Realismo, coloquialismo y erotismo en «Tirant lo Blanc»
Vicenç Beltran
Universitat de Barcelona
La construcción literaria del Tirant lo Blanc contrasta fuertemente con diversos aspectos de las técnicas habituales en su tiempo; unos son comunes a otras obras del mismo período y resultan características de la llamada «novela caballeresca», como el Curial e Güelfa y el Petit Jehan de Saintré: en todas ellas se nos presentan personajes verosímiles en entornos históricos y sociales reconocibles. Otros aspectos son particulares del Tirant, y muy chocantes por su neta oposición a las tendencias dominantes en la literatura románica bajomedieval: me refiero en especial a su marcado erotismo1, sin paragón fuera de la narrativa italiana derivada del Decamerón, y a la invasión del lenguaje coloquial. Personalmente estoy persuadido de que estas son, en efecto, innovaciones particulares de Joanot Martorell, novedades por él introducidas en las letras catalanas del siglo XV, pero que comprenderemos mejor si las situamos en el trasfondo de la producción literaria de la corte valenciana en los albores del Renacimiento.
El erotismo de la
novela descansa sobre elementos habituales en la tradición narrativa del
medioevo. En cierta ocasión, Tirant, apartado de Carmesina por una broma
de sus doncellas, «allargà
la cama, e posà-la-hi davall les faldes, e ab la sabata tocà-li
en lo lloc vedat, e la sua cama posà dins les sues
cuixes»
(cap. 189)2; luego, Tirant, mandó
bordar la pernera de las calzas y el zapato que habían gozado de tal
fortuna, y así se mostró en la corte ante el regocijo de
Carmesina y la curiosidad general. Este tipo de situaciones, en que la
generosidad y el lujo, pero sobre el ingenio, constituyen la esencia del
cortejo amoroso son frecuentes desde el origen de la novela romance. En el
Lai de l'ombre de Jehan Renart encontramos una
situación similar, aunque, por supuesto, exenta del erotismo que le
imprimió Martorell. Un caballero visita a una dama casada en ausencia de
su marido a fin de comprobar si es tan hermosa como cuentan y se enamora de
ella. En el patio, en el momento de despedirse, solicita ser correspondido y
ella lo rechaza por fidelidad matrimonial. Tras varios intentos infructuosos,
el caballero le ofrece un anillo que ella rechaza por razones obvias: se trata
de una prenda de amor. Entonces el pretendiente dice que no lo obtendrá
sino la mujer que más ama después de ella, y arroja el anillo al
pozo del castillo donde ella, sorprendida, podrá ver reflejada su propia
imagen. Impresionada, reconoce que
|
para terminar aceptando su amor por su conversación cortés y su placiente gesto:
|
La situación de estos motivos es distinta en ambas obras: Martorell construía una novela considerablemente amplia y los efectos de esta escena sobre la trama no podían ser inmediatos, como en un cuento como el Lai de l'ombre. Sin embargo, el espíritu que las anima es idéntico: el caballero que obtiene el amor de su dama poniendo en el caldero riqueza y lujo al servicio de su ingenio y de la adulación de la amada. Pero la diferencia de mayor entidad afecta a la función del erotismo; en el Lai de l'ombre está implícito: el novelista relata los requiebros, el deseo y la conquista, pero elude carnalizar estas relaciones y se limita al componente afectivo del amor. Martorell pone los aspectos carnales en primer plano, pero lo hace con desenfado y simpatía, como si el obstáculo radicara en las convenciones sociales, nunca en el juicio moral de los personajes.
