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Hay en el palpitar de la enramada, |
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Al suave soplo de la brisa leda, |
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El deslumbrante brillo de la seda |
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Por los rayos del sol iluminada. |
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Y la luz al fíltrarse tamizada |
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Por la tupida red de la arboleda, |
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Sus mallas de oro en el follaje enreda |
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Y tiembla en la sombrosa encrucijada. |
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Es la tarde. Con cárdenos reflejos |
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El verde bronce del ramaje enciende |
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Y la corteza de los troncos dora, |
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Y al ir desvaneciéndose a lo lejos, |
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La llama por los árboles asciende |
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Y al fin en Occidente se evapora. |
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¡Qué bella es esa rosa engalanada |
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Con sus rizados pétalos de nieve! |
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Al asirla tu mano blanca y breve |
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Resplandeció la dicha en tu mirada. |
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Ponla en dorado búcaro inclinada, |
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Do vuela en torno mariposa leve, |
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Donde la brisa que sus hojas mueve |
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Pueda esparcir su esencia delicada. |
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No importa que mañana se halle triste, |
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Nunca podrá desparecer su gloria, |
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Si en ti un recuerdo cariñoso existe. |
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Que no es morir la postrimer partida, |
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Cuando se deja en pos una memoria, |
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Sino vivir ausente de la vida. |
A Lola R. de Tió
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Toma el collar de nacaradas perlas, |
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En su nevado cuello lo coloca |
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Mientras la risa escapa de su boca, |
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Y en el vecino estanque corre a verlas. |
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Mas temerosa luego de perderlas, |
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Se sienta presto en la maciza roca. |
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Y una y cien veces con amor las toca |
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Cual si tuviera miedo de romperlas. |
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Cíñese el brazo nítido y redondo, |
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Vierte alegre el collar en sus rodillas |
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Y al fin lo enlaza a su cabello blondo. |
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Pero un ave pasó: con sus alillas |
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Lanzó el tesoro al cristalino fondo... |
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¡Y perlas mil bañaron sus mejillas! |
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¡Oh, celeste raudal de melodía |
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Que jamás enmudeces ni te agotas; |
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En ti palpitan las sublimes notas |
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Que arranca de su plectro la Armonía! |
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Si de ti me aparté, si en triste día |
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Miré las cuerdas de mi lira rotas, |
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Hoy con fuerza mayor en mi alma brotas |
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E invocarte de nuevo me extasía. |
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Esta corona de perfume agreste, |
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¡Oh, Deidad!, que en tus aras deposito |
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¡Pueda tocar la fimbria de tu veste! |
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Y al elevar a ti mi pensamiento, |
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De la edad en el piélago infinito, |
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¡Blanca estela de luz deje mi acento! |
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Rosa de fuego era al nacer el día |
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el áureo sol de vivos resplandores, |
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y la luna, a la tarde, en los alcores, |
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«como rosa de nieve se entreabría». |
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¡Oh, fresca Rosa de la patria mía, |
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que estando de la vida en los albores, |
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a las pintadas y fragantes flores |
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tu arrogante colora desafía! |
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Radia en tus negros ojos el vislumbre |
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de la rosa de fuego de la aurora |
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con eternal y poderosa lumbre, |
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Y en tus mejillas delicadas arde |
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la nacarada luz deslumbradora |
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de la rosa de nieve de la tarde. |