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Poesía y arte de los árabes en España y Sicilia


Adolf Friedrich von Schack




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Preliminares


Advertencia preliminar del traductor

Si este libro no me pareciese de muy amena lectura y de bastante interés para los españoles, no me hubiera puesto yo a traducirle, y a publicarle después, seguro, como lo estoy, de la poca o ninguna recompensa que ha de alcanzar mi trabajo. No voy aquí a encomiar el libro y a recomendarle a los lectores. Ellos comprenderán su mérito sin que yo me canse en hacerlo patente. Tampoco voy a contradecir o a impugnar al autor, poniendo de manifiesto los errores en que puede haber incurrido; mi gran ignorancia de la lengua y literatura arábigas no lo consiente:

Yo me hubiera abstenido de poner palabra alguna, propia mía, al frente de esta obra, sino fuese porque quien la leyere traducida por mí, y sin advertencia alguna, podrá pensar que coincido con el autor en opiniones, que no son las mías. Ni yo soy tan entusiasta, como él, de los árabes, ni denigrador, como él, de los arabistas españoles.

Siempre he creído que toda gran civilización nace, crece, y vive entre los pueblos que llaman de raza indo-germánica, y, en particular, entre los que habitan Europa, sobre todo en el Mediodía: en Grecia, Italia, España y Francia. Sólo un pueblo de otra raza, un pueblo singular, los judíos, compite con los pueblos europeos, y aun descuella por su inteligencia, influyendo de un modo enérgico, poderoso y bienhechor en el progreso humano.

En los árabes veo poco o nada original, y no hablo del carácter, sino de la inteligencia, salvo la poesía ante-islámica, bárbara y ruda por los sentimientos, refinada, culterana y hasta pedantesca por el estilo, y falta de todo ideal. Su filosofía, su ciencia, casi toda su cultura, y hasta cierto punto su poesía misma, posterior al islamismo, me parecen, como el propio islamismo, un reflejo y un trasunto del saber de los judíos y de las civilizaciones de los pueblos indo-germánicos; en Oriente, de los indios y de los persas. Grecia influyó también, con extraordinario brío, en el desarrollo intelectual de los musulmanes; sin Aristóteles y Platón, acaso nunca los musulmanes hubieran filosofado; sin Hipócrates y Galeno, no hubieran tenido buenos médicos; ni hubieran comprendido nada de las ciencias exactas y naturales, sin Euclides, Ptolomeo y el ya mencionado Estagirita.

En las artes tampoco tienen los árabes nada propio, si se exceptúa la arquitectura; pero, aunque yo me admiro de la Alhambra y de la mezquita de Córdoba, mi entusiasmo no raya muy alto. No lamento y deploro tanto como otros el que se haya levantado un templo cristiano en el centro de la soberbia fábrica de Abd al-Rahman. Todavía me parece aquel templo cristiano más noble y hermoso que el arábigo que le circunda, y los primores de la celebrada capilla, vulgarmente llamada del Zancarrón, no llegan, en mi sentir, a los primeros de la sillería del coro, ni a la gracia y belleza de uno de los púlpitos.

No se opone lo dicho a que yo estime la civilización arábigo-hispana en todas sus manifestaciones; pero entiendo que esta civilización debe mucho a la influencia inspiradora del suelo de Andalucía, y a la raza que antes de la conquista habitaba allí. En Persia, a pesar del Corán y a pesar de la conquista mahometana, se desenvolvió y floreció, bajo el imperio de los muslimes, una cultura indígena y nacional; se creo una gran epopeya, una admirable poesía lírica, una mitología y una filosofía. En España, aunque en menor grado, porque no teníamos lengua propia, y no la pudimos conservar, concurrió, sin duda, poderosamente el pueblo vencido a la cultura y adelanto de los árabes vencedores. La historia da indicio de ello, afirmando la prontitud con que los españoles aprendieron el árabe. Ya en el siglo IX se quejaba Álvaro de Córdoba del olvido en que los cristianos tenían el latín, del afán con que estudiaban la lengua del Yemen; y, según un historiador, traducido por Gayangos, hubo hasta obispos que se dedicaron con ardor a la poesía arábiga, y aun compusieron elegantes Qasidas.

Lo cierto es que en España han llegado algunos pueblos, de los que sucesivamente han venido a habitarla, a más alto grado de cultura, y a ser más fecundos intelectualmente, que en otras regiones. Esto se puede afirmar, más que de nadie, de los árabes y de los judíos.

Traduzco, pues, el libro de Schack, porque la poesía y el arte de los árabes en España nos pertenecen en gran manera; deben más bien llamarse poesía y arte de los españoles mahometanos. No creo que me engañe el patriotismo al entender que nuestra tierra ha sido siempre fértil en grandes ingenios, y nuestros hombres muy dispuestos para las ciencias y para todas las creaciones del espíritu. Si España no ha llegado jamás a tener una civilización propia, tan fecunda, completa e influyente en el resto del humano linaje, como la de Grecia o la de Roma, tal vez lo deba a un fanatismo religioso,,vivo y ardiente, que, aguijado por nuestro genio, en extremo democrático y nivelador, apenas ha consentido que nadie salga del camino trillado, ni que se levanten enérgicas individualidades y una aristocracia independiente en las esferas del saber. Los príncipes y dominadores, aún los más ilustres y gloriosos, han alagado a veces esta propensión del vulgo. Si al-Hakam II y Don Alfonso el Sabio protegieron las ciencias, más fueron los que las miraban con recelo y las perseguían. Encerrado así nuestro pensamiento en un mezquino y estrecho círculo, se ahogaba o marchitaba, y venían al fin a caer en el ergotismo y en los más pueriles discreteos. Esto se ha repetido en varias épocas de nuestra historia. El grande al-Mansur y el no menos grande Cisneros quemaban los libros, y si se descuidaban, quemaban también a los filósofos. ¿Qué no harían los almorávides, y qué no habían de hacer más tarde los inquisidores?

Por fortuna, la civilización es tan natural a nuestro suelo, y tiene en él tan hondas raíces, que es imposible extirparla. Aunque se corte hasta el tronco el árbol de la ciencia, siempre retoña y reverdece.

La amarga censura que hace Dozy de Conde y de Casiri, y que Schack reproduce, no es menester saber la lengua arábiga para conocer que es injusta. Casiri y Conde habrán errado bastante, pero ellos empezaron la obra que Dozy ha continuado, y no son tan equivocadas, tan absurdas y mentirosas las noticias que dan.

No puedo menos de hacer notar, por último, que el silencio que guarda Schack acerca del Sr. Gayangos es injusto también, sobre todo si se ha valido algunas veces de su traducción incompleta de al-Maqqari, a quien tan a menudo cita.

No niego la gloria de Dozy y el inmenso servicio que ha hecho con sus publicaciones; pero el Sr. Schack, tan conocedor y tan buen juez de nuestra literatura, no debiera ignorar que hoy tenemos en España arabistas que siguen las huellas del sabio holandés, si no entran con él en competencia. Moreno Nieto, Lafuente Alcántara, Fernández y González, Simonet y otros han publicado ya trabajos que importan mucho al adelanto de los estudios orientales.

Por lo demás, el Sr. Schack ha escrito su obra con un verdadero amor a España, ensalzando nuestro país de un modo que, si bien es justo, merece gratitud respetuosa.




Prólogo del autor

La siguiente obra es fruto de estudios, a que me indujeron mi larga permanencia en Andalucía, y singularmente dos veranos que pasé en la hermosa Granada. A causa de mis frecuentes visitas a la Alhambra y al Generalife, y de las excursiones que me llevaban, ya al arruinado palacio de los Alijares, ya a las encantadoras colinas de Dinadamar o a la maravillosa Alameda, ornada de flores, cercana al Jardín de la Reina, así como a causa de mis paseos por la hoy desierta capital del imperio omiada, los monumentos de los árabes que me rodeaban se fijaron en mi mente como firme objeto de atenta consideración. Al propio tiempo se despertó en mí el deseo de conocer más de cerca la cultura del pueblo, de cuyo buen gusto en artes daban brillante testimonio aquellas obras de arquitectura, tan bellas como originales. Yo ansié reanimar los salones de los alcázares arábigos, así como las figuras de los hombres que en otra edad discurrían por ellos, como también con los cantares que entonces allí resonaron. Se oponían a mi propósito la oscuridad y el olvido en que ha caído la nación que casi por espacio de ocho siglos dominó en España, y que durante la Edad Media hizo tan gran papel. Con un celo sin ejemplo se han dado a conocer, hasta en sus más insignificantes producciones, los trabajos de los poetas provenzales, del norte de Francia, castellanos, alemanes, escandinavos e ingleses; pero en este coro de todas las naciones falta la voz del pueblo que justamente resplandeció sobre los demás por su cultura. Es cierto que los libros de historia hablan de la extraordinaria florescencia a que llegó el arte de la poesía, a más de casi todas las ciencias, entre los españoles mahometanos; es cierto que se ha escrito, tiempo ha, aunque más bien con vagas afirmaciones que con fundado conocimiento de los hechos, sobre el fecundo influjo de la poesía arábigo-hispana en la del resto de Europa; pero en balde se procuraría, por medio de alguna de las modernas lenguas europeas, tener noticias de estas poesías, y menos conocerlas. Toda una gran literatura poética, que fue altamente admirada por un pueblo rico de ingenio, en el apogeo de su civilización, y cuya fama se extendía desde el ocaso hasta el oriente más remoto, ha desaparecido tan por completo como si jamás hubiera sido.

La sorpresa que esto causa se disminuye al pensar que la misma historia política de los árabes españoles ha permanecido en la más profunda oscuridad hasta hace poco; porque, según el gran orientalista holandés irrefragablemente atestigua, Conde, tenido durante tanto tiempo por principal autoridad en este asunto, ha dado, por traducción de historiadores arábigos, trozos mutilados de crónicas latinas; y, cuando realmente traducía un texto oriental, le entendía tan poco, que no raras veces convertía en dos o tres a un individuo sólo, trocaba el infinitivo en nombre propio, hacía morir a muchos hombres antes de que naciesen, y ponía en escena personas que nunca existieron. Con todo, el libro de este español ha sido, hasta nuestros días, el fundamento de cuanto se ha escrito sobre los árabes de España. En todas las universidades de Europa se ha estudiado por él esta parte de la historia; todas las obras sobre España, escritas por alemanes, ingleses, americanos o españoles, han tomado de Conde sus noticias sobre aquel brillante período; y del mismo manantial se han infundido los hechos falsos de todo género en las historias universales, aun de los más famosos autores, en las historias generales de la Edad Media, en las descripciones de los viajeros, etc., etc. La Biblioteca de Casiri apenas merece más fe que el libro de Conde.

Sólo recientemente, con la publicación de los más importantes historiadores arábigos en el texto original, se ha adquirido un fundamento seguro para conocer la España mahometana. Dozy, el ya citado eminente sabio a quien debemos en su mayor parte estas ediciones, ha coronado su meritorio trabajo con una verdadera historia crítica de los mahometanos en España, desde el octavo hasta el duodécimo siglo. Esta obra, que en conjunto llama el autor Investigaciones sobre la Edad Media española, debe ser considerada como una de las más altas y ya cumplidas tareas científicas de nuestro siglo, pues por ella ha salido, por primera vez, de las tinieblas de la fábula y de la mentira a la luz de la verdad, toda una parte de la historia del mundo tan importante y comprensiva. De esperar es que Dozy termine su empresa, describiendo aún la dominación mahometana en la Península, desde más allá del tiempo de los almorávides hasta la conquista de Granada.

No podía entrar en el plan de este egregio literato, tratar de la historia literaria de los árabes españoles, además de la historia política; su ya gigantesco trabajo se hubiera aumentado así desmesuradamente. Sólo con ocasión de otros casos, tienen lugar en su obra algunas noticias de esta clase. Sin embargo, no se puede negar que es por muchas razones deseable un más íntimo conocimiento de la poesía arábigo-hispana. Aun prescindiendo del deleite que ha de esperarse de las creaciones poéticas de un pueblo tan bien dotado, no se ha de estimar en menos el valor histórico de dichas creaciones. Como dice Ibn Jaldun, en parte alguna se retratan los antiguos árabes mejor que en el libro de los cantos de Ali de Ispahán (Prolegómena, III, 321). Así el espíritu y la vida de los habitantes muslímicos de España se reflejan en sus canciones. Por último, la cuestión presentada a menudo sobre si la poesía de la Europa cristiana en la Edad Media ha recibido el influjo de la poesía arábiga, se decide aún, sin que sea lícito negarlo, por afirmaciones generales y someras analogías, mientras que sólo el conocimiento de la misma poesía arábigo-occidental puede derramar luz sobre este punto oscuro.

Mientras tanto, ya que me decido, en prueba de haber consagrado mi actividad a este objeto, a publicar el presente ensayo, conviene decir que lo publico confiando en que será juzgado como la primera obra que se escribe sobre un asunto no tratado hasta ahora, y no como aquellos escritos que versan sobre asuntos más trillados y conocidos anteriormente. Sólo después de haber sido ilustrada la literatura de los trovadores por una serie de escritos, que se sucedieron durante tres siglos, pudo componerse una obra como la de Díez. De esta suerte, sólo será posible presentar el cuadro completo de la poesía arábigo-hispana, cuando la aplicación unida de muchos autores suministre para ello los materiales, y aún entonces, apenas bastarán las fuerzas y laboriosidad de una persona sola para abarcar la monstruosa magnitud de este ramo de la literatura, y para dar cima a una empresa tan gigante. Conocedor yo de estas cosas, he renunciado a hacer aquí un trabajo que, ni con mucho, presuma de completo; lejos de querer agotar el inmenso océano de la poesía arábigo-hispana, me he contentado con recoger algunas conchas de su orilla. Como mi obra sólo tiene por mira facilitar a los que no son orientalistas la entrada en una región literaria hasta hoy del todo inexplorada, me atrevo a dar a dicha obra una forma exenta de todo método sistemático.

En las traducciones que doy de algunas poesías, no echarán de menos los conocedores el más esmerado estudio para conservar el valor y sentido de los textos originales, a menudo dificilísimos. Para la interpretación de dichos textos me han guiado los principios que ya he seguido anteriormente en trabajos del mismo orden. Una reproducción métrica no puede tener por objeto el servir de guía y auxilio para la inteligencia del original, sino más bien el reflejar poéticamente su imagen. Aun suponiendo que sea posible traducir literalmente los poetas de la clásica antigüedad y los de la mayor parte de los modernos pueblos europeos, sin perjudicar la impresión poética, todavía, semejante proceder, empleado con los arábigos, cuyo genio e idioma tanto difieren de los nuestros, engendraría monstruosidades; por donde Dozy ha dicho discretamente que la mayor infidelidad nace las más de las veces del prurito de ser muy fiel. Así pues, aunque, llevado de esta persuasión, haya procedido yo en ocasiones con libertad notable al traducir lo accesorio, creo que, por esto mismo, he hecho más factible la reproducción fiel del espíritu y del sentido.

El vivo interés que la arquitectura de los árabes me inspiró en Andalucía, me ha inducido a ligar el estudio del arte de este pueblo con el de sus poetas. Disto mucho, con todo, de querer competir, entrando de lleno en lo técnico de la arquitectura, con otros escritos sobre este asunto; pero, mientras todos aquellos escritos, cuyo merecimiento, por otra parte, no trato de disminuir en lo más mínimo, han tomado sus datos en los errores de Conde y en otros libros semejantes, que no merecen fe, he procurado yo, bebiendo en manantiales arábigos, que para esto son los solos conducentes, dar otro valor a mi obra. Que mi ensayo, por su dificultad y por la escasez de documentos había de ser defectuoso, lo sabía yo desde que le empecé; pero también estoy persuadido de haber tomado el único camino derecho para poner en claro esta parte de la historia del arte.

Pienso asimismo echar una mirada sobre la poesía y el arte de los árabes en Sicilia; pero, como la cultura arábiga no ha florecido en aquella isla ni tan largo tiempo ni tan generalmente como en Andalucía, las páginas que consagro a esto tienen que ser proporcionalmente pocas. Es de advertir, además, que sobre aquella isla poseo muchos menos documentos y noticias que sobre España.

La forma libre de todo mi ensayo me permite, en los capítulos sobre el arte, decir algo también acerca del país en que éste ha florecido. Si por ello se me censura de que a veces me aparto de mi objeto, y tomo el tono de un tourista entusiasta, advertiré que la arquitectura arábiga está en la más estrecha relación con la naturaleza que la rodea, y que, por lo tanto, quien desee caracterizar las creaciones de este arte, no debe dejar también de fijar su atención en los objetos circunstantes. Por otro lado, era para mí del todo imposible el hablar con el tono seco del topógrafo sobre paisajes y lugares, cuyo mágico encanto no es sobrepujado por el de otro alguno en la tierra. Asimismo me atrevo a recordar aquí que hasta el severo historiador Falcando, y los sabios estadistas Pedro Mártir y Navagero no pueden contenerse al contemplar a Palermo y a Granada, y muestran su entusiasmo en inspiradas descripciones y en elocuentes alabanzas. Sírvame de excusa el ejemplo de estos grandes hombres.








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- I -

Introducción


Nunca nación alguna se ha criado en suelo menos a propósito para la poesía que los árabes. Arenosas y desnudas colinas, que se pierden en lontananza; montañas pedregosas, en cuyas grietas brotan zarzas y otras plantas miserables, escasamente regadas por el rocío de la noche; y sólo en raros sitios, por donde corre algún arroyo, tal cual palma o arbusto balsámico y un poco de yerba verde. Añádase a esto el huracán, que levanta en torbellinos la ardiente arena, y el encendido sol, que vierte sus rayos abrasadores. Alguna vez, o bien cuando la tormenta anuncia y trae la por largo tiempo deseada lluvia, o bien cuando en la clara bóveda del cielo, profundamente azul, resplandecen verticalmente las pléyades y la maravillosa estrella de Canopo, hay Un cambio en la triste uniformidad.