Otro elemento común a la tradición literaria es el papel que desempeña un lenguaje equívoco en la expresión de los sentimientos amorosos. En este aspecto, se ha subrayado la importancia de un préstamo literario, el juego de sentidos entre d'amar y de mar que remonta al Tristan primitivo, aunque se había vuelto un tópico en la lírica francesa medieval4. En mi opinión, es en este contexto donde hemos de interpretar la metáfora que describe la desfloración de Carmesina. Este es el contenido del capítulo 436, titulado «Com Tirant vencé la batalla e per força d'armes entrà lo castell», donde la doncella, como Melibea, resiste más con retórica que con los hechos. Se ha dicho que «l'expressió "entrar lo castell" (o sia, penetrar al castell) sembla una metáfora procaz que devien emprar els caballers quan parlaven de dones a les tendes de campanya, com els militars de tostemps»5. La verdad es que esta expresión estaba perfectamente acomodada a la lengua poética del siglo XV, incluso en la pudibunda poesía castellana de cancionero6, y podemos encontrarla, un siglo más tarde, entre las composiciones catalanas de Flor de enamorados.
|
De hecho, la metáfora venía de mucho más atrás, y formaba el eje de los recursos descriptivos en la seducción más conocida de la literatura del medioevo, la que cierra el Roman de la Rose de Jean de Meun8. Una vez más, Martorell supo presentar como vivencia lo que no era sino experiencia literaria.
En mi opinión, la forma más
frecuente del equívoco más frecuente de Martorell podemos
situarla en el parlamento de la Emperatriz, cuando, ante toda la corte, toma a
su cargo la protección de Hipòlit; para ello argumenta que le
recuerda a su hijo muerto, pero lo hace con expresiones que para el lector, que
conoce su relación, no ofrecen lugar a dudas: «no ha en lo món millor mort que morir en los
braços d'aquella persona que hom ama e vol
bé»
(cap. 264). Madre e hija ostentan idéntico
descaro: exhiben ante el público de la corte su intimidad, aunque
formalmente queda oculta; la realidad queda de manifiesto al final de la novela
cuando, muertos Tirant, el Emperador y Carmesina, sus vasallos piden a la
Emperatriz que case con Hipòlit, heredero de Tirant, matrimonio que, en
su opinión, «serà
útil, honor e delit vostre»
(cap. 482). La dama, parapetándose tras su honor
de viuda, intenta excusarse pero, como es lógico, transige cuando los
barones del Imperio le recuerdan sus deberes de Estado.
Todo
sería ejemplar si no conociéramos de antemano los dilatados y
otoñales amores entre ambos personajes, y si el novelista no explicara
con detalle la trama de los acontecimientos. Primero, los parientes de Tirant
deciden que uno de ellos se haga cargo de la corona; tras conocer los
testamentos del paladín, que nombraba heredero universal a
Hipòlit, y el de Carmesina, que lo legaba todo a su madre, el duque de
Macedonia propone que «atesa
l'amistat antiga que tots sabem que Hipòlit té ab l'Emperadriu,
que la prenga per muller, e alçar-lo hem emperador, e farem
justicia»
(cap. 480); luego, en el lecho, Hipòlit expone la
conjura a la Emperatriz, que acepta complacida, tras lo cual «passaren aquella delitosa nit molt poc
recordants d'aquells que jaïen en los cadafals esperant que els los feta
l'honrada sepultura»
(cap. 481): Tirant, Carmesina y el Emperador.
Ni qué decir tiene que el equívoco es propio de la expresión amorosa de todos los tiempos y culturas, en parte para exhibir el ingenio del enamorado, en parte, cómo no, para expresar públicamente aquel sentimiento que la sociedad prohíbe. Lo sorprendente es la hipocresía general de una corte donde estos amores son de público conocimiento, aunque formalmente se los silencie, sin que sean nunca coartados, y que se convierten en virtud cuando conviene a la razón de estado y a los intereses del linaje.
