Poesía y filología en fray Luis de León
Ricardo Senabre
En la dedicatoria
a don Pedro Portocarrero con que fray Luis encabezó una
recopilación de su obra poética -muy probablemente no
destinada a la imprenta, sino a la circulación privada en un
círculo restringido de amigos-, el autor señala que
la colección está dividida en tres partes: «En la una van las cosas que yo compuse
mías. En las dos postreras, las que traduxe de otras
lenguas, de autores assí profanos como
sagrados»1
.
A continuación, fray Luis soslaya cualquier comentario
acerca de la obra original («de lo que yo
compuse juzgará cada uno a su voluntad»)
, pero se
extiende en largas consideraciones sobre los textos traducidos:
Esta especie de
defensa apologética de la traducción aparece, como
puede advertirse, indisociablemente unida a la convicción de
que el castellano ha alcanzado ya una capacidad expresiva, una
riqueza y un desarrollo que lo hacen apto para recibir «todo lo que se le encomienda»
. Se trata
de una idea común en el pensamiento de muchos intelectuales
renacentistas2,
y en nada se diferencia de algunas afirmaciones que se deslizan en
De los nombres de Cristo para justificar que un libro de
materia teológica se escriba en castellano, porque «en lo que toca a la lengua no hay differencia, ni
son unas lenguas para dezir unas cosas, sino en todas ay lugar para
todas»3
.
Resulta evidente que, en las palabras dirigidas a Portocarrero, a
fray Luis le preocupa, más que la acogida que pueda
dispensarse a su obra original, el problema de la posibilidad y de
los límites de la traducción. No es, en rigor, el
poeta quien habla, sino el filólogo. Y es preciso
añadir que no estamos ante un caso aislado. Ya en el
prólogo a la temprana traducción del Libro de los
cantares advertía fray Luis: «Procuré conformarme cuanto pude con el
original hebreo [...] no sólo en las sentencias y palabras,
sino aun en el corriente y en el aire de ellas, imitando sus
figuras y sus modos de hablar y maneras cuanto es posible a nuestra
lengua»
, porque «el que traslada
ha de ser fiel y cabal, y si fuere posible, contar las palabras,
para dar otras tantas, y no más, de la misma manera,
cualidad y condición y variedad de significaciones que las
originales tienen»4
.
Y en la Exposición del libro de Job asevera:
«Traslado el texto del libro por sus
palabras, conservando cuanto es posible en ellas el sentido latino
y el aire hebreo, que tiene su cierta majestad»5
.
Las numerosas aclaraciones, apostillas y aun perplejidades con que
fray Luis va jalonando la traducción de muchos pasajes,
muestran sin lugar a dudas que el problema filológico que
plantea el trasvase de una lengua a otra constituyó para el
agustino una preocupación central. No se apartaba en esto
fray Luis de la tendencia imperante entre los humanistas.
Desde Hernán Núñez hasta Juan de Mal Lara, el ejercicio de la traducción de clásicos en metro castellano era una práctica que acabó por introducirse hasta en las aulas. Y, por si fuera poco, formó parte de las actividades intelectuales del círculo salmantino de fray Luis. Recuérdese la anécdota -que, cierta o no, resulta ilustrativa- de la emulación establecida entre Juan de Almeida, el Brócense y Alonso de Espinosa para traducir en verso, cada uno por su cuenta, la oda horaciana «O navis referent». Concluidas las tres versiones, las someten al juicio de fray Luis, el cual, eludiendo el dictamen, añade otra suya.
Todo esto explica no ya la escueta referencia a la poesía original en la dedicatoria a Portocarrero, sino las amplias explicaciones acerca de la obra traducida, tanto de poemas clásicos grecolatinos como de textos sagrados. Porque es el caso que esta medida diferente -que no parece interpretable sólo como muestra de humildad- se corresponde con la diferencia real entre las proporciones que ofrecen ambos aspectos de la producción poética luisiana -la traducida y la original- con relación al conjunto de la obra. En efecto, el número de versos que fray Luis dedicó a trasladar páginas ajenas es notoriamente superior al que ocupan los poemas originales6. Este dato no es irrelevante. El hecho de que el fray Luis más perdurable sea el que todavía hoy nos conmueve en la oda a Grial o en la «Noche serena» se debe a la respuesta de nuestra propia sensibilidad y a la herencia de una dilatada tradición crítica que ha destacado el breve corpus poético del agustino por encima del resto de su obra. Pero tales circunstancias no prueban que éste fuera también el parecer de fray Luis, el cual no tuvo inconveniente en publicar algunas de sus traducciones, ni de permitir que otros las publicaran -como hizo el Brocense en 1574, al incluir en su edición comentada de Garcilaso cuatro versiones horacianas de fray Luis-, pero que no se decidió a dar a la imprenta su obra poética original, afortunadamente rescatada por Quevedo cuarenta años después de la muerte del autor.
