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Poesía del 98 y compromiso: (decadencia, caciquismo, pobreza y emigración en Vicente Medina)

Francisco Javier Díez de Revenga





La crisis del 98 afectó a todos los géneros literarios y, junto a los nombres más representativos de la época, que reflexionaron en sus ensayos, novelas y dramas sobre los aspectos más agudos del pensamiento noventayochista, también la poesía dejó sentir los efectos de la decadencia, de la pobreza, de la emigración, de la marcha de los hijos a la guerra. Las clases más humildes sufrieron en sus propias carnes los efectos del caciquismo, de la irracionalidad de la producción y, en los medios rurales, junto a la sequía o las inundaciones, las enfermedades y la mortalidad infantil determinaron reacciones sociales aunque aisladas sobresalientes. La poesía del 98, y muy especialmente Antonio Machado en Campos de Castilla, pusieron de manifiesto los males de la España rural y cantaron con emoción el sufrir de los más humildes, víctimas de los poderosos. El poeta Vicente Medina, que inicia la publicación de sus poesías justamente en 1898, denuncia estas carencias y los sinsabores de las gentes más humildes. Una versión de la poesía como compromiso que no ha merecido el reconocimiento de los historiadores de la literatura, y que pretendemos demostrar en esta ponencia.

La poesía generada por la propia crisis política y bélica del año 1898, que apareció publicada en la prensa de aquel año, ha sido recogida en una interesante antología por Carlos García Barrón1, en la que figuran poetas poco conocidos que ensalzan, sin duda engañados por la propaganda militar y política, las hazañas de las tropas nacionales, o protestan contra los hechos más destacados del momento, desde muy diversos puntos de vista, desde el patriótico al satírico. Los textos ponen de relieve no la inmediata conciencia ante el problema, y ante la decadencia que se avecina, sino una especie de ceguera general, bien organizada por la falta de información, la ignorancia ante la magnitud de los problemas y las falsas informaciones por parte de los políticos, o como concluye García Barrón, «la irreflexión y el apasionamiento irrumpen en estas páginas reiteradamente»2.

Porque sería inmediatamente después cuando la conciencia de la situación afloraría con matices críticos a la literatura del momento. Y así el propio antólogo termina sus palabras con esta interesante consideración, cita poética incluida: «La "generación de 1898" se encargará posteriormente de analizar -con sangre fría- las causas y orígenes de esta degradación nacional. Yo he preferido tomarle el pulso al paciente en vida, cuyos postreros alientos quedarían inmortalizados por Vicente Medina en estos versos finiseculares:


...Por qué sendica se marchó aquel hijo
que murió en la guerra...
Por esa sendica se fue la alegría,
por esa sendica vinieron las penas...
No te canses, que no me remuevo;
anda tú, si quieres, y éjame que duerma,
a ver si es pa siempre... ¡Si no me espertara!
¡tengo una cansera...»

Vicente Medina publicó su «Cansera» en Blanco y Negro el 18 de junio de 1898, y pronto el poema se habría de convertir en el texto más conocido de todos cuantos escribió. Perteneciente a su libro Aires Murcianos y reproducido en multitud de antologías de la poesía española del siglo XX, la poesía en cuestión representa el desaliento ante las adversidades que sufre el huertano de Murcia en la época en que Aires Murcianos está ambientada, finales del siglo XIX, la España de la Restauración al 98 en la que la agricultura era pobre y sometida a las inclemencias de la meteorología de la zona y a los fatales resultados de la mala administración y de los procedimientos anticuados, a los que se une la guerra, el hambre, la sequía y la muerte. Medina acertó en muy pocos versos a captar la desilusión y tristeza del hombre que ve que no puede salir adelante, y su canto desolado y sin esperanzas viene a representar toda una España, la del 98, con la que Vicente Medina conecta y a la que, con esta y con otras composiciones, se une ideológica y sentimentalmente. Valbuena Prat ha destacado la profunda melancolía, la inmersión en la inacción por desesperación y dolor total en el que el poeta, además de referirse a casos concretos, está a tono con el inmenso dolor inútil de los españoles conscientes de la generación del desastre3.

Por ello, «Cansera» viene a ser un resumen y también un programa de acción y de desolación de todo lo que Medina ha querido encerrar en sus Aires Murcianos, de todo lo que ha querido captar con esos aires doloridos, desesperanzados, que concedió a su obra y que tanto se ha valorado por ser representación de unos hombres y de un tiempo de España ya pasados. Su representación de esa realidad se destaca por ser fiel trasunto de un mundo que Medina conoció de cerca, y no solo en lo que se refiere a la agricultura dependiente de la voluntad del tiempo, sino también en otros aspectos sugeridos en el poema, como pueden ser la marcha de los hijos a la guerra. Medina, que fue de los últimos de Filipinas, y que vivió de cerca el desastre del 98, combina con acierto las propias vivencias huérfanas con la realidad social que se deja sentir en tan breves pero tan sugerentes alusiones a otros aspectos que son moneda de uso diario en la vida del huertano, como pueden ser la emigración, que Vicente Medina ya conocía cuando escribió este poema y que será el signo poco después de toda su nostálgica existencia.

Y «Cansera» pertenece ya, cuando aparece en aquel Blanco y Negro de 1898, a lo que ese mismo año empieza a ser el libro Aires Murcianos, su obra más representativa, consistente en una colección de poesías de ambiente huertano escritas en lengua dialectal, que el poeta fue dando a conocer, a través de diferentes ediciones y ampliaciones de su libro, a partir de 1898. La edición completa aparecería en Rosario de Santa Fe (Argentina) en 1929.

