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Poética y poesía: proceso de escritura, edición y recepción de la obra de Delmira Agustini [Fragmento]

M.ª José Bruña Bragado



Cada generación de escritoras se ha encontrado, en cierto modo, carente de historia, y se ha visto forzada a redescubrir el pasado nuevamente, fraguando una y otra vez la conciencia de su propio sexo.


Elaine Showalter                


Escribir es una actividad en colaboración, una actividad comunal, que no se lleva a cabo en una habitación propia.


Gloria Anzaldúa                







Estado de la cuestión de la crítica acerca de la obra de Delmira Agustini

Una audacia estética inédita recorre el movimiento artístico que conocemos con el nombre de modernismo (1888-1915) en el que se inscribe, vamos a ver de qué modo tan particular, la poesía de la autora uruguaya Delmira Agustini.

A pesar de la brevedad de su vida, Agustini nos ha dejado una obra sólida, compuesta, fundamentalmente, por tres libros: El libro blanco (Frágil) (1907), Los cantos de la mañana (1910) y Los cálices vacíos (1913). En dicha producción poética es constatable un notable y progresivo dominio formal, así como una osadía temática y conceptual extraordinarias. Junto a estos libros, conservamos un conjunto de poemas dispersos que, primerizos y publicados en revistas los unos, madurados y póstumos los otros, completan y dan la medida del talento y la calidad de esta poeta. Su vida nada convencional y el fatal final de la misma han despertado en la crítica literaria un interés excesivo y, a mi modo de ver, erróneo o desenfocado, hacia los aspectos extra-escriturales más anecdóticos o polémicos, que suelen ser ajenos al arte en sí y están más bien inclinados a teorías psicológicas de un sensacionalismo gratuito para las que el caso de Agustini se ha revelado paradigmático1. Como afirma Yvette López:

Las circunstancias de su muerte borraron en gran medida sus textos y los confundieron en una iconografía de retratos infantiles, poses art nouveau y titulares de periódicos2.



No es tarea fácil pensar las lógicas de situación entre literatura y sociedad en términos generales, tal y como sugieren los críticos franceses Pierre Bourdieu o Dominique Maingueneau3. Menos aún lo es reflexionar sobre la interacción mujer-artista, mujer-escritora y sociedad. Y si en el contexto del presente tal ejercicio nos resulta desafiante y complejo, qué decir acerca de nuestra temeridad si nos proponemos abordarlo en el marco de una modernidad incipiente como es la del período de entre siglos -XIX y XX-.