Este hecho nos
sitúa ante uno de los múltiples enigmas que
todavía presenta la obra de fray Luis: el motivo por el que
renunció a publicar su obra original. Es cierto que se trata
de un hábito generalizado entre los poetas de los siglos XVI
y XVII, como ya subrayó Antonio
Rodríguez-Moñino en un trabajo
imprescindible7.
Pero tal vez existan en muchos casos causas concretas que expliquen
esta actitud. Convendría indagarlas, aunque las limitaciones
de nuestros conocimientos no nos permitan traspasar el umbral de
las conjeturas. En la dedicatoria a Portocarrero sugiere fray Luis
que no quiso someter su obra poética «a los golpes de mil juizios desvariados, y dar
materia de hablar a los que no viven de otra cosa»
. Esto
inclina a pensar que su condición de fraile agustino
debió de frenar cualquier idea de publicación, y que
fray Luis no deseaba echar más leña al fuego que sus
adversarios atizaban contra él sin cesar. Pero conviene
examinar con la mayor cautela posible las afirmaciones de la
dedicatoria, porque se trata de una construcción ficticia,
en la que fray Luis se presenta sin nombre alguno y desdoblado en
dos personas diferentes, y no tiene empacho en declarar que las
composiciones recogidas en la colección son
«obrecillas» que nacieron «en mi mocedad, y casi
en mi niñez», lo cual no es cierto en la
mayoría de los casos. Por otra parte, no parece que la
poesía de fray Luis, de carácter ascético y
moral, pudiera suscitar recelo entre lectores suspicaces y
malévolos, con la única excepción de los cinco
sonetos petrarquistas que incluye la edición de Quevedo,
pero que no figuran en códices de otra familia y de los que
no podemos saber si aparecían en la primitiva
recopilación dirigida a Portocarrero. Lo cierto es que se
nos escapan los motivos personales que pudieron inducir a fray Luis
a no editar el corpus que lo sitúa en la cúspide de
la poesía renacentista. Y no lograremos conocerlos nunca si
antes no conseguimos intuir qué fue la poesía para
fray Luis, qué representó en el ámbito de sus
numerosas actividades, qué lugar ocupó en sus
quehaceres y en su vida, lo que equivale a formularse la pregunta
que habría extender a otros poetas que tampoco editaron su
obra en verso, pero sí la prosa o el teatro: ¿por
qué -o, si se prefiere, para qué- escribió
fray Luis poesía?
Conviene antes de
nada reflexionar, aunque sea de modo somero, acerca de dos detalles
que acaban por relacionarse con esta cuestión central. En
primer lugar, no olvidemos que fray Luis habla de «obrecillas»
para referirse a sus
poesías. En cambio, denominará «obra»
los Nombres de Cristo y
«libro»
su traducción
del Cantar de los Cantares8,
o bien solicitará «obras»
y «libros»
desde su celda
inquisitorial9.
¿Es puramente apreciativo, afectivo, el uso del diminutivo
«obrecillas»? Es posible, pero no enteramente seguro, y
el contexto no ayuda a disipar la incertidumbre.
El otro aspecto al que importa prestar alguna atención es la ordenación de la obra. Va en primer lugar la poesía original, después las traducciones de obras profanas y, por último, las de textos sagrados. Hoy tendemos a pensar que la enumeración 1, 2, 3... refleja la importancia de los objetos enumerados en sentido descendente, de modo que lo primero que se menciona es de mayor jerarquía que lo segundo -por eso es «lo primero»- y así sucesivamente. Pero no ocurre de igual modo en muchas construcciones ternarias, sobre todo en el ámbito de la teología, que se suceden formando, una escala ascendente. Así acontece, por ejemplo, con las tres vías para llegar a Dios (purgativa, iluminativa y unitiva) y sus numerosas derivaciones, calcos, glosas y variantes en las que el elemento fundamental se sitúa en el extremo último de la enumeración, en la cúspide de la pirámide jerárquica, como culminación de todos los anhelos y todas las aspiraciones10.
Sin perder de vista, por tanto, estos dos rasgos en apariencia insignificantes -el diminutivo «obrecillas» y la peculiar ordenación del corpus poético-, podemos plantearnos con mayor firmeza qué fue la poesía para fray Luis. Se trata de una pregunta simple y, sin embargo, se halla erizada de enigmas.
