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Ramón Trujillo

(En la presentación de su libro «Principios de Semántica Textual», Madrid, Arco Libros, 1996)

Fernando Lázaro Carreter





Hace siete años -me parece que son siete- tuve una satisfacción y un honor semejantes a los que hoy recibo: presenté entonces la Introducción a la Semántica Española de la cual es autor el mismo amigo que ha escrito este libro fundamental -adelanto ya el diagnóstico- que hoy nos reúne. En estos años, dos hechos son claros en la trayectoria científica de don Ramón Trujillo, pues a él me refiero, como es evidente. Por un lado su constancia, su lealtad diríamos, al mismo ámbito de problemas, en este caso, a los que plantea el hecho de que el lenguaje significa, esto es, de que hablantes y lingüistas le atribuyamos significación. Por otro lado, la perseverancia en una misma actitud, más eficaz que el empeño en las soluciones que se cree haber hallado de una vez para siempre. Esto supondría una inmovilidad en el pensamiento, tendente a la parálisis. Quien conozca a Ramón Trujillo o, mejor, quien siga sus trabajos y desemboque en estos Principios de Semántica, última destilación por ahora de sus reflexiones, se dará cuenta de que su mente, ahincada siempre en el problema central de la Lingüística, que es el significado, en ningún momento ha permanecido inmóvil, y que, en realidad, más que complacerse en soluciones -esto es muy propio de él- parece recrearse en objetar y objetarse, en abrir interrogaciones, en lugar de cerrarlas.

En la segunda línea de su prólogo ya aparece mencionado Wittgenstein, el hondo filósofo austriaco, como inspirador lejano del libro. Me parece que es más el Wittgenstein del Tractatus que el de las Investigaciones, el que ha estado más en el presente el autor. En cualquier caso, y aunque apenas se le cite, su austeridad mental, su rigor son inspiradores no muy lejanos de Trujillo, que piensa por su cuenta; tal me parece la fecundidad mayor de los llamémosles aforismos wittgnsteinianos: la de obligar a ir más allá de lo que dicen, con el mismo gesto sobrio con que están enunciados, y además, sin temer, como él no los temió, cambios en el punto de vista, cambios no sintomáticos de inseguridad sino de fidelidad al fin propuesto, que es la aproximación a la certeza, y no al camino por el cual se intenta avanzar hacia esa certeza, tan inseguro en la ciencia, que puede llegar hasta hacerse errático. Conforme al modelo del maestro vienés, Trujillo, igual que hacía en su Introducción a la Semántica Española, arranca también de una serie de axiomas, aforísticamente presentados, que el libro desarrollará, más interesado, dice, «en el proceso del pensamiento que en sus resultados». Y es que el proceso -él lo llama la acción- es el fin en las ciencias humanas, cuando se enfrentan con problemas seculares de los cuales se sabe de antemano que son merodeables pero no reducibles, que se pueden otear pero no rendir, y menos apresar de modo incondicional y absoluto.

Nuestro amigo no ha pertenecido nunca a una ortodoxia o corriente de moda. A eso debe que, en cierto modo, que, en España, sea un outsider, y que ninguna de las pequeñas sectas universitarias que se disputan el ámbito de la Lingüística logre atraérselo, aunque quisieran. Él adscribe sus orígenes al estructuralismo, y, efectivamente, dentro de él se dio a conocer. Pero ya entonces se instalaba en lo menos estricto de las pesquisas estructuralistas, que, como es bien sabido, preferían evacuar de ellas el significado para quedarse sólo con los significantes. Desde el principio, Trujillo estuvo atento precisamente a lo que esa escuela ponía al margen, ocupándose personalmente de cuestiones semánticas y orientando a sus discípulos hacia ellas. Del estructuralismo, y esto le daba derecho a sentirse estructuralista, adoptaba el andamiaje y la terminología, los instrumentos esenciales de oposición y de rasgos, pero los aplicaba a la sustancia y no a la forma, a qué es lo que nos comunicamos al hablar, más que materiales empleados para comunicarnos.

Ahora -desde hace algunos años- Ramón Trujillo, que ha dejado pasar también las modas siguientes al estructuralismo, ha llevado la originalidad de las preocupaciones más lejos: la Semántica o ciencia del significado no es una parte de la Lingüística, tal como tradicionalmente se entiende, al igual que la Morfología o la Sintaxis, por ejemplo, por la sencilla razón de que está en todo. Hay siempre un momento en que el fonólogo y el gramático en general se topan con la significación, por muy formal que sea su objeto: hay que definir identidades o deslindar diferencias, y estas, en último término, sólo las deciden los significados. Formalmente, dos oraciones como El Internet es muy útil o El Internet es muy consultado, son exactamente iguales, y así lo proclaman los integristas estructurales. Pero el sentido común, que siempre es semántico, rechaza un análisis semejante y las conclusiones que de él puedan sacarse a propósito del funcionamiento del lenguaje.