En este inmenso desierto, que se extiende desde las peñascosas orillas del mar Rojo hasta el Éufrates y el golfo Pérsico, y desde las costas del Yemen y del Hadramaut, ricas de incienso, hasta la Siria, los errantes pastores o beduinos vagan desde los primeros tiempos de la historia. En tribus independientes, van de sitio en sitio plantando sus tiendas, ora acá, ora acullá, según encuentran pasto para sus camellos y ovejas. La libertad es el supremo bien de ellos; hasta el caudillo, que cada tribu elige para sí, alcanza poder muy limitado, y ha menester para cualquiera de sus actos, aunque no sea más que para levantar el campamento, la aprobación de los padres de familia. Los beduinos miran con desprecio a los habitantes de las ciudades, quienes, encerrados en lóbregas casas, pasan muy penosa vida, y la ganan con el comercio, la agricultura y la industria. Tienen por único placer la guerra, la caza; el amor y la hospitalidad, dada o recibida. Cada tribu es un mundo para sí; considerándose como hermanos los individuos de ella, se defienden unos a otros con la sangre y la vida, y miran las otras tribus, si no están con ellas en las mejores relaciones de amistad o alianza, como tan enemigas, que cualquier expedición en contra, o cualquier incursión nocturna con el propósito de conquistar el botín, no es sólo permitida, sino que parece además gloriosa hazaña. Sin embargo, el deber de la hospitalidad está sobre todo entre ellos. Para el beduino el extranjero es sagrado apenas pasa el umbral de su tienda. Aun cuando sea su mortal enemigo, le defiende contra todos, y consume su hacienda para hospedarle y regalarle espléndidamente; pero, no bien le ha dejado ir, no tarda en obedecer a otro deber santo que le ordena matarle. La ley de una sangrienta venganza es inviolable entre ellos. Para expiar la muerte de un compañero de tribu, debe caer la cabeza del matador. De generación en generación domina a aquellos hombres este terrible sentimiento, exigiendo sangre por sangre, y por cada sacrificio otro nuevo.

A causa de las enemistades permanentes de las innumerables pequeñas tribus, nace, entre aquellos pastores guerreros del desierto, un modo de vivir atrevido, arrogante y heroico. Siempre amenazado de muerte, siempre pensando en cumplir el santo deber de vengador que le está confiado, el árabe errante sabe estimar sobre todo la gloria de la valentía. Las mujeres participan de este espíritu guerrero; acompañan a marido e hijos en sus expediciones, y los anima al combate. Como una vez, según se cuenta, durante la larga guerra de los becritas y taglabitas, los soldados del anciano Find vacilasen y cediesen, las dos hijas de aquel héroe secular se precipitaron entre las filas enemigas, mientras que en versos improvisados zaherían de cobardes a los suyos y los provocaban a la pelea. Porque entre aquellos hijos del desierto, en medio de su vida de forajidos, llena de peligrosas aventuras y continuos azares, tomó asiento el arte de la poesía, prefiriéndolos a los cultos cristianos. Y, cosa extraña, entre ellos alcanzó este arte una perfección que jamás, en épocas de la cultura más refinada, ha sido excedida, ni en la exquisita elegancia del lenguaje, ni en la exacta observancia de las complicadas y rigurosas reglas del metro.

Las primeras expansiones poéticas de los árabes fueron versos aislados, que improvisaban bajo la impresión del momento. Todas las tradiciones y colecciones de poesías de tiempos ante-islámicos están llenas de estas breves manifestaciones rítmicas de un contenido enteramente personal, según esta o aquella ocasión lo requería. Sentimientos o consideraciones, producidos acaso por una situación, eran expresados en forma sencilla y ligera, o sólo en rimadas sentencias. Sirvan de ejemplo los versos que el antiguo Amr dijo en su lecho de muerte:


   Cansado estoy de la vida
harto larga ha sido ya;
años cuento por centenas;
doscientos llegué a contar,
y aún caminando la luna,
me concedió alguno más1.



En ocasiones habla uno en verso de repente, como provocación o desafío, y otro da asimismo una respuesta en versos improvisados. Un caso que trae Abu-l-Fida, puede, aunque ya no es de los tiempos ante-islámicos, servir aquí como muestra del mencionado género: «Alí, adornado de rojas vestiduras, se precipitó ansioso al combate; Marhab, el comandante de la fortaleza, salió a encontrarle, cubierta la cabeza de un yelmo. Marhab dijo:


   Yo soy el héroe de Marhab,
que todo Chaibar celebra,
armado de fuertes armas,
valeroso hasta la huesa.



Alí respondió:


   León me llamó mi madre;
de ser león daré pruebas;
con mi espada mediré
ese valor que ponderas.



Entonces ambos se acometieron, y la espada de Alí rompió el yelmo y cortó la cabeza de Marhab, la cual rodó por el suelo»2.

Importa conocer esta forma primitiva de la poesía arábiga, no sólo porque sirve de fundamento a todas las formas posteriores más artificiosas, sino porque ella misma permanece siempre inalterable al lado de los demás modos de poetizar. En suma: lo personal y subjetivo, procediendo de determinadas circunstancias, en mas alto o más pequeño grado, forma el carácter de toda poesía arábiga. Las poesías están las más veces tan íntimamente enlazadas con la vida de los poetas, que sólo conociendo ésta pueden entenderse aquéllas bien, al paso que las colecciones de poesías son como un hilo biográfico, y aclaran los sucesos y lances que las han inspirado.

Hasta el sexto siglo de nuestra era no parece que el talento poético de los árabes haya dado otra muestra de sí que estas breves improvisaciones. Pero de tan pequeños comienzos, el arte de la poesía se alzó de repente y de una manera pasmosa a su más completa perfección, en el siglo mencionado. Como si no hubiese tenido ni crecimiento ni desarrollo, se manifiesta de una vez en toda su lozanía y ornada de cuantas propiedades la han distinguido siempre. Según sentencia de un antiguo árabe, los diversos poetas sobre cuya prioridad disputan diversas tribus han vivido casi en la misma época, y el más antiguo de ellos no es mucho más de un siglo anterior a la huida de Mahoma3. En dicho momento histórico, hacia los años 500 después de Cristo, se encuentran también las primeras huellas del conocimiento de la escritura en Arabia, y al tiempo que corre desde entonces hasta mediada la vida del Profeta, deben su origen las estimadas obras maestras de la poesía ante-islámica.

En Ucaz, ciudad pequeña, cercada de palmas, a tres jornadas cortas de la Meca, había anualmente una gran feria o mercado, donde venía a reunirse el pueblo de todos los puntos de la península. La feria se celebraba al empezar los tres santos meses, durante los cuales el pelear y verter sangre estaba prohibido; los que a ella acudían, se hallaban, por consiguiente, obligados por un precepto religioso a imponer silencio a sus rencores; si un hijo descubría entre los allí presentes al matador de su padre, en balde y por largo tiempo buscado, no se atrevía a cumplir su venganza. Cuando había motivo de temer que, a pesar de la prohibición, pudiesen romperse las hostilidades, cada uno, antes de llegar al sitio de la reunión, deponía las armas4. Los poetas, que casi siempre eran guerreros también, entraban allí en pacíficos certámenes y recitaban sus versos, en los que celebraban las propias hazañas, la gloria de los antepasados o las preeminencias de su tribu. Cuando uno de ellos obtenía en alto grado la aprobación de los oyentes, según una antigua tradición, cuya exactitud, a la verdad, se pone recientemente en duda5, su composición poética, escrita sobre seda con letras de oro, era suspendida en los muros de la Caaba, el más antiguo santuario de los hijos de Ismael. Siete de estos cantares premiados, las famosas Mu'allaqat, se conservan aún. Lo que principalmente los distingue de los primeros ensayos, es que no constan de algunos pocos versos, sino que son más extensas composiciones, en un ritmo más artificioso, y propendiendo a formar en su conjunto un todo completo. Se ha de confesar, sin embargo, que no llegan a la perfecta unidad, en que todos los pensamientos se subordinan a una idea capital, sino que contienen descripciones y sentimientos aislados; pero, a pesar de esta licencia, en cada composición se deja ver la propensión a un solo objeto, a más de estar ligadas todas las partes por una rima semejante y por el mismo metro.

En la edad de que hablamos, el amor a la poesía se extendió entre todo el pueblo. No sólo en la feria de Ucaz, sino en otros puntos, hubo mufajaras, o certámenes de gloria, en los cuales cada tribu hacía valer su derecho a la preeminencia sobre las otras por medio de un poeta, y siempre alcanzando la victoria aquella cuyo encomiador acertaba a expresar más elegantemente sus alabanzas. Cuando en una familia sobresalía alguien por su talento poético, todos la felicitaban, se disponían fiestas para honrarla, y las mujeres venían al son del tamboril y proclamaban dichosa a la tribu entera, porque en ella se había levantado un poeta, que haría sabedora a la posteridad de todos sus grandes hechos. Hasta donde los árabes llevan su existencia vagabunda sobre las llanuras arenosas y respiran el aire libre bajo la bóveda inmensa del cielo, resonaban tales cantares, y eran estimados, después de la valentía, como la prenda más alta del hombre; tanto en las tiendas de los príncipes de las tribus y en las cortes de los reyes Gassan y de Hira, cuanto en el pobre campamento de los esclavos y en la guarida del facineroso, eran celebrados en verso el heroísmo, la lealtad y el amor. Los versos que se distinguían por felicidad de pensamientos o de expresión se propagaban con rapidez, pasando de boca en boca. De esta suerte eran incalculables el poder y el influjo que el talento poético ejercía. Cuando surgían disputas entre las familias, el poeta era a menudo elegido como árbitro, y las gentes se sometían de buen talante a sus decisiones. Como por su encomio o su censura podía extenderse la fama y la gloria de una tribu, el favor del poeta era tan solicitado, como temido su enojo. Un pobre habitante de la Meca, que aún tenía muchas hijas por casar, hospedó amistosamente al poeta Ašhab, que iba camino de Ucaz, y le habló incidentalmente de sus hijas y de la triste situación de él y ellas. El poeta no creyó pagar mejor aquella buena hospitalidad, que cantando en la feria de Ucaz las nobles cualidades del huésped y de sus hijas. Así lo hizo, y se cumplió su propósito. Apenas se divulgó su canto, los más ilustres caudillos de las diversas tribus pretendieron casarse con las doncellas.

La poesía ante-islámica de los árabes se conserva principalmente en la colección de las Mu'allaqat, Hamasa, Diwan de los Hudaylíes y Gran libro de los Cantares. Un conocimiento cumplido de este inmenso tesoro es cosa de que pocos se pueden jactar; pero aún para aquél que sólo en parte le conoce, es motivo de pasmo la contraposición entre el contenido y la forma de estos cantares. Por un lado, las pasiones desenfrenadas de un tiempo bárbaro, el asesinato y la sed de venganza; por otro, tal sutileza de lenguaje y tan rebuscado primor en la expresión, como si la poesía se hubiese escrito para aclarar con ejemplos un capítulo de la gramática. ¿Cómo era posible que el guerrero errante y sin reposo, que diariamente tenía que combatir por la vida contra la inclemencia y aridez del suelo y contra las enemigas espadas, pudiese cuidar la parte técnica de la poesía con esmero propio sólo de los períodos de la más alta y avanzada civilización? Ésta es una excepción entre todas las literaturas; pero el conocimiento de las leyes y riquezas del idioma, así como el de las diferentes genealogías y el de los astros que lo guiaban en sus excursiones nocturnas, fue desde muy antiguo para los árabes objeto de constante afán y de trabajoso estudio6. Aún de los tiempos primitivos se citan ejemplos que demuestran cuán grande importancia daban a la elección de los vocablos, a la exactitud de las rimas y a la perfección del estilo. El poeta Tarafa criticó, siendo aún niño y mientras jugaba con otros niños, una expresión mal escogida en una poesía, por lo cual fue admirada la delicadeza de su gusto. Otro poeta al-Nabiga, recitó a ciertos amigos, a quienes visitó en Jathrib, uno de sus cantares. Los amigos, notables conocedores del arte, advirtieron que había un consonante malo; pero, temiendo ofenderle si ellos mismos se lo decían, hicieron que una cantadora, que tenía excelente pronunciación, recitasen el cantar. Al punto reconoció el defecto el propio al-Nabiga, y se apresuró a corregirle. Desde entonces solía decir: «Cuando fui a Jathrib, era yo el más grande de los poetas». Más sensible a la crítica se muestra Amr-al-Qays. Conversando una vez sobre poesía con el poeta al-Qama, se recitaron ambos mutuamente sus versos, y convinieron al cabo en que la mujer de Amr-al Qays fuera árbitro y decidiese a cuál de los dos pertenecía el lugar primero. El certamen empezó. Cada uno hizo cuanto pudo por sobrepujar a su contrario; pero ella decidió al fin que al-Qama había ganado el premio, por haber hecho una más feliz descripción del caballo. Amr-al-Qays se sintió tan herido en su orgullo poético por esta sentencia de su mujer, que vino a divorciarse de ella. Al-Qama la tomó por suya.

A imitación de la Mu'allaqat de Amr-al-Qays, empezaron a escribirse poesías más extensas, o Qasidas, en las cuales el poeta convida a uno o más amigos, que le acompañan en una peregrinación, a lamentarse con él sobre el suelo dichoso, ya abandonado, donde moró su amada. Ella ha ido con los suyos a otras regiones del desierto. En su dolor, el poeta no presta oído a las palabras con que sus amigos procuran consolarle; sumido en sus recuerdos, cuenta las horas deliciosas que ha pasado con su amor. Ley es de este género de poesía que sus diversas partes formen un todo como las perlas de una gargantilla; pero la elección y el orden de estas partes (que son por lo común descripciones, panegíricos y narraciones breves) dependen de la voluntad del autor, y suelen ser distintos, según quien escribe. Puede darse, con todo, una noción general de la marcha y forma de estas composiciones. Venciendo poco a poco su melancolía, habla el poeta de los lugares que ha visitado ya, con la esperanza de volver a encontrar a su querida, y refiere las aventuras que le han ocurrido en estas excursiones. Luego suele pasar a una, descripción de su corcel o camello, que ha resistido todas las fatigas del largo viaje; alaba su propia valentía y su prontitud en cumplir el deber de la venganza, o cuenta cómo una noche se perdió en el desierto y vio brillar sobre una altura una luz que le guió a la tienda de un árabe hospitalario. Los amigos le exhortan entonces a que concluya; él dirige una mirada de despedida a los sitios que le han sido tan caros, y da fin con la alabanza de la libertad y de los gloriosos hechos de su tribu. Acaso descubre el poeta una nube, precursora de lluvia, y su vista le llena de contento. La tierra seca reverdecerá, y él podrá concebir la esperanza de que la tribu de su amada vuelva pronto a los primeros sitios en que apacentó su ganado.

No es fácil de desechar la constante acusación de que la antigua poesía árabe se mueve siempre dentro de un estrecho círculo. Sin una mitología propia, sin una tradición épica (pues las referentes a Antara y a otros libros de caballerías son probablemente de épocas posteriores), y al mismo tiempo sin fuerza de imaginación bastante a crear estas cosas, el árabe gentil se limita a la descripción de la realidad que le rodea y a la expresión de sus sentimientos. De aquí la perpetua repetición de los mismos asuntos. Casi siempre leemos en dichas poesías una peligrosa excursión por el desierto, un encuentro con tribus enemigas, la descripción de una tempestad, de un caballo, de un camello o de una gacela, con puntual y menuda pintura de cada una de sus partes, el elogio de diversas armas, etc., etc. Mas, a pesar de la poca variedad en los asuntos, y a pesar de la falta de unidad en el plan, poseen las antiguas Qasidas indisputable belleza. El beduino, cuyos ojos se han hecho más perspicaces con la contemplación de la naturaleza, ve todo cuanto le circunda bajo mil diversos puntos de vista, y sabe dar novedad aun a los objetos con más frecuencia descritos. El desierto, así en la temerosa oscuridad de la noche, como durante el encendido resplandor del mediodía, cuando los rayos del sol pintan en las leves y vagarosas exhalaciones de la tierra mágicas imágenes, ofrece al poeta a cada momento diversos cuadros. Él ha observado cada uno de los movimientos de su fiel camello, que sin cansarse jamás, le lleva por inhospitables soledades, o ha oído cada relincho de su valeroso corcel como la voz de un amigo. La abrumadora calma de un tiempo ardoroso, no mitigada ni por una ligera ráfaga de aire, el silbido del viento, las nubes, ora apiñándose, ora disipándose, la alternativa y los efectos de luz y de sombra, y el surco deslumbrador del relámpago en el cielo tenebroso, de todo esto, no sólo en general, sino en cada uno de sus momentos, y con su propio carácter y fisonomía, sabe apoderarse el poeta, y prestar duración con gráficas palabras a la instantánea y mudable faz de las cosas. Ni le falta imaginación instintiva para pintar los encantos de su amor y las excelencias de su espada o de su lanza reluciente. En sus breves narraciones, no obstante la índole lírica de toda la obra, acierta con pocos rasgos atrevidos a contar los sucesos y a presentarlos vivamente a la fantasía.

