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«Poesía en la guerra»: metamorfosis hernandiana de «Las manos», un motivo literario de largo aliento

Rafael Alarcón Sierra

Miguel Hernández publica su poema «Las manos» en el número 47 de la revista Ayuda, que lleva fecha de 20 de febrero de 1937, y, con pequeñas variantes, será uno de los 25 poemas que, acompañado de 18 fotografías de varios autores, conforme unos meses después Viento del pueblo. Poesía en la guerra (Valencia, Ediciones «Socorro Rojo», Litografía Durá, 1937)1. En este ensayo mostraré cómo el poema es un cruce de caminos donde convergen de manera magistral, con extraordinaria fuerza épica y calidad estética, los dos vectores, el vanguardista y el político, que vehiculan en el primer tercio del siglo XX y en toda Europa un motivo de gran raigambre literaria y artística, el de la mano. En esta primera entrega analizaré el poema en su contexto e implicaciones, reconstruyendo la serie literaria en la que se inserta, dejando para otra ocasión el estudio de la serie plástica paralela y la interdependencia entre texto e imagen que se produce en el poemario (he adelantado una síntesis general en Alarcón Sierra 2015).

Como es sabido, Miguel Hernández se había enrolado en el 5.º Regimiento el 23 de septiembre de 1936 (dos meses después del comienzo de la Guerra Civil), en el 5.º Batallón de voluntarios. El 25 había sido enviado, con una brigada de fortificaciones (3.ª Sección, 2.ª Compañía) al pueblo de Cubas, a las afueras de Madrid, para cavar trincheras y abrir zanjas defensivas. Hasta finales de octubre, tras el reposo de una infección intestinal, se mantuvo ocupado como zapador, ahora en Valdemoro. Quizá tras una llamada de Vicente Aleixandre a Emilio Prados, en noviembre, Hernández pasó a la 1.ª Brigada Móvil de Choque de la 11.ª División, adscrita al 5.º Regimiento, un batallón de 12.000 hombres que comandaba Valentín González, el Campesino. Hernández formó parte de la 10.ª Brigada, dedicada a tareas culturales, a las órdenes del cubano Pablo de la Torriente. Fue este, según su testimonio en Peleando con los milicianos, quien reclamó los servicios del oriolano para tareas culturales (ser jefe del departamento de cultura, responsable del periódico de la brigada y de los periódicos murales, organizador de la biblioteca, del reparto de la prensa, etc. Sánchez Vidal 1992: 218-219). Se mueve con su unidad por los alrededores de Madrid (Pozuelo de Alarcón, Alcalá de Henares, Ciudad Lineal, Majadahonda) y conoce los rigores de la guerra, como el bombardeo artillero y de aviación que sufre los días 6 y 7 de noviembre en Boadilla del Monte, que rememora en su crónica «No dejar solo a ningún hombre». Organiza diversas tareas culturales, entre ellas el periódico divulgativo Al Ataque, cuyo primer número sale el 9 de enero de 1937, y colabora en los trabajos de alfabetización de la tropa, realizando recitales y lecturas que arengan y levantan el espíritu combatiente. Se reencuentra con buenos amigos poetas, como Antonio Aparicio y José Herrera Petere. Pablo de la Torriente lo nombra comisario político (carta a Josefina de 26 de noviembre). Escribe y publica diversos artículos y los primeros poemas de lo que será Viento del pueblo, como «Rosario, dinamitera» o la «Elegía segunda» a Pablo de la Torriente, que muere el 18 de diciembre en combate, y es enterrado, con la presencia de Hernández, en Barcelona a comienzos de enero de 1937. A finales de febrero, en los días en que escribe «Las manos», pasa al Altavoz del Frente Sur bajo las órdenes directas de Vittorio Vidali, el comandante Carlos Contreras, miembro de la troika del Komintern en España. Llega a Jaén el 3 de marzo de 1937. El 9 de marzo se casa con Josefina en Orihuela; el 11 ya está de vuelta en Jaén, alojado en una residencia de la calle Llana, junto a Martínez de León, Herrera Petere, Pedro Garfias, Martínez Cartón y el comandante Carlos. El 21 de marzo sale el primer número de Frente Sur, órgano divulgativo del Altavoz del Frente. Escribe poemas, artículos y pequeñas piezas de teatro. El 21 de abril Miguel le dice en carta a Josefina: «Mi libro ya está puesto en marcha. Después de escribirte, voy a ponerme a corregir pruebas de él, que me han mandado ya de la imprenta» (Hernández 2010: 165). Poco después escribe varios artículos desde el frente de Extremadura. Viento del pueblo, junto a una fotografía del poeta, es anunciado en la revista El Mono Azul el 19 de junio, con estas palabras: «La edición, que constará de muchos ejemplares, irá ilustrada con fotografías, será esparcida por las trincheras y arrojada como propaganda en el campo enemigo». En julio asiste Hernández en Valencia al Segundo Congreso de Intelectuales en Defensa de la Cultura, donde suscribe la ponencia colectiva redactada por Arturo Serrano Plaja. El 30 de agosto está en París y el 8 de septiembre, en Moscú, tras hacer escala en Estocolmo, para asistir al V Festival de Teatro Soviético. El 5 de noviembre sale de Leningrado para retornar a España. Viento del pueblo ve la luz en septiembre, durante este viaje a la URSS.

Del poema «Las manos» se conservan dos borradores parciales en prosa (lo que es habitual en su autor y sucede con otras composiciones de estos años) y dos copias mecanográficas sin variantes (136/A-297 y 270/X-19), la primera de las cuales lleva fecha de 15 de febrero de 1937, es decir, cinco días antes de su primera publicación. El primer esbozo (269/X-18) lleva un posible título: «Las manos / una función», y celebra la capacidad creadora y trabajadora de la mano por encima de la máquina (un tema muy propio de la época): «no olvidéis que la máquina es producto de la mano, y la mano no puede ser esclava de aquélla»; «no somos la herramienta, somos quien la maneja». En la última línea hace referencia a «las manos yermas, solitarias como baldíos», a las que va a dedicar por completo el segundo borrador (381/X-186), que incluye la indicación intercalada «(Canto a las manos)» antes de referirse a las manos del enemigo, quien «con una bombardea poblaciones, y con otra ejecuta» (Hernández 1992: 1013-1014; Alemany, 2014: 172-173, quien difiere de la información anterior en que fecha a 15 de febrero de 1937 no la primera versión mecanografiada, sino el primer borrador). Este segundo esbozo está tachado en su mayor parte, aunque sintagmas y expresiones de ambos pasan al poema final. Como vemos, el primer antetexto esboza la primera parte del poema y el segundo se dedica más bien a la parte final de este.

«Las manos» presenta una estructura análoga a «El sudor» (que apareció meses después en el número nueve de Hora de España, correspondiente a septiembre de 1937), dispuesto en el poemario justo a continuación (estrofas dedicadas a los que usan sus manos y a los que sudan trabajando frente a otras dedicadas a los que no lo hacen, más una final conclusiva) y ambos, junto a la «Canción del esposo soldado», además de ser de las mejores composiciones del libro, están escritos en serventesios de pie quebrado (estrofas compuestas de tres alejandrinos y un heptasílabo) con rima consonante. La disposición no es azarosa, si tenemos en cuenta el testimonio de Jorge Luzuriaga, quien dejó escrito que, en una conversación con Miguel Hernández sostenida en la primavera de 1938 en una playa cercana a Castellón, este se mostró muy satisfecho de «Las manos» y «El sudor», porque «en ellos me encuentro más cerca de lo que quiero expresar», frente al quizá más famoso «Jornaleros», del cual manifestó que la repetición de la primera palabra en la última de cada estrofa «tenía algo de oficio» (Luzuriaga 1975: 53-55).

José Valverde, al estudiar la estructura temática y metafórica de Viento del pueblo, destacó cómo su visión enfrentada de los dos bandos contendientes provoca en la mayoría de los poemas una dualidad antitética que, en el caso de «Las manos» (junto a otros poemas como «Jornaleros» o «Recoged esta voz»), no es paralela (caso de «El niño yuntero», «Visión de Sevilla», «Pueblo» o «Aceituneros»), sino sucesiva, puesto que se desarrolla sucesivamente, con intensidad y equilibrio, en dos partes: una estrofa inicial que presenta la antítesis (las manos trabajadoras y fecundas frente a las ociosas y estériles), cinco que exponen el primer término de la misma, una estrofa de transición o de choque entre ambos, otras cinco que despliegan el segundo término y una final conclusiva, de superación de la tensión antitética (Valverde 1975: 216-228; véase además Martín 2010, 464-467). Esta se produce en dos movimientos: primero, en la estrofa penúltima, con una interrogación retórica y didáctica, acompañada de su respuesta (mayéutica hernandiana, ya empleada por Alberti o Prados, que ayuda a la toma de conciencia), y con la afirmación verbal de futuro, a modo casi de profecía, en su estrofa final, que acaba con la justiciera y violenta imagen de unas manos cortando a las otras.

En el poema, las dos especies de manos son elementos bien reales y bien visibles, a la vez que sinécdoque y símbolo de los dos bandos contendientes, de dos comunidades enfrentadas (explotados y explotadores, proletarios y capitalistas), y, por tanto, de la revolucionaria lucha de clases que exacerbó la Guerra Civil española. Este conflicto es presentado de forma épica y maniquea, y entre dos locuciones comunes («llegar a las manos», en su inicio, y «lavar las manos», en su final), creando un racimo de metáforas e imágenes sobre las manos en dos series paralelas y sucesivas, que acaban formando una isotopía mítica, puesto que se enfrentan el bien contra el mal, el amor contra el egoísmo, la justicia contra la injusticia, la vida contra la muerte. Unas manos son trabajadoras y otras ociosas; unas puras y limpias y otras impuras y fangosas; unas duras y otras blandas; unas matutinas y otras nocturnas; unas generosas y otras avarientas; unas sonoras y otras mudas («silencios de goma oscura», había escrito García Lorca en el «Romance de la guardia civil española» de su Romancero gitano [1991: 257], y «tumbas llenas de huesos sin sonido», Pablo Neruda en «Solo la muerte», de Residencia en la tierra [1987: 199]); unas de «piel de invencible corteza» y otras de «hueso lívido»; unas «oscuras y lucientes» (por el Sol) y otras lívidas, pálidas2; unas se alzan, se mueven «en un gran oleaje» y «constelan los espacios» y otras «vagan», «aletean» (como un murciélago), «se ciernen, se propagan» (como una enfermedad); unas empuñan hachas y azadas y otras crucifijos y puñales (el arma traidora por excelencia); unas crean riqueza y otras la acaparan; unas tienen «las uñas rotas» de su uso y otras tienen «un cáliz, un crimen y un muerto en cada uña» (como vemos, los símbolos de la Iglesia católica, crucifijos y cálices, son parte constitutiva del mal). Por eso nadie puede lavar esas «manos fangosas», sino que hay que cortarlas de raíz, «con dientes y cuchillas». El resultado se profetiza en las formas de futuro de las dos estrofas finales, pero nadie puede dudar del resultado, porque el combate, como se ha dicho en la estrofa séptima, es «Como si con los astros el polvo peleara, / como si los planetas lucharan con gusanos». Además, las manos de los trabajadores están presentadas en comunión telúrica, casi mística, con la naturaleza, con la tierra y el mar, de donde sacan su riqueza, su alegría y su vitalidad, mientras que las manos ociosas aparecen como excrecencias (gusanos, fangosas) desvitalizadas y traidoras de la misma que, como vampiros («bando sangriento», «hueso lívido», «mudamente aletean», «ejecutoras pálidas», «negros deseos»), solo pueden vivir parasitando a las anteriores, robando y asesinando.