Es cierto que el desenfado erótico del narrador es nuevo en las letras catalanas; pero no lo es menos que encontraría seguidores medio siglo más tarde, en su propia tierra, en la corte literaria de los Duques de Calabria cuya producción literaria es abundante y bien conocida. En 1561, Luis Milán publica El cortesano a fin de dar ejemplos de buena educación para la corte de Felipe II, a quien el libro va dedicado, y con el deseo de mostrar que la cortesía no era privativa de Castiglione, que corría en excelente traducción de Juan Boscán. Las escenas que describe se ambientan todas en la corte virreinal de Valencia, entre 1526 y 1538, bajo la dirección del Duque de Calabria y su esposa Germana de Foix, viuda de Fernando el Católico. Nótese este diálogo donde la propia Reina se aplica por sí misma, atribuyéndole sentido picante, un inocente modismo:
«Yo nou dich que lo primer que burla de mi es vostra Excellencia? Guarda dames me ha fet com si fos molle de sastre, y guarda polvo pera ques seguen sobre mi. Yo me vaig a clamar a la Reina, y sera exir del foch y donar en les brases. La Reina le dixo: ¿Que es esto, canonigo Ester? (...) Yo que debia enojarme con vos por haberme hecho brasas de fuego, no lo estoy; ¿y vos enojaisos?»9. |
Idéntico desenfado para con los temas eróticos podemos espigarlo en gran parte de la obra del vate oficial de esta corte, el poeta Juan Fernández de Heredia, y en particular en su obra castellana, donde el equívoco brilla con todo su esplendor. Nótese con qué metáforas tan atrevidas interpreta este estribillo tradicional:
|
Quizá alguien piense que estoy forzando la interpretación de esta composición para adaptarla a mi propósito. Júzguese por la siguiente, del mismo carácter, y con un descaro sin paliativos:
|
Por si las circunstancias no fueran
bastante claras, la rúbrica anuncia que «va puesto el nombre y
el sobrenombre de una señora»
; en una corte, ante un
público tan restringido como bien conocido ¿dudaría
alguien en identificar a una
serrana que muy bien podría traducirse
por «Ana Serra»? Ni siquiera hoy, con la actual libertad de
costumbres, sería admisible una broma de este cariz.
Pero el erotismo no tenía por qué quedar restringido al contenido, más o menos velado; en el mismo autor encontramos la exhibición del más descarado equívoco sexual en la burla —no me atrevo a llamarla sátira— contra otra dama demasiado ardiente con su marido:
|
Este uso no debió permanecer ajeno a la producción catalana; veamos una composición publicada por Joan Timoneda en Flor de enamorados:
|
Como si el medio siglo transcurrido desde la composición del Tirant hubiera llevado las cosas aún más lejos, Juan Fernández de Heredia no duda en recurrir al vocablo demasiado grueso, muy picante para nuestro gusto, como cuando denuncia «A doña Beatriz de Heredia» por un juramento inadecuado:
|
Nótese que esta composición va dirigida a una dama a quien menciona por su nombre, sin siquiera el piadoso antifaz de un anagrama como en el villancico citado más arriba. En otros casos, el equívoco es más velado, pero la intención resulta más soez y el contenido llega a la grosería escatológica:
|
Comentábamos más arriba que lo característico del Tirant lo Blanc no es sólo el recargado erotismo de algunas escenas, sino el desenfado de los personajes —especialmente las doncellas, que parecen serlo muy a su pesar— y la franqueza con que expresan sus deseos y procuran satisfacerlos. La tradición artúrica era mucho más contenida en este sentido. En cierta ocasión, una doncella intentaba probar la entereza de Lanzarote y le ofreció su cuerpo con una crudeza y una frialdad sin parangón en la tradición medieval, pero la escena se describe con un lenguaje opaco, sin la gracia ni la sugestión que irradian en los diálogos del Tirant; al final, tras la resistencia victoriosa del caballero, ella deja bien claro que se trataba sólo de una prueba, y que bajo ningún concepto se le hubiera entregado16. Por lo que respecta a la tradición hispánica, una situación semejante sólo se encuentra en los diálogos de la Celestina que, como ha demostrado Rafael Beltrán, remontan a un género renacentista, la comedia humanística17. En ambos casos, el objetivo final del autor resulta ser edificante; nada más lejos, por tanto, del regocijo amoral de Martorell.
Repasemos algunos episodios.