El caso es que el postestructuralismo ha desarrollado un interés enorme por el significado, y que, por un lado, la Semántica Generativa, con la pretensión de que existen estructuras significativas, y no sólo sintácticas, que, sometidas a determinadas reglas, producirán las oraciones todas del lenguaje; y por otro, la Pragmática, que introduce en los estudios de los hechos de significación datos relativos al hablante y del oyente. Pero a Ramón Trujillo, siempre receloso ante las sendas que otros trazan, no lo hallamos en ellas, ni en ninguna otra de las habitualmente frecuentadas hoy. Y se sitúa a distancia, con una actitud casi irónica. Porque ¿de qué sirve que unos u otros apelen tanto al significado, si dista de estar claro qué sea, en qué consista esa entidad? Y es a esto a la que se ha aplicado el maestro de La Laguna, a explicar su tesis de que «no se puede hablar del significado como algo independiente», y de que los textos, sean estos una simple palabra o un ensayo o una novela, son objetos, cosas reales ellos mismos, y no simples sustitutos de otras cosas que está fuera de ellos.

Este me parece ser el centro teórico del libro: la exploración de las relaciones existentes entre esas cosas que son las palabras, y esas cosas a las que todos llamamos cosas. No son, por lo demás, entidades idénticas, pues gracias a esa cosa distinta que son los textos, el hombre y la mujer se han constituido como tales, dejando de ser zoología.

El libro es muy denso, porque el autor se mantiene siempre en un alto grado de exigencia intelectual: son 450 páginas, que exigen mucha concentración para no salirse de ellas. Por supuesto, no pueden sintetizarse: su misma naturaleza analítica lo impide. Ya he dicho que el autor parte de diez axiomas, enunciados como propiedades generales de todos los textos, axiomas que, por serlo, no requieren demostración, y cuyas consecuencias son, por decirlo así, el argumento del libro. Como mera mostración de alguno de ellos, he aquí el primero: «Un texto dado sólo pude ser igual a sí mismo». Esto quiere decir que la forma en que se enuncia un texto es la esencia de ese texto. Es lo que él llama principio de identidad, que, a simple vista, parece enunciar tan sólo una evidencia. Pero el autor, entrando a ahondar las consecuencias de esa afirmación, nos conduce a esta otra que ya presenta una faz más grave: si un texto sólo puede ser igual a sí mismo (pongan ustedes un eslogan electoral o el Quijote), ocurre que ningún texto puede ser igual a otro. Introduce aquí la útil noción de semejanza en cuanto se diferencia de la identidad. Cuando esta, la identidad, existe, ese fenómeno se produce fuera de nosotros: si una foto es idéntica a otra foto, ello no depende nuestro dictamen: lo son objetivamente, y puede probarse sin que intervenga para nada nuestra apreciación. Pero la semejanza es subjetiva: un niño se parece a su padre o su madre según lo estime su abuela paterna o materna. Luego, y puesto que -lo repito- la identidad de un texto sólo puede darse consigo mismo, no es posible traducirlo. Cuando decimos que tal palabra inglesa quiere decir en español tal cosa, o cuando alabamos la traducción de una novela sueca, no afirmamos que las traducciones, la palabra o la traducción españolas, sean equivalentes absolutos de los textos originales, sino semejanzas que establecemos entre lo que entiende un inglés o un sueco, y lo que entendemos nosotros.

Las implicaciones de este principio de identidad son muy numerosas e importantes. Recuerden ustedes que les estoy mostrando un fragmento pequeñísimo del libro, y que en todo bullen las aseveraciones o las revelaciones nuevas. Y, cuando no lo son, se presentan de modo inesperado, apoyándolas o destruyéndolas, si es de esto último de lo que se trata. Aquí, por ejemplo, y sin salirnos del principio de identidad, a la consecuencia de que no existe en rigor la traducción, como simple traslado lingüístico -insisto en ello: basado en identidades idiomáticas, imposibles como hemos visto-. A esa consecuencia, digo, le sigue esta otra: la sinonimia, pensada como la referencia idéntica de dos palabras a un mismo objeto, tampoco existe. Esto ya se había dicho, y se había escrito su refutación: alguien muy relacionado con esta isla es autor de un conocido trabajo titulado Sí existen los sinónimos, o algo parecido. Trujillo se suma ahora a los escépticos en materia de sinonimia con su axioma de la identidad, cuya dureza cristalina va esgrimiendo a lo largo de todo el volumen.

