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Problemática de la diglosia «neoindigenista» en 'Redoble por Rancas'

Oswaldo Estrada


University of California, Davis




Yo, el pobre, el oscuro, el desterrado,
yo, el que sobró en la mesa,
yo soy el Perú, tenéis que oírme,
oídme
hablar desde la profundidad,
bajad a ver qué larga herida:
yo soy la voz de los que nunca se quejaron.


Manuel Scorza (1976)                


Desde hace más de dos décadas, en unas Actas del Simposio Internacional de Estudios Hispánicos, publicadas en Budapest, yace una sentencia prematura que condena a Manuel Scorza a formar parte de ese grupo de «buenos escritores» que, desafortunadamente, son imposibles de encontrar en algún estudio (Correa Camiroaga 509-10). Como relata Tomás Escajadillo, también alrededor de aquellos años Luis Alberto Sánchez intentó lapidar al escritor de Redoble por Rancas, afirmando que la novela «se le cayó de las manos en el primer capítulo». Pese a estos presagios, los estudios realizados posteriormente por Antonio Cornejo Polar y el ya citado de Escajadillo demuestran que, a diferencia del «indigenismo ortodoxo» de Yawar fiesta o El mundo es ancho y ajeno, Redoble por Rancas recrea eficazmente la problemática indígena y su relación conflictiva con la sociedad nacional1. De hecho, vista en su totalidad, la obra de este autor logra agrandar «el espacio de la representación narrativa en consonancia con las transformaciones reales de la problemática indígena, cada vez menos independiente de lo que sucede a la sociedad nacional en conjunto» (Cornejo Polar, 1984: 549). Desde un principio, Scorza teje y entreteje los hilos narrativos de su primera novela de tal forma que la identidad indígena o no indígena de los protagonistas se define sólo en base a sus diferencias sociales, como arguye Neil Larsen (137), quien además indica que los textos de Scorza se distinguen del indigenismo cargado de descripciones etnográficas, tan típico en Arguedas, debido a que los aspectos culturales giran alrededor de la acción. Así pues, la brecha que separa a los indígenas de aquellos que no lo son se hace visible casi exclusivamente cuando los personajes que provienen de un mundo oral se encuentran, a través de un lenguaje híbrido, con aquellos que pertenecen a un mundo letrado.

El conflicto de la novela está dividido en dos partes, estructuración que tal vez haya sido responsable de que se vea en ella un tradicionalismo semejante a las de otras novelas indigenistas maniqueas. Pero no es así, como veremos. Por un lado, los comuneros de Yanacocha, al mando de Héctor Chacón, se enfrentan contra el gamonal y juez Montenegro, de la subprefectura de Yanahuanca, para exigir la devolución de las tierras que pertenecen a su comunidad indígena. Por el otro, la población de Rancas trata de defender las tierras que han sido acorraladas por el cerco metálico de la empresa minera norteamericana «Cerro de Pasco Corporation». Debido al carácter testimonial del proyecto narrativo (Escajadillo 104), Scorza recalca la oralidad de los Andes Centrales, en contraposición a la expresión escrita de los letrados nacionales e internacionales, que es precisamente lo que condujo a los binarismos débiles de novelas indigenistas anteriores. Al llevar a cabo esta tarea innovadora, el autor construye un universo diglósico que conserva la oralidad indígena así como el lenguaje propio de los letrados2. Sólo dentro de ese mundo de dicotomías, podemos escuchar con mayor volumen la voz silenciada del indio peruano, una voz que proviene de su mundo mestizado (Escajadillo 108).

La oralidad de ese contexto andino realiza su primer acto de presencia desde que la novela cae en nuestras manos con el retumbo de un redoble. Este sonido de apertura anticipa el contenido oral del texto, «donde el zahorí lector oirá hablar de cierta celebérrima moneda» (15). Así pues, el narrador nos trata como si fuéramos oyentes (Pacheco 65)3 y, a la vez, lectores de las peculiaridades que suceden en el pueblo de Yanahuanca. La voz narrativa deja que escuchemos una serie de sonidos que, poco a poco, se convierten en «la música de fondo» (Bakhtin 278) de un sector social distinto a la clase dominante, aquí del Perú, y por ende en una especie de contrapunto musical que abarca varias perspectivas sociales. Más adelante, cuando leemos que al juez Montenegro se le cayó un sol de bronce en la plaza del pueblo, también escuchamos el melodioso tintineo de esta moneda y el inútil grito del Alcalde: «¡Don Paco, se le ha caído un sol!» (15). Digo «inútil» porque éste se pierde en lontananza sin lograr que el juez escuche su voz. De hecho, durante meses, la aparición ruidosa del sol y la obsesión que éste suscita entre los hombres, las mujeres, los comerciantes y la chiquillería, establece la idiosincrasia de aquellos que provienen de una cultura oral. Es, entonces, una manera de constatar diferencias en perspectivas y expectativas, ya que para una clase privilegiada, un sol o su pérdida no crearía tanta alteración.

