llegó Acis; y, de ambas luces bellas
dulce Occidente viendo al sueño blando,
su boca dio, y sus ojos cuanto pudo,
al sonoro cristal, al cristal mudo.

   Era Acis un venablo de Cupido,
de un fauno, medio hombre, medio fiera,
en Simetis, hermosa ninfa, habido;
gloria del mar, honor de su ribera.
El bello imán, el ídolo dormido,
que acero sigue, idólatra venera,
rico de cuanto el huerto ofrece pobre,
rinden las vacas y fomenta el robre.

   El celestial humor recién cuajado
que la almendra guardó entre verde y seca,
en blanca mimbre se lo puso al lado,
y un copo, en verdes juncos, de manteca;
en breve corcho, pero bien labrado,
un rubio hijo de una encina hueca,
dulcísimo panal, a cuya cera
su néctar vinculó la primavera.

   Caluroso, al arroyo da las manos,
y con ellas las ondas a su frente,
entre dos mirtos que, de espuma canos,
dos verdes garzas son de la corriente.
Vagas cortinas de volantes vanos
corrió Favonio lisonjeramente
a la (de viento cuando no sea) cama
de frescas sombras, de menuda grama.

   La ninfa, pues, la sonorosa plata
bullir sintió del arroyuelo apenas,
cuando, a los verdes márgenes ingrata,
segur se hizo de sus azucenas.
Huyera; mas tan frío se desata
un temor perezoso por sus venas,
que a la precisa fuga, al presto vuelo,
grillos de nieve fue, plumas de hielo.

   Fruta en mimbres halló, leche exprimida
en juncos, miel en corcho, mas sin dueño;
si bien al dueño debe, agradecida,
su deidad culta, venerado el sueño.
A la ausencia mil veces ofrecida,
este de cortesía no pequeño
indicio la dejó -aunque estatua helada-
más discursiva y menos alterada.

   No al Cíclope atribuye, no, la ofrenda;
no a sátiro lascivo, ni a otro feo
morador de las selvas, cuya rienda
el sueño aflija, que aflojó el deseo.
El niño dios, entonces, de la venda,
ostentación gloriosa, aleo trofeo
quiere que al árbol de su madre sea
el desdén hasta allí de Galatea.

   Entre las ramas del que más se lava
en el arroyo, mirto levantado,
carcaj de cristal hizo, si no aljaba,
su blanco pecho, de un arpón dorado.
El monstruo de rigor, la fiera brava,
mira la ofrenda ya con más cuidado,
y aun siente que a su dueño sea, devoto,
confuso alcaide más, el verde soto.

   Llamáralo, aunque muda, mas no sabe
el nombre articular que más querría;
ni lo ha visto, si bien pincel süave
lo ha bosquejado ya en su fantasía.
Al pie -no tanto ya, del temor, grave-
fía su intento; y, tímida, en la umbría
cama de campo y campo de batalla,
fingiendo sueño al cauto garzón halla.

   El bulto vio, y, haciéndolo dormido,
librada en un pie toda sobre él pende
(urbana al sueño, bárbara al mentido
retórico silencio que no entiende):
no el ave reina, así, el fragoso nido
corona inmóvil, mientras no desciende
-rayo con plumas- al milano pollo
que la eminencia abriga de un escollo,

   como la ninfa bella, compitiendo
con el garzón dormido en cortesía,
no sólo para, mas el dulce estruendo
del lento arroyo enmudecer querría.
A pesar luego de las ramas, viendo
colorido el bosquejo que ya había
en su imaginación Cupido hecho
con el pincel que le clavó su pecho,

   de sitio mejorada, atenta mira,
en la disposición robusta, aquello
que, si por lo süave no la admira,
es fuerza que la admire por lo bello.
Del casi tramontado sol aspira
a los confusos rayos, su cabello;
flores su bozo es, cuyos colores,
como duerme la luz, niegan las flores.

   En la rústica greña yace oculto
el áspid, del intonso prado ameno,
antes que del peinado jardín culto
en el lascivo, regalado seno:
en lo viril desata de su bulto
lo más dulce el Amor, de su veneno;
bébelo Galatea, y da otro paso
por apurarle la ponzoña al vaso.

   Acis -aún más de aquello que dispensa
la brújula del sueño vigilante-,
alterada la ninfa esté o suspensa,
Argos es siempre atento a su semblante,
lince penetrador de lo que piensa,
cíñalo bronce o múrelo diamante:
que en sus paladïones Amor ciego,
sin romper muros, introduce fuego.