La colección da la medida exacta del gran mérito de Vicente Medina en tres aspectos básicos: en el filológico, al trasmitir la más pura de las versiones de la lengua de Murcia, el murciano, como dialecto del español; en el literario, porque formaliza una serie de módulos métricos populares y consagra como tema literario todo el mundo sentimental y anímico del huertano con sus preocupaciones, sus inquietudes y sus reivindicaciones; y, por último, en el cultural y en el histórico, ya que lega el testimonio de un pueblo en un momento clave, conjunción de un espacio (Murcia) y un tiempo (crisis del 98 y principios de siglo) dentro de los límites de un claro determinismo histórico y paisajístico, emparentado con el naturalismo.

Rechazado muy conscientemente el folklorismo fácil, a Medina le interesa ante todo reflejar el sentimiento vital de la tierra, de la huerta y el campo que él conoció desde niño, enriquecido con la presencia de personajes, tradiciones y costumbres tomados del natural. En sus constantes explicaciones sobre el sentido de su obra poética, Medina alude frecuentemente a la necesidad de expresar el sentir del huertano, su forma de ser, sus tristezas, sus dolores, sus alegrías cuando las hay, lo que prefiere antes que un pintoresquismo o un tipismo afiligranado que no responde a la realidad, porque lo que el poeta quiere ante todo es trasmitir la vida de los hombres y las mujeres de la huerta. De ahí su preocupación lingüística y su afán por conservar tradiciones que corren el riesgo de desaparecer. Y entre ellas, desde el punto de vista literario, ninguna hay tan importante como la recuperación de cancioncillas populares que el poeta realiza y que incorpora en alguno de sus poemas más valiosos como «Santa Rita, Rita...», «En la cieca», «Santica», «A la ru ru mi nene», «Isabelica la guapa», «La coplica muerta», etc.

La representación verista de la huerta de Murcia y de sus costumbres obtenidas de una observación minuciosa de la propia vida cotidiana de las gentes que la pueblan, constituye el mayor aliciente de Aires Murcianos. Así, se nos trasmiten muchos aspectos del acontecer diario, con un importante componente de análisis sociológico más que exclusivamente poético, que podemos advertir en las referencias a las relaciones amorosas, el galanteo, las preocupaciones en torno a la relación hombre y mujer, en las que con tanta fuerza entra el componente de la «costumbre». Son muchos los poemas en los que junto a las relaciones humanas comparece el paisaje rural huertano («Tempranico»), con sus rincones («Y la nena al brazal», «En la cieca»), con su enorme exuberancia contagiosa y vitalista. En este sentido, destaca el poema «Carmencica», que nos ofrece un buen ejemplo de la sensualidad murciana reflejada en la descripción de la moza, aunque al final, como en tantos «aires murcianos», será la muerte, la gran protagonista de la obra, la que ponga fin a la historia. Su sentido de inexorabilidad cala hondo en el espíritu de muchos poemas y por eso no es raro que muchas veces sean las víctimas los niños, ante el dolor y la desolación de sus mayores, lo que sin duda se basa en un claro trasfondo realista: la mortalidad infantil, muy alta en las clases rurales a finales del siglo XIX.

La guerra constituye otro de los reflejos de época que más ha llamado la atención. Estará presente en otros muchos poemas («Los níos solos», «El abejorrico negro», «La novia del soldao», etc.) y será otro de los temas fundamentales de Aires Murcianos, que le conectará directamente con el espíritu del 98, culminante en «Cansera», el «aire murciano» más conocido de Medina, porque sabe expresar como ningún otro texto de su tiempo el desaliento ante las adversidades que padece el huertano en muchos sentidos: guerra, hambre, sequía muerte... En definitiva, Medina consigue en sus Aires Murcianos reflejar solidariamente las miserias cotidianas de una huerta con un alto índice de mortalidad infantil debido a la desnutrición y a las infecciones, y fijar con rigor una versión de la lengua, las costumbres y la verdad de un mundo rural deprimido por la guerra, por los sistemas irracionales de producción, por el atraso económico producido por el caciquismo, las inundaciones, las sequías, las epidemias, la emigración, el hambre y la muerte. Más que de una versión realista y desnuda, por un lado, o folklórica y superficial por otra, Medina nos ofrece su visión naturalista de hombre apegado a la tierra, que de ella vive y a ella se debe, una tierra que condiciona todas sus acciones, todos los actos de su vida4.

En abril de 1895 había publicado Vicente Medina su primera obra: el poema «El Naufragio». Editado con un propósito noble y benéfico -socorrer a las víctimas del Reina Regente- el poema tuvo muy buena acogida entre sus amigos de Cartagena, aunque a Medina nunca llegó a satisfacerle plenamente, ya que en esta fecha había iniciado su proyecto más importante desde el punto de vista literario: la creación de Aires Murcianos, que surge con el propósito de reflejar con exactitud el lenguaje y las costumbres de la huerta que él había conocido desde niño. Medina Tornero recoge unas declaraciones del poeta a un periódico de Santiago de Chile, hechas muchos años más tarde (Las Últimas Noticias, 3-2-1930), que resultan del máximo interés para comprender estos propósitos: «Se estrenó en Cartagena María del Carmen de Felíu y Codina. Esta obra pretendía ser una manifestación de la vida y costumbres huérfanas. Desde muchacho me indignaba el uso cómico que se hacía del lenguaje huertano en las fiestas de carnaval. A este lenguaje, que llamaban "panocho" se le exageraba llenándolo de barbarismos y extravagancias en los titulados "Bandos", edictos que leía al público de propia voz una máscara disfrazado de alcalde rural. Fue entonces cuando, en total desacuerdo con esta interpretación del "panocho", me propuse escribir un drama huertano que sería El Rento. Para prepararme empecé a hacer, a manera de bocetos, unos romances en lenguaje huertano. Así fueron naciendo: «La barraca», «En la cieca», «La novia del sordao», que se publicaron en la revista, y así nacieron mis Aires Murcianos.»5