Asimismo, en el segundo capítulo, escuchamos cómo «un espesor de alas abyectas susurró sobre los techos del pueblo» (20), durante la huida de los animales de la pampa de Junín. Este ruido es acompañado de oraciones masculladas, de súplicas y lamentos, que sólo encuentran una explicación divina detrás de este acontecimiento. Muy al estilo de la ficción rulfiana (como en «No oyes ladrar los perros», donde el ladrido de éstos forma parte esencial de la narración), el sollozo de Rancas se intensifica con el trueno de perros que raja el oriente de la pampa, y que luego se confunde con el gemido de las ovejas. Después, en el capítulo siete, escuchamos el chapoteo de la lluvia sobre los caminos de la sierra, precisamente cuando «diciembre tronaba por las cordilleras» (40). Y mientras más leemos, el universo de sonidos animales se vuelve casi insoportable, sobre todo durante «la movilización general de los cerdos» de Rancas, al final del capítulo veintidós, cuando ya el mundo se ha convertido en un «chillido» (157). A través de este caudal de estridores aparentemente insignificantes, Scorza interna a sus lectores en las redes auditivas de un mundo andino que, en consonancia con su cosmovisión aparentemente arcaica, toma en cuenta todo signo y sonido vinculado a la naturaleza (Huarag 90). Este modo de percibir, escuchar y participar en un mundo oral implica la tarea cotidiana de descodificar el significado de tales acontecimientos, tarea que el autor también delega a sus lectores, como queriendo atarnos, una vez más, a los hilos de su narración.

A medida que la obra avanza, cada uno de estos sonidos, que se particularizan como andinos, se somete a la cadencia de las canciones capitalinas que aparecen en varios capítulos. He ahí un tipo de dialogismo. Aparte del redoble de tambores y de las patrióticas dianas que escuchamos a lo largo de la narración, Scorza ensarta alusiones y fragmentos musicales que denotan las divisiones sociales del pueblo peruano, el determinismo indígena y la desigualdad que existe en un país supuestamente democrático en el momento representado. Por ejemplo, cuando por fin llega el Inspector limeño para resolver el problema de las tierras comunales, el pueblo de Yanahuanca lo recibe con una banda de músicos, esperando que el Inspector falle a favor de los comuneros. Pero de nada sirve que los músicos toquen la «Marcha de Banderas», cuya letra guarda los ideales patrióticos de aquellos Húsares que lucharon por la soberanía del Perú en las pampas de Junín (1824), al mando del Libertador Simón Bolívar. Pues, como bien dice Héctor, a través de una expresión tradicional (véase Ong 39): «el juez cederá el día que vuelen los chanchos» (45). O sea, la musicalidad tiene sus límites, impuestos por el control social del oficialismo. Pero tal vez no sea así con la oralidad.

Por otro lado, el vals «Yo la quería, patita» (84) enriquece la oralidad de la narración ya que, implícitamente, nos enteramos de lo que va a suceder más adelante. Esta prolepsis musical de oralidad secundaria (Ong 11), proveniente de una victrola desencadenada, anuncia que los yanacochanos jamás van a ganar ningún premio en un sorteo de animales en el que también participe el juez Montenegro. No es extraño entonces que la injusticia de la clase dominante triunfe gracias a que doña Josefina, la organizadora de la kermesse, hace que todos los números del juez salgan premiados. Para recalcar la desigualdad que existe entre estas clases, el narrador permite que escuchemos la triste melodía del pobre que sin remedio alguno canta con la letra del opresor: «mi sangre aunque plebeya / también tiñe de rojo» (88). Luego de este detalle musical, Scorza nos expone la ingenuidad de un pueblo que acepta su destino con la letra de la canción inmortalizada por Carlos Gardel: «Contra el destino nadie la talla» (89). Así, el lenguaje literario rompe, no está de más reiterarlo, las «barreras sociolingüísticas» (Bakhtin 294) de estas canciones que provienen de un mundo letrado, como la ciudad de Lima, por ejemplo, para darle una nueva voz a los andinos del departamento de Pasco. Deseo enfatizar que, a diferencia de José María Arguedas, cuya área cultural determinante «abarca los departamentos peruanos actuales de Huancavelica, Ayacucho y Apurímac» (Lienhard, 1991: 148), Scorza centra el eje de su narrativa sólo en el departamento de Pasco.

