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Recuerdo de Miguel Ángel Asturias desde Italia

Giuseppe Bellini

Mi amistad con Miguel Ángel Asturias empieza en época bastante remota. Fueron luego unos dieciséis años de estrecha intimidad, que mucho significaron para mí, para mi familia y las instituciones docentes en que desarrollé mi actividad de hispanoamericanista. Y para Asturias y doña Blanca, por su misma confesión, fueron también importantes. Miguel Ángel y su esposa encontraron en Italia y en medio de nosotros el afecto de que tanto necesitaba quien vivía desterrado de su país y en condiciones bastante difíciles.

Mi primer contacto con el futuro Premio Nobel remonta a 1959, cuando le propuse la traducción de algunas de sus novelas por una editorial de la que yo cuidaba la sección hisponoamericana y española. Más tarde el proyecto cuajó en la edición al italiano de Week-end en Guatemala, que yo mismo traduje. Confesaré, como lo confesé al propio Asturias, que después de esta primera empresa no pasé adelante, por lo que se refiere a sus novelas; eran, en efecto, escritas en un lenguaje tan intraducible que no volví a la empresa. Más tarde se encargaría de traducir las novelas de Miguel Ángel el profesor Cesco Vian. Al contrario, mi atención se dirigió a la poesía, de la que publiqué en 1965, Parla il «Gran Lengua», luego ampliada después del Premio Nobel. Naturalmente toda la obra de Asturias fue objeto de mi interés de crítico y de docente. A ella dediqué en 1966 un amplio estudio, La narrativa de Miguel Ángel Asturias, más tarde traducido al castellano y publicado en 1969 por la editorial Losada de Buenos Aires, seguido posteriormente por toda una serie de ensayos dedicados a nuevas obras del gran escritor que iban apareciendo y a distintas facetas de su producción.

Directamente conocí a Asturias en Sestri Levante, en 1963: Miguel Ángel había intervenido en las semanas dedicadas por «Columbianum» al cine del Tercer Mundo. Le conocí en el hotel donde vivía; me presentaron a él una tarde y nuestro coloquio fue más bien formal, tanto que me dejó bastante desilusionado, pues en sus cartas había un calor diferente, que no encontré en aquella conversación; Pero no bien había llegado a mi hotel cuando me llamó Asturias suplicándome que le perdonara, pues no había localizado bien a quien de sus varios corresponsales en el mundo correspondía mi nombre. Doña Blanca, siempre atenta a las relaciones públicas de su marido, lo había orientado inmediatamente. Así que me invitaba a almorzar con ellos para el día siguiente. Y fue un momento de gran camaradería y afecto, que debía hacerse cada vez más hondo en los años sucesivos, hasta su muerte, y que continúa hoy en la persona de doña Blanca y en el culto mutuo del gran Hombre desaparecido.

