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Recepción de la obra de Miguel Ángel Asturias en Guatemala

Dante Liano

La leyenda atribuye a Tito Monterroso la siguiente boutade: «Publicar en Guatemala es lo mismo que quedar inédito». La falta de una profesión de reseñador de libros hace que la publicación de un libro, en nuestro país, sea como lanzar una piedra a un pozo sin fondo. Lleno de esperanzas, el autor espera oír el contacto con el agua, y en cambio, un sonoro silencio lo acompaña por el resto de sus días. Puede ser que sea un silencio estratégico, elocuente señal de que el libro no gustó, pero puede ser también que si no hay algún amigo entusiasta que decida hacer un favor al ilusionado poeta, la obra pase con pena y sin gloria. Habrá que esperar a que alguien publique una historia de la literatura guatemalteca y entonces, tal vez, unas cuantas líneas testimoniarán la existencia de tal o cual escritor.

Si este es el caso de la mayoría de los escritores guatemaltecos, no sucedió tal cosa con Miguel Ángel Asturias. La fama de la adversión guatemalteca hacia su escritor más famoso nace de una presencia constante en el discurso literario nacional, no de un silencio hacia su persona. En verdad, sobre Asturias se ha escrito mucho en Guatemala, mucho a favor y mucho en contra, pero no se puede decir que le haya tocado la triste suerte del silencio que ha caído, como una lápida sepulcral, sobre tantos otros talentos del país. Desde Augusto Monterroso hasta los más recientes escritores, las sucesivas generaciones de escritores guatemaltecos se han ocupado con gran interés y hasta con gran pasión acerca de Asturias1. Ciertamente, ha habido denuestos, pero ya sabemos que casi siempre la animadversión es una de las formas perversas del afecto.

Basta revisar el excelente índice literario de la Revista de Guatemala, compilado por Rodney Rodríguez2, para darse cuenta de que la atención prestada a Asturias supera con mucho a la otorgada a cualquiera de los otros autores guatemaltecos contemporáneos. Para dar un ejemplo, mientras que a Asturias la famosa revista dedica 5 artículos de crítica, 4 reseñas y 11 testimonios; a Cardoza, director de la misma, se le dedica 1 artículo de crítica y 2 reseñas. Solo Otto Raúl González y Raúl Leiva merecen una que otra reseña. El resto de escritores, incluyendo a autores de la talla de Augusto Monterroso y de Mario Monteforte Toledo no reciben la menor atención. En una primera conclusión, podemos afirmar que a nuestro autor se le dedicó al menos 5 veces más espacio que a cualquier otro. Ello es significativo, en cuanto Asturias escribe en momentos muy difíciles para su situación política, pues, como bien sabemos, estaba muy fresca su fama de diputado del régimen dictatorial de Ubico. Si se le hubiera declarado, por parte de los jóvenes intelectuales revolucionarios, una especie de ostracismo, habría sido comprensible. En cambio no sucede así. Raúl Leiva saluda la reedición de Leyendas de Guatemala, en 1948, declarando que:

«El poeta Asturias tiene su sitio entre los dos o tres valores guatemaltecos que continúan teniendo vigencia para las nuevas generaciones literarias, por ser dueño de una importante obra de creación, de invención, con validez universal»3.


No hay ninguna señal de resquemor ni de fastidio en la reseña, sino más bien la aceptación del inmenso talento del compatriota, en quien Leiva reconoce a un verdadero poeta, más en la narrativa que en el verso (juicio que me parece por demás exacto). En modo particular, el reseñador reconoce, en Los brujos de la tormenta primaveral y en Cuculcán, los puntos más altos de la obra. Quizá Leiva deje paso a la ironía un poco juguetona, un poco maliciosa, muy guatemalteca, cuando señala que «Miguel Ángel Asturias representa a lo tropical en nuestras letras»4, aunque aclare que es un tropicalismo de profundidad. Pues no ha terminado de equilibrar el sarcasmo cuando lanza otro, al llamar a su compatriota «guacamayo lírico», dudoso elogio de sonriente tomadura de pelo.

Sin embargo, pese a estas dos travesuras lingüísticas, el tono general de la reseña es positivo, en vista de que reconoce la novedad de Asturias, lo justo de su fama y, para usar las palabras de Leiva, «la hermosa calidad literaria» de sus Leyendas. Recordemos que quien usa estas alabanzas no es un intelectual cualquiera. Leiva se ha revelado, en esos años, como uno de los más activos y valerosos poetas de Guatemala.

De todos modos, me interesa, de la Revista de Guatemala, otra reseña: la elaborada por Otto Raúl González para El Señor Presidente5. Es la única que hemos encontrado, en dicha revista, sobre esta obra específica, aunque del autor se ocuparon los principales escritores de la época como Huberto Alvarado, teórico y dirigente de mayor poder en el grupo Saker-Ti, cuyas contribuciones fueron decisivas en la formación del pensamiento cultural hegemónico de la época, a través, sobre todo, de las «Siete afirmaciones», manifiesto del grupo, y de Por un arte nacional, democrático y realista6. También escribieron, sobre Asturias, Jaime Díaz Rozzotto, Alaíde Foppa, Francisco Méndez, Carlos Wyld Ospina, José Luis Balcárcel, Antonio Fernández Izaguirre y otros7.