La aventura teatral de Vicente Medina6 comenzó, en efecto, con El Rento, que estrena en Cartagena, de manera informal, como una especie de ensayo general, en el Teatro Principal, con el título de Santa -nombre de la protagonista de la obra-. La representación tuvo, al parecer, buena acogida, ya que según se desprende del manuscrito de la obra7, realizó reformas y perfeccionó el texto, antes de editarlo en corta tirada de cien ejemplares, que envió a críticos y escritores. De esta forma Medina y su obra llegaron al conocimiento de los que fueron sus primeros -y decididos- admiradores, entre ellos José Martínez Ruiz -todavía no era

Azorín                


-, que escribió un muy difundido artículo sobre la obra en el diario El Progreso el 22 de febrero de 18988, donde, entre otros elogios, sentenció: «El Rento es una obra hermosa, un cuadro exacto, conmovedor, de costumbres campesinas». Clarín, por su parte, lo alaba en una carta que más tarde daría a conocer el propio Medina: «El final del primer acto es muy hermoso; el carácter de José, de lo mejor que se ha hecho aquí hace tiempo. Sobran, acaso, algunos pormenores locales, y el lenguaje provinciano fatiga algo a oídos profanos. Hay concisión, sobriedad y fuerza, y sea lo que quiera el drama, usted es un autor dramático, de fijo»9.

Vicente Medina era muy sensible a todo este tipo de opiniones, y, como se ha señalado, «su escasa capacidad para enjuiciar su producción poética le hizo apoyarse continuamente en las críticas ajenas, que aceptaba de buen grado, y aunque no siempre eran elogiosas no tuvo inconveniente en incluirlas como preámbulo o apéndice de sus ediciones»10. De esta forma, se sintió animado por las palabras de unos y otros y continuó su aventura teatral, casi frenéticamente, ya que entre 1898 y 1904 publica en Cartagena cuatro textos dramáticos. El rento (1898), ¡Lorenzo!... (1899), La sombra del hijo (1899) y El alma del molino (1902), que completa con un total de cinco estrenos: ¡Lorenzo!... (en Madrid, 1900), En lo obscuro (en Murcia, 1901), El alma del molino (en Cartagena, 1902) y El canto de las lechuzas (en Las Palmas, en 1904). Pero, a pesar de las diferentes gestiones que hacen en Madrid Azorín, Unamuno y Clarín, Medina no consiguió ver estrenada su obra más representativa y en la que había puesto más empeño, El rento, que convertiría en «novela dialogada», y así la publicaría en Cartagena en 190711. Toda la obra teatral de Medina es adscribible a los géneros en ese momento más en boga en el teatro español y que también más se ajustaban a sus propósitos literarios: el drama rural y el drama social. Su intención de reflejar la realidad rural y social de la huerta, su proximidad ideológica al naturalismo, fueron los impulsos que alimentaron una obra teatral, cuyos supuestos ideológicos formalizaron la base de su poesía regionalista, de sus Aires Murcianos.

A raíz de la crítica que Martínez Ruiz dedicó en El Progreso a El rento12, se decide Medina a enviarle sus primeros «aires murcianos», en recortes de la prensa de Cartagena donde los había publicado. Vuelve a recibir nuevos elogios de Martínez Ruiz, que se unen a los que ya había recibido en Murcia, entre otros una elogiosa crítica de Pedro Díaz Cassou, influyente escritor local, recopilador de poemas tradicionales de la región, quien lo relaciona con un poema del siglo XVIII titulado justamente como uno de los «aires» del primer Medina: «La barraca»13.

Se decide entonces a reunir un total de 13 poemas y publicarlos en un tomito que aparece en Cartagena en 189814, como ya sabemos, y, a continuación, aunque ya en 189915, en la Biblioteca «Mignon» que el editor Bernardo Rodríguez Sierra inaugura en Madrid con este libro. En 1900 habrá segunda edición en esta pequeña biblioteca16. Martínez Ruiz, en carta de 12 de julio de 1899, escribió palabras que Medina reprodujo con generosidad en muchos lugares: «Aunque no escriba usted más, este diminuto volumen, que es de oro, bastará para colocarle a usted entre los grandes líricos de nuestro parnaso. Su poesía es de las pocas que conmueven hondamente. Diga lo que diga la prensa, puede usted tener la íntima convicción de que ha hecho una obra de artista. Adelante. Le abraza, J. Martínez Ruiz»17, Y no sólo Martínez Ruiz. Medina reprodujo en diferentes ocasiones otros juicios críticos que, o bien publicados en la prensa, o bien trasmitidos a través de cartas a él dirigidas, mostraban su afecto y su elogio por el nuevo estilo de Aires Murcianos. Y, entre estos testimonios, hay que citar una carta de José María de Pereda18, que destaca en el poeta un raro dominio de la poesía que hay en la Naturaleza; un artículo de Clarín19, quien advierte que Medina posee la capacidad para crear una poesía que trasparenta el dolor real; un testimonio algo posterior de Unamuno20 y una referencia de Juan Ramón Jiménez, quien aseguró en su discurso «El modernismo» que se sabía de memoria a los quince años «la siempre maravillosa» «Cansera» de Vicente Medina21.