Hecha esta puntualización previa y antes de abordar en profundidad el estado de la cuestión de su poesía, sería pertinente realizar una segunda aclaración acerca de los nuevos rumbos que ha tomado la crítica para analizar, iluminar y valorar una de las obras más complejas e inclasificables del modernismo hispanoamericano. Si bien es cierto que, como acabo de mencionar, lecturas inmanentistas y androcéntricas han dominado el panorama a lo largo de todo el siglo XX -Alberto Zum Felde, Clara Silva, Manuel Alvar-, asistimos hoy en día a una auténtica renovación ideológica y teórica de los estudios críticos delmirianos gracias, en parte, a la presencia de los estudios de género o postcoloniales como ópticas privilegiadas desde las que observar determinados procesos intelectuales. En efecto, una interpretación a la luz de estos presupuestos nuevos de los mecanismos internos que guían la poesía de Agustini se presenta como esclarecedora, revulsiva y contestataria, frente a una historia literaria inmovilista que margina o convierte en manifestación folklórica o en reflejo de la vida la escritura de la autora uruguaya. No obstante, y pese al esfuerzo que por superar esta fetichización del sujeto poético «Delmira Agustini» en el seno de una sociedad y literatura patriarcales han realizado investigadores como Tina Escaja, Uruguay Cortazzo, Calina Blixen, Eleonora Cróquer o Gwen Kirkpatrick, entre otros, me permito señalar la existencia de un vacío crítico fundamental. Así, es evidente, a mi juicio, que se ha pasado sin transición y en un movimiento pendular de un extremo al contrario, esto es, el sujeto literario «Delmira Agustini» se ha desplazado de los márgenes del canon patriarcal al centro del canon femenino, ha pasado de excluida, maldita y excepcional a abanderada del género y revolucionaria feminista. Una escala previa, intermedia, que diera la medida de su ubicación necesaria en un canon más abarcador y mixto, que permitiera comparar su obra con la de otros creadores, tanto como con la de otras creadoras, me parecería más cabal y mucho más sugerente4. Sería preciso, pues, situar a Delmira Agustini en su propia tradición, la que la emparenta con los simbolistas, la que la une a los modernistas y muestra una comunidad de temas, símbolos y estilos que incluye de igual manera a Rubén Darío o a Baudelaire, a Rachilde o a Poe, a D'Annunzio o a Anna de Noailles, a Herrera y Reissig o a la propia Agustini. Así pues, tan forzadas como las vertientes de la crítica patriarcal dentro de la historia literaria son muchas de las lecturas de género que, además de estar predeterminadas, muestran un dogmatismo evidente. Gran parte de la crítica de género representa, en cierto modo, la expresión entusiasta de un momento histórico progresista y de trascendentes cambios en las mentalidades. No obstante, la misma celeridad de tal proceso, esa inmediatez que ha conseguido transformaciones radicales para las mujeres en el lapso de solo cien años, puede convertirse en trampa y freno y sucumbir a reduccionismos, limitaciones y graves carencias. En este sentido, el gueto femenino sigue existiendo y bajo la máscara de la «discriminación positiva» y las «cuotas», tan frecuentes en el ámbito político, social y laboral, se oculta con frecuencia una nueva forma de marginación que acaba por atañer igualmente al dominio cultural: las ministras, las científicas, las escritoras han dejado de ser excepción, pero siguen aisladas en un recinto cerrado y sin comunicación. Si aplicamos tal razonamiento a la crítica literaria, observamos que no solo los críticos masculinos incurrieron en tal falla a lo largo del siglo XX5, sino que incluso las especialistas en género y las feministas continúan la tendencia de la segregación con demasiada asiduidad6.

Ahora bien, mi reflexión no se desmarca en absoluto de los presupuestos de género o la crítica feminista, esencial como instrumento de pensamiento y análisis cuando es correctamente aplicada; es más: el presente trabajo nace y se inspira en la labor de teóricas como Hélène Cixous, Elaine Showalter, Susana Reisz, etc. Lo único que pretendo, por tanto, es plantear la importancia del peligro «segregacionista»7, comprendiendo, con todo, que tal vez se trate solo de una fase de transición necesaria para conseguir la equidad mental y real en ese territorio hasta época reciente «ocupado» exclusivamente por voces masculinas, para reclamar el «derecho de autorrepresentación», en palabras de Iris M. Zavala:

Escribir en un territorio ocupado significa, como lo sabemos ahora, romper el espejo: significa reescribir las tan conocidas imágenes del speculum ecclesiae, con los tipos y ante tipos de papeles altamente convencionales encapsulados en las tradiciones. «Las mujeres modernas» no eran objetos sumisos de representación sino mujeres que liberaron sus cuerpos recientemente definidos8.



Storni, Agustini, Ibarbourou y Loynaz reclaman el derecho de autorrepresentación (sigo a Díaz-Diocaretz 1990), mientras recodifican y reterritorializan temas y material léxico, potencializando un «registro femenino». La lucha por el signo es sexualizada contra la «modalidad» (palabras de Díaz-Diocaretz) de la práctica de escritura y asuntos patriarcales9.



Delmira Agustini permitió, entonces, que el discurso literario modernista perdiera parte de su univocidad y de su sesgo patriarcal10, pero no conviene resaltar en exceso su gesto pionero porque eso significa también alejarla de un Herrera y Reissig, un Lugones o un Rodó para relacionarla con todas las escritoras hispanoamericanas posteriores con las que, probablemente, tiene menos puntos en común que con los autores citados.