Esta manera de animalizar y desvalorizar al enemigo, que simbólicamente adquiere una presencia física abominable y monstruosa, que se corresponde con su rechazo ético, es habitual en la poesía del propio Miguel Hernández desde «Sonreídme» («Salta el capitalista de su cochino lujo, / huyen los arzobispos de sus mitras obscenas» [2010: 446]) y también en la de otros autores. Ya aparece, por ejemplo, en torno a la revolución de Asturias, en La rosa blindada, de Raúl González Tuñón (libro publicado en Buenos Aires en 1936, pero del que León Felipe hizo una lectura en el Ateneo de Madrid en 1935, que impresionó vivamente a Hernández, quien se encontraba entre los asistentes), en poemas como «Algunos secretos del levantamiento de octubre» («Donde el carbón se junta con la sangre / pronto desbordará los horizontes / el ejército muerto que dirige / un mariscal de hueso y de ceniza» [González Tuñón, 1962: 19]) y «El tren blindado de Mieres» («Los regimientos coloniales / con sus ladridos de perros kakis, / con su espantoso aliento de aguardiente y de infierno / con sus grises ratones epilépticos y sus condecoradas culebras de la arena. / Tuvieron que venir los autobuses de la muerte, los rascamuerte, los cañones con la boca del vómito oxidado» [1962: 30]), muy próximos a la estrofa octava del poema hernandiano. Posteriormente, en «Muerte del poeta», dedicado a Lorca, del poemario La muerte en Madrid (1938 y 1939), Tuñón escribe: «un alba de asesinos y de obispos» [2011: 42], uniendo también a los fascistas y a los curas católicos españoles.

Análoga visión del enemigo ofrece Pablo Neruda en España en el corazón (1937), en poemas como «España pobre por culpa de los ricos» («malditos / uniformes manchados y sotanas / de agrios, hediondos perros de cueva y sepultura» [2005: 367]) y «Madrid» (1936) («Un hipo negro / de generales, una ola / de sotanas rabiosas / rompió entre tus rodillas / sus cenagales aguas, sus ríos de gargajo» [2005: 368]). «Explico algunas cosas», publicado como «Es así», en El Mono Azul, 22 (1 de julio de 1937), contiene unos versos que recuerdan al final del poema de Hernández: «Frente a vosotros he visto la sangre / de España levantarse / para ahogaros en una sola ola / de orgullo y de cuchillos!» (2005: 371).

Miguel Hernández construye, en las cuatro primeras estrofas y en cuatro movimientos, una visión dinámica, poderosa e imparable de las manos abriéndose camino, del interior al exterior, como un sobrepujamiento ascensional que se abre a la luz y llega a los espacios cósmicos: las manos «brotan del corazón, irrumpen por los brazos, / saltan, y desembocan sobre la luz herida / a golpes, a zarpazos»; «alzad, moved las manos en un gran oleaje, / hombres de mi simiente»; «Ante la aurora veo surgir las manos puras / [...] / como una primavera de alegres dentaduras, / de dedos matutinos»; «retumbantes las venas desde las uñas rotas, / constelan los espacios de andamios y clamores, / relámpagos y gotas». Sánchez Vidal (1992: 253) aportó un precedente parcial de Unamuno («En una ciudad extranjera», Poesías, 1907: «¡Oh, mano humana, / que ríes y que lloras / si te abres o te cierras; / ya los rientes dedos derramados!»3). Pero la visión hernandiana es deudora de la tópica surrealista del cuerpo desmembrado y, sobre todo, del Pablo Neruda de Residencia en la tierra, así como el uso, en este contexto, de los sustantivos «manos», «dedos», «uñas», «dientes», y del menos común «relámpagos» (que ya aparece en «Alba de hachas» y «Sonreídme», precedentes hernandianos de «Las manos», y que también emplea el Aleixandre de La destrucción o el amor, otro de los libros favoritos de Hernández, en versos como «Arriba relámpagos diurnos» [«Triunfo del amor» 2001: 379], o «alumbrar la pasión entre el relámpago que escapa» [«Cerrada puerta» 2001: 418]).

Conocemos la importancia de Pablo Neruda en la vida y la obra de Miguel Hernández; esta también alcanza al motivo de la mano y de su tacto, que es central en el manifiesto «Sobre una poesía sin pureza», publicado en el primer número de la revista Caballo Verde para la Poesía (1 de octubre de 1935), del que transcribo sus primeros párrafos:

Es muy conveniente, en ciertas horas del día o de la noche, observar profundamente los objetos en descanso: las ruedas que han recorrido largas, polvorientas distancias, soportando grandes cargas vegetales o minerales, los sacos de las carbonerías, los barriles, las cestas, los mangos y asas de los instrumentos del carpintero. De ello se desprende el contacto del hombre y de la tierra como una lección para el torturado poeta lírico. Las superficies usadas, el gasto que las manos han infligido a las cosas, la atmósfera a menudo trágica y siempre patética de estos objetos, infunde una especie de atracción no despreciable hacia la realidad del mundo.

La confusa impureza de los seres humanos se percibe en ellos, la agrupación, uso y desuso de los materiales, las huellas del pie y los dedos, la constancia de una atmósfera inundando las cosas desde lo interno y lo externo.

Así sea la poesía que buscamos, gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y a azucena, salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley.

La sagrada ley del madrigal y los decretos del tacto, olfato, gusto, vista, oído, el deseo de justicia, el deseo sexual, el ruido del océano, sin excluir deliberadamente nada, sin aceptar deliberadamente nada, la entrada en la profundidad de las cosas en un acto de arrebatado amor, y el producto poesía manchado de palomas digitales, con huellas de dientes y hielo, roído tal vez levemente por el sudor y el uso. Hasta alcanzar esa dulce superficie del instrumento tocado sin descanso, esa suavidad durísima de la madera manejada, del orgulloso hierro. La flor, el trigo, el agua tienen también esa consistencia especial, ese recuerdo de un magnífico tacto.

(Rozas 1987: 250-251; la cursiva es mía)



En Residencia en la tierra, publicado el mismo año, la mano está, según Hernán Loyola, entre las «figuras nodales» de «dimensión axiológica y simbólica» (Neruda 1987: 354)4, relacionada con su capacidad táctil y sensual, a que hace referencia el manifiesto, que lleva al sujeto a la acción y, particularmente, al ejercicio de su poesía, de la misma forma que sucede en Miguel Hernández, como veremos. Este nuevo sentido lo plasma Neruda perfectamente en «Juntos nosotros»: «Ahora, qué armas espléndidas mis manos, / digna su pala de hueso y su lirio de uñas, / y el puesto de mi rostro, y el arriendo de mi alma / están situados en lo justo de la fuerza terrestre» (1987: 120). En la «Canción de la ametralladora» escribirá luego Miguel Hernández, de forma análoga: «Entre todas las armas, / es la mano y será / siempre el arma más pura / y la más inmortal» (1937b; 2010: 541).

Neruda finaliza «Maternidad» escribiendo: «La sangre tiene dedos y abre túneles / debajo de la tierra» (1987: 236; un mismo movimiento pero en dirección contraria a la hernandiana); en «Entrada a la madera» escribe: «veo crecer manos interrumpidas» (260). Más cercano todavía al poema hernandiano están estos versos de «Desespediente»: «Todo llega a la punta de los dedos como flores, / a uñas como relámpagos» (223), a los que podemos añadir otro de «Enfermedades en mi casa»: «el deseo de alegría con sus dientes de rosa» (237) y el de «Oda con un lamento»: «llena / de dientes y relámpagos» (246; «amapolas y relámpagos» en «Material nupcial» [249]). Posteriormente, también Alberti relacionará al Ejército Popular con el relámpago, en poemas como «Antitanquistas» (Repertorio Americano, 823, 31 de julio de 1937: «estáis aquí cargados con relámpagos») y la «Oda solar al ejército del pueblo» (El Mono Azul, 45, 1 de mayo de 1938: «como una obstinación de relámpagos»; 2003: 387 y 390).

Miguel Hernández llama, de forma telúrica, «hombres de mi simiente» a los «trabajadores terrestres y marinos» a los que se dirige y arenga (lo que recuerda a los pasajes de los mitos griegos de Cadmo y de Jasón en que los hombres guerreros surgen de la tierra), de los que también dice que sus manos «las reviste una piel de invencible corteza». Nueve días antes de la aparición de «Las manos», Rafael Alberti publica «Los campesinos» en el número quince de El Mono Azul (11 de febrero de 1937), donde escribe dos versos muy parecidos: el que inicia el poema, «Se ven marchando duros, color de la corteza», y el verso undécimo, «van los hombres del campo como inmensas simientes» (2003: 193).

El poema sostiene la idea de que «La mano es la herramienta del alma, su mensaje, / y el cuerpo tiene en ella su rama combatiente»; es decir, la mano es la síntesis del espíritu y la materia, por un lado, y de la voluntad, del trabajo y de la lucha, por la otra. Como consecuencia del primer aspecto, el poema desarrolla lo espiritual a través de lo material, y viceversa; como consecuencia del segundo, la mano es capaz de conducir «herrerías, azadas y telares», morder «metales, montes», raptar «hachas, encinas» y construir «fabricas, pueblos, minas», como escribe en la quinta estrofa, con equilibrio dinámico de trimembraciones y bimembraciones (que tiene cierto precedente en la enumeración de «Sonreídme»: «vosotros los de siempre, / [...] / los que conmigo en surcos, andamios, fraguas, hornos, / os arrancáis la corona del sudor a diario» [2010: 445-446]). La mano simboliza el trabajo, la vida y la riqueza, es la mayor fuerza activa y transformadora del mundo y, por tanto, esta mano activa, que está en comunión con la naturaleza, con la tierra, es la que por fuerza tiene que ganar la guerra, según la lógica ética y estética del poema, que pasa de lo real a lo visionario, de lo físico a lo cósmico, de lo humano a lo social, de lo laboral a lo bélico, de lo político a lo metafísico (el enfrentamiento entre el bien y el mal), de lo lírico a lo épico, y de lo poético a lo profético, al vaticinar el resultado final de la guerra como poeta que canta y defiende a su comunidad (y se identifica con ella, porque la escritura también es un trabajo, un esfuerzo físico que se realiza con la mano).