Para comprender la mejor poesía de Vicente Medina hay que situarse en su época y en su realidad vital y personal, que hemos tratado de transmitir a través de las precedentes reflexiones biográficas. Como se sabe, Medina pretendía reflejar en su obra la naturaleza y por ello no es extraño que su poesía fuese puesta en relación con el naturalismo por José María de Cossío en 1958. Emilio Zola había escrito que «El naturalismo en las letras es [...] el regreso a la naturaleza y al hombre, es la observación directa, la anatomía exacta, la aceptación y la descripción exacta de lo que existe»22. Parece que poesía y naturalismo son antagónicos y, sobre el papel, evidentemente se formulan como entes contrarios. Las tendencias de pensamiento y de estilo, de carácter realista o verista, y la poesía, imaginativa por naturaleza, parecen incompatibles. Pero lo cierto es que en la España de finales del siglo XIX existió una manifestación poética que no se dudó en denominar naturalista, y que, desde luego, responde a un tiempo y a un espíritu relacionables con el naturalismo. Cossío no vaciló en adscribir a esta corriente a aquellos poetas que, a falta de otro marchamo más digno e inencasillables en otras denominaciones, habían sido considerados costumbristas o regionalistas, basándose más en un criterio geográfico o lingüístico que en un criterio estrictamente ideológico o literario. Y es curioso que el propio Cossío, que fue en definitiva el que les dio el nombre de naturalistas a poetas como Vicente Medina o Gabriel y Galán, tampoco esté muy seguro o sea muy firme en su decisión. Así escribía en 1958: «Una corriente poética merece apuntarse, que nacida a fines del siglo XIX, tiene su mayor desarrollo ya dentro del nuestro. Es lo que pudiéramos llamar naturalismo rural, y lo fomenta a más del ejemplo del naturalismo en la novela, el renacimiento de los idiomas y dialectos regionales característicos de este período»23.

No es estrictamente necesario considerar poeta naturalista a Vicente Medina, tantas veces injustamente maltratado y relegado a un encasillamiento regionalista que, aparentemente, lo ha reducido a ser lectura de nostálgicos eruditos locales. Lo que sucedió en aquellos finales de siglo con el nacimiento de la poesía de Vicente Medina nos lleva por otro camino, ya que entonces se quiso ver, sin embargo, la aparición de una poesía que a muchos convenció por su sinceridad y que no se dudó en allegar al naturalismo, entonces tan de moda, tan discutido y tan denostado. La relación que llevaron a cabo los críticos y primeros lectores de Vicente Medina con la literatura naturalista se explica, en cierto modo, porque el poeta fue conocido en un principio como autor de dramas rurales y sociales, especies próximas a las corrientes naturalistas. Si puede haber dudas de la existencia de una poesía naturalista, también las hubo en su día respecto a la posibilidad de un teatro naturalista, y aún hoy advertimos el apasionamiento con que Zola defendió la realidad de una escena próxima a su movimiento24. Pues bien, como recuerda Mariano de Paco, el editor actual del teatro naturalista del poeta, «cuando Vicente Medina escribe sus obras dramáticas [en los últimos años del siglo XIX] gozan de un notable desarrollo en la escena española dos subgéneros teatrales: el drama rural y el drama social. En el origen de este último se advierte la influencia del naturalismo y del costumbrismo regional, tan extendido en los años finales del siglo XIX25». Y lo más curioso es que tanto formas como temas, sobre todo el amor y la honra, se desarrollan en este género «reflejando las pasiones humanas de un estado primario que la ambientación favorece decisivamente»26.

La opinión del propio Medina ha complicado las cosas ya que el poeta no dudaba, en uno de los numerosos escritos teóricos de aquellos años, en afirmar su incuestionable, para él, adscripción al naturalismo. En 1902, relataba el poeta sus comienzos literarios ya serios después de muchos ensayos y ponía de relieve cómo cuando tenía esbozado el drama El rento se dedicó -señala con cierto tono científico muy de la época- a hacer «unos estudios el lenguaje que iba a emplear en él [el drama], escribiendo algunos romances en el habla de la huerta»27. Es cuando surge su primer, y luego tan famoso poema, «La barraca», al que seguirían, como ya sabemos, «En la cieca», «La novia del sordao», etc. Finalizado el drama y estrenado éste, el poeta fijó entonces, decidido y consciente, lo que habría de ser su estilo: «Desde entonces quedó definido claramente mi carácter literario. Géneros: la poesía y la dramática. Escuela: la naturalista. Asuntos: la vida actual, sus luchas, sus dolores, sus tristezas. Tendencias: radicales. En mi labor, dos literaturas, al parecer: regional y general: a mi entender, una sola: la popular»28.

El texto merece algunas reflexiones y ya de él se han ocupado Mariano de Paco y Manuel Alvar. Aseguran ambos que en algunas cosas acierta aunque en otras estaría un tanto desorientado29. Pero lo que ahora nos interesa destacar es la seguridad con que afirma que su escuela será «la naturalista» y los asuntos, «la vida actual, sus luchas, sus dolores, sus tristezas». Y la rapidez con que trata de desprenderse de su etiqueta de regional para preferir la más prestigiosa incluso ideológicamente de «popular». Que consiguiera crear esa escuela de dramática y poesía naturalista es otra cuestión, pero desde luego lo que sobresale es su seguridad en la adscripción literaria al naturalismo. Si en 1902 se había mostrado tan rotundo, en 1932, cuando dejó grabada su voz para el Archivo de la Palabra, insistía en los mismos términos y supuestos: «Para mí la literatura es palabra, acento e historia: paisaje, costumbres, pasiones, pensamiento. De esto mi inclinación a lo popular, que es donde se conservan íntegras las características humanas y de una tierra. Y en lo popular, realismo: lo archipopular: gracia, espontaneidad, desenfado. En la palabra viva siento por excelencia mi literatura»30.

Partiendo de la consideración de los «asuntos» antes señalados (la vida actual, sus luchas, sus dolores, sus tristezas), es interesante reflexionar sobre las notas características que habrían de definir, por lo menos en el plano teórico, esta poesía. Cossío delimitó, con acierto indudable, cuáles eran las aportaciones más originales del poeta: «Vicente Medina -escribe el ilustre crítico- se enfrenta a la naturaleza y a las gentes de su tierra, y para interpretar su belleza o sus sentimientos, elige el camino directo que es el propio dialecto de sus modelos, y además en sus giros y en su léxico más plástico y popular. El dialecto venía a ser así el idioma de las pasiones y sentimientos generalmente elementales de las gentes del pueblo, y es explicable que la lengua poco elaborada literariamente encontrara dificultades para la descripción o el análisis delicado de las pasiones»31. Lo cierto es que Vicente Medina no pretendió otra cosa. Solo expresar la verdad, la verdad de una lengua recogida directamente del pueblo, aunque hay que advertir que su propósito no era filológico, sino verista. Con razón Manuel Alvar ha asegurado que la lengua empleada por Medina «no es dialectal en sentido lato sino castellana con dialectalismos en sentido estricto, como lo es el resto de la poesía dialectal española en nuestro siglo»32.