Italia estaba destinada a tener una extraordinaria importancia, en los años que siguieron, en la vida y la obra de Miguel Ángel. «Columbianum», y más concretamente el Doctor Amos Segala, quien por entonces con gran competencia y extraordinario entusiasmo dirigía la sección cultural relacionada con América Latina, vieron en la disponibilidad del Maestro una notable ocasión para estrechar a través de su prestigio las relaciones con los países americanos. Pensaron, pues, en una Revista dedicada a América Latina, que dirigiría Miguel Ángel, el cual pasaría a establecerse en Génova, sede de «Columbianum». En tanto se prepararía un gran Coloquio dedicado a Latinoamérica, en el que intervendrían las más destacadas personalidades de la cultura de esos países y de Europa. El Coloquio se realizó, en efecto, en diciembre de 1964. Fue una ocasión memorable. Nunca los Congresos habían visto reunirse a tantos escritores y críticos latinoamericanos de las más distintas tendencias culturales y políticas. Miguel Ángel se prodigó, igual que el principal organizador, el doctor Segala, para que se apaciguaran las inevitables disputas, los varios contrastes. Y se llegó a la clausura del Coloquio con la fundación de la Asociación Latinoamericana de Escritores, de la que se nombró Presidente al gran poeta mexicano Pellicer. A pesar de tanto éxito, y de tanta fatiga no faltaron críticas. Especialmente le dolió a Miguel Ángel lo que el Embajador venezolano Juan Oropesa escribió en «El Nacional» del 19 de febrero de 1965: después de haberse públicamente congratulado, en Génova, con Asturias por la organización y el significado del Coloquio, Oropesa escribía contra él acusando a «Columbianum» de estar «con un pie en la muy pía Compañía de Jesús y otro en la calle de Boteghe Uscure (sic), sede del P. C. italiano.» Con fecha 23 de marzo del mismo año Miguel Ángel Asturias replicaba con una «Carta para Oropesa», que «El Nacional» publicó en su número de 6 de abril; en ella el escritor guatemalteco denunciaba el transformismo de su adversario, destacando el valor trascendente del Coloquio genovés, y concluía: «Es una lástima Embajador Oropesa, tener oídos y no oír, ojos y no ver, cabeza y no pensar, corazón y no sentir, y asistir a reuniones como la de Génova sin oídos, sin ojos, sin cabeza y sin corazón.»

Mientras se estaba planeando lo de la Revista, Miguel Ángel iba dictando cursillos y conferencias en varias Universidades italianas: Génova, Turín, Roma, Nápoles, Milán, Padua, Venecia... En este período Asturias fue vinculándose especialmente con nosotros. Durante varias ocasiones hizo viajes a Milán. En la Universidad «Bocconi», donde por entonces yo dictaba clases de literatura española e hisponoamericana, ya era una figura familiar. Le gustaba particularmente el ambiente, abierto, libre, los estudiantes inteligentes, curiosos de saber de sus cosas, de su obra, de lo que pasaba en Latinoamérica. En carta desde París, con fecha 27 de junio de 1966, escribía, después de haber estado una vez más con nosotros: «Querido Profesor Bellini. Lo abrazo. Así encerrado en el paréntesis de mis brazos, no tendrá tiempo para pensar en lo "pésimo" que me he comportado con su persona. No le di las gracias por todo lo que se molestó, tanto usted como Estefanía, durante nuestra última estadía en Milán, por el cálido mundo de su clase, sus estudiantes, y las autoridades de la Universidad Bocconi, mundo cálido en torno a mi obra, que es obra suya, de sus manos generosas, y, en fin, por todito todo. Ni las gracias. Creo que quizás hacemos esto los latinoamericanos de vez en vez, para que nuestros europeos amigos no se olviden que somos selváticos y bárbaros.»

Las intervenciones de Asturias, por esa época, en las aulas universitarias eran un acontecimiento. Ya era un profesor más de la Universidad, pero con una categoría excepcional y un calor humano que llamaba alrededor de sí a los jóvenes. Las clases consistían en una intervención de una media hora del Maestro y luego se prolongaban por horas en una conversación cerrada y amistosa con alumnos y profesores. A veces, puesto que frecuentemente las clases de Miguel Ángel eran por la tarde, llegaba la hora de cerrar la Universidad y todavía estábamos escuchándole y preguntándole. Fue en ese período cuando la literatura hisponoamericana echó más raíces en Italia. Antes se conocía a Darío, a Gabriela Mistral, escasamente a Neruda. En las Universidades italianas era disciplina nueva y ni siquiera en todas las Facultades de Letras y de Literaturas extranjeras se enseñaba. En la historia del hispanoamericanismo italiana debe constar, es justo, la obra determinante de Asturias, quien dio prestigio a una disciplina casi desconocida. Luego vendrían los premios Nobel y el famoso «boom» de la narrativa, a confirmar la obra del Maestro.

