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Poesía y crisis del 98: de Azorín a Vicente Medina

Francisco Javier Díez de Revenga





Todos los géneros literarios dieron cuenta de la crisis del 98. Al lado de los nombres más representativos de la época, que reflexionaron en sus ensayos, novelas y dramas sobre los aspectos más agudos del pensamiento noventayochista, también los poetas dejaron sentir los efectos de la decadencia, de la pobreza, de la emigración, de la marcha de los hijos a la guerra. Las clases más humildes sufrieron en sus propias carnes los efectos del caciquismo, de la irracionalidad de la producción y, en los medios rurales, junto a la sequía o las inundaciones, las enfermedades y la mortalidad infantil, determinaron reacciones sociales, aunque aisladas, sobresalientes. La poesía del 98, y muy especialmente Antonio Machado en Campos de Castilla, pusieron de manifiesto los males de la España rural y cantaron con emoción el sufrir de los más humildes, víctimas de los poderosos. El poeta Vicente Medina, que inicia la publicación de sus poesías justamente en 1898, denuncia estas carencias y los sinsabores de las gentes más humildes. Una versión de la poesía como compromiso que no ha merecido el reconocimiento de los historiadores de la literatura, y que pretendemos mostrar en esta aportación.

La propia crisis política y bélica del año 1898 produjo una peculiar poesía, que apareció publicada en la prensa de aquel año, y que ha sido recogida en una interesante antología por Carlos García Barrón, en la que figuran poetas poco conocidos que ensalzan, sin duda engañados por la propaganda militar y política, las hazañas de las tropas nacionales, o protestan contra los hechos más destacados del momento, desde muy diversos puntos de vista, desde el patriótico al satírico. Los textos ponen de relieve no la inmediata conciencia ante el problema, y ante la decadencia que se avecina, sino una especie de ceguera general, bien organizada por la falta de información, la ignorancia ante la magnitud de los problemas y las falsas informaciones por parte de los políticos, o como concluye García Barrón, «la irreflexión y el apasionamiento irrumpen en estas páginas reiteradamente».

Habría de pasar algún tiempo, tras los hechos militares acaecidos en 1898, para que la conciencia de la situación social aflorara con matices críticos en la literatura del momento. Y así el propio antólogo termina sus palabras con esta interesante consideración, cita poética incluida: «La "generación de 1898" se encargará posteriormente de analizar -con sangre fría- las causas y orígenes de esta degradación nacional. Yo he preferido tomarle el pulso al paciente en vida, cuyos postreros alientos quedarían inmortalizados por Vicente Medina en estos versos finiseculares:


... Por qué sendica se marchó aquel hijo
que murió en la guerra...
Por esa sendica se fue la alegría,
por esa sendica vinieron las penas...
No te canses, que no me remuevo;
anda tú, si quieres, y éjame que duerma,
a ver si es pa siempre... ¡Si no me espertara!
¡tengo una cansera...»

Publicó Vicente Medina por primera vez su «Cansera» en Blanco y Negro el 18 de junio de 1898, y pronto el poema se habría de convertir en el texto más conocido de todos cuantos escribió. Perteneciente a su libro Aires Murcianos y reproducido en multitud de antologías de la poesía española del siglo XX, la poesía en cuestión representa el desaliento ante las adversidades que sufre el huertano de Murcia en la época en que Aires Murcianos está ambientada, finales del siglo XIX, la España de la Restauración al 98 en la que la agricultura era pobre y sometida a las inclemencias de la meteorología de la zona y a los fatales resultados de la mala administración y de los procedimientos anticuados, a los que se une la guerra, el hambre, la sequía y la muerte. Medina acertó en muy pocos versos a captar la desilusión y tristeza del hombre que ve que no puede salir adelante, y su canto desolado y sin esperanzas viene a representar toda una España, la del 98, con la que Vicente Medina conecta y a la que, con esta y con otras composiciones, se une ideológica y sentimentalmente. Valbuena Prat ha destacado la profunda melancolía, la inmersión en la inacción por desesperación y dolor total en el que el poeta, además de referirse a casos concretos, está a tono con el inmenso dolor inútil de los españoles conscientes de la generación del desastre.