La Qasida de Yafar ofrece un modelo perfecto de la antigua poesía arábiga en toda su originalidad y en toda su pureza. En ella se retrata con rasgos profundos e indelebles y con patente grandeza el héroe salvático del desierto, que hasta a los cielos desafía. Lleno de enojo contra los hombres y el mundo, avanza durante la noche por el desierto, donde saluda como amigos al tigre y a la hiena hirsuta. Tendido sobre el duro suelo, desecado por los rayos del sol y sólo llevando en su compañía el valiente corazón, el arco y la brillante espada, se complace en la soledad, para el noble y generoso refugio contra la maledicencia y la envidia. Muchas noches ha caminado él, acompañado del hambre, el furor y el espanto, a través de la lluvia y las tinieblas. Por él han quedado viudas muchas mujeres, huérfanos muchos hijos. Sin embargo, sólo ha alcanzado la gratitud de sus compañeros de tribu. Por esto se halla tan bien avenido con los genios del desierto, que no hacen traición a los amigos, que no divulgan los secretos. En adelante quiere vivir con los hambrientos lobos que rápidamente se precipitan por los barrancos, y que son altivos y valientes como él.

En más dulce tono celebra Antara el recuerdo de su Abla, de cuyos labios emana un aroma como el del suelo de primavera bañado por el rocío; en ella piensa cuando las lanzas enemigas y las agudas espadas quieren apagar la sed bañándose en su sangre; y su nombre invoca cuando sobre su ligero corcel, cubierto ya de heridas, se arroja en medio del tumulto de la batalla, y echa al suelo a tanto combatiente, que el olor embriagador de la sangre derramada llama y atrae a las hienas hambrientas, que buscan una presa que devorar en la oscuridad de la noche.

Tarafa excita en sus versos a la alegría y a los deleites de este mundo; porque, ¿hay alguien acaso que esté seguro de la inmortalidad? Tres cosas son las que dan todo su encanto a la vida: por la mañana, temprano, antes de que se despierte el severo censor, confortarse con el rojo zumo de las uvas; apresurarse sobre un corcel jadeante en socorro de un guerrero cercado de enemigos, y pasar las horas de un día lluvioso y sombrío, bajo la desplegada tienda, en dulces juegos con una hermosa muchacha. La vida es un tesoro, del cual cada noche se lleva una parte. Iguales son los sepulcros del avariento, que contempla suspirando sus amontonados tesoros, y del pródigo, que despilfarra la herencia paterna en alegres goces; ambos sepulcros están cubiertos con un montón de piedras frías. Por estas razones, jamás se buscará en balde al poeta en la regocijada compañía de los bebedores, mientras que brille el sol para él y no esté hundido en la noche eterna.

Atrevido y lleno de arrogancia juvenil, resuena el canto de Amr ibn-Qallas en alabanza de su tribu, cuyos blancos estandartes la llevan a la pelea, como va el ganado al abrevadero, y siempre vuelven rojos. «Apenas, dice, uno de nuestros niños se ha olvidado del pecho de su madre, cuando se postran de hinojos ante él, para reverenciarle, los más soberbios caudillos de las tribus extrañas. En la pelea derribamos las cabezas enemigas, como los muchachos derriban las piedrecillas cuando juegan». Pasablemente árida es la Mu'allaqat de Harit, llena de alusiones sobre toda clase de sucesos, y en la cual se defendían los becritas contra las acusaciones que Amr les había dirigido. De la boca del anciano Zuhayr brotan sabias sentencias. Harto de las penas de la vida, porque cuenta ochenta años, mira indiferente a la ciega fortuna, sin desear sus dones. La fortuna no le ha sido propicia, y por esto ha vivido tanto. Él sabe lo que es hoy, y lo que ayer fue, pero no presiente lo que será mañana; así es que anhela, antes que la muerte le arrebate, amonestar a las tribus para que observen con fidelidad los convenios, a fin de que no arda de nuevo la tea de la discordia, y la desventura las triture, pesada como piedra de molino.

Pintorescas imágenes de diversa clase presenta la Mu'allaqat de Amr-al-Qays, ora sea que el poeta refiera una aventura de amor, y cómo sorprendió a una muchacha que se bañaba mientras que las pléyades lucían en el cielo, y penetró en la tienda a despecho de los guardadores y de los recelosos parientes; ora describa una partida de caza, montado él sobre un caballo impetuoso, el cual se precipita, semejante a un peñasco que arrastra en sus ondas el torrente desde la altura; ora pinte las gacelas que descienden del monte al llano, al presentir la tempestad, y cómo ésta troncha las palmas, hace que se desborden los arroyos, y es saludada por las aves con jubilosos trinos.

La Mu'allaqat de Labid nos ofrece una hermosa pintura de la antigua vida de los árabes. Labid se jacta de haber estado a menudo de atalaya, para defender a su tribu, en las más altas colinas, desde donde podía espiar los movimientos del enemigo, y ver el polvo que levantan los cascos de los caballos, y columbrar los estandartes; siempre el peregrino halló refugio en su tienda contra el frío de la mañana, cuando sopla el helado viento del norte; siempre halló refrigerio en su mesa toda mujer menesterosa y desvalida. Por último, el poeta habla severamente de lo caduco y perecedero de todas las cosas de la tierra. Nosotros pasamos para nunca volver, mientras que las estrellas tornan a levantarse en el cielo; aun las montañas y los alcázares permanecen y nos sobreviven. La suerte toca una vez a cada mortal; con los hombres sucede como con los campamentos y con aquellos que los habitan: pasan éstos adelante, y quedan yermos estotros. Sólo un relámpago, un resplandor ligero es el hombre; arde, luce y deja cenizas. Mayor variedad que en las Qasidas hay en las numerosas pequeñas composiciones poéticas contenidas en la Hamasa, en el Diwan de los Hudaylíes y en otras colecciones. Allí se encuentran cantos de guerra y de hazañas al lado de poesías eróticas o gacelas, e himnos fúnebres, mezclados con sátiras y versos báquicos, festivos o jocosos. Muchas de estas composiciones se distinguen por el rapto lírico, las atrevidas imágenes, los giros pasmosos y las brillantes descripciones; pero la carencia de una extensa y alta noción del universo encierra también esta clase de poesía en muy estrechos límites. Es casi siempre esta poesía hija de una inspiración que nace de momentáneas y determinadas circunstancias; ya un arranque de enojo sobre el ofendido honor de la tribu, ya una lamentación sobre un pariente o un amigo asesinado, ya una invectiva contra un enemigo, y ya excitaciones a la valentía, o el propio elogio por lo hecho en la pelea o por el valor manifestado en los peligros, todo ello mezclado con proverbios y máximas morales. Como la patria del árabe antiguo se limita a su tienda, y como mira con desprecio todo lo que no pertenece a su tribu, sus pensamientos poéticos y las voces de su alma corren parejas con aquel modo de sentir, y no van más allá tampoco. Con todo, lo que su poesía pierde por esto en extensión de horizonte y en riqueza de tonos y colorido, lo vuelve a ganar en profundidad y en vigor intenso dentro de aquel campo exclusivo en que vive. Ciertos tonos quizás no fueron nunca, como por ella, lanzados con mayor fuerza para herir los corazones. La ira, que sólo puede calmarse en un torrente de sangre, y que arde como un volcán con ocasión de una ofensa recibida; el noble orgullo del hombre, realzado por la conciencia de su libertad; su devoción y prontitud a sacrificar la vida por sus hermanos de tribu; el audaz espíritu de aventura, que no se detiene ante ningún obstáculo; el dolor profundo por los asesinados amigos, cuya sangre no ha bebido aún la tierra, cuando ya la venganza ha caído sobre los matadores, y el recuerdo amoroso de las virtudes de las víctimas, y de la magnanimidad con que profusamente difundían sus dones, como las nubes del cielo; todo esto se muestra por estilo inspirado, vivo y lleno de sentimiento, en los mencionados cantares. Hay en ellos rasgos ardientes de afecto, y un fervor y un torbellino y un torrente de pasiones, en pos del cual apenas puede ir la expresión, apresurada, violenta y concisa. A veces, y como perdiéndose y desvaneciéndose en el aire, se oyen más dulces modulaciones en la lira del árabe primitivo, y suspira por la amada ausente, cuya imagen sólo ve en sueños; pero pronto canta de nuevo el tumulto de las batallas y el resonar de las lanzas y de las espadas, y prorrumpe en frases de indómita y casi diabólica fiereza, para la cual las aventuras más temerarias, el homicidio y el robo, son el mayor deleite de la vida.

Labid, el autor de la última Mu'allaqat, fue enviado, en su vejez, por embajador de su tribu, a Mahoma, quien hacía ya tiempo que figuraba como profeta, pero era aún desconocido y menospreciado de muchos. Labid encontró a Mahoma en medio de una gran multitud de pueblo, al cual anunciaba la ira del Dios único contra los no creyentes. «Los que dejan el camino verdadero, decía, y siguen el error, no esperen galardón alguno. Se parecen a los que encienden una hoguera, y cuando el fuego luce en torno, Dios le apaga, y los deja en tinieblas, y no ven. Quedan sordos, ciegos y mudos, y no pueden volver atrás. Y son como peregrinos durante la tormenta cuando trueno y relámpago caen del cielo, cubierto de oscuras nubes. Y por no oír el estampido del trueno se tapan con los dedos las orejas; pero Dios tiene a los infieles en su poder; el relámpago los ciega. A veces, mientras brilla, caminan a su luz; pero se desvanece en las tinieblas, y se paran. Si Dios quisiese, los cegaría por completo y les quitaría el oído, porque Dios todo lo puede». Apenas oyó Labid estas palabras de la segunda Sura, cuando reconoció que su Mu'allaqat había sido sobrepujada, y abandonó la poesía, y se hizo sectario del Islam.

Se comprende el entusiasmo y el asombro que debió producir la aparición del Corán. Verdaderamente, el contenido de este libro religioso, o mejor dicho, de esta colección de improvisaciones líricas, que ha venido a servir de base a la creencia de una parte tan grande del linaje humano, es harto pobre por el pensamiento. ¡Cuánto no difiere de aquella abundancia de ideas profundas, expresadas con una sencillez infantil, que hay en los santos libros de nuestra religión! Pero el Corán está lleno de imágenes deslumbradoras, que, merced a la brillante retórica y al ímpetu apasionado del Profeta, arrebataban el espíritu y encantaban los oídos de los árabes. La poesía, que hasta entonces había estado en Arabia ligada a la tierra y consagrada a las emociones y efectos de lo presente, rompió con Mahoma los límites del tiempo y del espacio, para volver al séptimo cielo y mostrar la felicidad de los santos, y para descender a los infiernos y hacer patentes las llamas en que han de consumirse los infieles. La palabra de Alá, divulgada por su profeta, resuena como una tempestad sobre la tierra temblorosa, amenazando con los terrores del juicio final a los vivos y a los muertos. El Profeta jura por el sol resplandeciente, por la noche tenebrosa y por las errantes estrellas, que se aproxima el último día. La tierra se estremecerá; las montañas, despedazadas, se desharán en polvo; la mar se disipará en llamas; se arrollarán los cielos; se abrirá el libro del destino. Los caballos de los niños encanecerán de espanto; se quebrantarán las peñas, de angustia; los hombres, apresurados y sin aliento, tratarán de convertirse, si hubiera tiempo aún. Cuando empiece el día temeroso, sonarán las trompetas con un espantable sonido, por el cual hasta los ángeles tiemblan. Y entonces se oirá decir: «Apoderaos de los enemigos de Dios, y atadlos con cadenas de setenta varas, y arrojadlos en la humareda de los infiernos, que se levanta hacia el cielo en tres columnas altísimas, y ni les da sombra ni los preserva del fuego devorador. Las almas saldrán de los sepulcros como bandadas de langostas, y serán lanzadas en el abierto abismo. Y Dios gritará al infierno: «¿Estás ya lleno?» Y el infierno responderá: «¡No...! ¿Tienes aún más impíos que yo devore?» Pero no todo será terror en aquel día. Los creyentes verán cumplidas las promesas, e irán al paraíso a gozar de una inmensa bienaventuranza, sentados en verdes praderas, sobre almohadones recamados de oro. Allí reposarán, debajo de los plátanos frondosos y de los lotos sin espinas, y al borde de murmuradores arroyuelos, donde no sentirán ni calor ni frío. Una fresca sombra los cubrirá, y los frutos caerán sobre ellos desde las ramas. Estarán vestidos con ropas de seda verde, bordadas de oro, y adornados con brazaletes de plata. Mancebos inmortales les escanciarán en vasos de cristal un vino que hace perlas y que no turba la razón, y vírgenes amables, de grandes y negros ojos, serán su recompensa.

Reconocido pronto por las diversas tribus como una revelación divina, y llevado en la punta de las lanzas por todas las regiones del mundo, el Corán fue en adelante para los árabes el fundamento de la civilización. Cada muslim estaba familiarizado con sus máximas desde la infancia, y sabía de memoria las más de ellas. Y no sólo obtenía este libro una veneración religiosa como si fuese la palabra de Dios, sino que era también admirado como el dechado más perfecto de la elocuencia. El Corán, por consiguiente, no pudo menos de ejercer un grande influjo en la literatura, pero se exageraría demasiado este influjo, si se creyese que la poesía arábiga se había transformado por él fundamentalmente. Mahoma no se presentaba ni se tenía por un poeta; sus Suras no están en verso, sino en una prosa mezclada con rimas, y no pudo servir de modelo a la poesía. Ésta, aunque se enriqueció con nuevas ideas e imágenes, permaneció lo mismo en cuanto al estilo, imitando el de los antiguos cantares, a menudo hasta en las extrañezas. En todos los tiempos de la literatura arábiga los autores de las Mu'allaqat son considerados como maestros, con quienes se puede competir, pero a quienes no se puede vencer; y aún entre muchos vino a arraigarse la creencia de que toda la poesía posterior a Mahoma es sólo un pobre rebusco de aquella cosecha poética abundantísima de la época primera, y de que en balde se fatigan los poetas posteriores por asemejarse a los corifeos ante-islámicos. Así es que la mayor alabanza que se podía hacer de uno era decir: Si hubiera vivido algunos días en tiempo del paganismo, hubiera sido el primero de los poetas. En cierta ocasión, el famoso Feresdak, oyendo recitar a uno que pasaba el octavo verso de la Mu'allaqat de Labid, se postró como para orar, con la cabeza contra el suelo, y dio la siguiente explicación a los que le preguntaron por qué hacía aquello: «vosotros conocéis pasajes del Corán, ante los cuales debe el hombre postrarse, y yo conozco versos a los cuales el mismo honor es debido». Esta sentencia se daba principalmente en atención al lenguaje; porque éste, no bien el Islam empezó a propagarse, parece que perdió mucho de su pureza, sobre todo en las ciudades y cortes, donde tenía su principal asiento la literatura. Sólo los habitantes del desierto conservaron aún, en cierto modo, la primitiva pureza del lenguaje, por donde vino a ponerse en uso el que los poetas fuesen a vivir durante algún tiempo entre los beduinos, a fin de aprender de ellos la recta significación de los vocablos y los giros y propiedades de la lengua clásica, así como también a fin de conocer por experiencia propia la vida del desierto, cuya pintura seguía siendo siempre una parte esencial de la qasida.

El primer califa que tuvo a sueldo poetas fue Yazid, hijo del fundador de la dinastía omeya. La tarea principal de los poetas cortesanos era naturalmente ensalzar, por todos los modos posibles, a sus señores. Siguiendo la marcha de las ideas que predomina en las mu'allaqat, solían empezar estos poetas las qasidas, que principalmente tenían el objeto ya dicho, despidiéndose de sus queridas o del lugar en que moraban, y luego hacían la descripción del viaje que debía llevarlos cerca de su valedor, con cuyo pomposo elogio terminaban. Era tan grande la importancia que se daba a estas poesías encomiásticas, que un príncipe envidiaba a otro un solo verso feliz, una sola bella frase en que hubiese sido elogiado. Estos dos versos de una qasida de al-Ajtal en honor de los omeyas gozan, en dicho sentido, de superior estimación:


Al más fuerte enemigo sujeta su poder,
pero inmensa es su gracia cuando llega a vencer.



Después de caer esta dinastía, Abu-l-Abbas, fundador de la dinastía abasida, invitado a oír a un poeta que había compuesto una qasida en honor de su familia, exclamó tristemente: ¡Ah! ¡cómo ese poeta podrá decir nada que equivalga a aquellos dos versos de Ajtal en elogio de los omeyas!

El referido Ajtal y Yarir y Feresdak pasan por los más egregios poetas de los dos primeros siglos del islamismo. Cada uno de los tres se creía por encima de sus antecesores y rivales, porque la virtud de la modestia no es fácil de hallar entre los poetas arábigos. Una vez quiso oír el califa la opinión de Yarir sobre los autores de las mu'allaqat y sobre Feresdak y Ajtal. Yarir encomió al punto el mérito de cada uno de los mencionados con entusiastas expresiones. «Tanto has gastado en elogiarlos, dijo entonces el califa, que nada resta ya para ti. ¡Oh Príncipe de los creyentes! replicó Yarir, yo soy el centro de la poesía; de mí emana y a mí vuelve; yo encanto con mis versos amatorios, aniquilo con mis sátiras e inmortalizo con mis alabanzas; en suma, soy insuperable en todos los géneros, mientras que cada uno de los otros poetas en uno solo brilla». Este poeta no parece que se limitase, más que en el propio elogio, en sus exigencias a la liberalidad de su valedor. Muy contento con una de sus qasidas, le prometió el califa, en premio, ciento de sus mejores camellas. «Pero, Príncipe de los creyentes, dijo Yarir, temo que se me vayan, si no tienen algún guardador. Está bien, respondió el califa, te doy ocho esclavos para que las guarden. Ahora sólo me falta, prosiguió Yarir, una vasija en que puedan ser ordeñadas»; y al propio tiempo echó la vista sobre un gran vaso de oro que había en el salón. Así consiguió que también el Califa le regalase el vaso7.