Episodios musicales como los que acabamos de analizar reflejan una búsqueda incesante de identidad nacional por parte de las comunidades indígenas del Perú, algo patente en gran parte de la prosa peruana del siglo veinte. Esta cuestión es (re)presentada en Redoble por Rancas para mostrar la vigencia del eurocentrismo que «bloquea la capacidad de autoproducción y autoexpresión cultural, ya que presiona hacia la imitación y la producción» (Quijano 306). Por eso, aunque Scorza sorprende al entretejer melodiosos valses limeños y canciones extranjeras acopladas a las voces indígenas de Héctor y los suyos, los lectores captamos su propósito: reflejar una verdad latente, reflejar, como dijera Aníbal Quijano, cómo el dominado se mira con el ojo del dominador (306). Además, la música que escuchamos en su novela no sólo enmarca una realidad oral y andina sino que cumple una función comunicativa; hecho que Mario Vargas Llosa recalca en su Utopía arcaica:

La música, el canto, el baile son en la realidad ficticia medios de expresión tan importantes como la palabra, y, en algunos casos, más todavía que ella. Están asociados a los principales quehaceres de la comunidad, desde la siembra y la cosecha o la herranza del ganado, hasta las procesiones, misas y demás ceremonias religiosas, así como a los grandes hechos de la vida: nacimientos, bodas, bautizos, sepelios. Pero también los pequeños entusiasmos o las menudas tristezas individuales se expresan cantando y bailando.


(99, el subrayado es mío)                


Desde luego, hacia el final de la novela, el narrador denota la falsedad que yace en la letra del «Himno Nacional del Perú», un himno que proclama la libertad del pueblo peruano, mientras en los Andes escuchamos la voz del indio que aún no consigue liberarse de sus opresores: «Mentira decimos que somos libres. Somos esclavos. La única forma de salir adelante es matando» (191). En este caso, al yuxtaponer la letra del «Himno Nacional» con la «reacción automática» (Bakhtin 296) y, de paso, sin sintaxis «correcta» de Héctor, el narrador permite que sus personajes indígenas pasen de un lenguaje a otro, de la letra del opresor al mundo oral del oprimido. Precisamente, el contacto intencional que surge entre estos dos registros lingüísticos resulta en la hibridación bajtiniana del discurso neoindigenista (360). Dicho de otro modo: la voz de los campesinos andinos se enfrenta con la voz de sus opresores en un sentido dialógico, y desde ahí surgen los problemas.

Tomemos otro ejemplo: el vals del Mayor Karamanduka, «De la jarana somos señores», que eslabona, a través de vasos comunicantes, una serie de guerras peruanas con países extranjeros. Al mismo tiempo que escuchamos la letra de este vals, una de cuatro voces narrativas posibles, que conforma «la polifonía vocal de la novela» (Puente-Baldoceda 159-60), describe el origen doloroso de la guerra silenciosa del Perú con el distintivo «tono agónico» (Ong 434) de las comarcas orales:

Ocho guerras perdidas con el extranjero; pero, en cambio, cuántas ganadas contra los propios peruanos. La no declarada guerra contra el indio Atusparia la ganamos: mil muertos. No figuran en los textos. Constan, en cambio, los sesenta muertos del conflicto de 1866 con España. El 3.ro de Infantería ganó sólito, en 1924, la guerra contra los indios de Huancané: cuatro mil muertos. Esos esqueletos fundaron la riqueza de Huancané: la isla de Taquile y la isla del Sol se sumergieron medio metro bajo el peso de los cadáveres... En 1924 el Capitán Salazar encerró y quemó vivos a los trescientos habitantes de Chaulán... En 1932, el Año de la Barbarie, cinco oficiales fueron masacrados en Trujillo: mil fusilados pagaron la cuenta4.