Habida cuenta de las precedentes consideraciones, podríamos plantear un alcance de la poesía de Vicente Medina que va más allá de la discutible afiliación al naturalismo. Tal nueva adscripción estaría relacionada con el espíritu de fin de siglo, al que cierta literatura se adscribe. Cuando Medina señala que los objetivos de su poética son la vida actual, sus luchas, sus dolores, sus tristezas, estamos muy cerca de lo que se ha venido en denominar espíritu del 98, y que, en poesía, tuvo su representación más clara en los años en que Medina empieza a escribir (Unamuno) y en los siguientes (Antonio Machado). Pedro Aullón de Haro, al recoger en un interesante volumen, una selección de textos poéticos y prosísticos, bajo el título de Poesía de la generación del 9833, en la que no figura Vicente Medina, reflexionó sobre los «elementos de tópica temática» que desarrollaron los escritores de fin de siglo, y advirtió que «la temática característicamente noventayochista es, naturalmente, aquella que demarca el extenso ámbito de contenidos centrados o emparentables con el tema de España en su sentido más amplio, pues no se trata en modo alguno de prefijar un punto de mira de índole restrictiva que en poco habría de rentabilizar la comprensión de las cosas»34.

Indudablemente, entre los elementos de tópica temática, se sitúa la combinación, llevada a cabo con genialidad indiscutida por Antonio Machado, de presencia del paisaje con las gentes que lo pueblan. Paisajes españoles, fundamentalmente castellanos, que inicia Unamuno, que glosa Azorín y que Antonio Machado completó con «la dura crítica social e histórica» de Campos de Castilla, que, como señala Aullón, a veces se suele olvidar: «Ello es patente en la veracidad artística, plástica, psicológica e incluso moral de los temas castellanistas, del cainismo y de los campesinos machadianos, de la impronta que esto produjo en Unamuno. No se debe olvidar que el ambiente creado por la Institución Libre de Enseñanza propició mediante excursiones y estudios la reflexión histórica y paisajística, el ímpetu por lograr una redefinición de España haciéndose evidente una vez más las bien trabadas razones de espíritu y cultura que indujeron a la ascensión estética e ideológica de Castilla por unos hombres que sin duda caminaron mucho buscando en la realidad de campos y pueblos el "alma", que se decía entonces, de un país»35. Lo que Machado legó en Campos de Castilla, años después, ya había sido criticado por Azorín en alguno de sus libros, en concreto en España, libro escrito entre 1904 y 190536. La visión del mundo como contemplación directa, la experiencia personal ante ese mundo, que al mismo tiempo cuenta con unos tipos reiterados y con una historia reflejada en vetustos palacios. Mundo también corrompido por los vicios que caracterizaron a la hidalguía de la España de ese tiempo: holgazanería, vivir de las rentas y soñar con las glorias pasadas. Esa España que Machado consagraría con su durísima crítica social en sus Campos de Castilla que en estas fechas empezaba a escribirse. Despreocupación, indiferencia, altivo desdén, rapto súbito por lo heroico, amalgama de lo prosaico y lo etéreo: eso es España y esos son los españoles para Azorín en este momento crucial de crisis de valores y de pensamiento, con la que se cierra la primera década de nuestro siglo. La España decadente de pueblos añejos, con iglesias y con tertulias de casinos, de mujeres encerradas en su casa, de hombres que sueñan con un pasado mientras viven de las rentas, y de los que trabajan para ellos. Era ya para Azorín el momento de la reflexión, el momento en que había que olvidar los arrebatos juveniles y pensar, pensar en el prójimo y pensar en España. Y así lo manifiesta en la introducción de su libro España en unas reflexiones que siguen siendo espejo de su actitud vital en este tiempo de crisis.

El mismo Antonio Machado escribiría en 1917, explicando Campos de Castilla: «Cinco años en la tierra de Soria, hoy para mí sagrada -allí me casé, allí perdí a mi esposa, a quien adoraba-, orientaron mis ojos y mi corazón a lo esencial castellano. Ya era, además, muy otra mi ideología. Somos víctimas -pensaba yo- de un doble espejismo. Si miramos afuera y procuramos penetrar las cosas, nuestro mundo externo pierde en solidez, y acaba por disipársenos cuando llegamos a creer que no existe por sí, sino por nosotros. Pero si, convencidos de la íntima realidad miramos adentro, entonces todo nos parece venir de fuera, y es nuestro mundo interior, nosotros mismos, lo que se desvanece. ¿Qué hacer entonces? Tejer el hilo que nos dan, soñar nuestro sueño, vivir; sólo así podremos lograr el milagro de la generación. Un hombre atento a sí mismo y procurando auscultarse ahoga la única voz que podría escuchar: la suya. [...] Y pensé que la misión del poeta era inventar nuevos poemas de lo eterno humano, historias animadas que, siendo suyas, viviesen, no obstante, por sí mismas. [...] Muchas condiciones encontraréis ajenas a estos propósitos que os declaro. A una preocupación patriótica responden muchas de ellas; otras, al simple amor a la Naturaleza, que en mí supera infinitamente al del Arte. Por último, algunas rimas revelan las muchas horas de mi vida gastadas -alguien dirá: perdidas- en meditar sobre los enigmas del hombre y del mundo»37.