Para dar mayor fuerza probatoria a lo que sostiene el poema, el sujeto lírico permanece en un discreto segundo plano, como un narrador-testigo que se limita a exponer su discurso, a presentar los hechos, casi como si se tratara de una verdad objetiva, conocida, sabida5. Son pocos los signos directos de su presencia, porque no necesita más: tan solo la apelación, a través del imperativo, y el pronombre posesivo de primera persona del singular en la segunda estrofa, que establece la comunión simbólica de su comunidad: «Alzad, moved las manos en un gran oleaje, / hombres de mi simiente», y la forma verbal «veo» al comienzo de la tercera estrofa, que acredita su calidad de testigo directo (ver es creer) de lo que describe a continuación. Bien es cierto que, en su recitación pública del poema, Miguel Hernández reduplicaría el sentido del mismo, fuera ya del texto, con los movimientos en el aire de su propia mano, como consta que hacía en alguna de sus fotografías, con lo cual su discurso, épico y lírico a la vez, adquiriría una mayor fuerza demostrativa.

He dicho antes que el poema desarrolla lo espiritual a través de lo material y viceversa. Ya Ramón Gaya, en su reseña de Viento del pueblo en Hora de España (1938: 48), habla del «delirio materializador» del poeta. Posteriormente, Cano Ballesta (1971: 174), al analizar la imagen poética hernandiana, destaca la figuración corpórea y visionaria en su poesía de guerra, donde los «conceptos abstractos se hacen materiales, corpóreos y palpables». Chevallier (1977: 301), por su parte, habla de las «metáforas de la dislocación corpórea», de «interpenetración de la tierra y de lo humano». Le Bigot (1977: 65) señala en esta poesía una «retórica del cuerpo», sostenida por el paradigma «latido, pulso, fiebre, corazón, vena, sangre», y Salaün (1993a: 437-438) destaca «la vigencia de lo concreto, de lo material» del «léxico corporal» en Viento del pueblo (donde «mano» es el término más habitual tras «sangre», y por delante de «corazón», «hueso», «alma», «boca», «frente», «ojos», «cuerpo» y «voz»). Se trata de «un área semántica abierta, a la vez anatómica y simbólica o metafórica», de forma que «la relación entre lo concreto y lo abstracto es de tipo dialéctico», tanto por la polisemia de los términos empleados como por la «técnica combinatoria» y el «vigor asociativo» de Hernández6. Finalmente, Martín Gijón (2012: 263-276), partiendo de la dimensión de «presencia» analizada por Gumbrecht (2004: 9-11) frente a las «culturas del significado», ha relacionado esta poesía con una «"cultura de la presencia" definida por la centralidad del cuerpo, la integración del hombre en la naturaleza y una definición profética del oficio de poeta».

No debemos olvidar cómo sustenta Miguel Hernández esta unión verbal de lo concreto y abstracto que, en realidad, vertebra toda su poesía, desde sus inicios, llena de una sensorialidad y una sensualidad de la materia y los objetos del campo, que unos atribuyen a su ser y temperamento levantino, pero que podemos achacar más bien a su aprendizaje dentro de la modernidad lírica, que recoge y contextualiza el resto de acarreos que presenta su obra. Entre estos, no es nada desdeñable su lectura de los poetas místicos, puesto que tanto San Juan de la Cruz como Santa Teresa de Jesús son verdaderos maestros en hacer bien visible la «realidad invisible» (que diría Juan Ramón Jiménez) de su certeza espiritual mediante un lenguaje repleto de audaces imágenes sensoriales, traduciendo los procesos místicos más elevados a una fisicidad concreta y aun baja. No estará de más recordar imágenes, como, por ejemplo, en el tratado de la Noche oscura sanjuanista, «el jabón y fuerte lejía de la purgación de esta noche» (II, 2, 1), la purificación del alma en el fuego «como el oro en el crisol» (II, 6, 6), o la comparación de la purgación del alma por la luz divina con la que realiza el fuego en el madero, imagen central y punto básico de toda la exposición de la Noche7. San Juan habla de «la madera del alma» (II, 12, 5), construcción análoga a expresiones hernandianas como «la herramienta del alma», en «Las manos» o, más rudamente, «los cojones del alma», en «Los cobardes». En el caso de Santa Teresa, solo traeré a la memoria la famosa analogía de Las moradas del alma con el corazón del palmito (Moradas primeras, II) y la no menos famosa analogía con el gusano de seda (Moradas quintas, II; «me sembraban la sangre de gusanos de seda hilando suavemente», dice Retama, por cierto, en el acto tercero, escena segunda, de Los hijos de la piedra (Hernández, 2010: 1199).

Bien es cierto que este «delirio materializador» de Hernández no se entiende sin la eclosión de la modernidad lírica del siglo XX, como decía antes, en la cual tanto la vida como la literatura se llenan de cosas. A las cosas mismas proclama la fenomenología (Zirión Quijano 2003), que Ramón Gómez de la Serna (1934) (otra lectura básica hernandiana) traduce por nuestra salvación a través de las cosas. Pero aún falta otro paso para llegar a la poesía del oriolano, que no es otro que el surrealismo y Pablo Neruda, con su revalorización visionaria de la dimensión física tanto del ser humano como de la materia verbal. La fuerza imaginística de la materialidad elemental que impregna el mundo caótico, fragmentario y angustiado de Residencia en la tierra es fundamental para la maduración de la nueva poesía hernandiana, como es sabido8, y como ya hemos visto antes a través de algunos ejemplos. Pero es el surrealismo el que propone una nueva «estética de la presencia», la condición inmediantista de una «puesta en presencia» donde la imagen quiere ser la cosa misma, hacerse cuerpo u objeto material para actuar contra el orden de lo real, revelando su falsedad y descubriendo la evidencia del mundo (Puelles Romero 2002). El propio surrealismo se pone al servicio de la revolución, y, por tanto, no es paradójico que esté presente en la lírica que Miguel Hernández escribe durante la Guerra Civil (donde su poesía se carga de compromiso social sin abandonar las imágenes irracionales ni los ritmos salmódicos), que va a ser considerada como una eficaz arma de combate.

Es, por tanto, la Guerra Civil la que tensa esta energía de la poesía hernandiana y la lleva a su extremo, alcanzando altas cotas de eficacia tanto en lo ético como en lo estético, tanto en lo literario como en lo ideológico, anudados de una forma única en sus mejores poemas. Su lírico «delirio materializador» se tiñe de materialismo histórico y militante, podríamos decir, como una extensión natural de su cosmovisión poética y humana. Miguel Hernández «fue el mejor y más auténtico poeta de la guerra», como dejó escrito Rafael Alberti (2009: 354), y lo fue en este sentido de «poesía total», parafraseando a Serge Salaün (1993b: 105-113), a través de su fe y su pasión en la palabra como transformadora de la lírica y del mundo, según manifiestan los optimistas cantos épicos que componen Viento del pueblo.

La energía de esta poesía se relaciona también con el hecho evidente de que se trata de una lírica épica, de guerra y de combate, de agitación y propaganda, que tiene como finalidad animar, enardecer, reforzar y convencer a su público (ese pueblo en armas al que, al modo de un profeta romántico, se dirige) de que su lucha es justa y su victoria, inevitable. Por eso mismo, sus componentes orales son muy importantes, y acrecientan sus valores físicos y materiales, así como su efecto galvanizador y catárquico, aunque su difusión es múltiple y no solo oral (recitada en distintos espacios públicos, desde un teatro o una plaza de toros hasta el frente; leída por megáfonos y altavoces en las trincheras; retransmitida por radio; musicada y cantada; escrita en periódicos murales; impresa en tarjetas postales u hojas volanderas; arrojada desde aviones; publicada en una revista, ya sea del frente o de la retaguardia y, finalmente, recopilada en libro, ya sea colectivo o individual, como es el caso de Viento de pueblo). Todos estos canales y cauces de difusión son complementarios e igualmente importantes, y en cada uno de ellos, evidentemente, ni el poema ni el receptor son enteramente los mismos. Tan erróneo e incompleto es obviar el componente oral como despreciar el poemario que recolecta estas composiciones, y lo digo porque parte de la crítica hernandiana ha oscilado entre un extremo y otro.

El hecho de que los poemas bélicos de Miguel Hernández, como casi toda la lírica de la Guerra Civil, hayan sido escritos pensando en su recitado público, determina su conformación sintáctica, fónica, rítmica y estructural, el uso de repeticiones y anáforas, paralelismos y quiasmos, correlaciones, bimembraciones o trimembraciones, así como el empleo de otros elementos propios de una retórica oratoria, épica y pindárica, propagandística y didáctica: la arenga, el apóstrofe y la exhortación, el presente acrónico, el imperativo y el vocativo, la retórica triunfalista, la afirmación rotunda y enfática, la dialéctica de la pregunta y la respuesta, la isotopía maniquea, las metáforas enfrentadas en series paralelas, la animalización y desvalorización del enemigo, la llamada al combate y la promesa de victoria (véanse al respecto Salaün 1985: 111-155 y Chevallier 1977: 311-345). En definitiva, la identificación y comunión, física, laboral, bélica, ideológica, emocional y hasta mítica (a través de la mística de la tierra, de la sangre, del esfuerzo y del trabajo) con su oyente. De este modo, cada composición parece convertirse en una poesía performativa, que no solo expresa, sino que realiza lo enunciado de una manera mágica y ritual, como si de un nuevo texto sagrado se tratara.

Ello no supone necesariamente una simplificación estética, como bien vemos en «Las manos», construido en un alejandrino enérgico y potente, que se muestra como cauce perfecto para vehicular tanto la voz y la dicción hernandiana como su lirismo visionario. La recitación del poema actualiza y reduplica su potencia verbal, física y sensorial mediante una «puesta en escena» que incluye rasgos suprasegmentales o prosódicos como la entonación, las variaciones articulatorias, el ritmo o la duración, y otros interpretativos como la gesticulación, la escenificación, la dramatización o la teatralización de la lectura. Antes me refería a una «retórica de la presencia», que es bien aplicable a lo que estoy describiendo ahora, y también el término de «poética-acción», que ha empleado Salaün (2010) para referirse a esta lírica de la voz, la dicción y el gesto.