Como es
lógico, la respuesta, si se encuentra, sólo puede ser
conjetural, ya que no existe ninguna declaración de fray
Luis que ilumine la cuestión. Tan sólo en la
dedicatoria a Portocarrero -a la que hay que recurrir
inevitablemente una y otra vez a falta de confesiones más
explícitas- se aduce, casi de pasada, que la poesía,
«mayormente si se emplea en argumentos
devidos»
, es «digna de
qualquier persona y de qualquier nombre»
, y se apoya la
afirmación en el hecho de «haver
usado Dios della en muchas partes de sus Sagrados Libros, como es
notorio»
. Pero este asomo de tímida defensa de la
poesía tiene carácter general, y no aclara qué
pudo ser como necesidad íntima y casi secreta para fray
Luis. Nada hay sobre este asunto que pueda equipararse, por
ejemplo, a las observaciones acerca del «número»
de la prosa incorporadas a De los nombres de Cristo en la
edición de 1595. Allí, y en unas pocas líneas,
se percibe, al menos, un legítimo e indisimulado orgullo de
quien revela su esfuerzo por crear una prosa artística de
raigambre clásica, y se entiende muy bien que fray Luis no
lograra sustraerse a la tentación de manifestarlo. En
cambio, las ideas del autor sobre su producción
poética más personal se mantienen en penumbra. Y no
disponemos de pistas alentadoras. Si se conociera con alguna
aproximación la fecha de las composiciones, sería tal
vez factible relacionarlas cronológicamente con el resto de
la obra y deducir algunas consecuencias de interés. Pero la
datación de las odas es muy insegura -y basta para
comprobarlo el simple examen de las numerosas discrepancias que
ofrecen editores y comentaristas-, aunque, en general, se tiende a
pensar que casi todas ellas, al menos en la forma en que las
conocemos, corresponden a una etapa de madurez, a partir de 1570,
aproximadamente, al igual que las traducciones de los
Salmos. En cambio, las versiones e imitaciones de
clásicos latinos se situarían en una época
anterior.
Podemos afirmar, por tanto, sin demasiado riesgo, que las traducciones de Horacio, de Virgilio y de Tibulo son coetáneas de la versión castellana del Cantar de los cantares, que tanto se difundió en copias manuscritas, y acaso constituyan simples ejercicios de adiestramiento, técnicas preparatorias para llevar a cabo un proyecto de mayor enjundia. Aunque puedan entreverse atisbos anteriores, tal proyecto aparece nítidamente a partir del curso 1567-1568, en que fray Luis comenta el De Fide y muestra sus reservas ante la versión bíblica representada por la Vulgata de San Jerónimo, a la vez que aboga por una nueva traducción de los libros sagrados efectuada sobre los textos hebreos. En este punto comenzarán las disputas de fray Luis con el maestro León de Castro y la dilatada serie de rencillas y denuncias que, una tras otra, condujeron al agustino al proceso inquisitorial y a la cárcel. Probablemente todos estos sucesos truncaron en parte el proyecto vital de fray Luis, que debió de consistir en algo tan ambicioso como digno de su tenacidad: una traducción de los libros sagrados -o de algunos de ellos, al menos- más estrictamente atenida a los textos hebreos. Se trataba de establecer textos sólidos y seguros para prevenirse contra los abusos de la interpretación alegórica de la Biblia11. Fray Luis albergó el propósito de ser un nuevo San Jerónimo. Porque, aunque hablemos de un poeta, no hay que olvidar que nos hallamos primordialmente frente a un teólogo profesional con una sólida formación filológica. Teología y filología son inseparables en el proyecto de fray Luis.
Ahora bien: traducir exige conocer la lengua de origen, pero también explorar todas las posibilidades expresivas del idioma al que se destina la versión. Cuando la traducción conjuga dos lenguas de naturaleza muy diferente -el hebreo y el castellano, por ejemplo-, estas exigencias sufren un notable incremento. Y -no olvidemos al teólogo- si la traducción se efectúa no sobre simples productos estéticos, sino sobre textos que contienen la palabra de Dios, todo rigor es poco. Para estos casos no basta el conocimiento teológico. Se requiere una pericia especial, una destreza en el manejo de la lengua que sólo se alcanza mediante el estudio y la práctica. El ejercicio de la traducción de autores diversos -a ser posible poetas, porque la poesía encierra mayor concentración expresiva y más ingentes dificultades- forma parte irrenunciable del adiestramiento por el que debe pasar todo traductor, sobre todo si en su horizonte figura el propósito de verter la Biblia a una lengua vulgar. Este carácter ancilar poseen las traducciones luisianas de los clásicos latinos. Las odas horacianas ofrecían una vertiente moral en nada ajena, además, al pensamiento cristiano; las églogas de Virgilio, un estilizado mundo pastoril y un léxico rural que también aparece con frecuencia en los libros sagrados. Es preciso insistir en el carácter preparatorio, de puro adiestramiento -lo que no excluye el goce intelectual que la tarea pueda proporcionar- que poseen estas traducciones a las que fray Luis dedicó varios años de su vida.