(217-218)                


Esta voz narrativa, tan bien entonada con sarcasmo e ironía, es una de las que coincide con «la voz colectiva» de la comunidad indígena para denunciar a sus entidades opresoras (Aldaz 57). Un tono similar vuelve a apoderarse de la narración cuando la tiranía de los soldados peruanos en contra de aquellos que no pueden defenderse queda resumida en los sonidos acordes del mismo vals: «Somos los niños más engreídos / de esta bella y noble ciudad / por nuestra gracia y sagacidad. / Y si se ofrece tirar trompadas / también tenemos disposición» (218).

En este ambiente novelístico, que según Walter Mignolo, en novelas similares estaría «cargado de situaciones de interacción discursivas» (32), Scorza consigue darle voz propia a los personajes semi-alfabetos que encontramos en Redoble por Rancas. Es más, al utilizar un lenguaje limeño, especie de paradigma cosmopolita, el autor resalta la oralidad de las serranías peruanas. Este aspecto lingüístico de la narrativa scorziana difiere de los cuentos y novelas indigenistas de José María Arguedas quien, incluso en sus últimas obras, permite que sus personajes indígenas se comuniquen en un español impregnado de calcos lingüísticos provenientes del quechua. Aunque en una primera lectura pareciera que Scorza sacrificara la autenticidad del lenguaje indígena porque sus personajes hablan un español correcto, la sustancia novelística de Redoble por Rancas revela el afán de un escritor que considera «erróneo» empobrecer la lengua de sus personajes con un español mal hablado. De hecho, en una entrevista con Elda Peralta el mismo Scorza, como todo escritor que tarde o temprano tiene que decidir sobre el lenguaje que debe utilizar para la (re)presentación de un mundo indígena, señala: «los indios que están en mis libros, piensan correctamente, deben hablar correctamente» (Aldaz 42).

Aún así, las conversaciones que producen sus personajes indígenas se distinguen por una entonación que refleja el habla local de las comarcas andinas. Por ejemplo, durante el diálogo entablado entre una de las voces narrativas y don Alfonso, «sobre los misteriosos trabajadores y sus aún más raras ocupaciones» (49), escuchamos a una voz campesina, la voz presuntamente colectiva del pueblo que depende de sus constantes repeticiones orales (y su concatenación retórica) para prolongar y pasar de una generación a otra su cultura y tradición (Ong 34):

Yo, don Alfonso, no lo acuso. A usted lo elegimos Personero de Rancas por sus conocimientos en la crianza de ovejas. Usted sabe cuidarlas. Usted conoce, desde leguas, el empacho o la gusanera... Yo no lo acuso, don Alfonso... Aun así me explico su tranquilidad, don Alfonso... Usted reclamó... Usted tuvo que pedir permiso y sacar de la escuela a su hijo... Usted volvió a las once y se quedó con la boca abierta... Usted no dijo nada. Usted, don Alfonso, ya tenía maduro su designio.


(49-50)                


Lejos de ser un fracaso novelístico, como dijera Luis Alberto Sánchez, Redoble por Rancas resucita la problemática indigenista a través de diálogos que imponen su costumbrismo regional en la lengua del dominante para señalar los conflictos sociales que aún limitan la vida del dominado peruano. Por eso, cuando Héctor le reclama al juez Montenegro con su voz provinciana: «un mi caballo [está] retenido en tu pesebre» (118), también escuchamos al opresor que lo insulta: «lárgate de aquí, cholo de mierda!» (118, el subrayado es mío). El incidente, que nos recuerda la temática denunciadora de Arguedas (como en su cuento «Los escoleros», donde el «cholito» Teofacha pierde a su vaca por culpa del gamonal), enfatiza la connotación negativa de la palabra cholo, palabra que «se vuelve ofensa, injuria racista, si la lanza un blanco a quien no lo es» (Vargas Llosa 166)5. Este mismo desprecio hacia los indios y mestizos por parte de los blancos surge en varias ocasiones en los vericuetos de la obra. De hecho, cuando Héctor se queja ante la esposa del juez, lamentándose: «¡Doña Pepita, tus animales están acabando mi papal!», ella lo agrede con sus palabras humillantes: «¡Me alegro que mis animales acaben con tu chacra! Tú eres un cholo insolente, indio de mierda. Como peor te portes, peor te irá. Tú no entiendes palabras. Eres terco. Ya verás lo que te ocurre» (124, el énfasis es mío).

