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Polémicas de Santiago de Chile, 1842

Domingo Faustino Sarmiento






I

Ejercicios populares de la lengua castellana


(Mercurio del 17 de abril de 1842)

He aquí un buen pensamiento: reunir en una especie de diccionario los errores de lenguaje en que incurre el pueblo y que, apoyados en la costumbre y triunfantes siempre por el apoyo que les presta el asentimiento común, se transmiten de generación en generación y se perpetúan sin suscitar ni el escándalo de las palabras indecorosas a quienes la moral frunce el entrecejo, ni el ridículo que provocan las pretensiones de cultura de algunas gentes tan ignorantes como atolondradas que usan palabras cuyo sentido no comprenden ni están admitidas en el corto diccionario popular. Tal es la útil idea que un estudioso ha concebido al reunir, en el opúsculo que a continuación publicamos, aquellas palabras que el uso popular ha adulterado cambiando unas letras, suprimiendo otras o aplicándolas a ideas muy distintas de las que deben representar, o bien usándolas aun después que en los países y entre las gentes que con más perfección habla el castellano han caído en desuso y han sido sustituidas por otras nuevas. Sabido es que cada reino de España, cada sección de América, y aun cada provincia de ésta, tienen su pronunciación particular, su prosodia especial, y que hay modismos y locuciones que han sido adoptadas por cierto departamento, cierto lugar, cuyos habitantes se distinguen por estas especialidades. No andaría muy errado quien atribuyese estas degeneraciones al aislamiento de los pueblos, a la falta de lectura que les haga corregir los defectos y errores en que incurren y que, sancionados por el hábito, carecen de una conciencia que los repruebe y los corrija.

Consiguientes a la idea de que estas apuntaciones que nos han sido suministradas son solamente aplicables al común de las gentes, nos abstendremos de elevarnos con respecto a las formas y los límites que toma el idioma entre nosotros, a consideraciones de más gravedad, buenas sólo para los estudiosos. Convendría, por ejemplo, saber si hemos de repudiar en nuestro lenguaje, hablado o escrito, aquellos giros o modismos que nos ha entregado formados el pueblo de que somos parte, y que tan expresivos son, al mismo tiempo que recibimos como buena moneda los que usan los escritores españoles y que han recibido también del pueblo en medio del cual viven. La soberanía del pueblo tiene todo su valor y su predominio en el idioma; los gramáticos son como el senado conservador, creado para resistir a los embates populares, para conservar la rutina y las tradiciones. Son a nuestro juicio, si nos perdonan la mala palabra, el partido retrógrado, estacionario, de la sociedad habladora; pero, como los de su clase en política, su derecho está reducido a gritar y desternillarse contra la corrupción, contra los abusos, contra las innovaciones. El torrente los empuja y hoy admiten una palabra nueva, mañana un extranjerismo vivito, al otro día una vulgaridad chocante; pero, ¿qué se ha de hacer? Todos han dado en usarla, todos la escriben y la hablan, fuerza es agregarla al diccionario, y quieran que no, enojados y mohínos, la agregan, y que no hay remedio, y el pueblo triunfa y lo corrompe y lo adultera todo. Tan cierto es esto, que en la mayor parte de los idiomas más modernos ni prójimos son la escritura de las palabras con los sonidos que representa, lo que atribuimos nosotros a que en los siglos bárbaros que han precedido a la cultura de las lenguas vivas, poquísimos eran los que escribían, y éstos, como literatos, no admitían en lo escrito la corrupción en que veían iba degenerando el habla popular. Llegó el día en que un gran número se sintió con ganas de aprender a escribir y se encontró con que mis señores literatos escribían como el pueblo había hablado quinientos años antes. En balde fue gritar contra el absurdo y pedir que se escribiese como se hablaba. ¡No, señor! O escribir como escriben los literatos, o no se enseña a escribir a nadie; y ya ven ustedes que el caso era apretado, y fuerza le fue al pobre pueblo someterse, a trueque de saber algo, a la voluntad de los susodichos letrados. Lo que nos para los monos es el pensar cómo los españoles han andado siempre tan liberales en su modo de escribir, que han llevado la ortografía tas con tas con el habla, ellos que tan empacados se mostraban contra las otras innovaciones, a no ser que al principio no hubiese literato ninguno, o que hayan acertado en lo que todos los demás pueblos han errado, por la misma razón que han errado en casi todo lo que los otros acertaron. Pero volvamos a nuestro asunto del vocabulario.

Con poca razón achaca Fernández de Herrera a los maestros el descuido y la poca afición que tienen a honrar nuestra lengua. No son los maestros los que corrompen el idioma, son las madres, y al seno de la familia, de donde el mal sale, debía llevarse el remedio. El niño aprende a hablar remedando los sonidos, la acentuación y aun lo que por acá llamamos tonada de los que lo rodean. En vano el pedagogo ha de decirle: no se dice vía mía sino vida mía, porque luego volverá al regazo materno donde oye a su mamá repetirle vía mía, y para él su madre sabe más que todos los maestros juntos. Si en las grandes ciudades se nota que el habla es más correcta, es porque las mujeres sin saber gramática y de puro presumidas han aprendido a hablar mejor.

Las niñas, quienes por naturaleza tienen el instinto de agradar y la malicia de ocultar a nuestra vista todo síntoma exterior de imperfección, están atisbando siempre el habla de sus allegados y en acecho de los defectos de la suya propia para corregirse. Es un hecho que hemos notado siempre en las aldeas y ciudades de provincia; las mujeres comúnmente más cultas en su lenguaje y en sus modales que los hombres sus hermanos, parientes o amigos; y cada joven que va de la capital o de los colegios a las provincias tiene tantas discípulas a quienes da lecciones de idioma sin saberlo, como son las niñas interesadas en escuchar sus discursos, razón por la que consideraríamos más efectivo para corregir los defectos del lenguaje un buen mozo instruido que todos los maestros y las gramáticas reunidos. Los hombres son más cabeza dura y más abandonados. Las niñas enmiendan una palabra desde que le conocen el defecto, con la misma facilidad que reforman un buen vestido desde que la moda ha pasado. Sepan ellas en qué está lo malo, y no haya miedo de que se descuiden en remediarlo. Por eso somos de opinión que si se escribiera un librito en que se recogieran todos los defectos de lenguaje y el modismo o palabra que en su lugar debe usarse, sería visto y no oído, pues todas las puntillosas lo comprarían para salir a la noche al estrado hablando como unos calepinos de correctas.

Si el autor de los Ejercicios populares se lleva de nuestro consejo, podrá hacer a su país un servicio importantísimo estudiando los vicios más frecuentes en el hablar común e indicando el correctivo. Si agregase a lo que tiene hecho una persona, cuando más no fuese, de los tiempos y participios irregulares de los verbos en cuya conjugación más se equivoca el pueblo, y algo también sobre los plurales de los nombres de formación irregular, adquiriría una celebridad piramidal entre la imberbe ralea, y su librito entraría a figurar un rol distinguido entre las esencias, afeites y chucherías de la toilette. En las columnas del Mercurio son estas indicaciones, no obstante su utilidad, gastar pólvora en salvas, primero porque las niñas no leen el Mercurio, sino cuando alguien les cuenta que les han andado por las costumbres, que entonces se alborota el gallinero, y van a ver qué indecencias han dicho para achacárselas a alguno a quien quieren mal o a otro infeliz a quien sólo de nombre conocen, porque ya no es la primera que les ha hecho; lo segundo, porque el Mercurio tiene la vida de un efímero, nace por la mañana y a la noche está sepultado en el olvido; lo tercero y último, porque los que leen son la espuma y la nata de la sociedad y no sin razón se creen que nada tienen de populares, y desdeñan por tanto esta clase de ejercicios.

De todos modos la idea es útil y el medio de corregir el defecto, acertado. La gramática no se ha hecho para el pueblo; los preceptos del maestro entran por un oído del niño y salen por otro; se le enseñará a conocer cómo se dice, pero ya se guardará muy bien de decir cómo le enseñan; el hábito y el ejemplo dominante podrán siempre más. Mejor es, pues, no andarse con reglas ni con autores; así es malo, de este otro modo es como debe ser, la noticia cunde por la ciudad o la aldea, se conversa sobre ello, se dice del libro que dice cómo debe decirse; habla mal uno y le salta al hocico otro con el copo, se arma una disputa, se consulta el libro, y si alguno de los literatos litigantes se lleva un par de puñetazos, apostaríamos la camisa que en su vida se olvida de cómo debe decirse. Éste es el camino.




II

Se contesta a un comunicado


(Mercurio del 7 de mayo de 1842)

El autor del comunicado segundo, que publicamos en nuestro número del martes, nos recomienda que nos abstengamos de dar cabida en nuestras columnas a asuntos como el vocabulario de Ejercicios populares; otros consideran que nosotros debimos, al darlo a luz, notar sus defectos, y no faltan malos lectores que hayan entendido que el editorial con que lo anunciamos y el vocabulario eran una misma cosa, ambos hijos de un mismo padre. Ni nos es posible siempre evitar ciertas publicaciones que no dañando a persona determinada llevan en su misma aparición aparejado su correctivo, ni nos hacemos un deber de hacer la crítica de los materiales que se nos transmiten para darles publicidad. Dejamos casi siempre al público el cuidado de examinar estas producciones extrañas a la redacción, y, cuando más, nos extendemos a sacar de ellas una generalidad o una idea útil para desenvolverla.

A propósito de los Ejercicios populares que insertábamos, quisimos demostrar la utilidad de estos trabajos para la instrucción del pueblo, alias vulgo, y lo acertado del medio adoptado. Quisiéramos además que cuando uno de nuestros jóvenes dedica al público la primera ofrenda de su anhelo por la mejora pública, no sea ésta desechada sin miramiento ni cortesía. La crítica debe corregir y no matar, y por más que digan, más vale un trabajo imperfecto que el que no haya ninguno. El examen revela los defectos, la discusión los determina y el convencimiento final los hace desaparecer. Este camino han llevado todos los progresos humanos. No será de prometerse que nadie emprenda la confección del librito que indicamos en nuestro precitado artículo, ya que tan mal parado ha quedado el que primero intentó algo semejante.

Nosotros vamos a defender ahora al caído contra lo que previene el adagio. Por no haber comprendido el objeto y fines enteramente populares del vocabulista, han andado escandalizándose los críticos con la sustitución de la palabra astronomía en lugar de astrología. ¡Y bien! ¿Es cierto que nuestras gentes vulgares (se entiende que entra en esta clase alguna parte, aunque pequeña, de la que lleva fraque) llaman astrología a la astronomía, y astrólogos a los astrónomos? Cansados estamos de oírlo. Y a propósito de este cansados y otros modismos vulgares que ex profeso usamos en nuestro artículo sobre los tan vituperados Ejercicios populares, nos ha llenado de satisfacción la indirecta contestación que nos ha dado el comunicado sobre una cuestión que indirectamente proponíamos, a saber, si nosotros debíamos repudiar en nuestro lenguaje hablado o escrito aquellos modismos que nos ha entregado formados el pueblo de que somos parte, al mismo tiempo que adoptamos los que usan los escritores españoles. Se ha alegado en el comunicado que el que aleta del tejado sea anticuado en España, no es razón para repudiarlo entre nosotros, puesto que esta expresión es usada por toda clase de gentes. Hay en esta solución una solución liberal, aplicable por analogía a nuestra cuestión, y que puede dar origen a muchos y muy interesantes desenvolvimientos.




