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Psiquismo ascencional en la poesía de Miguel Hernández

Concha Zardoya

De lo real a lo imaginario

Miguel Hernández -poeta «terrícola», «terrígeno»- no se dispersaba ni se perdía dionisíacamente en la tierra, sino que era capaz del «vuelo aéreo», de que el mundo objetivo ascendiera enriquecido, gracias a su imaginación poética. Estaba dotado, pues, de un psiquismo ascensional al que le animaban desde su infancia las palmeras de Orihuela y de Elche, la Muela de San Miguel y los montes secos y violentos de la Sierra de Callosa. De ahí que sean frecuentes en su poesía las imágenes dinámicas aéreas, de elevación y altura, de verticalidad y, en consecuencia, de sublimación axiomática. Pero todo impulso hacia lo alto conlleva también la caída, el viaje hacia abajo y, en su retorno, la búsqueda del espacio sin ninguna dimensión, del espacio íntimo. La intuición dinámica hernandiana diseña siempre un trayecto de lo real a lo imaginario, una poética de las alas, un «más allá» psicológico y anímico. No olvidemos que todo movimiento aéreo supone una liberación o, al menos, un intento para lograrla. El ser que vuela rebasa la atmósfera: asume la conciencia de su propia libertad. La condición primordial del aire es ser libre. Y amar es volar, tanto para los místicos como para Miguel Hernández. En el reino de la imaginación, a toda inmanencia se une la trascendencia. Este vuelo es un ascenso a la luz, y su caída es un descenso a la tiniebla: a la «sombra» de los últimos poemas hernandianos.

Dibujemos -muy someramente aquí- la trayectoria del psiquismo ascensional que ya emerge temprano en Perito en lunas (1933). En este primer libro la «ascensión» imaginaria es visual: cuidando el hato paterno o tostándose en la Muela, Miguel contemplaba el cielo, enamorado del sol y de la luna. En las octavas reales que a esta dedica -teñidas de un neogongorismo claramente sensorial-, teme que las pitas oriolanas le impidan «reflejar sierra» en sus sienes y «al aire van las ínsulas afines»1.

En varios poemas -escritos entre 1933 y 1934- aparecen metáforas e imágenes de signo ascensional: su anhelo de elevación física se percibe en «Olores», en «Bella -y marítima» y, en «Abril -gongorino», nos sorprende un verso neoculterano de elevación referido a las palmeras: «giraldadas alturas datileras». En el extenso poema «Invierno -puro», Hernández manifiesta con toda pasión su ansia de vuelo, su sed de altura: «Me da el viento, Señor, me da una gana / el viento de volar, de hacerme / ave de lo más viva, de lo más lejana.» Los cohetes -citados en versos sueltos- consiguen un poema propio -«Cohete -y glorioso»-, siendo para el poeta símbolo visual de ascensión: «¡con qué pasión! de alteración no altera / su vocación de altura / que a ser celete aspira...» «Vuelo vulnerado» es una apología de la ascensión y de las alas: el aviador es un «arcángel nunciatorio de sí mismo... / facultado de alas y heroísmo... / ¡Apartate, Señor, que va de vuelo!». En «La morada amarilla» -estupenda visión de la meseta castellana-, el poeta observa que «Sube la tierra paso a paso... / ¡No hay altura más honda!». La glorificación del vuelo se consagra en «Nuebes -y arcángeles»: «Vuelos sin ruido, pájaros sin plumas / de Dios a Dios, en Dios, de viento en viento, / los tronos perpetuando y las espumas.» En estos versos, Hernández plasma su ansia espiritual de elevación y vuelo. Mas, físicamente, «Altura -sin par» le retrata en cuerpo y alma: «Yo soy más alto siempre que la tierra: / de cumbre a cumbre, viento a viento, vago / y con mi honda y mis ovejas hago / silbar la luz y suspirar la sierra.»

En 1936 publica El rayo que no cesa, libro de potente sentimiento amoroso, unido a una conciencia del dolor. Dentro de la compleja estilística que lo conforma, destacamos aquí algunas imágenes nacidas del psiquismo ascensional. En el poema-prólogo, hallamos que el amor no es solo rayo secular sino «carnívoro» cuchillo volador de «ala dulce y homicida» que, al volar, le hiere profundamente. En el soneto 5, «un pañuelo sediento va de vuelo» hacia la amada con el llanto del poeta. En el 8, al describirla, «una paloma sube» a su cintura. En el 13, su triste corazón -como el espectro de un ahogado- «vuela en la sangre y se hunde sin apoyo». Ante el amor insatisfecho, fuerzas ascendentes y descendentes batallan en el alma y en la sangre del poeta. Por ello, en el 15, cuando la amada le cierra su ventana, baja a sus pies en forma de gavilán «de ala manchada y corazón de tierra», vano barro que tiene que levantarse «huracanado» y caer «diluviando» sobre ella. En el 20, se siente como «un rayo sujeto a una redoma» porque la amada lleva una «cumbre» en su «pecho de isla» que él rodea «de un ambicioso mar». Derrotado, el anhelo amoroso le arrastra «a la acción corrosiva de la muerte». Muerte que le arrebató a su joven amigo Ramón Sijé: «Temprano levantó la muerte el vuelo...» -llora en su «Elegía»- y el poeta no puede perdonarla, aunque suplica al difunto que regrese a la vida.