Mostrando, verbigracia, que nuestra aproximación a los textos literarios se basa en la semejanza que nosotros establecemos entre ellos y el mundo a que se refieren, el cual sólo podemos imaginar. Aquí, yo interpondría alguna reserva; esa imposibilidad de entender lo que el autor dice en un texto, constituye la gran moda entre los hermeneutas del momento; pero un viejo filólogo como soy, se rebela y se adscribe a la idea que, hoy también, pugna con la anterior, y cree que lo que el autor dice o expresa o manifiesta, pude entenderse en sus propios términos, y que esa creencia mueve a la Filología, o es al menos la que me ha movido. No querría verme desengañado a estas alturas.

Pero es cierto lo que el autor desarrolla en el capítulo XVII, discutiendo algo de tal difícil apresamiento como es el valor de los textos: bajo la rúbrica general de comentario de textos, se ha desarrollado una palabrería que quiere pasar por ciencia o por actividad escolar lícita, basada bien en ocurrencias, esto es, en semejanzas que el comentarista establece entre su visión de mundo, paupérrima a veces, y el texto comentado; o bien en la creencia de que todos los textos encarnan un modelo ideal del cual son manifestaciones particulares. Dice bien Trujillo que cada texto concreto -un soneto de Lope o de Ventura Doreste, un relato de Borges, una ley del Boletín Oficial- tiene una naturaleza particular, y que debe estudiarse como si no hubiera otro texto en el mundo. Piensa el autor que, conforme al principio de identidad, aquel poema, aquellas prosas exigen una teoría propia que no pueda aplicarse a ningún otro poema ni a ninguna otra prosa. Es verdad; y me permito argüir que ahí está la Filología aguardando al texto en su unicidad, para intentar descubrirle su significado, exigiéndole al filólogo la renuncia a la significación que quiera imputarle, y teniendo siempre presente que el texto, como cualquier individuo, aun siendo único, no está ni solo ni fuera de la historia. Otra cosa es que el filólogo sea capaz de anteponer el significado del texto a la significación que la ocurrencia le dicta. Quizá sea tarea vana escrutar su significado, pero también lo es -el autor lo ha probado- inquirir qué es el significado, y ello no excluye la actividad de la ciencia semántica, como la de otras tantas ciencias que se ocupan de lo inaveriguable: la Biología, sin ir más lejos, fundada en el concepto de vida, más inaprensible quizá que ninguno.

Si me he permitido esta leve disensión, que no afecta a ningún punto importante de las tesis de Ramón Trujillo, ha sido amparado en la aspiración que él mismo declara a suscitar discusiones. Que las promoverá, estoy seguro, tan abundantes, tan necesarias, diría yo, y que serán el mejor homenaje a su talento, porque son innumerables los puntos vitales de la Lingüística a los que, siempre armado con la clave indiscutible del axioma de identidad, va aplacando la lente crítica para desmontarlos, para replantearlos, para mostrar lo cierto o lo falso de lo circulante hasta ahora. Así, cuando discute lo que llamamos sentido recto (romper un vidrio) y sentido figurado (romper la relaciones); o al precisar la noción de norma, y aún mejor, la de sistema establecida por el lingüista rumano Eugenio Coseriu; o cuando vuelve con precisión agudísima a la controvertida oposición entre connotación y denotación. Casi no hay cuestión clásica de la Lingüística general o española en particular en que no se ofrezca un dictamen, una perspectiva nueva y no pocas veces disidente: la etimología popular, el cambio semántico, el idealismo y el realismo en la Ciencia del Lenguaje, el concepto de lo correcto y lo incorrecto, anejo inmediatamente al de regla gramatical -que el autor, con tanta razón, quiere distinguir de lo que es simple uso preponderante de un grupo social. Y no queda en estas cuestiones, digamos generales, aunque siempre ejemplificadas con trozos de nuestra habla cotidiana, sino que entra en cuestiones concretas y muy litigadas de nuestra Gramática, como el de la naturaleza y funciones del pronombre o conjunción que, o en el de la diferencia clásica entre las oraciones adjetivas explicativas y especificativas, tan ligadas a la cuestión del artículo y del pronombre, etc., etc.

Como es natural, no pretendo -ya he dicho que es imposible- ofrecer a ustedes una abreviación de un libro tan rico de materia especializada, y aun diría que, a trechos, muy especializada. No es sólo un libro para lingüistas, sino para toda clase de personas con inclinaciones científicas, que tanto deben desconfiar del lenguaje; y también para lectores a quienes este tipo de problemas, anejos a lo más nuestro que es lenguaje, no dejan indiferentes. Lo que me importaba en este acto de presentación es transmitir a ustedes, los discípulos, los colegas, los admiradores, los amigos de Ramón Trujillo, la admiración que me ha producido esta nueva proeza intelectual suya. Tenemos en nuestra Universidad de La Laguna -y la considero mía, porque en virtud de un doctorado, a ella pertenezco-, a uno de los más originales maestros de la Lingüística, y no sólo española. Por ello, a la vez que lo felicito por su libro, es justo que todos nos sintamos felicitados. Muchas gracias.





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