La relación de Medina con todo este mundo y su particular aportación en forma de interpretación verista, surge de las reflexiones de algunos lectores cuyas voces no podemos dudar en considerar muy autorizadas. Entre pilas, la de Leopoldo Alas nos puede informar a la hora de comprender cómo se entendía a Medina en aquellos años. El 29 de julio de 1899, en su artículo de La Vida Literaria, se define en este sentido sobre todo a través de unos subrayados que sobresalen en el texto. Para Clarín, «Medina no pretende nada; no tiene escuela, no tiene vanidad... Casi no tiene más que dolor. Casi siempre habla de las penas que le vienen a los humildes de su propia pobreza, por culpas del ancho mundo, tan difíciles de determinar, que parece que caen de las nubes todas las desgracias, y que culpable no es nadie o es el viejo fatum. No es Medina tendencioso; no cultiva el arte por la sociología; no es poeta socialista, ni anarquista, ni... ácrata, como se llaman ahora algunos. Por lo mismo causan más impresión los [y aquí viene subrayadas tres palabras] hechos, los documentos, las pruebas, que en sus versos se acumulan a favor de la causa de los desvalidos»38.

Tales hechos, documentos y pruebas revelan, en la mente de Clarín, la relación de Medina con el naturalismo, una de cuyas vertientes, la rural es la más próxima a Vicente Medina, como lo fue a otros poetas considerados dialectales o regionalistas, como Gabriel y Galán. Recuérdese que Cossío hablaba de «naturalismo rural», y lo cierto es que el mundo del campo entra de lleno en la literatura nuevamente, ahora desde un ángulo de análisis estrictamente experimental y verista. El ejemplo de Emilio Zola y su novela La tierra, la existencia del drama rural y su relación con el naturalismo, la novela española de fin de siglo ambientada en medios campesinos (Pardo Bazán, Pereda, Valera, Blasco Ibáñez) pone de moda, en ciertos niveles, lo que podríamos denominar «ruralismo». Medina fue siempre muy consciente de su especialización en este sector y, todavía en 1932, el poeta se mantenía fiel a su concepto de la poesía que él denomina, entonces, «agraria», caracterizada por «la lucha y el amor por el terruño»39.

Pero hay además opiniones que van algo más allá y descubren que, en Medina, con el paisaje están también las gentes que viven en esa tierra irredenta, con sus luchas, sus dolores, sus pesares. En los años que ahora nos ocupan, el paso de un siglo a otro, la posición de Medina a este respecto es valorada por su originalidad y valentía. Así, el poeta Teodoro Llorente, a raíz de la aparición de La canción de la huerta (segunda serie de Aires Murcianos)40, no duda en referirse al carácter nuevo de esta poesía tanto por su contenido humano como por su nuevo enfoque, alejado desde luego de un costumbrismo regionalista y superficial: «Aunque la huerta murciana -escribe Llorente- se presta mucho a la pintura del paisaje, Medina no es paisajista; es un pintor de género. No le interesa la Naturaleza, sino el hombre; no es poeta del campo, sino poeta de los campesinos. Ni sus primeros Aires Murcianos, ni en los que ahora ha publicado hay una sola composición meramente descriptiva; todas son escenas de la vida humana a las que ahora da realce el lugar donde se desarrollan, pero este agradable escenario solo es fondo del cuadro; el interés de este estriba en las figuras, pintadas siempre, con tan delicados toques de observación, que parecen vivas y quedan imborrables en nuestra memoria»41.

Relacionado con el ruralismo, y con la interpretación exacta de la realidad, se destaca la sinceridad, la autenticidad de los ambientes recogidos en su poesía, pero sobre todo la desnudez de sentimientos expresados sin alambiques ni artificios. Clarín, por ello, afirmaba con rotundidad el arte de Medina, «el arte divino reservado a tan pocos, de trasparentar el dolor real en poesía breve, natural, sencilla, con la retórica eterna que solo conocen los que saben demostrar la sinceridad absoluta de una manera evidente. El si vis me fieri de aquel Horacio a quien muchos creen pedantón, pedagogo en verso; a quien llamaba tonto, o cosa así, hace poco no recuerdo qué ignorante muy modernista (!)... «Lógicamente, modernista va subrayado y seguido de una admiración entre paréntesis y unos puntos suspensivos42.

Si para Llorente era el campo y los campesinos lo que llamaba la atención de Medina, frente a la Naturaleza con mayúscula como decorado, para Clarín es la tierra subrayada también lo que define al poeta: «Este tomo de Aires Murcianos ¡es tan español! Tan universal también, pero ¡tan español! Así es el arte mejor; del mundo entero... y además de su tierra»43.

Por su parte, José María de Pereda, en carta de 25 de agosto de 1898, insiste en la relación del poeta con la Naturaleza (así con mayúscula). Y es interesante que el novelista de Polanco a ello se refiera, con capacidad más que superior para entender lo que Medina quería traer a la literatura de su tiempo. Pereda, que ya había publicado, tres años antes de escribir su carta a Medina, Peñas arriba, y que en esa novela, como en otras de las suyas, pero sobre todo en ésa, había llevado al límite máximo su canto de exaltación -aunque idílico y patriarcal- de la Naturaleza, y de un paisaje concreto con sus gentes -cuya habla dialectal había trascrito-, estaba capacitado como nadie para entender el intento de Medina, y así se lo manifiesta en su carta: «El sentimiento de la noble, sana y conmovedora poesía que hay en el fondo de la Naturaleza, es para pocos; y de las prendas que se necesitan para ser de ellos, ha querido dotarle a Vd. Dios pródigamente. Este es un privilegio de los que obligan; y no debe Vd. olvidarlo por la tierra en que nació y tan hermosos cantos le inspira»44.