III

Contestación a un quídam


(Mercurio del 19 de mayo de 1842)


En idioma genízaro y mestizo
diciendo a cada voz yo te bautizo
con el agua del Tajo,
aunque alguno del Sena se la trajo;
y rabie Garcilaso enhorabuena,
que si él hablaba lengua castellana
yo hablo la lengua que me da la gana.


IRIARTE.                



Yo conocí en Madrid una condesa
que aprendió a estornudar a la francesa.


ISLA.                


Aceptamos con costas y perjuicios el cargo que con la aplicación de estos versos nos hace el autor de un comunicado que suscripto Un quídam y bajo el epígrafe Ejercicios populares insertamos en nuestro número del 12. No nos proponemos demostrar que dicha aplicación es inexacta, ni menos que nosotros vamos por el buen camino cuando hemos querido mostrarnos tan licenciosamente populares en materia de lenguaje. En estas cuestiones, como en muchas otras, apelamos a nuestras propias deducciones sacadas de ciertos hechos establecidos, o que pugnan por establecerse, y sin una doctrina o una teoría aprendida en las aulas y recibida como un artículo de fe, sobre cuya evidencia no nos es dado alimentar ningún género de duda, examinamos los hechos que nos rodean; y de su conjunto, de su unidad y de su tendencia sostenida, deducimos a posteriori la teoría que les da existencia. Sabemos muy bien que la licencia de nuestras ideas en la materia de que hemos tratado en el artículo que precedió a los Ejercicios populares y que tantos comunicados ha improvisado, va a suscitar, con nuestras nuevas explicaciones, mayores y más altos clamores de parte de los rigoristas que, apegados a las formas del lenguaje, se curan muy poco de las ideas, los accidentes y vicisitudes que lo modifican. Pero nuestro ánimo es sólo explicar la causa sin justificar los efectos; decimos por qué sucede tal cosa, sin entrometemos a averiguar si esta cosa es buena o mala. Así, cuando se habla de extranjerismos, cuya introducción en el castellano atribuye nuestro quídam a los que, iniciados en idiomas extranjeros y sin el conocimiento y estudio de los admirables modelos de nuestra rica literatura, se lanzan a escribir según la versión que más han leído, obrada por estos medios, no inculcamos sobre la degradación del idioma, sino que acusamos las causas que la motivan, y que la justifican acaso.

Hemos escogido por tema de nuestras observaciones las amargas burlas de Iriarte e Isla, no tan sólo por lo que pueden convenirnos, sino porque ellas revelan un hecho que nos servirá de punto de partida. Iriarte e Isla nacieron muy a principios del siglo XVIII, por manera que la invasión del galicismo sobre la unidad del castellano se ha hecho notar de ciento cincuenta años a esta parte. ¿Por qué no se quejaban entonces Iriarte e Isla, y por qué no se quejan ahora como entonces los gramáticos de los tartarismos o los indianismos que se introducen en el idioma? Sin duda porque no está amenazado de estas invasiones lejanas. Y luego, si el gálico trata de degradar el español, ¿es por ventura a causa de la vecindad de la España con la Francia? No por cierto, porque en Chile se deja hoy sentir esta maléfica influencia, según la nota el quídam, y ya hay un pueblo en América cuyo lenguaje va degenerando en un español-gálico; de donde se colige que hay una causa general que hace sentir sus efectos dondequiera que se habla la lengua castellana, en la Península como en las repúblicas de América. Y cuando se nos replica que allá como aquí es causada esta revolución por los que, iniciados en los idiomas extranjeros y sin el conocimiento y estudio de los admirables modelos de nuestra rica literatura, se lanzan a escribir según la versión que más han leído, preguntamos ¿por qué los tales estudian con preferencia los idiomas extranjeros? ¿Qué buscan en ellos que no hallen en el suyo propio? ¿Se quejan los franceses o ingleses de los españolismos que se introducen en sus idiomas respectivos? ¿Por qué los españoles, que no son puramente gramáticos, no estudian los admitables modelos de su rica literatura, y van a estudiar las literaturas extranjeras, y luego se lanzan a escribir según la versión que más han leído? ¡Oh! ¡Según la versión que más han leído! He aquí la solución del problema, solución que nuestro quídam sin profundizar, sin comprender siquiera, nos arroja con desdén y creyendo avergonzarnos con ella. Eso es, pues escriben según la versión que más leen, y no es su culpa si la antigua pureza del castellano se ve empañada desde que él ha consentido en dejar de ser el intérprete de las ideas de que viven hoy los mismos pueblos españoles. Cuando queremos adquirir conocimientos sobre la literatura estudiamos a Blair el inglés, o a Villemain el francés, o a Schlegel el alemán; cuando queremos comprender la historia, vamos a consultar a Vico el italiano, a Herder el alemán, a Guizot el galo, a Thiers el francés; si queremos escuchar la lira de Byron o de Lamartine o de Hugo, o de cualesquiera otro extranjero; si vamos al teatro, allí nos aguarda el mismo Víctor Hugo y Dumas y Delavigne y Scribe y hasta Ducange; y en política y en legislación y en ciencias y en todo, sin excluir un solo ramo que tenga relación con el pensamiento, tenemos que ir a mendigar a las puertas del extranjero las luces que nos niega nuestro propio idioma. Parecía que en religión, en historia y costumbres nacionales, hubiésemos de contentarnos con lo que la católica España nos diese de su propio caudal; pero desgraciadamente no es así. Los españoles de hoy traducen los escritos extranjeros que hablan de su propio país, y nunca tuvieron en religión un Bossuet, ni un Chateaubriand, ni un Lamennais. ¿Con qué motivo de interés real y de aplicación práctica a nuestras necesidades actuales, se quiere que vayan a exhumarse esas antiguallas veneradas del padre Isla y Santa Teresa y Fray Luis de León y el de Granada, y todos esos modelos tan decantados que se proponen a la juventud? ¿Para adquirir las formas? ¿Y quién suministra el fondo de las ideas, la materia primera en que han de ensayarse?

Un idioma es la expresión de las ideas de un pueblo, y cuando un pueblo no vive de su propio pensamiento, cuando tiene que importar de ajenas fuentes el agua que ha de saciar su sed, entonces está condenado a recibirla con el limo y las arenas que arrastra en su curso; y mal han de intentar los de gusto delicado poner coladeras al torrente: que pasarán las aguas y se llevarán en pos de sí estas telarañas fabricadas por un espíritu nacional mezquino y de alcance limitado. Esta es la posición del idioma español, que ha dejado de ser maestro para tomar el humilde puesto de aprendiz, y en España como en América se ve forzado a sufrir la influencia de los idiomas extranjeros que lo instruyen y lo aleccionan.

Y no se crea que no sabemos apreciar sus bellezas ni su capacidad; apuntamos solamente un hecho en sus efectos y en su origen; señalamos lo que los puristas en el estrecho círculo en que se han encerrado no alcanzan a comprender, y si presienten la pretendida degradación del idioma, les apuntamos la enormidad de la causa para que no estén en vano dando coces contra el aguijón. Los gritos de unos cuantos (porque unos cuantos serán siempre los que se dediquen a tan estériles estudios) no bastarán a detener el carro que tiran mil caballos. Y no hablamos en esto de memoria, como suele decirse. Vamos a producir nuestras pruebas. Hemos tomado a la ventura el catálogo de una de nuestras librerías, y de cerca de quinientas obras en castellano, sólo cincuenta son originales, y entre ellas ocupan un largo espacio obras como éstas: Avisos de Santa Teresa, Camino real de la Cruz, Despertador eucarístico, etc., etc.

En el Instituto Nacional, exceptuando muy pocos casos, todos los libros de que se hace uso para la enseñanza elemental son de origen extranjero, y en el prólogo de una de las gramáticas formadas entre nosotros, hallamos estas instructivas palabras: «En la analogía me he valido de las gramáticas de Ordinaire, de Lefranc y la que se titula el Arte explicado; en sintaxis, el nuevo método de Port-Royal, el curso de lengua latina por Lemarc y la gramática de Lefranc, etc.».

Por manera que los que han renunciado a su propio pensamiento para repetir las tradiciones de sus pedagogos, en lugar de enseñar nuestros admirables modelos, debían ocuparse, con más aprovechamiento de sus discípulos, de enseñar el arte de importar ideas y los medios de expresarlas, porque ésta es la ocupación primordial del castellano. La España aún no está libre hoy de esa cadena que ha pesado sobre su cuello durante tantos siglos; privada por la Inquisición y el despotismo de participar del movimiento de ideas que con el Renacimiento había principiado en todos los otros pueblos; dominada entonces por ese mismo odio a todo lo que era libre y repugnaba con su unidad católica y su reconcentración despótica que muestran los celosos partidarios de la imposible incolumidad de la lengua, quedose sola en Europa y renunció a su poder marítimo, terrestre, literario y científico; y cuando la mano de la libertad ha venido a despertarla en nuestros tiempos, como despertó a sus colonias, halló a la madre y a las hijas en la miseria y en la ignorancia, sin tradiciones, sin arte y sin ideas. Desde entonces madre e hijas van a buscar al extranjero las luces que han de ilustrarlas; y con cortas diferencias van a la par pidiendo cada una de su propia cuenta, porque las necesidades son casi iguales. De aquí nace que la España y sus colonias se alarman con los extranjerismos que deponen en su idioma las ideas que de todas partes importan. Trabájase en España como en Chile en la adquisición de las luces que poseen los extraños, y en España como en Chile se levantan clamores insensatos contra un mal inevitable. El pensamiento está fuertemente atado al idioma en que se vierte, y rarísimos son los hábiles disectores que saben separar el hueso sin que consigo lleve tal cual resto de la parte fibrosa que lo envolvía. Cuando el pensamiento español se levante, cuando el tardío renacimiento de nuestra literatura se haya consumado, cuando la lengua española produzca, como la alemana o la francesa, 4.000 obras originales al año, entonces desafiará a las otras extrañas que vengan a degradarla y a injertarle sus modismos y sus vocablos.