En medio de estos diálogos casi ininterrumpidos -los mismos que en la realidad peruana llaman a las puertas de un nuevo siglo sin ser atendidos- nosotros escuchamos la voz «revalorizada» del campesino (Puente-Baldoceda 160), ya sea cholo o indio, que trata de encontrar una posible solución a sus problemas. A través de sus personajes andinos, Scorza sugiere que, sólo enfrentándose cara a cara con los mismos prejuicios engendrados en el lecho de la Conquista y alimentados en el regazo de la Colonia, los hombres y mujeres indígenas de este período poscolonial podrán dar un paso hacia su reivindicación. Como indica Roland Forgues, la meta del autor es «convencer a los propios vencidos de sus posibilidades de lucha [y] hacerles tomar conciencia de la fuerza que poseen» (136). Por eso, con tal de mejorar su situación de subordinado, Héctor se muestra dispuesto a matar y a pasar varios años en la cárcel, sobre todo porque considera que «sabiendo aprovechar... el hombre encarcelado sale más hombre. Yo conozco muchos que aprendieron a leer en la cárcel» (26). El líder de los comuneros yanacochanos, convertido en una especie de «supercholo»6 por haber adquirido experiencia invalorable en el mundo ya no tan ancho y ajeno de los blancos, sigue siendo fiel a sus creencias indígenas, pero reconoce que el analfabetismo de los hombres y mujeres de su clase social es visto por la clase dominante como incapacidad crasa y sinónimo de atraso social (Pacheco 29). Pese a este avance hacia su reivindicación, las hebras narrativas nos anudan a una especie de paradoja, por lo menos en términos del patrimonio oral, ya que este «superhombre» andino percibe lo letrado como fuente de su liberación.

Si por un lado las voces narrativas de la obra denuncian la injusticia que reverbera a su alrededor, vale notar que la misma problemática neoindigenista se presenta cargada de «humor criollo» (Escajadillo 108) en las entretelas de un discurso híbrido que enfrenta la mentalidad de las «comarcas orales» con la arrogancia de aquellos que provienen de la «ciudad». Por ejemplo, una vez desprovistos de pastizales, los ranqueños se ven obligados a debatir durante seis horas si es correcto o no dejar que las ovejas se alimenten de las flores del cementerio de Cerro de Pasco. Pero el narrador -con una mezcla de humor, denuncia e ironía- señala que seis horas no son una exageración pues:

Al comenzar la Conquista, los filósofos españoles debatieron no seis horas sino sesenta años si los indios pertenecían o no al género humano. ¿No se llegó hasta la silla gestatoria para que blandiendo las llaves del Reino, un papa afirmase, ex cathedra, que esos seres descubiertos en las Indias con cuerpo, rostros y ademanes pasmosamente parecidos a los hombres eran, efectivamente, prójimos?


(197)                


Una vez más estamos ante una cuestión de colonialidad que «sea que se trate de las diferencias físicas ('raza', 'color') o de las orientaciones culturales ('etnicidad', 'modernidad') cotidianas» implica desigualdad en el poder (Quijano 305). Por ende, aun entrado el siglo veintiuno no es panfletario o trillado decir que la herencia indígena de estos individuos andinos sigue siendo menospreciada por el sector dominante del Perú. Ahí, donde, irónicamente, abundan «las calles denominadas 'Libertad', 'Unión', 'Justicia' y 'Progreso'» (Scorza, 1997: 142), reina la ambivalencia social, la misma que aflora en cada capítulo de Redoble por Rancas y que, en cada instancia, vuelve a poner en tela de juicio el conflicto de identidad que perdura no sólo en el Perú sino en toda América Latina. Esta misma cuestión social es definida por Quijano en base a tres problemas pendientes:

  1. La colonialidad de las relaciones materiales de poder entre lo europeo y lo no-europeo (lo aborigen, principalmente, pero también lo de procedencia africana e inclusive asiática);
  2. La hegemonía del paradigma eurocéntrico en la perspectiva mental de [la] sociedad;
  3. La manera eurocéntrica de plantear y abordar la cuestión nacional (308).