El número de poetas que florecieron durante el primer siglo del Islam fue grandísimo, y no menor la consideración que los más notables alcanzaron entre el pueblo, y el influjo que ejercían. La gente pretendía su favor como el de un Rey, y temía su ira como la del enemigo más poderoso, porque un verso punzante hacia heridas más profundas que el más afilado acero.

Cierto joven se atrevió a dirigir contra Feresdak versos de burla. Sus parientes, temiendo las naturales consecuencias de esta impertinente audacia, se apoderaron de él, le llevaron a Feresdak y le dijeron: «Aquí te entregamos a este mozo; castígale como quieras, dale de palos o arráncale las barbas; reconocemos que su temeridad merece un severo castigo». Feresdak contestó que le bastaba la satisfacción que acababan de darle, y el temor que habían mostrado de su venganza.

Entre todas las clases del pueblo se había difundido una verdadera pasión por la poesía. Ni el estruendo de las armas, ni el fanatismo religioso, que entonces ardía en vivas llamas y pugnaba por extender la nueva fe sobre toda la redondez de la tierra, podían apagar esta pasión. Durante las guerras más empeñadas, se discutía acerca de la excelencia de un poeta sobre otro con tanta viveza como si se tratase del más importante negocio de Estado. Guerreando el general Muhalib, en el Corasan, contra una secta herética, oyó en el campamento un gran tumulto. Se informó del motivo de él, y supo que entre sus soldados se había suscitado una disputa sobre quién era mejor poeta, si Feresdak o Yarir. Algunos soldados entraron en la tienda del General y le rogaron que decidiese la cuestión; pero Muhalib les dio esta respuesta: «¿Acaso me queréis entregar a la venganza de uno de esos dos perros rabiosos? Me guardaré muy bien de sentenciar sobre ellos; dirigíos mejor a los herejes, contra quienes hacemos la guerra, los cuales no temen ni a Feresdak ni a Yarir, y suelen ser muy inteligentes en poesía». Al otro día, cuando los dos ejércitos enemigos estuvieron frente a frente, se adelantó un hereje, llamado Ubayd, y provocó a combate singular a los del ejército de Muhalib. Al punto aceptó la provocación un soldado, fue hacia Ubayd, y le rogó, antes de que empezasen a reñir, que le resolviese la cuestión sobre cuál era más gran poeta, Feresdak o Yarir. Ubayd recitó entonces un verso, preguntó de quién era, y cuando el otro contestó que de Yarir, dijo que a éste tocaba la preeminencia8.

El propagar entre el pueblo las obras de los poetas, a más de lo que los mismos poetas las difundían, era negocio de una clase de hombres que se llamaban, rawia, esto es, tradicionalistas o recitadores. Estos rapsodas iban de lugar en lugar, y donde quiera eran oídos con vivo deseo. De la memoria que poseían algunos de ellos se cuentan cosas que rayan en lo increíble. Uno de los más famosos llamado Hammand, contestó en cierta ocasión al califa Walid, que le preguntó cuántas poesías sabía de memoria: «Por cada letra del alfabeto te puedo recitar cien grandes Qasidas, que rimen con las letras y esto sin contar las pequeñas canciones. Advierto además que serán Qasidas del tiempo del paganismo, y que puedo recitarte después las compuestas en los días del Islam». El Califa se decidió a ponerle a prueba y le mandó que recitase los versos. Hammand empezó al punto, y estuvo tan largo tiempo recitando, que al fin se cansó el Califa de oírle, y encargó a otro que ocupase su puesto, a fin de poder juzgar acerca de la verdad de aquella jactancia. Así llegó a recitar Hammand hasta dos mil novecientas Qasidas del tiempo del paganismo, y al-Walid, cuando se informó del hecho, le hizo un regalo de cien mil dirhems9.

El canto y la música, que ya desde antiguo era muy del gusto de los árabes10, fueron condenados por muchos severos muslimes, fundándose en algunas sentencias del Corán y en otras muestras de desaprobación del Profeta; pero la afición innata de los árabes a ambas cosas venció pronto toda consideración, y aquellas artes alegres llegaron a más altura que nunca. Pronto resonaron en los palacios de los califas los cantares, el laúd y la cítara. De numerosos cantores y cantarinas se conservan noticias históricas desde los tiempos de Mahoma hasta la caída de los Omiadas. Muchos de ellos procedían de Persia o habían tenido maestros persas, de quienes aprendieron nuevas modulaciones, y las añadieron a aquellas que antes eran ya celebradas. Bastará aquí, en vez de citarlos a todos, citar a los dos más famosos músicos, el cantor Ma'bad y a la cantarina Assa-al-Mayla. De ésta se dice que era la reina de cuantas cantan o tocan el laúd o la cítara11. Ma'bad, estando en gran privanza, por su habilidad musical, en la corte de al-Walid, dijo una vez, porque celebraban en su presencia a un general que había tomado siete fortalezas: «Por Dios santo, que yo he compuesto siete cantares, cada uno de los cuales me hace más honor que la conquista de una fortaleza». Estos siete cantares fueron llamados desde entonces las fortalezas de Ma'bad. Otra anécdota de la vida del mismo artista prueba el poder que la música ejercía aun entre las clases ínfimas del pueblo. En su viaje a la Meca, adonde había sido convidado por un príncipe de Hiyaz, llegó Ma'bad a una tienda, muerto de calor y de sed. Como viese allí a un negro con muchos cántaros de agua fresca, se llegó a él y le pidió un trago; pero el negro se negó a la demanda. Ma'bad le suplicó entonces que al menos le dejase descansar un rato a la sombra de la tienda, pero el negro le rehusó también este favor. después de una acogida tan dura, Ma'bad se tendió por tierra a la sombra de su camello, a fin de reposar un poco, y empezó a entonar una canción. Apenas la oyó el negro, fue donde estaba Ma'bad, le llevó a su tienda y le dijo: «¡Oh tú, a quien venero más que a padre y madre! ¿no quieres que te prepare una fresca horchata de cebada?» Ma'bad, no aceptando esto, se limitó a beber agua, y se preparó a partir. Entonces dijo el negro: «¡Oh glorioso cantor! el calor es extraordinario; permite que te acompañe y que lleve en pos de ti un odre con agua, a fin de que siempre que tengas sed pueda yo servirte agua fresca; tú, en pago, me cantarás una canción cada vez». Contentose el cantor con lo propuesto, y el negro le fue siguiendo con el agua hasta que terminó su viaje, y cada vez que le daba de beber era recompensado con una canción12.

Mientras que en el palacio imperial de Damasco, la magnificencia, que más tarde había de desarrollarse con mayor brillantez aún, empezaba ya a mostrarse con exceso y a ponerse al servicio de la poesía, Maisun, mujer del califa Muawiya, en medio de todos aquellos esplendores que la cercaban, suspiraba por su patria en el desierto. Un día la sorprendió su marido cantando los versos siguientes:


   Con un traje de pieles
era yo más dichosa
que con las rozagantes vestiduras
que aquí siempre me adornan.
Mi tienda del desierto,
a través de la cual el viento sopla,
prefiero a los alcázares;
allí mejor se mora.
El reposado andar de mansa mula
me cansa, y no el camello cuando trota;
más me agrada el ladrido de mi perro
que el son de los timbales y las trompas.
Un pastor de mi tribu
más valor atesora
que todos estos necios cortesanos,
y su lujo y su pompa.



Muawiya se enojó al oír tales palabras y dijo: «Ya veo, oh hija de Bajdal, que no te has de dar por contenta hasta que me transforme en un rudo beduino. Libre eres, si gustas, de volverte con los tuyos, ya que tanto lo deseas». Maisun, en efecto, se volvió al desierto con su tribu, de la cual, como dice el historiador arábigo, había aprendido la elocuencia y el arte de los cantares13. Entre los vagabundos beduinos, como en su verdadera patria, conservó la poesía su indomable rudeza, lo mismo que en los tiempos ante-islámicos. El poeta Tahman se vio obligado a servir de guía en el desierto a Nayad el hanifita y a los que le seguían, los cuales estaban en abierta rebelión contra los Omiadas. Durante la noche, cuando dormían todos, se levantó Tahman, ensilló un camello, y se puso precipitadamente en fuga, montando sobre él; pero a la mañana siguiente fue perseguido y aprisionado por Nayad, quien le condenó a perder, por ladrón, la mano derecha. La cruel sentencia fue al punto, ejecutada. Ardiendo en sed de venganza, se dirigió entonces Tahman a la corte de Abd al-Malik, y le recitó unos versos, pidiéndole que le vengase. En estos versos, que se conservan aún, conjura al Califa para que salve de la deshonra su mano cortada. Como un verdadero beduino, no considera vergonzoso robar un camello a los enemigos; pero teme que sea perpetua su infamia si no lava con sangre la injuria que se le hizo, si su mano se pudre inulta en el desierto. Mientras recitaba la poesía, mostraba Tahman su brazo mutilado al Califa. «Mira cuán fuerte brazo sería éste, si no hubiera sido tan impíamente mutilado. Véngame, oh Rey; porque, si no, tendrás que responder un día de mi mano ante el tremendo tribunal de Dios. Véngame y véngate, oh Rey, porque los que me han mutilado arden también en ira contra ti. Apenas están crecidos sus hijuelos, abominan y maldicen de tu casta; pero el más maldito de todos es el maldito cabecilla de la facción». El Califa se sintió tan conmovido al oír estos versos, que consoló a Tahman, concediéndole, como indemnización, la facultad de cortar la mano derecha a cien hanifitas14.

Al lado de tales composiciones, inspiradas por el odio, la venganza y la cólera, se abría en el desierto, la flor de los cantares amorosos. Desde antiguo tenía fama la tribu de los Usras de producir las muchachas más hermosas y los más enamorados mancebos. En cierta ocasión hubo en una de sus aldeas treinta jóvenes a la muerte, sin otro mal que mal de amores sin esperanza. Se cuenta que un beduino contestó a uno que le preguntaba de qué tribu era: «Yo soy de la tribu de los que mueren cuando aman»; y que una muchacha que se hallaba presente dijo en seguida: «¡Por Ala! éste es de la tribu de los Banu Usra!» De esta tribu era también Yamil. Enamorado desde la infancia de Butayna, la pidió por mujer apenas tuvo la edad; pero los parientes de ella, que le eran contrarios, se opusieron a la boda. Desde entonces sólo pudo ver a su amada en secreto, y exhaló su pena y su pasión amorosa en ardientes cantares. A menudo, a pesar de los guardas, pasaba noches enteras en un valle solitario, a la sombra de unas palmas, en dulces pláticas de amor con ella; pero, según juró después en su lecho de muerte, nunca se propasó a más que tomar la mano de Butayna y a estrecharla contra su corazón, a fin de calmarle un poco. En una de sus peregrinaciones tuvo Yamil la fortuna de obtener la gracia del Gobernador de Egipto por medio de una poesía encomiástica. El Gobernador le prometió que intercedería para que consiguiese la mano de su amada; pero poco después cayó Yamil peligrosamente enfermo. En aquel instante supremo encargó a un amigo que, después de su muerte, tomase su vestido y se lo llevase a Butayna. El amigo cumplió puntualmente aquella última voluntad. Vino a la tribu de Butayna, y recitó en alta voz algunos versos, participando la muerte de Yamil. La infeliz enamorada acudió entonces, con semblante descolorido, semejante a la pálida luna, y gritó y se hirió el rostro al ver el traje. Las mujeres de la tribu la cercaron y lloraron con ella, y entonaron un himno fúnebre. Butayna cayó desmayada. Al volver en sí exclamó:


   Jamás podré consolarme,
Yamil, de haberte perdido;
el bien y el mal de la tierra,
sin ti, me importan lo mismo.



Y desde entonces no volvió Butayna a componer nuevos cantares15.

En este rápido bosquejo hemos seguido a la poesía arábiga hasta el punto en que los límites del suelo en que empezó a florecer se habían extendido al Indo y al Oxo, abarcando toda el Asia Menor, el Norte de África, las grandes islas del Mediterráneo y la Península Ibérica hasta los Pirineos. El objeto de nuestro escrito nos obliga a dejar aparte el ramo oriental de esta poesía, para consagrar toda nuestra atención al otro ramo que fue transplantado a Occidente. Bajo el imperio de los Abasidas empieza en Oriente un nuevo período en la historia de la poesía, y, con la fundación en España de un poder independiente del califato, eleva el tono la poesía andaluza, cuya voz sólo había resonado hasta entonces lánguidamente entre el tumulto de las armas, así de la guerra de conquista como de la guerra civil. La caída del trono de los Omiadas en Damasco marca, sobre poco más o menos, el punto en que dicha poesía andaluza puede ser considerada por separado.

Largo tiempo hacía que se preparaba la venganza, por antiguas iniquidades, contra la dinastía de los Omiadas, y esta venganza se cumplió por completo en aquella espantosa caída.

Antes de que nos separemos del Oriente, daremos aquí la noticia de una pequeña composición poética, de la época de aquella terrible lucha, cuyo término fue la elevación de los Omiadas al califato. Cuando Alí y Muawiya se disputaban el imperio a muerte y a vida, dio el último a su general Bišer la horrible orden de matar a todos los parciales de su rival, sin perdonar a niños y mujeres. Bišer cumplió el encargo con exactitud escrupulosa. En el Yemen arrebató a los dos inocentes hijos del que allí mandaba de entre los brazos de su madre Umm al-Hakam, y los degolló con sus propias manos. Alí, cuando supo este cruel asesinato, dirigió a Dios una ardiente plegaria para que castigase al malvado con la pérdida de la razón. Su plegaria fue oída. Umm al-Hakam entre tanto se entregaba a la más devoradora aflicción por la muerte de sus hijos, vagaba desesperada de ciudad en ciudad y de aldea en aldea, se mezclaba entre las turbas, y pedía a todos que le devolviesen a sus hijos, recitando los siguientes versos, que sólo traducimos en prosa, porque cualquier esfuerzo para ponerlos en forma métrica borraría la impresión de aquel profundo sentimiento, cercano al delirio, que consumía todas las fuerzas del alma. «¡Oh tú, que has visto a mis hijos! Eran dos perlas en una concha! ¡Oh tú, que has visto a mis hijos! Eran mi corazón. ¡Me han robado el corazón! ¡Oh tú, que has visto a mis hijos; el tuétano de mis huesos; y el tuétano de mis huesos se ha consumido! Oí hablar de Bišer, y no pude creerlo. Es mentira el crimen que se le imputa. Pues ¡qué! ¿su espada ha separado del tronco la cabeza de mis dos hijos? Mienten. No descansaré hasta que halle hombres de su tribu, varones eminentes y valerosos. ¡La maldición de Dios sobre Bišer, como la tiene merecida! Lo juro por la vida del padre de Bišer; este hecho es un crimen horrible. ¿Quién de vosotros dará nuevas a una pobre madre, loca, sedienta y fatigada, de dos niños que ha perdido y cuya suerte la conmueve?» Así fue Umm al-Hakam a la Meca, y allí también entonó su endecha lastimosa. Un árabe, movido a piedad, tomó la resolución de vengarla. Buscó a Bišer, se apoderó de sus dos hijos, y los mató, arrojándolos por un despeñadero16.




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- II -

Elevada cultura de los árabes españoles. Eflorescencia de la poesía entre ellos


La historia no ofrece ejemplo de más inmensas y rápidas conquistas que las de los primeros sectarios del Islam. Embriagados con las promesas del Profeta, salieron de sus soledades, como el ardiente huracán del desierto, para difundir su creencia y ganar así el ofrecido paraíso. Apenas habían pasado cuarenta años desde la muerte de Mahoma, cuando ya había llegado hasta el Océano Atlántico el estampido de aquella tempestad. Según refiere la leyenda, el fiero general Uqba llegó a la costa occidental de África, entró en el mar, y exclamó, mientras que las olas espumosas pasaban sobre la silla de su camello: «¡Alá, yo te invoco por testigo de que hubiera llevado más allá el conocimiento de tu santo nombre, si no lo estorbaran las encrespadas olas que amenazan tragarme!» No mucho después ondeaba el estandarte musulmán desde los Pirineos y las columnas de Hércules hasta las montañas celestes de la China, y por un momento estuvo en duda si se pondría a orillas del Garona, en vez de la cruz de los templos, como ya Abu Yafar al-Mansur le había llevado por la Mesopotamia y le había plantado sobre las pagodas de los indios. Así llegó, al terminar el primer siglo de la hégira, a adquirir el imperio de los califas mayor extensión que otro alguno; más que el romano antes; más que después el de los mongoles. Pero el peligro de una pronta división no podía menos de amenazar a un tan monstruoso conjunto de diversos países, y casi al mismo tiempo vino a hacerse sentir en los dos extremos del imperio. Mientras que en el extremo Oriente, en las crestas del Parapamiso, los Tahiridas levantaban de nuevo la antigua bandera del Irán, la provincia más occidental se separó también del dominio de los califas. Cansados ya de las luchas con que los gobernadores dependientes del califato devastaban la tierra, los jeques de al-Andalus, nombre que se daba entonces a toda España, buscaron un príncipe que los gobernase con independencia, y le hallaron en Abd al-Rahman, vástago de los Omiadas.