El combate entre el vuelo y la caída

Viento del pueblo aparece en 1937 y, en su dedicatoria a Vicente Aleixandre, asevera: «Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas.» Transfiere ese psiquismo ascensional a García Lorca que, en su «Elegía primera», es considerado «hijo de la paloma» y «nieto del ruiseñor» que colmó «de arrullos» el cielo y las ventanas; siendo «el gavilán más alto», cayó desplomado para siempre, mientras «un cósmico temblor de escalofríos / mueve terriblemente las montañas». En «Sentado sobre los muertos», anhela que su voz «suba a los montes / y baje a la tierra y truene», en doble ímpetu. Nació en la miseria solo para hacerse «ruiseñor de las desdichas» y cantar las desgracias del pueblo. Sus «Vientos» le llevan a «desfiladeros de águilas», a «cordilleras de toros». En «Recoged esta voz», los jóvenes «empujaban y herían las montañas» con sus pechos, agigantaban el mediodía, «siempre de sol y majestad cubiertos». «Las manos» trabajadoras «constelan los espacios», son «relámpagos» y, espiritualizadas, se «almifican»: «la mano es la herramienta del alma, su mensaje». Enaltece «El sudor» de los que laboran: engrandecido, es «primo del sol», aunque también es «hermano de la lágrima». En «Juramento de la alegría», España es «blanca y fosforescente», «avasalladora llamarada»: por ella «avanza la alegría derrumbando montañas». En la «Canción del esposo soldado», vuelve a usar imágenes y epítetos meliorativos, «altificantes»; de nuevo actúa el psiquismo ascensional, a pesar de la guerra: «Morena de altas torres, alta luz y altos ojos», «sustento de mis alas», soñando que la paz será para su hijo... En «Campesino de España», exalta la alegría y la fuerza de sus músculos, pues sostienen la patria: «no hay quien cerque la sangre / cuando empuña sus alas / y las clava en el aire.»

Compuesto entre 1937 y 1938 y dedicado a Pablo Neruda, El hombre acecha es un anatema contra la guerra, las cárceles y el hambre. El psicologismo ascensional combate ahora con el descenso y la caída. El impulso hacia lo alto retrocede en retirada: el hombre se lanza ahora contra el mal, fuerza regresiva y opresora. Así, en la «Canción primera», constatamos que «se ha retirado el campo / al ver abalanzarse / crispadamente al hombre». En «Llamo al toro de España», Hernández le exige que se despierte, que se levante, que esgrima sus astas contra el cielo para «asustar a los astros»; convertido en materia astral, en su piel resplandece el lucero: el poeta le insta a que truene, vibre y se atorbelline. La psique hernandiana asume la violencia y desencadena emociones. Sin embargo, en «La fábrica-ciudad» cree en la salvación por el trabajo: «y los hombres se entregan a la función creadora / con la seguridad suprema de los astros.» Mas hay fuerzas destructoras que combaten al hombre: la nieve invernal, por ejemplo, «desciende, se derrama como un deshecho abrazo / de precipicios y alas». El psiquismo ascensional se subvierte en expresiones degradantes, peyorativas y cacosemánticas, pues la violencia desencadena cólera y destemplanza, negativos sentimientos. Pero en «El vuelo de los hombres» reaparece el ansia de elevación, despertada por iras y rencores geológicos: se remontan sonoros, «derramados en aéreos ejercicios, / reptan la piel del cielo». Para el poeta, otra vez, «El vuelo significa la alegría más alta / la agilidad más viva». El impulso y conciencia de la ascensión se recobra en el poema titulado «El hambre», porque esta despierta los instintos elementales que el poeta rechaza, suplicando: «Ayudadme a ser hombre: no me dejéis ser fiera / hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente.» En «El herido» -impresionante poema- descubrimos la ascensionalidad de la sangre: «La sangre llueve siempre boca arriba, hacia el cielo, / cuando hay en las heridas celeridad de vuelo.» Y esto ocurre porque el anhelo de libertad la impulsa, con la certeza de que al fin retoñarán con nueva savia los talados miembros... La imagen del vuelo sustenta la temática de «Carta»: «El palomar de las cartas / abre su imposible vuelo / desde las trémulas mesas / donde se apoya el recuerdo. // Allá va mi carta cálida, / paloma forjada al fuego, / con las dos alas plegadas / y la dirección en medio.» El fracaso de la ascensionalidad se localiza patéticamente en «Las cárceles»: «Se da contra las piedras la libertad, el día, / el paso galopante de un hombre, la cabeza, / la boca con espuma, con decisión de espuma, / la libertad, un hombre.» // «Un hombre que ha soñado con las aguas del mar, / destroza sus alas como un rayo amarrado, / y estremece las rejas...» Y añade aún: «Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero. / Ata duro a ese hombre, no le atarás el alma.» Al fracaso le queda todavía la esperanza de la libertad soñada: «Porque un pueblo ha gritado ¡libertad! vuela el cielo, y las cárceles vuelan.» En visión imaginante, la Poesía liberta siempre y salva también: en «El tren de los heridos», «un dedo solo, un solo trozo de ala / alza el vuelo total de todo un cuerpo».