Carmesina sufre un desvanecimiento causado por el mal de amor y Tirant la
visita en su cámara; tras confesar el mutuo sentimiento, ella
«posà lo cap davall la roba
e dix a Tirant hi posás lo seu. E dix-lit: —Besa'm en los pits per
consolació mia e repòs teu. E aquell ho féu de molt bon
grat»
(cap. 175). Como es notorio, la princesa impone a su
galán que evite la consumación del acto hasta que puedan contraer
matrimonio; extrañamente, Tirant accede, a pesar de que sus
acompañantes, las damas de la corte y la propia Emperatriz, parecen
vivir exclusivamente para gozar de sus amores no menos clandestinos. Cuando,
por fin, Plaerdemavida le ayuda a entrar clandestinamente, de noche, en el
lecho de Carmesina y Tirant cumple la palabra empeñada, a la
mañana siguiente la complaciente y pícara doncella
exclama:
(cap. 282) |
En la poesía de Juan Fernández de Heredia, encontramos nuevamente rasgos de realismo erótico que comparten con el Tirant los elementos descriptivos y el desenfado moral. En cierta ocasión, censurado a una dama que no le corresponde, le dirige estos reproches, en la más genuina tradición del maldit trovadoresco:
|
¿Alguien imaginaría
cualquier poeta de cancionero, un Diego de San Pedro, un Cartagena, por
ejemplo, describiendo a su dama «sin chapines, haldeando»
?
El decoro del registro cortés haría impensables estos versos
fuera de la corte valenciana.
A lo largo de esta exposición,
venimos concediendo un papel quizá excesivo al erotismo, por ser uno de
los elementos innovadores que más han impresionado al lector del
Tirant. Desde el punto de vista del historiador
de la literatura, reviste sin duda más importancia una novedad radical
asociada a los rasgos de la caracterización de los personajes: la
introducción del lenguaje coloquial, cuya vinculación con las
corrientes humanistas y renacentistas es indudable y que constituye uno de los
ingredientes básicos del pintoresquismo de la corte
constantinopolitana19. Semejante
interés por la lengua viva se pone de manifiesto en numerosas
composiciones de
Flor de enamorados que acuden a
las expresiones populares: «Les
dones, perquè es resguarden / que els hòmens no les
albarden...»
,
n.º 13, «Allà en el carrer / festeja unes
dones...»
,
n.º 18 y la paremiología como recurso
poético «... tot lo novell
és bell / i no és or tot lo que llu»
,
n.º 24, «no digau, gentil senyora, / d'aquesta aigua no
beuré»
,
n.º 28, «amau, senyora galant, / que amor ab amor se
paga»
,
n.º 31.
Pero volvamos a los rasgos donde el lenguaje coloquial se asocia al elemento erótico. El mismo gracejo de lo cotidiano y lo vulgar le sirve, en el «Diálogo de una dama y un galán», para describir este cortejo de una malmaridada:
| ||||||||
| ||||||||
| ||||||||
|
O, en una sátira contra «Antonio de Montalvo que andaba servidor de una dama italiana», para burlarse de la desproporción de su talla:
|
En otros casos se manifiesta no
menos atrevido, pero sí más mordaz, como en las coplas dedicadas
«a un cantor capado que servía a una dama»
22.
Es con el mismo uso de lo erótico para bromas de sociedad,
difíciles de encajar desde la perspectiva actual, con el que Luis
Milán moteja al propio Juan Fernández en las páginas de
El cortesano:
«pocos días ha me contaron este cuento de don Francisco; el iba haciendo el gato de noche, por encubrir el rumor que hacia en un tejado por donde pasaba a cazar pajaras...» |
Maullando por fingirse un gato cae sobre un gran montón de plumas; la señora de la casa
«vio un hombre casi todo cubierto de las plumas, maullando, y dixole: ¿Quien sois vos, que maullais? y el conosciendola respondio: Vuestro gato soy, señora; y ella mando secretamente que subiesen agua, diciendo: Echalde agua, porque no se me muera el gato (...) y quedo tan gato mojado, que nunca mas ha maullado en amores»23. |
Si atendemos a Luis Milán, Juan Fernández gustaba de estas bromas y él mismo ostentaba públicamente de reales o supuestas aventuras en presencia de su mujer, doña Jerónima, que sufría por ello continuos ataques de celos; probablemente nos hallamos ante la actitud del juglar medieval, siempre atento a la diversión de los demás aún a costa de su propia dignidad24.