   El sueño de sus miembros sacudido,
gallardo el joven la persona ostenta,
y al marfil luego de sus pies rendido,
el coturno besar dorado intenta.
Menos ofende el rayo prevenido,
al marinero, menos la tormenta
prevista le turbó o pronosticada:
Galatea lo diga, salteada.

   Más agradable y menos zahareña,
al mancebo levanta venturoso,
dulce ya concediéndole y risueña,
paces no al sueño, treguas sí al reposo.
Lo cóncavo hacía de una peña
a un fresco sitïal dosel umbroso,
y verdes celosías unas hiedras,
trepando troncos y abrazando piedras.

   Sobre una alfombra, que imitara en vano
el tirio sus matices (si bien era
de cuantas sedas ya hiló, gusano,
y, artífice, tejió la Primavera)
reclinados, al mirto más lozano,
una y otra lasciva, si ligera,
paloma se caló, cuyos gemidos
-trompas de amor- alteran sus oídos.

   El ronco arrullo al joven solicita;
mas, con desvíos Galatea suaves,
a su audacia los términos limita,
y el aplauso al concento de las aves.
Entre las ondas y la fruta, imita
Acis al siempre ayuno en penas graves:
que, en tanta gloria, infierno son no breve,
fugitivo cristal, pomos de nieve.

   No a las palomas concedió Cupido
juntar de sus dos picos los rubíes,
cuando al clavel el joven atrevido
las dos hojas le chupa carmesíes.
Cuantas produce Pafo, engendra Gnido,
negras vïolas, blancos alhelíes,
llueven sobre el que Amor quiere que sea
tálamo de Acis ya y de Galatea.

   Su aliento humo, sus relinchos fuego,
si bien su freno espumas, ilustraba
las columnas Etón que erigió el griego,
do el carro de la luz sus ruedas lava,
cuando, de amor el fiero jayán ciego,
la cerviz oprimió a una roca brava,
que a la playa, de escollos no desnuda,
linterna es ciega y atalaya muda.

   Árbitro de montañas y ribera,
aliento dio, en la cumbre de la roca,
a los albogues que agregó la cera,
el prodigioso fuelle de su boca;
la ninfa los oyó, y ser más quisiera
breve flor, hierba humilde, tierra poca,
que de su nuevo tronco vid lasciva,
muerta de amor, y de temor no viva.

   Mas -cristalinos pámpanos sus brazos-
amor la implica, si el temor la anuda,
al infelice olmo que pedazos
la segur de los celos hará aguda.
Las cavernas en tanto, los ribazos
que ha prevenido la zampona ruda,
el trueno de la voz fulminó luego:
¡referidlo, Piérides, os ruego!

   «¡Oh bella Galatea, más süave
que los claveles que tronchó la aurora;
blanca más que las plumas de aquel ave
que dulce muere y en las aguas mora;
igual en pompa al pájaro que, grave,
su manto azul de tantos ojos dora
cuantas el celestial zafiro estrellas!
¡Oh, tú, que en dos incluyes las más bellas!

   Deja las ondas, deja el rubio coro
de las hijas de Tetis, y el mar vea,
cuando niega la luz un carro de oro,
que en dos, la restituye Galatea.
Pisa la arena, que en la arena adoro
cuantas el blanco pie conchas platea,
cuyo bello contacto puede hacerlas,
sin concebir rocío, parir perlas.

   Sorda hija del mar, cuyas orejas
a mis gemidos son rocas al viento:
o dormida te hurten a mis quejas
purpúreos troncos de corales ciento,
o al disonante número de almejas
-marino, si agradable no, instrumento-
coros tejiendo estés, escucha un día
mi voz, por dulce, cuando no por mía.

   Pastor soy, mas tan rico de ganados,
que los valles impido más vacíos,
los cerros desparezco levantados
y los caudales seco de los ríos;
no los que, de sus ubres desatados,
o derivados de los ojos míos,
leche corren y lágrimas; que iguales
en número a mis bienes son mis males.

   Sudando néctar, lambicando olores,
senos que ignora aun la golosa cabra,
corchos me guardan, más que abeja flores
liba inquïeta, ingeniosa labra;
troncos me ofrecen árboles mayores,
cuyos enjambres, o el abril los abra,
o los desate el mayo, ámbar distilan
y en ruecas de oro rayos del sol hilan.