Tomas Navarro Tomás, por ejemplo, describe en el prólogo a Viento del pueblo («Miguel Hernández, poeta campesino en las trincheras») el momento en que Miguel Hernández convierte su verbo en carne:

En muchos casos, sus recitaciones exaltando los ánimos de sus camaradas han hecho vibrar los campos con aplausos enardecidos. [...] En el efecto de sus recitaciones, las cualidades de su estilo hallan perfecto complemento en las firmes inflexiones de su voz, en su cara curtida por el aire y el sol [...] y hasta en el carácter de su dicción, firmemente marcada con el sello fonético del acento regional. Sus ademanes son sobrios y contenidos y su expresión enérgica, grave y concentrada. Hay una ardiente exaltación en el recogimiento de su gesto y en la fijeza e intensidad de su mirada [...] La dignidad del tono, del ritmo y del concepto, hacen revivir en sus labios en muchos pasajes las resonancias épicas del Romancero.

(Hernández 1992: I, 609)



Y Vicente Aleixandre (1958: 199-200), por su parte, escribe:

Recitaba con sobriedad, vivaz más que lento, brioso [...]. Y empezaba quieto, altos los ojos, mirando allá al fondo, la mano aún caída, y cuando la temperatura había calentado, no solo su garganta, sino todo su cuerpo, entonces miraba a su interlocutor. [...] Henchido el pecho y la voz de él. He oído a muchos poetas decir sus versos, pocos me han dado esta sensación tan completa del hombre expresada en el acto, desde la desnuda garganta.

Podemos fácilmente imaginar el efecto de galvanización en su auditorio, fuera cual fuera este. Sobre el poder y la eficacia incluso militar de estas lecturas, Enrique Líster (1977: 127-128) dejó un preciso testimonio en sus memorias:

Yo, que no entiendo nada de poética, les estoy profundamente agradecido a los poetas por el importante papel que la poesía ha desempeñado durante la guerra [...] He podido comprobar muchas veces que una poesía capaz de llegar al corazón de los soldados valía más que diez largos discursos [...] como materia combativa, explosiva, de reforzamiento de la moral de combate y de confianza en la victoria; de impulso para la realización de actos heroicos individuales y colectivos. Fue por esos días cuando me di plenamente cuenta de la inmensa fuerza de la poesía para despertar en el hombre todo lo que hay de mejor en él. [...] Mientras el poeta iba leyendo su poema, yo me fijaba en los rostros de los combatientes e iba leyendo en ellos el efecto causado por lo que escuchaban, y podía decir, sin temor a equivocarme, que en muchas caras veía que este o aquel iba a ser un héroe en el próximo combate.

En la poesía primera de Miguel Hernández, la mano es un elemento físico, directo y poco problemático, fundamentalmente táctil, sensorial y sensual, mediador en su gozoso contacto con una erótica naturaleza plena (como sucede, por ejemplo, en «Pozo-mío»: «Permanentes frescuras manantiales / que mi mano convoca / en sus hondos estados primordiales»; en «Árbol-desnudo»: «Ya no te buscan deseosas manos, / maliciosas avispas» o, sobre todo, en «Manos-culpables»: «Entrometiendo ardor entre las cosas / y mi sensualidad, las manuales / enredaderas van por los rosales / la malicia inquiriendo de las rosas» [2010: 354, 372 y 393]). A partir del ciclo de El silbo vulnerado, la mano amplía su registro sensual hacia una dirección íntima y amorosa, próxima a los usos tradicionales del petrarquismo: «la mano horticultora» que se inclina hacia la tierra (El silbo vulnerado, 6) se querría ahora presa de «la jaula de tus manos» (El silbo, 7), «y en cada ojo, en cada mano, en cada / labio dos riendas fuertes como tiros» (tópico de la cadena de amor, El silbo, 14), porque, como expresa en Imagen de tu huella, 2, «son mis manos sin las tuyas varios / intratables espinos a manojos» (2010: 408, 409, 412 y 414).

Este uso filográfico se mantiene, como era de esperar, en El rayo que no cesa (1936), donde la mano de su amada, que le tira un limón, es «una mano cálida, y tan pura» (soneto 4), que no se deja tocar, porque «zarza es tu mano si la tiento, zarza» (soneto 9), aunque eso no impide que, al oír su voz, «en mis terrestres manos el deseo / sus rosas pone al fuego de costumbre», mientras que, a su «callar de piedra», «otras y otras rosas / me pones y me pones en las manos» (soneto 25). En el poemario también aparece incidentalmente el «olor de herramientas y de manos» que dejan los hortelanos al regresar del trabajo (soneto 26). Pero la «Elegía» a Ramón Sijé anuncia un nuevo uso: «En mis manos levanto una tormenta / de piedras, rayos y hachas estridentes / sedienta de catástrofes y hambrienta» (2010: 421, 424, 433 y 436). Con el paréntesis de las delicadas «manos harinosas» y «dedos cereales» (como en La sorpresa del trigo, de Maruja Mallo9) de la «Elegía» dedicada a la novia de Sijé, Josefina Fenoll, este nuevo registro furioso se prolonga y recarga de implicaciones sociales en los «puños», «brazos» y «manos encrespadas» de «Alba de hachas»; en las «manos vengativas» e «inocentes manos animales» de «Sonreídme»; en las manos que miran «con cariño» «las navajas» y «aquel hacha compañera» de «Me sobra el corazón» y en los dedos erizados y uñas enloquecidas de «Mi sangre es un camino» (2010: 442, 444, 446-447 y 457-458).

En Viento del pueblo, la mano es un elemento central, como bien anuncia la dedicatoria a Vicente Aleixandre: «Nuestro cimiento será siempre el mismo: la tierra. Nuestro destino es parar en las manos del pueblo. Solo esas honradas manos pueden contener lo que la sangre honrada del poeta derrama vibrante. Aquel que se atreve a manchar esas manos, aquellos que se atreven a deshonrar esa sangre, son los traidores asesinos del pueblo y la poesía, y nadie los lavará: en su misma sociedad quedarán cegados» (2010: 473). La analogía con lo que expresa en el poema «Las manos» es plena, hasta el punto de que la dedicatoria repite sintagmas de la composición (sobre todo, de su penúltima estrofa), convirtiéndose así, en su escritura y su lectura, en otro antetexto de la misma.

En el poemario encontramos versos como «la mano de mi llanto» («Elegía primera / A Federico García Lorca, poeta»), «la mano del corazón» («Sentado sobre los muertos»), «su clamorosa zarpa» («Vientos del pueblo me llevan»), «la mano crispada» («Elegía segunda / A Pablo de la Torriente, comisario político»), «tu mano bonita», «tu mano derecha», «la mano de esta doncella, / que hoy no es mano» («Rosario dinamitera»), «cepos contra las manos» («Visión de Sevilla»), «el puño cerrado» («Canción del esposo soldado») o «tus dedos y tus uñas» («Pasionaria») (2010: 476, 478, 487, 497, 501, 513 y 516).

En los poemas sueltos de la Guerra Civil, aparece «la mano duradera» de Líster («Teruel»), y unos versos que recuerdan nuevamente a «Las manos»: «Entre todas las armas, / es la mano y será / siempre el arma más pura / y la más inmortal» («Canción de la ametralladora»), frente a las de quienes «nunca abrís la mano», a los que increpa: «fuera de aquí, egoístas de retorcidas manos» («Canto de independencia») (2010: 544, 541 y 547).

En El hombre acecha, la óptica pesimista de la animalización bajo la que se interpretan los desastres de la guerra hace que aparezcan mucho más las «garras» («Canción primera», «El soldado y la nieve»), las «pezuñas» («Llamo al toro de España», «El hambre», II), «las uñas» («Llamo al toro de España», «El soldado y la nieve»), los «puños que amenazan» («El hambre», I), «la mano felina que pretende arrancar» los atributos del toro que es España («Llamo al toro de España») (2010: 555-557, 562 y 572). La diferencia es, además, que son las propias manos las que se transforman en garras contra sus propios hijos («Canción primera»), porque «la fiera late en todas mis fuerzas» («El hambre», II). También aparece la acción (simbólica) de estrangular, de ahogar, y de su peso en la conciencia («El hambre», II); al pueblo lo quieren asfixiar los facciosos, pero Hernández advierte: «no te estrangularán porque les faltan dedos» («Pueblo») (2010: 555, 571 y 579).

En su viaje a la URSS, Hernández exalta otra vez la unión de hombre y máquina unidas en un progreso colectivo («una voz profunda de máquinas y manos»: «Rusia»; «veloz de mano en mano, crece el tractor»: «La fábrica-ciudad»); frente a ellos, están una vez más «Los hombres viejos» (I: «con polvo entre los dedos», «levantando la diestra / para cornamentar la voz y los bigotes») (2010: 558, 562 y 564). Al «Pueblo» le dice de nuevo que «las armas mejores / aquellas que contienen el proyectil de hueso / son. Mírate las manos»; porque «un cañón no puede lo que pueden diez dedos, / porque le falta el fuego que en los brazos dispara / un corazón que viene distribuyendo chorros / hasta grabar un hombre» (2010: 578-579). Son versos que recuerdan continuamente lo que ya había dicho en «Las manos». Un nuevo registro del poemario es su solidaridad con los heridos y los encarcelados («Para la libertad, mis ojos y mis manos, / como un árbol carnal, generoso y cautivo, / doy a los cirujanos»: «El herido», II; «Van derramando, piernas, brazos, ojos», pero «Para vivir, con un pedazo basta: / en un rincón de carne cabe un hombre, / Un dedo solo, un solo trozo de ala / alza el vuelo total de todo un cuerpo»: «El tren de los heridos»). El poemario acaba con el poeta «abrazado» al cuerpo, al vientre de su «Madre España» (2010: 573, 580-581 y 586).

El tono íntimo y recogido que anuncian estos últimos versos es el que predomina en el Cancionero y romancero de ausencias, donde nuevamente aparece un registro amoroso, sostenido por la imagen del abrazo (en poemas como «Vals de los enamorados y unidos hasta siempre», «Tus ojos se me van», «Orillas de tu vientre», «Hijo de la luz y de la sombra», «Tanto río que va al mar», «Tú de blanco, yo de negro», «Rueda que irás muy lejos»), pero ya no es la pasión de El rayo que no cesa, sino un amor familiar, atemperado por la pérdida, la desesperanza, la ausencia, la muerte y la cárcel. Una nueva figura, inevitable, es la de las «cárceles con manos» («Entre nuestras dos sangres» [2010: 632]). Solo el recuerdo de la guerra y la muerte traen de nuevo las imágenes de las garras y los puños cerrados («Vino. Dejó las armas», «Guerra», «Eterna sombra» [2010: 633-635 y 663])10.