Basta comparar los recursos de Juan Fernández de Heredia con la poesía castellana de cancionero, en cuya tradición se sitúa, para observar su profunda novedad. Allí, las burlas de contenido erótico invadían casi siempre el campo de la obscenidad verbal25, mientras todo recurso artístico a este ámbito debía disfrazarse forzosamente tras un hermético andamiaje conceptista que cortaba casi por completo los lazos entre la expresión verbal y su referente26. Por el contrario, el Tirant, las facecias de El cortesano y Heredia tienen en común la naturalidad, la ausencia de complejos sociales o morales en torno al erotismo, que se exhibe sin tapujos a la vista del público para regocijo común y gozo de sus protagonistas.
El efecto más notable
del desenfado erótico y el realismo descriptivo de Martorell se produce
cuando coinciden en escenas donde el decoro de los personajes exigía un
tratamiento cortés, en estilo elevado, como venía siendo usual en
las novelas de caballerías y en toda la literatura de la época,
incluso en el, a veces, tan cercano
Curial e Güelfa. La noche de bodas de
Estefania y Diafebus, la maliciosa Plaerdemavida espía apostada tras la
puerta de la habitación, donde se le reúne el mismísimo
Emperador. Ante los divertidos comentarios de la joven, éste jura que
«si jo no tingués muller no
en pendria altra sinó a tu»
; entonces llega la
Emperatriz, y Plaerdemavida le dice:
«—Moriu-vos prest, senyora, vejau què m'ha dit lo senyor Emperador, que si no tingués muller que no en pendria sinó a mi; e per l'ofensa que vos me féu, moriu-vos prest i molt prest. —Ai filla de mal pare! —dix l'Emperadriu—, ¿e tals paraules me dius? —E fon-se girada devers l'Emperador—: I vós, en beneit, ¿per a què voleu altra muller, per dar-li esplanissades e no estocades27? Guardau que jamés morí dona ni donzella de joc d'esplanissades.» |
(cap. 220) |
Lo mismo sucede en otro episodio. Tirant,
introducido por Plaerdemavida en la cama de Carmesina intenta propasarse con
ella, sorprendida y espantada, da un fuerte grito. Ante el alboroto que se
produce en el palacio, alega haber sido asustada por una rata, a la que el
Emperador busca con la espada desenvainada. Dámaso Alonso
exclamaría ante esta escena: «Ved al emperador, con su
espadón en la mano, como un rey de baraja, buscando la condenada rata
por todos los rincones»
28. Es de nuevo la Emperatriz, con un
sentido común a ras de tierra, la que hace un llamamiento a la realidad:
«Voleu fer bé, donzelles?
Puix lo palau és assossegat, tornem a dormir.»
(cap. 234)
Lo que más sorprende en estos
episodios es la ruptura del código que identificaba la
representación del Emperador con el ejercicio de un papel
mayestático, cuidadosamente guardado en toda la literatura antigua.
Así lo exigía Meteo de Vendôme, ya en la segunda mitad del
siglo XII: «in principe sive in
imperatore rigor justitiae assignandus est cum
augmento»
29 y el principio
seguía vigente para Lope de Vega: «Si hablare el rey, imite cuanto
pueda / la gravedad real»30. Si alguna vez se
rompió fue por lo general en las parodias; valga como ejemplo la
ridícula figura que componen tanto Carlomagno como la corte bizantina en
Le voyage de Charlemagne à Jérusalem
el à Constantinople31. Sin
embargo, parece que estas reglas no regían en la corte virreinal de
Valencia, donde las expresiones coloquiales y las bromas eróticas
más que atrevidas no se detenían ni ante las personas regias. El
virrei, duque de Calabria, ostentaba este título por haber sido el
último heredero de la corona napolitana, destronado en 1504 por el Gran
Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, y encerrado en el
castillo de Játiva, donde lo retuvo el desconfiado rey Católico
hasta su muerte. Durante las germanías, los revoltosos le ofrecieron la
mano de Juana la Loca y la corona, a lo que se opuso, labrando su fortuna.