Otto Raúl González (1921), el reseñador, es uno de los poetas contemporáneos más importantes de Guatemala. Se dio a conocer en 1943 con un espléndido libro: Voz y voto del geranio, que contiene la cifra de lo que será su producción posterior. Intenso trabajo de la metáfora, canto de lo sencillo, manipulación del verso, identificación con lo popular y un talento genuino e inagotable. No fue tan feliz, en cambio, su carrera como crítico literario.

González hace la reseña de la primera edición en absoluto, la de la editorial Costa-Amic, y comienza con una divagación en la que señala que Proust, Joyce y Rilke son los fundadores de la escuela del «proustianismo», escuela que consiste en explotar una serie de recursos «tecnicográficos» (sic) con los cuales «contrapuntean y describen las emociones del protagonista frente a los recuerdos de la infancia». El «proustianismo» sobresale y se hace personalísimo, apunta el reseñador, en el mismo Proust, quien lo extiende de la infancia a toda la vida de sus protagonistas. La escuela, afirma González, se ha puesto de moda en Europa y en América. En América, precisa, adquiere el singular nombre de «proustianismo americano». Para más abundancia teórica, nuestro autor regresa y define mejor los contornos del «proustianismo», para señalar que «consiste en sumergir al protagonista en hondas cavilaciones (ensoñaciones) a propósito de un objeto o un hecho cualquiera».

Luego, González erige el segundo puntal de su argumentación. La novela americana, dice, aún está por escribirse. Y cita a Manuel Ugarte, quien afirma que la imposibilidad de construir una novela americana se encuentra en que, en América, aún no hay naciones constituidas, condición necesaria para el surgimiento de la novela. La afirmación de Ugarte de que nuestras naciones se hallan en una nebulosa sirve a González para afirmar que también la novela americana está todavía en gestación.

Pasa enseguida a reseñar El Señor Presidente. Los hilos de la trama son americanos; el ambiente está bien representado; los caracteres de los protagonistas son «perfectamente chapines»; su lenguaje es guatemalteco, con «sorprendentes giros» y «riqueza lexicográfica»; el trabajo literario es digno de «un poeta de tan altos vuelos como lo es Miguel Ángel Asturias». ¿Cuál es entonces el problema? El problema está en que Asturias ha abrazado el «proustianismo» y ello impide que su buena novela sea una buena novela americana.

De todos modos, se trata de «un bello testimonio literario» de la Guatemala de los años veinte. Los personajes están perfectamente retratados, añade, y a esto hay que agregar el excelente oído de Asturias para captar la voz de los guatemaltecos y con ello dar «carta de ciudadanía en la literatura a palabras y formas de expresión netamente guatemaltecas». La conclusión de la reseña es la siguiente: el verdadero valor de la novela está en su contenido. Su forma, en cambio, adolece de europeísmo y el autor de la reseña lamenta no poder defenderla en este campo.

¿Qué es lo que nos está diciendo esta primera lectura de la obra maestra asturiana? Para comenzar, advirtamos y tratemos de entender el contexto. Se trata de la primera novela publicada por un escritor bastante famoso en su país, pero cuya producción se limitaba a un libro de cuentos y a una profusa actividad como poeta. De esa cuenta, Otto Raúl González lo identifica más por su fama de poeta y lo trata como lo que es: el autor de una primera novela. Se trata de una ventaja y una desventaja, al mismo tiempo. La desventaja es que Otto Raúl González no sabe, como sabemos nosotros, que está leyendo y reseñando a un futuro Premio Nobel, y también ignora, necesariamente ignora, toda la producción posterior. La ventaja estriba en el hecho de que su lectura tiene el privilegio de lo primordial, de la falta de prejuicios, de la candidez obligada. De manera que el texto de la reseña es, en realidad, un desvelamiento de lo que probablemente se discutía en esos tiempos sobre finalidades y funciones de la narrativa en Latinoamérica y, al mismo tiempo, un ocultamiento de la novela como creación pura. Considero un privilegio poder acceder a esta visión completamente nítida de El Señor Presidente, pues nos permite registrar lo que vio González, pero también lo que no vio. Ambas, la visión y la ceguera, nos dicen más de la época y de la novela que cualquier especulación de crítica social de la literatura.

Regresemos un momento a los postulados teóricos en los que se basa González. Su atribución del «proustianismo» a Rilke, Joyce y Proust puede hacernos sonreír, porque estamos en Europa, en 1999 y desde este lugar y tiempo privilegiados nos atrevemos a juzgar a un poeta que, en 1946, valientemente se está construyendo una formación literaria después de años de aislamiento y oscuridad, durante la dictadura ubiquista. Anotemos que Ubico tiene apenas dos años de haber sido derrocado; observemos con cuánto esfuerzo los escritores de Guatemala están tratando de asimilar sus lecturas voraces de todo aquello que les cae en las manos. Por último, reflexionemos sobre la identificación que González y sus compañeros tienen con la Revolución de Octubre (la de Guatemala), identificación que los llevará a abrazar los postulados del realismo socialista. Ellos no saben que su Revolución está destinada a fracasar, que todas las ilusiones que con sacrificio están edificando van a caer pocos años después merced a un golpe militar patrocinado por los Estados Unidos. Lo que para nosotros es historia resabida, para ellos es una catástrofe impensada.