Entre los textos en prosa de Miguel Hernández hay varios que también se relacionan, algunos muy estrechamente, con el poema «Las manos». Uno que adelanta algunas imágenes que luego encontraremos en la composición, hasta el punto de parecer casi un antetexto de la misma, es «Alberto el vehemente», de marzo de 1935, fundamental, además, porque muestra la conexión entre la estética plástica de la escuela de Vallecas con la poesía de Hernández a partir de este momento:

La mano de tierra encrespada y esparto ansioso de Alberto se desploma y se hunde en pleno corazón de la tierra como una zarpa mandada por el hambre. Es una mano de raíz que padece por acariciar y poseer la creación entera. Y es porque la mano del amoroso Alberto brota del corazón y no del hombro y desciende por el brazo hasta las uñas revestida de sangre amante y no de corcho insensible como tantas manos. Con esa mano gallarda y sola, Alberto crea un monte y lo levanta hasta su boca para morderlo. A puñetazos y dentelladas están hechos sus montes, sus esculturas, pues no quiere más cincel que su puño ni más martillo que su sensualidad. Este es el hombre. [...] La bien armada mano de Alberto se desploma y se hunde en pleno corazón de la tierra y la saca ocupada en una enorme raíz con la que hostiga y destruye a todos.

(2010: 764-765; la cursiva es mía)



En «Un destino de trueno malogrado», escribe: «Los brazos se me abren solos ante las cosas y se me van detrás de las manos que se apoderan con mi ser de una criatura, un fruto y un hacha» (2010: 782). Ya en plena contienda, insiste en la imagen, presente en el poema, de la importancia de las manos. En «Los seis meses de guerra civil vistos por un miliciano»: «Esa sangre ha ido acumulando fortaleza y serenidad de veteranos de la guerra en nuestros puños y nuestros fusiles» (2010: 788); y en «El reposo del soldado»: «Más que de aeroplanos, baterías, fusiles, bombas, las victorias dependen de la mano del hombre guerrero» (2010: 800)11. Finalmente, «La fiesta del trabajo», publicado en Frente Sur [Jaén], el 1 de mayo de 1937, tiene, a su vez, como antetexto el poema «Las manos», al enfrentar nuevamente los dos tipos contendientes: «Aquel que no trabaja no sabe lo que es el descanso puro. Aquel que rehúye el contacto de la herramienta no ve lucir sus manos en la luz. Los dedos flacos y amarillentos del ocio me repugnan, y procuro eclipsarlos con una manifestación de dedos hechos al trato de las barbecheras. Cuerpos armoniosos, como árboles, son los cuerpos trabajadores» (2010: 823)12.

El motivo de la mano en la literatura

Para contextualizar «El motivo de la mano en la literatura» la serie en que se inserta el poema de Hernández, y que en buena parte lo explica, es importante repasar de forma sintética la evolución del motivo de la mano en la literatura, con especial atención a los años de formación de Miguel Hernández y a la poesía de los años treinta y de la Guerra Civil (por motivos de espacio, dedicaré otra entrega para el análisis complementario en el ámbito de la plástica, de la pintura y el collage a la fotografía y al cartelismo). Dejando al margen los textos sagrados (recordemos, por ejemplo, el capítulo V del Libro de Daniel en la Biblia, que recoge el famoso episodio de la mano misteriosa en la cena del rey Baltasar, que inspiró a Calderón, Moreto, Rembrandt, Byron o Heine, entre otros), la fascinación romántica, modernista y surrealista por las imágenes de desmembramiento se insertan en una larga tradición lírica que podemos retrotraer, al menos en cuanto a las manos, a la visión fragmentaria y suntuaria de la mujer en la lírica petrarquista, aunque la mano ya figura en la descriptio puellae de los clásicos (Ovidio, Metamorfosis, I, v. 500: «[Apolo] laudat digitosque manusque»). En el petrarquismo, la idealización de las manos femeninas es constante, y son frecuentemente transmutadas en nieve (Petrarca, pero ya en la lírica trovadoresca y stilnovística anterior, De Jennaro, Della Casa, López Maldonado), marfil (Camoens, Figueroa) o alabastro (Caracciolo, Bernardino Rota, Vadillo, Francisco de la Torre), y calificada de cándida (Tasso), ebúrnea (Cueva), blanca (Garcilaso, Herrera), victoriosa y, en menor medida, rigurosa (Cueva), guerrera (Maldonado) o poderosa (Cueva), porque son guiadas por la vengativa mano de Cupido (Garcilaso) o Amor (Caracciolo, Cetina), mientras que las uñas son comparadas con perlas (Petrarca, Cervantes). Esta mano se convierte a veces en pantalla que vela o encubre los ojos de la amada, impidiendo al enamorado su contemplación (de Petrarca, Cetina o Garcilaso a Quevedo)13. Vuelta a lo divino, la encontramos en la Llama de amor viva de San Juan de la Cruz (la «mano blanda») y en fray Luis de León (en el soneto IV: «oh figura / angelical, oh mano, oh sabio acento!», o en la oda «A Nuestra Señora»: «con poderosa mano / quiebra, Reina del cielo, la cadena», que explica en su Exposición del Libro de Job, XXXIII, 7, al arrimo de la lengua hebrea, en la que «mano se llama qualquiera fuerza o poder, ansí de la alma como del cuerpo, executado por obra. Y ansí Sant Hierónymo lo lleva a la fuerza del ingenio que se explica hablando, y según este sentido traduxo eloquencia» [Luis de León 1992, II: 701]14).

Solo algunas muestras del siglo XVIII: fray Diego Tadeo González se refiere «A la quemadura del dedo de Filis», Cadalso incluye los gestos con la mano entre los artificios femeninos en su poema «Al espejo de Filis» («aquel llevar la mano a la cabeza, / tomando la flor o cinta por pretexto, / y siendo el enseñar la hermosa mano / el solo fin de tan sutil manejo» [Cadalso, 2013: 229]), y Juan Meléndez Valdés hace lo propio en «El abanico». El «Pensamiento II» del primer tomo de El Pensador (1762), de José Clavijo y Fajardo, trata sobre los «artificios inocentes» de las damas, y entre ellos menciona también el lenguaje de las manos, fundamental en la lírica rococó, como hemos visto en los ejemplos anteriores15.

Desde el Romanticismo al fin de siglo, periodo que nos interesa ahora, además de encontrar poemas como «This Living Hand», de John Keats, son muy frecuentes los cuentos fantásticos sobre manos cortadas, en ocasiones relacionados con la esotérica «mano de gloria», sin que podamos olvidar tampoco la fría mano de Olimpia en El hombre de arena de E. T. A. Hoffmann (1817): Gérard de Nerval publica La main de gloire, histoire macaronique (1832); Aloysius Bertrand, L'heure du Sabbat (1832); Prosper Mérimée, La Vénus d'Ille (1837); Guy de Maupassant, La main d'écorché (1875) y La main (1883); Marcel Schwob, La Main de gloire (1893) y Colette, La main (1924). En el ámbito anglosajón tenemos ejemplos como los de Nathaniel Hawthorne, The Birth-Mark (1846) y Sheridan Le Fanu, An Authentic Narrative of the Ghost of a Hand y The House by the Churchyard (ambas de 1863), Wylder's Hand (1864) o The Haunted Baronet (1870). En España, tras el Don Juan Tenorio de Zorrilla (la mano infernal de la estatua del Comendador -que ya aparecía en El burlador de Sevilla y convidado de piedra- frente a la mano salvadora de doña Inés), sobresalen los magníficos relatos de Gustavo Adolfo Bécquer (Hernández le dedica una composición, «El ahogado del Tajo», en la que demuestra haber leído con mucha atención sus Leyendas) sobre manos de estatuas que cobran vida, como sucede en La ajorca de oro (leyenda toledana) y El beso (leyenda toledana); la mano fantasmal de Maese Pérez, el organista (leyenda sevillana), o la mano muerta que sobresale de la tumba en La promesa (leyenda castellana). Posteriormente, el motivo se extiende a la literatura pulp y fantástica, como sucede, por ejemplo, en la novela de Marcel Allain y Pierre Souvestre Fantômas. La Main Coupée (Paris, Arthème Fayard, 1911), en The Beast with Five Fingers (1928) de William Fryer Harvey, llevada al cine por Robert Florey en 1946, The hairy hand, Souvenirs fantastiques et nou-veaux souvenirs (1937) de Maurice-Yves Sandoz, que ilustró litográficamente Salvador Dalí en 1944, hasta llegar a «Las manos que crecen» (1937), «Estación de la mano» (1943), «No se culpe a nadie» (1964) y «Cuello de gatito negro» (1974), de Julio Cortázar (Luchting 1976, Filer 1983, Mesa Gancedo 2006).

En la poesía posrromántica, relacionado con el culto a los muertos tan presente en la sociedad del siglo XIX, es muy frecuente el motivo de la mano inmaculada y enigmática, de ángel o mujer, que viene del trasmundo y que acaricia y consuela al sujeto lírico cuando está fatigado. En A mi madre (1863), de Rosalía de Castro, es la presencia de su madre muerta; en Dolores (1894), de Federico Balart, la de su fallecida esposa; y en José Ortiz de Pinedo, de nuevo, la de su madre tempranamente desaparecida (presente en «La mano misteriosa», de Canciones juveniles, 1901, pero también en «Lo desconocido», «La gracia de las manos» y «La visita» de La jornada, 1910). Esta tradición llega con fuerza a los poemas de Antonio Machado y de Unamuno. En Machado, la mano es síntoma del anhelo de plenitud y compañía que sufre el poeta en sus Soledades. Relacionada con el recuerdo de la infancia está la madre, que lleva en brazos o de la mano (LXVII, LXXXVII). Este motivo enlaza también las hadas y la madre (compárense las dos últimas con LXV, así como el motivo de la fiesta infantil presente en esta, en LXXVII y XCII, la «mano amiga» de LXTV -frente a la «férrea mano» de LXIII- y la mano del «sembrador de estrellas», LXXXVIII). En Unamuno, solo hará falta recordar «En una ciudad extranjera», de Poesías (1907: «¡Oh, mano humana, / que ríes y que lloras / si te abres o te cierras; / ya los rientes dedos derramados!»).

El motivo adquiere gran presencia en la poesía del simbolismo y el modernismo (tradición en la que se forma Miguel Hernández), tal y como he estudiado en otro lugar (Alarcón Sierra 1999: 226-230). En «Mon âme est une infante», de Albert Samain, encontramos un empleo decadente (como en «Felipe IV» de Manuel Machado) de los elementos evocados en un retrato aristocrático: el terciopelo negro, el oro envejecido, los bellos dedos largos y puros, el sueño de imperios perdidos («Des soirs trop lourds de pourpre où sa fierté soupire, / Les protraits de Van Dyck aux beaux doigts longs et purs, / Pâles en velours noir sur l'or vieilli des murs, / En leurs grands airs défunts la font rêver d'empire» [Samain 1920: 9]). Ideales elementos de una decadencia finisecular que volvemos a hallar reunidos en «Venite, adoremus» de Amado Nervo («Adoremos las carnes de marfiles, / adoremos los rostros de perfiles / arcaicos: aristócrata presea; / las frentes de oro pálido bañadas, / las manos de falanges prolongadas, / donde la sangre prócer azulea» [Nervo 1973: 136]).