Sin tratar de mirar en menos los esfuerzos que el naciente ingenio español hace hoy por elevarse y desplegar sus alas, no nos arredraremos de decir que la influencia del pensamiento de la península será del todo nula entre nosotros; y que teniendo allí que alimentarse y tomar sus formas del extranjero, no se nos podrá exigir cuerdamente que recibamos aquí la mercadería después de haber pagado sus derechos de tránsito por las cabezas de los escritores españoles. En el comercio de las letras, como en el de los artefactos, tenemos comercio libre, y, como españoles, importaremos de primera mano, naciendo de esta libertad misma, y de otras concausas que en artículo separado señalaremos, que, por más que rabie Garcilaso, bastará en América que los escritores, siguiendo el consejo de Boileau, aprendan a pensar antes de escribir, para que se lancen a escribir según la versión que más hayan leído, y que así como en tiempo de Moratín se empezaba a conceder sentido común a los que no sabían latín, se conceda hoy criterio y luces a los que no han saludado, porque no lo han creído necesario, a Lope de Vega, ni a Garcilaso, ni a los frailes de León y de Granada.




IV

Segunda contestación a un quídam


(Mercurio del 22 de mayo de 1842)

Supongo un pueblo aristócrata en el cual se cultivan las letras; los trabajos de la inteligencia, como los negocios del gobierno, serán dirigidos por una clase soberana. La vida literaria y la existencia política permanece casi enteramente concretada en esta clase, o en las que se le acercan.


TOCQUEVILLE.                


En las lenguas como en la política es indispensable que haya un cuerpo de sabios, que así dicte las leyes convenientes a sus necesidades (las del pueblo) como las del habla en que hay que expresarlas; y no sería menos ridículo confiar al pueblo la decisión de sus leyes que autorizarle en la formación del idioma.


UN QUÍDAM.                


Al contraponer estos dos fragmentos nos hemos quedado largo rato con la pluma en la mano recapacitando si es cierto que lo último se ha escrito en una república donde el dogma de la soberanía del pueblo es la base de todas las instituciones y de donde emanan las leyes y el gobierno. No parece sino que un noble, inscripto en el libro de oro de Venecia, dijese en el consejo de los Diez: «Es ridículo confiar al pueblo la decisión de las leyes. No podemos, no queremos autorizarle en la formación del lenguaje». ¡Qué es esto, por Dios! ¿Dónde está esa autoridad que no consiente en autorizar al pueblo en la formación del lenguaje? ¿Quién es ése que tan ridículo halla confiar al pueblo la decisión de las leyes? He ahí, pues, los resultados; emplead toda vuestra vida en examinar si tal palabra está usada con propiedad, si tal otra es anticuada, si tal modismo es vulgar, si la academia lo ha reprobado, si es extranjero, o si lo usó Argensola o Juan de los Palotes, y en seguida subíos a la cátedra a decir..., ¿qué?... No importa, con tal que lo que se diga esté arreglado a los admirables modelos de la lengua. Ocupaos de las formas y no de las ideas, y así tendréis algún día literatura, así comprenderéis la sociedad en que vivimos y las formas de gobierno que hemos adoptado.

Creemos, sin embargo, que la palabra pueblo, tomada en un sentido aristocráticamente falso, ha contribuido al extravío de ideas que notamos. Si hay un cuerpo político que haga las leyes, no es porque sea ridículo confiar al pueblo la decisión de las leyes, como lo practicaban las ciudades antiguas, sino porque representando al pueblo y salido de su seno, se entiende que expresa su voluntad y su querer en las leyes que promulga. Decimos lo mismo con respecto a la lengua: si hay en España una academia que reúna en un diccionario las palabras que el uso general del pueblo ya tiene sancionadas, no es porque ella autorice su uso, ni forme el lenguaje con sus decisiones, sino porque recoge como en un armario las palabras cuyo uso está autorizado unánimemente por el pueblo mismo y por los poetas. Cuando los idiomas, romances y prosistas en su infancia, llevaban el epíteto de vulgares con que el latín los oprimía, se formaron esas academias que reunieron e incorporaron la lengua nacional en un vocabulario que ha ido creciendo según que se extendía el círculo de ideas que representaban. En Inglaterra nunca ha habido academia, y no obstante ser el inglés el idioma más cosmopolita y más sin conciencia para arrebatar palabras a todos los idiomas, no ha habido allí tal babel ni tal babilonia como el quídam y Hermosilla se lo temen. En Francia hay una ilustrada academia de la lengua; pero a más de que se ocupa de asuntos más serios que recopilar palabras, su diccionario no hace fe, y muchos hay, escritos y publicados sin su anuencia, que son más abundantes de frases y de modismos, y que por tanto son más populares. Otro tanto sucederá en España cuando sea más barata la impresión de libros, y aun ahora empieza a suceder.

Cuando hemos señalado la influencia que la literatura francesa ejerce sobre nuestras ideas, y por consecuencia en nuestra manera de expresarlas, hemos creído indicar las causas que perturban el lenguaje, y la noble disculpa que hallarán a los ojos de la cultura intelectual, ya que la gramática se muestra tan terca, los que embebecidos en los idiomas extraños de que sacan abundante nutrimiento, andan perezosos en consultar a los escritores originales que no pueden ofrecerles sino formas heladas y estériles. Quisiéramos que nuestro antagonista, ahorrándonos cuestiones que no lo son en realidad, examinase los elementos que constituyen nuestra propia lengua, para que se convenza de que los pueblos en masa, y no las academias, forman los idiomas. Encontraría entonces impresos en el nuestro las huellas de todos los pueblos que han habitado, colonizado o subyugado la península. El idioma de un pueblo es el más completo monumento histórico de sus diversas épocas y de las ideas que lo han alimentado; y a cada faz de su civilización, a cada período de su existencia, reviste nuevas formas, toma nuevos giros y se impregna de diverso espíritu. Cuando Roma conoció la civilización griega, el latín abrió sus puertas a las palabras que le traían nuevas ideas; a su turno la civilización latina, apoyada en las legiones romanas, encarnó su idioma en los pueblos conquistados; el francés recibió de la emigración griega de Constantinopla un fuerte sacudimiento; y el inglés ha continuado, después de haberse impregnado de voces hebreas, latinas y griegas en sus estudios de la Biblia, al regreso de cada buque importando una palabra más para su diccionario.

Pero una influencia más poderosa, porque es más popular, empieza a sentirse en todos los idiomas modernos, y que el castellano en América sufre también, en razón de la nueva organización que las sociedades modernas han recibido. Los idiomas vuelven hoy a su cuna, al pueblo, al vulgo, y después de haberse revestido por largo tiempo el traje bordado de las cortes, después de haberse amanerado y pulido para arengar a los reyes y a las corporaciones, se desnuda de estos atavíos para no chocar al vulgo a quien los escritores se dirigen, y ennoblecen sus modismos, sus frases y sus valientes y expresivas figuras. El panteísmo de todas las civilizaciones, de todas las literaturas que las investigaciones de los modernos construyen; la mezcla y la fusión de las ideas de todos los pueblos en una idea común, como la que empieza a prepararse; el contacto diario de todas las naciones que mantienen el comercio; la necesidad de estudiar varios idiomas; la incorrección y superficialidad de la prensa periódica y las diversas escuelas literarias; en fin, el advenimiento de tantos hombres nuevos, audaces y emprendedores, hacen vacilar todas las reglas establecidas, adulteran las formas primitivas y excepcionales de cada idioma, y forman un caos que no desembrollarán los gritos de los gramáticos todos, hasta que el tiempo y el progreso hayan sacado al arte como los idiomas de la crisis que hoy experimentan. En vano será decirle a Víctor Hugo que asesina el idioma, que aprenda a escribir. Inútil; seguirá adelante con paso firme arrastrando en pos de sí a la multitud encantada, hasta ir a sentarse, quieran que no, en las sillas académicas. ¿Qué hacer, Dios mío, con un Dumas que sólo sabe leer y escribir y se mete a componer dramas y se sienta tranquilo en una luneta, a esperar los aplausos que en efecto le prodiga el público más quisquilloso y más inteligente del mundo? ¿Qué hacer? Darle un asiento en la academia y dejarlo.