¿Cuál es, pues, la preocupación de González? Aquí encontramos su segundo postulado teórico: la cuestión de la novela americana. Es necesario escribir novelas americanas, parece decirnos, porque la condición de estas es la construcción de naciones americanas. Estamos, pues, delante de un claro determinismo histórico: a tal estadio de la sociedad, tal producción literaria. Esta premisa ideológica se interpone como un velo entre el lector y la novela. Cuando González enuncia su adhesión al postulado de Manuel Ugarte, renuncia (valga el juego de palabras) a leer la novela de Asturias, que no puede ser americana porque no hay, todavía, una nación que la produzca. A este punto, el reseñador se ha imposibilitado él mismo para apreciar la grandeza de la obra maestra que acaba de leer.

Otto Raúl González no alcanza a ver la novela; apenas la entrevé. Y logra entrever la robusta construcción de los personajes; advierte, muy a lo lejos, la sabiduría lingüística de Asturias; concede a la novela su estatuto de gran documento de denuncia política. Y afirma: el valor de esta novela está en su contenido. La forma no, la forma no es americana, y puesto que no es americana, no coincide con su contenido. Y puesto que no es americana, no tiene el valor suficiente, le parece demasiado europea, demasiado afectada por el «proustianismo».

Si González hubiese querido atacar a El Señor Presidente, cosa que no estaba en sus intenciones, habría señalado lo que sus críticos más recientes han denostado: la estructura argumental de folletín, antes de que esta estructura se convirtiese en virtud posmoderna y, por ende, de defecto pasara a ser aguda deconstrucción de la literatura masiva. Pero la preocupación de González está más allá de la. novela: su preocupación es la búsqueda de una expresión auténticamente americana, que logre conjugar forma americana y contenido americano. Tal es su justa y respetable angustia.

Por eso no ve tampoco las mayores virtudes de la novela, que son precisamente formales: su estructura circular, su relación con la Comedia y con el Popol Vuh, su exuberancia lingüística que no es mera imitación de la lengua guatemalteca, sino recreación del idioma español en un barroco intenso que nos hace recordar directamente a Quevedo. Con el paso de los años, pocos críticos advierten que se trata de una novela primeriza, porque van a ella considerándola por lo que se ha convertido: uno de los bastiones de la novela latinoamericana contemporánea. De todas maneras, resulta de gran interés tener esta primera impresión de uno de sus compatriotas, en el momento de la salida de la obra.

Después de la invasión de 1954, Huberto Alvarado escribe, en Ecuador, una de las obras más importantes para la formación del pensamiento literario guatemalteco: Exploración de Guatemala. En la parte significativamente denominada «La novela social», Alvarado inicia precisamente con la obra de Asturias, y señala:

«La inclinación nacional y social de Miguel Ángel Asturias (1899) comenzó desde sus primeras obras: Problemas del indio [sic] (1923), Arquitectura de la vida nueva (1928) y Leyendas de Guatemala (1930)»8.


Nótese la actitud deíctica de Alvarado. Señala la cualidad social de las obras y no la emprende contra Asturias como sucederá años después por parte de algunos críticos. Se ve que la actitud de la izquierda oficial guatemalteca, en esos años, era favorable al futuro Premio Nobel. Más adelante, cuando habla de El Señor Presidente, le dedica algunos elogios que no pueden ser pasados por alto. En primer lugar, afirma que Asturias «abrió el capítulo de la moderna novela guatemalteca»9. Aparte de esta anotación estética, a Alvarado le urge señalar los valores sociales de la obra asturiana:

«El Señor Presidente es un admirable cuadro vivo que retrata de cuerpo entero el drama de las dictaduras de América Latina, asentadas sobre la explotación semi-feudal y los monopolios extranjeros, que imponen una atmósfera de terror y de opresión mediante las inmensas redes de la policía política, la utilización de los procedimientos más refinados de tortura y de la corrupción de la sociedad, las más sucias intrigas y la elevación del servilismo a categoría de «virtud» nacional. El Señor Presidente es la imagen cruel de la tiranía de Estrada Cabrera, de las clases sociales en que se apoyaba tal dictadura, del ambiente de la época, de los personajes que se movían en torno al tirano, de los dramas humanos que desató la tiranía, una imagen viva de la Guatemala del cabrerismo»10.


He citado por extenso porque me parece que el párrafo es lo suficientemente positivo, como crítica social de Asturias, como para no dejar dudas de la actitud de Alvarado respecto de él. Podemos afirmar que esta posición representa la opinión de un grupo importante de intelectuales afiliados o simpatizantes con el Partido Guatemalteco del Trabajo. Recordemos también las circunstancias en que ha sido escrito este trabajo. Expulsados de Guatemala después de la asonada militar de Castillo Armas, la mayor parte de intelectuales izquierdistas trataron de rescatar su visión de la cultura de Guatemala escribiendo importantes libros en las dificultosas condiciones del exilio. De allí que las alabanzas de Alvarado hacia Asturias cobren una particular importancia, pues se trata de un rescate definitivo del escritor hacia los sectores democráticos y progresistas del país. En verdad, en el párrafo citado, El Señor Presidente no es más que un pretexto para la enésima descripción de la sociedad guatemalteca desde el punto de vista de la izquierda. Pero haber elevado a Asturias al rango de primer narrador moderno de Guatemala y, además, como un fiel revelador de las lacras de la dictadura, equivalía a borrar la hostilidad de la izquierda para con los difíciles y controversiales años pasados por Asturias bajo la dictadura ubiquista.