Por ello, «Cansera» viene a ser un resumen y también un programa de acción y de desolación de todo lo que Medina ha querido encerrar en sus Aires Murcianos, de todo lo que ha querido captar con esos aires doloridos, desesperanzados, que concedió a su obra y que tanto se ha valorado por ser representación de unos hombres y de un tiempo de España ya pasados. Su representación de esa realidad se destaca por ser fiel trasunto de un mundo que Medina conoció de cerca, y no solo en lo que se refiere a la agricultura dependiente de la voluntad del tiempo, sino también en otros aspectos sugeridos en el poema, como pueden ser la marcha de los hijos a la guerra. Medina, que fue de los últimos de Filipinas, y que vivió de cerca el desastre del 98, combina con acierto las propias vivencias huertanas con la realidad social que se deja sentir en tan breves pero tan sugerentes alusiones a otros aspectos que son moneda de uso diario en la vida del huertano, como pueden ser la emigración, que Vicente Medina ya conocía cuando escribió este poema y que será el signo poco después de toda su nostálgica existencia.

Hay que poner en relación tal actitud con el espíritu de fin de siglo, al que cierta literatura se adscribe. Cuando Medina señala que los objetivos de su poética son la vida actual, sus luchas, sus dolores, sus tristezas, estamos muy cerca de lo que se ha venido en denominar espíritu del 98, y que, en poesía, tuvo su representación más clara en los años en que Medina empieza a escribir (Unamuno) y en los siguientes (Antonio Machado). Pedro Aullón de Haro, al recoger en un interesante volumen, una selección de textos poéticos y prosísticos, bajo el título de Poesía de la generación del 98, en la que no figura Vicente Medina, reflexionó sobre los «elementos de tópica temática» que desarrollaron los escritores de fin de siglo, y advirtió que «la temática característicamente noventayochista es, naturalmente, aquella que demarca el extenso ámbito de contenidos centrados o emparentables con el tema de España en su sentido más amplio, pues no se trata en modo alguno de prefijar un punto de mira de índole restrictiva que en poco habría de rentabilizar la comprensión de las cosas».

Destaca, entre los elementos de tópica temática, la combinación, llevada a cabo con genialidad indiscutida por Antonio Machado, de presencia del paisaje con las gentes que lo pueblan. Paisajes españoles, fundamentalmente castellanos, que inicia Unamuno, que glosa Azorín y que Antonio Machado completó con «la dura crítica social e histórica» de Campos de Castilla, que, como señala Aullón, a veces se suele olvidar: «Ello es patente en la veracidad artística, plástica, psicológica e incluso moral de los temas castellanistas, del cainismo y de los campesinos machadianos, de la impronta que esto produjo en Unamuno. No se debe olvidar que el ambiente creado por la Institución Libre de Enseñanza propició mediante excursiones y estudios la reflexión histórica y paisajística, el ímpetu por lograr una redefinición de España haciéndose evidente una vez más las bien trabadas razones de espíritu y cultura que indujeron a la ascensión estética e ideológica de Castilla por unos hombres que sin duda caminaron mucho buscando en la realidad de campos y pueblos el "alma", que se decía entonces, de un país».

Lo que Machado legó en Campos de Castilla, años después, ya había sido criticado por Azorín en alguno de sus libros, en concreto en España, libro escrito entre 1904 y 1905. La visión del mundo como contemplación directa, la experiencia personal ante ese mundo, que al mismo tiempo cuenta con unos tipos reiterados y con una historia reflejada en vetustos palacios. Mundo también corrompido por los vicios que caracterizaron a la hidalguía de la España de ese tiempo: holgazanería, vivir de las rentas y soñar con las glorias pasadas. Esa España que Machado consagraría con su durísima crítica social en sus Campos de Castilla, que en estas fechas empezaba a escribirse. Despreocupación, indiferencia, altivo desdén, rapto súbito por lo heroico, amalgama de lo prosaico y lo etéreo: eso es España y esos son los españoles para Azorín en este momento crucial de crisis de valores y de pensamiento, con la que se cierra la primera década de nuestro siglo. La España decadente de pueblos añejos, con iglesias y con tertulias de casinos, de mujeres encerradas en su casa, de hombres que sueñan con un pasado mientras viven de las rentas, y de los que trabajan para ellos. Era ya para Azorín el momento de la reflexión, el momento en que había que olvidar los arrebatos juveniles y pensar, pensar en el prójimo y pensar en España. Y así lo manifiesta en la introducción de su libro España en unas reflexiones que siguen siendo espejo de su actitud vital en este tiempo de crisis.