Un escritor francés que ha conquistado también una silla en esa academia de sabios, arrojando a la luz pública un libro que a su turno ha echado un torrente de luces sobre la condición de las sociedades modernas y de las antiguas, de las sociedades aristocráticas y de las democráticas, ha caracterizado admirablemente el tono de los escritos y de la literatura de ambas sociedades. Hablando de la primera dice: «El estilo en ellas parecerá tan importante como la idea, la forma como el fondo; su tono será correcto, moderado, sostenido. El espíritu marchará allí con un paso siempre noble, rara vez con un aire vivo; y los escritores se empeñarán más bien en perfeccionar que en producir». Hablando de la segunda: «Tomando en su conjunto, dice, la literatura de las sociedades democráticas, no podría, como en los tiempos de la aristocracia, presentar la imagen del orden, de la regularidad, de la ciencia y del arte, encontrándose por el contrario descuidada la forma y a veces despreciada. El estilo se mostrará, por lo general, extravagante, incorrecto, sobrecargado y flojo, y casi siempre atrevido y vehemente». Y bien, ¿a cuál de estas dos épocas quieren nuestros puristas pertenecer en la forma de sus escritos? ¿A la aristocrática, eh? Pero mal que les pese no lo han de catar; porque he aquí que nos presentamos nosotros y, arrojando al público una improvisación sin arte, sin reglas, hija sola de profundas convicciones, logramos llamar la atención de algunos, y sentándonos en la prensa periódica estamos diariamente degradando el idioma, introduciendo galicismos; pero al mismo tiempo ocupándonos de los intereses del público, dirigiéndole la palabra, aclarando sus cuestiones, excitándolo al progreso. Y cuando los inteligentes pregunten quién es el que así viola las reglas y se presenta tan sans façon ante un público ilustrado, le dirán que es un advenedizo, salido de la oscuridad de una provincia, un verdadero quídam, que no ha obtenido los honores del colegio ni ha saludado la gramática. Pero esto no vale nada. A cada uno según sus obras, ésta es la ley que rige en la república de las letras y la sociedad democrática. Y lo que sucede hoy sucederá mañana; porque la forma de nuestras instituciones hace necesarias estas aberraciones, y el estado de nuestra civilización actual no pide ni consiente otra cosa. Cuando la prensa periódica, única literatura nacional, se haya desenvuelto, cuando cada provincia levante una prensa, y cada partido un periódico, entonces la babel ha de ser más completa, como lo es en todos los países democráticos. ¡Mire usted, en países como los americanos, sin literatura, sin ciencias, sin arte, sin cultura, aprendiendo recién los rudimentos del saber, y ya con pretensiones de formarse un estilo castizo y correcto que sólo puede ser la flor de una civilización desarrollada y completa! Y cuando las naciones civilizadas desatan todos sus andamios para construir otros nuevos, cuya forma no se les revela aún, ¡nosotros aquí, apegándonos a las formas viejas de un idioma exhumado ayer de entre los escombros del despotismo político y religioso, y volviendo recién a la vida de los pueblos modernos, a la libertad y al progreso! Y luego achacando a atraso «el de un pueblo americano en otro tiempo tan ilustre, en cuyos periódicos se va degenerando el castellano en un dialecto español-gálico»... Entendámonos. Si se habla de los periódicos que redacta el puñal del tirano, convenido, porque allí no hay un hombre ilustrado, un hombre de conciencia; si se habla de lo que escriben los que representan la civilización de aquel país, convenido también; pero hay que notar un hecho, y es que esos literatos, bastardos como se quiere, han escrito más versos, verdadera manifestación de la literatura, que lágrimas han derramado sobre la triste patria; y nosotros, con todas las consolaciones de la paz, con el profundo estudio de los admirables modelos, con la posesión de nuestro castizo idioma, no hemos sabido hacer uno solo, lo que es uno, que parecemos perláticos con ojos para ver, y juicio sano para criticar y para admirar con la boca abierta lo que hacen otros, y sin alientos ni capacidad de mover una mano para imitarlos. ¿A qué causa atribuir tamaño fenómeno? ¿Al clima que hiela las almas?... ¿A la atmósfera que sofoca y embota la imaginación?... ¡Bella solución, por cierto, que no sólo condena a la impotencia y a la esterilidad la generación presente, sino que insulta a las venideras, y pronuncia sobre ellas un fallo tan injusto como arbitrario! No, no es el clima, que es variado y risueño, y ha cobijado almas enérgicas y guerreros valientes. No es eso, es la perversidad de los estudios que se hacen, el influjo de los gramáticos, el respeto a los admirables modelos, el temor de infringir las reglas, lo que tiene agarrotada la imaginación de los chilenos, lo que hace desperdiciar bellas disposiciones y alientos generosos. No hay espontaneidad, hay una cárcel cuya puerta está guardada por el inflexible culteranismo, que da sin piedad de culatazos al infeliz que no se le presenta en toda forma. Pero cambiad de estudios, y en lugar de ocuparos de las formas, de la pureza de las palabras, o de lo redondeado de las frases, de lo que dijo Cervantes o fray Luis de León, adquirid ideas de dondequiera que vengan, nutrid vuestro espíritu con las manifestaciones del pensamiento de los grandes luminares de la época; y cuando sintáis que vuestro pensamiento a su vez se despierta, echad miradas observadoras sobre vuestra patria, sobre el pueblo, las costumbres, las instituciones, las necesidades actuales, y en seguida escribid con amor, con corazón, lo que se os alcance, lo que se os antoje, que eso será bueno en el fondo, aunque la forma sea incorrecta; será apasionado, aunque a veces sea inexacto; agradará al lector, aunque rabie Garcilaso; no se parecerá a lo de nadie; pero bueno o malo, será vuestro, nadie os lo disputará. Entonces habrá prosa, habrá poesía, habrá defectos, habrá bellezas. La crítica vendrá a su tiempo y los defectos desaparecerán. Por lo que a nosotros respecta, si la ley del ostracismo estuviese en uso en nuestra democracia, habríamos pedido en tiempo el destierro de un gran literato que vive entre nosotros, sin otro motivo que serlo demasiado y haber profundizado, más allá de lo que nuestra naciente civilización exige, los arcanos del idioma, y haber hecho gustar a nuestra juventud del estudio de las exterioridades del pensamiento y de las formas en que se desenvuelve en nuestra lengua, con menoscabo de las ideas y la verdadera ilustración. Se lo habríamos mandado a Sicilia, a Salva y a Hermosilla que con todos sus estudios no es más que un retrógrado absolutista, y lo habríamos aplaudido cuando lo viésemos revolcarlo en su propia cancha; allá está en su puesto, aquí es un anacronismo perjudicial. Más bien que contestar a nuestro antagonista, hemos querido combatir doctrinas que están generalmente admitidas como inconcusas; y cuando se nos acusa de incorrectos y de gálicos, hemos, sin negarlo, sin paliarlo siquiera, mostrado la irresistible arma que nos causa esas heridas. Hemos querido en cuanto a formas manifestarnos como somos, ignorantes por principios, por convicciones, dejando las cuestiones de palabras, según decía Herder, para los que no están instruidos sino en palabra; y como el zapador que pone fuego a la mecha, aguardamos impasibles la explosión de la mina, sonriéndonos de antemano de la sorpresa o de la rabia del enemigo que en sus atrincheramientos se siente herido, sin saber de dónde ni por quién.




V

El comunicado del otro quídam


(Mercurio del 3 de junio de 1842)

Le patriotisme exclusif, qui n'est que l'égoïsme des peuples, n'a pas de moins fatales conséquences que l'égoïsme individuel.


DE LAMENNAIS.                


Mucho tiempo había que el Mercurio no suscitaba una cuestión que interesase vivamente al lector y le hiciese seguir con ahínco las sucesivas publicaciones de la prensa: devorar el comunicado, improbar el artículo editorial, aplaudir una réplica victoriosa, festejar un golpe en regla, leer en corro, vivir, en fin, del pensamiento de la prensa, seguirlo en cada uno de sus desenvolvimientos y en cada una de sus fases. ¡Viva la polémica! Campo de batalla de la civilización en que así se baten las ideas como las preocupaciones, las doctrinas recibidas como el pensamiento o los desvaríos individuales.

El pueblo escucha, cree al principio lo que cada uno de los contendientes alega, la duda sobreviene, se establecen comparaciones, y el juicio propio aleccionado concede la victoria a quien o más razón lleva, o más profundas impresiones deja. Suelen los antagonistas en lugar de razones tirarse tierra a la cara, arañarse también, y no faltan ocasiones en que se hacen heridas profundas y duraderas. Falta de ejercicio..., maneras un poco francas, un tanto rudas si se quiere. Pero la continuación..., el hábito..., la cortesía..., la risa de los espectadores también, el criterio, en fin, todo contribuye a quitarle a esta lucha caballeresca lo que de áspero tiene en sus principios. Son las personalidades la arena y el limo que arrastran las aguas del torrente.

Nos hemos visto, pues, metidos y sin saber cómo en una alta y peliaguda cuestión de idioma, de gramática, de literatura y aun de sociabilidad; porque tal es el enlace y la trabazón de las ideas, que no es posible hablar de idioma sin saber quién lo habla o escribe, para qué, para quiénes, dónde, cómo y cuándo. Esto es lo que veremos al menos en el discurso de esta polémica. Pero ya que nos veíamos cogidos en la red, quisimos poner la cuestión en términos que removiese los ánimos, suscitase antipatías o aficiones, a fin de que todos los que se interesan en esta materia prestasen atento oído a lo que se iba a decir por ambas partes, y no sucediese lo que de ordinario con los trabajos de la prensa periódica, que pasan de día claro delante de nosotros como las aves nocturnas cruzan el cielo en el silencio de la noche, sin que nadie se fije en ellas. Y por cierto merece ser considerada; se trata de saber qué estudios ha de desenvolver nuestro joven pensamiento, qué fuente debe alimentarlo y qué giro ha de tomar nuestro lenguaje; si a este respecto hay doctrinas sancionadas entre nosotros, si tienen el apoyo de grandes y justificados nombres y la sanción de pensadores de primer orden, si hay doctrinas rivales, si cuentan éstas con el apoyo de la filosofía y la sanción de los hechos. ¿Hay en esto una pretensión insensata y presuntuosa? Eso es al menos lo que dice cada siglo, cada forma de arte, cuando se les presentan sus sucesores a disputarles el predominio de la sociedad.

Voltaire llamaba bárbaro, borracho a Shakespeare, Boileau fanático a Milton; los académicos franceses no habían oído jamás nombrar a Hugo, aunque después su nombre literario llenaba el mundo. Un poco después la Academia ha recibido en su seno a este innovador ignorante, y el borracho Shakespeare y el fanático Milton han arrancado el cetro a los que con asco los rechazaban.

Grande fermentación ha causado nuestro artículo del 22 de mayo, y bueno fuera que no hubiéramos logrado nuestro intento cuando poníamos todos los medios de conseguirlo; pero la primera manifestación que de esta efervescencia ha salido a luz, suscrita por otro quídam, nos saca fuera de la cuestión literaria y nos lleva a otra social, a la que iremos de mil amores, porque lo creemos no sólo necesario, sino también útil y laudable.

Revela el otro quídam una profunda irritación de ánimo, una cólera reconcentrada que la risa sardónica y la punzante ironía y la amarga burla que afecta no alcanzan a encubrir. ¿Qué ha podido irritarlo tanto? ¿Qué? ¡La cuestión literaria! ¡Santo Dios! No merecía la pena de incomodarse por ella; mas hay una palabra que a nuestro juicio lo explica todo. El patriotismo exclusivo, es decir, el egoísmo de los pueblos de que habla Lamennais.

El autor del comunicado pregunta quién es el redactor que viene a enseñar doctrinas tan peregrinas, y nosotros vamos a contestarle. Es uno de los redactores del Mercurio; y no dé un paso adelante, porque le está vedado; es un redactor de un diario que ha abrazado un partido en una cuestión literaria, es el redactor de un diario que al hacerse cargo de esta tarea, no ha venido a la tierra como un ser descendido del planeta Saturno para hallar que la tierra es chica, que los hombres son como las hormigas de su planeta. No, el redactor del Mercurio ha revestido el saco que debe llevar el escritor público en los pueblos americanos llenos de vicios, de preocupaciones, de indolencia, educados para el despotismo, la inacción y el retroceso; y sin pretender ser llamado un oráculo, ha manifestado francamente sus opiniones, ha levantado su voz contra un abuso, contra una costumbre añeja y retrógrada; a la policía le ha dicho: nuestras calles son inmundas e intransitables, componedlas; a la municipalidad: no tenemos caminos, no tenemos teatros, no tenemos alumbrado, levantaos, cumplid con vuestros deberes; al gobierno le ha dicho: los carros ambulantes son una monstruosidad, remediadla; a la juventud: habéis estudiado, ocupaos de las ideas de nuestra época, servid a la patria con vuestras luces, ilustrad al público con vuestros escritos. Ha ridiculizado lo que era ridículo a todas luces, aplaudido todo lo que mostraba visos de merecerlo, ha manifestado sus opiniones en las cuestiones de política interna y externa, sin penetrar jamás en el santuario de la vida privada; ha deplorado la muerte de los buenos ciudadanos como Salas y como Pereira, y recordado siempre con veneración la memoria de los héroes de la independencia, cualesquiera que, por otra parte, hayan sido sus opiniones políticas y la afección o desafección del gobierno para con ellos; ha hecho, en fin, lo que cualquiera otro hubiese hecho en su lugar, es decir, cumplir con los deberes que impone la redacción de un diario que debe ocuparse en todos y en cada uno de los intereses de la sociedad, fomentar el bien, perseguir los abusos, ridiculizar las preocupaciones y las malas costumbres y expresar libremente sus opiniones.