Muchos años más tarde, después de golpes de Estado, exilios, guerrillas y desaparecidos, aparece en Guatemala un breve manual que lleva como título Para comprender «El Señor Presidente»11. Su autor es un joven crítico, Francisco Albizúrez Palma, quien acaba de regresar de España con un fresco título de Doctor en Filología Románica por la Universidad Complutense. Albizúrez, además, conoce perfectamente el medio literario guatemalteco, es amigo de casi todos los escritores y es un voraz y culto lector de todo cuanto se produce en el país. Sus orígenes de militancia católica no le impiden una posición de izquierda moderada que en Guatemala se convierte inmediatamente en extrema izquierda. Pronto, Albizúrez se convertirá en el crítico literario por excelencia, en el académico más apreciado por los sectores literarios guatemaltecos.

El manual está concebido para estudiantes de universidad y para el público en general, y esto tiene la ventaja de darnos, en lugar de un estudio académico, inevitables juicios de valor. Son estos los que nos interesan, por sobre la también inevitable didáctica del volumen. Hay que decir, sin embargo, que es el primer libro guatemalteco dedicado enteramente a Asturias, 26 años después de la aparición de la novela.

Encuentro la parte central de los juicios de valor en el capítulo «Crudeza y autenticidad»12, en donde Albizúrez trata de explicar al profano la validez de la obra asturiana. Crudeza y autenticidad, dice el crítico, son dos caras de la misma moneda: «El artista debe ver la realidad de frente y debe verla entera», dice, y defiende el hecho de que, en la obra literaria, los personajes hablen según su condición. Y concluye diciendo: «Así pues, la presencia de lo violento lo amargo, lo conflictivo, lo brusco, lo asqueante resulta necesario para el logro de una obra literaria signada por la autenticidad»13. Pasa revista brevemente a la «crudeza y autenticidad» de la novela hispanoamericana y luego se encamina hacia la obra de Asturias. Señala sus raíces: la tradición realista española, el auge de la novela realista del siglo XIX, la lectura de Joyce y el haber padecido él mismo los rigores de la dictadura. Declara, como tantos, que Asturias se vuelve voz de los oprimidos. Encuentra que el capítulo del burdel es un microcosmos, una mise en abîme del mundo circunstante. Y llega, por último, a descubrir el valor universal de la obra de Asturias. Dice:

«Porque, en definitiva, cualquier hombre puede -salvando lo accidental y lo circunstancial- reconocer su propia existencia y la de su comunidad en las situaciones y personajes de la obra. La falsía, la opresión, el ideal fracasado, la delación, el verse forzado a aceptar lo indeseable, el sentirse impotente ante la injusticia, todo esto y mucho más que ofrece El Señor Presidente constituye parte sustancial de la realidad cotidiana»14.


Todas estas aclaraciones, que podrían parecer obvias, encuentran su explicación al final del breve capítulo, cuando Albizúrez alude a las personas que sienten rechazo por esta literatura realista y a aquellas que encuentran perversidad y degeneración en la actitud realista. He aquí el punto central interpretativo de las notas de Albizúrez. El crítico está defendiendo a Asturias en contra de sus adversarios internos, que no son solamente los denigradores que han echado a rodar la fama de alcohólico de Asturias o los que lo insultan por haber aceptado la Embajada en París, sino los más peligrosos enemigos del gran escritor: la ignorancia y el conservadurismo de la sociedad guatemalteca. Leyendo, entonces, las notas de Albizúrez, podemos simultáneamente leer lo que él no escribe, por los signos que deja dispersos en el texto y que nos permiten imaginar a los destinatarios de sus observaciones.

Estamos en 1972, en una Guatemala que lleva ya diez años al menos de enfrentamiento interno armado. Diez años atrás, luego de la sublevación popular de marzo y abril, el gobierno de Ydígoras se tambalea y cae bajo el golpe militar de Peralta Azurdia. Nace la guerrilla de las FAR. En el 66, asume la presidencia Julio César Méndez Montenegro, quien nombra a Asturias embajador en París. A partir de esa fecha, el coronel Carlos Arana Osorio desata una guerra sin cuartel a la guerrilla e inaugura los «escuadrones de la muerte» y la práctica de las desapariciones forzadas. En 1970, Arana puede considerar terminada su labor. La guerrilla ha sido derrotada y el terror reina en el país.

Cuando Albizúrez regresó a Guatemala, se encontró con algunos grupos de estudiantes completamente arrasados por la ideología del vencedor. Una ideología que responde perfectamente a la de la oligarquía dominante: violentamente conservadora, hipócrita, cerrada a todo cambio moral (no digamos político). Estudiantes a los que una obra como El Señor Presidente se les presenta como algo contradictorio: por una parte, es lectura obligada en todas las escuelas secundarias del país; por otra, aún causan escándalo sus posiciones políticas, el realismo descriptivo y el realismo lingüístico. Puedo conjeturar, en cambio, que los experimentos literarios causaban aburrimiento en un público de lectores iletrados. Por eso, Albizúrez, patrocinado por el poeta Carlos Zipfel y García, un soñador que trataba siempre de conjugar poesía y finanzas, hace un esfuerzo didáctico para explicar al posible público lector las virtudes de la novela asturiana. El libro es verdaderamente valioso por esto, porque incluye al destinatario guatemalteco, lo comprende y lo conoce y denodadamente lucha por transmitir el mensaje y el gusto literario de entender a Asturias. El libro es también valioso porque generaciones de estudiantes y profesores de secundaria se han formado en él y con él, en el fervor asturiano. Un reto hacia el ambiente represivo y dictatorial de Guatemala, en donde nada es fácil y menos la crítica literaria.