Carlos V, agradecido, lo casó con la reina viuda Germana de Foix y les
dio el virreinato; es el período de este matrimonio (desde 1526 hasta la
muerte de la reina, en 1538) el que sirve de referencia a las anécdotas
de
El cortesano, donde podemos encontrar episodios
que parecen proceder de la supuesta corte constantinopolitana:
«Señor Juan Fernández —dice Luis Milán—, (...) contare lo que a muchos caballeros y a mi nos contastes en el Real, delante de su excelencia; y dixistes que viniendo muy tarde a dormir, pasada media noche, os desnudastes solo por no ser sentido; desperto vuestra mujer, muy brava y celosa riñendos mucho, y (...) callando os acostastes; y ella, de muy enojada, dandoos empujones os trajo hasta la orilla al despeñadero, y como vos os vistes tan apretado, porque no os derribase de su cama, dixistesnos que le tirastes una pua, y ella os dixo: Vade retro, Satanas, que mi marido no era tan sucio»32. |
Lo curioso no es que el poeta hubiera contado esta anécdota en el Real, ante el Duque, sino que en este momento, Luis Milán la refiere ante la reina Germana, doña Jerónima, la esposa de Juan Fernández, y las damas de la corte, y todas ellas, especialmente doña Germana y doña Jerónima, les ríen la broma y la continúan. Evidentemente, el sentido del decoro era muy distinto del que regía en la literatura medieval peninsular, pero también de lo que hoy entendemos como un mínimo de normas de cortesía.
Que estas libertades,
aplicadas a las relaciones entre los sexos, no eran mal vistas, lo certifica
repetidamente Juan Fernández en su poesía. En cierta
ocasión, «a la vizcondesa de Chelva, y a doña
Esperança y doña Gracia sus hijas, porque estando en casa de don
Joan Fernández de aposento, llegó don Joan Fernández y
dijéronle que escogiesse si quería aposentarse en los aposentos
de abajo o en los de arriba»
, el vate contestó con la
siguiente ocurrencia:
|
Este debía
antojárseles a tan ilustres damas el más fino de los madrigales,
o al menos así lo parece si lo comparamos con el que le dedicó
«a la reina Germana, porque preguntándole qué mal
tenía, respondió que tenía
comenzón»
:
|
A la luz de estos datos, Tirant lo Blanc se nos presenta como el primer eslabón de una cadena que, desde mediados del siglo XV hasta mediados del XVI, está caracterizada por dos tendencias literarias íntimamente ligadas con la introducción del Renacimiento: la naturalización de la lengua coloquial y la descripción de escenas cotidianas y la aceptación del componente erótico como material poético. Este paso queda también patente en la producción catalana del período; la lengua hablada, la descripción entre costumbrista y satírica del quehacer cotidiano, es evidente en textos como Lo somni de Joan Joan, pero destaca sobre todo en la Brama dels llauradors de l'horta de Jaume Gassull35, mientras el juego verbal sobre elementos eróticos queda de manifiesto en Lo procés de les olives36 y una descarada exhibición de ambos elementos constituye el hilo central del Colloqui de les dames. En estas obras están involucrados un grupo de poetas representativos de lo que fueron las letras valencianas a fines del siglo XV: Bernat Fenollar, Joan Moreno, Jaume Gassull, Narcís Vinyoles y Bastasar Portell. Pero están lejos de ser la excepción en este período que, por las características mencionadas, viene siendo designado desde comienzos de siglo como la «escuela satírica valenciana»37, una etiqueta no muy afortunada por cuanto se trata de algo más que de poesía satírica. Estos textos cubren el arco temporal que va del Tirant a Juan Fernández de Heredia, y proceden de la misma tradición literaria valenciana donde éste se gestó. Sin embargo, no parecen inscribirse en ninguna corte parangonable a la novelesca de Constantinopla o la virreinal de Valencia, y es la relación entre las dos y en la común falta de decoro que la tradición exigía para las figuras de la realeza, donde se observa mejor la raíz de las innovaciones introducidas en la novela de Joanot Martorell. Unas innovaciones que adquieren la máxima importancia en cuanto aparecen vehiculadas por los primeros soplos del Renacimiento en la producción literaria valenciana.