Cuando este redactor del Mercurio ha visto una producción útil, la ha anunciado en el diario con encomio, sin permitirse observación alguna que revelase sus defectos; si una sociedad se ha formado, ha ponderado su utilidad; si un verso ha aparecido, lo ha elogiado y recomendado a los jóvenes para su imitación; y cualquiera que sea el juicio que de las cosas que hayan llamado su atención ha formado, cualquiera que fuese el asunto en que se haya ocupado, el redactor del Mercurio ha tenido particular empeño en sembrar aquí y allí doctrinas sanas de liberalismo, porque está convencido que los periódicos deben ser el vehículo por donde los principios de libertad desciendan hasta el pueblo como el rocío de la mañana, para vivificarlo y animarlo al bien y al progreso. El redactor del Mercurio ha podido medir sus palabras no por la utilidad que para la regeneración social podían traer, sino por la tenacidad de las resistencias que suscitaría en el ánimo de algunos, y ha desdeñado este fácil camino que puede proporcionar mucha popularidad; ha tomado, por el contrario, el sendero que han trazado todos los hombres de corazón y de principios en los pueblos que, como los nuestros, marchan al cambio radical de costumbres y de ideas.




VI

Los redactores al otro quídam


(Mercurio del 5 de junio de 1842)

Un hermoso libro que ha producido nuestra imprenta circula felizmente con profusión en el país, libro que contiene útiles lecciones para los que saben entenderlo. Hablamos de los artículos de costumbres de don Mariano José de Larra, en los cuales está trazada en caracteres indelebles la marcha que deben seguir los que trabajen en la mejora de los países españoles, los que entienden que es preciso despejar el suelo para sembrar la semilla de la libertad. Su patriótico sistema, dictado por la primera necesidad de un pueblo que recién sale de las manos de un despotismo secular, ha sido seguido en España y en América. El otro quídam, que tan celoso se muestra del nombre chileno, gusta, sin embargo, de oír a Larra humillar a sus propios paisanos, halla muy justo y muy laudable que un español levante en el seno de la España su voz iracunda y eche en cara a su nación su atraso, se burle de sus costumbres, de su pobreza y de su ignorancia, y que con sus sales punzantes haga de su patria el objeto de lástima de todas las naciones. ¿Qué moral saca de su lectura? ¿Cree que Larra escribió en España sus inmortales artículos para darle a él asunto de risa? ¿Cree que los muchos que le han seguido y de cuyo lenguaje castizo se muestra tan prendado, han hallado por muy gustoso el martirizar a su nación, degradarla, arrastrarla por los suelos? ¡Insensatos! ¡Larra en tales manos no es más que un chusco impávido que escribe muy bien el castellano! Pero ese Larra, cuyas palabras parecen tan limadas y que por sólo eso es apreciado en algo, es un modelo que todos los escritores públicos, en América como en España, deben afanarse en imitar; es el campeón de la juventud que habla el idioma español hoy, que ama a su patria, la América o la España, no importa; que la hiere, que la sacude para que se irrite, se incorpore, se levante y marche en el ancho camino de progresos que le han abierto la civilización y la libertad de las otras naciones. Es el alma virgen de la democracia que levanta su voz contra la sociedad caduca y retrógrada en que ha nacido, que llena de energía y con el alma pura de un ángel, se irrita contra el vicio y las preocupaciones y la indolencia del pueblo, y que con la risa de la desesperación en los labios se burla de su pasado y de sus literatos, llueve sobre ellos los dardos de su sátira, destilando sangre y veneno. Hallan muy hermoso en España aquel lenguaje, y cuando el escritor en América, que en cada sección de las suyas tiene mil llagas podridas que curar, cuando el Mercurio dice que no tenemos poesía, que no hemos escrito un solo verso, no por incapacidad, sino por la mala tendencia de los estudios, entonces se levanta el patriotismo del otro quídam echando espumarajos y diciendo a grandes voces: venga acá el redactor del Mercurio; ¿quién es su padre? ¿Dónde ha nacido? ¿En la capital o en las provincias? ¿De este lado o del otro de los Andes? ¿Tiene usted carta de nacionalidad para atreverse a decir que no hemos hecho versos? ¿Tiene usted patente para tener ojos y juicio y opiniones? ¿Cómo insulta a la nación diciendo lo que sucede, para que se remedie el mal o se averigüe su causa? ¡Pobrezas que harían avergonzar a cualquier hombre culto, patriota y verdadero amante de su país! ¡Miserias que la juventud ilustrada debe desechar con el asco que merecen! ¡Preocupaciones en que nos crió el régimen colonial odiando a todo lo que no era español y despótico y católico! Así nos educaron para sobrellevar sin murmurar el bloqueo continental en que estuvieron las costas americanas durante tres siglos, en que no oímos hablar de los extranjeros sino como de unos monstruos, herejes y condenados, y cuando la independencia abrió nuestro puerto al comercio, empezamos a buscar entre nosotros mismos dónde se alzaba un cerro de por medio, dónde se atravesaba un río, para decir: allí, del otro lado, están los extranjeros que hemos de aborrecer ahora; porque nos ha quedado un fondo de odio que no sabemos dónde ponerlo para que dé todos sus intereses. Así la España, por odio a los extranjeros, se quedó encerrada en su península; pobre después de haber sido rica; débil, despreciada, cuando había sido el terror de la Europa; ignorante, cuando su antigua literatura había ido a inspirar la de otras naciones; sin industria, después que sus fábricas sirvieron a todos de modelo; pero desnuda de ideas y de vestido, se envolvía en su roto manto y calentaba sus manos ateridas en las hogueras de la Inquisición, encendidas para abrasar en ellas las ideas que se desenvolvían en el extranjero; todo por huellas: ahora que ella ha abandonado ese camino, los americanos, divididos en pequeños grupos de españoles hostiles, se miran de reojo, no se tratan, no se comunican; si un grupo perece a manos del despotismo, los otros no lo saben, no le tienden una mano, no inquieren por qué padece tanto. ¿Para qué? Son extranjeros. Extranjeros que fueron hermanos para libertarse juntos; extranjeros que hablan un idioma, que tienen una religión, un origen, unas costumbres, un gobierno, un solo fin. ¡Extranjeros! ¡Así marchamos a la libertad, a la asociación americana, a la emancipación! ¡Qué piezas para constituir naciones que necesitan abrir sus brazos a los extranjeros de todo el mundo, cuanto y aún más a sus propios hermanos! La juventud va por el mismo camino y se llama, no obstante, liberal, progresista. ¡Dios nos ampare!

Es, pues, un sentimiento colonial el que, envuelto en el ropaje del patriotismo, ha hecho al otro quídam atufarse tanto con la lectura de nuestro último artículo sobre idioma. Es retrógrado preguntar de dónde viene el que suscribe y en dónde ha nacido, para saber si tiene razón; es impropio en un hombre civilizado, humano y liberal, insultar a una nación entera que combate por su libertad, como combatió por la independencia de muchos, porque se ha dicho de ella que tiene poesía; es desleal citar entre comillas, como nuestras, palabras suyas y que quiere hacer pasar al lado de las nuestras. Esto, en el lenguaje hablado, se llama calumnia. Es manifestarse muy ajeno de las cuestiones literarias de nuestra época el admirarse tanto de que haya quien sostenga doctrinas como las nuestras; es muy material entender que, al hablar del ostracismo, hemos querido realmente deshacernos de un gran literato, para quien personalmente no tenemos sino motivos de respeto y de gratitud; el ostracismo supone un mérito y virtudes tan encumbradas que amenazan sofocar la libertad de la república. Es malicioso aplicar a éste lo que decimos de Hermosilla, el retrógrado absolutista que ha escrito un infame libro que debía ser quemado, y no andar de modelo de lenguaje entre las manos de nuestra juventud; finalmente, es muy poco decoroso para quien sale lanza en ristre a defender una cuestión, no tener nada que decir en apoyo de ella, y después de enseñar una palabra, engarrotamiento, para mostrar que debía decirse dado garrote por agarrotado que dijimos, concluir con no sacar nada de ese fondo de luces que debemos suponer le hace menospreciar nuestras observaciones y desfigurarlas, sacándolas de sus quicios y medida; porque, al fin y al postre, ¿de qué se trata entre nosotros? De unas doctrinas absurdas en materia de idioma, ¿no es esto? ¿Por qué, pues, azuzar contra el que las sostiene el perro del patriotismo exclusivo, y hacer una guerra internacional de una simple querella de literatura? ¿Y para esto escoger por campo de batalla su propia casa, donde todas las ventajas están de su parte? Hemos tocado una cuestión de idioma; hay pro y contra. La parte más racional, mejor cimentada, la hemos dejado a nuestros contrarios; nos hemos reservado la más escabrosa, la que cuenta con menos antecedentes, la más absurda. ¿Habrá partido más ventajoso? ¿Por qué irritarse tanto? Por lo que antes hemos dicho, por un sentimiento extraviado, por ver en el Mercurio no un periódico sino un hombre, y a éste suponerlo manchado con el baldón de extranjero.

Pero en vano son esos gritos impotentes. Chile no verá eso en aquél que penetrándose de los verdaderos intereses de la sociedad en que vive, contribuye con su grano de arena a la regeneración social, a la ilustración y al progreso. Día llegará, pues, en que el otro quídam y el redactor del Mercurio puedan presentar ante las aras de la patria sus títulos para aspirar a la consideración pública; nada hemos hecho que el verdadero patriotismo tenga derecho a desaprobar. Seremos, pues, en adelante el Mercurio y nada más que el Mercurio. A él y no a la persona del redactor deben dirigirse los ataques.




VII

Scènes de la vie privée et publique des animaux
Études de moeurs contemporaines


(Mercurio del 22 de junio de 1842)