Más o menos diez años después de la publicación del libro de Albizúrez, un gran escritor guatemalteco, Augusto Monterroso Bonilla, para muchos el sucesor de Asturias por la conjunción de fama universal y calidad literaria, publica, entre otros, tres ensayos sobre El Señor Presidente, en La palabra mágica15. Los dos primeros, complementarios, llevan como título «Novelas sobre dictadores» 1 y 2, e inician con una sarcástica observación de Monterroso: dictadores han existido siempre, sobre todo en Europa, pero los latinoamericanos nos hemos hecho cargo de todos los dictadores del mundo de modo que los europeos puedan divertirse a costa nuestra16. Y cuando Asturias publica su novela, lo primero que hemos hecho ha sido buscarle un padre literario español: don Ramón del Valle-Inclán. Cosa que Asturias aceptó sin rechistar. En el segundo artículo Monterroso cuenta del proyecto de Vargas Llosa, en 1968, de construir un libro de relatos sobre los dictadores. Libro que nunca se hizo, pero que constituye, con toda probabilidad, el origen de las sucesivas novelas sobre la dictadura que se publicaron en ese entonces.

Del libro de Monterroso, me interesa comentar, sin embargo, el agudo ensayo «Entre la niebla y el aire impuro», uno de los mejores homenajes que se le hayan tributado al genio asturiano. De Leyendas de Guatemala, Monterroso afirma:

«Deslumbrado él mismo por la riqueza espiritual del universo indígena, Asturias nos deslumbra con la recreación de historias de dioses, animales y hombres que se complacían en inventar a su vez el mundo, en una renovada lucha por explicarlo, por asirlo, por trascenderlo y gozarlo»17.


Debemos agradecer a Monterroso la superación de la objeción que hemos encontrado más o menos manifiesta en las reseñas de los años cuarenta: que Asturias escribe para un público europeo, inventando un mundo indígena que no existe. Esta objeción esconde otra, no evidente pero que se asoma entre líneas, grosera e infundada: que Asturias use el tema indígena sin preocuparse del indígena «real». Con la claridad que lo caracteriza, Monterroso declara que los indígenas han inventado el mundo a través de sus mitos, y que Asturias no hace más que reinventar esas historias a través de su propio lenguaje estético. Es como una respuesta a las burdas objeciones sobre el realismo indigenista (o no) de Asturias: por supuesto que Asturias inventa, pero no al indígena, sino a sus historias, que a su vez ya eran una invención, como todos los mitos. Que Asturias no era un escritor realista, al menos en estas primeras obras, es cosa muy sabida. Lo obvio no puede ser materia de acusación. Que Asturias escribiera para un público europeo es una arbitrariedad interpretativa, sin ningún fundamento en la historia personal del autor. Nadie puede saber para quién está escribiendo un autor, y frecuentemente ni siquiera el autor lo sabe.

Pero el tema central del ensayo es El Señor Presidente, del cual Monterroso hace una síntesis perfecta:

«Hay en esta novela varios crímenes, un rapto, fugas, mendigos, mutilados, amores imposibles (tanto en la vida como en la literatura), policías secretos en acto o en potencia (todos), llamadas desesperadas en la noche a puertas onomatopéyicas que por terror no se abren, alcohol (no mucho para la literatura moderna), ternura, miedo, conmiseración, amor, palabras, frases cuyo sentido se ha perdido, grandes y peligrosas caídas de literatura romántica, múltiples aciertos de literatura contemporánea»18.


Monterroso comenta, enseguida, los capítulos I, IV y XIV y pasa, al final, a explicar la importancia del libro. Su salida en sordina, en 1946, y luego, el éxito, cuando Losada lo publica en Buenos Aires. La fama del autor se consolida, afirma Monterroso, cuando, con Cardoza, encabeza la lucha de los escritores guatemaltecos contra la invasión extranjera de Guatemala. Esta frase de Monterroso no puede pasar desapercibida. Dejada caer en passant tiene un efecto devastador sobre todos los que atacaban a Asturias por motivos políticos. Primero, porque quien lo dice tiene fama de hombre íntegro y leal con los ideales revolucionarios guatemaltecos. Segundo, porque recupera a Asturias para la revolución del 44, de la que se convierte en símbolo y defensor. Tercero, porque manda un mensaje inequívoco, sea a la izquierda guatemalteca que a la izquierda latinoamericana, sectores sobre los que Monterroso conserva una gran influencia no solo literaria.