De acuerdo con esta esquematización, las autoridades gubernamentales que aparecen en el texto de Scorza consideran que los indios (es decir indios, mestizos y cholos de condición humilde) no tienen ningún derecho a apelar a la justicia para defender las tierras que la «Cerro de Pasco Corporation» les ha arrebatado. Por eso, cuando el ranqueño Fortunato -«símbolo de resistencia a través del tiempo», según Forgues (20)- se presenta a la Prefectura para denunciar el «Cerco» metálico de la compañía internacional, o sea el gigante que los está aniquilando, el Prefecto de Cerro de Pasco, el señor Figuerola, expresa su marcado desprecio antiserrano: «Hace años que soy autoridad. Yo he servido en casi todos, los departamentos. Nunca he conocido un indio recto. Ustedes sólo saben quejarse: mienten, engañan, disimulan. Ustedes son el cáncer que está pudriendo al Perú» (145). Como ha notado Cornejo Polar, estos prejuicios anti-serranos se pueden ver desde la aparición del indianismo en adelante (1980: 8). Con esa misma actitud de superioridad, el Inspector que defrauda a los comuneros yanacochanos, en un momento de ira interroga al cielo, pidiendo una explicación sobre la conducta de los indios. Despectivamente levanta los brazos ante el Personero Cayetano y se queja: «Dios mío, ¿cuándo progresarán estos salvajes?, ¿cuándo se civilizarán?» (42).

Lo que no comprenden las autoridades y la mayoría de los que conforman la clase dominante peruana es que los indios, estos «incivilizados», provienen de una civilización oral. Este conflicto secular que surge entre el mundo de la oralidad y el de la escritura, dentro de la novela, llega a su cúspide cuando los ranqueños «envejecen» durante la interminable lectura de sus títulos de propiedad; durante esta asamblea de lectura:

Un estudiante del Colegio Nacional, Daniel A. Carrión, hijo de Rancas, comenzó a leer... La lectura comenzó a las doce y doce minutos. Tardó dos horas. La gente soportó inmóvil, casi inmóvil, la enumeración de hitos, puquios, pastos y lagunas que probaban que esas tierras, que esa nevada que blanqueaba sus corazones, pertenecían a Rancas. A las dos de la tarde el lector acabó, tosiendo.


(153)                


Los ranqueños, por su parte, se limitan a escuchar durante largo tiempo sin entender qué es lo que el Personero intenta ganar con esta enumeración de lo que todos saben que es de Rancas.

No obstante, a través de la escritura y sin distanciarse completamente de su ámbito oral, el Personero propone defender lo que le corresponde a Rancas según lo dictan los títulos por escrito. Lo oral, aquello que puede considerarse como «propiedad» del pueblo aunque visto como «inferior» por la clase dominante (Lienhard, 1981: 64), ya no es suficiente para ganar esta lucha contra la «Cerro de Pasco Corporation». Más bien, es necesario combinar la oralidad con la escritura para combatir a los nuevos y obvios parientes del gamonalismo que han llegado a los Andes Centrales: el imperialismo y la explotación capitalista. Por eso, después de la lectura de los títulos de propiedad, el Personero exige, oralmente, que todos los jefes de familia lleven un chancho a la plaza de Rancas para que los animales ayunen por ocho días. Cuando los bramidos de los chanchos hambrientos se vuelven inaguantables, el Personero se vale del poder de la escritura para transmitir su mensaje; mientras tanto, el narrador describe la acción en base a lo que este personaje escribe:

Cogió una tiza y escribió sobre el hule negro de la pizarra: «Cada uno amarrará su chancho». Los cerdos estriaban las frágiles paredes del domingo. Borró y escribió: «Ahora mismo los soltaremos en los pastos de 'La compañía'». Borró y escribió: «Soltaremos los cerdos en los mejores pastos de 'La compañía'». Borró y escribió: «Le quiero ver la cara a los gringos cuando sepan que sus ovejas comerán pasto infectado».


(156)                


Esta conjunción, que Mignolo llamaría «punto de encuentro entre la oralidad y la escritura» (32) permite que los ranqueños alcancen un logro efímero porque, de todas maneras, la fuerza de la «Cerro de Pasco Corporation» es más poderosa que el daño de los chanchos. Es decir, el centro imperialista y capitalista logra controlar a la periferia peruana, y por ende la escritura a la oralidad. La visión es casi derrotista, porque es como decir que la oralidad ya no puede estar sola, por lo menos si quiere legitimarse en un ambiente mestizo. En cierto sentido estos aspectos, que se textualizan de manera similar en toda la obra de Scorza, son su triunfo. Pero también su derrota, si se leen sus textos con un prejuicio escritural, sin apreciar la diglosia que los enriquece.