Estos atributos se constituyen en lo que podríamos llamar marcas de época y, empleados con un propósito descriptivo o simbólico, y actualizando el motivo petrarquista, se observan en multitud de escritores. La presencia de unas pálidas y cuidadas manos, señal de una decadente distinción aristocrática y espiritual («Blanca mano espectral, de sangre exhausta»: Manuel Machado, «Van Dyck. Un príncipe de la casa de Orange»), tal vez sea la más abundante. Entre los ejemplos más significativos citaré a Théophile Gautier (1947: 11-12), «Cauchemar» y «Étude de mains» («l'éclat de sa pâleur mate»), Arthur Rimbaud (1960: 105-107), «Les mains de Jeanne-Marie» («Mains pâles comme des mains mortes»), Paul Verlaine (1962: 517), «Mains» («Ce ne sont pas des mains d'altesse, / De beau prélat quelque peu saint. / Pourtant une délicatesse / Y laisse son galbe succinct») y Jean Moréas (1907: 30), «Tes mains» («Tes mains aux doigts pâlis semblent des mains de sainte»). El motivo se enriquece de una manera desaforada en el teatro parisiense del Grand Guignol, fundado en 1897 por Oscar Metenier, y pronto extendido a una revista del mismo título, donde eran habituales las sangrientas historias de horror en las que sus protagonistas, a menudo casados infieles, sufrían espantosas venganzas, en las que acababan con las extremidades y la cabeza cercenadas o los ojos arrancados, entre otras lindezas (que hoy encontramos en el subgénero cinematográfico llamado splatter). Esta estética de la crueldad pronto pasó, por ejemplo, al teatro de Valle-Inclán, pero también fascinaría a los surrealistas16.

En el ámbito del modernismo hispánico, usan el motivo de la mano, casi siempre con resonancias petrarquistas, Julián del Casal (1976: 179; «Canción», Nieve, 1892: «lirios de nieve para tus manos»); Valle-Inclán, quien lo emplea repetidamente desde sus primeros relatos, como «Rosarito», de Femeninas (1992: 168; «aquellas manos pálidas, transparentes, como las de una santa; manos místicas y ardientes, que parecían adelgazadas en la oración por el suave roce de las cuentas del rosario»17); Rubén Darío (1987: 86), desde la tribuna de sus «Palabras liminares» en Prosas profanas: «mis manos de marqués» o en «El Reino Interior»: «sus manos de ambiguos príncipes decadentes» (1987: 153), hasta las «manos robustas de heroicos atletas» de la «Marcha triunfal» (1967, II: 646); Guillermo Valencia (1952: 185-187), que traducirá en Ritos (1898) «Las manos (De Gabriele D'Annunzio)»; Salvador Díaz Mirón (1969: 123; «El fantasma», Lascas, 1901: «Blancas y finas, y en el manto apenas / visibles, y con aire de azucenas, / las manos»); Enrique Gómez Carrillo (1898: 10) en muchas de sus novelas («Lo único que me queda del antiguo esplendor de mi familia -solía decir, sonriendo melancólicamente- son las manos. Y alargaba, ante los demás, sus largos dedos afilados y blanquísimos, que se encurvaban hacia arriba con una elasticidad extraña»); Manuel Machado (2000: 133; «Felipe IV», Alma, 1902: «la blanca mano de azuladas venas»); Antonio Machado («En nuestras almas todo / por misteriosa mano se gobierna», LXXXVII); Emilio Carrère (1909: 180), «Las manos de Elena» («Blancas manos de Elena, / finas y extenuadas»); Francisco Villaespesa (1954: 621), quien traza en «Ego sum» un autorretrato que encabeza El libro de Job (1909), donde predomina la aristocracia del «fatalismo moro» («Sangre de emires moros y príncipes cristianos / circula por mis venas. Ella dio aristocracias / viriles a la frágil belleza de mis manos, / como impregna mis versos de inmortales fragancias»); esboza un «Retrato» imaginario de su amada («Pálido el rostro y fija la mirada / como una santa en la celeste esfera; / y en las manos de nieve, prisionera / una blanca azucena inmaculada» [1954: 47]), consagra todo un poema, dedicado a Ramón del Valle-Inclán, a recrear el motivo, «La sombra de las manos» («¡Oh enfermas manos ducales,/olorosas manos blancas!...» [1954: 165]) y, como Darío, se apropia del mismo en su «Autorretrato» («el azul de las venas sobre las manos finas» [1954: 545]). Tampoco falta el ejemplo de Juan Ramón Jiménez («¡Oh, tus manos cargadas de rosas! ¡Son más puras / tus manos que las rosas!» [Jiménez, «Voz de seda», XII, Laberinto (1913), en 2010: I, 1276-1277, titulado «Manos (Voz de seda)», y con variantes, en 1976: 117-118]).

Entre el modernismo y la vanguardia se encuentra Ramón Gómez de la Serna (bien leído por Hernández), que escribe el breve relato «La mano» (Greguerías, 1917-1919 [1997: 88]). Tras la asepsia de la poesía pura de los primeros años veinte, el motivo se extiende, con fuerza irracional, a la par que en la plástica, en la literatura neorromántica de signo surrealista, donde la mano extendida suele simbolizar la situación de soledad amorosa y universal en la que se encuentra el sujeto lírico, y la mano cortada violentamente es uno de los más repetidos disjecta membra de su tópica visionaria (junto a las imágenes astrales, los insectos, los cadáveres y todo tipo de desgarros y descuartizamientos, incluyendo, por supuesto, la decapitación), cuyo significado ambivalente casi siempre se relaciona con las trabas sociales, amorosas o cósmicas que el poeta desea sobrepujar. C. B. Morris cita algunos ejemplos de los surrealistas franceses, como Phillipe Soupault (Georgia: «mes mains s'étendent / pour saisir d'autres mains»; Carte postale, 1926: «Je tends des mains froides, des mains qui ne savent plus la forme des hanches») o René Crevel (Mon corps et moi, 1925: «mains vides»; La mort difficile, 1926: «dans ses poches, ses mains étaient des fleurs, san sève, sans coleur»). Nosotros podríamos añadir, en un repaso sumario, Les mains livres de Paul Eluard (Winn 1983), Deuil pour deuil de Robert Desnos, Les mains d'Elsa de Louis Aragón, The Bones of My Hands de Edward James o La main coupée de Blaise Cendrars. También cita Morris algunos casos, que ampliaremos, de Juan Larrea (su temprano «Otoño» [1919]: «Persiguiendo sus manos / esta noche / pasaba un ciego / Tras sus huellas / sus muñones ardiendo»), Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Federico García Lorca o Emilio Prados (autores bien leídos por Miguel Hernández), además de señalar manos cercenadas en textos en prosa como La túnica de Neso (1929) de Domenchina, Krtu (1931) de J. V. Foix, Crimen (1934) de Agustín Espinosa o Hidden Faces (1944) de Dalí (Morris 2000: 158-161 para la mano extendida en señal de soledad y 199-207, para la mano cortada).

En Cernuda, la mano es frecuentemente el elemento sensual que anhela poner en contacto, aunque sea de forma efímera, los cuerpos de los amantes o, más aún, y dicho a su manera, la realidad y el deseo, pero se encuentra con numerosas trabas (algunos ejemplos: en Un río, un amor, 1929, «Remordimiento en traje de noche»: «Es el remordimiento [...] / No estreches esa mano»; «Habitación de al lado»: «Las manos aburridas que cazan terciopelos o nubes descuidadas»; «Todo esto por amor»: «que derriben las manos como estatuas vacías»; «Duerme, muchacho»: «Duda con manos de duda y pies de duda»; o el finalmente suprimido «Alguien más»: «Que el amor sin amor ni figura de amores / [...] / Es vivir con las manos vacías». En Los placeres prohibidos, 1931, «Diré cómo nacisteis»: «Extender entonces la mano / Es hallar una montaña que prohíbe, / un bosque impenetrable que niega, / Un mar que traga adolescentes rebeldes», mientras que los placeres prohibidos «Tendéis en una mano el misterio»; «Qué ruido tan triste»: «Sobre adolescentes mutilados, / Mientras las manos llueven, / Manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas, / Cataratas de manos que fueron un día / Flores en el jardín de un diminuto bolsillo»; «Esperaba solo»: «Yo tenía la mano tendida / Mi mano quedó vacía. En su palma apareció una gota de sangre»; «Había en el fondo del mar»: «una mano de yeso cortada [...] La llamo la verdad del amor». En Invocaciones, 1934-1935, «Dans ma péniche», donde todavía recuerda «los atardeceres de manos furtivas» [Cernuda 1993: 143, 151, 160, 162, 695, 174, 177, 181, 193 y 235]).

En Vicente Aleixandre, el motivo de la mano, en frecuentes imágenes visionarias en desarrollo, también se relaciona con el deseo y su imposibilidad, la sensualidad y la soledad, personal o cósmica, que a veces se abre y a veces se cierra; pueden ser manos celestes o manos de piedra (algunos ejemplos: en Espadas como labios [1932], «Nacimiento último»: «¿Hacia qué lutos o desórdenes se hunden ciegas hacia abajo esas manos abandonadas?»; «Toro»: «Mano inmensa que cubre celeste toro en tierra»; «Acaba»: «lo que no puede tocarse con las manos»; «Río»: la muerte, «ese laberinto de hilos que como manos muertas / ponen una azucena como un mundo ciñendo»; «Libertad»: «Esa mano caída del occidente, / de la última floración del verano, / arriba lentamente a los corazones». En La destrucción o el amor (1935), «Noche sinfónica»: «modelar una mano que exactamente abarque el talle»; «Aurora insumisa»: «esas redondas manos pasajeras»; «Eterno secreto»: «unas celestes manos mensajeras»; «La dicha»: «las manos que son piedra»; «Cuerpo de piedra»: «Luna de piedra, manos por el cielo, / manos de piedra rompedoras siempre»; «Cerrada puerta»: «una mano del tamaño del odio» [Aleixandre 2001: 269, 295, 303, 329, 347, 370, 377, 402 y 418]).