Probablemente, es la lectura actual del texto monterrosiano la que le otorga tanta importancia a esa frase suelta. De todos modos, es todo el texto el que da una sentencia definitiva sobre la valoración de Miguel Ángel Asturias como gran escritor y de El Señor Presidente como obra maestra. Monterroso afirma que es una sátira dirigida no solo contra un dictador, sino que sobre todo está dirigida «contra ti y contra mí»19 y añade: «Todo el mundo desea un dictador auténtico, un Julio César, un Napoleón, un padre que valga la pena. Pero a nosotros siempre tienen que salimos estos pobres diablos hechos a imagen y semejanza nuestra»20. Y, casi al final de sus reflexiones, sentencia: «No se podría decir, ni mucho menos, que El Señor Presidente es un hecho aislado; pero es un hecho deslumbrante, por sus cualidades y sus defectos»21. Con la sobriedad y la elusión de toda retórica que han hecho célebre a Monterroso, tal juicio suena como una definitiva consagración.

Quiero decir con esto que la imagen de una Guatemala adversaria y acérrima enemiga de su más famoso escritor quizás esté ofuscada por lo anecdótico o lo pasional. Entiendo que la anécdota del ministro colombiano que pide ir a dejar un ramo de flores al monumento a Asturias y recibe como embarazada respuesta que tal monumento no existe puede crear la imagen de una permanente hostilidad en relación con nuestro autor. Pero no todos han sido agresivos ni todos se han dedicado a la demolición de Asturias. La mayor parte de la crítica y de los creadores guatemaltecos han rendido homenaje al maestro.

La queja de Manuel José Arce, reflejada en su apasionado artículo «Guatemala vs. Miguel Ángel Asturias», entra de lleno en la polémica contra todos aquellos que de una u otra manera han atacado al autor de Hombres de maíz22. Cierto es que si prácticamente todos los intelectuales de Guatemala han escrito por lo menos un artículo sobre Asturias, los habrá errados, mediocres, venenosos, alterados y polémicos. Pero si recorremos a los autores más significativos, veremos que la mayoría de ellos reconocen sin obstáculos la calidad y la grandeza del Premio Nobel. Manuel José, me parece percibir, se lamenta de que no se le haya tributado todos los homenajes que se merecía.

Cierto: si nos desplazamos al campo de la política y escuchamos a algunos de los representantes intelectuales de la oligarquía dominante, tendremos que resignarnos a escuchar no solo denuestos hipócritas de comesantos profesionales, sino auténticas difamaciones que se extienden generosamente a cualquier individuo que ose pensar en modo diferente al del establishment militaresco y feudal de Guatemala. Para ellos, Asturias, por haber vivido en el exilio y por haber protestado contra la injusticia social, pertenecía a la terrible categoría de los «comunistas», nombre que se daba a todo aquel a quien era necesario eliminar, aun físicamente, no obstante fuera, como en el caso de nuestro escritor, un católico de ideas liberales. Mario Payeras se reía francamente de la acusación de alcoholismo contra Asturias, en un país en el que una de las pocas actividades realmente democráticas e interclasistas es el deporte de emborracharse hasta la inconsciencia:

«Preguntarse por qué bebía es un ejercicio inútil en Guatemala y en el mundo actual, inundado de alcohol. Lo raro hubiese sido que no lo hiciera, proviniendo del medio suyo. Habría que preguntarse entonces por qué toman tanto los indios guatemaltecos, los ladinos, la burguesía ahíta de whisky»23.


Payeras, uno de los más influyentes ideólogos de la reciente historia de la izquierda guatemalteca, fundador y comandante del EGP (Ejército Guerrillero de los Pobres), no solo ensalza a Asturias por su servicio a la revolución guatemalteca: «la defendió en los momentos de peligro y cuando estuvo caída»24, sin dejar de considerar los dos errores políticos más graves del novelista, según su opinión: haber sido director de El Liberal Progresista, bajo la dictadura de Ubico, y haber sido embajador en París bajo el régimen de Méndez Montenegro. Sin embargo, como hombre de izquierda, Payeras señala que «su mayor mérito [...] fue haber escrito una obra pletórica de valores trascendentes, donde abraza la causa de los que sufren opresión. [...] Week end en Guatemala, el libro en el que adquirieron inicial conciencia política miles de luchadores revolucionarios. [...] Me consta que ese libro, forrado y muy gastado, circuló de mano en mano entre los primeros luchadores clandestinos después de 1954, y lo vi sobre los catres y en la mesa de los combatientes urbanos en la nueva lucha»25.

Junto con su vocación de revolucionario, Payeras cultivó el oficio de escritor, como es bien sabido. Es por ello que su juicio crítico es de especial importancia cuando habla de El Señor Presidente, en el mismo artículo que citamos. Al reseñar las opiniones de Luis Cardoza sobre dicha novela, exclama:

«Vuelvo a su increíble juicio sobre El Señor Presidente y recuerdo la cariñosa valoración que sobre esa novela hace Augusto Monterroso en La palabra mágica (en los trabajos «Entre la niebla y el aire impuro» y «Novelas sobre dictadores»), en particular sobre la ternura asturiana en alguno de sus capítulos. Sin Camila y su tragedia no se captaría la maldad del déspota, cuya clave trascendente la hallo cuando Cara de Ángel, sumiso en el cautiverio, escucha por boca de un infame la peor de las mentiras, la que tiraniza el alma. Camila es Beatriz, sin su paraíso el infierno no sería lo que es»26.