Naturalmente no todo era estudio y rigor durante las estancias de Miguel Ángel en Milán. Íbamos de una parte a otra; visitamos en Alpignano al famoso impresor Tallone. quien acogió al Maestro con el humo impresionante de una gran locomotora, que mantenía ante el ingreso de su palacete, dentro de un enorme jardín, para agasajar a los huéspedes ilustres. Asturias lo llamaría luego «el hombre de las locomotoras»; la acogida lo había impresionado mucho. Más tarde editaría Tallone los Sonetos venecianos del Maestro, pero por entonces pensábamos en la edición pulcra de Clarivigilia Primaveral. El proyecto no llegó a realizarse, también porque Miguel Ángel, en Génova, rehízo casi por completo el texto, (cuya primitiva versión queda en mis manos). Con fecha 20 de junio de 1964, desde Génova, escribía: «En cuanto al poema "Clarivigilia Primaveral", mea culpa, mea gravísima culpa. Tuve aquí, en Génova, a la mano un magnetófono, una inmensa soledad, ni un solo ruido, alojados como estamos lejos de la ciudad, entre colinas y el mar, en un sétimo piso, y casi rehíce el poema. Su estructura, desde luego ha quedado igual, pero muchos versos cambiaron, otros desaparecieron, y, en fin, que está bastante reformado. Pero "para mejor", como dicen en mi tierra. Creo que ahora sí está a la medida de lo que la imperfección humana puede lograr. Valéry decía que en un poema lo imperfecto debe uno atacarlo en toda forma, reducirlo a ceniza si es preciso, cuando esto depende de uno, de su voluntad de trabajo, de su posibilidad de inspiración, pues, siempre quedará, decía Valéry, lo que de imperfecto hay en toda obra humana, pero imperfección que ya no depende de uno, ni de su empeño, ni de su afán, ni de su voluntad. Oportunamente le escribiré al gran Tallone (el hombre de las locomotoras), para establecer el nexo, aunque, qué mejor nexo que usted, mi caro amigo. [...]»

Frecuentemente íbamos, en Milán, a un restaurante donde se podía comer buen pescado. Al poco tiempo Miguel Ángel distinguió a ese restaurante con el nombre jocoso de «El Pescadito». En carta 20 de junio de 1964, desde Génova, escribe, refiriéndose a un pequeño adelanto que le había enviado en nombre del editor de la antología poética en proyecto: «Por de pronto me permito remitirle con ésta una copia del poema "Tiempo y muerte en copan'', que falta en el librito de poesía que hará Guanda, a quien acusaré de inmediato recibo de las 80.000 liras que usted se sirvió mandarme, y los cuales cobré sin ninguna dificultad. ¿Profesor y asistente a Los Pescaditos?, se preguntaron en el Banco, y eso bastó para que se pusieran a derechas, contándome las 80 mil liretas.»

Otra pasión de Miguel Ángel eran los helados. En esta pasión suya encontró una compañera en mi esposa. Con gran humor él solía referirse entonces a este producto, hasta planear comidas de solo helado. En carta 22 de marzo de 1965, desde Génova, enviando en homenaje «a la autora de los helados» un soneto -todavía inédito- «que celebra poéticamente tanta maestría», la «compromete, vea que interesado soy, para un futuro de helados, helados y sólo helados. Nada de pescadito... haremos una comida, almuerzo o cena, lo que ustedes prefieran, con sólo postres y helados.»

Naturalmente doña Blanca se oponía a dieta tan engorrosa, así que con alegría y con el acostumbrado buen humor comunica Asturias la conversión de su esposa, en carta desde París, a 17 de julio de 1972: «Una novedad. Blanca se ha hecho "heladista". Hace helados, habla bien de los helados, y en fin, creo que con Estefanía hemos ganado una gran batalla, porque de otra suerte ya habría tenido que divorciarme, y Estefanía repudiarla como enemiga de esos manjares helados, deliciosos, casi de sueño, de sueño que se chupa los dedos, más ahora que es dueña de una gran SORBETERA.»