En la poesía de Federico García Lorca, al igual que en sus dibujos, es frecuente encontrar el motivo de la mano cortada, pérdida de atributos real y simbólica; así, por ejemplo, partiendo de una estilizada religiosidad popular y visionaria, en «Muerto de amor» («Lleno de manos cortadas / y coronitas de flores») y «Martirio de Santa Olalla» («Por el suelo, ya sin norma, / brincan sus manos cortadas / que aún pueden cruzarse en tenue / oración decapitada»), del Romancero gitano (1928); de forma surrealista y expresionista, en «Paisaje de la multitud que vomita (Anochecer en Coney Island)» («Yo, poeta sin brazos, / perdido entre la multitud que vomita») y «Cementerio judío» (el judío que «se cortó las manos en silencio») de Poeta en Nueva York (escrito en 1929-1930, publicado en 1940). Pero también en la «mano herida» y protectora de la casida VI, «De la mano imposible» (escrita en 1934), del Diván del Tamarit (1940, que parece inspirada en la prosa surrealista de Agustín Espinosa «La mano muerta», Crimen, 1934 [García Lorca 1981: 27-32]); en el hombre mutilado de Bodas de sangre, 1933, y el «maniquí sin brazos ni manos» de Así que pasen cinco años, 1931. Con ironía y desparpajo, aparece en su narración «Santa Lucía y San Lázaro», publicada en Revista de Occidente en noviembre de 1927 («El día de primavera era como una mano desmayada sobre un cojín»; «Gafas y vidrios ahumados buscaban la inmensa mano cortada de la guantería, poema en el aire, que suena, sangra y borbotea como la cabeza del Bautista»), o en su conferencia sobre Pedro Soto de Rojas, 1926 («la mano cortada del llamador»), así como en la que dedicó al duende (c. 1930) (la «mano de cera» (García Lorca 2008).

Ya me he referido antes extensamente a Pablo Neruda, y por ello no me detengo ahora en él. El motivo de la mano, sobre todo cortada, en relación con la Revolución de Asturias (y también el motivo del viento), aparece en otro poeta nerudiano importante para Miguel Hernández, el Raúl González Tuñón de La rosa blindada. Homenaje a la insurrección de Asturias y otros poemas revolucionarios (1936) en composiciones como «Dos historias de niños», «Asalto nocturno a la plaza de la villa», que va dedicado a Pablo Neruda, «El reloj de la gobernación», «Los marineros de Tolón» o «El cementerio patagónico».

Bien es cierto que, seguramente, el primer poeta español que empleó el motivo de la mano en un contexto revolucionario fue Rafael Alberti. Ya en su «Elegía cívica» y surrealista de 1930 «Con los zapatos puestos tengo que morir» encontramos la mano que «se rebela» y un verso que parece casi profético: «Oíd el alba de las manos arriba» (2003: 6), que luego repetirá de forma explícitamente revolucionaria en «Mitin», de Consignas (1933): «¡Camaradas! / Se acerca el alba de las manos arriba, / oídla, / el alba del espanto en los ojos biliosos de la usura, / el alba de la huida precipitada de los lechos, / el alba de la toma de los bancos, / al alba del asalto a las minas y fábricas, / el alba de la conquista de la tierra» (2003: 227). Tras la represión de Asturias, escribe «Al nuncio de S. S. en España» para hacer evidente «esa mano de sangre, esa alba mano» (2003: 51). En «SOS» critica la explotación capitalista de Hispanoamérica a través del mismo elemento: «6 millones de hombres, / 12 de manos muertas»; «10 millones de hombres, / 20 de brazos tristes» (2003: 99), y en «Casi son», dedicado a Cuba, se repite como un estribillo el verso «mano a mano», para acabar: «mano a mano, / contra el norteamericano. / Negro, mano a mano, / blanco, mano a mano» (2003: 145). En la poesía que escribe durante la Guerra Civil, Alberti exaltará las manos de los pobres, que ahora conforman el «Quinto cuerpo de ejército», «las manos, que son puños» de los soldados («Los soldados se duermen») y hasta, en una letrilla, las manos de El Mono Azul (2003: 201, 202 y 245).

En el poema de Unamuno que hemos recordado al inicio, «En una ciudad extranjera» (Poesías, 1907), ya se indican los distintos usos que puede darse a la mano («¡Oh mano de trabajos y de adioses, / madre del arte, / madre también del crimen; de los pobres mortales / gloria e infamia!» [ Unamuno 1966: VI, 266. Son versos no señalados por Sánchez Vidal]). Pero el más inmediato precedente de Miguel Hernández para esta contraposición es sin duda Emilio Prados, en sendos poemas incluidos en Calendario incompleto del pan y el pescado (1933-1934), que se publicará como primera parte de su Llanto en la sangre (Valencia, Ediciones Españolas, 1937). En ambas composiciones se refiere, al igual que hará Hernández poco después, a los dos tipos de mano que hay en la sociedad, las de los trabajadores y las de los que se aprovechan de ellos. Así, en la primera, «Huelga en el campo», escribe: «¡Pronto, en pie, trabajadores, / que la cosecha se pierde! / ¡Que se la llevan! ¡De prisa! / ¡Que os la roban! [...] / ¿Quién dejará que sus manos / con nuevas hambres sujeten? [...] ¿Quién dejará que otras manos / lo vuestro a sus bocas lleven? [...] ¿Quién pide a gritos justicia? / ¿Quién a la justicia ofende? / ¿Quién dejará sin castigo / al que ya al castigo teme? / Todo el campo se levanta; / como una mancha de aceite / sobre las verdes campiñas / la huelga roja se extiende» (Prados 1999: 438-439, vv. 1-4, 17-18, 23-24 y 47-54; la cursiva es mía). Y en la segunda, «Agosto en el campo», insiste en la misma idea: «Cómo se aprietan las manos / bajo sus recios tendones, / prendiendo rencor y fuerza / entre sus vivos barrotes, / cuando ven cruzar a agosto, / fecundo en fruta y sudores, / bien endulzado en sus uvas / y amargo en sus sinsabores, / llevando por tierra y viento / su riqueza y sinrazones / hasta otras manos lejanas / que los trigos no conocen, / que al corazón se resisten / y a la conciencia se oponen» (1999: 441; la cursiva es mía).

En otros dos poemas publicados en el año 1933, Prados escribe versos que están muy próximos al Miguel Hernández de «Las manos» y de Viento del pueblo. «Un día», que apareció en El Sol (22 de junio, 1933), acaba con la siguiente estrofa: «Un día será el mundo lo mismo que una espiga / un anillo de brazos unidos sobre la tierra / lo mismo que un ejército invencible sin posible enemigo / como un inmenso nombre que no conozca ningún cuerpo» (1999: 554). Análogo sentimiento comunitario, y de fuerza a través del trabajo de las manos, aparece en «Existen en la Unión Soviética», que fue publicado en los números 4-5 de la revista Octubre (octubre-noviembre 1933), 20-21, y del que selecciono los versos siguientes: «Existen en la Unión Soviética / millones de hombres que trabajan / Ellos saben que un día / brotará de sus manos la vida de unas alas / Ellos saben que un día / la igualdad de sus brazos será eterna / [...] / Existen en la Unión Soviética / millones de hombres que conocen / lo que piensan sus ojos / y sus manos condicen» (1999: 558-559)18.

En la poesía que Prados escribe durante la Guerra Civil, al igual que ya ocurriera en su etapa surrealista (El llanto subterráneo: «manos machacadas como balanzas diminutas», «¿Cómo podré cómo podré crecer sin manos / bajo las filtraciones dolorosas de esta angustiada arena?» [1999: 470-471]), el motivo de la mano (y el del viento) vuelve a estar presente, en ocasiones de forma muy próxima a la de Hernández, como en «Al batallón Thaelmann» (de Romances de la guerra civil [1936], publicados como tercera parte de Llanto en la sangre), donde escribe: «¡A las armas, a las armas, [...] ¡Con hoces y con navajas, / con horcas, con escopetas, / con los dientes, con las uñas; / si no hay balas, con las piedras; si no hay fusiles, con palos» (1999: 502). Frente a los versos anteriores, la muerte es la ausencia del ímpetu y el contacto de las manos, como repite Prados en el versos que sirve de estribillo en su dolorida «Estancia en la muerte con Federico García Lorca»: «No te llegan las manos», al final transmutado en «No te llegan mis manos» (Prados 1999: 613-615).

Contemporáneo de «Las manos» hernandianas es La insignia. Alocución poemática (Valencia, Tipografía Moderna, 1937), de León Felipe, que fue leída por su autor en el teatro Metropolitano de Barcelona el 28 de marzo de 1937 (Ruis 1968: 212). En este poema, radiado a toda España, se establece también la dicotomía entre los dos tipos de manos: «En España ya no hay más que dos posiciones fijas e inconmovibles. / Para hoy y para mañana. / La de los que alzan la mano para decir cínicamente: Yo soy un bastardo español, / y la de los que la cierran con ira para pedir justicia bajo los cielos implacables. / Pero ahora este juego de las manos ya no basta tampoco» (León Felipe 2004: 201).

El enfrentamiento de los dos tipos de manos también lo emplea Antonio Aparicio, buen amigo y casi secretario de Hernández en Jaén, como tema secundario en «Colonia de la muerte», publicado en Hora de España en noviembre de 1937: «nuestras manos de trabajo y de lucha» frente a «las manos de tantos invasores». Y vuelve a aparecer en el romance anónimo «¿Por qué lloras campesino?», publicado al mes siguiente en la revista Stajanov (15 de diciembre de 1937); las manos trabajadoras y las ociosas que se llevan el fruto del esfuerzo: «si ese fruto, que es tan mío, / y ese pan, que es de mi casa, / otro que es dueño de mí / después no me lo robara... / Que no son mías mis manos..»; «No me doliera mi suerte / si el fruto de mi trabajo / otras manos encontrara» (VV. AA. 1978: 103-104 y 1994: 379-380).

El mismo 1937 se publica España. Poema en cuatro angustias y una esperanza (Valencia, Ediciones Españolas, 1937), de Nicolás Guillén, al cual conocería Hernández en el Congreso de Intelectuales Antifascistas celebrado en Valencia, y cuya última parte, «La voz esperanzada. Una canción alegre flota en la lejanía», incluye los siguientes versos, que consuenan poderosamente con «Las manos» del de Orihuela:

Con vosotros, brazos conquistadores

ayer, y hoy ímpetu para desbaratar fronteras;

manos para agarrar estrellas resplandecientes y remotas;

para rasgar cielos estremecidos y profundos;

para unir en un mazo las islas del Mar del Sur y las islas del Mar

[Caribe;

para mezclar en una sola pasta hirviente la roca y el agua de

[todos los océanos;

para pasear en alto, dorada por el sol de todos los amaneceres,

para pasear en alto, alimentada por el sol de todos

[los meridianos;

para pasear en alto, goteando sangre del ecuador y de los polos;

para pasear en alto como una lengua que no calla, que nunca

[callará,

para pasear en alto la bárbara, severa, roja, inmisericorde,

calurosa, tempestuosa, ruidosa,

¡para pasear en alto la llama niveladora y segadora de la

[Revolución!


¡Con vosotros, mulero, cantinero!

¡Contigo, sí, minero!

Con vosotros, andando,

disparando, matando!

¡Eh, mulero, minero, cantinero,

juntos, aquí, cantando!


(Guillen 1937: 37-38).