Interiorización del ascenso

En el Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941), el psiquismo ascensional se interioriza y se ahonda humanamente: «Llegó tan hondo el beso / que traspasó y emocionó los muertos. // El beso aquel que quiso / cavar los muertos y sembrar los vivos.» El vuelo es imposible cuando tres heridas conforman al poeta: «la de la vida, / la de la muerte, / la del amor» (poema 25). Sabiéndose preso, solo es admisible la ulterior sobrevivencia por vía espiritualmente imaginaria: «Por un huerto de bocas, / futuras y doradas / relumbrará mi sombra» (poema 33). Pasado y presente se enfrentan en su recuerdo y en su vida encarcelada: ascensión, descenso, separación: «El amor ascendía, entre nosotros / y devoró los cuerpos solitarios. / Y somos dos fantasmas que se pasean / y se encuentran lejanos» (poema 40). En su desventura, el poeta ha dejado de soñar en ser libre, pero aún le queda un refugio: el ensueño amoroso donde «La libertad es algo / que solo en tus entrañas / bate como un relámpago» (poema 54); es la posibilidad del hijo en la mujer amada. Y volverá a repetir lo mismo en los poemas 59 y 73. En este último concluye: «¿Para qué quiero la luz / si tropiezo con tinieblas?» Pero escribe las «Nanas de la cebolla», como parvo consuelo: «Tu risa me hace libre, / me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca» -le dice al hijo.

En los Poemas últimos asoman reflejos de aquel psiquismo ascensional tan luminoso. Meditando sobre su suerte, Miguel Hernández escribe «Vuelo», poema paradigmático de su autobiografía interior, de ascensión y caída: «Solo quien ama vuela. Pero ¿quién ama tanto / que sea como el pájaro más leve y fugitivo? // Un ser ardiente, claro de deseos, alado, / quiso ascender, tener libertad por nido. / Quiso olvidar que el hombre se aleja encadenado...» «Sepultura de la imaginación» es casi una elegía que el poeta -en imagen de albañil- dedica a sí mismo y a su obra; es el patético historial de su vida, elevándose primero y lanzada finalmente al abismo: «Un albañil quería, piedra tras piedra, muro / tras muro, levantar una imagen al viento... // Un albañil quería... Pero la piedra cobra / su torva densidad brutal en un momento. / Aquel hombre labraba su cárcel. Y en su obra / fueron precipitados él y el viento.» En este poema culmina la dialéctica de la subida y del descenso en fulminante y trágica caída. Pero en «Ascensión de la escoba» -poetización simbólica de una experiencia carcelaria-, vuelve a elevarse el psiquismo ascensional que sustancia al poeta ontológica y líricamente: «Para librar del polvo sin vuelo cada cosa / bajó, porque era palma y azul, desde la altura... // Y ante su aliento raudo se ausenta el polvo quieto, / y asciende una palmera, columna hacia la aurora.» Y en «Eterna sombra» el poeta resume su vida y sobrepasa su muerte. Las imágenes de elevación, vuelo y descenso se transfiguran en luz y sombra: parece triunfar esta pero, al fin, es vencida por aquella, en póstuma victoria. Pasado, presente y futuro «más allá» generan sus imágenes y estructuran su temática. El anti-clímax de la sombra es superado por la exaltada luz de la esperanza: «Yo que creí que la luz era mía / precipitado en la sombra me veo... // Pero hay un rayo de sol en la lucha / que siempre deja la sombra vencida.»

El psiquismo ascensional hernandiano traspasa la muerte, profundidad última de todas las cimas. Su constancia vertical, sus valores de vuelo, fundan su eternidad. La conducta exterior e interior del hombre nos son reveladas por imágenes poéticas singulares e inspiradas: anhelaba descubrir un ala en el oculto corazón de las cosas, lo mismo que Guy Lavaud2.

La imaginación dinámica es una de las fuentes más importantes de la poesía hernandina, enraizada en la tierra pero siempre dispuesta a la contemplación ascensional, al vuelo y al retorno a su origen: como la palmera que hizo «alto» al poeta, que se alza vertical, pero que sabe curvarse con el peso de su dorado fruto, para erguirse de nuevo en busca de mayor altura y de más luz.