El humorismo de Miguel Ángel asoma por todas partes como expresión de su amistad, de su afecto para con los que lo quieren. Cuando el centro de mis actividades docentes se traslada a Venecia, en cuyas aulas universitarias ya había intervenido varias veces el Maestro, invitado por el profesor Franco Meregalli, a quien apodábamos, en afectuosa broma, «el Divino Maestro», por haber sido maestro mío, Miguel Ángel Asturias viaja frecuentemente a la ciudad lagunar. Venecia lo impresiona profundamente y le dicta los Sonetos venecianos, cuya primera entrega edité yo en Milán, y en edición definitiva, en 1973, en la imprenta de Tallone. Sin que Milán desaparezca de sus ciudades «ideales», Venecia asume un significado de paraíso deseable. Esfumadas las posibilidades de radicarse en Italia, por el fracaso de los proyectos de «Columbianum», establecido ya en París, donde más tarde será Embajador de un nuevo gobierno democrático de Guatemala, el del profesor Montenegro, y donde lo alcanza en 1967 el Premio Nobel, Asturias viaja con frecuencia a Venecia. Desde París escribe, a 3 de abril de 1971: «Siempre pensamos en la posibilidad, cuando salga Maladrón, de ir a Milano y abrazar a todos los Bellini, que ahora ya son muchos, y desde luego, como un sueño dorado y dulce, la visita a Venecia.» Y de nuevo, en la misma, la acostumbrada nota de humor: «Recibimos varias cartas postales, de restaurantes venecianos, con firmas de los queridos profesores, pero ya sabemos que esas son iniciativas de impulso bellinesco».

Ya Premio Nobel, Miguel Ángel no olvida a los amigos. Inmediatamente de recibir el gran premio hace viaje a Milán para estar con nosotros. Los tiempos ásperos de las primeras residencias italianas ya están lejos, materialmente, pero quedan muy presentes todavía en el reconocido afecto del Maestro para con los que en esos tiempos le demostraron amistad y le estuvieron más cerca. Y fueron realmente momentos duros. Recuerdo una visita a Génova, cuando los Asturias vivían en un frío altillo del antiguo palacio de los Doria. Las desiguales habitaciones (donde si Miguel Ángel se descuidaba era fácil que se llevara un chichón dando en el techo bajo), el frío intenso, contra el que luchaba en vano una estufa de querosén, el escaso mueblario... Y sin embargo, regía una dignidad de grandes señores, que saben aguantar las dificultades y que agasajan a los amigos lo mejor que pueden, con sus pocas posibilidades económicas. Y Doña Blanca, ubicua, sirviendo el café al estilo de Guatemala, siempre bien hirviendo en una cafetera puesta en el centro de una mesa redonda, lo único realmente caliente de todo el departamento, en uno con el gran calor de la amistad sincera de los huéspedes. Años difíciles que lo siguieron también a Venecia, donde se hospedó el Maestro en la Pensión Academia. Característica extraordinaria de su sensibilidad, cuando obtuvo el Premio Nobel, regresando a Venecia, quiso ir a saludar a los dueños de la Pensión y agradecerles su simpático trato de otrora.

Con el pasar del tiempo Venecia se impone, en el corazón del Maestro, sobre todas las otras ciudades. «Venecia, hecha una góndola de ensueños, nos circula en la sangre, no sabemos si como glóbulo blanco o glóbulo rojo», escribe en carta desde París, a 21 de junio de 1971. En tanto íbamos planeando allí la posibilidad de conferirle a Asturias la laurea «Honoris Causa». El profesor Meregalli y yo estudiamos todos los detalles. En carta 13 de mayo de 1971, siempre desde París, el escritor manifestaba su entusiasmo: «El programa que me ofrece en su carta, como posible, es para mí muy halagador. Ir a Venecia invitado por la Universidad y recibir, si lo acuerdan, el Honoris Causa, a pocos se les ha dado. Y de sólo pensarlo me lleno de júbilo. Y desde luego haría la conferencia de que me habla usted, ante el Senado Académico.»