Otro de los grandes admiradores de Medina y de lo que traía a la literatura fue Azorín, cuando todavía no era más que J. Martínez Ruiz. Justamente, los diferentes artículos en los que se refirió al poeta durante sus primeros pasos habían destacado las cualidades a que nos estamos refiriendo como nuevas. Así, justamente en 1898, Martínez Ruiz advierte por un lado que nuestro poeta «es un artista cabal, enamorado del arte, entusiasta de la naturaleza, del campo, de los paisajes de su tierra», por otro asegura que es un poeta delicado, conmovedor, genial que sabe llegar al alma, para expresar «la ternura, la infinita ternura de los hombres y de las cosas»45. Pero, junto a esa emoción, para Azorín también es valiosa la presencia de la realidad tanto en la poesía

(«Nada más estético, más esencialmente artístico, que esta melancolía, esta ansia de vivir del que muere, este anhelo hacia algo soñado, hacia el ideal que no perece desequilibrio entre la vida de la realidad y la vida a placer forjada)»46 como en el teatro, dado a conocer en esos mismo años («el drama del labriego, de la ruda gente del campo, embrutecida por el trabajo feroz de todo el día, explotada por el amo»). «Yo he sido campesino también -añade el escritor de Monóvar-; yo he vivido en el campo y he visto la miseria horrible de esta gente: la he visto extenuada por la fatiga, pálida, cubierta de harapos, pidiendo un pedazo de pan, de puerta en puerta; la he visto emigrar a tierras apartadas, abandonado el pedazo de suelo en que nacieron»47. La conexión con el 98, con el espíritu del joven Martínez Ruiz, que habría de desarrollar más tarde Antonio Machado, está clara. Aullón de Haro, recordando libros de Azorín como El alma castellana, señala que en la poesía del 98 «no sólo hubo amor a la realidad, también gran esfuerzo para llegar a ella. La tierra del noventayocho es interpretación y realidad, mas en ningún caso invención; es presentada como árida, yerma, fría y austera, de pueblos decrépitos a menudo con gentes envidiosas y ramplonas, con mujeres y señoritos, recorrida sin apenas mesones ni ventas por caminos polvorientos que acentúan la desnudez del entorno...»48

El verismo y la autenticidad también llamaron la atención de los contemporáneos, que elogiaron el estilo de Medina. Así, para Clarín, «Cansera» era «una de las más reales [subrayado] poesías de la lírica española del siglo XIX»49, aunque el propio Medina prefirió hablar de espontaneidad, y así lo mantenía, todavía en 1932: «Soy un poeta genuinamente popular: no he pasado por las aulas, me he formado espontáneamente... Más que preparación he tenido instinto para las letras, para la poesía. Popular de procedencia y por temperamento, creo que acerté al inclinarme a la poesía popular, por haber encontrado en ella un filón casi inexplotado de motivos, sentires, imágenes, palabras, todo ello saturado de sentimiento y frescura»50.

Y, desde luego, en el tradicional antagonismo, negado por algunos, pero válido tantas veces, entre modernismo y 98, Medina es, por encima de todo, contrario a las innovaciones modernistas más superficiales. Las observaciones de los críticos y escritores contemporáneos de Medina perseguían, aunque fuera inconscientemente, situarlo en la literatura de su tiempo y, en todo caso, encuadrarlo dentro de las corrientes estéticas vigentes. Pero tal propósito no era muy viable, ya que nuestro poeta resultaba de difícil filiación, por lo que entonces se destacaba su originalidad, basada en su carácter sencillo y natural, dando a estos dos términos todo el sentido, y marcando así claramente la separación de Medina, en su realismo de contenido y sencillez de forma, de las nuevas corrientes poéticas que se abrían paso en la poesía hispánica: el simbolismo y el modernismo. María Josefa Díez de Revenga ya destacó la profunda separación, y aun el desprecio, que Vicente Medina sintió hacia el modernismo, cuya poesía apenas entendió y en alguna ocasión calificó de «afiligranada»51. El mismo Clarín, en 1899, proclamó, muy satisfecho, que Medina se hallaba muy lejos de las nuevas y preocupantes modas. Los versos sencillos de Medina le hacían, según manifestación expresa, «mucho más efecto que las contorsiones rítmicas de otros que ni sienten ni padecen» o que la vanidad de los que «escriben con cincel» o «lo ven todo azul». Frente a ellos, era para Alas «un joven muy modesto, muy sensible, muy natural» (también subrayada esta última palabra52). De lo que Medina se sintió toda su vida consciente y orgulloso, de manera que en 1932 todavía aseguraba: «Para mí la belleza insuperable está en lo natural: concisión, claridad y sencillez». Y justamente esa sencillez, y esa rudeza, que Cossío veía como algo poético53, fueron las que produjeron el rechazo de don Juan Valera, que, naturalmente, tenía otro concepto de la poesía y recomendaba a nuestro poeta que puliera su obra: «Bueno es que tenga Vd. en cuenta los principios de la escuela literaria que yo sigo: la importancia, exagerada acaso, que yo doy a la forma. Sin duda sin fondo la forma es una cosa vana, hueca y poco estimable; pero también, sin forma, el más alto y hondo sentir; los pensamientos más profundos y delicados; las más poderosas y nítidas impresiones que hacen en nuestra alma la hermosura y la magnificencia del universo visible; las ultramundas aspiraciones a lo absoluto, eterno y divino; el amor optimista de la vida real y el contrapuesto y fervoroso deseo de una ideal bienaventuranza que de nuestra terrenal miseria nos consuele, todo esto, sin la pulcritud, limpieza y elegancia de las formas, queda algo deslucido, confuso, borroso». Y tras elogiar los indudables valores de contenido que advierte en sus poesías, le señala las carencias: «A mí, más que obras acabadas, me parecen bosquejos, apuntes, rico material acumulado, para componer más tarde con el esmero y primor que se requieren, unas admirables poesías». Aunque también le previene contra las modas, contra el gusto por parecerse «al último figurín que viene de Francia o más lejos» y contra toda afectación, volviendo a las palabras mágicas que unánimemente todos pronuncian: naturalidad, espontaneidad. «Poetas esmeradísimos suelen ser y son naturales y espontáneos»54.