El mismo Antonio Machado escribiría en 1917, explicando Campos de Castilla: «Cinco años en la tierra de Soria, hoy para mí sagrada -allí me casé, allí perdí a mi esposa, a quien adoraba-, orientaron mis ojos y mi corazón a lo esencial castellano. Ya era, además, muy otra mi ideología. Somos víctimas -pensaba yo- de un doble espejismo. Si miramos afuera y procuramos penetrar las cosas, nuestro mundo externo pierde en solidez, y acaba por disipársenos cuando llegamos a creer que no existe por sí, sino por nosotros. Pero si, convencidos de la íntima realidad miramos adentro, entonces todo nos parece venir de fuera, y es nuestro mundo interior, nosotros mismos, lo que se desvanece. ¿Qué hacer entonces? Tejer el hilo que nos dan, soñar nuestro sueño, vivir; sólo así podremos lograr el milagro de la generación. Un hombre atento a sí mismo y procurando auscultarse ahoga la única voz que podría escuchar: la suya. [...] Y pensé que la misión del poeta era inventar nuevos poemas de lo eterno humano, historias animadas que, siendo suyas, viviesen, no obstante, por sí mismas. [...] Muchas condiciones encontraréis ajenas a estos propósitos que os declaro. A una preocupación patriótica responden muchas de ellas; otras, al simple amor a la Naturaleza, que en mí supera infinitamente al del Arte. Por último, algunas rimas revelan las muchas horas de mi vida gastadas -alguien dirá: perdidas- en meditar sobre los enigmas del hombre y del mundo».

Vicente Medina pertenece plenamente a todo este mundo y su particular aportación en forma de interpretación verista, ya fue advertida por algunos lectores cuyas voces no podemos dudar en considerar muy autorizadas. Entre ellas, la de Leopoldo Alas nos puede informar a la hora de comprender cómo se entendía a Medina en aquellos años. El 29 de julio de 1899, en su artículo de La Vida Literaria, se define en este sentido sobre todo a través de unos subrayados que sobresalen en el texto. Para Clarín, «Medina no pretende nada; no tiene escuela, no tiene vanidad... Casi no tiene más que dolor. Casi siempre habla de las penas que le vienen a los humildes de su propia pobreza, por culpas del ancho mundo, tan difíciles de determinar, que parece que caen de las nubes todas las desgracias, y que culpable no es nadie o es el viejo fatum. No es Medina tendencioso; no cultiva el arte por la sociología; no es poeta socialista, ni anarquista, ni... ácrata, como se llaman ahora algunos. Por lo mismo causan más impresión los [y aquí vienen subrayadas tres palabras] hechos, los documentos, las pruebas, que en sus versos se acumulan a favor de la causa de los desvalidos».