El proyecto se realiza, efectivamente, el 16 de mayo de 1972. En el Paraninfo de la Universidad, una gran sala del siglo XVIII, con fresco y espejos, atestada de autoridades, profesores y estudiantes, la ceremonia resulta de lo más emocionante. Miguel Ángel contesta declarando el significado que para él tiene este día: «Rector Magnífico -empieza-: Soy hijo de una cultura oral, de una cultura que pasó de palabra a figurilla de barro, a figura de piedra, de madera, y que por fin desembocó en el gran océano de la lengua española, y esto, recuerdo, que dije hace nueve años en la nobilísima cátedra de esta por mil títulos benemérita Universidad, al iniciar una serie de diálogos que tuve con los estudiantes que se especializaban en literatura hispanoamericana. Mi presencia en Venecia, en esta Universidad, en febrero de 1963, fue el inicio de toda una labor, podría decir, hasta, una campaña, en pro de nuestras letras, antes privadas de ciudadanía, pues se enseñaban como parte de la gran literatura española. Después de Venecia, dialogué, di conferencias, cursillos, en casi todas las Universidades de Italia, pero el punto de partida fue Venecia, y de aquí que ahora me conmueva profundamente, como todo lo que tiene mucho de destino, el que se me conceda el título de Doctor Honoris Causa, de vuestra Universidad, tantas veces centenaria y nobilísima, y por mí tan amada. Esta significativa distinción me identifica con vuestra ciudad, ampliando el concepto, pues toda vuestra ciudad es una lección viva de artes y letras que han formado la base de una de las más grandes culturas de la humanidad. No sé por qué sólo se ha de ver y celebrar lo histórico, lo puramente histórico, fechas y dinastías, o bien lo comercial, el ir y venir de las más ricas y fabulosas mercancías, cuando se habla de Venecia, y no de su papel de señora de saberes y de madre de pintores, escultores, músicos, poetas, y cuantos en ella sentíanse navegar en el más amable sueño. Esta es la Venecia que nosotros amamos, la de vuestra Universidad, porque aquí universidad sí quiere decir universal, la que fue amparo de libertad de pensar, para tantos espíritus, la que enciende las antorchas de la luz más clara, en sus canales, para señalar las rutas de la inteligencia, del saber y del arte. Sin pecar de inmodestia, permitidme que me sienta orgulloso, como me sentí al recibir el Premio Nobel, de vuestra laurea, de esta magnífica insignia que sale de las manos de la historia, de la simpatía generosa de vuestros profesores, [...]». Luego pasa Miguel Ángel a desarrollar su tema, «Paisaje y lenguaje en la novela hispanoamericana».

Después de la ceremonia oficial los días de estancia en Venecia de los Asturias pasan entre paseos, excursiones a las islas de la laguna y simpáticas conversaciones. Miguel Ángel disfruta como quien más de esta atmósfera amistosa. Nos recuerda constantemente, con su nota de humor, que ahora hay que tener cuidado con él, pues es «Dottore» por la Universidad de Venecia y, por consiguiente, veneciano con todos sus derechos. Acepta en una comida con zumbona seriedad la Orden del Cochinillo de Oro. En su casa de París colgará la insignia del cuello de un busto suyo, como un talismán al que reconoce poderes de buena suerte.

Una noche, muy tarde, al salir de un restaurante, nos ponemos a cantar y bailar por las callejas venecianas y el mismo Asturias baila. Él se sentía feliz, rodeado de su familia, porque era así como ya desde hacía tiempo nos consideraba. Hasta pensaba establecerse por unos meses en la ciudad de la laguna para dedicarse a su novela, la que dejará inacabada todavía al momento de su muerte.