Tras Miguel Hernández, el poeta que hace de las manos de los obreros y jornaleros motivo central de su poemario es su buen amigo Arturo Serrano-Plaja en El hombre y el trabajo (1938), coincidiendo así con una de las principales ideas de la España republicana en armas. En «Estos son los oficios», II, escribe, siguiendo muy de cerca «Las manos» de Hernández: «Del trabajo que nace con desprecio del llanto / brotan manos tan puras que arrancan de la tierra / campanas y martillos, / azadas, cubos, hachas, / vigas, plata y metales / en preciados lingotes. / Y el carbón de los barcos / cuyas sirenas roncan melancólicamente por los mares / y el cemento y la cal. // Estas últimas manos construyen los albergues» (Serrano-Plaja 1938: 24-25); «manos puras» es sintagma que emplea Hernández en el verso 9 de «Las manos».

En «Los impresores» sigue con este homenaje al trabajo manual: «Como indecible torre, construyen vuestras manos, / como señal perpetua el acontecimiento lejano / y victorioso, construyen vuestras manos, el intrincado y alto monumento de cierta tarde oscura [...] Letra a letra se yergue con el tiempo, / la decidida historia de la sangre merced a vuestras manos. Letra a letra» (Serrano-Plaja 1938: 30-31).

Y en «Los albañiles» (que apareció en Hora de España el 6 de junio de 1937): «No defraudéis las manos que anhelan emplearse en el solo edificio que amaremos. // Mirad los albañiles. / Imitad el ejemplo de sus manos terrosas y de sus blusas blancas [...] Y allí donde los hombres se reúnan quiero un puesto. / Yo reclamo un lugar en las Casas del Pueblo para entonar mi voz con una muchedumbre / y mis manos suplican un bautismo de cal que participe / del esfuerzo común y la común empresa de sólidas y nobles esperanzas / brotando de las manos severas, rigurosas, venerables, de un grupo de albañiles». Para concluir: «Y hasta esa flor humilde [...] ha nacido manchada de yeso y al lado de los hombres, / brotando entre los hombres que trabajan unidos, / brotando de las manos severas, rigurosas, venerables, de un grupo de albañiles» (Serrano-Plaja 1938: 42-44).

La idea de que la España republicana ganará la guerra con la fuerza colectiva y humilde de sus manos culmina en el poema «Los campesinos», I: «Gobernarán sus manos los terrenos / recién reconquistados con su esfuerzo» (Serrano-Plaja 1938: 50, con la variante «con su sangre» en Hora de España, 12 [diciembre de 1937], 19). Y, finalmente, frente a ellas, las manos del enemigo son rechazadas en «Canto a la libertad», en un verso que se repite a lo largo de las VII partes del poema, a modo de estribillo: «no alcanzaréis su estirpe con vuestra torpe mano» (1938: 78-83. El poema está fechado en Madrid, diciembre 1936).

En realidad, al igual que en los carteles de la Guerra Civil, en toda la poesía del «pueblo en armas» encontramos con gran frecuencia el motivo de la mano, casi siempre de forma directa: «en alto los fuertes puños» (Miguel Alonso Calvo, «Han matado al maestro» [VV. AA. 1994: 347]), «la fuerza de puños en alto» (César M. Arconada, «Pro "Komsomol"» [VV. AA. 1994: 238]), el «puño cerrado» (Rafael Morales Casas, «A los milicianos muertos» [VV. AA. 2006: 357]), los «puños encendidos», las «manos febriles» y las «manos abiertas» (Ernestina de Champourcín, «Sangre en la tierra» [VV. AA. 1994: 298-300]), las «manos redentoras» (Roger de Flor, «Cascos» [VV. AA. 1994: 119]), «las manos honradas» y el «puño del proletario» (Concha Zardoya, «Ritual del pan» [VV. AA. 1994: 383-384]), las manos de los antitanquistas (Pablo Neruda [2005: 387], «Antitanquistas»: «en vuestras manos floreció la bella / granada forestal o la cebolla / matutina, y de pronto / estáis aquí cargados con relámpagos»), las manos del enlace militar (Anónimo [José Luis Gallego], «El enlace» [VV. AA. 2006: 231-232]); pero también la «mano de amante desterrado» (Antonio Aparicio [1937], «A una sevillana»), las «manos de mujer» (Felipe Ruanova, «Apunte de aguja» [VV. AA. 1994: 245]), «manos avispadas» de la «Mujer de España que tienes / la aguja en tus manos blancas» y teje ropa para los soldados (Fernando de Toledo, «Romance de la aguja» [VV. AA. 2006: 393]); «manos de mujer, de hermana / manos de esposa que espera» (Miguel Alonso Calvo, «Letrilla de la campaña de invierno» [VV. AA. 1994: 255]), «las manos del canto» de una mujer cualquiera (José María Quiroga Plá, «Una mujer está cantando» [VV. AA. 2006: 387]), las manos de los niños muertos (Antonio Machado, «La muerte del niño herido» [VV. AA. 1994: 354] y Vicente Aleixandre, «Oda a los niños de Madrid muertos por la metralla» [VV. AA. 1994: 344-346]), «las manos amputadas» (Concha Zardoya, «Los mutilados» [VV. AA. 1994: 357]), las manos de los jóvenes muertos en el frente (Octavio Paz, «Elegía a un joven muerto en el frente» [VV. AA. 2006: 351-353]), «nuestras manos de trabajo y de lucha» frente a «las manos de tantos invasores» (Antonio Aparicio [1937], «Colonia de la muerte»), la «odiosa mano» (Antonio Machado, «Trazó una odiosa mano...» [VV. AA. 2006: 67]), la «sangrienta zarpa» (Luis Pérez Infante, «La muerte de Durruti, I. Madrid en peligro» [VV. AA. 1994: 200]), o las manos simbólicas de la arena (Juan de Pena, «Arena» [VV. AA. 2006: 408]).

Es significativo rastrear la distinta aplicación del motivo en la poesía del bando golpista (aunque igualmente suele aparecer de forma directa y no simbólica), donde encontramos «la mano de Dios» (Julio Sigüenza, «Era el tiempo en que España arrastraba su sueño» [VV. AA. 1994: 105]). En la España republicana, también aparece en un poema de José Bergantín (1938), «No se mueven de Dios para anegarte»; «la mano de Dios: las aguas por sus manos esparcidas», en «El dedo del Señor» (José María Pemán, Poema de la Bestia y el Ángel [VV. AA. 1994: 307]), «La mano de Jesús» (Pilar Millán Astray, «La letrina» [VV. AA. 1994: 363]), «el brazo más potente de la iglesia» (Carlos Antonio Areán, «Canto a la madre patria» [VV. AA. 1994: 109]), «las manos que me han dado / el agua dulce de su caridad» (P. Félix García, «La primera carta en la cárcel» [VV. AA. 2006: 384]); «las manitas de los hijos» (Rafael de Balbín Lucas, «Romance de Madrid» [VV. AA. 1994: 163]), la «mano blanca / que en mi camisa bordaba / suspiros sobre el azul / con hebras de sangre y plata»; «los lirios de sus manos / con hebras de sangre y plata» de la novia asesinada en la Casa de Campo (Federico de Urrutia, «... Como un Amadís de Gaula» [VV. AA. 2006: 115-116]); «el vigor de nuestra mano» y «las manos tiernísimas del lirio / muerto sobre la larga encrucijada» (Dionisio Ridruejo, «Oda a la guerra» [VV. AA. 2006: 102 y 105]); las «manos firmes» del alférez provisional (Luis Camacho Carrasco, «Canción de abril al alférez provisional» [VV. AA. 1994: 193]); el «bosque de brazos en alto» (Javier Martín Abril, «A Onésimo Redondo» [VV. AA. 1994: 227]); «Un falangista de bronce / con un lucero en la mano», y nuevamente los «bosques de brazos alzados» (Federico de Urrutia, «Franco, leyenda del césar visionario» [VV. AA. 1994: 224-225]); la «mano de niño» de los «Flechas de España» (Agustín de Foxá, «Himno de la juventud»: «¡En pie, Flechas de España, Falange es victoriosa / [...] / Que mi mano de niño, cansada de jugar / Será ancha, dura y fuerte, para clavar banderas / En todas tus montañas, y alzarlas sobre el mar» [VV. AA. 2006: 239]); la «mano amputada» de Millán Astray (Alberto Valero Martín, «Millán Astray»: «¡Y tu mano amputada, en un prodigio, / llena de ardor devoto y de prestigio, / tu mano ausente, de contorno astral!» [VV. AA. 2006: 154]); «La mano de Franco» (en el poema homónimo de Antonio R. Guardiola: «la mano milagrosa del fuerte General», «mano leal», «mano escultora de un alma nacional», «mano ungida, / mano para la Misa, mano para sembrar. / La lepra de las almas sabe sanar tu mano», «mano de experto nauta; de timonel de gloria», «mano de nuestra guarda» [VV. AA. 1994: 221-222]); y hasta la «mano en bendición entre las losas y las cenizas» del arrepentido (Ángel Valbuena Prat, «Canto a la ascensión del arrepentido» [VV. AA. 2006: 412]) y «las manos del cautivo» (Félix Paredes, «Gratitud al Caudillo» [VV. AA. 2006: 402]). Frente a ellas, «las manos pegajosas de las senilidades mil veces yertas» (José María Castro-viejo, «A vosotros, obreros rojos» [VV. AA. 2006: 210]). Solo el falangista Luis Rosales se pregunta simbólicamente en «La voz de los muertos», Jerarquía, 2 (octubre de 1937): «Y tú ¿qué harás ahora? Ya la tierra no existe / y habrá que unir de nuevo la arena entre las manos / para soñar, de nuevo, con su contorno huidizo» [VV. AA. 2006: 349].

Comprobamos, en definitiva, que Miguel Hernández usa un motivo, el de la mano, que contaba con una gran tradición y era hegemónico cuando escribe Viento del pueblo. Por ello tiene tanta importancia que consiga recrearlo de manera excepcional en una composición de gran fuerza ética y estética, destinada (con su propósito también práctico) a dejar una huella perdurable en su lector ideal. En su elección y desarrollo pesan buena parte de los casos que hemos señalado, y con todos ellos consuena de forma inevitable.

No es mi intención ahora prolongar el estudio de este motivo en la poesía posterior a los años treinta, aunque es evidente que el mismo sigue manifestándose. Solo pondré dos ejemplos muy distintos, bien significativos y, en ambos casos, desarrollados en forma de poema en prosa. Luis Rosales, en El contenido del corazón (1969), dedica el poema XXI, «Solamente las manos», a la evocación de las manos de su madre, en un registro íntimo, explorando los límites del recuerdo y de su pérdida. Por el contrario, Manuel Vilas, en Resurrección (2005), recupera con «Las manos de las cajeras» una nueva épica social del trabajo y de la explotación capitalista (no exenta de un patetismo posmoderno muy efectivo) que, de alguna manera, enlaza con el espíritu hernandiano de su poema «Las manos».

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