La caída de esta dinastía, dominadora del mundo, es una de las más espantosas tragedias que registra el Oriente en sus anales. Después que el califa Abu Marwan sucumbió en una batalla contra su rival Abu-l-Abbas, éste dio orden a su lugarteniente en Siria y Egipto, de perseguir y matar a todos los individuos de la destronada dinastía. Abd Allah, que mandaba en Damasco, mostró un celo extraordinario en cumplir la voluntad de su señor; atrajo a su palacio a unos noventa Omiadas, fingiendo que deseaba tomarles juramento de fidelidad y celebrar en un festín la reconciliación de la antigua dinastía con la nueva. Cuando aquellos incautos estaban ya presentes y prontos a sentarse a la mesa, entró en la sala el poeta šubl, probablemente excitado a ello, y recitó los versos siguientes:


   Tiene la casa de Abbás
seguro y firme el imperio,
ya que el afán de venganza,
reprimido largo tiempo,
en sangre de los Humeyas
pudo quedar satisfecho.
Mas conviene exterminar
este linaje protervo,
desde el tronco de la palma
hasta el retoño más tierno.
Mientras mienten amistades,
acicalan los aceros.
No fiéis de sus engaños:
Mucho me pesa de verlos,
sobre almohadones mullidos,
tan cerca del trono excelso.
Lo que Dios ha roto ya,
hoy aniquilar debemos.
Venganza pide la sangre
de Said; venganza aquellos
que en las arenas desiertas
del Kurdestán perecieron.



Al oír estos versos, mandó Abd Allah que matasen a cuantos allí estaban reunidos. Gente armada penetró en el salón, y acabó con los convidados, dándoles de golpes con largos palos de tiendas. Sobre los moribundos y los muertos se extendieron alfombras; y mientras que resonaba el ruido de los platos y vasos a par de los gemidos de las víctimas, Abd Allah y los suyos prosiguieron la fiesta en aquel salón lleno de sangre, solemnizándola con regocijados cantos de victoria. No contento Abd Allah con haber asesinado a los Omiadas vivos, volvió también su furor contra los muertos: abrió en Damasco los sepulcros de los califas, esparció al viento las cenizas de Muawiya, enclavó en una cruz el cadáver de Hišam, y le quemó luego en una hoguera.

Con la misma crueldad que en Damasco, se procedió en las otras ciudades principales del inmenso imperio contra los individuos de aquel desventurado linaje, y sólo pocos se pudieron salvar, apelando a una rápida fuga17.

Uno de estos últimos fue el mancebo Abd al-Rahman, hijo de Muawiya. Después de haber vagado fugitivo, entre mil peligros mortales, en los desiertos arenosos de África, halló amistosa acogida en las tiendas de algunos beduinos hospitalarios, donde recibió la embajada de los jeques andaluces, la cual le presentó su demanda. Abd al-Rahman, aceptando los ofrecimientos que se le hacían, desembarcó en las costas de España, y pronto se vio cercado de numerosos parciales; venció a sus contrarios, y, como soberano independiente de España toda, colocó el trono de su imperio en la ciudad de Córdoba. Aún amenazaron una vez al Islam, desde el Norte, las huestes de Carlomagno; pero después que fue herido Roldán en la funesta garganta de Roncesvalles, y pidió socorro en vano, tocando su cuerno, sólo quedó por competidor del Corán en la Península, un puñado de valientes godos, refugiados en las montañas de Asturias, apenas perceptible cuna de la monarquía castellana.

Con el intento de hermosear su capital por todos estilos, a imitación de las ciudades de Oriente, empezó Abd al-Rahman en Córdoba, de cuyo esplendor puso los cimientos, la construcción de la gran mezquita, que aún en el día sobresale, entre las ruinas de tantas obras maestras del arte arábigo, como una maravilla del mundo. Al mismo tiempo edificó una quinta hacia el noroeste de la ciudad, a la cual dio por nombre Ruzafa, en conmemoración de una casa de campo cercana a Damasco y perteneciente a su abuelo Hišam. En los jardines que se extendían en torno de este palacio hizo plantar árboles raros de Siria y de otras tierras de Oriente. Una palma, que allí, bajo el apacible cielo de Andalucía, creció como en su patria oriental, y que parece haber sido la madre de todas las otras palmas de Europa18, infundiendo en el alma de Abd al-Rahman melancólicos recuerdos del país nativo, le inspiró los siguientes versos:


   Tú también eres ¡oh palma!
en este suelo extranjera.
Llora, pues; mas siendo muda,
¿cómo has de llorar mis penas?
Tú no sientes, cual yo siento,
el martirio de la ausencia.
Si tú pudieras sentir,
amargo llanto vertieras.
A tus hermanas de Oriente
mandarías tristes quejas,
a las palmas que el Éufrates
con sus claras ondas riega.
Pero tú olvidas la patria,
a par que me la recuerdas;
la patria de donde Abbas
y el hado adverso me alejan19.



Otra composición al mismo asunto dice como sigue:


   En el jardín de Ruzafa
una palma hermosa vi.
Que, de otras palmas ausente,
bien parecía gemir.
Y la dije: «te apartaron
de tus hermanas, y a mí
de amigos y de parientes
me aparta el hado infeliz.
Muy lejos yo de los míos,
y tú en extraño país,
mi suerte es como la tuya,
mi imagen eres aquí.
Que llene, para regarte,
la lluvia todo el jardín;
que las estrellas del cielo
se liquiden sobre ti»20.



Una melancolía semejante contiene esta tercera canción de Abd al-Rahman:


   Dios te guíe, caballero
que hacia mi patria caminas;
llévate la bendición
y los suspiros que envía
una parte de mi alma
a otra parte que allí habita.
Encadenado mi cuerpo
está a la tierra que pisa,
y el recuerdo de otra tierra
el sueño dulce me quita;
allí dejé el corazón
y cuanto bien poseía.
Así lo dispuso Alá;
tal vez su bondad permita
que a la patria el desterrado
logre volver algún día21.



Bajo la dinastía de los Omiadas que fundó Abd al-Rahman, y que duró dos siglos después de la caída de su antecesora en Oriente, floreció España hasta tal punto de poder y esplendor, que oscureció a los demás Estados de la Europa de entonces. Con las abundosas fuentes de la riqueza pública, que nacían de la agricultura, favorecida por un cuidadoso sistema de irrigación, de la actividad industrial, y del comercio, que se extendía por todas las regiones del mundo, la población creció también de un modo portentoso. El viajero Ibn Hawqal llama a Córdoba la más gran ciudad de todo Occidente22, e Ibn Adhari dice que en la época de su prosperidad contenía dentro de sus muros ciento trece mil casas, sin contar las pertenecientes a los visires y empleados superiores, y que sus mezquitas eran tres mil, y los arrabales veintiocho23. El valle del Guadalquivir estaba lleno por todas partes de palacios, quintas y casas de recreo, y de huertas, jardines y públicas alamedas, a cuya sombra acudían a solazarse los ciudadanos, cuando querían apartarse del polvo y del tumulto de la ciudad. Hišam, el sucesor de Abd al-Rahman, construyó el puente sobre el Guadalquivir, y casi terminó la mezquita24. Pronto se difundió por Oriente la fama de este templo del Islam, el mayor y más esplendoroso de todos25. Atraídos por ella, vinieron a ver sus inmensas calles de columnas fieles muslimes de las comarcas más remotas. Abd al-Rahman II mandó construir otros magníficos edificios, a fin de hermosear más su capital. Aficionado al lujo y a la pompa, se rodeó, como los califas de Bagdad, de una brillante corte. No sólo en Córdoba, sino en muchos puntos de Andalucía, se hicieron, por orden suya, alcázares, acueductos, puentes, caminos militares y mezquitas26. Pero hasta más tarde, reinando Abd al-Rahman III, el Grande, y el primero que tomó el título de califa, no se elevó el imperio andaluz a aquel altísimo grado de bienestar material, que fue el fundamento de una cultura intelectual no menos alta. Este bienestar aparece con el mismo brillo en las descripciones de los escritores occidentales y orientales. Mientras que encomia al-Masudi la España mahometana de aquel tiempo por la riqueza y número de sus ciudades, y por sus extensos campos, bien cultivados, deslindados y divididos por firmes cercas27, Ibn Hawqal se admira del orden que reina por donde quiera, del bienestar del pueblo, de la superabundancia del tesoro público, y del estado floreciente de la agricultura, que había transformado las más áridas comarcas en ricos vergeles28, y el abad Juan de Gorz, que vino a Córdoba como embajador de Otón el Grande, pinta con colores no menos vivos el poder guerrero de Abd al-Rahman y la pompa deslumbradora de su corte29. Hasta allá muy lejos, en el Norte, en las celdas del claustro sajón de Gandersheim, penetran las noticias de la maravillosa ciudad del Guadalquivir; la abadesa Hroswitha, en su poesía sobre el martirio de San Pelagio, ensalza a Córdoba como «joya brillante del mundo, ciudad nueva y magnífica, orgullosa de su fortaleza, celebrada por sus delicias, resplandeciente con la plena posesión de todos los bienes»30.

Con mayor celo aún que sus antecesores, miró al-Hakam II por las ciencias y cuidó del desenvolvimiento intelectual de su pueblo. Antes de él no faltaban, por cierto, buenas escuelas. Mientras que en el resto de Europa casi nadie, salvo los clérigos, sabía leer y escribir, el conocimiento de ambas cosas estaba en Andalucía generalmente divulgado. Al-Hakam creyó, con todo, que debía extender la instrucción mucho más, y fundó en la capital veintisiete colegios, en los cuales los niños de padres pobres eran educados gratis. La juventud concurría en gran número a las academias que en Córdoba, Sevilla, Toledo, Valencia, Almería, Málaga y Jaén dependían de las mezquitas31. Allí se encontraban profesores y estudiantes de todas las partes del mundo mahometano. La fama de aquellas florecientes y magníficas escuelas superiores atraía hacia España hasta a los habitantes de las más remotas regiones de Asia, así como, por el contrario, muchísimos andaluces emprendían fatigosas peregrinaciones a los más apartados países, a fin de saciar su sed de ciencia. En ningún otro país, y en ninguna otra edad de gran cultura, ha sido tan común la afición a los largos viajes científicos, como en la España musulmana, principalmente desde el siglo X. Casi de continuo ocurría que habitantes de la Península emprendiesen el largo camino de toda. la costa boreal de África, pasasen a Egipto y fuesen luego a Bujara y a Samarcanda, con el fin de oír las explicaciones de algún sabio afamado. A uno le impulsaba el anhelo de reunir tradiciones sobre la vida y las sentencias del Profeta, a otro el amor de las investigaciones filológicas, y muchos querían estudiar jurisprudencia, medicina, astronomía, filosofía o matemática con los más egregios maestros. Durante la peregrinación, eran visitadas las escuelas de Túnez, Qayrawan, Cairo, Damasco, Bagdad, Meca, Basora, Cufa, y otras no menos célebres, y el viajero, rico de nuevas ideas, volvía a su patria. En algunas ocasiones estos viajes científicos se extendían hasta la India y la China, y hasta el centro de África32.

Con pasión reunió al-Hakam libros de todas clases y envió a todos los países, agentes para comprarlos. De este modo formó una inmensa biblioteca, que contenía cuatrocientos mil volúmenes y que estaba abierta al público en su palacio de Córdoba. Se asegura que al-Hakam había leído todos estos libros, y los había anotado con observaciones escritas de su mano. Hábiles copistas y encuadernadores estaban constantemente en su palacio, ocupados por él. Su corte era el centro a donde acudían los más notables escritores, y su liberalidad para con ellos no tenía límites. Libros compuestos en Siria o en Persia eran conocidos en España mucho antes que en Oriente. Al-Hakam envió a Alí de Ispahan un espléndido presente a fin de obtener el primer ejemplar de su célebre libro de los Cantares. Con la protección de un príncipe tan apasionado a las ciencias, se desenvolvió un vivo movimiento intelectual, y en la Edad Media no hubo una época literaria más brillante que la de su reinado en España33. También del poderoso al-Mansur, que bajo los débiles sucesores de al-Hakam tuvo el gobierno del Estado, recibieron las ciencias grande favor, y los sabios muchas honras y recompensas34. Sólo de la filosofía, que ya antes había podido mostrarse con toda libertad, fue enemigo al-Mansur por fanatismo religioso.

Un horrible sacudimiento conmovió la tan floreciente civilización española a causa de las guerras civiles que en los últimos años de la dinastía de los omeyas asolaron la tierra. Después de la toma de Córdoba por los bereberes, en 1013, la gran biblioteca de al-Hakam fue en parte destruida, en parte vendida. Seis meses enteros se emplearon en transportar de un lugar a otro aquella enorme cantidad de libros35. Pero, poco después de la caída del califato, empezó un nuevo período histórico, en general favorable a la literatura. Los numerosos estados independientes, que se levantaron entre las ruinas del destrozado imperio, fueron otros tantos centros de actividad literaria y artística. Entre las pequeñas dinastías de Sevilla, Almería, Badajoz, Granada y Toledo reinaba una verdadera emulación en punto a proteger las ciencias, y cada una procuraba sobrepujar a las otras en sus esfuerzos para lograr este fin36. Multitud de escritores y de floridos ingenios se reunían en estas cortes, algunos disfrutando fuertes pensiones, otros recompensados con ricos presentes por las dedicatorias de sus obras. Otros sabios conservaban toda su independencia, a fin de consagrarse al saber libres de todo lazo. En balde envió Muyahid al-Amiri, rey de Denia, mil monedas de oro, un caballo y un vestido de honor al filólogo Abu Galib, a fin de excitarle a que le dedicara una de sus obras. El orgulloso autor devolvió el presente, diciendo: «He escrito mi libro para ser útil a los hombres y para hacerme inmortal; ¿cómo he de ir ahora a poner en él un nombre extraño, para que se lleve la gloria? ¡Nunca lo haré!» Cuando el rey supo esta contestación de Abu Galib, se admiró mucho de su magnanimidad, y le envió otro presente doble mayor37. Todas las preocupaciones religiosas desaparecieron de estas pequeñas cortes. Reinaba una tolerancia como aún no se ha visto igual, en nuestro siglo, en ninguna parte de la Europa cristiana. Los filósofos podían, por lo tanto, entregarse a las más atrevidas especulaciones. Muchos príncipes procuraban ellos mismos sobresalir por sus trabajos literarios. Al-Muzaffar, rey de Badajoz, escribió una grande obra enciclopédica en cerca de cien volúmenes38; al-Muqtadir, rey de Zaragoza, fue famoso por sus extraordinarios conocimientos en astronomía, geometría y filosofía39; y las dinastías de los abbadidas de Sevilla y de los Banu Sumadih de Almería produjeron poetas de primer orden.

El brillo de esta elevada cultura con que resplandecían todos aquellos pequeños estados, no puede deslumbrar hasta el extremo de que se desconozca la mala situación que había nacido de la desmembración del califato en tantos menudos trozos. Los celos de los príncipes entre sí engendraban innumerables discordias, y la falta de unidad en la dirección de las armas muslímicas ofrecía al enemigo sobrado atractivo y esperanza de buen éxito, para que no se aprovechase de ella. Pronto vacilaron todos los tronos musulmanes ante las incursiones victoriosas de los ejércitos cristianos, y los príncipes, llenos de susto, se volvieron, en busca de auxilio, hacia el poderoso Yusuf, emperador de los almorávides, cuyo señorío se había dilatado, en breve tiempo, sobre casi todo el África septentrional.

Pero estos príncipes ciegos atrajeron sobre sí el mal que debía destruirlos. Se diría que habían vuelto los terribles primeros días del Islam, cuando el feroz Yusuf y sus hordas, venidas de los desiertos del Sáhara, vencieron en una de las más grandes batallas que jamás se había dado, cubriendo de cadáveres cristianos los vastos campos de Zalaca. A todas las ciudades de sus dominios, hasta a la tierra de los negros, envió el vencedor mensajeros para que colocasen sobre las puertas las cabezas de los muertos. Sus troncos mutilados fueron apiñados en forma de alminar, y desde la cima de tan espantosa torre anunció el muezín a los cuatro ángulos de la tierra que no hay más Dios que Alá40. Así se afirmó de nuevo el Islam en Andalucía; pero los que habían sido soberanos hasta entonces, fueron destronados o encerrados en una cárcel, pagando tan caro el auxilio, y Yusuf hizo de España una parte de su gran imperio. Como él y cuantos le cercaban eran de estirpe berberisca, y ajenos a la elegancia y el saber de los árabes, harto se deja presumir que en adelante no se podía esperar nada parecido a la anterior cultura. Afortunadamente la dominación de los almorávides no duró lo bastante para que sus fanáticos santones y su grosera soldadesca acabasen de desarraigar la civilización tan firmemente plantada en el suelo español. Bajo los muwahides, o almohades, renació el libre movimiento intelectual. Si bien esta dinastía había subido al trono por una revolución nacida del fanatismo religioso, hubo en ella muchos príncipes aficionados a las letras. En la corte de Abd al-Mumin vivieron altamente honrados Averroes (Ibn Rusd), Avenzhoar (Ibn Zuhr) y Abu Bakr (Ibn Tufail), que después se hicieron tan famosos en el resto de Europa. Mucho antes de que floreciera en Occidente el estudio de las humanidades, estudiaron estos hombres los escritos de Aristóteles y divulgaron los conocimientos filosóficos; pero se debe advertir que no leían el texto original, sino sólo las traducciones siriacas, por medio de las cuales conocían ya los árabes, desde el siglo VIII, los autores griegos. Si Córdoba sobresalía por su amor a la literatura, en Sevilla se estimaba y florecía principalmente la música. Como en cierta ocasión se discutiese sobre cuál de las dos ciudades, Córdoba o Sevilla, se señalaba más por su cultura, Averroes dijo: «Cuando en Sevilla muere un sabio y se trata de vender sus libros, los libros se envían a Córdoba, donde hay más seguro despacho; pero si en Córdoba muere un músico, sus instrumentos van a Sevilla a venderse». El mismo escritor que refiere esta anécdota, añade que, entre todas las ciudades sujetas al Islam, Córdoba es aquella donde se hallan más libros. Yusuf, sucesor de Abd al-Mumin, fue el príncipe más instruido de su época, y reunió en su corte sabios de todos los países41. Aunque los soberanos de esta misma dinastía, que reinaron después, no tenían las mismas inclinaciones, y aunque hacia el fin del siglo XII hubo una gran persecución contra la filosofía, no se puede dudar de la duración del movimiento intelectual en la España mahometana. Todavía en el siglo XIII había en las diversas ciudades de Andalucía setenta bibliotecas abiertas al público42.