Esopo, Fedro, Lafontaine, Iriarte y otros fabulistas habían, en diversas épocas del mundo y en diversas lenguas, pintado las propensiones, vicios y virtudes de los animales aplicando a la sociedad de los hombres la moral que de aquellas observaciones deducían. Hoy, que todo se hace al revés de lo que hacían nuestros antepasados, se ha dado en la flor de pintar en los animales los vicios y ridículo de los hombres, formando un ramo nuevo de literatura que, si no se le confunde con el apólogo, no tiene aún nombre reconocido. Hace cosa de dos años que se principió en París la publicación de la Vida pública y privada de los animales descrita por ellos mismos, en papel marquilla y con tan hermosas láminas que es una maravilla. Plumas como la de George Sand y Balzac, y buriles tales como el de Grandville, han dado a esta célebre composición una reputación verdaderamente europea. Asombra, en efecto, ver el profundo estudio que de los caracteres exteriores de las pasiones humanas se ha hecho, y la admirable fidelidad con que han sido delineadas en los animales. La escena de la publicación principia por la reunión de un congreso general tenido por los animales de la menajería y diputados de las provincias reunidos en el Jardín de Plantas a la luz de las estrellas, en el que después de serios debates y de haber hecho su elogio el burro, la muía obtiene para la presidencia el sufragio universal. Ocupa la silla, y los animales domésticos, inofensivos, se colocan a la derecha, que como todos saben, es el lado en que en las cámaras francesas están sentados los partidarios del gobierno. Allí está el generoso caballo, el tímido ciervo, el noble elefante, el manso y astuto carnero, el inmundo chancho y el lúbrico chivato. Sobresalen en la izquierda, entre los miembros de la oposición, el león temible, el tigre carnicero, el lobo hambriento y otras categorías montaraces e independientes. El centro lo forman los animales rastreros, sin carácter conocido y sin opinión propia, tales como la tortuga, la culebra, el alacrán, el sapo y otras alimañas de este jaez. La astuta zorra se ha colocado al pie de la mesa del presidente por no comprometerse con ningún partido; el mono y el loro son los redactores de las sesiones, el uno imita la acción y el otro repite las palabras. Hay un momento de silencio, la discusión principia, el camaleón sube a la tribuna, y en lenguaje muy limado y castizo expone a la honorable representación que tiene entonces, como siempre, el honor de ser del parecer de todo el mundo. Pero le sucede el león como orador de la oposición y da tal rugido que la consternación se introduce en la derecha; dispárase el ciervo, da un bufido de espanto el caballo, el perro aúlla, y la zorra se va poco a poco acercando a la izquierda por si se van a las manos; el orador vomita pestes contra los hombres que tienen esclavizados a los animales, hace llover dicterios y sarcasmos sobre los cobardes que se han sometido a su imperio para ser devorados unos en pos de otros; pinta con nobles rasgos la independencia de los bosques, la vida patriarcal, las escenas de la naturaleza, e invita a toda la honorable asamblea a romper el ignominioso yugo de la servidumbre y seguirlo a los campos. La izquierda prorrumpe en aplausos, mientras que los diputados de la derecha se miran unos a otros; la zorra admira la tonante elocuencia del orador y convida a un gallo y a otras aves domésticas a apoyar la moción; el lobo está mirando de hito en hito al carnero, como si ya lo viese fuera de la garantía de la fuerza legal. La discusión continúa y la atención de la asamblea se distrae hasta sofocar la voz de no sé qué orador oscuro que pondera las ventajas de la vida civilizada, con los cuchicheos de la conversación. Sería interminable referir todos los sucesos de esta memorable sesión que concluye en arreglarse la redacción de la Vida pública y privada de los animales para ejemplo de los hombres.

La Historia de una liebre principia la publicación. ¡Cuánto ha padecido, cuántos ultrajes ha tolerado por no desagradar al rey! Es ésta una historia de una belleza inimitable, y ¡qué láminas! La liebre tiene un desafío con un gallo pisaverde. ¡Qué terror en la cara de la liebre! ¡Qué cobarde! Pero el padrino, que es tío Dogo, su amigo, le dice que es preciso batirse por el honor, le pone la pistola en la mano, apunta temblando la liebre, aprieta los ojos, da vuelta la cara, dispara sin saber lo que hace, y ¡oh dolor! mata al gallo más valiente que se conoce en diez leguas a la redonda. ¡Una liebre mata a un gallo!

Mil historias, a cual más picante, forman la colección. Historia de una gata inglesa, célebre crítica de las costumbres de las mujeres de la vieja aristocracia de Inglaterra. Se enamora aquélla de un gato francés llamado Brisquet, muy petimetre, un dandy secretario de la embajada. La seduce éste, la cita a un tejado, y en los coloquios amorosos, abrazos y tirones, sáltansele del bolsillo las instrucciones privadas de su gabinete, que llegan a manos de Lord Palmerston y le instruyen que la paz armada de la Francia, los nuevos alistamientos, los preparativos militares, son una farsa, y el tratado de 14 de julio se concluye, y los asuntos de Oriente se arreglan por las potencias, sin consultar a la Francia. ¡De éstos y aun menores accidentes depende a veces la suerte de las naciones! ¡Qué moral para los pueblos!

Aventuras de una mariposa. ¡Cómo pintar, en un extremo de la tela de mi artículo, su viaje sentimental de París a Badén, sus amores aéreos y fantásticos, su casamiento y su subsiguiente muerte!

La medicina tiene sus representantes, la cirugía sus cadáveres que disecar. El doctor Cuervo hace de su pico escalpelo, y en un dos por tres en junta numerosa de facultativos se hace la autopsia, examinan las entrañas del muerto, toma cada uno un miembro; éste se propone demostrar el nervio simpático, que separa cuidadosamente de las carnes que lo encubren; aquél saca un ojo para ver el aparato óptico; otro escudriña el cerebro, y todos, en fin, se retiran a poner por escrito en una memoria su disertación, porque es cosa ésta de masticarla y digerirla despacio; cogen el vuelo pausadamente como conviene a la facultad, y queda sobre el anfiteatro, en lugar del cadáver, la armazón huesosa, limpia y monda. ¡Oh médicos!

Se sigue un tribunal de justicia. Hay una demanda entre el lobo y un cordero, a quien no se le oye por falta de testigos que acrediten la verdad del ultraje que ha intentado hacerle el lobo. El perro pastor es tachado por su conocida enemistad con el lobo. Vuelve el cordero a sus campos y el lobo a sus antiguas mañas, y un día logra por fin comerse al cordero. Aquí de la justicia que protege siempre al débil contra el opresor; los gendarmes echan el guante al criminal, lo meten en un calabozo, se sigue su causa, se le confronta con la víctima, confiesa su delito, se compone con Dios haciendo una buena confesión, y al día siguiente mi don Lobo es ahorcado en la plaza pública. El pueblo se divierte, y el cordero comido ya está comido, y el que la hace que la pague, y los ciegos cantan al día siguiente de la aventura:


Vous dans les sentiers du crime
qui pourriez être entraînes
par cet exemple, apprenez
que celui qui fait le mal
est un méchant animal.



Hay la historia del asno, el ratón filósofo, recuerdos de una corneja vieja, historia de un lagarto, viaje de un león de África a París, y otros muchos temas de composiciones llenas de sal y verdad. Sería nunca acabar el intentar dar de ellas una relación ni abreviada siquiera.

La crítica literaria no está libre de figurar entre los animales. Un loro clásico repite lo que ha leído en Boileau, La Harpe y una traducción de Hermosilla, y da vueltas en su aro, y haya república, haya democracia, él canta con un aplomo imperturbable: lorito real, para la España y no para Portugal,


Tiquen, toquen,
clarinetes y cajas,
que pasa el rey
para su casa.



Un perro rabioso ladra a todos los escritores, a los actores, a la empresa y al gobierno; la rabia le ahoga, se muerde él mismo la lengua y se envenena. Quien tal hace que tal pague, y con la vara que mides serás medido, y quien a cuchillo mata a cuchillo muere. Remitimos por mayores detalles a nuestros lectores al libro publicado en diciembre en París, Hetzel Paulin, calle del Seine, 33.

Lo que más nos ha sorprendido en esta colección y de lo que nos habíamos abstenido de hablar hasta ahora, es de la composición que lleva por título Los Gallos Literatos, que nos proponemos traducir porque creemos que agradará tanto más a nuestros lectores, cuanto que hoy se ha despertado la atención pública con la cuestión del romanticismo y clasicismo, los antiguos y los modernos, los puristas, los innovadores y qué sé yo qué otra pamplina de este jaez. Ya se imaginarán nuestros lectores cuánto talento habrá desplegado en los gallos literatos George Sand, este corifeo hembra de los que no han dejado títere con cabeza, ni cosa en su lugar con el estrafalario romanticismo. Pero es lástima que no podamos reproducirlo todo, por exceder de los límites de una publicación periódica.




VIII

Los gallos literatos
Memorias inéditas de una gallina de Guinea que vivió diez años en la República del Gallinero


(Mercurio del 3 de junio de 1842)

El león, que por la gracia de Dios había nacido rey de los animales, y hoy sirve de objeto de curiosidad en los anfiteatros y en las casas de fieras (gracias a los principios liberales y a las luces de la filosofía que han reintegrado a la creación bruta en su antigua libertad), mantenía el boato de su corte sacrificando a los indefensos animales; gustaba mucho de la carne de ciervo, que es tan sabrosa y regalada para todos los déspotas, y en su mesa eran servidos los miembros palpitantes de los mejores de sus vasallos. Sus histriones, para complacerlo, escribían la historia de los animales y no se cansaban de ponderar la timidez del ciervo, la inocencia del cordero y lo sabroso de la sangre del hombre. Así se ha escrito hasta hoy la historia política de todos los estados, y así escribieron Plinio y Bufón la del Gallo y su familia. Se engullían un pollo, se sorbían un par de huevos, y con los dedos tintos aún en la grasa que la víctima destilaba, escribían que el Gallo debía ser un animal muy bueno, puesto que tan golosos platos proporcionaba. No sólo es necesario ser un animal para escribir la historia de los animales, sino que también es preciso serlo del mismo género y especie, si bien es cierto que conviene que el historiador sea de una familia diversa, de manera que ni peque por parcial ni vaya a tocar en el extremo de ser hostil...

Sigue aquí la historia de la Gallina de Guinea, su patria, su familia, su esclavitud; es transportada en un buque negrero a la isla de Santo Domingo, es destinada a un gallinero donde permanece hasta la insurrección de los negros que pasan a cuchillo a todos los gallos blancos; la reconoce Toussaint de l'Ouverture, la salva de la matanza y la pone en libertad. Durante su cautiverio se dedica, como Esopo, a estudiar la historia, aprende gramática latina y hace apuntaciones sobre los sucesos contemporáneos de la república gallinácea, etc.; y prosigue la historia.

El gallo, propiamente hablando, no es un animal, por la misma razón que el hombre no es animal sino persona. Se le parece en creerse el objeto principal de la creación, le iguala en eso de echar plantas, y le excede sólo en pequeñez y orgullo. Vedle marchar, ¡qué mesura!, ¡qué garbo!, no le cedería el paso ni a un asturiano, sobre todo, si es absolutista. En lugar de un espadín, lleva dos, como un portugués, y por quítame allá estas pajas, ¡zas!, una cuchillada al prójimo, y arda Troya. Como el hombre gusta de la danza y de la música, no hay pollita que sus ojos vean a quien no le cante una copla y le baile la tarántula. Intolerante y celoso, jamás consiente que en su gallinero cante otro gallo, y si la mala ventura lleva otro extraño a sus estados, debe éste, si no quiere morir acribillado, andar tan alicaído y cabizbajo, y sobre todo cantar tan piano, que no excite la rivalidad de los nacionales, de donde ha venido el decir, anda como pollo en corral ajeno.

Amante de gloria y sediento de sangre y de combates, su vida es una campaña abierta contra todos los individuos de su especie, salvo la parte femenina, que puede decir de él con justicia que nada quita lo valiente a lo cortés, porque sabe leer en el corazón de las chicas, y no es persona que se deje decir dos veces esto ando queriendo, sin otorgarlo con tanta solicitud y tan buen talante, que es fuerza decirle basta, ¡por Dios, basta! Amar y pelear es su vida; cada día un duelo, cada hora una aventura amorosa, de manera que a juzgarlo por este lado es todavía un caballero de la edad media. Devoto a la vez y supersticioso, entona sus cánticos de alabanza por la mañana y en medio del día le intimida el vuelo de gavilanes y aleones cuya presencia supone ser un mal agüero para su raza. Libre en la esclavitud, gusta del contacto del hombre, cuyo dominio sufre sin agradecer el favor ni resentirse del agravio. De tal manera está connaturalizado con su actual estado, que no hay memoria de que haya llevado en los bosques la vida salvaje. Habitante de todos los climas, ha tenido parte en muchos y muy grandes sucesos. Acompañaba a Esculapio en la Grecia, y en casa de Caifás hizo, con una gran carcajada repetida tres veces, caer en el golpe a un viejecillo que se calentaba a orillas del fuego. Los galos antiguos lo tuvieron en grande estima y todos los pueblos del mundo le hallan de un sabor exquisito y gustan de su compañía, por lo que han dado en decir, Dios los cría y ellos se juntan.