Pero es difícil que el traductor, obligado por su propia exigencia a perfilar cada vez más sus versiones y en relación estrecha y continua con modelos excelsos de poesía, permanezca en ese estrato. Pronto las traducciones dejan paso a las imitaciones -mucho más libres y personales, menos sometidas a pautas rígidas-, entre las que figuran las de Giovanni della Casa, Petrarca o Bembo12. El salto desde esta fase a la poesía denominada «original» es casi inevitable. Y fray Luis no lo evitó. Nótese que, inicialmente, esta actividad poética madura no es más que una prolongación natural del proceso de adiestramiento iniciado con las traducciones de Horacio. Más aún: la crítica de los últimos años ha rastreado en las odas mayores multitud de precedentes temáticos y expresivos que las convierten en auténticas «imitaciones» a la manera renacentista: Ovidio, Propercio, Horacio, Cicerón, San Agustín, San Juan Crisóstomo, Petrarca, Poliziano, Bembo, Bernardo Tasso y un sinfín de autores configuran la densa urdimbre de los poemas luisianos. Que en ese compuesto inextricable volcase también fray Luis a veces sus preocupaciones o sus congojas e hiciera del conjunto algo enteramente personal, no invalida la índole práctica con que los poemas fueron acometidos. Mayor sujeción al modelo exigía la traducción del Libro de Job y, sin embargo, el hecho de haberla comenzado en la cárcel inquisitorial de Valladolid descubre hasta qué punto hizo suyo fray Luis en aquellos momentos, el problema del infortunio del justo del que las páginas bíblicas constituyen un paradigma universal. Y lo mismo cabe decir de algunas traducciones de salmos gestadas durante el encarcelamiento.
En fray Luis la conjunción de teología y filología desemboca en la poesía. Las odas que consideramos -y con razón- altísimas muestras líricas no fueron para su autor, obsesionado por su proyecto esencial, más que muestras de un proceso de aprendizaje. Sólo el hecho de su extraordinaria difusión en copias manuscritas, con numerosas alteraciones, decidió a fray Luis a recoger una especie de selección puesta en limpio a fin de que los amigos dispusieran de textos fidedignos y, por así decir, autorizados. A este uso restringido se destinó la copia dedicada a Portocarrero; la posibilidad de la imprenta no entró en ningún momento en los cálculos de fray Luis.
Si hubiera que
reconstruir el proceso creador de la poesía luisiana -no
sólo la cronología, sino las motivaciones y
circunstancias de cada poema, su composición y sus posibles
retoques y reelaboraciones- la empresa tropezaría con la
insalvable dificultad de la falta de noticias, del sostenido
silencio de fray Luis acerca de esta vertiente de su obra. En
cambio es posible rehacer -y ya se ha hecho- su pensamiento
teológico y, quizá con mayor precisión
todavía, lo que podría denominarse su actitud
filológica, sus ideas relativas al lenguaje y a la
traducción13
y hasta sus dudas concretas al trasladar numerosos pasajes del
Cantar de los cantares o del Job, cuando fray
Luis se detiene a explicar la elección de un término
o justifica un desvío del texto para dar cabida en la
versión castellana a connotaciones del texto originario que
la traducción literal no podría haber recogido. El
ejemplo del Job representa como ninguno esa triple faceta
de una personalidad única e indisociable que la
crítica, sin embargo, ha pugnado por disociar. En efecto,
las tres caras de fray Luis -teológica, filológica y
poética- operan aquí conjuntamente: el
filólogo traduce, el teólogo «declara»
y comenta, como un nuevo
Gregorio Magno, y el poeta elabora una versión en tercetos
que aspira a recoger el temblor lírico y dramático
del original para el uso posterior de lectores piadosos. Al mismo
tiempo, como en la poesía más honda y personal de
fray Luis, la desdicha de Job se vincula implícitamente a la
propia situación.
Pero no hay que
perder de vista que esto sucede también en muchos otros
lugares de la prosa luisiana; creer que lo íntimo alienta
únicamente en las odas es un error que habrá que
rectificar. En cuanto al Job, un cotejo minucioso de la
traducción literal y de los tercetos, que aquí no es
hacedero, mostraría bien a las claras la metamorfosis del
filólogo en poeta. Claro está que en su poesía
original, la de las grandes odas, fray Luis irá mucho
más lejos, desasido ya de la obligación de atenerse a
un texto fijo. Pero no dejará de ser nunca el
filólogo que «de las palabras que
todos hablan, elige las que convienen, y mira el sonido dellas, y
aun cuenta a vezes las letras, y las pesa y las mide y las
compone»14
.