Cuando los ejércitos cristianos fueron adelantándose hacia el Mediodía, y el rey San Fernando colocó al fin la cruz, en 1236, sobre la mezquita de Córdoba, y poco después ganó a Sevilla, el mahometismo se vio reducido a muy estrechos límites en el sudeste de España; pero aún allí, en el reino de Granada, dio una última y hermosa luz aquella civilización, que en tiempo de los omeyas, y en el siglo XI, había resplandecido de un modo tan luminoso. Tratando de imitar el glorioso ejemplo de al-Hakam II, Muhammad ibn Ahmad, fundador de aquel reino, y sus sucesores los nazaritas, crearon muchos establecimientos científicos y literarios, escuelas y bibliotecas, y ofrecieron en sus estados un refugio a los sabios fugitivos. Así más de dos siglos después de la toma de Córdoba, fue cultivada en Granada la literatura arábiga, y, antes de que cayese este último baluarte del Islam, pasó a África, donde cada vez más fue desapareciendo y extinguiéndose, con toda la civilización del pueblo que la había producido.

Durante toda la dominación muslímica, hubo en España una viva luz intelectual, que brilló, ora más, ora menos, según las circunstancias, pero que no se extinguió nunca; antes bien, cuando parecía que iba a apagarse, volvía a resplandecer de nuevo. Cuando en el resto de Europa, entre las densas tinieblas de la ignorancia, apenas se columbraban los primeros rayos del saber, en España se aprendía, se enseñaba y se investigaba por todas partes celosamente. Hasta bastante tiempo después de haber entrado en competencia científica las naciones europeas, no se dejaron vencer los árabes. Y lo que es más de notar, no sólo se adelantaron a los pueblos cristianos en encender la antorcha del saber, sino que también mostraron antes aquel espíritu de honor caballeresco, y de galantería, que ennobleció los últimos siglos de la Edad Media. Mucho distó de poner en Oriente, como algunos hacen, el origen de la caballería; pero es un hecho que no pocas de las ideas fundamentales, que constituyen su ser, reinaban entre los árabes desde muy antiguo. La veneración de las mujeres, y el empeño de ampararlas, el afán de buscar peligrosas aventuras y la protección de los débiles y de los oprimidos, constituían, después del deber de la venganza, el círculo dentro del cual se encerraba la vida de los antiguos héroes del desierto; y quien lee la maravillosa novela de Antar, ve con asombro que los guerreros orientales se movían por el mismo impulso que los paladines de nuestra poesía caballeresca. Esta manera de pensar y sentir de los árabes se acrisoló y depuró bajo la influencia de la más elevada civilización a que llegaron en Occidente, y ya en el siglo IX encontramos versos de poetas andaluces, donde se muestran aquellos blandos sentimientos y aquella veneración casi religiosa que el caballero cristiano consagraba a la dama de su corazón43. El influjo del mismo cielo, bajo el cual vivieron tan largo tiempo en la Península musulmanes y cristianos, y el trato frecuente que, a pesar del mutuo aborrecimiento religioso, no podía menos de haber, desenvolvió cada vez más la concordancia de ambas naciones en el mismo espíritu caballeresco, que brotaba de lo íntimo del ser de cada una de ellas. Lo mismo los historiadores musulmanes que los cristianos, dan testimonio de cómo este espíritu se había difundido entre los árabes. Cuando el rey Alfonso VII sitiaba la fortaleza de Oreja, los árabes reunieron un grande ejército para impedir la rendición de la plaza; pero, en vez de marchar directamente contra el campamento de Alfonso, se encaminaron hacia Toledo, cuyos campos talaron, a fin de obligar al enemigo a levantar el sitio y a volver en socorro de la capital. Entonces, cuenta la Crónica, la reina de Castilla, que se había quedado en Toledo, y que se vio cercada por los moros, les envió mensajeros que les dijesen de su parte: «¿No veis que no podréis ganar gloria alguna peleando contra mí, que soy mujer? Si queréis batalla, id a Oreja y trabadla con el Rey, que os aguarda con armas y bien apercibido». Cuando los príncipes, los generales y todo el ejército de los moros oyeron esta embajada, alzaron los ojos y vieron en una alta torre del alcázar a la reina, que estaba allí sentada con muy ricos y regios atavíos, y rodeada de una multitud de nobles damas, que cantaban al son de cítaras, laúdes, timbales y salterios. Luego que los príncipes, los generales y el ejército vieron a la reina, se maravillaron y avergonzaron mucho, y, después de saludar respetuosamente, emprendieron la retirada44. Los autores árabes cuentan muchos lances de la vida del guerrero Hariz famoso por sus portentosas fuerzas, que bien podrían figurar en un libro de caballerías. El rey de Castilla, refieren, ansiaba conocer a este hombre famoso, y le convidó a que viniese a su campamento a hacerle una visita. Hariz aceptó el convite, y después de haber tomado cierto número de cristianos importantes como rehenes para su seguridad, pasó la frontera y entró en tierra de cristianos. Con la coraza y con todas las demás armas pasó Hariz por las calles de Calatrava, y el pueblo se agolpaba para verle, y se quedaba pasmado de su corpulencia de gigante, de su porte majestuoso y del lujo y primor de su armadura, mientras que se referían muchos de sus valerosos hechos. Así llegó Hariz al campamento del rey, donde Alfonso y los más notables caballeros del ejército cristiano salieron a recibirle. Mientras que Hariz se disponía a bajar de su caballo, hincó su lanza en el suelo, con una fuerza tal, que al rey le pareció mayor que todo lo que la fama decía. Entre tanto los caballeros cristianos estaban impacientes de medir su fuerza con la de aquel jayán, y el más robusto de todos le provocó al combate. El mismo rey Alfonso se mostró deseoso de ver cómo el celebrado héroe árabe sostenía aquella prueba. Sin embargo, Hariz contestó: «El valiente sólo pelea con aquellos cuyas fuerzas son iguales a las suyas; veamos si alguien contradice lo que yo afirmo; yo afirmo que ninguno de los que aquí están arranca mi lanza del suelo, en donde la he hincado. Con quien la arranque estoy pronto a combatir, sea uno, sean diez». Al punto se adelantaron los más forzudos caballeros cristianos, pero ninguno pudo mover la lanza del sitio en que estaba clavada. Después que se repitió muchas veces, y siempre en vano, la misma tentativa, pidió el rey al propio Hariz que él arrancase la lanza, y éste, llevando hacia allí su corcel, y echando sólo una mano, arrancó la lanza del suelo. Todos los caballeros se admiraron mucho de la pujanza del árabe, y el rey se acercó a él y le hizo muchas distinciones45. Otro caso, que atestigua también la cortesía caballeresca de los musulmanes, es como sigue: Alfonso XI tenía puesto cerco a Gibraltar, y la ciudad estaba ya próxima a rendirse, cuando el rey murió de la peste. De resultas, el cerco se levantó, y los cristianos, temiendo que los enemigos los atacasen en la retirada, tomaron muchas precauciones. Pero dice la Crónica: «Después que supieron los moros que el Rey D. Alfonso era muerto, ordenaron entre sí que ninguno non fuese osado de facer ningún movimiento contra los cristianos, ni mover pelea contra ellos. Estidieron todos quedos, et dician entre ellos que aquel dia moriera un noble Rey et príncipe del mundo, por el cual non solamiente los cristianos eran por él honrados, mas aún los caballeros moros por él habian ganado grandes honras, et eran preciados de sus reyes. Et el día que los cristianos partieron de su real de Gibraltar con el cuerpo del Rey D. Alfonso, todos los moros de la villa de Gibraltar salieron fuera de la villa, et estidieron muy quedos, et non consintieron que ninguno de ellos fuese a pelear, salvo que miraban como partian dende los cristianos»46. En el sitio de Baza por los Reyes Católicos, el marqués de Cádiz pidió al príncipe Sidi Yahya una breve suspensión de hostilidades, a fin de que la reina doña Isabel pudiese dar un paseo hasta los muros de la ciudad y pasar revista a sus huestes. El deseo fue satisfecho, y Sidi Yahya, no sólo vio con enojo e hizo volver atrás a algunos capitanes que tenían el propósito de atacar la regia comitiva, sino que resolvió también dar una muestra de la gentileza de los moros en los ejercicios de la caballería. Así fue que, mientras la reina doña Isabel y sus damas miraban los muros de Baza, y sus torres, tejados y azoteas, cubiertos de moros y moras curiosos, advirtieron que salían a deshora por las puertas de la ciudad espesas filas de caballeros árabes, con armas refulgentes y banderas desplegadas, al mando de Sidi Yahya. Algunos cristianos echaron mano a las espadas para defender a la reina del imaginado peligro, pero los aquietó el marqués de Cádiz, que conocía mejor a los moros. Éstos se adelantaron en bizarro escuadrón, y caracoleando sobre sus hermosos caballos y blandiendo las lanzas, hicieron un lindo simulacro para recrear a la reina, después de lo cual, la saludaron con suma cortesía, así como a sus damas, que estaban gustosamente maravilladas de verlos, y entraron de nuevo en la ciudad47. Rasgos de una verdadera índole caballeresca se imprimían profundamente en el ánimo de los españoles, y a pesar del odio religioso que los animaba, les hacían confesar en los romances que aunque moros, eran caballeros. Hasta el fanático confesor de don Fernando y doña Isabel conviene en esto, al referir, en su Crónica de la guerra de Granada, un caso por el estilo. Cuando los cristianos sitiaban a Málaga, uno de los defensores de esta ciudad, llamado Ibrahim Zenete, aprisionó, en una salida que hizo, a siete u ocho muchachos cristianos, y en vez de hacerles daño, les tocó suavemente con la lanza, diciéndoles: «Id, niños, id con vuestras madres». Mientras los muchachos se fueron precipitadamente, otros moros echaron en cara a Ibrahim que no los hubiese muerto. Ibrahim respondió que no tenían barbas. «Así mostró, añade el cronista, que, si bien era moro, tenía virtud para obrar como un buen hidalgo cristiano»48.

En estas observaciones generales sobre la civilización de los árabes españoles, debemos aún citar algunos de los innumerables casos que traen los historiadores árabes, a fin de dar una noción más completa de las raras prendas de los andaluces. En prueba de su memoria portentosa cuentan, por ejemplo, que uno durante toda una noche estuvo recitando versos, eligiendo sólo aquellos que acababan con la letra kaf. En testimonio de su agudeza de ingenio, dicen que el médico Ibri Firnas inventó un instrumento para medir el tiempo, y construyó una máquina, con la cual se levantaba por el aire a muy considerable altura49. Otras anécdotas ponen de realce la viveza y despejo que hasta los niños manifestaban. Así la siguiente: El rey al-Mutasim entró una vez en casa de un súbdito suyo, y preguntó a su hijo pequeño al-Fath: «¿Qué casa es más hermosa, la del príncipe de los creyentes o la de tu padre?» El muchacho contestó: «La casa de mi padre es más hermosa, ya que el príncipe de los creyentes está ahora en ella». Maravillado el rey de la presencia de espíritu del niño, quiso ponerla otra vez a prueba, y le preguntó: «Dime, al-Fath, ¿hay algo más hermoso que este anillo?», mostrando uno que llevaba en el dedo. «Sí- contestó al-Fath-, la mano que le lleva». También se refieren muchos casos en prueba de la innata disposición de los andaluces para la poesía: Un habitante de la ciudad de Silves, de la familia de los Banu Milah, salió una vez de paseo con su hijo pequeño, y habiendo llegado a un arroyo, oyó cantar las ranas. El padre dijo al muchacho: «Tú completarás los versos. ¿Oyes que en el agua cantan?» El chico respondió: «De ese modo el frío espantan». El padre: «¿Qué alboroto están armando: esto es charlar por los codos?» El hijo: «Lo mismo sucede cuando en casa se juntan todos». En esto enmudecieron las ranas, al sentir las pisadas de los paseantes. El padre añadió: «¿Habrán perdido la voz en la musical contienda?» Y replicó el muchacho: «Un hambre tienen atroz, y acuden a la merienda». Y del mismo modo iba completando el chico de repente todos los versos. «Por cierto, añade el escritor que cuenta la anécdota, que esta prontitud en improvisar hubiera sido cosa de maravilla en una persona ya granada, ¿cuánto más no debía serlo en un niño pequeñuelo?»50

La poesía era como el punto céntrico de toda la vida intelectual de los andaluces. Durante seis siglos, por lo menos, fue cultivada con tal celo, y por una tan grande multitud de personas, que el mero catálogo de los poetas arábigo-hispanos llenaría tomos en folio. Ya a mediados del siglo IX se había extendido tanto el gusto por la poesía, aun entre los cristianos que vivían bajo el dominio musulmán, que Álvaro de Córdoba se lamenta de que sus correligionarios descuidaban por completo la lengua latina, leían con afán en la arábiga poesías y cuentos, y aun componían en esta última lengua versos más correctos y elegantes que los árabes mismos51. Casi un siglo después compuso Ibn Faray su antología, Los Jardines, que contenía doscientos capítulos, y en cada capítulo cien dísticos, todos exclusivamente de autores andaluces52.

Otras muchas colecciones selectas, de las cuales las de Ibn Jaqan y de Ibn Bassam son las más celebradas, completaron la de Ibn Faray, y la continuaron en los siglos siguientes. Con todos los acontecimientos de la vida y con el ser mismo de la nación estaba íntimamente enlazada la poesía. Los grandes y los pequeños la cultivaban; y mientras que, por ejemplo, en la comarca de Silves apenas había campesino que no poseyese el don de improvisar, y hasta el gañán que iba en pos del arado hacía versos sobre cualquier asunto53, los califas y los príncipes más egregios nos han dejado algunas poesías en testimonio de su talento. Aún nos queda una obra, que sólo trata de los reyes y grandes de Andalucía que se distinguieron por sus dotes poéticas54. Las mujeres, en el harén, entraban en competencia con los hombres por sus cantares: composiciones poéticas, formando primorosos y variados dibujos, constituían, en los palacios, un adorno capital de las columnas y paredes; y aun en las cancillerías hacía la poesía su papel. Ningún historiador o cronista, por árido que fuese, dejaba de amenizar las páginas de sus libros con fragmentos poéticos. Sujetos de la clase más baja se elevaban sólo por su talento poético a las más altas y honrosas posiciones, y obtenían el valimiento de los príncipes. La poesía daba la señal de los más sangrientos combates, y también desarmaba la cólera del vencedor; echaba su peso en la balanza, a fin de prestar más fuerza a las negociaciones diplomáticas; y una improvisación feliz rompía a menudo las cadenas del cautivo o salvaba la vida del condenado a muerte. Cuando dos ejércitos enemigos se encontraban, algunos guerreros salían de la línea de batalla y provocaban a la pelea a los contrarios con un par de versos improvisados, a los cuales se solía responder en el mismo metro y con la misma rima55. Ejercicios de este orden, pero con un fin más pacífico, y sólo para que cada cual mostrase su habilidad en improvisar, eran muy usuales en la vida ordinaria; y la correspondencia epistolar entre amigos o entre enamorados se seguía en verso con frecuencia. A menudo se empleaba también el alto estilo en prosa rimada, como le conocemos en las maqamas de Hariri. El saber expresarse en este estilo se tenía por una condición esencial de la buena crianza. Se usaba en las obras científicas, en los documentos oficiales y diplomáticos, y hasta en los pasaportes.56

La lengua arábiga, en boca de los andaluces y tan lejos de su país nativo, perdió pronto su pureza, y degeneró en dialecto vulgar, que no se sujetaba a las severas reglas de una gramática tan delicada y escrupulosa. Un beduino hubiera hallado mucho que censurar en el habla hasta del español mejor educado57. Para lo escrito, con todo, se siguió usando el arábigo puro. Toda persona que presumía de tener una educación distinguida, procuraba, con el estudio del Hamasa, de las mu'allaqat, etc., manejar bien dicho idioma, y un joven no pasaba por bien criado si no había aprendido de memoria una multitud de trozos escogidos, en prosa y verso. Añádase a esto que todo musulmán desde su primera juventud conocía y leía habitualmente el Corán, y se comprenderá cómo no podía desaparecer el conocimiento del legítimo idioma. Además los niños estaban ya instruidos en la gramática y en la poética, como preparación para la lectura de los poetas58.