Tales hechos, documentos y pruebas revelan, en la mente de Clarín, la relación de Medina con el naturalismo, una de cuyas vertientes, la rural, es la más próxima a Vicente Medina, como lo fue a otros poetas considerados dialectales o regionalistas, como Gabriel y Galán. Cossío habló, a la hora de estudiar a Medina, de «naturalismo rural», y lo cierto es que el mundo del campo entra de lleno en la literatura nuevamente, ahora desde un ángulo de análisis estrictamente experimental y verista. El ejemplo de Emilio Zola y su novela La tierra, la existencia del drama rural y su relación con el naturalismo, la novela española de fin de siglo ambientada en medios campesinos (Pardo Bazán, Pereda, Valera, Blasco Ibáñez) pone de moda, en ciertos niveles, lo que podríamos denominar «ruralismo». Medina fue siempre muy consciente de su especialización en este sector y, todavía en 1932, el poeta se mantenía fiel a su concepto de la poesía que él denomina, entonces, «agraria», caracterizada por «la lucha y el amor por el terruño». Algunas opiniones, sin embargo, van algo más allá y descubren que, en Medina, con el paisaje están también las gentes que viven en esa tierra irredenta, con sus luchas, sus dolores, sus pesares. En los años que ahora nos ocupan, el paso de un siglo a otro, la posición de Medina a este respecto es valorada por su originalidad y valentía. Así, el poeta Teodoro Llorente, a raíz de la aparición de La canción de la huerta (segunda serie de Aires Murcianos), no duda en referirse al carácter nuevo de esta poesía tanto por su contenido humano como por su nuevo enfoque, alejado desde luego de un costumbrismo regionalista y superficial: «Aunque la huerta murciana -escribe Llorente- se presta mucho a la pintura del paisaje, Medina no es paisajista; es un pintor de género. No le interesa la Naturaleza, sino el hombre; no es poeta del campo, sino poeta de los campesinos. Ni sus primeros Aires Murcianos, ni en los que ahora ha publicado hay una sola composición meramente descriptiva; todas son escenas de la vida humana a las que ahora da realce el lugar donde se desarrollan, pero este agradable escenario sólo es fondo del cuadro; el interés de este estriba en las figuras, pintadas siempre, con tan delicados toques de observación, que parecen vivas y quedan imborrables en nuestra memoria».

El campo y los campesinos, para Llorente, eran el objeto de reflexión de Medina frente a la Naturaleza con mayúscula como decorado, pero para Clarín es la tierra subrayada también lo que define al poeta: «Este tomo de Aires Murcianos ¡es tan español! Tan universal también, pero ¡tan español! Así es el arte mejor; del mundo entero... y además de su tierra.»

Otro de los grandes admiradores de Medina y de lo que traía a la literatura fue Azorín, cuando todavía no era más que J. Martínez Ruiz. Precisamente, los diferentes artículos en los que se refirió al poeta durante sus primeros pasos habían destacado las cualidades a que nos estamos refiriendo como nuevas. Así, justamente en 1898, Martínez Ruiz advierte por un lado que nuestro poeta «es un artista cabal, enamorado del arte, entusiasta de la naturaleza, del campo, de los paisajes de su tierra», y por otro asegura que es un poeta delicado, conmovedor, genial, que sabe llegar al alma, para expresar «la ternura, la infinita ternura de los hombres y de las cosas». Pero, junto a esa emoción, para Azorín también es valiosa la presencia de la realidad, tanto en la poesía («Nada más estético, más esencialmente artístico, que esta melancolía, esta ansia de vivir del que muere, este anhelo hacia algo soñado, hacia el ideal que no perece por desequilibrio entre la vida de la realidad y la vida a placer forjada») como en el teatro, dado a conocer en esos mismo años («el drama del labriego, de la ruda gente del campo, embrutecida por el trabajo feroz de todo el día, explotada por el amo»). «Yo he sido campesino también -añade el escritor de Monóvar-; yo he vivido en el campo y he visto la miseria horrible de esta gente: la he visto extenuada por la fatiga, pálida, cubierta de harapos, pidiendo un pedazo de pan, de puerta en puerta; la he visto emigrar a tierras apartadas, abandonado el pedazo de suelo en que nacieron». La conexión con el 98, con el espíritu del joven Martínez Ruiz, que habría de desarrollar más tarde Antonio Machado, está clara. Aullón de Haro, recordando libros de Azorín como El alma castellana, señala que en la poesía del 98 «no sólo hubo amor a la realidad, también gran esfuerzo para llegar a ella. La tierra del noventayocho es interpretación y realidad, mas en ningún caso invención; es presentada como árida, yerma, fría y austera, de pueblos decrépitos a menudo con gentes envidiosas y ramplonas, con mujeres y señoritos, recorrida sin apenas mesones ni ventas por caminos polvorientos que acentúan la desnudez del entorno...»