Las diversas naciones de gallos que cubren la tierra se distinguen entre sí como los hombres por sus usos y costumbres. Sobresalen los ingleses por su talla esbelta y delicada, su cutis colorado y su extremado valor. Se han derramado por todo el mundo, han ocupado todo el norte de la América, tienen muchas islas bajo su dominio, y por poco que hagan, llegará día que no cante en toda la redondez del mundo otro gallo que el inglés. Un gallazo chino, tamaño como jayán, cometió una vez la imprudencia de cantar en tono más que de soprano, lo que, oído por los gallos ingleses que se han introducido en los gallineros de la India, dio bastante motivo para suscitar su insaciable codicia, y después de rondar largo tiempo por los límites del Catay y de haber derramado en las playas opio para envenenar a los habitantes, lograron al fin atraerlo a la pelea y se ha trabado un furioso combate que dura todavía. El gallo francés es igualmente bizarro, y tan altivo que sólo gusta posarse en lo alto de las banderas y en la parte superior del escudo de armas de su nación. Un tiempo hubo en que cedió su puesto a un águila formidable; pero los gallos insulares cayeron sobre ella, la maniataron y la condujeron a una ínsula remota, en donde murió la triste encadenada a una roca. En premio de tan insigne servicio concedió el galo a los insulares el imperio de los mares y la influencia en la política de las demás naciones, de que gozan sin rivales. Es el gallo francés el más culto del mundo, y tan humano que ya no gusta de pelear, contentándose solamente con cacarear y cantar. Se suscita una cuestión en el Oriente, y el gallo enfurecido bate las alas, se mira las espuelas y canta furibundo que se declara en paz armada; lo embastillan en el corral y entonces -¡ira de Dios!- qué cacareo y qué bulla infernal; pero los gallos ingleses se comen solos al trigo del Egipto; sus amos lo embastillan, sin hacer caso de su sempiterno cantar. En cambio del poder que no le dan sus doradas espuelas, se desquita con imponer la moda a todos los otros gallos, y nadie se sustrae al yugo de sus sastres. Viste con elegancia; prefiere los colores oscuros; lleva la barba rasurada, la cabeza al uso persa, el cuello desnudo y las extremidades recortadas. Sobresale en el arte del peluquero, no tiene rival en la confección de los pasteles, y es diestrísimo en el manejo del florete; porque a falta de enemigos exteriores se bate con los suyos en duelo singular. Éste y el inglés son llamados finos, para distinguirlos de otra raza que se conoce bajo el honroso dictado de brutos. Se encuentran estos últimos derramados por todo el continente colombiano, y descienden de la degenerada estirpe castellana. Poco aliñados en sus vestidos, usan del color ceniciento que lleva el mismo nombre de su raza. Son graves, testarudos, un tanto perezosos, y tan apegados a lo viejo, que en lugar de ir adelante van para atrás. En cuanto al valor no han cobrado mucha fama, si bien es cierto que han tenido pollos que se las han tenido tiesas a los más pintados europeos; el duelo está prohibido entre ellos, y todas sus aspiraciones se reducen a comer, engordar y fecundar a sus gallinas, para lo cual tienen admirables aptitudes. Son sin embargo preferibles a los ingleses y franceses para la cazuela y el estofado, por cuya razón son muy estimados de todos los habitantes del mundo, que concurren a sus puertos a desplumarlos. Desde que se sublevaron Santo Domingo y las otras colonias, se han ocupado siempre en disputar sobre quién sube más arriba en el árbol de dormir, a fin de estercolar a los que quedan más abajo. A pesar de todo esto, los gallitos más nuevos empiezan a abandonar las prácticas de sus abuelos, se aliñan y se afeitan a la francesa y buscan su alimento con la prontitud y actividad inglesa. De aquí han nacido dos bandos en sus repúblicas, que amenazan turbar la incierta paz de que a veces gozan. Compónese el uno de los gallos que ya no se cuecen a dos hervores, los franciscanos y los castellanos puros, con tal cual gallito novel, a quien le ha soplado el diablo por echarla de viejo; forman el otro los pollos de pitón, de casta mestiza de fino y bruto; algunas jacas de estaca retorcida que simpatizan con toda clase de novedades, y uno que otro pollo desgaritado, que ha escapado con la cola de menos de las garras de alguna zorra monstruo cebada en comerse los gallos más atisbados1. Uno de estos desplumados, no bien se repuso del miedo de haber visto la zorra tan de cerca, cuando se echó a cantar con tan buena gana y de una manera tan desusada, que los gallos de toda la vecindad se alborotaron sobremanera. Unos decían que no lo hacía mal para su edad, otros le achacaban el no conocer la escala diatónica ni por las tapas; pero nuestro gallo, sin curarse ni poco ni mucho de estas habladurías, apenas amanecía Dios, se ponía a cantar como si estuviera en su gallinero; y hubiera cantado su vida, si por su mala estrella no hubiese dicho al entonar un himno a la libertad Ki-ki-ri-kó, en lugar de decir Ko-ko-ro-kó, que era el uso consuetudinario de aquel país.

Aquí fue la tremolina. ¡Qué bulla! ¡Qué alboroto! ¡Qué cacareo! No parecía sino que hubiesen visto las patas de la zorra. Todos los gallos del lugar cayeron sobre él y lo rodearon y estrecharon de manera, que a no ser de tan buena ley, habría tomado las de Villadiego. El uno le arrima ambas espuelas, el otro le arranca las plumas de la naciente cola, y todos a porfía lo llenan de denuestos y de dicterios.

-Pero, amigos -les dijo el cuitado-, ¿qué furor es ése? ¿Qué mal os he causado?

-¡Impávido! -le respondieron- Trapalón, mestizo, advenedizo, jenízaro y rabón, ¿qué es eso de Ki-ki-ri-kó? ¿Qué falta de respeto a la sonora, castiza y correcta música de nuestros padres? ¿No basta ya que los malditos herejotes de los gallos ingleses y franceses nos coman el trigo, sino que también han de venir a introducirnos en el canto sus extranjerismos?

-Señores -contestaba el atribulado cantorcillo-, sosiéguense vuesas mercedes, y entendámonos. Yo gusto de cantar y vivo de eso, y canto como Dios me da a entender.

-Falta usted a las reglas, desafina los tonos y se separa de la doctrina de nuestros mejores cantores.

-¿Qué cantores ni qué calabazas? Veamos, ¿qué doctrina siguen vuesas mercedes, y qué modelos imitan?

-Nosotros imitamos -contestaron algunos- el sublime cantar del gallo de la Pasión que le cantó a San Pedro, echándole en cara su fea culpa con tal elocuencia, que el Santo traidor, movido de lo limado del estilo y lo castizo de las frases, se echó a llorar a lágrima viva y a moco tendido, confesando su delito y haciendo penitencia. ¡Eso sí que era cantar! ¿Qué viene usted aquí con su Ki-ki-ri-kí, ni su Ki-ki-ri-kó? Eso no huele a Castilla la Vieja, no es antiguo y por tanto no merece escucharse.

Afligido y mohíno por demás trajeran con tan eruditos razonamientos a nuestro cantor novel, si hubiese cosa en este mundo que lo pusiera de mal talante. En verdad que de aventuras peores había salido con vida. Después de algunas vueltas y revueltas maliciosas en el estrecho círculo que le habían formado, a manera de salida de gallo fino, encaró a uno de los de la rueda, diciéndole en tono amigable y sumiso:

-Cante vuesa merced según las reglas que dejó escritas el gallo de la Pasión.

A lo que contestó el tal, después de haber garganteado con garbo:

-De muy buena gana lo hiciera, más por darle una lección que por complacerlo, si no anduviera con pepita.

-Lo siento en el alma y lo compadezco. ¿Y vuesa merced? -dirigiéndose a otro de los circunstantes que a la sazón estaba parado en una pata, jugando con la otra con las plumas de la pechuga-, ¿no me endilgará por el buen camino?

Pero éste le descargó por toda contestación tan recias puñaladas, que bien dejó traslucir que era discípulo de San Pedro, quien tajó una oreja al judío Maleo en ocasión semejante.

-Gracias, señor, por la cortesía -contestó el rabón-; eso se llama poner las cosas a derecha.

En estos dares y tomares se avanzó hacia el centro con un paso mesurado un gallo que tenía fama de muy castellano, y después de entonar el do, re, mi, fa, sol, del canto llano, dijo en tono de bajo un Criiis-to-nacióooooo, tan afinado, que hizo prorrumpir a la asamblea en mil bravos y aplausos.

-Esta es una ligera muestra -añadió pavoneándose de satisfacción en un ronco recitado- de lo que puede el estudio de los buenos modelos cuando se hace con aprovechamiento.

Me reservo para después dar al público las reglas, porque nada es más útil al gallinero que cantar bien, aunque no tenga un grano que llevar a la boca y esté amenazado de que se introduzca en su seno la zorra. Nos hemos asociado en número de ocho gallos, todos, a Dios gracias, buenos y leales castellanos, y sólo aguardamos que llegue un compañero que tiene espuelas metálicas, para principiar nuestras tareas en la grande obra de salvar a la república del mal mayor que podía sobrevenirla, cual es el de que se adultere el hermoso canto del gallo de la Pasión, pidiendo al soberano que nombre, a la manera del protomedicato, un tribunal en que se examinen los gallos que hayan de cantar en público, y que éstos sean escogidos entre los que hayan estudiado en la Sorbona o en Salamanca.




IX

La cuestión literaria


(Mercurio del 25 de junio de 1842)

El escritor no es el hombre de una nación; el filósofo pertenece a todos los países, a sus ojos no hay límites, no hay términos divisorios; la humanidad es y debe ser para él una gran familia.


LORD AGIROF.                


Una cuestión, cuando es una simple cuestión, es considerada la mayor parte del tiempo como una cuestión y nada más. Pero hay cuestiones de cuestiones; hay cuestiones que hacen furor. Las hay espesas y de suyo enmarañadas, al trasluz de las cuales nada se ve; puede escribirse encima de ellas non plus ultra, nada hay más allá. Entre éstas pudiera muy bien clasificarse la cuestión literaria. No sé qué sabio ha dicho que las más de las cuestiones son cuestiones de nombre; aquí las más son cuestiones de persona. En vez de buscar libros que confirmen una opinión, la primera diligencia que se hace es saber quién es el autor del artículo contrario; y las más de las cuestiones que he visto se han decidido por este estilo; mas yo encuentro en esto el inconveniente de que si en un país en que tan poco prestigio tienen la literatura y los literatos, en vez de darse honor unos a otros, se dan mutuamente en espectáculo, derribamos nosotros mismos nuestros altares y nos hacemos el hazmerreír del público. Muchos tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. He aquí las causas de la oposición que, así en política como en literatura, hallamos en nuestro pueblo a las innovaciones; queremos el fin sin el medio, y ésta es la razón de su poca solidez.