Está claro entonces que Medina emitía en una onda, a juicio de todos estos renombrados lectores y críticos primeros de su poesía, muy diferente de todo lo que pudiera sonar a artificioso, recargado, superficial en la forma. Él siempre prefirió, frente a las nuevas modas o a las antiguas, las cosas como son, el realismo llevado a su extremo más natural, por lo que no dudó en autoincluirse en lo que llamó «la escuela naturalista»55, clasificación que la posteridad no le ha reconocido, prefiriendo considerarlo, con criterios más geográficos o lingüísticos que literarios, como sabemos, poeta regionalista o dialectal, y, a lo sumo, poeta costumbrista, sin querer aceptar la relación con el naturalismo de este interesante poeta, lector juvenil de Emilio Zola.

La consideración de poeta regional, atribuida tradicionalmente a Vicente Medina, merece una reflexión final. Tras los últimos esfuerzos por reivindicar su figura y dignificar el significado de su obra poética, llevados a cabo en el marco de su región a partir de 1980, con reediciones de sus Aires Murcianos y de su Teatro56, reuniones de estudiosos57 y estudios monográficos valiosos58, se ha contribuido a la difusión del Vicente Medina más representativo, justamente el que coincide con sus primeros años de actividad literaria, entre 1898 y 1908, fecha, en que, como sabemos, emigra a la Argentina. A partir de ese momento el poeta escribe, tanto en verso como en prosa, una serie de textos carentes de calidad e interés, pero sobre todo de nulo valor literario que hacen inútil su difusión. De esta época, «nuevos» aires murcianos merecen, sin embargo, recordarse. Medina fue extraordinariamente prolífico desde los años finales del siglo XIX hasta los de la república española de nuestro siglo. Si leemos algunas de sus publicaciones de estos últimos años, tales como las tres intervenciones que, en 1932, realizó en el Ateneo de Madrid59 -presentado por Unamuno en una de ellas-, advertimos tal falta de interés. Surgen algunas ideas interesantes, como lo es su concepción de «poesía agraria», pero pronto ese discurso se convierte en un tratadillo de agricultura, en unas reflexiones sobre la roturación de nuevas tierras y sobre el problema del agua. Y la poesía surgida en estos años contiene una extraña mezcolanza de reivindicación social y de sentimientos de regreso al terruño de los orígenes, extemporáneas en el momento en que el poeta se quiere reincorporar la vida literaria nacional. Es conocido suficientemente lo original que Medina era desde el punto de vista ideológico y político. Sus circunstancias biográficas son su más poderosa fuente de inspiración: la pobreza, la emigración, el rápido enriquecimiento, los subsiguientes problemas financieros y judiciales, la prisión, el embargo, el regreso, etc., convirtieron la forma de pensar de este «último de Filipinas» en un sistema de ideas muy complejo y de difícil comprensión hoy día, muy peculiar, muy personal, pero carente de trascendencia. Medina sobrevive gracias a Aires Murcianos, y a sus nada desdeñables dramas rurales y sociales. Medina es valioso desde el punto de vista filológico, a pesar de sus múltiples limitaciones técnicas. Medina es un representante muy original de la crisis de «fin de siglo».

Tenemos que encontrar en el poeta al escritor de aquellos difíciles años, cuando Azorín y Unamuno, Maragall y Clarín se sintieron emocionados por la originalidad de sus creaciones: «Cansera», «Murria», «La canción triste», «Los níos solos», «En la ñora», «La novia del soldao», «La sequía», «Y la nena al brazal». Hallaremos entonces al Medina creador de la única poesía naturalista rural que se produjo en España, al poeta que es capaz de interpretar en su poesía un espacio y una hora de España, reflejados en irnos seres perseguidos por el infortunio y la adversidad, creando en Aires Murcianos un tono monocorde de intensa tristeza o, como señalara José Ballester, «la nota persistente de tristeza, de luto, de pesimismo, que es constante desde el primero hasta el último de los poemas de Aires Murcianos»60. Y todo cantado con un sentido de «idealización de lo vital»61, marcado por un tono intimista, en el que Manuel Alvar ha destacado la «reiteración afectiva»62, advertible en los más de mil diminutivos que ha contabilizado en sus obras principales. En definitiva, una interpretación de la realidad que quiso conciliar un temprano tono de reivindicación social con la defensa de los caracteres peculiares de una tierra de España representada en sus costumbres rurales y en su lengua, reflejada con particular interpretación también.

Podemos entonces indagar sobre el secreto de su éxito. Y concluir con exactitud el valor de su obra. Primer objetivo: reproducir con autenticidad el lenguaje popular murciano. Reproducir «del natural», como hacía los pintores costumbristas de su época, como José María Sobejano o Inocencio Medina Vera. Segundo objetivo: reflejar las costumbres de las gentes de la huerta y del campo: ruralismo, costumbrismo. Tercero: ser natural, sin artificiosidades ni efectismos, sin excesivo sentimentalismo. Y esto es lo que consigue: reflejar, lleno de cariño, de pasión, «de dignidad y decoro, de fuerza y de hombría, de limitación y parcialidad también»63, las miserias de una huerta y un campo con un alto índice de mortalidad infantil debido a la desnutrición y a las infecciones. Reflejar una sociedad en la que la pobreza, provocada por los sistemas irracionales de producción y el caciquismo, por las epidemias, las inundaciones y la sequía, junto a la emigración, la guerra, y la muerte son los protagonistas indiscutibles. En suma, dejamos la lengua, las costumbres y la verdad de un mundo rural deprimido y convertirse en una voz muy personal de la llamada crisis de «fin de siglo».





 
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