Desde el primer instante en que hubo en España una corte mahometana, el arte de la poesía arábiga se encontró allí como en su patria. En el palacio de Abd al-Rahman, el primer omeya, se celebraban reuniones, en las que asistía Hišam, el príncipe heredero, y donde se entretenían los convidados recitando versos, refiriendo leyendas o sucesos históricos, y haciendo panegíricos de hombres distinguidos y de grandes acciones59. Siguiendo el ejemplo que había dado en Oriente su antepasado Yazid I, los omeyas tuvieron a sueldo poetas de corte, y aun hubo grandes señores, como Ibrahim, que vivió en Sevilla en 912, bajo el reinado de Abd Allah, y que alcanzó un poder y una riqueza casi regios, que se complacían en ser protectores muy liberales de los poetas60. En tiempo de los primeros califas floreció y obtuvo grande estimación el poeta Yahya, apellidado al-Gazal (la gacela) a causa de su hermosura. Fue enviado como embajador a muchas cortes, y por donde quiera se ganaba la voluntad de las gentes con su finura, buen trato y discreta conversación. El emperador de Constantinopla mostró deseos de que se quedase en aquella capital, pero él se disculpó diciendo que como le estaba prohibido beber vino, no podía hacerle buena compañía. En otra ocasión, estando Yahya sentado cerca del emperador, entró la emperatriz, que era en extremo hermosa. El poeta no podía apartar de ella los ojos, y se mostró tan distraído en la conversación, que el emperador, ofendido, le preguntó la causa por medio del intérprete. Yahya contestó que la hermosura de la emperatriz le había hecho una impresión tan invencible, que le había quitado el discurso, y que no podía proseguir la plática. Después se explayó en una maravillosa pintura de los encantos de la augusta señora. Cuando el intérprete tradujo todo aquello, creció de punto el favor de Yahya cerca del emperador, y la misma emperatriz quedó complacida de tan finas lisonjas. En otra misión cerca del rey de los normandos, alcanzó el poeta mucho favor con la reina Theuda por unos versos que improvisó, elogiándola de hermosa. Más tarde, desterrado de la corte de Abd al-Rahman II por haber escrito cierta sátira, Yahya se fue a Bagdad, adonde llegó poco después de la muerte del grande Abu Nuwas, tan celebrado en Oriente, que se creía que ningún otro poeta ni muy remotamente podía compararse con él. Encontrándose Yahya en una tertulia de literatos, oyó hablar a casi todos los que allí estaban con gran desprecio de los poetas españoles. La conversación recayó luego sobre Abu Nuwas, que había muerto hacía poco. Yahya nada había contestado antes a las críticas contra los poetas españoles, pero entonces empezó a recitar una poesía, dándola como obra de Abu Nuwas. La poesía fue aplaudida extraordinariamente. Cuando el entusiasmo del auditorio llegó al más alto grado, Yahya exclamó: «Moderad vuestra admiración; los versos son míos». Y como nadie, al principio, quisiese creer su aserto, Yahya recitó aquella qasida suya que empieza con estas palabras:


   Mis pecados saqué de la bebida
y vergüenza y virtud allí se ahogaron...



Cuando hubo recitado esta poesía, la reunión se avergonzó y se separó.61

En la corte de Abd al-Rahman III vivían los célebres poetas Ibn Abd Rabbih e Ibn Said al-Mundir. El último prestó un importante servicio al califa en la recepción de una embajada de Bizancio. Todos los altos empleados del imperio estaban reunidos en la gran sala del trono, lujosamente adornada, y ya los embajadores habían presentado sus cartas en audiencia solemne, cuando Abd al-Rahman encomendó a los más distinguidos sabios de su séquito que elogiasen en un discurso, ante los circunstantes, la grandeza del Islam y del califato; pero todos ellos se desconcertaron y no dijeron nada. Entonces se levantó el poeta y pronunció un largo discurso en verso, que excitó la más profunda admiración de todo el auditorio, y por el cual le recompensó el califa con un elevado empleo62. También el poderoso al-Mansur se rodeaba de poetas, los reunía en su palacio para tener conversaciones literarias, y se hacía acompañar por ellos en sus expediciones militares63. Ibn Darray, llamado también el Castellano, y Yusuf al-Ramadi, eran los dos poetas que descollaban en su corte. Sin embargo, otro poeta, llamado Said, alcanzó más favor en palacio con el motivo siguiente. Mucho tiempo hacía que al-Mansur no deseaba nada más fervientemente que tener en su poder a García Fernández, conde de Castilla, y no había medio mejor de lisonjearle, que decirle que García iba a sucumbir pronto. Said discurrió una vez llevar de presente a al-Mansur un ciervo atado con una cuerda, y recitarle una composición, en la cual había los versos siguientes:


   ¡Oh refugio de los tristes!
¡Oh talismán de los flacos!
Tú, de los menesterosos
y desvalidos amparo,
del que te debe la dicha
recibe aqueste regalo:
ceñido de fuertes cuerdas
un ciervo hermoso te traigo;
García tiene por nombre,
para que sea presagio
de que pronto otro García
caerá lo mismo en tus manos64.



Por una extraña casualidad, García Fernández cayó en efecto prisionero el mismo día en que Said tuvo esta ocurrencia, y al-Mansur, desde el momento en que recibió la noticia, mostró gran respeto al poeta, cuya predicción tan felizmente se había cumplido. Para conservar su valimiento y para lisonjear la vanidad de al-Mansur, acudía Said a todas las trazas imaginables. Una vez mandó hacer un traje para su esclavo Safur, que era de gigantesca estatura, con todos los talegos en que al-Mansur le había enviado dinero. Cuando vio al-Mansur aquellos extraños atavíos, preguntó, admirado, por qué el criado de su poeta de corte llevaba un vestido tan haraposo. «Señor, respondió Said, tú me has hecho ya tantos presentes de dinero, que sólo con los talegos que le contenían he podido hacer un traje para este gigante». Al-Mansur sonrió, satisfecho con la lisonja que el poeta hacía a su liberalidad, y mandó en seguida que le enviasen nuevos regalos, y además un hermoso traje para Safur65. La brillante posición de que Said gozaba, despertó la envidia de otros muchos ingenios, y en palacio se formó en contra suya una verdadera conjuración. No siempre mostró al-Mansur la debida entereza contra las maquinaciones de este partido. Una vez se dejó llevar hasta el extremo de hacer que echasen al río una obra del poeta, contra la cual había oído muchas censuras. Said compuso sobre el caso este epigrama:


   Su lugar y destino conveniente
halló mi libro ahora;
porque el seno del agua transparente
las perlas atesora.



En otra ocasión regalaron a al-Mansur una rosa temprana, cuyo cáliz aún no estaba del todo abierto. Said, que se hallaba presente, improvisó lo que sigue:


   El cáliz entreabierto de la rosa
olor suave en el ambiente inspira
cual su encanto la virgen pudorosa,
que oculta su beldad a quien la mira.



Este epigrama agradó mucho a al-Mansur; pero un rival de Said, que allí estaba, dijo que los versos no eran suyos, sino de un poeta de Bagdad, a quien los había oído recitar en Egipto. «Yo los tengo, añadió, escritos de su mano, en el respaldo de un libro.- Muéstramelos», exclamó al-Mansur. Al punto se fue el acusador a casa de un poeta muy conocido por su talento para improvisar, le contó lo ocurrido, le hizo interpolar en otra composición los versos de Said, y escribirla toda con tinta amarillenta e imitando la escritura egipcia, en el respaldo de un libro, y después se volvió a palacio. Cuando al-Mansur leyó la composición, y se dio por convencido de que Said había plagiado de ella los versos, fue grande su cólera, y dijo: «Mañana quiero ponerle a prueba, y si sale mal, lo enviaré a un destierro». A la mañana siguiente fue llamado Said a palacio, donde encontró a todos los cortesanos convocados por al-Mansur, y vio en una sala, ricamente adornada, una grande pila, y en torno de ella muchas flores que formaban como un banco, sobre el cual se sentaban figuras hechas de jazmines, que parecían muchachas, y el centro de la pila tenía la apariencia de un pequeño lago, cuyo fondo, en vez de contener menudas guijas, estaba cubierto de perlas, y una serpiente nadaba en él, y una doncella, hecha también de flores, vogaba sobre las ondas en una barquilla, cuyos remos eran de oro. Al-Mansur exigió de Said que describiese en verso aquella pila y su contenido a fin de probar así que no eran plagio sus poesías. De otra suerte, tenía que recelar mucho malo. Said correspondió al punto a la excitación, e improvisó versos tan excelentes sobre la maravillosa pila, que al-Mansur, en vez de desterrarle, le regaló cien monedas de oro y cien vestidos, y le aseguró además una pensión mensual de otras treinta monedas de oro66.

Los músicos gozaban de igual favor en la corte y entre el pueblo. Abd al-Rahman II convidó al cantor Ziryab para que viniese de Bagdad a Córdoba, y le recibió muy afectuosamente y con mil honrosas muestras de estimación, señalándole una lujosa vivienda en su propio palacio, y diciéndole las condiciones bajo las cuales quería tenerle cerca de sí. Éstas eran en extremo brillantes: Ziryab debía recibir doscientas monedas de oro cada mes, y además de muchas ricas adehalas, otras dos mil monedas de oro como presente anual; y por último, debía gozar del usufructo de varias casas, campos y jardines, que constituían un capital de catorce mil monedas de oro. Después de haber hecho estos espléndidos ofrecimientos, pidió Abd al-Rahman al cantor que se dejase oír, y cuando hubo cantado, quedó el califa tan prendado de su habilidad, que en adelante no quiso oír cantar a otro alguno. Pronto escogió a Ziryab para que fuese de los que más íntimamente le trataban, y se complacía en hablar con él de poesía, de historia, de artes y de ciencias. El cantor tenía muy extensas nociones de todo; prescindiendo de que sabía de memoria la melodía y letra de diez mil cantares, había estudiado astronomía e historia, y no había nada más instructivo que oírle hablar sobre los diversos países y las costumbres de sus habitantes. Pero aún más que su gran saber, eran admirados su ingenio y su buen gusto. Su canto era tan encantador, que se divulgó la creencia de que por las noches venían los genios a visitarle y a enseñarle sus melodías. Vivía Ziryab con un boato de príncipe, y siempre que aparecía en las calles le circundaban cien esclavos67. Del celo con que se estudiaba entonces la música vocal e instrumental, dan testimonio, no sólo las obras teóricas que se escribieron sobre este arte, sino también un gran libro de los cantares andaluces, compuesto para competir con la colección que hizo Alí de Ispahan de los cantares de Oriente68.

El Cancionero de Alonso de Baena, donde se habla de una juglaresa morisca, y la poesía del Arcipreste de Hita, que menciona los bailes y canciones en medio de las calles de las moriscas cantadoras, favorecen la opinión de que el modo de ser de los músicos entre los árabes era muy parecido al de los castellanos y provenzales. También en el siglo XI, después de la caída de los omeyas, la vida de los poetas árabes presenta mucha analogía con la de los trovadores. Todas las pequeñas cortes que había entonces en España hubieran parecido desiertas a sus soberanos, si no las hubiese hermoseado la poesía. Semejante a sus hermanos de la Provenza, peregrinando de lugar en lugar, y trocando por ricas alabanzas recompensas no menos ricas, bullían los poetas como un enjambre, en los alcázares de los príncipes y en las casas de los grandes señores. Si uno de los pequeños soberanos era celebrado en una qasida sobresaliente, al punto se suscitaba entre los otros una verdadera emulación. No tenían ambición mayor, como asegura un árabe, sino la de que se pudiese decir: tal o tal sabio se halla en la corte de tal o tal rey; este o aquel poeta es el valido de este o aquel rey69. Basta aquí un ejemplo para dar idea de la liberalidad de estos soberanos cuando querían mostrarse agradecidos a los buenos versos en su elogio. Ibn Saraf, que tenía en feudo una aldea, tuvo una vez una disputa con un recaudador de tributos, porque éste le exigía que pagase demasiado. Ibn Šaraf fue a ver a al-Mutasim, rey de Almería, para pedirle justicia, y le trajo una composición poética, que contenía lo que sigue:


   Desde que tú gobiernas,
no esgrime su puñal el asesino,
sólo vírgenes tiernas
la muerte dan con su mirar divino.



El rey gustó mucho de estos versos, que son dos solamente en el original, y preguntó al poeta cuántas casas (en árabe bayt) contenía su aldea; y como el poeta dijese que contenía cincuenta, el príncipe añadió: «Está bien; en premio de este dístico (en árabe bayt también), quiero dártelas todas en plena propiedad, y así ningún recaudador podrá en lo sucesivo exigirte tributo70.

Aunque es indudable que el deseo de ganar dinero y nombre llevaba a muchos poetas a las cortes, y hasta se cuenta de uno que no hacía una composición encomiástica por menos de cien monedas de oro71, todavía no se puede afirmar que la avaricia fuese en general su único móvil. Se disfrutaba en aquella corte de una vida alegre y deleitosa, y en ella se encontraban los ingenios más a propósito para un agradable trato y comercio de ideas, y para certámenes sobre las bellas artes. En las hermosas noches de verano de Andalucía, descansaban recostados sobre blandos cojines en uno de los encantadores y floridos patios del alcázar, contaban cuentos, y ejercitaban y mostraban la habilidad con animadas y agudas pláticas y versos improvisados, mientras que murmuraban las fuentes, y el aura mansa difundía el aroma de las flores. El príncipe se mezclaba con toda confianza entre, sus huéspedes, hacía que circulasen las buenas bebidas, y aun se aventuraba a entrar en competencia con los maestros del canto. A veces se solían celebrar certámenes poéticos en ciertas grandes festividades, como, por ejemplo, el que estableció el rey de Granada por el natalicio del Profeta72.

Aunque por lo común era reconocido y estimado en mucho el mérito de los poetas andaluces, no faltaban sabios españoles que los mirasen con cierto menosprecio, y que afirmasen que el Oriente sólo era la verdadera patria de la poesía. Un escritor del siglo XII zahiere esta injusticia con palabras punzantes, y dice que los historiadores españoles de la literatura sólo vuelven los ojos hacia los autores de Oriente. «Cuando allí grazna un cuervo, añade, cuando en la más remota comarca de la Siria o del Irak zumba un mosquito, caen de rodillas como delante de un ídolo, mientras que aprecian en poco más que en nada todo verso y toda prosa que ve la luz pública en Andalucía; y sin embargo, España, aunque apartada de las otras regiones del Islam, ha producido varones distinguidísimos y elocuentes, así en prosa elegante como en verso; y Andalucía, si bien ha sido la última de las conquistas muslímicas, y si bien está cercada por el mar y por los godos y los francos, puede jactarse de un sinnúmero de poetas, cuyas obras compiten en resplandor con el sol y con la luna»73. Aunque, cegados por la manía de admirar lo extranjero, desconociesen muchos españoles el talento y el valor de los autores nacionales, no dejaban los poetas andaluces de gozar de gran fama en Oriente, ni de ser colocados a la misma altura que mejores poetas orientales. Así obtuvo Ibn Zaydun el dictado de El Buhturi de Occidente74, así cada uno de los tres poetas Ibn Jani, Yusuf al-Ramadi e Ibn Darray fue designado con el título de Mutanabbi occidental75, y el propio al-Mutanabbi, al oír recitar una poesía española, no pudo menos de exclamar, entusiasmado: «¡Este pueblo posee en alto grado las facultades poéticas!»76 Abu Nuwas, el gran cantor del vino y de los suaves goces de la vida, en tiempo de Harun al-Rašid, pidió a un español que fue a Bagdad, que le recitase versos de poetas andaluces77, y un habitante del remoto Jorasán expresó su admiración en las reuniones literarias del famoso sevillano Ibn Zuhr, aplicando a los poetas andaluces estas palabras de Mutanabbi:


Al ver salir el sol por Occidente,
dije: ¡Grande es Alá!78



Lo más interesante de estas anécdotas es que nos hacen concebir la inmensa extensión de los países en que florecía la literatura arábiga.

Desde el Ganges hasta la desembocadura del Tajo, y desde el Jaxartes hasta el Níger, se poetizaba en dicho idioma, y el activo tráfico y las continuas comunicaciones entre tantas y tan remotas comarcas hacían que cada nueva aparición literaria algo importante fuese pronto un bien común de todos los pueblos que habían adoptado la lengua del Corán y el islamismo. Por medio de las caravanas que anualmente iban a la ciudad donde nació el Profeta, desde los últimos confines del mundo musulmán, La Meca era como un gran mercado, en el cual los más apartados habitadores de la tierra trocaban sus producciones literarias; de suerte que una obra compuesta al pie de Sierra Morena podía con facilidad y en breve tiempo abrirse camino hasta los valles del Cáucaso indiano.




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- III -

Observaciones generales sobre la poesía arábigo-hispana


¿Quién no ha de tener la curiosidad de conocer los cantares que resonaron en los encantadores salones de los alcázares andaluces, en las galerías de columnas afiligranadas de arabescos, y en los pensiles de al-Zahra; cuyo eco se mezcló con el murmurar de las fuentes y con el gorjeo de los ruiseñores del Generalife? Así como los árabes, donde quiera que pusieron el pie en el suelo español, hicieron brotar fertilidad y abundancia de aguas, entretejieron en frondoso laberinto los sicomoros y los granados, los plátanos y las cañas de azúcar, y hasta lograron que floreciesen las piedras en variados colores, así también puede creerse que su poesía compitió en aroma y delicado esmalte con los bosquecillos umbrosos de la huerta de Valencia, y en rico esplendor con los arcos alicatados de prolijas labores y con las esbeltas columnatas de la Alhambra. Crece más aún el deseo de conocer esta poesía por la conjetura de que la penetra un espíritu caballeresco, que imprime en la vida de los mahometanos de España un sello peculiar y característico; porque el cielo de Occidente puso sobre las prendas de la poesía arábiga, sobre su riqueza y pompa oriental, mayor precisión y un estilo más claro, acercándola mucho a nuestro modo de sentir.