Han desaparecido muchos de los vicios radicales de la educación, que no podían menos de indignar a los hombres sensatos de fines del siglo pasado y aun de principios de éste. Rancias costumbres, preocupaciones antiguas, hijas de una religión mal entendida y del espíritu represor que ahogó, en España como aquí, durante siglos enteros, el vuelo de las ideas, habían llegado a establecer una rutina tal en todas las cosas, que la vida entera de los individuos, así como la marcha del gobierno, era una pauta de la cual no era lícito siquiera pensar en separarse. Acostumbrados a no discutir, a no sentir, nuestros abuelos no permitían discurrir ni sentir a sus hijos. Hace años que secuaces mezquinos de la antigua rutina mirábamos con horror toda innovación; encarrilados en los aristotélicos preceptos, apenas nos quedaba esperanza de restituir al genio su indispensable libertad; diose empero en política el gran paso de atentar al pacto antiguo, y la literatura no tardó en aceptar el nuevo impulso. Nosotros, ansiosos de sacudir las cadenas políticas y literarias, nos pusimos prestamente a la cabeza de todo lo que se presentó marchando bajo la enseña del movimiento. Sin aceptar la ridícula responsabilidad de un mote de partido, sin declararnos clásicos ni románticos, abrimos la puerta a las reformas, y por lo mismo que de nadie queremos ser parciales, ni mucho menos idólatras, nos decidimos a amparar el nuevo género con la esperanza de que la literatura, adquiriendo la independencia, sin la cual no puede existir completa, tomaría de cada escuela lo que cada escuela poseyese mejor, lo que más en armonía estuviese en todas con la naturaleza, tipo de donde únicamente puede partir lo bueno y lo bello. Se ha dicho que la literatura es la expresión del progreso de un pueblo. Ahora bien, marchar en ideología, en metafísica y en política, aumentar ideas nuevas a las viejas y pretender estacionarse en la lengua que ha de ser la expresión de esos mismos progresos, es haber perdido la cabeza.

Las lenguas siguen la marcha de los progresos y de las ideas; pensar fijarlas en un punto dado, a fuer de escribir castizo, es intentar imposibles; imposible es hablar en el día el lenguaje de Cervantes, y todo el trabajo que en tan laboriosa tarea se invierta sólo servirá para que el pesado y monótono estilo anticuado no deje arrebatarse de un arranque solo de calor y patriotismo. El que una voz no sea castellana es para nosotros objeción de poquísima importancia; en ninguna parte hemos encontrado todavía el pacto que ha hecho el hombre con la divinidad ni con la naturaleza, de usar tal o cual combinación de sílabas para entenderse; desde el momento que por mutuo acuerdo una palabra se entiende, ya es buena. En esta parte diremos de buena fe lo que ponía Iriarte irónicamente en boca de uno que estropeaba la lengua de Garcilaso: que si él habla la lengua castellana, yo hablo la lengua que me da la gana. Ni reconocemos magisterio literario en ningún país, menos en ningún hombre, menos en ninguna época. Rehusamos, pues, lo que se llama en el día literatura entre nosotros; no queremos esa literatura reducida a las galas del decir, que concede todo a la expresión y nada a la idea, sino una literatura hija de la experiencia y de la historia, pensándolo todo, diciéndolo todo en prosa, en verso, al alcance de la multitud ignorante aún; literatura nueva, expresión de la sociedad nueva que constituimos; toda de verdad, como es de verdad nuestra sociedad; sin más reglas que esa verdad misma, sin más maestro que la naturaleza misma; joven, en fin, como el estado que constituimos. Libertad en literatura como en las artes, como en la industria, como en el comercio, como en la conciencia. He aquí la divisa de la época, he aquí la nuestra. El entusiasmo es la gran regla del escritor, el único maestro de lo bello y de lo sublime. No es la palabra sublime, séalo el pensamiento, parta derecho al corazón, apodérese de él, y la palabra lo será también.

He aquí verdades que no comprendieron los escritores españoles del siglo pasado; quisieron adoptar ideas peregrinas, exóticas y vestirlas con la lengua propia; es decir, que al adoptar las ideas francesas del siglo XVIII, quisieron salvar del antiguo naufragio la expresión, esto es, representarlas con nuestra lengua del siglo XVI. Una vez puros, se creyeron originales, pero esta lengua, desemejante de la túnica del Señor, no había crecido con los años y con el progreso que había de representar; esta lengua, tan rica antiguamente, había venido a ser pobre para las necesidades nuevas. Se ha inculpado a Cienfuegos de haber respetado poco la lengua. ¿Qué mucho si Cienfuegos era el primer poeta filósofo que tenían los españoles, el primero que había tenido que luchar con su instrumento y que le había roto mil veces en un momento de cólera o impotencia? Si nuestras razones no tuvieran peso suficiente, habría de tenerlo indudablemente el ejemplo de esas mismas naciones a quienes nos vemos forzados a imitar, y que mientras nosotros hemos permanecido estacionarios en nuestra lengua, han enriquecido las suyas con voces de todas partes. Los escritores modernos franceses han roto las antiguas cadenas de la sintaxis francesa. Notre Dame de Paris ha hecho verdaderamente una revolución en la lengua francesa. Pero al fin, aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de querer adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a las que sabían más que ellas.




X

¡Raro descubrimiento!


(Mercurio del 30 de junio de 1842)

En nuestro número de 25 de junio publicamos un remitido que traía por epígrafe: La cuestión literaria. Desde nuestra primera lectura del borrador, sentíamos una satisfacción que al principio debíamos atribuir naturalmente a la conformidad de las ideas en él vertidas con algunas de las que otra vez hemos manifestado sobre literatura, y que tanta oposición encontraron por entonces. Pero esta explicación no bastaba; no sólo las ideas nos eran familiares y conocidas, sino que aun las mismas palabras nos parecía haberlas oído o leído alguna vez. Reminiscencias vagas, pero no menos efectivas, nos hacían prever lo que aún no habíamos leído del discurso, como si fuese esto o una producción propia, o una segunda o tercera lectura de algún autor conocido. Sorprendidos de un fenómeno tan extraño, no obstante la oportunidad del remitido que se refiere a un hecho presente y privativo de nuestra polémica pasada, nos desvivíamos por averiguar la causa, cuando nos llamó la atención el tema de la composición y el autor cuyo nombre nos es enteramente desconocido. Efectivamente, el Lord Agirof no figura ni entre los miembros de la cámara de los pares, ni entre los escritores ingleses de alguna nombradía. Agirof... Agirof... ¿Si será un anagrama? Veamos: Ga irof... Ca-ro-fi... ¡Fígaro! ¡Oh descubrimiento! Ya teníamos un cabo del hilo conductor. Sólo faltaba comprobarlo. Nos abalanzamos sobre el Fígaro, y registra y hojea en todos sentidos sin saber dónde hallar el texto citado, dimos al fin, por casualidad y con la indecible satisfacción de aquél que gritaba: ¡ya la hallé! ¡ya la hallé!, en la página 169 del tomo 19 de la edición de Valparaíso de las obras de Larra, con aquellas palabras. Un rayo de luz venía a iluminarnos. Continuamos nuestras investigaciones y habiendo sorprendido un plagio aquí, otro acullá, hemos venido a descubrir, después de dos días de trabajo, ¿lo creerán nuestros lectores?..., que el comunicado titulado La cuestión literaria es de cabo a rabo, y sin más alteración que la de algunas palabras, un plagio de Larra en que el ladrón no se ha tomado más trabajo que el de coordinarlo de manera que resultase de los diversos fragmentos de que se ha servido, un todo completo y perfectamente aplicable a la cuestión que ha agitado la prensa en estos días. Tan curioso nos ha parecido este nuevo modo de resucitar a un muerto y hacerlo tomar parte en nuestras querellas literarias, que hemos creído que no desagradaría a nuestros lectores el que reimprimamos el antedicho comunicado, a fin de que con el auxilio de las notas y con el Larra en la mano puedan comprobar la exactitud de nuestras observaciones.

Una vez hecho este descubrimiento que, sin vanidad sea dicho, hace no poco honor a nuestra laboriosa sagacidad cuando se trata de descubrir un plagio y echárselo por los hocicos al que lo haya perpetrado, nos aprovecharemos de las doctrinas de Larra para apoyar en el concepto de nuestros contrarios en principios literarios nuestras propias doctrinas; pues, en cuanto a nosotros, debemos declarar que las opiniones e ideas de don Mariano José de Larra no tienen el peso de una autoridad, y, cuando más, lo consideramos como un hecho que acredita que la joven España, por la boca de aquel célebre crítico, ha desechado, y aun más, negado la existencia de una literatura modelo en España; como nosotros, y antes que nosotros, ha pronunciado un decreto de divorcio con lo pasado y hecho sentir la necesidad de echarse en nuevas vías para alcanzar una regeneración en las ideas y en la literatura; como nosotros ha declarado la incompetencia de un idioma vetusto para expresar las nuevas ideas; como nosotros, en fin, ha recomendado la libertad en idioma y literatura, como en política. Los que con tanta prevención y desdén combatieron nuestros principios, pueden rectificar con esta lectura los más claros de entre sus conceptos, y convencerse de que en idioma y literatura vamos más atrás que la España de un siglo por lo menos, y que se han propuesto la rehabilitación del español cuando los legítimos tenedores de él han abandonado este estéril trabajo.

Muy más de acuerdo hubiéramos andado en nuestra polémica, si hubiésemos definido bien nuestros principios filosóficos. Nosotros creemos en el progreso, es decir, creemos que el hombre, la sociedad, los idiomas, la naturaleza misma, marchan a la perfectibilidad, que por tanto es absurdo volver los ojos atrás y buscar en un siglo pasado modelos de lenguaje, como si cupiese en lo posible que el idioma hubiese llegado a su perfección en una época a todas luces inculta, cual es la que citan nuestros antagonistas; como si los idiomas, expresión de las ideas, no marchasen con ellas; como si en una época de regeneración social, el idioma legado por lo pasado había de escapar a la innovación y a la revolución.

Deseáramos que nuestros antagonistas examinasen con detención las tendencias de Larra en todos sus escritos, y los principios francos y progresivos que ha manifestado en literatura, aprovechando desde ahora las indicaciones que ha hecho sobre la polémica literaria y la manera de manejarla en España, para que se convenzan de que algo, mucho, si no todo lo que ridiculizaba allí, se reproduce en nosotros mismos, con tan admirable consecuencia que podría decirse aquello de hijos de tigre, overos salen.





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