Tal vez uno de los aspectos más significativos en Redoble por Rancas es que, aunque los ranqueños pierden sus tierras, su ganado y sus casas, ganan al reconocer la identidad de sus fuerzas opresoras por nombre y apellido. Desde el comienzo de la obra, los ranqueños no saben cuál es la procedencia del «Cerco». Al principio lo ven como un alambrado ridículo pero, al ver que devora puquios, cerros y pastizales enteros, toman conciencia de la existencia de lo que la cultura letrada llama imperialismo y capitalismo, fuerzas que no se detienen ante ninguna comarca oral. Tal vez no usen esa terminología, pero sienten en carne propia la desventaja de ser el otro, el subalterno. Es más, el diálogo de ultratumba, que nos recuerda al de Pedro Páramo, comprueba este hecho con las palabras de don Teodoro: «Tú tenías razón, Sapito. No es Jesucristo quien nos castiga, son los americanos... Los hacendados quieren borrar las comunidades. Han visto que “La Cerro” nos masacreó a su gusto. Se exceden» (234).

Con esta última gota de oralidad, los marginados se ubican en el centro de las historias paralelas de Rancas y Yanahuanca. Como arguye Forgues, si bien es cierto que en la novela «sólo los muertos pueden ser legítimamente los cronistas de su propia derrota» (19), el autor les da la oportunidad de afirmar su existencia histórica y les concede «el derecho a desarrollar su diferencia frente a la cultura dominante» (135). A través de su «indigenismo travieso e informal» (Escajadillo 114), Scorza «desciende verticalmente al mundo oral de sus protagonistas», según manifiesta Lienhard (1981: 65). Desde ahí, escuchamos las voces de los silenciados y oprimidos que, sin alejarse de sus principios indígenas, reconocen el abismo que separa su ambiente oral del pensamiento basado en la escritura. Este reconocimiento revela en los dominados una nueva conciencia de clase, un avance intelectual que revaloriza a la sociedad peruana. Más allá de ser una simple y llana descripción cultural, Redoble por Rancas incorpora, como señala Consuelo Hernández, contenidos y formas indígenas y mestizas en la construcción de una «ficción transculturada» (143). Los ecos del campo, los bramidos de los animales, la voz de la gente andina y costeña, el sollozo, el llanto de los campesinos entreverado con la letra hueca de un Himno Nacional, así como el humor y la ironía del narrador, consiguen que nosotros, los lectores, analicemos, una vez más y bajo una nueva lente, la problemática neoindigenista.

Más aún, el contacto diglósico que surge entre los límites de la oralidad y la escritura revela una lucha social entre los dominados que defienden su cultura autóctona y los dominantes que tratan de extinguir cualquier vestigio andino. Actualmente, este mismo conflicto novelístico vive, más que nunca, bastante arraigado a la realidad peruana. Si, por un lado, el fracaso de la Reforma Agraria 1716 (decretada durante la dictadura militar del general Velasco Alvarado en 1969) desarraigó a cientos de miles de indios de sus comunidades indígenas para llevarlos a la costa, por el otro, durante la década de los ochenta, la insurrección de Sendero Luminoso -al mando de Abimael Guzmán- también depositó a otras tantas familias indígenas en las barriadas de Lima. En este ambiente «carnavalesco» el Otro subordinado convive con sus opresores sin haber logrado ningún tipo de integración eficaz sino un estado de «mescolanza, confusión, amalgama [o] entrevero»; debido a su forzada cohabitación (Vargas Llosa 331). Este fenómeno social, conocido como la «cholificación» (Quijano) o la «desindianización» (Vargas Llosa) avanza a pasos agigantados dentro de la sociedad peruana. Mientras tanto, los conflictos sociales de ayer siguen afectando, hoy en día, el modo de vida de todos y cada uno de los protagonistas de la guerra silenciosa del Perú. Esta es la vigencia de Scorza, y la diglosia de su neoindigenismo seguirá sirviendo no sólo para concientizarse sino para revalorar el esteticismo de su ciclo novelístico.






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  • ——. Redoble por Rancas. New York: Penguin Books, 1997.
  • Vargas Llosa, Mario. La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo. México: Fondo de Cultura Económica, 1996.


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