Repitiendo las reservas de algunos críticos, Cardoza había dicho que «el brillante principio no logra sostenerlo y se precipita en la telenovela del idilio de Cara de Ángel»27. Tal valoración le parece injusta a Payeras, quien insiste en que precisamente ese elemento de ternura salva al protagonista y lo enfrenta a la maldad del dictador. Me parece que Payeras tiene razón. Si reducimos una novela a su anécdota, despojándola de aquello que la hace literatura, es decir, su estructura y su lenguaje, no hay distinción entre lo que algunos llaman «literatura de consumo» y la literatura como obra de arte. Cuando la crítica aduce que El Señor Presidente adolece de una anécdota de novela rosa, olvida que tal anécdota se sustenta en una estructura vanguardista, completamente revolucionaria para los cánones literarios de la época y en un lenguaje que es una fiesta de fuegos de artificio. En todo caso, podemos afirmar que Asturias se adelanta a su época al proponer una novela en la cual no importa si la anécdota es o no es propia de una novela rosa, porque supera ampliamente a su propia anécdota. Aparte de esta discusión, lo que me interesa señalar es el juicio literario de Payeras, que se complementa con el juicio político e ideológico ampliamente positivo. Me parece que el prestigio de Payeras, tanto en el medio político como en el medio literario, nos pone en la capacidad de afirmar que es un juicio que opaca las diatribas que hayan podido venir de otros sectores de la izquierda.

La otra cara de la moneda es la acusación proveniente de una cierta izquierda latinoamericana, trabajada por Arturo Arias en la edición crítica de Hombres de maíz28 y por Gerald Martín en una conferencia en 1992. Opino que ese engorroso asunto está suficientemente aclarado, pero creo oportuno añadir que, en 1997, se publicó el testimonio de César Montes, miembro del Comité Central del Partido Guatemalteco del Trabajo en la época en que Asturias aceptó la Embajada en París. En ese testimonio, Montes declara que el mencionado Partido autorizó a Asturias para que aceptara la embajada y que, además, lo hizo por propia conveniencia, sin pensar en las consecuencias que ello acarrearía para Miguel Ángel:

«Bernardo Alvarado Monzón, Mario Silva Jonama, Fernando Hernández y César [Montes, pseudónimo de Julio César Macías], todos miembros del Buró Político del Comité Central del PGT, sostuvieron una reunión secreta. El único punto de la agenda era conocer la propuesta que le habían hecho a Miguel Ángel Asturias (Premio Lenin de la Paz) para que participara en el gobierno del recién electo presidente Julio César Méndez Montenegro. Se le había propuesto para Embajador de Guatemala en Francia. [...] En una reunión, Nayo Alvarado argumentó: "Nosotros sí necesitamos que el Premio Lenin esté en París. Allí nos puede dar una mano en los viajes que tengamos que hacer a Moscú, con documentaciones, relaciones, etc. Pidámosle nosotros que acepte. Propongamos tareas a su nivel. [...]". Así, se aprobó solicitarle que aceptara la embajada.

Cuando muchas voces nacionales e internacionales se levantaron para protestar por esa decisión, no salimos en su defensa. Roque Dalton, Otto René Castillo, Arqueles Morales, entre muchos otros, criticaron públicamente a Miguel Ángel por una decisión en la que la responsabilidad principal no residió en él [...]»29.


Pero volvamos a lo literario. Casi al final de su vida, Luis Cardoza y Aragón decidió publicar un libro dedicado a Asturias, libro que me parece de conocimiento general30. Atrabiliario, arbitrario y contradictorio, Cardoza dice todo y lo contrario de todo en ese torrente verbal barroco, casi churrigueresco, y al final no se entiende si trata de defender a Asturias o si su defensa termina por ser una vehemente declaración de aborrecimiento. Sin embargo, lo único que no niega Cardoza, por entre la selva de denuestos y alabanzas, es la genialidad literaria de su compatriota. El otro gran valor de ese libro es el lúcido análisis de la cuestión étnica en Guatemala. En otro lugar ya he dedicado algunas páginas al libro de Cardoza, pero me gustaría dar cuenta de sus juicios positivos frente a su compatriota, pues la fogosidad de algunas críticas puede prevalecer sobre el conjunto. Por ejemplo, para explicar la seriedad del trabajo lingüístico asturiano, en contraposición con quienes alaban su condición de bohemio, escribe:

«En las ficciones casi no maneja ideas, acervo psicológico, complicados destinos; no lo reclaman sus milagrerías, y diría que las ficciones de tal índole no se hacen solo con ideas, sino más con palabras que mezclen la cotidianidad con lo extraordinario, en situaciones y sucedidos en los cuales es protagonista el lenguaje que parece manar de la memoria mítica. Los conocimientos alucinógenos los creaba al escribir sin que le faltaran estudios, y toda su vida fue amante de varias literaturas. Era discutidor, le divertía polemizar, empecinado en sus certidumbres. Es falsa la idea de que fue un bohemio; los escritores bohemios no escriben, nada más hablan o son malos. Esa bohemia literaria es impotencia y mugre. Vivió con ímpetu sus años»31.


Cuando habla de Hombres de maíz, Cardoza no regatea juicios de alabanza:

«Se trata de un libro de relatos maravillosos para los cuales inventó un lenguaje que a no pocos fatiga por recargo de hechizo. Es una creación rústica, a la vez (si tú me entiendes), exquisita y espléndida, casi sin nada directo de los clásicos libros indígenas (Popol Vuh y demás) que le hubiesen dado tufo de pastiche, por lo cual creó, precisamente, un gran libro. Me deleita su inhumanidad; quiero decir, su sobrehumanidad, como decimos realidad y surrealidad»32.