Los días tristes se acercan, sin embargo. En carta de 28 de junio de 1973, desde París, ya asoma la nota preocupada: «Le quiero contar que he estado algo mal, con cólicos, y esto me llevó a buscar a los médicos, y después de exámenes y demás, resulté con un pólipo intestinal, que tendrán que extirparme. Me tendré, pues, que someter a una operación quirúrgica, con partida de panza, el 20 de julio, y estaré hospitalizado 20 días. Quiere decir que si voy a Mallorca será el 15 de agosto en adelante. Por un lado lo de la operación, como toda operación, es malo, pero por otra parte más vale así, para evitar un tumor maligno. En fin, esa es la vida... y no la del pescadito...» Ya continuación, después de estas notas tristes, la costumbrada vuelta al humor: «Miles de cariños de nosotros dos, para las chiquitinas, para la adorable Elenita, nuestros abrazos a Estefanía (el calor ha empezado y nos habla de helados), y para usted, caro Profesor, un gran gran abrazo.»

Sabemos que la intervención quirúrgica pareció tener éxito. El año anterior habíamos quedado, en Neuchâtel, donde pasamos una temporada juntos, mi familia y los Asturias, que a comienzos del año 1974 nos veríamos en Dakar, donde el Presidente Senghor pensaba organizar un Coloquio dedicado al tema de la presencia africana en la civilización latinoamericana, y que presidiría Miguel Ángel. Así, fue, en efecto. Yo había llegado la tarde anterior a la llegada de Asturias y su esposa. Fuimos pues, con el profesor Durand, Jefe del departamento de literatura iberoamericana de la Universidad de Dakar, a recogerle. Cuando entró Miguel Ángel en la sala del aeropuerto y nos vio fue un escándalo de abrazos y besos y expresiones de alegría, tanto que iba a intervenir la policía, pensando en un motín. Encontré a Miguel Ángel más flaco, un poco cansado, pero lleno de vida, de entusiasmo, tanto que frecuentemente, en los días sucesivos, se descuidaba y teníamos que obligarle a descansar. Pasamos días muy lindos, entre el trabajo en la sede de la Asamblea Nacional, el palacio del Presidente y las excursiones. En la «barbacoa» del hotel, cerca de una hermosa piscina, nos reuníamos en largas mesas de amigos. Y era un derroche dé alegría. Hasta el día en que los Asturias, clausurado el Coloquio, salieron para La Laguna, de Canarias. El último almuerzo fue inolvidable, porque ya tenía la amargura de la despedida. Saludamos aplaudiendo calurosamente a los Asturias, cuando salieron en coche para el aeropuerto. No debía volver a verle jamás. Su recuerdo, queda vivo dentro de mí, como dentro de todos los que tuvieron la suerte de conocerle y apreciarle, no solo como gran artista, sino como el gran hombre que era.

Lo que más impresionaba en Miguel Ángel Asturias era su bondad, su gran humanidad, el hecho de que nunca hablaba mal de nadie, ni siquiera de los que más habían intentado hacerle daño, perjudicarle, desconociendo sus méritos de escritor, intentando hacerlo olvidar al público de los lectores y los críticos, cuando había sido el primero en renovar la novela hispanoamericana, abriéndole esos caminos «mágicos» en los cuales tendría su mayor éxito en los años sucesivos. Y ello sin olvidar nunca su gran amor americano, su gran pasión para su País, no solamente, sino su preocupación por toda América Latina. Su obra en el extranjero, durante su largo y voluntario destierro, en el que había siempre preferido vivir pobre pero honrado, consecuente con sus ideales, fue siempre dirigida a difundir el nombre de América, sus valores, sin partidarismos o exclusiones sectarias, en un compromiso sincero con la condición americana por la que constantemente, desde toda su actividad, de hombre político y de literato, luchó. El tiempo va afirmando más, de año en año, su gran categoría y el nombre de Miguel Ángel Asturias va confirmándose cada vez más como una de las grandes cumbres de la literatura, y de la historia, de Hispanoamérica, un gran maestro de la novela, de la categoría de un Dostoievski o de un Balzac.