Esta esperanza no será del todo defraudada. Entre las producciones de la poesía arábigo-hispana se encuentran muchas que manifiestan sentimientos extraordinariamente parecidos a los nuestros, y que contienen ideas que no podían nacer en la antigua Arabia, sino bajo el más dilatado horizonte del Occidente. Sin embargo, la mencionada esperanza no debe engrandecerse mucho. En todas las épocas y en las más distintas regiones del mundo, a donde sus conquistas los llevaron, los árabes guardaban vivos en el alma los recuerdos de la patria primera. Aunque la península del Sinaí volvió a caer en la barbarie, la miraron siempre como la cuna de su civilización, desde los brillantes centros de la cultura que habían creado, así en el extremo Oriente como a orillas del Atlántico. La historia de sus antepasados les era familiar desde la infancia, y la peregrinación a los lugares santos de su creencia, que casi todos emprendían, no dejaba que jamás se entibiase en ellos el sentimiento de amor y dependencia del país de donde salieron. Por esto sus poesías están llenas de alusiones a las leyendas, héroes y localidades de la antigua Arabia, de imágenes de la vida nómada y de descripciones del desierto. Consideraban además las mu'allaqat y el Hamasa como modelos insuperables, y bastantes creían que el medio más seguro de llegar a ser clásicos era imitar mucho su estilo. La admiración inmensa que estas poesías excitaban entre los andaluces, y el diluvio de imitaciones que producían, ocasionaron la burla y la sátira del antólogo Ibn Bassam, aburrido y harto de la repetición de lo ya dicho tantas veces. «Mueve a tedio -exclama- el oír cantar perpetuamente sobre las ruinas de la casa de Jawla»; el «parad aquí, amigos, para que lloremos», debiera ya desecharse; cuando se lee aquello de «¿es ésta la huella de Umm Awfa?» Bien se puede tener por cierto que la huella de una persona, que se fue tanto tiempo ha, está ya borrada. Muchos hermosos pensamientos fueron ajenos de aquellos antiguos poetas, por lo cual han dejado no poco que decir a los posteriores, pues no se debe tener sólo y absolutamente por bueno al que ya murió79. Si la poesía arábigo-hispana contiene, a causa de las formas prestadas de la poesía ante-islámica, muchas ideas e imágenes que nos son extrañas, esta extrañeza crece más aún por la grande importancia que se daba a la parte técnica y al primor del lenguaje. Los habitantes de la península ibérica presumían mucho de sus conocimientos filológicos, y hacían un estudio especial de todas las sutilezas de la lengua arábiga escrita; así es que sus poetas debían ser, antes de todo, hábiles y sutiles gramáticos, y el mérito de sus obras solía ponderarse, más que por el contenido de ellas, por la perfección del estilo y por el arte con que el autor sabía dominar la infinita riqueza del vocabulario arábigo. De aquí dimana el que muchos antólogos y críticos alaben a menudo, como incomparables, versos que nos parecen de poquísimo valer, y que aseguren que estaban en la boca de todos, sin que nosotros acertemos a comprender esta fama. La explicación de esto sólo debe buscarse en el dichoso acierto de la expresión y en lo primoroso de la forma; porque, no tanto la energía poética cuanto el artificio métrico y filológico despertaba a veces el entusiasmo80. Estas bellezas artificiales de la poesía, que valen más para el oído que para el alma, sólo son gustadas y bien estimadas por el pueblo para quien se crearon. Por esta razón, una parte de las más encomiadas obras maestras que encantan a los árabes son letra muerta para nosotros. El prurito de lucir la maestría en el manejo de la lengua y las sutilezas gramaticales, ha dictado versos a los poetas arábigos del Oriente y de Occidente, cuyo único valer consiste en la dificultad vencida, y donde en balde se buscará un contenido poético, pues sólo hay una sonora aglomeración de sílabas, un extraño laberinto de giros y de voces, incomprensibles sin comentario. Añádase a esto el afán, en más o menos grado sentido por todos los poetas, de emplear metáforas y comparaciones traídas de muy lejos, antítesis extravagantes y expresiones hiperbólicas. Esta inclinación parece innata en los árabes. Es un error el encomiar a los poetas ante-islámicos por su estilo sencillo y exento de imágenes rebuscadas, y el censurar a los posteriores por la afectación y el mal gusto que introdujeron. Ya Imru-l-Qays, en su mu'allaqat, escrita por lo menos cincuenta años antes del nacimiento de Mahoma, raya en extravagante cuando compara, por ejemplo, el pecho de su querida con un bruñido espejo o con un huevo de avestruz, y su mano con los ramos de una palma, y cuando dice que su caballo se mueve como un trompo con que juega un niño. Verdad es que en los tiempos posteriores se aumentó este defecto. Los mismos asuntos habían sido ya tratados tantas veces, que tenían poco interés en sí, y para prestárseles nuevo se buscaban inusitadas maneras de tratarlos. No creo, con todo, que deba desecharse como de mal gusto cuanto a primera vista nos parece raro en los poetas árabes; por ser muy diferente de lo que los poetas europeos dicen. Así, verbigracia, el usar, como imagen de la magnanimidad y liberalidad, las nubes y la lluvia que de ellas se desprende, es una comparación bien escogida, porque la humedad restauradora que la lluvia difunde, es mirada como el mayor beneficio por los orientales y andaluces, abrumados con los ardores del sol. Ni es del todo censurable, por muy extravagante que nos parezca, el decir que los dientes de la querida, por su humedad y blancura, son como granizos, su cándida tez como alcanfor, y su nariz como el pico saliente de una montaña. Cada idioma tiene sus idiotismos y convenciones, y tal vez no sean más impertinentes estas imágenes que muchas de las comunes entre nosotros lo serían para los árabes; pero, de todos modos, dan a la poesía en que se hallan un carácter harto peregrino. Es singular, porque no se descubre la semejanza que pueda haber entre una cosa y otra, que se comparen los cabellos negros con enramadas de mirto, y las trenzas con escorpiones. Y no es menos singular el modo de bendecir una casa exclamando: «¡Oh querida casa, ojalá que te riegue con abundancia la lluvia de las nubes!»; porque, si bien una lluvia abundante es muy provechosa para los hombres y los campos sedientos, no hay clima alguno donde no sea perjudicial para los edificios. Por último, el servirse como metáfora de la palabra narcisos en vez de ojos, porque los menudos tallos de los narcisos, al inclinarse lánguidamente, hacen pensar en la languidez de los ojos, y el asemejar los bucles entrelazados con letras del alfabeto, y los lunares de las mejillas con hormigas que van corriendo hacia la miel de la boca, son imágenes, en parte falsas, porque no es bastante el punto de comparación, y en parte de pérfido gusto.

En lo tocante a la composición artística, no se impusieron los árabes españoles reglas más severas que sus antepasados orientales. Sólo pueden celebrarse de tener completa unidad algunos pequeños cantos, donde el fuerte impulso del sentimiento lo ha creado de un modo inconsciente. En más extensas composiciones, pocas veces la idea capital predomina entre los pormenores con la energía que se requiere para producir un conjunto armónico. De aquí proviene que estas composiciones sean a menudo, más que un todo, una serie de pensamientos y de imágenes; por manera que los antólogos suelen citar una parte, no como fragmento, sino como obra entera, y en otras ocasiones, una misma composición, citada por escritores diferentes, se encuentra que varía o en el número o en el orden de los versos, sin que tales cambios o faltas perturben esencialmente el conjunto. Esta carencia de enlace en la composición depende de una propiedad profundamente arraigada en el espíritu de los árabes, que los lleva a considerar, más que nada, las cosas particulares, perdiendo de vista lo general; el lazo que forma el todo. Su condición natural les hacía difícil el elevarse a una más extensa comprensión de los asuntos; entre los modelos de la propia literatura, no poseían uno sólo de más ordenada y artística composición, y tampoco aprendieron nunca a estimar, con el estudio de las literaturas extranjeras, la hermosura y el mérito que se hallan en el enérgico desenvolvimiento de un plan grande. En todas las épocas y por donde quiera les fue completamente desconocida la literatura de los otros pueblos; ninguno de sus autores deja traslucir que la conoce, y es lícito afirmar que hasta el escritor arábigo más discreto e instruido. Ibn Jaldun, habla sólo de oídas cuando da principio al capítulo sobre la poesía de los árabes, observando que también en otras naciones, a saber, entre los persas y los griegos, ha florecido la poesía, por lo cual Homero es nombrado y celebrado en los escritos de Aristóteles81. El decantado cultivo de la literatura griega por los árabes españoles se limitó a obras de filosofía y de ciencias exactas, que vertieron en su lengua de la siriaca, y que después comentaron; pero sobre todo aquello que no pertenecía a esta parte de las ciencias, como por ejemplo, sobre la historia y la mitología de los pueblos antiguos, se quedaron siempre en la mayor ignorancia. Sus historiadores refieren que en Itálica se halló en una excavación un grupo de mármol de portentosa hermosura, que representaba una joven y un niño perseguido por una serpiente, y sus poetas celebraban este grupo en sus versos, pero ninguno sabe que aquellas figuras eran indudablemente Venus y Cupido82. El geógrafo al-Bakri, tan bien enterado en todo lo relativo a las tierras muslímicas, no sabe distinguir si un epitafio hallado en las ruinas de Cartago es latino, púnico o de otra lengua, y llama a Aníbal rey de África83. Por último, el gran filósofo Ibn Rusd o Averroes, en su paráfrasis de la Poética de Aristóteles, cita a los Antara, Imru-l-Qays y Mutanabbis, en vez de citar a los poetas griegos, y tiene tan pocas nociones de la griega literatura, que define la tragedia el arte de elogiar, y la comedia el arte de censurar, y, de acuerdo con esta teoría, halla que las composiciones satíricas y encomiásticas de los árabes son comedias y tragedias84.

Aunque según lo expuesto, la poesía de los árabes en España tenía muchos rasgos iguales a la de su hermana oriental, todavía no dejó de sentir el influjo del suelo de Andalucía. Los poetas, a pesar de toda su admiración del y de las mu'allaqat, y a pesar del prurito de imitarlos, no pudieron desechar los nuevos asuntos que se ofrecían para sus canciones. Ya no podían cantar las enemistades entre tribu y tribu, ni las discordias por causas de los pastos, sino la gran contienda del Islam contra las huestes reunidas del Occidente; en vez de convocar a los compañeros de tienda para la sangrienta venganza de un pariente asesinado, debían inflamar a todo un pueblo para que defendiese la hermosa Andalucía, de donde los enemigos de la fe amenazaban lanzarlos. A par de las peregrinaciones por el desierto y de la vivienda abandonada del dueño querido, lo cual, por convención, había de tener siempre lugar en una qasida, había entonces que describir risueños jardines impregnados con el aroma del azahar, arroyos cristalinos con las orillas ceñidas de laureles, blandas y reposadas siestas bajo las umbrosas bóvedas de los bosquecillos de granados, y nocturnos y deleitosos paseos en barca por el Guadalquivir. Inevitablemente tuvieron los poetas, al tratar estos nuevos asuntos, que adoptar imágenes desconocidas a sus antepasados, y el estado de la civilización, enteramente distinto, hubo también de imprimirse en sus versos. Andaluces que habían llegado a un alto punto de cultura social y científica, cortesanos elegantes e instruídos, que habían estado en la escuela filosófica de Aristóteles, no podían sentir y pensar ya como los rudos pastores del desierto. Aunque muchas de sus qasidas se parezcan, no sólo en la forma y en la expresión, sino también en las ideas y sentimientos, a las de los árabes antiguos, esto es sólo porque los autores creían poder competir mejor con los modelos ciegamente reverenciados de un Antara o un Labid, cuando más se apartaban y substraían del influjo de su época y de cuanto los rodeaba. Por fortuna, estas tentativas desgraciadas de copiar el estilo y el espíritu de épocas anteriores, renegando de lo presente, no es lo único que nos queda de la literatura de los árabes españoles. Aun cuando los poetas tienen delante de los ojos la poesía ante-islámica, y cuentan el remedarla como mérito, introducen, sin notarlo, en la antigua forma, nuevos modos de ver y de sentir; y en otras composiciones obedecen, sin volver la vista atrás, lo que les dictan el corazón y la mente, y en vez de beber la inspiración en los libros, pintan lo que ellos mismos han sentido y experimentado. Estas últimas composiciones merecen principalmente nuestra atención, y en ellas, como todos aquellos rasgos que distinguen la poesía occidental de la oriental, se nos muestran los árabes como europeos. Cuando oímos, con voces semíticas y con el peregrino acento del Oriente, el elogio de las verdes praderas y de los corrientes arroyos de Andalucía, y la expresión de sentimientos amorosos, más tiernos que los que los trovadores expresaban, imaginamos oír también entre el susurro de la palma oriental, los suspiros del aura de Occidente, que agita y orea las enramadas del jardín de las Hespérides.

A semejanza de su lengua, que no posee las ricas y gráficas combinaciones de las indo-germánicas, sino que íntimamente forma sus vocablos por la adición de una sola letra a la radical, o por el cambio de las vocales y acentos, toda la actividad creadora de los árabes tiene un carácter subjetivo. Pinta con preferencia la vida del alma, hace entrar en ella los objetos del mundo exterior, y se muestra poco inclinada a ver claro la realidad, a representar la naturaleza con rasgos y contornos firmes y bien determinados, y a penetrar en el seno de otros individuos para describir los sucesos de la vida y retratar a los hombres. Por esto aquellas formas de poesía que requieren la observación de las cosas exteriores y una gran fuerza para representarlas, no son conocidas entre los árabes. Ensayos dramáticos, ni aun de la clase inferior, como los han tenido otros pueblos mahometanos, no se han producido por los árabes en el suelo español, o al menos no dan indicio de ellos los escritores que se han consultado hasta el día85. La poesía narrativa, según veremos después, no fue extraña del todo a los árabes españoles; pero no han producido ninguna epopeya propia. En la poesía lírica fue donde aunaron todas sus fuerzas, y en ella vertieron cuantas penas y cuantos deleites movían sus corazones. Por este cauce corrió el torrente de la poesía, en el suelo andaluz, con una inmensa abundancia. Las producciones líricas de los poetas arábigo-hispanos se distinguen en general por la dicción rica y sonora y por el brillo y atrevimiento de las imágenes. En vez de prestar expresión a los pensamientos y de dejar hablar al corazón, nos agobian a menudo con un diluvio de palabras pomposas y de imágenes esplendentes. Como si no les bastase conmovernos, propenden a cegarnos, y sus versos se asemejan, por el abigarrado colorido y movimiento deslumbrador de las metáforas, a un fuego de artificio que luce y se desvanece en las tinieblas, que hechiza momentáneamente los ojos con sus primores, pero que no deja en pos de sí una impresión duradera. El empeño de sobrepujar a otros rivales populares y famosos ha echado a perder de esta suerte muchas de sus composiciones. Y, por el contrario, el éxito de sus composiciones para con nosotros es tanto mayor cuanto menos ellos le buscan, olvidados de su ambición, y haciendo la poderosa inspiración de un instante, dado que expresen un sentimiento verdadero en no estudiadas frases.

Los asuntos sobre los cuales escriben, son de varias clases. Cantan las alegrías del amor bien correspondido, y el dolor del amor desgraciado; pintan con los más suaves colores la felicidad de una tierna cita, y lamentan con acento apasionado el pesar de una separación. La bella naturaleza de Andalucía los mueve a ensalzar sus bosques, ríos y fértiles campos, o los induce a la contemplación del tramontar resplandeciente del sol o de las claras noches ricas de estrellas. Entonces acude de nuevo a su memoria el país nativo de su raza, donde sus antepasados vagaban sobre llanuras de candente arena. Expresiones de un extraño fanatismo salen a veces de sus labios como el ardiente huracán del desierto, y otras de sus poesías religiosas exhalan blanda piedad y están llenas de aspiraciones hacia lo infinito. Ora convocan a la guerra santa, con fervorosas palabras, a los reyes y a los pueblos; ora aclaman al vencedor; ora cantan el himno fúnebre de los que han muerto en la batalla, o se lamentan de las ciudades conquistadas por el enemigo, de las mezquitas transformadas en iglesias, y de la suerte infiel de los prisioneros, que en balde suspiran por las floridas riberas del Genil desde la ruda tierra de los cristianos. Elogian la magnanimidad y el poder de los príncipes, la gala de sus palacios y la belleza de sus jardines; y van con ellos a la guerra, y describen el relampaguear de los aceros, las lanzas bañadas en sangre y los corceles rápidos como el viento. Los vasos llenos de vino que circulan en los convites, y los paseos nocturnos por el agua a la luz de las antorchas, son también celebrados en sus canciones. En ellas describen la variedad de las estaciones del año, las fuentes sonoras, las ramas de los árboles que se doblegan al impulso del viento, las gotas de rocío en las flores, los rayos de la luna que rielan sobre las ondas, el mar, el cielo, las pléyades, las rosas, los narcisos, el azahar y la flor del granado. Tienen también epigramas en elogio de todos aquellos objetos con que un lujo refinado ornaba la mansión de los magnates, como estatuas de bronce o de ámbar, vasos magníficos, fuentes y baños de mármol, y leones que vierten agua. Sus poesías morales o filosóficas discurren sobre lo fugitivo de la existencia terrenal y lo voluble de la fortuna, sobre el destino, a que hombre ninguno puede sustraerse, y sobre la vanidad de los bienes de este mundo, y el valor real de la virtud y de la ciencia. Con predilección procuran que duren en sus versos ciertos momentos agradables de la vida, describiendo una cita nocturna, un rato alegre pasado en compañía de lindas cantadoras, una muchacha que coge fruta de un árbol, un joven copero que escancia el vino, y otras cosas por este orden. Las diversas ciudades y comarcas de España, con sus mezquitas, puentes, acueductos, quintas y demás edificios suntuosos, son encomiadas por ellos. Por último, la mayor parte de estas poesías están enlazadas con la vida del autor; nacen de la emoción del momento; son, en suma, improvisaciones, de acuerdo con la más antigua forma de la poesía semítica.



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