A continuación, analizaremos con exhaustividad ambas líneas -la vertiente más filológica, las teorías «culturales» postmodernas- en un recorrido por la crítica sobre la autora uruguaya que culminará con la propuesta de una lectura del espacio en blanco entre medras11.

Delmira Agustini (1886-1914) representa un deseo de inscripción en el campo literario que no puede ser sino fronterizo, poroso, en negociación permanente pues su posición siempre es liminar, tanto en el contexto literario de la «Generación del 900» uruguaya (Rodó, Herrera y Reissing), o en el más amplio del modernismo hispanoamericano (Darío, Lugones), como en un contexto social que tampoco sabe dónde ubicarla:

La Femme se tient dans un «non-lieu» que l'Homme s'efforce de penser sur le mode d'un espace «naturel» où l'on serait nécessairement quelque part et à une distance mesurable de toute chose12.



Delmira Agustini, perteneciente a la alta burguesía montevideana, comienza su andadura como escritora a temprana edad -quizás no tan precozmente como la crítica suele afirmar-, contando en todo momento con el apoyo familiar. La madre cumple un papel fundamental en su formación al orientarla hacia las artes13. De este modo, Agustini, como toda joven de su posición, comienza una educación prácticamente autodidacta, si exceptuamos algunas clases en el hogar de: pintura, piano y francés14. El padre, y más tarde también el hermano, ordena y transcribe los extraños poemas que Agustini escribe y que empiezan a aparecer desde 1902, junto a algunas colaboraciones en prosa, en revistas y semanarios de Montevideo como Rojo y Blanco, La Petite Revue y La Alborada. Tales textos obtienen cierto éxito moderado entre el público y la crítica; lo cual puede ser relacionado con el culto al artista-creador heredado del romanticismo que está tan presente en el Montevideo de la época. De 1907 a 1913 Agustini publica sus tres poemarios y cuando está preparando el siguiente, Los astros del abismo15, muere de forma brutal. Antes de producirse tan inesperado y abrupto homicidio, la vida de Delmira no se caracterizó por excesivas extravagancias, entre otras cosas porque esa sociedad no lo permitía. Sin embargo, sí se percibe en ella una progresiva búsqueda de una mayor emancipación. Tras un prolongado y anodino noviazgo, del que hay abundante constancia epistolar, con Enrique Job Reyes, hombre «mediocre y ajeno a sus intereses poéticos y de cultura»16, contrae matrimonio con él para abandonarlo a las pocas semanas «huyendo de tanta vulgaridad» y volver de nuevo a la casa paterna. En proceso la demanda de divorcio, la escritora inicia una serie de encuentros clandestinos en una habitación alquilada con su exmarido y en una de esas citas Agustini, que tal vez confiesa su deseo de huir a Buenos Aires a encontrarse con el escritor Manuel Ugarte, es asesinada a manos de ese mismo exmarido que, supuestamente, la veneraba -la habitación del crimen es casi un santuario en honor a Delmira plagado de fotos, cartas, pinturas, objetos- y no perdona la afrenta que supone para su honor la demanda de divorcio17. A su vez, Enrique Job Reyes se da muerte al momento18. Esta muerte violenta y perturbadora ha contribuido a forjar la imagen de Agustini como «poeta maldita» y a «crear un verdadero mito alrededor de la persona de D. Agustini, todavía vigente en el Uruguay actual»19.

En esencia, la recepción crítica de la obra de Delmira Agustini en tiempos de la «sensibilidad civilizada», esto es, en el período del Novecientos en el que ella vive, se puede localizar en las siguientes fuentes: la correspondencia personal, algunas breves publicaciones en periódicos y revistas, los prefacios de sus dos primeros libros y los comentarios finales de Cantos de la mañana y los Cálices vacíos.





 
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