   Del Júpiter soy hijo, de las ondas,
aunque pastor; si tu desdén no espera
a que el monarca de esas grutas hondas,
en trono de cristal te abrace nuera,
Polifemo te llama, no te escondas;
que tanto esposo admira la ribera
cual otro no vio Febo, más robusto,
del perezoso Volga al Indo adusto.

   Sentado, a la alta palma no perdona
su dulce fruto mi robusta mano;
en pie, sombra capaz es mi persona
de innumerables cabras el verano.
¿Qué mucho, si de nubes se corona
por igualarme la montaña en vano,
y en los cielos, desde esta roca, puedo
escribir mis desdichas con el dedo?

   Marítimo alcïón roca eminente
sobre sus huevos coronaba, el día
que espejo de zafiro fue luciente
la playa azul, de la persona mía.
Miréme, y lucir vi un sol en mi frente,
cuando en el cielo un ojo se veía:
neutra el agua dudaba a cuál fe preste,
o al cielo humano, o al cíclope celeste.

   Registra en otras puertas el venado
sus años, su cabeza colmilluda
la fiera cuyo cerro levantado,
de helvecias picas es muralla aguda;
la humana suya el caminante errado
dio ya a mi cueva, de piedad desnuda,
albergue hoy, por tu causa, al peregrino,
do halló reparo, si perdió camino.

   En tablas dividida, rica nave
besó da playa miserablemente,
de cuantas vomitó riquezas grave,
por las bocas del Nilo el Orïente.
Yugo aquel día, y yugo bien süave,
del fiero mar a la sañuda frente
imponiéndole estaba (si no al viento
dulcísimas coyundas) mi instrumento,

   cuando, entre globos de agua, entregar veo
a las arenas ligurina haya,
en cajas los aromas del Sabeo,
en cofres las riquezas de Cambaya:
delicias de aquel mundo, ya trofeo
de Escila, que, ostentado en nuestra playa,
lastimoso despojo fue dos días
a las que esta montaña engendra arpías.

   Segunda tabla a un ginovés mi gruta
de su persona fue, de su hacienda;
la una reparada, la otra enjuta,
relación del naufragio hizo horrenda.
Luciente paga de la mejor fruta
que en hierbas se recline, en hilos penda,
colmillo fue del animal que el Ganges
sufrir muros le vio, romper falanges:

   arco, digo, gentil, bruñida aljaba,
obras ambas de artífice prolijo,
y de Malaco rey a deidad Java
alto don, según ya mi huésped dijo.
De aquél la mano, de ésta el hombro agrava;
convencida la madre, imita al hijo:
serás a un tiempo en estos horizontes
Venus del mar, Cupido de los montes.»

   Su horrenda voz, no su dolor interno,
cabras aquí le interrumpieron, cuantas
-vagas el pie, sacrílegas el cuerno-
a Baco se atrevieron en sus plantas.
Mas, conculcado el pámpano más tierno
viendo el fiero pastor, voces él tantas,
y tantas despidió la honda piedras,
que el muro penetraron de las hiedras.

   De los nudos, con esto, más süaves,
los dulces dos amantes desatados,
por duras guijas, por espinas graves
solicitan el mar con pies alados:
tal, redimiendo de importunas aves
incauto meseguero sus sembrados,
de liebres dirimió copia, así, amiga,
que vario sexo unió y un surco abriga.

   Viendo el fiero jayán, con paso mudo
correr al mar la fugitiva nieve
(que a tanta vista el líbico desnudo
registra el campo de su adarga breve)
y al garzón viendo, cuantas mover pudo
celoso trueno, antiguas hayas mueve:
tal, antes que la opaca nube rompa,
previene rayo fulminante trompa.

Con vïolencia desgajó infinita,
la mayor punta de la excelsa roca,
que al joven, sobre quien, la precipita,
urna es mucha, pirámide no poca.
Con lágrimas la ninfa solicita
las deidades del mar, que Acis invoca:
concurren todas, y el peñasco duro
la sangre que exprimió, cristal fue puro.

   Sus miembros lastimosamente opresos
del escollo fatal fueron apenas,
que los pies de los árboles más gruesos
calzó el líquido aljófar de sus venas.
Corriente plata al fin sus blancos huesos,
lamiendo flores y argentando arenas,
a Doris llega, que, con llanto pío,
yerno lo saludó, lo aclamó río.