Tenemos que encontrar en el poeta al escritor de aquellos difíciles años, cuando Azorín y Unamuno, Maragall y Clarín se sintieron emocionados por la originalidad de sus creaciones: «Cansera», «Murria», «La canción triste», «Los níos solos», «En la ñora», «La novia del soldao», «La sequía», «Y la nena al brazal»... Hallaremos entonces al Medina creador de la única poesía naturalista rural que se produjo en España, al poeta que es capaz de interpretar en su poesía un espacio y una hora de España, reflejados en unos seres perseguidos por el infortunio y la adversidad, creando en Aires Murcianos un tono monocorde de intensa tristeza o, como señalara José Ballester, «la nota persistente de tristeza, de luto, de pesimismo, que es constante desde el primero hasta el último de los poemas de Aires Murcianos». Y todo cantado con un sentido de «idealización de lo vital», marcado por un tono intimista, en el que Manuel Alvar ha destacado la «reiteración afectiva», advertible en los más de mil diminutivos que ha contabilizado en sus obras principales. En definitiva, una interpretación de la realidad, que quiso conciliar un temprano tono de reivindicación social con la defensa de los caracteres peculiares de una tierra de España representada en sus costumbres rurales y en su lengua, reflejada con particular interpretación también.

Podemos entonces indagar sobre el secreto de su éxito. Y concluir con exactitud el valor de su obra. Primer objetivo: reproducir con autenticidad el lenguaje popular murciano. Reproducir «del natural», como hacían los pintores costumbristas de su época, como José María Sobejano o Inocencio Medina Vera. Segundo objetivo: reflejar las costumbres de las gentes de la huerta y del campo: ruralismo, costumbrismo. Tercero: ser natural, sin artificiosidades ni efectismos, sin excesivo sentimentalismo. Y esto es lo que consigue: reflejar, lleno de cariño, de pasión, «de dignidad y decoro, de fuerza y de hombría, de limitación y parcialidad también» -en palabras de Alvar-, las miserias de una huerta y un campo con un alto índice de mortalidad infantil debido a la desnutrición y a las infecciones. Reflejar una sociedad en la que la pobreza, provocada por los sistemas irracionales de producción y el caciquismo, por las epidemias, las inundaciones y la sequía, junto a la emigración, la guerra, y la muerte son los protagonistas indiscutibles. En suma, dejamos la lengua, las costumbres y la verdad de un mundo rural deprimido y convertirse en una voz muy personal de la llamada crisis de «fin de siglo».






Obras citadas

  • Manuel Alvar: «Juan Ramón Jiménez y Vicente Medina», Anales de Filología Hispánica, 2, 1986.
  • Pedro Aullón de Haro: Poesía de la generación del 98 (Selección), Taurus, Madrid, 1985.
  • Azorín. España. Hombres y paisajes, Librería Francisco Beltrán, Madrid, 1909. En Obras escogidas, edición de Miguel Ángel Lozano Marco, Espasa Calpe, Madrid, 1998, vol. 1.
  • José Ballester: edición Vicente Medina, Aires Murcianos, Athenas Ediciones, Cartagena, 1970.
  • José María de Cossío: «La poesía en la época del naturalismo», Historia General de las Literaturas Hispánicas, Vergara, Barcelona, 1958.
  • Carlos García Barrón: Cancionero del 98, Grijalbo-Mondadori, Barcelona, 1997.
  • Antonio Machado: Poesía y prosa, edición de Oreste Macrí, Espasa Calpe, Madrid, 1989, vol. I.
  • Vicente Medina: La poesía agraria, Ateneo de Madrid, Madrid, 1932.
  • Vicente Medina, Aires Murcianos (Recopilación completa 1898-1928), edición de Francisco Javier Díez de Revenga, Real Academia Alfonso X el Sabio, Murcia, 3ª edición, 1991.
  • Ángel Valbuena Prat: «Vicente Medina y la generación del 98», Murgetana, 20, 1963, pp. 57-58.


Las opiniones sobre Medina proceden de sus ediciones de Aires Murcianos (Primera serie), prólogo de José Martínez Ruiz, La Gaceta Minera, Cartagena, 1898; El Rento. Novela de costumbres murcianas, Tipografía La Tierra, Cartagena, 1907; Poesía, Librería Bant, Cartagena, 1908 y Aires Murcianos. Edición completa. Recopilación total de las ediciones Mignon, La canción de la huerta, Abanico, En la Ñora, y ¡Allá lejicos!... (1898-1928), C. Pignolo, Rosario de Santa Fe, 1929.



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