En los últimos años, algunos artículos periodísticos han reexhumado la tesis de Asturias para tratar de demolerlo definitivamente. Para centrar el argumento, partamos de un artículo aparecido en Guatemala (y aquí rompo con la línea que he seguido hasta el momento, que es la de citar solo autores guatemaltecos) que trata la cuestión de lo indígena en Miguel Ángel Asturias con una serie de tópicos bastante de moda en el periodismo citado. La licenciada Marcia Vázquez de Schwank, escribe, en «El indígena en la narrativa asturiana»33, que hay tres constantes en esa narrativa: 1) «la propuesta asimilista destructiva de los valores y tradiciones culturales y vernáculos»; 2) «la actitud despectiva para con el indígena contemporáneo»; y 3) «el paternalismo manifiesto en minusvaloración y sentido de propiedad». Estas constantes están ya presentes en la tesis «El problema social del indio»34, dice la autora, y continúan sin modificación, más bien con agravantes, a lo largo de la obra.

Las pruebas que la licenciada Vázquez presenta para confirmar su aseveración consisten en citar algunas frases sueltas de la tesis, en descubrir que la belleza de Hilario Sacayón corresponde a los cánones grecolatinos y en creer que las exclamaciones de algunos personajes, como el coronel Chalo Godoy, son fiel reflejo del pensamiento de Asturias. Tales afirmaciones me parece que carecen de un sustento crítico adecuado. Sin embargo, puesto que reflejan una actitud que se va generalizando irreflexivamente, a partir de la lectura de la tesis asturiana, quisiera contraponer algunas modestas consideraciones. Sobre la tesis, me parece suficientemente probado que las ideas de Asturias se modificaron casi inmediatamente y la prueba textual es La arquitectura de la vida nueva35, obra en la que Asturias plantea una nueva estética para la construcción de una nueva nación: la multiculturalidad y la multietnicidad. Quiero decir con esto que cualquier discusión sobre la tesis se vuelve obsoleta delante del texto de La arquitectura... El segundo pecado que la autora atribuye a Asturias es el haber otorgado rasgos de belleza occidentales a Hilario Sacayón. La cita es la siguiente: «cara morena, ojos grandes, sedosos, labios bien formados, frente correcta, nariz aguileña...». Dejemos de lado la discusión acerca de si estos rasgos corresponden o no al canon occidental. El problema es otro. El problema estriba en que no puede prohibirse a un autor el atribuir a un indígena determinados rasgos físicos, o, por el contrario, no se puede obligar a un autor a describir a todos los indígenas como si fueran reproducciones de las estelas mayas. Puede achacársele una falta de verosimilitud, si se quiere, pero no una actitud racista. Si, por ejemplo, un narrador describe a un indígena nacido en Cobán como «rubio y de ojos azules»36, ¿comete pecado de racismo? ¿Resulta inverosímil? ¿Deben convertirse las novelas en tratados de fisiognomía, dando así un salto atrás de un siglo? Gomo se ve, tampoco este segundo punto tiene una firme sustentación. Por último, las citas en las que algunos personajes expresan conceptos racistas, no pueden ser atribuidos al autor, porque implican un desconocimiento de los fundamentos de la crítica literaria. Y es indicativo el hecho de que una de las pruebas aportadas sea precisamente la exclamación del coronel Chalo Godoy: «¡Los rodajean a todos y no se pierde nada!». Primero, porque el coronel se refiere a los ladinos, no a los indígenas (en efecto, está evocando el espectro racial de que «los indios bajen de las montañas a matar a los ladinos») y segundo, y sobre todo, porque es elemental entendimiento el saber que los narradores ponen en boca de sus personajes expresiones caracterizadoras, no del autor, sino del personaje. Como se ve, el artículo citado tiene un solo valor: ilustrar a qué punto se puede llegar cuando se escribe bajo la orientación de un prejuicio. En este caso, a la hipótesis de que Asturias era racista sigue la forzadura de toda su obra con tal de demostrar la aseveración inicial.

Podemos concluir, por tanto, aseverando, respecto de la recepción guatemalteca de Miguel Ángel Asturias, que si consideramos la atención que se le ha prestado, aun por parte de sus detractores, podemos hablar de diferentes actitudes, pero no de indiferencia hacia él. Si consideramos, por otra parte, la actitud de los críticos literarios, no la de críticos espontáneos e improvisados, podemos afirmar que Asturias ha recibido casi siempre elogios y reconocimientos, aun en el caso de aquellos que le ponían reparos tanto de tipo literario como de tipo extraliterario. Si consideramos, por fin, la posición de los escritores, me parece muy claro que los más importantes de ellos siempre se han expresado favorablemente sobre Asturias, aun en el caso de Cardoza, cuyos cuestionamientos no niegan el genio y la grandeza de nuestro compatriota. En donde ha existido denuesto, calumnia, difamación e intriga ha sido en otros sectores que nada tienen que ver con la literatura. Los poderosos no han soportado la voz asturiana, y tampoco la han soportado algunos sectores de la izquierda, deslumbrados por la brillante sombra de su compatriota. Pero es política, chisme, golpe bajo, y corresponde más a los estudios sociales que a los estudios literarios. Para estos, resulta indiscutible la calidad literaria de un compatriota que es fuente de orgullo y reflexión sobre nuestro país.